miércoles, 10 de abril de 2013

Flores de Asfalto: La Salamandra —Escena 8



Escena 8, toma primera.



Me desperté agotado y solo. El olor del asfalto mojado se colaba por la ventana abierta y me dolían las plantas de los pies a causa de la aventura de la noche anterior.

Tras el ritual perezoso de todas las mañanas (o de todos los mediodías, ya os he dicho que madrugar no es lo mío) mediante el cual tomaba contacto poco a poco con la realidad a base de mirar al techo, me puse la ropa interior y me senté en la cama, pensativo. Las imágenes del día anterior volvían a mi mente en fotogramas inconexos: la mujer del pelo azul, el pánico instintivo, la ciudad desmoronándose, el velo rasgado, la oferta irrechazable. Y él. Los ojos anaranjados fijos en los míos mientras me limpiaba las heridas. Su voz flexible, plástica, hablándome de todas las cosas que yo ya sabía y no quería recordar. Su sonrisa de galán. La manera en que me agarraba de las muñecas y me apresaba contra el colchón, dominante. La forma en que apretaba los dientes mientras embestía en mi interior, observándome con la mirada prendida de un extraño fuego distante.

Me encogí. Ahora ya no cabía tomarse las cosas a broma. La Organización me había encontrado, y en lugar de aceptar el trato que me salvaría la vida y me permitiría vivir lejos de ellos, yo había decidido confiar en Lot Anders. En un tipo que mentía más que hablaba, que ocultaba información, que tenía intenciones secretas y que me estaba manipulando. Sí, me estaba manipulando. ¿Qué, os creíais que no me había dado cuenta? Ya os dije que no soy idiota. Yo sabía que lo estaba haciendo, que estaba a mi lado por necesidad e interés. A pesar de todo, había escogido confiar en él. Había escogido ser Alex. Y me sentía un poco como un sacrificio voluntario que camina por su propio pie hacia el altar. Uno de esos altares llenos de sangre de las películas de espada y brujería, ya sabéis. Pero aquí no iba a venir ningún Conan a salvarme. No, estaba claro. La casa estaba vacía, al igual que mi cama. Lot se había vuelto a marchar.

—¿Por qué me dejas solo? —murmuré a media voz.

Las cosas se habían puesto muy feas, y Lot, para quien la situación no era mucho mejor, se iba cuando menos lo esperaba. Puse la mano sobre las sábanas, donde Lot solía tumbarse. Yo ocupaba el lado derecho de la cama, él el izquierdo. La sensación de desamparo que sentía se calmó un poco cuando me abracé a mí mismo. «No pasa nada, Alex», me dije. «No estás solo». Luego me encaminé al cuarto de baño, llené la bañera y estuve allí durante casi una hora, cuidando de mí mismo, consolándome.

Cuando salí, cincuenta minutos más tarde, secándome el pelo y caminando descalzo y en pantalones, me encontré a Lot sentado en el sofá, con el batín granate, fumando y viendo la televisión. Aliviado y alegre, fui a su lado, tirando la toalla al suelo.

—¡Hola, Lot!

—¿No sabes que pasar tanto tiempo bajo el agua es malo para la piel? —dijo, a modo de saludo.

No le hice ni caso. Me dejé caer junto a él y le abracé, quitándole el cigarrillo y besándole en los labios para darle la bienvenida.

—¿Cómo has entrado?

Él me pasó el brazo sobre los hombros y me atrajo hacia su pecho.

—No me hace falta ninguna llave para entrar a tu casa.

—¿Eres como los vampiros? ¿Si te invitan una vez puedes pasar siempre que quieras?

—Soy un ilusionista. Puedo pasar siempre que quiera, aunque no me inviten.

Le miré con cara de sorpresa y admiración. Él no hizo ningún gesto, pero el brillo en sus ojos, que no se apartaban de la tele, se volvió más vivo. Le encantaba ser una estrella, estaba claro. Aunque solo lo fuera para mí.

—¿Dónde estabas? —murmuré, acomodándome contra él y echando un vistazo a la película. Era Historias de Filadelfia—. Me he despertado y estaba solo.

—No me agobies.

Lo dijo así, sin más. Casi con desgana. No me había soltado, seguía mirando la pantalla y por un momento quise agarrar el cigarro y quemarle en la cara. «Será imbécil», pensé. En realidad, me daba igual donde hubiera ido y también me daba igual que se creyera Humphrey Bogart y me espetara un seco “no me agobies” ante una simple pregunta.

—Solo preguntaba. No te estoy agobiando, quejica.

Lot no respondió. Parecía muy concentrado en la pantalla, así que me acomodé con él y la miré yo también. Durante un buen rato estuvimos en silencio, pero en aquella ocasión se me hizo pesado y tenso.

—Tengo hambre —dije al fin, en parte por romperlo pero también porque era verdad.

Entonces al fin me hizo un poco de caso. Me miró de reojo y esbozó media sonrisa.

—Yo también.

Sin más preámbulos, se me echó encima. Sus besos sabían a tabaco, eran duros y ansiosos y sus manos me recorrían el torso y los costados como si fuera a poseerme ahí mismo. Y pensaba que iba a hacerlo, pero no fue así. Se apartó de mí, sonriendo con malicia, se levantó y se fue a la cocina, colocándose el pantalón por el camino. Miré los míos y la catastrófica erección que despuntaba y que se iba a quedar sin resolver.

—Eres un calientapollas —le dije, alzando un poco la voz para que me escuchara.

—Pues igual que tú —me respondió.

Me eché a reír y seguí viendo la película mientras él preparaba la comida.

Pasamos el resto del día tirados en el sofá, dándome unas lecciones sobre cultura audiovisual, según decía él. Vimos Perdición, Qué bello es vivir y Ariane. Esta última la puso para mí. Cuando días antes habíamos visto Vacaciones en Roma y yo me había pasado la tarde haciendo comentarios sobre Audrey Hepburn y lo guapa, elegante y tierna que me parecía.

Ariane te gustará todavía más. Es una de esas historias románticas que te gustan.

La verdad es que no se equivocaba. Apenas pasados treinta minutos de la cinta, yo ya estaba fascinado con la historia y con el carácter de la protagonista. Por si no la conocéis, Ariane trata sobre una chica muy joven, hija de un detective. Un hombre contrata al detective para comprobar si su esposa le engaña, y la jovencita se involucra secretamente en la investigación de su padre, descubriendo que la esposa engaña al marido con un maduro playboy, magnate de los negocios y con una agitada vida amorosa. La joven encubre al playboy, evitando que el marido despechado tome medidas drásticas contra él. Desde ese momento, la joven, soñadoramente enamorada del playboy, comienza a urdir una trama de mentiras y fantasías para conquistarle, fingiendo delante de él ser una chica vividora y libre, que ha sido amante de príncipes y caballeros importantes, y sin revelarle su nombre jamás.

Y Ariane me tenía absorto. Había acabado tumbándome en el sofá y apoyando la cabeza en los muslos de mi amante, subyugado por las imágenes en blanco y negro. Estaba totalmente enganchado. No podía dejar de sonreír cada vez que Frank la llamaba «flacucha» y me quedaba embobado con los breves planos de París. A ratos, me parecía ver algún paralelismo entre lo que estaba sucediendo entre nosotros y esa vieja película. Por ejemplo, Lot me llamaba «flaco» y «flaquito» en más de una ocasión y estaba seguro de que algunas de las frases dichas por los personajes ya las había escuchado antes de sus labios. Y en cuanto a lo demás… no sé si de verdad había cierto parecido entre las dos historias o era lo que yo deseaba creer entonces.

—Qué guapa es —comenté, distraídamente.

—Ella rompió el molde.

—¿Qué molde?

Lot no apartaba la mirada de la pantalla. Su resplandor se reflejaba en los ojos anaranjados y cristalinos.

—Antes de Audrey, era la época de las divas. Actrices glamourosas, inalcanzables, preciosas. Cuando Audrey irrumpió en escena, tan natural y cercana, fue como un soplo de aire fresco. Y es muy elegante, mira el cuello.

La escena se desarrollaba en un jardín, un parque o algo así. Ariane estaba explicando a Frank su aventura con un torero valiente y apasionado, y él parecía arder de celos. Se me escapó una risita.

—La única pega que pondría a esta película —continuó Lot— es que él me parece un poco ingenuo para ser un playboy. Cualquiera se daría cuenta de que es imposible que esa niña haya tenido veintiún amantes, tal y como dice.

—A lo mejor es lo que quiere creer —le defendí yo. Frank me caía bien.

Lot se rió.

—Eso es absurdo. Es evidente que le molesta pensar que ella tiene a otros. No se creería ese cuento por gusto.

—No sé, a lo mejor eso le hace desearla más.

—¿Cómo crees que va a terminar? —me preguntó entonces. Su mirada se desvió hacia mí.

—Mmmmh… ella le cuenta la verdad y huyen juntos. —Le miré, esperando su confirmación, pero Lot se limitó a reír otra vez por lo bajo y apartar la vista—. Ya, ya lo sé. —Levanté la ceja como él solía hacer e imité su voz—. «Eres un cándido».

Su risa se volvió más sonora y me acarició el pelo.

—Lo has dicho tú, no yo.

—Te leo el pensamiento —repliqué.

—Entonces deberías practicar más.

—¿Es que no lo hago bien?

—A veces tengo la impresión de que nunca me interpretas correctamente. Pero no es que me importe, la verdad, no me molesta en absoluto. Forma parte de la diversión.

—Eres difícil de interpretar —me defendí—. Eres muy ambiguo.

—Si quisiera ser correctamente interpretado, hablaría de otro modo. Aunque, desde luego, hay que ser cándido —añadió, en voz baja y fingiendo que lo decía sólo para sí mismo, pero lo bastante alto como para que yo le escuchara.

Me eché a reír con suavidad.

—¿Ves? Lo sabía.

Volvimos a quedarnos callados, mirando la televisión. Aquella paz ficticia era tan ilusoria como las historias de Ariane. Encerrados en casa, sumergidos en vidas ajenas a través de la pantalla, nos olvidábamos de nosotros mismos, de nuestra verdadera situación. Podíamos fingir que sólo éramos dos amantes pasando la tarde, que no había peligros acechando afuera, mujeres con el pelo azul ni niños psicópatas en uniforme escolar. Lot fumaba y me tocaba el pelo. A veces me acariciaba una pierna por debajo del pantalón o me rozaba el lóbulo de la oreja, o me daba un caramelo del bote de cristal que teníamos en la mesita. Yo me acurrucaba contra su pierna, disfrutando de la suavidad del terciopelo del batín contra mi mejilla, del olor del tabaco perfumado y de los roces de sus dedos, dejándome absorber por aquella historia ajena de Ariane y Frank. Cuando la película terminó, una gran sonrisa iluminó mi rostro. La música romántica sonó a todo trapo y los dos protagonistas se besaron apasionadamente.

—¡Bien! —celebré en voz baja. Luego le miré, triunfal, girando sobre el sofá haciendo la croqueta y colocándome boca arriba sobre sus muslos—. ¿Ves? Hasta los tipos más duros tienen su corazoncito.

Lot hizo una mueca altiva.

—Bah, ese no era un tipo duro. Para ver tipos duros, te pondré Gilda.

—Vale.

—¿Te ha gustado?

Asentí, incorporándome. Después de estar tanto tiempo tendido, me mareé un poco. Me comí unos cuantos caramelos para que se me pasara, mientras Lot recogía la cinta y la guardaba primorosamente en el estuche, sentándose a mi lado de nuevo. Luego le robé un cigarro y lo encendí, mirándole con curiosidad. Debajo del batín sólo llevaba los pantalones del traje y los pies, descalzos, estaban enfundados en calcetines oscuros con el talón y la punta color rosa chicle. Me lo imaginaba perfectamente en blanco y negro, dentro de una de esas películas antiguas. Sería un galán perfecto para las comedias románticas. Aunque… aunque tal vez no. Quizá sus historias tenían un final dramático y triste.

—¿Tú la habrías dejado en la estación? —pregunté, repentinamente.

Él me miró de soslayo.

—¿Tú que crees?

—¿Alguna vez vas a dejar de responderme a las preguntas con más preguntas?

—A veces te doy respuestas.

—Creo que te la llevarías —repliqué, soltando el humo hacia él en un fino hilo gris. No se apartó, ni siquiera tosió—. Al fin y al cabo, tú también eres un embustero.

Esbozó media sonrisa.

—De lo que no cabe duda es de que tú te la habrías llevado. —Se puso en pie y me hizo un gesto con los dedos, casi desganado—. Coge la cámara.

—¿Vamos a salir?

Me incorporé, animado con la perspectiva. Normalmente, prefería quedarme en casa, pero desde que Lot me había hablado de caminar sobre los tejados y había visto lo que hacía con la cucharilla de plata y la forma en que entraba donde le venía en gana sin tener llaves, la idea de ir por la calle con él me resultaba estimulante. Me imaginaba que sería algo así como una aventura rollo Peter Pan. Sí, soy un poco cándido. A estas alturas ya lo tenemos todos más que claro.

—Sí, si no tienes nada en contra.

—Tú eres el experto en seguridad.

—Estaremos bien —replicó, y se encaminó a la habitación.

Mientras yo buscaba los objetivos y preparaba la cámara, se fue al cuarto de baño con unas cuantas perchas y un par de zapatos en la mano. Escuché el agua correr y, deduciendo que Lot aún tardaría un poco, aproveché para releer uno de los manuales de la Canon. Lo cierto es que pasó un buen rato, porque me dio tiempo a recordar casi por completo cómo funcionaba la cámara, y finalmente, los grifos se cerraron y escuché apagarse el calentador. Mientras Lot canturreaba delante del espejo, yo entré a mi cuarto a vestirme. Me puse una camiseta vieja, unos pantalones de pana y unas zapatillas de tela. Después, me recogí el pelo detrás de las orejas con una cinta de colores apagados que había comprado en un mercadillo hippie. Cuando salí, pocos minutos después, Lot me estaba esperando en la puerta impecablemente vestido y con el bastón en la mano. Él llevaba un traje negro, camisa negra de seda y corbata y tirantes color naranja. Me miró de arriba a abajo, con disgusto. No pegábamos ni con cola.

—Pareces el anuncio de una ONG. Me dan ganas de apadrinarte o enviarte arroz.

—¿Por qué? —repliqué, a la defensiva—. Qué exagerado eres.

Lot se rió y se acercó por detrás de mí para robarme un beso en la nuca, apartándome el pelo con una mano. Luego se echó las manos a la espalda y al pasar, me dio un bastonazo suave en el culo, mirándome con picardía.

—Vamos, antes de que se ponga a llover.

—¿Va a llover? —Me puse la cazadora vaquera y me colgué la bolsa de la cámara del hombro, ajustándola para que la correa no se me clavase.

—Probablemente.

—¿Usas paraguas?

—Sin duda —respondió.

Y sin embargo, no cogió ninguno del paragüero. Abrió la puerta y me invitó a salir con un ademán muy galante. Sonriente, con el ánimo alegre y con la imprudencia de los que no tienen nada que perder, salí a la calle. No pensaba entonces en los verdugos, ni en los satures que tanto odiaba, en la mujer del pelo azul ni en los coches negros de la Organización. Estaba bajo el hechizo de Lot, y en él me sentía tranquilo. Mi mente estaba llena de fotogramas, de rostros en blanco y negro, de historias esperanzadoras sobre amores imposibles, comedias en las que nunca ocurría nada demasiado malo, en las que nadie te cortaba la cabeza con una guadaña negra y los tipos duros y los playboys trasnochados acababan enamorándose de la chica, aunque no fuera la más guapa, la más lista ni la más rica. Su presencia a mi espalda me daba seguridad.

Y tal vez aquello fuera lo más absurdo y peligroso de todo.



. . .



Escena 8, toma segunda.



—¿Conoces tu barrio?

Caminábamos por la calle y yo parecía estar viendo el lugar por primera vez. Tras la experiencia con la mujer del pelo azul, salir al exterior se había convertido en algo tan excitante para mí como debía serlo para un aborigen africano. En cualquier momento podía morir. Y además de eso, sabía que lo que veía no era del todo real. Así que recorría con la mirada el cielo amarillento y colorido de la tarde, observaba atentamente las nubes regordetas y los tejados de los edificios circundantes, intentando encontrar el truco en todo eso.

—Un poco. Después de que me dieran el alta, salía de vez en cuando.

—Háblame de él.

Lot iba a mi lado, con el bastón en la mano. No sabíamos a donde nos dirigíamos, estábamos paseando de un modo errático, o eso me parecía. Sin embargo, en su trayectoria había un orden oculto. Tocaba las farolas con los dedos, observando las esquinas, los bordillos, los muros, como si fueran obras de arte. No podía evitar mirarle. Su presencia tenía algo misterioso e indefinible. No era solo el magnetismo que producía en mí, sino algo más. Algo que parecía influir en cuanto nos rodeaba, como si la ciudad no fuera indiferente a su presencia. Le acompañaba un aura transformadora que hacía que todo a su alrededor pareciera encajar a la perfección de forma aparentemente casual.

—Pues… hay un parque y fábricas abandonadas más al norte. Las estaban rehabilitando y algunas iban a ser demolidas, pero pararon el proyecto por falta de fondos, o eso dicen los abuelos.

Había cubos de escombros al lado de una fachada en obras y basura en los rincones por los que las cañerías se hundían en el asfalto. Al pasar junto a un montón de cajas y papeles amontonados en una esquina, un rayo de sol incidió sobre ellas. La brisa hizo volar algunas páginas, que trazaron una espiral perfecta en el aire y después cayeron a un charco. La tinta se diluyó, formando dibujos borrosos sobre la celulosa. Saqué la cámara de la bolsa y me la colgué al cuello, enfocando para hacer una foto.

—Esta ciudad es muy antigua —dijo Lot, apartando uno de aquellos papeles con el bastón—. Antes de que se levantaran estos edificios ya había casas de piedra. Y antes de las casas de piedra, chozas de adobe. Las ciudades crecen en los cimientos de viejas ciudades, se erigen sobre lo que fueron antaño, sin saber muchas veces de qué está compuesta su propia savia.

—He oído que muchas veces se paran las obras por eso, porque encuentran yacimientos.

Miré a través del visor, recorriendo la puerta de un garaje, una curva con señales de tráfico, un edificio al fondo, una nave industrial. Luego capté un mechón de su cabello y enfoqué su rostro.

—Sí. Los que piensan que dirigen la ciudad creen que basta con echar algo abajo para limpiar el sitio y dejar el espacio libre, listo para colocar otra cosa encima. Una fábrica más moderna, un edificio más grande… un bloque de pisos en el que pueda hacinarse más gente.

Presioné el interruptor. Lot posó para mí con ese estilo de los que saben hacerlo sin que se note, perdiendo la mirada reflexiva en la lejanía, enfocando sus ojos cristalinos de repente en el objetivo, esbozando media sonrisa. Aunque no hubiera sido fotógrafo, el material era bueno. Era imposible que esas fotos salieran mal.

—Pero no es así, ¿verdad?

Bajé la cámara y seguimos andando. Parecía que estuviéramos dando la vuelta a la manzana, no obstante, tuve mis dudas. No recordaba que la calle de los talleres estuviera a mano derecha, sin embargo ahí estaba. Fruncí un poco el ceño, pero no dije nada.

—¿Cómo crees que es?

—Como una lasaña.

Lot se rascó una patilla, pensativo. Rozó el bordillo de una acera con el bastón, asintiendo.

—Creo que es un buen símil, sí. Háblame de esa lasaña.

Le hice otra foto.

— Pues… va pasando el tiempo y vamos construyendo unas cosas sobre otras, como en capas, ¿entiendes? Una de pasta, una de carne, una de pasta, y así. Siempre queda algo de lo que hubo antes, supongo. Como en las personas —añadí, en un murmullo—. Por eso tienen que parar las obras, al final encuentran cosas de lo que fue.

Aquel pensamiento me provocó cierta tristeza. No obstante, Lot sonreía como un gato de Cheshire, complacido por algo. Me guió hacia una calle que no me sonaba de nada. Había en ella dos fábricas grandes de ladrillo rojo con las cristaleras rotas. De una de ellas salió volando una bandada de palomas.

—No siempre las detienen. Muchas veces, lo que hay debajo no se considera tan importante como para frenar el progreso, por irónico que parezca.

—No, no siempre —admití, alejándome para encuadrar una de las vidrieras rotas y pulsar el botón—. Pero que no las detengan no borra lo que hubo. Puedes destruir los restos del pasado hasta los cimientos, pero no puedes evitar que haya existido.

—Exacto, flaquito. El pasado no puede borrarse ni destruirse —afirmó, deteniéndose en la fachada de una de las fábricas. Allí, la superficie de la pared estaba completamente lisa, cubierta de hormigón seco y algo quebrado. Se veía el cerco más oscuro de lo que antaño fuera un arco, delatando una puerta cegada—. Aquí, por ejemplo, había una calle. Y eso es algo que siempre será.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté, mirándole a través de la cámara.

Me respondió con una sonrisa misteriosa.

—¿Quieres verla? —respondió, colocando el extremo del bastón contra la puerta sellada.

—Claro.

—Bien, pero me darás un beso antes.

Me acerqué para cumplir con su deseo. Me alcé un poco sobre las puntas de las zapatillas, le rodeé el cuello con los brazos y uní mis labios a los suyos, estrechándome contra su cuerpo y levantando un poco el pie, imitando las películas antiguas que habíamos estado viendo. Él abrió la boca y me buscó con su lengua. Cerré los ojos, suspirando, rendido a su perfume y su sabor. Entonces escuché el sonido de algo arenoso que se resquebraja y, muerto de curiosidad, abrí los párpados.

La pared se desprendía, como una capa de azúcar, como la cobertura de chocolate de un bizcocho. Los trozos caían al suelo, convirtiéndose en humo gris antes de tocarlo, y al otro lado de la pared que poco a poco iba desmoronándose se veía la luz diurna. Me aparté de su boca y di un paso hacia atrás, con los ojos desorbitados.

—La leche.

Lot empujó el bastón con un golpe seco y luego lo removió dentro del agujero hecho en el cemento. Una nube de polvo acompañó al derrumbe y cuando se fue disipando, ahí estaba. Era un túnel como los del Barrio Viejo, de paredes curvas hechas de piedra, con inscripciones, y… bueno, por absurdo que pareciera, al otro lado había una calle. Miré el edificio. Era una fábrica, una fábrica grande, de principios de siglo. Y al otro lado de la pared de la fábrica, una calle. Fábrica. Calle. Mi cerebro me decía a gritos que era imposible. ¡No podía haber una calle dentro de una fábrica! Clavé los ojos en Lot, que se había echado a un lado para franquearme el paso y despejarme la vista.

—No preguntes —dijo.

—Vale—asentí, casi aliviado por su orden.

—Tú delante, por favor.

Me acerqué y metí el pie, mirando alrededor. Olía a cal y a yeso. Al fondo del oscuro corredor se veía una verja ornamentada de metal oscuro. Caminé, con una mano apoyada en una de las paredes de piedra. A mi espalda, Lot hizo algo que no llegué a ver. Escuché un sonido como de correr unas cortinas y al darme la vuelta, el lugar por el que habíamos entrado ya no existía. Entreví árboles tras la verja. Árboles que agitaban sus hojas bajo la brisa y pájaros blancos revoloteando aquí y allá.

—¿Así que esto es lo que hacéis los ilusionistas?

—Entre otras cosas.
Abrió la verja y descubrí que el lugar con árboles y pájaros era una plaza. Alrededor de la misma había fábricas de aspecto antiguo, con los cristales intactos en esta ocasión y con colores intensos, sobresaturados, casi resplandecientes. La luz tenía un extraño tono dorado, amarillento, como si hubiera alguna clase de filtro. Recuerdo haber pensado que parecía una imagen extraída de un sueño. Y sin embargo, era real.

—¿Dónde estamos? —pregunté, levantando de nuevo la cámara para hacer unas fotos.

—Estamos en la calle que había aquí antes. —Le miré, incrédulo. Lot miraba alrededor, haciendo un gesto con los dedos como si llevara la cuenta de algo. Después siguió hablando—: Los trazados de las ciudades también cambian con el tiempo. Pero es una lasaña, como bien has dicho. Así que puedes pasar por los sitios que estaban antes y ahora no están. Si los conoces, claro.

—¿Por eso no encuentran mi casa? —pregunté, sagaz.

—Exacto. He abierto algunas calles que ya no existían en distintas capas y las he colocado en la parte superior de la lasaña a modo de cortafuegos, de forma que se conectan unas con otras. Ellos pasan por ahí, y acaban dando vueltas en círculos, sin llegar nunca a su destino.

—¿Es lo que hiciste en mi escalera?

—No, lo de la escalera es un juego de lógica ilógica.

Parpadeé.

—¿Lógica ilógica?

Lot hizo un gesto con la mano, restándole importancia. Me respondía con un aire algo distante, como si estuviera pensando en otras cosas mientras lo hacía, y su mirada se perdía en los preciosos edificios.

—¿Quieres verlas por dentro? —preguntó, señalando a las fábricas.

Asentí. Nos dirigimos a una de ellas, cruzando la plaza. Los limoneros estaban en flor, el perfume fragante llenaba el aire y los pájaros blancos picoteaban las ramas. Seguí el vuelo de uno de ellos hasta la parte delantera de la fábrica. La fachada estaba redondeada en su parte superior, con un tejado de tejas esmaltadas y muchos travesaños y vigas de madera entre el ladrillo. También había metal en la estructura y la decoración. Se trataba de un diseño hermoso, funcional pero elegante, una reliquia de los años 20, acorde con lo que debió ser ese barrio por entonces. La puerta era una gran plancha de forja y madera que estaba trabada por un travesaño enorme, sostenido entre dos pasadores. Había en la fachada un curioso relieve de bronce que representaba una doncella con un cántaro de agua, al estilo de los carteles publicitarios de principios de siglo, con revueltas en el vestido y cabello vaporoso. Lot introdujo el bastón en la boca del cántaro y lo hizo girar, como si le diera cuerda a una caja de música. El travesaño se fue descorriendo y las puertas abriéndose, poco a poco, al ritmo del sonido de engranajes y ruedas girando.

Yo lo miraba todo con la boca abierta. De vez en cuando se me escapaba una risa admirada, llena de asombro.

—¿Te gusta? —preguntó Lot, mientras giraba la empuñadura con forma de salamandra de su bastón.

—Es maravilloso —admití sin pudor—. Estos edificios son una preciosidad. Ya no se encuentran así.

—No, ¿verdad? —corroboró él—. En estos tiempos parece que les cuesta hacer las cosas con un mínimo buen gusto.

La puerta terminó de abrirse. Otra bandada de palomas salió del interior, arrullando y dejando caer plumas blancas mientras se elevaban hacia el firmamento. Su aleteo me despeinó.

—Me… me gustan las cosas antiguas, creo —medité, sin haberme recuperado aún de las sorpresas y de la fascinación a la que me conducía la belleza de aquel lugar—. Si no me gustaban antes, ahora sí.

—Te gustan las cosas hermosas —dijo Lot, esbozando media sonrisa de suficiencia.

Me ahorré la respuesta. Por el contrario, avancé hacia la entrada con pasos vacilantes.

—¿De qué era esta fábrica?

—Entra y míralo por ti mismo.

Le miré de reojo e hice lo que decía.

Al entrar tuve que salvar un par de escalones anchos que descendían. Una vez en el interior, elevé la mirada. Más que una fábrica, parecía una catedral. En las vigas de acero del techo, algunas aves habían hecho sus nidos y se escuchaba el revoloteo de los pájaros, que reaccionaban a mi presencia. A través del tragaluz, un haz de luz amarillenta caía de plano sobre el centro de la planta, cubierta por baldosas de cerámica decoradas con motivos florales. Una gran sensación de paz, de armonía, me dio la bienvenida. Con una sonrisa, recorrí con los ojos la estancia. Descubrí, al fondo del edificio, una enorme máquina con una gran rueda y muchos engranajes de color bronce, que se conservaban en perfecto estado. Conectada a ellos había una cadena transportadora que atravesaba toda la estancia, de la que aún colgaban cientos de botellitas de cristal de colores. Había restos de vidrio pintado por todas partes y muchos estantes vacíos forrando las paredes. Encuadré la mirada en el objetivo, observando a través del visor y accionando el obturador cada poco, cuando la luz atrapaba mi atención aquí o allí. Fotografié el suelo, y las motas de polvo, y una paloma que estaba observándonos desde una viga, y el espectro de color de la luz en los cristales del suelo. Al seguir aquellos colores brillantes descubrí, más allá, la cadena de soplado y pintado del vidrio y otro aparato de engranajes. La maquinaria se debió detener en mitad del proceso y nadie recogió lo que ya estaba empezado, por lo que había muchas botellas ya pintadas de color rojo, verde y azul colgando de una cadena tensa. La luz hacía maravillas con eso, reflejando el espectacular crisol que yo había captado sobre las losas. En la pared del fondo, detrás de aquel último gran aparato, había un cartelón antiguo de publicidad. En él aparecía una botellita igual a las que había colgando de las cadenas, con una etiqueta en la que ponía «Delicate», y de fondo una mujer con un cántaro y el pelo suelto al viento, igual que la de la fachada.

—Es una fábrica de perfumes —comprendí.

Esbocé una sonrisa y me acerqué a la cadena de soplado, observando los aparatos con cuidado de no pisar nada, como si fuera un museo en el que hubiera que respetar las cosas tal y como estaban. Contemplé los aparatos llenos de manecillas, tubos por los que debió salir el vapor en otra época, fuelles, diminutas mangueras y trompetas de bronce dorado. Todo era hermoso. Todo era perfecto como en un cuadro minucioso, con el sabor idílico de los recuerdos. Fruncí un poco el ceño, preguntándome si no era un poco eso, si no estábamos en realidad dentro de una miniatura construida al detalle para recrear algo con toda la gloria con la que nuestra mente nostálgica suele investir el pasado.

Desde esa posición, busqué la imagen de Lot en aquel entorno, mirando a través del visor para retratarle.

Le encontré en medio de la amplia estancia, paseando con semblante pensativo y un velo opaco de nostalgia en la mirada. Le seguí a través de la cámara, fascinado. Recuerdos. El pasado. Lot había dicho que no podía borrarse ni destruirse, que siempre quedaba en uno aunque hubiera demolido hasta los cimientos. «¿Qué es este lugar?», me preguntaba, «¿Por qué me has traído aquí? ¿Qué tiene que ver contigo? ¿Qué es lo que estás pensando ahora?». Le hice más fotos. Finalmente, hice una pregunta suave.

—¿Vienes mucho a este lugar?

Le costó salir del ensimismamiento. Estaba contemplando una de las botellitas que colgaban, rozándola con los dedos. Parpadeó y me miró.

—¿Aquí? No. Aquí solo he estado unas pocas veces.

Miré la pantalla de la cámara digital para revisar las fotografías y comprobar el resultado. No me estaban quedando mal, eran resultonas, sobre todo las de Lot. Pero no eran como las de Alex. Las de Alex tenían una profundidad especial, una luz mística, algo que solo los profesionales que no usan el modo automático son capaces de captar. Aun a día de hoy no he sido capaz de hacer una sola fotografía tan buena como la peor de Alex, pero hey, os aseguro que no lo hago nada mal para ser una rémora.

—Hay muchos sitios como este, por todas partes —continuó diciendo Lot.

—Parece que el tiempo se hubiera detenido aquí.

—Es lo que ha sucedido. —Le miré con curiosidad. Él observaba el techo, los ojos brillantes, la expresión nostálgica y una mano en el bolsillo—. Son lugares antiguos y deshabitados. Habrían terminado por desaparecer de verdad si no los hubiéramos conservado.

—Parece un poema. Es como… conservar el alma de la ciudad —dije.

Lot sonrió a medias, mirando a la cámara con una expresión algo cínica. Bajé el aparato y lo dejé colgando de la cinta que llevaba al cuello.

—Quizá. Algunos de mi gremio lo creen así. —Apartó la vista y reanudó el paseo entre las botellitas de cristal—. Al principio era solamente nuestro trabajo. Necesitábamos saber de estos atajos, de estos entornos. Y usarlos. Después lo hacíamos un poco por amor al arte, en su sentido más literal. Estos lugares son hermosos, y no queríamos que se perdieran.

—¿Los habéis conservado vosotros, los ilusionistas?

—Sí, más o menos. Conservar quizá es un término algo inexacto. Esto no es real —dijo, rozando con la empuñadura del bastón una fila de frascos de vidrio, que emitieron un sonido cristalino y silbante—. No es más que un espectro que sigue en pie, el recuerdo de lo que aquí había. Pero por pequeño que sea ese reflejo, esa sombra, los ilusionistas podemos reconstruirlo, cerrarlo, abrirlo, o enlazarlo a otra parte. Darle solidez.

—Entonces lo volvéis real —argumenté, frunciendo el ceño—. Una fotografía no es menos real porque la imagen que represente ya no exista.

—Sí… y no —replicó ambiguamente, dedicándome una sonrisa sesgada—. Pero ¿qué más da, al fin y al cabo? No importa lo real o lo irreal, igual que no importa lo que es mentira ni lo que es verdad. Lo que importa es la belleza.

Aquellas palabras me sacudieron por dentro de un modo imprevisible. Me conmovieron en parte, pero también me hicieron comprender una parte muy importante de la personalidad de aquel hombre, como si un velo se descorriera. Hasta el momento había pensado que a Lot no le importaba nada, salvo su propio interés y conseguir sus objetivos egoístas. Pero tras aquellas palabras se ocultaba una revelación que me resultó esperanzadora. Lot amaba la belleza, así que sí, le importaba algo. Aunque fuera basada en el mero esteticismo, tenía una cierta escala de valores, no era simplemente un jeta y un estafador.

—Lo que importa es la belleza —repetí a media voz, dándome la vuelta un momento para mirar el cartel de los perfumes—, y lo que esta despierta en ti. No eres tan frío, al fin y al cabo.

—Nunca he pretendido ser frío. —Su voz me sobresaltó. Estaba a mi lado, muy cerca de mí, mirando alrededor como si buscara algo—. Yo quería volver a desenterrarlo todo. Traer afuera todo lo que había quedado aplastado bajo las capas inferiores de la lasaña, toda la belleza escondida... y hacer las cosas bien, un proyecto grande. Devolverle el brillo a estos lugares. Pero claro, eso no se puede hacer, para la Organización es traición, al igual que todo pensamiento libre más allá de lo que ellos pueden controlar. Es el motivo por el que Mara y yo discutíamos continuamente. —Hizo una pausa y Señaló con el bastón un papel arrugado en un rincón—. Mira. Cógelo.

Me acerqué, obedeciendo y presa de una súbita curiosidad. No lo había visto antes. Supuse que eran restos de los que aquí vivieron, de la gente que habló, trabajó, amó y se lamentó aquí. Algo que alguien dejó caer. Tomé el papel, estirándolo entre los dedos. En él, escrito en tinta negra con una elegante letra inclinada hacia la derecha, se podía leer un nombre: Elias K.

—¿Qué es? —pregunté.

—Es la marca de cantero.

—¿Elias K.? ¿Es el ilusionista que reconstruyó esto? —Lot asintió con la cabeza y yo alcé las cejas—. Pensé que… creía que lo habías hecho tú.

—No, no es mi estilo —respondió, torciendo el gesto—. Esto es demasiado pequeño, demasiado… bueno, es otro estilo, simplemente. Estos espacios son diferentes en función de quién los restaure.

Evadió mi mirada. Entrecerré los ojos, dejando el papelito en el rincón en el que estaba, tratando de entender por qué Lot Anders me había llevado a un lugar hecho por otro.

—¿Quién es Elias K.? ¿Le conociste?

—Le conozco —respondió Lot, al cabo de un largo rato—. Él me enseñó a hacer las cosas bien.

—¿Tu maestro?

Lot asintió con la cabeza.

—Sí. Era... él no era… —Vaciló, y me pareció ver algo diferente en él entonces. Casi como si fuera a expresar algo real. Sin embargo, cuando al fin completó la frase supe que aquello no era exactamente lo que había querido decir—. No era sólo ilusionista. Era también arquitecto, pintor, fotógrafo, escritor… soldado —añadió, con una sonrisa enigmática y con una pincelada de nostalgia que no supo ocultar.

Tal y como lo cuento, parece que él estuviera realmente expresando sus emociones, pero no. No es que la expresividad de Lot fuera rotunda, pero yo le observaba con mucha atención y cualquier inflexión en su voz, cualquier matiz en su mirada, no me pasaban desapercibidos. Así que por menores que fueran los detalles, no se me escapaban. Él ocultaba sus emociones, pero yo intentaba interpretarlas a partir de detalles. Y la sensación me entristecía a mí mismo. Me afectaba aquel lugar y me afectaba él, las cosas de las que hablaba. Cosas importantes, por primera vez.

—Buscábamos en álbumes de fotos antiguas y en periódicos para restaurar los lugares y revivirlos de la manera más exacta a como fueron —continuó—. Y los embellecíamos si podíamos. Buscábamos inspiración en el cine. En el arte. La inspiración estaba en todas partes, a nuestro alrededor, dentro de nosotros mismos.

Lot no dijo nada más. Siguió un silencio espeso y distante, en el que mi amante recorrió con los dedos las botellitas que colgaban sobre él en la cadena de soplado. Supe que se había vuelto hacia adentro y que estaba sumergiéndose en sus propios recuerdos y no quise molestarle. Le contemplé, tragando saliva, con un nudo raro en la garganta y muchas mariposas en el estómago. Mariposas problemáticas. Porque una cosa era follar con él, tocarle, permitir que me tocara, vivir el espectro del enamoramiento a través de la carne, y otra muy diferente enamorarme de verdad, seria y profundamente, de aquel tío tan poco fiable. «Quizá todo lo que te cuenta es mentira», pensé. «Quizá no deberías mirarle más, quizá no deberías…», y repasé mentalmente todas las cosas que no debería. Sin embargo, había decidido ser Alex. Y Alex tampoco debería haber hecho muchas cosas que hizo. Sentí un fuerte dolor en el pecho al pensar que iba a repetir su tragedia, y bajé la cabeza, sintiendo que las lágrimas se agolpaban en mis ojos.

—Sois grandes artistas —murmuré, finalmente.

Lot se volvió hacia mí. El ambiente cargado y nostálgico se disipó cuando echó a andar en mi dirección, pasándome un brazo sobre los hombros. Me sonrió.

—¿Te gustó el café donde tomaste el capuchino?

—Sí, mucho —asentí, obligándome a sonreír—. ¿Ese lo hiciste tú?

—Sí, ese es mío —respondió orgullosamente.

—Se nota. Por la música, sobre todo. Y por la clase, claro.

Lot se echó a reír.

—Eres un lobo con piel de cordero, ¿eh? Sabes dar en el clavo con los cumplidos.

—No es un cumplido —repliqué.

—Ven, quiero enseñarte algo.

Me agarró de la mano. El tacto de sus dedos parecía fundirse a mí como si estuviera mojado de aceites aromáticos y las mariposas esas de mierda volvieron a golpearme las paredes del estómago con sus alas. Las maldije, pero estreché sus dedos mientras me llevaba hacia la maquinaria del fondo, la gran bomba de agua con ruedas y tubos y trompetas que dominaba la fábrica, delante del cartel publicitario. Me soltó un momento para dar dos zancadas saltarinas y subir a un reborde de escayola decorativo que había sobre el rodapié. Luego me tendió la mano de nuevo para ayudarme a subir y me rodeó la cintura con el otro brazo.

—¿Qué es? —pregunté.

Su contacto era reconfortante. Desde que nos conocimos siempre hubo algo muy físico entre nosotros, y aunque sus gestos siempre eran naturales y lo hacía de un modo que nunca me resultaba incómodo o invasivo, Lot me estaba tocando continuamente. A todas horas. Cuando no era el leve roce de sus dedos era el brazo contra mi brazo, y hasta cuando estábamos lejos me tocaba con su mirada, dejando una huella de calor en mí. 

—Es una empanadilla.

Me eché a reír.

—Empanadillas… qué hambre. Luego compramos. Y ahora en serio, ¿qué es?

—Ahora lo verás. Agarra la palanca.

Hice lo que me decía, sujetando entre los dedos el manillar alargado que sobresalía en un lateral del enorme trasto. Lot puso sus manos sobre las mías y me ayudó a hacer fuerza hacia abajo. Oí el ronroneo y el traqueteo de los engranajes, el sonido rasposo de la piedra al rozar contra la piedra, el chasqueo y el runrún trabajoso, encasquillado, de las ruedas al girar y cadenas que crujían, tiraban y tintineaban. El mecanismo de pintado de botellas comenzó a moverse en un circuito cerrado a breves intervalos, como pasos secos y lentos, marcando un ritmo constante y llevando los frascos de cristal al interior de una cabina con tornillos de la que empezó a salir vapor. Se oía también un siseo, como de líquido a presión. Y el aire se inundó con el aroma a pintura y a perfume. En los altos techos, de los altavoces cuadrados y menudos que conformaban la megafonía de la fábrica y estaban atornillados a las vigas comenzó a brotar el susurro áspero de los discos de vinilo al girar en un gramófono y la Música para los Reales Fuegos de Artificio de Handel resonó, potente, gloriosa con el matiz metálico de una vieja grabación.

Los pájaros salieron volando de las vigas. Los altavoces vibraban. Las botellas seguían pasando, cinta tras cinta, en un círculo que no terminaba nunca, chocando unas con otras con un ritmo que parecía programado y que acompañaba a la melodía, y al moverse iban  pasando bajo los sucesivos rayos de sol que se filtraban por los ventanales, creando un crisol de luces cambiantes que se reflejaban en las paredes, en el suelo y en nosotros mismos. Luego iban siendo colocadas por ganchos de cobre en los estantes, que se fueron llenando uno tras otro.

Durante varios segundos, no pude ni hablar. Me quedé mudo, con la boca abierta y los ojos brillantes. Era un poema visual, una fotografía en movimiento de un instante hermoso e irrepetible.

—Es estupendo, ¿eh? —dijo Lot, bajando de un salto y alzando la vista, sonriente.

—Es… es… —No me salían las palabras. Bajé tras él, dando una vuelta sobre mí mismo para contemplar la panorámica—. ¿Se puede aprender a hacer esto?

—Claro. Si no yo no estaría aquí.

—¿Qué hay que hacer? —insistí, fascinado.

Lot sonreía y se reía entre dientes de vez en cuando, con aquella sonrisa sesgada y la expresión divertida de los magos cuando te ven alucinar ante sus trucos. Acercó la mano a mi oreja y apareció entre sus dedos la cucharilla de plata.

—Ser creativo, tener unas mínimas… condiciones, habilidades, por decirlo así. Cosas como buena percepción espacial, imaginación, capacidad deductiva, dotes investigadoras o conocimientos de ingeniería, arquitectura, física o mecánica. Y estar dispuesto a pagar el precio, claro. Además de un maestro.

Fruncí el ceño, apartando la mirada de las botellas de cristal por un momento. La fijé en sus ojos, que también parecían vidrios coloreados.

—¿Cuál es el precio?

Lot se apoyó en uno de los estantes, tomando un bote de «Delicate» y pulverizando unas gotas en su cuello. Luego miró el bote con desdén.

—El precio es cambiar.

—¿En qué sentido?

Me acomodé a su lado, rozándole con mi brazo. Le contemplé mientras hablaba, con una punzada en el estómago. Las mariposas revoloteaban ahí adentro, encerradas.

—En muchos. Tienes que entregar tus ojos, para empezar.

—¿Entregar tus…?

Aparté la mirada, frunciendo el ceño. Me daba escalofríos, y al mismo tiempo, todo era casi mágico, tremendamente atractivo.

—Sí. Entregas tus ojos humanos y obtienes unos nuevos. Nunca vuelves a ver las cosas como antes, porque tu mirada cambia. Se vuelve más amplia, capta más colores, las formas debajo de las formas. Y ya no puedes echarte atrás una vez que eso sucede. Ves cosas que nadie más puede ver, y con tu mirada eres capaz de hacer cosas que nadie más puede hacer. Cambiar colores. Formas. Luces.

—Yo no quiero cambiar —murmuré.

—No te hace falta —replicó, rodeándome con el brazo y colocándome delante de sí. Me acarició el pelo con la otra mano—. Tú no eres ilusionista, querido.

Le miré a los ojos. «No son suyos, se los dio la Organización», recordé. Me pregunté en qué consistía exactamente aquello.

—Puedo sacar fotos para ti —dije, en cambio.

Había muchas cosas terribles de las que podíamos hablar. De su humanidad perdida, de Elias K., de la Organización, de mí, de tantas y tantas cosas que nos amenazaban, empezando por nosotros mismos… pero aquello no era hermoso. Y si podíamos hacer con nuestro tiempo algo bello, no quería perderlo en cosas amargas. Alcé el rostro y le besé, lenta pero intensamente. Quería el romance, las mariposas en el estómago, la ilusión de amar, aunque no supiera amar, aunque la única vez que lo hice todo acabó en tragedia… quería una vida como en las películas. Quería ser Ariane. Y Lot debió darse cuenta, porque cuando nuestros labios se separaron un momento, me habló, con el ceño fruncido y los párpados entrecerrados, estrechándome contra su cuerpo y contemplándome, mientras los frascos de perfume giraban a nuestro alrededor y la música sonaba.

—No, no eres ilusionista, pero a mí me gusta lo que eres —me dijo—. No creo que te quedara bien ser otra cosa. Así que puedes sacar fotos para mí, escuchar mis historias de mentiras y verdades, comerte la comida que preparo, ver mis películas, acostarte conmigo y mirarme cada día y cada noche hasta que se acabe el tiempo. Puedes hacerlo y yo deseo que lo hagas… porque no necesitas ser nada más ni nada menos de lo que eres para ser justo lo que quiero.

Y como en las películas, la música subió de tono y nos besamos apasionadamente, mientras las mariposas me machacaban el estómago a fuerza de aletear.

. . .

©Hendelie y Neith


2 comentarios:

  1. que nostálgico este episodio...

    creo ver que la ilusión los esta enredando y que lot tiene muchísimo que perder como su serenidad y su supuesto control, creo que le da pánico dejar que alex toque su corazón porque el momento de la verdad los va a destruir.
    lot es tan ambiguo, es de esos seres que jamas se pueden leer pero tienen un brillo especial que atrapa a los demás, como las laparas que atrapan a las mariposas, el riesgo es quemarse y salir mal parado de la situación y eso es lot, es peligroso para alex..el me inspira aparte de desconfianza, temor; porque al llegarse a enamorar de una persona asi se va la vida tratando de entenderla. sentimientos ambiguos nacen de mi parte por lot.

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  2. Gracias por leer y comentar, Lucero! La verdad es que a mi también me parece un poco eso, como tú dices, una de esas lámparas que deslumbran y al final te achicharras, jajaja. ¡La verdad es que en Flores de Asfalto son todos un poco cobardes! Pero qué se le va a hacer, los protagonistas valientes y llenos de virtudes nos acaban resultando aburridos. ¡Un abrazo y gracias por seguir ahí! — Hendelie

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