martes, 19 de junio de 2012

Flores de Asfalto: El Despertar —XXIX


25 de Abril —David


Aquella tarde, cuando salió de trabajar, volvió a mirar al cielo. Estaba nublado, cubierto de nubes oscuras y cargadas de lluvia. “Genial”, pensó, esbozando una sonrisa. No era una ironía. La lluvia le gustaba. Le limpiaba, lavaba la ciudad y después, cuando el cielo volvía a ser azul y las nubes rizadas y breves regresaban como rebaños de ovejas, el horizonte urbano parecía más brillante, más prometedor.

Se subió el cuello de la cazadora. Desde hacía un par de meses miraba al firmamento  con mucha frecuencia, como si esa fuera la señal de su reconciliación personal con el universo. De pequeño, David solía volver la vista hacia arriba muy a menudo: buscando respuestas, haciéndose preguntas, rogando a un dios que siempre parecía demasiado lejano. Progresivamente, a medida que los años fueron pasando abandonó ese hábito y durante los últimos tiempos apenas echaba un vistazo de vez en cuando. Ahora lamentaba haberse perdido tantas nubes, tantas estrellas, tantos tonos de azul.

Al poco de caminar calle abajo, encontró el coche de Oscar aparcado en doble fila. Esbozó una media sonrisa y apretó el paso, no tan sorprendido como debería. No esperó a que le invitara a entrar sino que abrió la puerta por sí mismo y se escurrió hacia el asiento del copiloto. Una fina llovizna comenzó a mojar el parabrisas justo en aquel momento.

—Hola.

El pelirrojo le dedicó una sonrisa de bienvenida y apagó la radio. Estaba escuchando una retransmisión deportiva.

—Hola. ¿Piensas tomar esto como costumbre?

—¿Venir a buscarte?

David asintió con la cabeza mientras se cerraba el cinturón de seguridad.

—Pues no sé. A lo mejor.

Oscar arrancó el motor y condujo en dirección al centro. David volvió a encender la radio y sintonizó una emisora de música electrónica, bajando el volumen para que no resultara molesto. Luego miró a través del cristal húmedo de lluvia. El sol estaba poniéndose todavía y desde aquella zona se veían destellar las torres del corazón de la ciudad, gigantes de acero y cristal que brillaban con un reflejo rojo como la sangre. La misma luz del atardecer que arrancaba aquellos destellos hirientes cubría el paisaje de una especie de bruma ambarina y rosada. Era hipnótico. Era hermoso. “Parecen construcciones galácticas en Marte”, pensó David, abstraído por su resplandor.

La voz de Oscar le arrancó de sus fantasías.

—Eric hablará contigo hoy.

Ah si. Aquella conversación pendiente. Hizo una mueca.

—Espero un anillo de diamantes y una proposición formal.

El pelirrojo soltó una risa suave, entre dientes. No podía negarse que Oscar tenía muy buen humor, se reía a menudo y no se ofendía fácilmente. A David le gustaban su carácter agradable y su trato sencillo, y para qué negarlo, también sus arrebatos de timidez. Había llegado a cobrarle un espontáneo cariño debido al efecto que causaba en él. Y es que su presencia le hacía sentirse seguro y tranquilo, y no era algo que pudiera decir de mucha gente.

Sacó un cigarrillo y se lo encendió con el mechero del taller mecánico. Luego, en un arrebato de picardía, se lo puso en los labios a Oscar.

—Gracias—murmuró él, con un súbito rubor.

David reprimió la sonrisa.

—De nada. Oye, todo esto es muy emocionante. —Bajó un poco la ventanilla para dejar entrar el aire, frío y con olor a lluvia. —¿Eric te ha enviado de chófer a recogerme? Me recuerda a las películas de mafiosos.

Oscar estaba descendiendo aún la larga avenida llena de semáforos parpadeantes. El tráfico era bastante denso a aquellas horas, mucha gente salía del trabajo. Las luces de la ciudad empezaban a encenderse, aunque el sol aún no se había ocultado del todo.

—No me ha enviado nadie, es que me pillaba de paso. Pero como me dijo que quería hablar contigo, pensé en llevarte.

Se ladeó en el asiento para mirarle, curioso.

—¿De paso? ¿De paso de dónde?

—Estuve en el médico. Está cerca de tu trabajo. Bueno, algo más a las afueras, claro.

—¿Te refieres al hospital universitario? ¿Ese blanco, grande?

Oscar volvió a reír.

—Con esa descripción… todos los hospitales suelen ser blancos y grandes. Pero sí, es el universitario.

David asintió, pensativo. Disfrutaba preguntándole a Oscar sobre su enfermedad, pero en esta ocasión le pareció indiscreto y fuera de lugar. Le espió a través del retrovisor mientras él conducía. En algún momento, él captó su mirada y se la devolvió, esbozando una sonrisa plácida. David pensó que podría dormirse en el coche y dejarse llevar a cualquier parte por aquel tío sin desconfiar en ningún momento. Al principio fue solo un pensamiento ligero, pero después se dio cuenta de que estaba muy cansado. Aquella noche había vuelto a tener pesadillas y se había despertado cuatro veces, bañado en sudor y con el corazón en la garganta, pero no había conseguido recordar sus sueños.

—¿Cuánto tardaremos en llegar?—le preguntó.

No se le ocurrió preguntarle también a dónde iban. Por algún motivo, no le parecía relevante.

—Unos veinte minutos.

—¿Te importa si me duermo?

Oscar le hizo un gesto con la mano.

—Claro que no. Adelante.

David se removió en el asiento y se acomodó contra la ventanilla entreabierta. Se dio cuenta de que el pelirrojo le miraba de reojo.

—Qué pasa, ¿quieres que apoye la cabeza en tu hombro?—se burló, cerrando los párpados.

—Anda, no digas chorradas.

El ronroneo del motor y la vibración del cristal junto a su rostro funcionaron como una canción de cuna. Durante años, David había dormido arrullado por nanas como aquellas: el zumbido de la electricidad, el murmullo lejano del tráfico, las voces apagadas de aparatos de televisión que habitaban entre paredes de hormigón. En aquel momento, viajando a través de la ciudad, esa extraña madre cruel y amante, volvieron a su mente los recuerdos de esa otra noche, de aquel otro trayecto mágico y revelador con el profe, agarrado a su cintura y con el viento en la cara.

Y con él, se quedó dormido.



. . .



25 de Abril —Gabriel


Estaba sentado delante del piano, con la partitura incompleta abierta sobre las teclas. No sabía cuanto rato llevaba así, intentando concentrarse para continuar. Pero la concentración le rehuía, su mente estaba dispersa y revoloteaba entre recuerdos, anhelos y paranoia.

Al principio le había costado acostumbrarse a eso, a la paranoia. A decir verdad, primero le había costado aceptarla. Y después acostumbrarse. No… no, a decir verdad, la auténtica verdad era que no había llegado a acostumbrarse. Lo sobrellevaba, simplemente. Cuando creía ver con el rabillo del ojo sombras confusas, colores inexistentes o siluetas que no estaban donde deberían, trataba de sustraerse y centrar la atención en cosas más seguras, pero la sospecha y la inquietud se quedaban ahí. Molestando. Aguardando.

Ese era uno de los motivos por los que había enmarcado la foto de David y la había puesto en algún lugar visible, accesible: para tener un punto seguro cuando se le fuera la cabeza.

Porque se le iba, y él lo sabía. Desde la muerte de Ariadna y su propia catarsis, que tuvo lugar cuando Gabriel perdió los estribos por primera vez, la locura parecía estar acechándole en todas partes. Se despertaba por las noches, sobresaltado, y saltaba de la cama, convencido de que había extrañas criaturas debajo. La negrura le resultaba amenazadora. Se miraba al espejo con cautela, temiendo encontrar su reflejo distorsionado. Dejó de viajar en metro cuando empezó a ver extraños rostros acechando desde las tinieblas de los túneles, caras deformes con bocas demasiado grandes y ojos completamente negros. A veces, caminando por la calle, tenía la sensación de que le estaban siguiendo. Su estado de ánimo se alternaba entre momentos de alerta y desasosiego y rachas de agotamiento e indiferencia.

Era consciente de todo eso y aunque se repetía que no era real, las alucinaciones no desaparecían. Algunas noches, harto de todo, había acudido al mueble bar y se había tragado una botella entera de vodka o de whisky. Entonces, a veces, veía a David. Quizá solo fueran recuerdos, pero le parecía verle sobre el sofá, mirándole, hipnotizándole con aquellos ojos verdes y maravillosos. Otras veces veía a Ariadna, sentada sobre el piano.

Pero aquella tarde no estaba viendo nada de eso, no eran las alucinaciones lo que afectaba su atención. Aquella tarde estaba en plena fase de agotamiento y sus emociones se habían repuesto bastante tras el reencuentro con David. Quizá por eso los recuerdos habían despertado. Anhelo, recuerdos y paranoia. Si, los recuerdos de los gemelos, que ahora no dejaban de agitarse en su memoria como lombrices al sol. Intentaba mirar la partitura, ver las notas, pero se emborronaban ante sus ojos. No podía pensar en la música, había demasiadas preguntas que nunca se había hecho y habían aparecido todas a la vez. ¿Por qué iban los gemelos al Centro de Energías Renovables? ¿Qué era aquella partitura? ¿Por qué les habían matado? ¿Y por orden de quién?

Su memoria parecía un colador, un puzzle al que le faltaran piezas. Era muy injusto. Les había protegido. Les había amado, sobre todo a ella. ¿Cómo era posible que tuviera tantas lagunas en sus recuerdos?

“Estoy perdiendo el tiempo”, se dijo. “No voy a avanzar nada si tengo la cabeza en otra parte”. Suspiró, dejando el cigarro en el cenicero y dando un trago al café. Luego plegó la partitura con parsimonia y la dejó sobre la tapa del piano. Una fina lluvia comenzó a golpear contra los amplios ventanales del salón. Gabriel se volteó a medias para contemplar la silueta recortada de la ciudad al atardecer, con la barba sin afeitar y los recuerdos, lejanos y cercanos, mezclándose como fotogramas extraviados. Los ojos verdes de David destellando en el túnel en el que habían hecho el amor dos noches atrás. Los pasos ligeros de la chica sobre la acera, el sonido de la puerta del coche al cerrarse y la voz del chico, saludando, muy formal.

No había olvidado sus nombres. Eso nunca.

—Milo—murmuró, ejecutando un arpegio. —Milo y Perséfone.

Los pronunció en alto, haciéndolos reales de nuevo, devolviéndoles a la vida de algún modo al hacerlo. Pero sólo por el tiempo en que duraban sus nombres en su boca.

Así se habían llamado. No había vuelto a decir aquellos dos nombres en años, ni siquiera había vuelto a pensar en ellos. Era menos personal referirse a ellos como los gemelos. “Pero siempre es personal. Siempre es personal”.

Milo y Perséfone. No eran como los demás. Por eso les amaba, y aunque no hubiera sido parte de su trabajo, él habría jurado protegerles por encima de todo. Eso era correcto, era muy correcto, era una de las cosas que le habían hecho sentir que estaba haciendo lo que debía en esta vida.

Ellos eran tan maravillosos, tan especiales y tan puros como Ariadna. Y ahora, todos estaban muertos.

El agua se escurría por el cristal de la ventana en un llanto silencioso.



. . .



25 de Abril —David


Cuando abrió los ojos, Oscar había aparcado frente a las dos altas torres de la compañía telefónica. Bostezó y le miró con expresión adormilada. No había soñado, pero tenía la cabeza abotargada y se sentía pesado, con la boca pastosa y el estómago revuelto. Se le quedó mirando, como atontado, durante un rato.

—¿Hemos llegado hace mucho?

Oscar negó con la cabeza. Tenía los ojos fijos en su pelo y David pensó que estaría despeinadísimo. Se preguntó si el pelirrojo tendría el valor de alargar la mano y arreglarle los cabellos revueltos, pero Oscar no era de esos. Aun así, le dio unos segundos de cortesía.

—¿Estás listo?—le dijo él, simplemente. Nada de manos en el pelo.

—¿Que si estoy listo? Claro. Supongo que sí. —Luego puso cara de fastidio. — ¿Por qué me preguntas eso, es que hace falta entrenamiento para hablar con ese capullo o qué?

—No, pero es mejor estar receptivo.

“Receptivo. Ya.” El chico se ladeó y observó los edificios. Eran dos rascacielos con ventanas especulares y láminas de metal y de cristal, construidas como si se tratara de espirales retorcidas. Se trataba de edificaciones modernas y sofisticadas, arquitectura del siglo veintiuno, con el logotipo de la compañía de teléfonos en lo más alto. Intentó contar los pisos que tenían las torres pero no fue capaz. Luego frunció el ceño y miró a Oscar con una punzada en el estómago.

—¿Eric está aquí?—le preguntó.

El pelirrojo movió la cabeza afirmativamente.

—Sí. En la terraza.

David no dijo nada. De pronto todo empezaba a resultarle inquietante. Al menos un poco. Salió del coche sólo cuando Oscar lo hizo y caminó a su lado hacia las grandes puertas automáticas de la torre de la izquierda.

—No me digas que trabaja ahí—dijo, tratando de sonar despreocupado.

Oscar se estaba poniendo la cazadora vaquera y se peinaba con los dedos. La lluvia seguía cayendo, suave y sostenida. Apenas repiqueteaba al tocar el suelo y los capós de los vehículos.

—No, qué va. Es de su padre.

—No me jodas. ¿Todo el edificio?

—Sí. Los dos, de hecho.

Menudo pijo. Así que Eric, el transgresor y rebelde cantante de rock moderno e intelectual era un niño bien. Suspiró apaciblemente y siguió a Oscar al interior del edificio.

El amplio vestíbulo estaba adornado con alfombras y macetas con ficus. Había sofás de piel, mesas bajas con revisteros y pantallas de plasma aquí y allá mostrando publicidad sobre la compañía telefónica. En la más grande, que colgaba suspendida por un brazo de aluminio desde el techo en pleno centro de la amplia sala, brillaban en letras grandes y bien visibles las indicaciones para orientarse en el complejo. David echó un vistazo por mera curiosidad: Planta uno, recepción, detector de metales, servicios públicos. Planta dos, oficinas de gestión, atención al cliente, recursos humanos. Planta tres, spa, gimnasio, guardería. Planta cuatro, restaurante, zona recreativa, piscina cubierta. Planta cinco…

—Espera, ¿Hay una jodida piscina aquí?

—Sí. ¿A que mola?

—Qué mal repartido está el mundo.

Atravesaron la sala en dirección a los ascensores del fondo. David observaba por el rabillo del ojo a las recepcionistas, dos mujeres vestidas con traje de chaqueta que se encontraban tras sendos mostradores alargados, con el pelo recogido y el auricular de telefonista colocado en la oreja. Sus sonrisas parecían de plástico y sus ojos de cristal, como los de las muñecas. Ellas no les prestaron la menor atención, y tampoco las seis personas que aguardaban en el vestíbulo, seis hombres bien vestidos, con corbata a rayas y maletines negros que se entretenían leyendo la sección de economía del periódico. Nadie hablaba.

—¿Aquí dejan pasar a cualquiera?—preguntó al pelirrojo cuando llegaron frente al ascensor. Habló en voz baja, temiendo romper el silencio más de lo que lo hacían sus pasos.

—Sí.

David le miró con escepticismo. Iba a decir algo más pero el sonido de un timbre anunció la llegada del ascensor. Se metió en el interior de la cabina con cierta vacilación, siempre detrás de Oscar y nunca delante. Las puertas se cerraron y el pelirrojo pulsó el último botón de una larga fila.

El aparato se puso en marcha y comenzó a sonar el hilo musical.

David se lamió los labios. La sensación de inquietud seguía removiéndose, desperezándose en su estómago. Todo era demasiado raro. No era amenazador, pero sí raro, intrigante. Analizó lo sucedido desde que salió del trabajo y se dio cuenta de que había demasiadas incoherencias. Por ejemplo, en su momento no se había percatado, pero cuando salieron del coche, las calles interconectadas que circundaban las dos torres se encontraban completamente vacías. No había ni una sola persona, y tampoco tráfico. ¿Eso no era raro? Especialmente en un barrio de negocios como ése. A aquella hora debería haber mucha gente saliendo de los grandes bloques de oficinas. Y la lluvia fina y constante. Y las recepcionistas inmóviles que no les hacían caso. ¿No era su trabajo recibir a la gente? Por eso se llamaban recepcionistas, ¿no? ¡Y el hilo musical! Ahora que caía en la cuenta, el tema que sonaba en el ascensor era el misma que David había estado escuchando cuando se quedó dormido, en la emisora de música electrónica. Los hilos musicales de los ascensores eran distintos, sonaban a otra cosa, era otro estilo musical que él no sabía definir. “Ojalá pudiera llamar a Berenice y preguntarle cómo se llama la música de los ascensores”, pensó  nerviosamente.

Se dio la vuelta, disimulando el desasosiego. Tras ellos y a los lados había tres grandes espejos de luna. Se miró en uno de ellos. No tenía mal aspecto. Se echó el flequillo hacia el lado y se arregló el cuello de la chaqueta de cuero. Incluso sin pintarse los ojos, su expresión seguía teniendo un aire perdido y oscuro y eso le gustaba. “A lo mejor aún no hemos llegado a donde sea que vamos y lo que ocurre es que estoy soñando”, se dijo.

Puso la mano sobre el cristal del espejo.

—¿A ti todo esto te parece normal, tío?

Oscar le miró de reojo. David esperaba que dijera que sí, que le tranquilizara de alguna forma. Quizá que se echara a reír y le explicara todo de alguna forma que pudiera entender. Debía haber una clave en alguna parte que le diera lógica a las cosas, e incluso en los sueños, esas claves existían. Y uno en sueños las entendía. Pero Oscar frunció un poco el ceño y su expresión se volvió grave.

“Venga, no me jodas”

David tragó saliva, el corazón le dio un salto en el pecho y luego empezó a latirle a lo loco.

—Sabes, me parece que me vuelvo a casa.

—No, espera…

Oscar intentó detenerle pero él ya había lanzado la mano hacia el cuadro de botones y golpeaba frenéticamente el inferior. Los botones comenzaron a iluminarse. La luz del interior del ascensor vaciló y se escuchó un zumbido. El hilo musical se distorsionó y empezó a ser consumido por un ruido de estática, desagradable y rasposo, que finalmente se superpuso a la música hasta que no se escuchó nada más. David se mareó.

“¿Qué coño está pasando? Joder, vaya mierda de sueño.”

Cuando los espejos empezaron a derretirse y dejaron al descubierto paredes de metal rojo y oxidado, Oscar estaba sujetándole y le decía palabras tranquilizadoras al oído. Lo último que vio antes de desvanecerse fue el reflejo de su rostro preocupado en el espejo, deformándose y cayendo al suelo en una gruesa gota mercúrica.



. . .



25 de Abril —Gabriel


Había empezado a tocar sin darse cuenta, mientras rescataba sus recuerdos. El cigarro humeaba en el cenicero, las luces de la ciudad iluminaban el salón en una penumbra apacible y el sonido del piano y su respiración eran el único contrapunto al susurro del agua, que seguía deslizándose sobre los cristales de la ventana y deformando la silueta urbana más allá.

Un arpegio tras otro, acordes sueltos y notas sostenidas, sutiles, como el comienzo de la lluvia. Desde la tapa del piano, la fotografía de David parecía escuchar. Él la miraba de vez en cuando, imaginándose que le tenía delante y que podía hablar con él, contarle las cosas que habían sucedido durante aquel tiempo pasado, no tan pasado.

—Si es que tiene explicación… y si es que puede contarse—dijo en voz alta.

Tocó con suavidad, manteniendo pulsado el pedal central para mitigar el sonido. Intentaba encontrar aquella melodía que ella tarareaba, Perséfone, la hermana de Milo.

“Ojalá les hubieras conocido. Te habrían gustado”.

Ellos fueron su tercera misión. Él acababa de graduarse en las fuerzas de seguridad apenas cuatro años antes. Se había formado en una empresa privada que trabajaba para la Agencia Aesar. La Agencia Aesar era una organización poco conocida y sustentada por donaciones anónimas que se encargaba de ofrecer protección y seguridad a personas que estaban en el punto de mira del sistema. La clase de protección que la agencia proporcionaba a estas personas iba desde el asesoramiento jurídico y la cobertura legal hasta la elaboración de seguros de vida, la protección de testigos y las labores de escolta. A Gabriel le había parecido buena idea entregarse a aquella profesión. La disciplina del entrenamiento le ayudaba a controlar sus emociones y la función que tenía como escolta le parecía moralmente intachable. En aquellos días era frecuente que científicos, escritores, periodistas, incluso maestros o jóvenes revolucionarios desaparecieran sin dejar rastro justo después de haber descubierto alguna clase de material interesante, haber escrito un ensayo o artículo peligroso para la estabilidad de los más poderosos o, simplemente, por llamar demasiado la atención.

Cuando le enviaron por primera vez a recoger a los gemelos, él conducía un sedan negro con las lunas tintadas propiedad de la empresa, y llevaba las armas reglamentarias cargadas y listas. No le habían dicho gran cosa acerca de sus clientes. Por eso, cuando los dos gemelos entraron al coche sin mediar palabra, serios y con aspecto asustado, sintió que se le caía el alma a los pies. ¿Cuántos años debían tener? ¿Quince? ¿Dieciséis? Los dos eran delgados y rubios, con la piel como de porcelana. Él tenía un semblante muy grave y los ojos azules parecían vueltos hacia dentro. Los de ella, algo más claros, brillaban con las emociones que mostraban como un libro abierto. Llevaba dos trenzas atadas con lazos componiendo una imagen totalmente anacrónica y parecía muy nerviosa. Ambos vestían uniforme escolar y llevaban consigo como únicas pertenencias una carpeta de cartón y un estuche de violín.

Gabriel les miraba a través del retrovisor, con el motor en marcha pero sin arrancar todavía.

—¿No deberíais haber golpeado el cristal de la ventanilla con los nudillos y preguntar si soy el escolta antes de meteros en mi coche?—les dijo, medio en broma.

Los dos le miraron boquiabiertos, ella más expresiva, él más reservado. Luego se miraron entre si. El muchacho fue el primero en hablar.

—Es usted el escolta, ¿no?

—Sí, soy yo. Y vosotros sois Milo y Perséfone, espero. Si no podrían acusarme de secuestro.

El chico sonrió con cortesía. La chica, con gratitud. Nadie dijo nada más durante todo el trayecto hasta el complejo de la compañía eléctrica. Cuando llegaron, Gabriel atravesó las barreras mostrando su identificación y una vez en el interior, bajó del coche, miró alrededor para cerciorarse de que no había peligro y les abrió la puerta. Milo inclinó la cabeza y le dio las gracias en un murmullo. Su hermana aceptó la mano que le tendía para salir del vehículo y le sonrió. Luego se colgó el estuche del violín y se dispuso a seguir a su hermano por el camino de gravilla hasta el interior del edificio.

—¿Cómo se llama usted?—preguntó entonces, deteniéndose un momento.

La pregunta desconcertó a Gabriel. No obstante le dijo su nombre, casi sin pensar. Ella ensanchó la sonrisa, los ojos claros brillaron como estrellas.

—Encantada. ¡Hasta luego!

Echó a correr para alcanzar a su hermano. Llevaba zapatos de charol y calcetines de volantes. Parecían salidos de  Sonrisas y Lágrimas o alguna película similar, y a pesar de la reserva de Milo, ambos tenían un halo de inocencia, de pureza, que a Gabriel no le pasaba desapercibido.

Desde el principio supo que ellos necesitaban protección. Y poco a poco se dio cuenta de que no sólo necesitaban eso, también necesitaban poder confiar en alguien, y un poco de compañía. Vivían solos en una enorme casa del Barrio Viejo. Siempre iban solos al instituto y aunque se relacionaban con algunos chicos de su edad, eran relaciones muy superficiales y un poco forzadas. Nunca salían con nadie. Nunca hablaban con nadie fuera del entorno escolar. No tenían familia ni allegados. Cuando se apostaba en el exterior de su casa para revisar las calles adyacentes y hacer guardia les escuchaba ensayar. Oía el piano y el violín interpretando piezas conocidas y desconocidas, desde Haendel y Mozart hasta Gershwin, Scott Joplin e incluso Elton John. A veces se detenía bajo una ventana abierta para escucharles. Eran dos jóvenes muy talentosos, oírles calmaba el espíritu y volvía el entorno más amable. Pero estaban tan solos… a veces la veía a ella asomarse a la ventana y la escuchaba sollozar. Cuando eso ocurría, él se deslizaba silenciosamente bajo una cornisa para que la niña no le viera.

Sin embargo su tristeza, su soledad, nada de eso era asunto suyo. Su trabajo era protegerles. Garantizar su seguridad. Y las normas estaban claras: todo lo que un escolta necesitaba saber le era proporcionado por la agencia en su debido momento en forma de dossier. Mas allá de eso, toda información era irrelevante. La relación del escolta con los clientes debía ser meramente profesional. La implicación personal era considerada una falta grave. Gabriel lo había sabido en todo momento. Pero ellos eran tan dulces, estaban tan solos y tan asustados, que no fue capaz de evitarlo.

Fue natural y progresivo. Empezó con conversaciones casuales en el coche cuando les llevaba y les traía, de casa al complejo, del complejo a casa. A los tres meses de haber empezado a trabajar para ellos, cada vez que iba a recogerles los gemelos le saludaban con una sonrisa. Luego se turnaban para ir en el asiento del copiloto, aunque eso también iba en contra de las normas. Jugaban a las adivinanzas o bromeaban durante el trayecto. Él les llevaba pequeños regalos: un cómic, un paquete de chocolatinas, un ajedrez de bolsillo. A través de aquellos objetos descubrió que Milo era un verdadero fuera de serie. Resolvía los crucigramas en tres minutos y era invencible al ajedrez. Los cómics y los libros hacían que le brillaran los ojos, aunque los leía a una velocidad sorprendente, pero con evidente disfrute. En cuanto a Perséfone, su virtud, o defecto, era la hipersensibilidad. No podía ver películas tristes porque lloraba a moco tendido. Cuando le contaba alguna historia, ella escuchaba con los ojos muy abiertos y vivía cada escena como si estuviera sucediéndole a ella. Era profundamente perceptiva en cuanto a los estados de ánimo de los demás y Gabriel incluso sospechaba que esa empatía llegaba a lo físico cuando se trataba de su hermano. Aunque no tenía indicios para creerlo, estaba firmemente convencido de que si Milo se pillaba los dedos con la puerta, a Perséfone le dolería. Y ambos se adoraban a ojos vista. A veces iban los dos en el asiento de atrás, cogidos de la mano, y ella apoyaba la cabeza en el hombro de su hermano y cerraba los ojos, tarareando esa melodía.

Si, Milo y Perséfone… dos gemelos rubios que parecían extraídos de una fotografía en blanco y negro y que iban todas las tardes a la sede de Energías Renovables con sus partituras y el violín de ella.

¿A qué iban? ¿Por qué les habían matado?

—¿Por qué?—dijo en voz alta, enlazando otro arpegio.

Aquella tarde estaba grabada en su memoria a fuego. Recordaba el trayecto en coche. Habían estado charlando y luego ella, que iba en el asiento delantero, sacó un cd de uno de los bolsillos del estuche.

—¿Puedo poner música, Gabriel?—preguntó.

Ella siempre pedía permiso, aunque supiera que lo tenía. Y él asintió con la cabeza, como siempre hacía.

—¿Qué es?

—Somos nosotros—confesó la chica, con una sonrisa resplandeciente.

La música comenzó a sonar. El piano comenzaba como el goteo de la lluvia y después se convertía en algo parecido a la cantinela de una caja de música. Al cabo de un rato, por encima de aquel contrapunto delicado como una pieza de encaje, aparecía desde el silencio el violín, con una nota grave y sostenida. Y poco a poco, una melodía suave y emotiva empezaba a dibujarse, sencilla y preciosa como la primera flor después del invierno.

Gabriel entrecerró los ojos.

Sí, recordaba aquella melodía. Y entonces se dio cuenta. Era la misma que Perséfone cantaba a media voz. “Ella cantaba su música”. Cogió la partitura y la abrió, encarándola hacia los ventanales para poder ver las notas bajo la luz de las farolas. Agarró nerviosamente el lápiz mordisqueado y garabateó a toda prisa. “Ya lo tengo”, se repetía. “Ya lo tengo. ¿Cómo pude olvidarlo?”. Después dejó los pliegos en el atril y comenzó a tocar, con el corazón acelerado y la excitación sacudiéndole los sentidos.



. . .



25 de Abril —David


Cuando abrió los ojos, estaba tumbado en un sofá de cuero negro y todo parecía dar vueltas. Sobre su cabeza, la luz blanca de un quirófano le apuntaba directamente a los ojos. Dio un respingo y se sentó, empujando a quien tenía al lado. La voz de Ruth le devolvió a la realidad.

—Ey, no me des.

Ruth. ¡Ruth! Era ella. Gracias a Dios. Abrió bien los ojos y miró alrededor. La luz de quirófano no era tal, era una barra fluorescente pegada al techo. Se encontraba en una pequeña sala de espera, acalorado y con una película de sudor sobre la frente. En el cubículo no había ventanas y los únicos muebles eran el sofá en el que se había despertado y otros dos sillones. En uno estaba sentado Eric y en el otro, Berenice, de lado y con los pies colgando de uno de los brazos. Samuel se apoyaba en el otro, con su levita gris y una camisa de volantes. Todos tenían un aspecto raro bajo la luz pálida del fluorescente y no parecían muy contentos. Las preguntas empezaron a zumbar en su cabeza. “¿Estaré soñando aún?”.

—¿Qué pasa? ¿Qué hacéis todos aquí?

Miró a Ruth. Ella abrió la boca para hablar, pero fue Oscar quien respondió.

—Les he llamado yo.

David volvió la cabeza. El pelirrojo estaba al otro lado del sofá y le dedicó una sonrisa suave, aunque sus ojos aún parecían preocupados. Recordó el extraño vestíbulo de la torre de la compañía telefónica y cómo el ascensor se había desmoronado. La cabeza empezó a latirle con un dolor sordo, de modo que cerró los ojos y se llevó los dedos al puente de la nariz, presionando e inclinando el cuello hacia atrás para reposar la nuca en el respaldo del tresillo.

—Joder, ¿qué coño ha pasado? Me siento como si me hubiera pasado por encima un camión cisterna.

—Te mareaste en el ascensor.

“Mierda”. Se apartó los dedos y volvió a abrir los ojos. Miró a Oscar. Luego miró de reojo a Eric, y de nuevo a Oscar. Así que no lo había soñado. Así que había sucedido de verdad. “No, no. Habrá sido un…” ¿Un qué? ¿Una alucinación? Ahora llevaba limpio más de un mes, ya había pasado lo peor. Ahora no podía achacarlo a las drogas ni tampoco a la abstinencia. Solo tenía dos opciones. O era real o… “o estoy como una cabra. Genial”.

—Quiero irme a casa—dijo, con voz clara y autoritaria. Luego miró a Eric.

—La verdad es que yo también—dijo Berenice de improviso. Pedaleó en el aire y cambió de postura en su sillón, frunciendo el ceño—. Esto no me gusta.

—Oscar nos ha llamado para que estuviéramos contigo, David—explicó Ruth, en un tono de voz tranquilizador. Él la miró, escuchando. —Parece que Eric quiere hablarte de algo importante y urgente.

—Y privado—dijo Eric, levantándose—. Y personal. Ya es difícil solo con él, ¿por qué has tenido que traer a todos los demás?

David levantó la ceja y volvió de nuevo la vista hacia Oscar. Éste ni siquiera frunció el ceño, aunque Eric parecía bastante molesto.

—Será más fácil así. Son sus amigos. Y ellos también tienen derecho a saberlo.

—¿Quién eres tú para juzgar eso, si puede saberse?—espetó Eric.

—¿Y quién eres tú para juzgar lo contrario?—replicó Oscar con amabilidad.

El joven del pelo rizado abrió las aletas de la nariz y después se dejó caer en el sillón. Al parecer no tenía nada que discutir a eso. Comprender que Oscar había ganado la partida, fuera lo que fuese a lo que estaban jugando, también contribuyó a tranquilizar a David.

—Perdonadnos. Por traeros aquí y por este espectáculo—continuó Eric, ahora dirigiéndose a ellos—. La verdad es que hubiera preferido hacer esto de otro modo, pero la situación está empezando a volverse grave, así que es urgente que tengamos esta conversación.

—Pues empieza a hablar de una vez y deja de dar rodeos—saltó Berenice, cruzándose de brazos y enfrentándole—. No haces más que perder el tiempo, si tan urgente es lo que tienes que contarnos hazlo y punto. Voy a empezar a pensar que estás riéndote de nosotros y te voy a dar con una bota en la nuca, ¿vale?

En aquel momento, David sintió una fuerte oleada de cariño hacia ella. Su modo de hablar y su ceño fruncido estaban llenos de determinación y de alguna forma, le hicieron sentirse más seguro, más valiente. Samuel guardaba silencio pero también parecía dispuesto a todo, detrás de su damisela.

—Ya. Bueno—dijo Eric, haciendo un gesto de desdén—, cuando David esté listo.

—Yo ya estoy listo—contestó él de inmediato. Oscar había acertado al llamar a sus amigos. La verdad es que rodeado por ellos se sentía preparado para cualquier cosa que tuviera que decirle—. Suéltalo de una vez.

Eric suspiró. Miró a Oscar. Oscar le devolvió la mirada y se encogió de hombros. Luego volvió a mirarles a ellos.

—¿Habéis visto “Matrix”?

David levantó la ceja. Berenice suspiró y se levantó, tal vez dispuesta a irse. Sin embargo lo que hizo fue sentarse en el brazo del sofá, junto a David.

—Si, la hemos visto.

Samuel respondió por todos. Eric se puso en pie, caminando hacia el fondo de la sala. Allí había otra puerta, una puerta que David no había visto al principio. Estaba hecha de acero y tenía una fila entera de cerrojos que Eric comenzó a abrir uno a uno. Algunos se deslizaban mal y producían un chirrido espantoso e inquietante.

—Muchas películas y libros (y algunos videojuegos también) fantasean con la idea de una realidad oculta. Algunas veces, como la peli de Matrix, juegan con el concepto del falso mundo real, es decir… el mundo en que vivimos no es más que un escenario ficticio. La realidad auténtica es otra, enmascarada bajo esta ilusión. ¿Me seguís?

—No nos hables como si fuéramos estúpidos—espetó David—. Claro que te seguimos. ¿Qué estás tratando de decirnos?

Eric abrió el último cerrojo y se apartó de la puerta. Miró a David a los ojos.

—Os estoy diciendo que el mundo no es como creéis que es.

—Ya—dijo Berenice, soltando una risotada—. Ahora nos vas a dar a elegir entre dos pastillas y nos vas a decir que vivimos en Matrix, ¿no? Vete a la mierda. Si ni siquiera eres negro.

Oscar reprimió una risilla y Samuel se pasó la mano por la frente. Ruth, en cambio, escuchaba y entrecerraba los ojos. David no sabía que pensar. Los dos amigos se miraron.

—En Matrix no. Esto es un poco peor, me temo.

—No me lo creo—insistió Berenice.

—¿Nunca habéis notado que hay cosas que no encajan?—siguió diciendo Eric—. Por ejemplo, el nombre de esta ciudad.

—¿Qué pasa con su nombre?

—Vosotros vivís aquí, ¿no? Habéis nacido aquí.

—Claro.

—¿Y cómo se llama esta ciudad?

Los cuatro amigos guardaron silencio y se miraron, perplejos. A David se le hizo un nudo en la garganta. “No es posible que nunca me lo haya preguntado. No es posible que nunca lo haya escuchado, o leído, o algo. ¡No es posible que no lo sepa!” Pero las expresiones en el rostro de sus amigos decían lo mismo. No, ninguno sabía cuál era el maldito nombre de la ciudad. Y nunca se lo habían preguntado. “Como en un sueño. Es un jodido sueño”.

—No me lo creo—repitió de nuevo Berenice, sacudiendo enérgicamente la cabeza.

—Entonces míralo tu misma—dijo Eric, señalando la puerta de metal—. Esta puerta está fuera de la Ilusión. Hay otras puertas. Algunas son como ésta y otras son… otra clase de puertas, otros medios, cosas que abren la percepción. Hay muchos modos de salir de la Ilusión. Puedes cruzar esta puerta si quieres y ver cómo es el mundo realmente. Ver cómo es realmente la ciudad.

“Un lugar hostil poblado de monstruos”, pensó David instintivamente. El rostro de Eric parecía más duro bajo la luz blanquecina del fluorescente y los rasgos de sus compañeros se revestían de expresiones fantasmagóricas y extrañas. Ruth parecía tener ojeras. Samuel, una estatua de mármol. Y Berenice tenía media cara a oscuras y la otra media, iluminada. “Joder, esto es un marrón”.

—No salgas, espera—dijo David, viendo que su amiga se aproximaba hacia la puerta a zancadas. Ella se detuvo y se giró, agitando los volantes de la falda azul neón que llevaba puesta. —¿Por qué es urgente? ¿Por qué tenías que hablarme de esto? ¿Y cómo sabes tú esas cosas?

Eric se quedó mirando a David unos momentos. Después se apoyó en la pared.

—Es urgente porque ahí fuera no todos son como nosotros. Y muy pocos son como tú. Hay criaturas que quieren destruirte.

Esa última frase hizo eco en la mente del chico. Sintió que se mareaba. “Esto es un gran marrón”. La mano de Ruth aferró la suya, proporcionándole estabilidad.

—¿Por qué a mi?

—No solo a ti. A todos los que son como tú.

—¡¿Y cómo coño soy yo?!

El corazón le latía como loco. Le zumbaban los oídos y le pareció que de nuevo un sonido de estática, de radio mal sintonizada, se le metía hasta los sesos, cortándole el cerebro como una cuchilla helada. Sintió un pinchazo en el lóbulo frontal.

—Será mejor ir poco a poco.

La voz de Oscar llegó hasta él como desde debajo del agua, lejana, apagada. Aferró la mano de Ruth con tanta fuerza que le clavó las uñas, pero a ella no parecía importarle. Berenice estaba detenida junto a la puerta de metal y en aquel momento, con una expresión de determinación, aferró el picaporte.

—Basta de chorradas.

Vio sus dedos cerrarse, a cámara lenta. Vio cómo giraba el pomo. “No lo hagas”, pensó. “No quiero verlo. No queremos verlo, ninguno de nosotros”. El corazón se le detuvo en el pecho. Después empezó a latir muy despacio. La plancha de acero se movió hacia adentro. La falda azul neón de Berenice se agitó con una oleada de aire caliente e insano que se filtró por la rendija de la puerta, una vaharada con olor a aceite y goma quemada, a alquitrán y a productos químicos que arrastraba consigo un polvillo rojo. Una línea de luz ocre, oxidada, se dibujó en el suelo.

David cerró los ojos, como si así pudiera escapar. Pero sabía que no podía.

Cuando Berenice abrió la puerta por completo, todos aguantaron la respiración. Se escuchaba el rumor del viento y, de fondo, el sonido metálico y constante de maquinarias en funcionamiento: rotar de motores, traqueteo de piezas y engranajes y algo más, pesado y zumbante.

Lentamente, David abrió los párpados, resignado.

Oscar y Eric permanecían detrás del sofá, en silencio, inmóviles. En él, los tres amigos mantenían los ojos muy abiertos, fijos en la puerta. Bajo el umbral, la silueta de Berenice se enfrentaba a la ciudad, con las piernas separadas, los pies enfundados en sus botas con caras amarillas y sonrientes, una falda azul neón y un pasador con forma de pato de goma en el pelo. Ella también se había quedado sin habla.

Más allá, el cielo parecía sucio y oxidado. Inmensas nubes de color óxido se enredaban y desenredaban en el firmamento. No se veían estrellas, ni luna. Sólo nubes y polvo rojizo que se condensaba en forma de neblina. Berenice tosió un poco y después dio un paso hacia el exterior.

Como por un acuerdo tácito, los demás también se movieron y cruzaron la puerta. David no soltó la mano de Ruth, ni ella la suya. Ella le aferraba con la misma fuerza que él. Dieron algunos pasos sobre la terraza. El suelo de hormigón estaba agrietado y descascarillado, y los restos de algunas baldosas se encontraban manchados de una sustancia marrón y mugrienta. Samuel se adelantó unos pasos para quedarse al lado de Berenice y le susurró algo al oído. Los cuatro amigos se acercaron juntos hacia la balaustrada de metal y luego volvieron la vista hacia la ciudad.

David sintió que el tiempo se detenía.

Era enorme. Tan enorme como siempre le había parecido, pero ya no brillaba con la suave luz de las farolas y bajo el manto de la noche estrellada, ya no reflejaba tonalidades esquivas al atardecer ni parecía un hermoso dragón. Los edificios de acero y ladrillo se elevaban como gigantescos monstruos aquí y allá. Altas chimeneas expulsaban humo denso y negro. Las grúas y los esqueletos de construcciones medio derrumbadas se quejaban y chirriaban como cadáveres en una mazmorra. Y allí, junto a ellos, en el mismo corazón de aquel infierno de hormigón, las torres del centro financiero mostraban ventanas de cristal negro y enormes ventiladores en lo alto de cada terraza. Las aspas giraban pesadamente removiendo la niebla roja que cubría la ciudad, gimiendo y rozando, provocando un sonido vibrante y pesado, agonizante. Había edificios destrozados por todas partes, refugios, barricadas y trincheras hechas con trozos de yeso, contenedores quemados y semáforos oxidados. Las calzadas estaban levantadas y agrietadas en los bordes, las aceras llenas de basura. En el aire infecto flotaban restos de cintas de plástico amarillas, de periódicos viejos. Había ropa rota y sucia colgando de un alféizar medio caído. Había agua podrida en los charcos. Las alcantarillas rebosaban. Había un carro de supermercado volcado en una acera, y junto a él una mujer agazapada, con el cabello demasiado largo, despeinada y vestida con harapos rebuscaba entre restos de comida podrida con la mirada vidriosa fija en el vacío. Del interior de un gran tubo de acero incrustado en la pared, pocos metros por encima de su cabeza,  surgió una especie de culebra gelatinosa terminada en púa que se clavó en el cuello de la mujer. Ella siguió hurgando como si nada.

En los rincones y las bocas de metro, amenazadoras y sucias, se movían sombras, veloces y esquivas. Y por las aceras quebradas caminaban a pasos lentos los habitantes de la ciudad, desgreñados, con el pelo alborotado, sucios de polvo, ojerosos. Parecían un ejército de hormigas hipnotizadas que se movían a cámara lenta.

Más lejos, el Barrio Viejo mostraba sus tejados y la torre de la catedral, sobreviviendo, desafiando al espantoso monstruo fúngico que era la ciudad. Y mucho más lejos, al Oeste, se alzaban los edificios blancos del hospital, el refugio de animales, los centros de energías renovables y muchos otros, en el barrio blanco y agradable en el que David trabajaba. Éste se encontraba protegido bajo una cúpula transparente, como una burbuja de cristal que parecía aislarlo del horror que le rodeaba. Era un solo punto, minúsculo y brillante, en medio del caos.

David sintió que se le aflojaban las rodillas y se le humedecían los ojos.

—No es real… —murmuró.

—Te equivocas—dijo Eric, a su espalda—Sí lo es.

Y entonces comprendió que siempre lo había sido.



. . .



25 de Abril —Gabriel


Cuando terminó de tocar, estaba mareado. Había llegado al final. Había completado la música. Y aquella música se había metido en su mente, tan hondo que había sentido incluso náuseas. Buscó el lápiz a tientas y trató de escribir sobre el papel pautado, pero no fue capaz. Le temblaban las manos. El lápiz se cayó al suelo y cuando bajó la vista para intentar cogerlo se sorprendió de lo sucio que estaba.

Una cucaracha pasó corriendo junto al lápiz mordido. Gabriel la aplastó de un pisotón. Después se levantó y trató de llegar hasta la ventana para abrirla. Necesitaba aire. Todo daba vueltas. Tenía la cabeza llena de recuerdos inconexos: De los gemelos, de David, de sí mismo, de lugares en los que no había estado y de cosas que no había hecho. Escuchaba el latido de su propio corazón en los oídos. Tenía la impresión de que sus sentidos se habían potenciado.

“Esto me pasa por dejarme llevar”, se dijo. “No debí terminar la música. No así. Tenía que habérmelo tomado con más calma”. Pero se había dejado llevar, claro. Y había sido maravilloso, como un viaje astral, como un orgasmo largo y prolongado, como tener a David entre los brazos y reencontrarle cien veces, con cien nombres distintos, en cien lugares diferentes. Abrió la ventana con un gesto brusco y tomó una bocanada de aire.

Tosió inmediatamente. Estaba cargado de ceniza y le dejó sabor a petróleo. Hizo una mueca de asco y se pasó la mano por la cara, mirando hacia el exterior.

Ya no llovía. El cielo estaba rojo, preñado de nubes densas que se enredaban entre si, y el aire traía un polvillo color ocre que parecía condensarse en niebla. Y cuando, extrañado, miró hacia la ciudad, se quedó congelado y el color abandonó su rostro.

Procesó su propio pánico con envidiable frialdad. Después, una vez hubo asumido que se había vuelto loco por completo, dejó de sentirse asustado. Una vez que tus peores miedos se hacen realidad ya no hay nada que temer, de modo que cerró la ventana y se fue a prepararse un café, pisando otra cucaracha por el camino.


. . .


© Hendelie

13 comentarios:

  1. WTF?!?!? No entiendo una mierda xDDDDD (Mi primera reacción)

    Joder y encima me voy a tener que esperar para entenderlo todo con más calma para ver que coño pasa en el próximo capítulo. Espero que a Fuego y Acero la cosa acabe bien porqué sino... me vuelvo locaaaaaaaaaaaaaaa

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  2. uff , soy yo o lo he de releer otra vez ??? el capituo bastante ... desconcertante ??? si definitivamente creo que lo leere de nuevo

    Hendelie , creo que este es el capitulo más enigmático que he leido . Necesito el siguiente para poder descifrarlo . No seas mala y no nos dejes esperando por demasiado tiempo

    Como sienpre , gracias por el capitulo

    Un abrazo

    Judith

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  3. ¡¡¡Me encanta leer vuestras reacciones!!!

    Bueno, como consuelo os diré que en el siguiente capítulo se explican varias cosas, pero ni mucho menos se explican todas. Por eso son tres novelas, es que hay mucho que contar. De todos modos, mientras actualizamos Fuego y Acero tenéis tiempo de volver a leer tranquilamente El Despertar... que de eso va la cosa, de despertar, jajajaja.

    ¡¡Un besazo a tod@s!! *desaparece entre una nube negra y llena de polvos pica pica* ¡¡COF COF COF!!

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  4. woo ke rayada!! xo esto se está poniendo interesante ehh???
    es genial esto de poder leerlo de dos en dos ^^
    saludos y actualiza prontoooo

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  5. ¡queee! no entiendo nada estoy frita.no me digas que... no se ..necesito leer el proximo capitulo

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  6. Y LO DEJAN AHI???????
    y lo peor de todo es que gabriel esta solo y lejos esta david.......................no me gusta nadaaaaaaaa ( me refieron a que esten separados )
    podriamos decir que este es el mundo real, el infierno y ellos son sus propios angeles....LASTIMA QUE TOQUE ESPERAR TANTO!!!!!! SNIFFFFFFFFFF

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  7. Que!!!!pero que ha sido eso!!, me esperaba cualquier cosa peroo algo estilo matrix jamas!!! ahora comprendo el titulo de la novela " despertar"" pero es que quede llena de dudas, que es David y que es Gabriel?, porque los moustros los siguen!! Hendelie esto se pone cada vez mejor, dios! no tardes porfavor... me huele que esta historia es solo el el preludio de todo el enigma.... creo que afirmo lo que pense desde un principio que david y Gabriel se han encontrado anteriormente solo que no lo recuerdan!! aaaah me como las uñas no puedes dejarnos asi !!!
    una abrazo preciosa..

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  8. wuaaa es genial esta historia por dioss!!
    la empese a leer en Amor Yaoi y ahora la leo por aca, espero que actualices pronto por que en sserio es genial la histopria , ademas me encanta la pareja de David y Grabriel, es muy buena aunq no me gusto cuando se peliaron jajaj igual esta bueno y espero q se vuevan a juntar.
    Bueno espero q actualices prontoooo!!
    Bye Bye

    X-RuKi-X

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  9. Es que leo y no dejo de escuchar en mi mente esta canción:

    http://www.youtube.com/watch?v=ZXTC0SmgE2s

    Te leo desde hace mucho tiempo, me gusta mucho tu estilo y me encanta tu forma de narrar. :)

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  10. ¡Muchas gracias, Goretty! Me encanta esa canción ^__^ por cierto, creo que salía en un Guitar Hero, no??? ¡de pronto me ha venido a la cabeza, juraría que la he tocado en la guitarra de la play! XD

    Gracias por leer, ya sabes que puedes dejar todos los comentarios que quieras y machacarme a preguntas, que siempre intento responder sin spoilearos demasiado. ¡Un beso!

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  11. hola chicas
    pasaba por aca, por que me encanta leerlas siempre, les dejo un saludito desaeando que la esten pasando fenomenal.
    un abrazo.
    se les extraña.

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