jueves, 29 de diciembre de 2011

Flores de Asfalto: El Despertar


   Neith ©

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martes, 27 de diciembre de 2011

Fuego y Acero XXVI: Misterios

26.- Misterios

El viento silbaba en el exterior, y la vela titilante resplandecía en un rincón. Con los dedos incrustados en los brazos del hombre del mar, inundado por la violencia del beso compartido, Driadan se sentía invisible como una sombra. El pulso le galopaba en las venas, golpeaba en sus sienes, y una sensación de euforia y libertad chisporroteaba en el centro mismo de su ser.

Había temido en los últimos meses el mero roce de sus dedos, que le tiraban de la capa. Había temido la caricia áspera y ruda de su abrazo, de su boca impetuosa que le mordía ahora los labios con avidez. Aún sentía una punzada de angustia en la boca del estómago.

Cuando el Rojo rompió el contacto, respirando sonoramente, Driadan bajó la cabeza, arañándole los brazos. Sentía los pulmones colapsados y su olor envolviéndole. Desvió la mirada hacia la vela encendida, consciente de los ojos penetrantes fijos en él y de la intensa necesidad con la que aullaba la grieta en su interior.

¿Cómo podían ser la duda y el miedo espíritus tan poderosos como para interponerse aún en su camino? No comprendía sus deseos, inexplicables, pero podía sentirlos bramar en su interior. A ellos nada le importaba. Ni la distancia, ni la desgracia, ni la locura, ni las maldiciones, ni todos los espinos enredados que podían existir entre ambos. Atravesarlos con las manos extendidas, arañándose y abriéndose la piel, ese era el único camino posible. Porque no había opción de negarlos y darle la espalda, no podía anestesiarse contra la vibrante atracción que le llevaba hasta el único lugar donde podía encontrar paz.

Las manos anchas le rozaron el cuello, dibujando las líneas de su mandíbula con los pulgares. Nadie le había tocado como él lo hacía, ni antes ni después. Su tacto era distinto a todos, eran llamas y espuma marina, libertad, entrega y magnetismo.

- No me importa.

El susurro del hombre del mar era un arrullo en sus oídos, brisa veraniega, cálida y suave. Driadan asintió, comprendiendo. Siempre lo había sabido. A Ioren no le importaba, nunca le había importado que su cuerpo hubiera sido un camino transitado por decenas de pies indignos. Pero al príncipe, sí.

Le importaba, por eso necesitaba ser barrido y arrasado.

- No quiero tu dulzura – replicó, en voz muy baja, con un nudo en la garganta – Dame tu necesidad y el fuego de las mareas.

Alzó los ojos, que destellaron, rojos, en la habitación. El rostro de Ioren era sombra sobre sombras y mechones de cabello revuelto y salvaje. Driadan cerró los párpados con fuerza, tragando saliva, y tiró de las correas del jubón de cuero con violencia, abriéndolas y haciendo saltar las hebillas. El gruñido contenido y los dedos de Ioren cerrándose en sus cabellos no fueron una respuesta tan contundente como el calor que le envolvió cuando volvieron a estrellarse contra el otro.

El fuego de las mareas. Driadan le asedió como si quisiera destruirle, estrechándose contra su cuerpo caliente y duro, retorciéndose cuando el hombre del mar le rasgó la camisa con las manos desnudas. Las suyas, que siempre habían sido demasiado finas y demasiado suaves, no tenían lugar donde detenerse: se escurrían por los hombros y los brazos, dibujaban los músculos del pecho fornido, bebiéndose la energía que desprendía, ungiéndose con su fuerza y alimentándose de su fuente. Cada centímetro de la piel bruñida era suya, le pertenecía, y la marcaba con desesperada posesividad.

Ioren estaba inclinado sobre él, cerniéndose como un animal salvaje desde su mayor altura. Le arrancaba las prendas sin el menor cuidado, con la lengua hundida en su boca, anudada con la suya. Las costuras le escocían al saltar los hilos en contacto con su anatomía y los dedos rasposos parecían desollarle al tocarle bajo el lino de la camisa, lenguas de fuego crudo. Se perdió en brazos de un huracán cuando Ioren le alzó por las caderas y le arrojó sobre el colchón. Alzando las manos, Driadan prendió los dedos en sus cabellos y se abandonó.

Las emociones eran demasiado violentas. No podía respirar, intentando recibir todo lo que se le entregaba: El matiz hambriento de sus caricias, los dientes mordiéndole la boca con hambre y dominancia, la barba que le raspaba las mejillas y el cuello, el aliento abrasando en la piel y el peso de su cuerpo aplastándole.

Jamás podría compararle con lo que había vivido en Shalama. Los roces indolentes y el modo en que otros habían dejado caer su deseo vanidoso sobre él, buscando el entretenimiento y el placer superficial de la carne igual que lo buscaban en pequeños bocados y vinos alegres, nada tenía que ver aquello con la arrolladora pasión del Rojo. Tenía la sensación de ser el único alimento que él podía comer, la única caverna en la que encontraba refugio de la lluvia, el único. Era el único. Era el único. Ioren se le llevaba por delante, y saberse el origen y el objeto de su ardor incontenible le elevaban más alto que cualquier otra cosa. Todo empezaba y terminaba en él, todo era suyo y de nadie más, a él estaba dedicado. Era el único.

Dio un respingo y ahogó un gemido cuando los mordiscos despertaron luciérnagas de dolor y placer en su pecho. Le tiró del pelo y removió las piernas para abrazarle con ellas, entrecerrando los ojos y mirándole en la oscuridad. Se ató la respiración a la garganta para controlarla. Le picaba la piel y la saliva salada de Ioren se mezcló con su sudor despierto.

Intentó decir algo, pero sus pensamientos explotaban como burbujas de llamas en su mente. Se le derritió el alma y se escapó entre sus pestañas, en forma de lágrimas esquivas de expectación y alivio. Onduló sobre el colchón, instintivamente, cuando el camino tibio y húmedo de la lengua del Rojo descendió por su vientre liso.

El hombre del mar respiraba como una criatura selvática, su pelo era una maraña cobriza y ondulada que colgaba como hiedra sobre la escultura de sus hombros. La piel broncínea brillaba al tenue resplandor del cirio abandonado, con la película húmeda de su propio sudor. El perfume a salitre se pegaba a las sábanas y a las paredes. Driadan aguantó el aire en los pulmones cuando él le sacó los pantalones de un tirón, y se le ahogaron los gemidos en la garganta con el despertar de la hoguera renovada.

- Es…espera… - balbuceó a duras penas al sentir sus dedos vehementes sobre su sexo.

- No puedo esperar – replicó el hombre del mar en un gruñido imperativo, de palabras claras. – Ya he esperado bastante.

- No…no es…ah…

"No estoy preparado", debería haber dicho. No fue capaz. Se mordió los labios y se tensó, aplastando las palmas de las manos contra el colchón. Puede que su mente no lo estuviera, pero su cuerpo sí. Vibró como una cuerda afinada cuando la boca hambrienta de Ioren le engulló y sus dedos se deslizaron bajo su cuerpo, sujetándole el trasero y acariciándole la parte interior de los muslos, apropiándose de su piel, de sus reacciones y de sus suspiros apagados, raptándole, secuestrándole y tirando de él.

"No estoy preparado" habría sido una gran mentira. Ahora se daba cuenta. Bajo su yugo, siempre estaba preparado; para él siempre lo estaba. Sólo era capaz de temblar y estremecerse, hundido en la caricia húmeda que le devoraba con ansia. Ni siquiera podía sentir vergüenza, y no había rechazo alguno, ni siquiera el del instinto castigado. Cuando el tacto del hombre del mar presionó en su entrada, estuvo a punto de saltar por los aires, exhaló un gemido y le tiró de los cabellos con más fuerza, intentando detenerle.

- ¡No!

El calor mordía, el sudor se escurría por su cuello y por sus costados, los poros de su piel cosquilleaban y se abrían como flores tibias. La sangre se acumulaba entre sus piernas, en su vientre distendido que palpitaba con una sed profunda. La oleada de placer le mareó. Los dedos rudos le tocaron por dentro, uno y luego otro más, internándose en su profundidad y buscando el centro que le despertaba con más fuerza, moviéndose en hábiles caricias y roces calculados que se hundían y reculaban. Sus labios le atrapaban en la presa candente de su boca, la lengua ávida le consumía, precipitando los latidos.

Driadan ya no era dueño de sí mismo. Seguramente, había dejado de serlo desde que le había arrojado sobre la cama. Aflojó el tirón en su cabellera y se rindió, hundiéndose en el colchón y fijando la mirada en el techo, con los labios entreabiertos y los párpados caídos. Su voz, sus palabras, cuanto pretendiera reclamar o exigir, todo se había deshecho y convertido en una consecución de jadeos rítmicos y atropellados. Su pecho subía y bajaba, el aliento caliente formaba nubes de vaho en la habitación.

Estaba temblando, se estaba muriendo. Le estaba matando. Si un solo estímulo de Ioren ya podía hacerle perder la cabeza, ahora simplemente era incapaz de filtrarlos. Caían sobre él como lanzas de fuego, destruyendo cualquier reserva y cualquier temor. Si alguna vez se había preguntado si su experiencia en Shalama le había cerrado para siempre las puertas de ese extraño mundo en el que ahora estaba sumergido, el del éxtasis de la carne y el abandono a las sensaciones, el hombre del mar acababa de arrojarle a él de cabeza otra vez, igual que le tiró por la borda y le lanzó a través de la ventana al foso gélido.

Arqueó la espalda, desarmado ante cada chispa que le llevaba más lejos. Su respiración atropellada se rompió con un gemido contenido que le golpeó los carrillos y se volvió a recluir en su garganta. Ioren se alzó sobre las rodillas, tomando aire con un resuello y relamiéndose. Su sombra cayó sobre el príncipe rendido a su influjo. La mirada del Rojo era una lengua afilada que le atravesó el alma, hirviente de deseo, y la manera en la que se abalanzó sobre él, encadenándole las muñecas a la almohada, le detuvo el corazón en el pecho.

Siempre le había exigido su mirada. Ahora se escudó de ella, cerrando los párpados, y aguantó la embestida implacable, ahogando el grito en su cuello y aprisionándole la cintura con las piernas.

El hombre del mar se abrió paso en su cuerpo con brutalidad, enterrándose hasta la mitad y deteniéndose para tomar aire con un jadeo sofocado. Driadan tuvo la impresión una vez más de que iba a romperse en dos. Le sentía latir en sus entrañas, tenso y ardiente, contenido. Su cuerpo se distendió, dilatándose como una flor que se abre al sol, mientras sus pulmones se rasgaban por el ímpetu con el que tomaba aire. Ioren le aplastaba con su pecho, le quemaba su cuerpo y le inundaba el mágico perfume de los mares profundos. Sus dedos eran cepos en sus muñecas, y su respiración entre los dientes apretados se derramaba sobre su boca.

Cuando el príncipe abrió los ojos al fin, paseó la mirada por el semblante tenso y sufriente de su compañero, dejando que su propio cuerpo se acostumbrara a la invasión. Los puercos del Sur que habían gozado de su compañía no eran ni la mitad de grandes que Ioren el Rojo, en ningún sentido estaban a su altura. Le costó unos segundos adaptarse a su envergadura, y la visión de su rostro anguloso le ayudó a relajarse.

La expresión del hombre del mar estaba teñida de un extraño embrujo. Su mirada empañada se perdía en la nada, el ceño fruncido y el modo en que luchaba consigo mismo se le presentaban fascinantes. Parecía cautivado, presa de un embeleso magnético, irreductible, del que no pudiera escapar y que no lograse comprender.

- ¿Cómo es? – preguntó, en un susurro áspero de palabras no meditadas.

Ioren tomó aire, avanzando un poco más. Driadan se encogió y ahogó un gemido.

- Es…trecho y apretado – resolló.

Su voz se le antojaba seductora. Su deseo, enloquecedor, prendía el suyo propio. Su entrega y su dominio le destrozaban cualquier intento de contención, reducían a cenizas cualquier cosa que pudiera interponerse entre ambos.

- Ven más – exigió, impaciente, tratando de desasir las manos de la presa con la que le sometía – ven del todo.

- Caliente…- las palabras de Ioren estaban preñadas de salvaje sensualidad, y cuando le miró a los ojos fijamente, Driadan tuvo la impresión de que le devoraría – y delicioso. Es mío…como tú entero.

De improviso, se impulsó y empujó hasta el límite, llenándole por completo. El príncipe gritó. Sus venas parecieron romperse, la sangre rompió a hervir al calor de su pasión y creyó que se perdería. El hombre del mar no le dio tiempo a comprobarlo. Tras el envite firme, se retiró y le arrastró con la fuerza de un mar embravecido, estrellándose contra su cuerpo en oleadas desatadas, respirando con ferocidad y devorándole los labios hasta ahogarle.

La cama de madera crujía. Las costuras del colchón se abrieron, estallaron bajo la violenta batalla que tenía lugar sobre él. Las plumas de ganso flotaron en el aire, se derramaron sobre el suelo y la alfombra, entre los jirones de las prendas desgarradas de Driadan.

Había temido el roce de sus dedos, la caricia de su abrazo. Durante meses, Driadan había tenido miedo de acudir a su refugio, con la angustia susurrándole al oído que nada sería lo mismo, que cuanto compartían había dejado de ser único tras la profanación, que el rechazo era una posibilidad, que la aceptación era compasión y lástima. El miedo despertó todas las mentiras en su corazón y las vistió de verdades. Ahora, todo aquello estaba ardiendo en una pira alta y negra. Las cenizas se disolvían en el mar, y cuando el alivio le arrasó con un estertor casi muriente, el júbilo que se había encendido en su interior con el primer beso permanecía ahí, puro, brillante y perpetuo.

. . .

Ioren el Rojo sabía que hay cosas que, una vez desatadas, no se pueden detener. Doma a un caballo salvaje y ponle riendas, pero en el momento que se las quites, no podrás controlarle hasta que se canse de galopar.

La vela de la habitación se había consumido hacía un rato. Otras llamas habían seguido ardiendo, llevándole a la locura una y otra vez, hundiéndole en los jardines del príncipe incesantemente, volviendo a arrastrarle cuando todo terminaba y sin que el agotamiento fuera suficiente. Ahora, mientras intentaba reponerse de aquel nuevo incendio, se preguntaba si éste sería el último o el tacto de la piel de Driadan bajo sus dedos le empujaría de nuevo a la hoguera inextinguible.

El joven reposaba sobre su cuerpo, donde se había dejado caer tras cabalgarle como un señor de las montañas y ungirle el vientre con su esencia. Su aliento desacompasado había encontrado el ritmo. Ioren le mantenía abrazado, aún en su interior, con la cabellera oscura del muchacho derramándose sobre su rostro y su boca deliciosa sobre el cuello.

- ¿Me darás una espada al amanecer? – susurró el príncipe en su oído. – Dijiste que me enseñarías a ser un hombre.

Ioren asintió antes de pensarlo con claridad.

Era consciente de lo que estaba sucediendo entre los dos. Se encontraba analizándolo, por eso no prestó mucha atención a la petición de Driadan. Su mente trataba de desenmarañar el espinoso ovillo de sus sentimientos y de los hechos acontecidos, intentando vislumbrar el camino que le había llevado hasta aquel punto. El punto en el que el chico estúpido y odioso que le había humillado imperdonablemente reposaba sobre su pecho, lánguido y agotado, cubierto por la película brillante del sudor compartido.

- No entiendo – dijo al fin, con un murmullo de descontento.

Driadan rodó sobre su cuerpo, liberando la carne enterrada en sus entrañas con un gemido suave. Luego se acomodó a su lado, entre sus brazos, y le miró. Tenía los ojos rojos, de un intenso carmesí que le resultaba a veces inquietante. Lucía ahora el semblante tranquilo, la melena fragante exudaba el perfume a iris, a sexo y a océanos salvajes, una combinación de aromas que arropaban al Rojo en un extraño hechizo.

- ¿Qué es lo que no entiendes? – preguntó el príncipe. Su voz era perezosa y tierna.

- Por qué pasa esto.

El joven escurrió los dedos por su mejilla. La caricia dulce le despertó un estremecimiento cálido en alguna parte, y tragó saliva. Esto era lo que no entendía. Estas reacciones en sí mismo. No podía comprenderlo a la luz de las circunstancias que les habían unido.

- Misterios – respondió Driadan tranquilamente. – A mi me resultaba… muy impreciso todo. Hasta me angustiaba.

El índice del joven príncipe dibujaba ahora las líneas de su boca. Su voz era como un hechizo; cuando no se comportaba como un estúpido y no se empeñaba en desafiarle, Driadan era afectuoso en cada gesto, tanto que Ioren sentía el impulso de corresponderle con ternura.

- Es raro que seas un hombre. Nunca me ha pasado esto con un hombre – prosiguió el príncipe a media voz, con una extraña gravedad – pero lo que me ocurre no me había sucedido antes con nadie. Simplemente me… hace falta. Mucha falta. No sólo esto, todo tú. Que estés cerca, que estés conmigo. - hizo una larga pausa, lamiéndose los labios. - Creo que te quie...

Ioren le interrumpió, tapándole la boca con una mano en un gesto brusco. Negó con vehemencia, mirándole fijamente, con un mordisco sangrante en el centro mismo de su alma. Se tensó y apretó los dientes.

- No digas eso – le ordenó – Nunca.

Driadan parpadeó y le apartó la mano, frunciendo el ceño. Parecía enfadado.

- ¿Cómo que...? ¿Por qué, a qué viene eso? – escupió, incorporándose sobre un codo – No te estoy pidiendo nada. Me da igual tu opinión, sólo es lo que yo creo que siento, perro desgraciado, no puedes prohibírmelo, tú no mandas en eso.

Ioren suspiró, levantando la mano para rozarle los cabellos y forzándose a mantener la calma. El chico intentó apartarle al principio, pero después le permitió abrazarle, aunque se había crispado y su postura era algo fría.

- Escucha. Y aprende esto – empezó, en un susurro cansado – El odio nunca decepciona, joven príncipe. El amor, siempre. Si llegas a sentirlo, guárdalo en ti, pero nunca lo digas.

- ¿Por qué? – Driadan se relajó un poco – Ahora soy yo el que no lo entiende.

- Porque el amor que se encierra en las palabras, las empuña como armas, y con ellas hace daño – respondió Ioren, pasándole los dedos por los cabellos, hablándole al oído – Las palabras son cinceles que lo deforman. El odio te da todo cuanto esperas de él. El amor, muy rara vez.

Driadan exhaló un suspiro profundo y le estrechó la cintura con los brazos, acomodándose en el hueco de su brazo.

- De acuerdo, no lo diré. Al amanecer, dame una espada y enséñame a luchar. ¿Lo harás?

- Lo haré – afirmó Ioren, en el mismo tono íntimo y apacible.

- Te odio.

- Y yo a ti, Driadan.

Le besó la frente y le dejó dormir, saboreando el perfume de los iris sagrados en su cabello.

. . .

©Hendelie

Fuego y Acero XXV: Driadan



25.- Driadan

Y tenía razón. De nuevo, tenía razón, pues dos días más tarde, la fiebre había desaparecido y el joven Nirala, uno de los hombres de Ioren el Rojo, ya estaba sano. La mujer llamada Kraakha le había atendido, le dio de beber aquel amargo líquido que quemaba hasta que su cuerpo se limpió de la enfermedad o la debilidad que le aquejaba. A veces, ella le hablaba. Driadan nunca comprendía una palabra, mas que cuando decía "bebe" en su idioma, o cuando le llamaba Nirala. Ése era el nombre que todos le daban, Nirala. Nunca el nombre de su patria le había parecido tan deshonrado como entonces.

Los brebajes de la lectora de runas le hicieron recuperar parte de su energía, y al anochecer del segundo día, cuando ya se sentía bien, se metió en la cama de sábanas limpias a regañadientes, impelido por las órdenes suplicantes de Kraakha. Aunque no la comprendiera, era evidente que estaba alarmada, y obedeció más por dejar de escucharla y que le dejaran en paz que por un verdadero deseo de hacerlo.

Driadan tenía ganas de salir. Su cuerpo y su alma pedían a gritos el aire frío del exterior, y con ese objeto se había lavado a conciencia lo mejor que había podido con el agua de una jarra y un puñado de hojas de salvia que encontró colgando cerca de la ventana. Había dejado el suelo perdido de agua espumosa tras su compulsivo aseo, pero la mujer lo había secado y limpiado después, cuando entró con un nuevo tazón de hierbas calientes para él y vio el desastre que había organizado en la alcoba.

No es que fuera una delicia de aposento. Era algo oscuro y no había más muebles que la cama, un baúl de haya, la mesa alargada en la que ardían varias velas para iluminar la habitación, un par de sillas y una alfombra mullida de piel de oso. La única ventana tenía dos hojas de madera gruesa. Las estuvo mirando constantemente mientras Kraakha le atendía, y cuando la mujer se marchó, dejándole acostado y arropado como a un niño, el muchacho se levantó casi al momento, apartando la ropa de cama con un gesto hastiado y comprobando que no podía abrirlas. No podría escapar por ahí. En cualquier caso, la ventana era demasiado estrecha. Casi parecía una tronera.

Suspiró, desarmado, y regresó al lecho, sentándose en él. No tenía sueño, hambre ni frío. En la chimenea ardían los troncos, no recordaba haberla visto apagada a lo largo de su duermevela. El resplandor de aquella hoguera le había acompañado durante su convalecencia, entre las lágrimas, la angustia y la fiebre.

Ahora, despejado y con los músculos entumecidos por la inactividad, descubrió su rostro en un espejo que colgaba en la pared. Pestañeó, reconociéndose. No había vuelto a mirarse desde que saliera de Shalama, y allí dejó de hacerlo después de la primera visita al Sha Melior Malavani, aquel hombre cuyo nombre no quería recordar jamás pero, a su pesar, tenía grabado a fuego en las entrañas y en el alma.

El reflejo le sorprendió tanto que se levantó para mirarse de cerca.

Él había tenido un rostro ovalado y de aspecto, tenía que reconocerlo, ciertamente andrógino. Le habían pintado los artistas de Nirala, habían dibujado con sus pinceles las suaves ondas de su cabello negro, el sonrosado brillo de sus mejillas, el pequeño hoyuelo de su barbilla y la curva delicada de su nariz. Los labios rojos como frutas maduras y las cejas altas, finas, sus pestañas espesas. Siempre le habían comparado con su madre y habían susurrado los cortesanos a sus espaldas, burlándose de su debilidad, su pequeña estatura y sus rasgos poco viriles.

El muchacho que le devolvía la mirada en el cristal seguía siendo el mismo, era innegable, pero el cambio que se había operado en él tampoco podía pasar desapercibido. Las líneas de su semblante se habían endurecido un tanto. Había perdido el lustre delicado que asemejaba sus mejillas a los pétalos de las rosas, y ahora aparecían con un color uniforme, terso, algo pálido pero sin ser enfermizo. La línea de la mandíbula ya no era el óvalo cándido de un chiquillo, se había vuelto más contundente, sin dejar de exudar una elegancia etérea. Y su mirada, bajo el ceño fruncido, era más profunda. Los labios ya no brillaban, rojos. Se habían suavizado.

- ¿Qué…?

Tosió y carraspeó. Su voz también había cambiado, pero no era capaz de decir en qué momento había sucedido eso.

Se contempló largamente, pasándose los dedos por el pelo, que le había crecido hasta la mitad de la espalda. No veía al niño frágil y afeminado. No era ése quien le observaba desde el espejo, era un joven, un muchacho joven y hermoso de porte regio y semblante digno y doloroso.

Algo se estremeció, conmovido, en su interior. Colocó las yemas sobre el cristal, respirando muy despacio, como si temiera romper alguna clase de hechizo.

"Éste soy yo", se dijo, viéndose directamente por primera vez. "Éste soy yo, y ya no soy un niño. He sobrevivido a todo…¿Cuánto tiempo ha pasado? Un año…creo. Un año terrible, pero aquí estoy. Estoy aquí, sigo existiendo. Y me estoy convirtiendo en un hombre".

Apartó los dedos del espejo. Le temblaban un poco las manos, tan sobrecogido estaba con lo que se ofrecía a sus ojos, que no era otra cosa que él mismo. Se miraba, analizaba cada rasgo y cada marca…y cuando trató de encajar aquella imagen que le devolvía el reflejo con su comportamiento, se sintió un poco ridículo. Los berrinches, la rabia injustificada, la soberbia, la manera en la que había apartado de sí a quienes podían hacerle algún bien, el modo en que había tratado a su padre, a Cisne, a Ioren. Sobre todo a Ioren.

"Para ser rey, primero debes ser hombre"

Sus palabras volvieron a él. Tragó saliva, con un regusto amargo y culpable. Ahora se daba cuenta de que no sabía nada. Al verse era consciente, por primera vez, de que en toda su vida no había sido otra cosa que un esclavo de sí mismo: de sus caprichos, de su pereza, de sus emociones que estallaban como volcanes y arrasaban a todos a su alrededor. ¿Había intentado comprender a su padre lo suficiente, o se había acomodado en la sobreprotección que él le ofrecía, sin molestarse en esforzarse para demostrarle que podía ser independiente? ¿Había intentado comprender a Cisne o se había limitado a despreciarle y alejarse de sí, alimentando su rencor y su animadversión? ¿Había sido capaz de aprender algo de ellos? Y lo que era peor…¿Por qué solo podía contar a tres personas como influencia en su vida? Su padre, Cisne y el Rojo.

Frunció el ceño de nuevo, apoyando la mano en la pared y agachando la cabeza. ¿Tan solo había estado? "Sí", se respondió a sí mismo. ¿Tan triste y desesperado estaba, tanto se había despreciado a sí mismo como para empujarles a todos lejos de sí, por más que en su corazón les quería cerca?. "Sí", tuvo que responderse de nuevo. Sí, tan poco había confiado en sí mismo, sí, se había maltratado terriblemente.

Y sin embargo, ahí estaba, en el espejo. Un joven que apuntaba a ser un hombre, que había sobrevivido a sí mismo. Y eso tenía la sensación de que era todo un logro. Volvió a mirarse, con los ojos empañados en lágrimas.

No era un niño que lloriqueaba, revolcándose en la autocompasión. Era un joven que veía desbordados sus sentimientos al enfrentarse a su propio reflejo, el cual a pesar de sus esfuerzos por hundirse en la miseria, se había empezado a forjar con dignidad y orgullo en el porte y las facciones. En el que no veía la mancha de lo que le habían hecho, sino el fruto de su resistencia ante ello.

- El mar helado limpia… - murmuró, pasando los dedos por la superficie pulida.

Las palabras del hombre del mar volvieron a él, una tras otra. Sus gritos airados, su voz serena, sus susurros rabiosos. Nadarás a la orilla, te arrastraré si es preciso. Guardaré lo que eres hasta que pueda devolvértelo. No voy a tenerte pena. Aguanta. Resiste. Lucha. No bajes la cabeza.

Tomó aire entrecortadamente, tragando todo cuanto llovía sobre él. Esa lluvia que ahora sí creía comprender. Habían ocurrido cosas terribles, a él y a Ioren, a los dos, pero el hombre del mar no le había abandonado. Fuera cual fuese su motivo, si era cierto o no que su destino era acabar con la vida de aquel norteño que parecía un rey y que lo era, se dio cuenta de que ambos deseaban lo mismo.

Si algo merecía la pena para Driadan en esta vida, era convertirse en alguien digno. Alguien digno de matar a Ioren el Rojo, porque ese era el honor más alto que podía recibir y el orgullo más auténtico al que podía aspirar. Lo que el Rojo había hecho no tenía palabras. Cualquier gratitud que Driadan pudiera ofrecerle serían meras baratijas. Ioren le había empujado cuando él no era capaz de andar, le había arrastrado cuando se rendía, le había consolado cuando desesperaba. Le había salvado y le había puesto en el camino… y ciego como estaba, Driadan no se había dado cuenta.

- Maldita sea.

Se apartó de la pared y corrió hacia el baúl. Lo abrió de un golpe y sacó la primera prenda que encontró, una capa peluda y negra que olía a cuero y aceites. Se la echó por encima, apagó todas las velas menos una antes de salir y abrió la puerta. Dio un respingo al encontrarse con la figura alta frente a sí, y el mundo se volvió del revés cuando Ioren le empujó hacia el interior del cuarto y cerró a su espalda con un portazo tan violento que el espejo que colgaba de la pared cayó al suelo y se escuchó el crujido del cristal al partirse.

Driadan perdió el equilibrio y lanzó una mano hacia delante para sujetarse a algo. Las correas del jubón de Ioren le sirvieron de asidero, y las manos férreas que se cerraron en sus brazos evitaron que su traspiés diera con sus huesos en el suelo. Lo siguiente fue la mirada abrasadora del hombre del mar sobre la suya, hirviendo con virulencia, y su aliento contra el rostro cuando le zarandeó y le habló.

- Cómo puedes ser tan ruin – le escupió el Rojo, en un susurro peligroso – Cuando ninguna espada me ha hecho flaquear… no existe fuerza en este mundo capaz de doblegarme. No me harás cargar con culpa. No vuelvas a poner a prueba mi paciencia, demonio, o te juro que…

Driadan no consiguió escuchar el resto. Eran palabras afiladas y cortantes, la mirada de Ioren le estaba reduciendo a cenizas y convirtiendo en añicos los trozos de sí mismo que había logrado atisbar. Había pensado ir a buscarle, iba a ir en su busca para hablarle. Quizá para disculparse, tal vez para darle las gracias. Pero en ese momento preciso, la lluvia se había convertido en granizo y amenazaba con romperle. Todas las palabras se borraron de su mente y se convirtieron en polvo en su lengua.

No quería volver atrás, así que se aferró a lo único que le quedaba.

- Eres todo lo que tengo ahora – acertó a decir.

Ioren se detuvo. Su lengua se silenció y los ojos azules se quebraron en un brillo de desconfianza. Las manos dejaron de apretarle los brazos y se limitaron a sostenerle con una tensión palpable en los músculos.

- Eres todo lo que tengo ahora – repitió el príncipe, tragando saliva – Puedo aguantar las pesadillas. Los recuerdos. Incluso a mí mismo. Pero no tu asco ni tu desprecio, eso no he podido soportarlo nunca. No es que no sea justificado…

- No me das asco.

La respuesta de Ioren le interrumpió, brotó de sus labios como una reacción automática, como un reflejo veraz. La única vela que ardía en la habitación no acertaba a iluminar nada. A Driadan, la capa le arrastraba por el suelo y su semblante había perdido todo color, sus ojos rojos estaban fijos en la mirada vibrante y oscura del hombre del mar, que ahora le escrutaba como si intentase desentrañar algún misterio.

- No soy el mismo – murmuró Driadan a media voz, repeliendo las reacciones antiguas de defensa que le instaban a zaherirle, a insultarle, a forcejear y arrancarse sus dedos calientes de encima.

- Tampoco te conocía antes.

Negó con la cabeza.

- Eres el único que sabe quien soy – replicó el príncipe, deslizando cada palabra, pesada y dificultosa entre sus labios – el único que sabe lo que puedo llegar a ser. El único que me conoce, aunque cambie, y el único que puede hacerlo. Tú dijiste… que Driadan es tuyo. Y así es. Lo soy. Pues consérvame. No me empujes lejos de ti, porque no voy a huir más. Eres todo lo que tengo ahora, y eso es lo único realmente bueno que me ha pasado en mucho tiempo.

El suspiro del hombre del mar le supo a resignación, y después, los brazos musculosos le envolvieron, estrechándole con un gesto entre tenso y necesitado. El corazón se le hizo un nudo y se precipitó a sus pies, después voló hasta el estómago y pareció partirse en pedazos, derramando una marea cálida y estremecedora en sus nervios. El olor del mar se coló hasta sus pulmones, le arrebató la conciencia y le nubló la vista. Escuchaba el corazón palpitante al otro lado de las prendas de cuero del Rojo, sentía la vigorosa presión de sus brazos contra su cuerpo y la respiración profunda que hinchaba y deshinchaba su pecho. La nostalgia le pisoteó el alma y le hizo un nudo en la garganta, el anhelo se convirtió en una sed desesperada. Le abrazó, estrujándole con todas sus fuerzas, como si nada más fuera real. Y nada se lo parecía, salvo él mismo y la presencia constante de Ioren, el hombre al que había marcado con su sello y cargado de cadenas. Y que, a pesar de todo, constantemente le salvaba.

La luz del cirio titilante no llegaba hasta ellos. Una penumbra azulada les envolvía, y al príncipe le parecía escuchar el oleaje del mar, acunándole y despertándole un júbilo desconocido en lo más hondo de su ser.

- Necesito tu mirada para existir – confesó, en un susurro ahogado. Apenas le salían las palabras.

La respuesta flotó en sus oídos como la caricia de la espuma, el beso del fuego y el canto honesto del acero, le abrazó como le abrazaban sus brazos y le acarició con el tacto rudo y caliente propio de aquel que la pronunciaba.

- Nunca dejo de mirarte, Driadan.

Se estremeció al escuchar su nombre en sus labios, con el acento brusco de su origen, con el aliento cálido sobre los cabellos, y poderosamente consciente de todo su ser. Su voz apagaba los susurros de los fantasmas. Sus manos borraban el frío y la angustia. Y cuando alzó el rostro y buscó sus labios, incapaz de contener el impulso ineludible con el que su corazón se tendía hacia él, el beso con el que le acogió borró todos los besos sucios que se habían derramado sobre sus labios, le bautizó con saliva limpia y fragante, salada, y le rescató sobre la cresta de una ola.

"El mar helado limpia", pensó por un instante. Después, el fuego purificó y derritió el acero, y las llamas se hicieron dueñas de su ser, reduciéndole a cenizas para resurgir como un pájaro de fuego. Extendió sus alas. Y barrió el universo.


. . .

©Hendelie



Fuego y Acero XXIV: El caballo alado

24.- El caballo alado


Podía ver la Sala del Pegaso cual si pendiera desde el techo. El mosaico central resplandecía, las luces doradas de las velas se volvían brumosas, y el caballo alado le miraba fijamente, blanco y precioso, desde los ornados suelos. En la Silla Alada, había un hombre sentado. Extendía las manos hacia adelante, y de ellas, gruesas gotas de sangre se desprendían una a una, como en una clepsidra de muerte, o de vida.

Esto es lo que te gusta…

Una voz insidiosa, un susurro escurridizo y bífido que le provocaba. La sala estaba vacía, pero sentía las presencias en ellas, los ecos de las palabras resonando. Fantasmas. Voces, murmullos de otro tiempo. Hombres del Mar, señores de las montañas que cuchicheaban entre sí, nobles sureños.

Es muy sensitivo. Mirad cómo se sonroja…

Ha salido a su madre, tiene rasgos de doncella


Las gotas se convirtieron en regueros, y después en chorros, bocanadas carmesíes como el vino añejo, que manaban de las manos del hombre sentado en el trono. Manchaban los preciosos baldosines de la Sala del Pegaso y se unían en un riachuelo espeso que corría libremente hacia el caballo alado. Éste relinchó y se agitó. Le vio mover las alas de cerámica cuarteada y tratar de escapar del marco de granito que le contenía, pero no podía salir. No podía.

¿Sabes bailar?

Risas burlonas y apagadas, jadeos y gemidos, susurros ahogados en su oído teñidos de lujuria y deseo, el olor penetrante del sudor y la semilla. El hombre se echó a temblar en el trono, como si contuviera un huracán. Apretó las manos, y gruesas cascadas sangrientas se precipitaron hacia el suelo, impetuosas como un vómito. El perfume metálico de la sangre cubrió el resto de los aromas, y el hombre de la silla gruñó. Sus cabellos eran negros como ala de cuervo.

Driadan estaba angustiado. El caballo del mosaico se debatía, ahogándose en sangre. Quería bajar del techo y rescatarlo, tirar de las losetas pintadas y arrancar los azulejos uno a uno, ponerlos a salvo de la marea roja que le cercaba y ya había cubierto gran parte del suelo de la sala. Pero no podía bajar.

Un sonido cristalino llamó su atención. Entre los dedos del hombre sentado, la sangre se mezclaba con cuentas metálicas, plateadas. Esferas grises que caían y rebotaban sobre las losas, manchándose de rojo y rodando sin control, saltando aquí y allá. El hombre se estremecía, y levantó el rostro.

Era hermoso y de aspecto digno y noble. De sus ojos de pestañas oscuras, brotaban las lágrimas. Por primera vez, Driadan se dio cuenta de que tenía grilletes en las muñecas. Y escuchó la voz del rey, su propia voz, llamando, llamando. No entendía lo que decía, pero llamaba a algo, a alguien. ¿A él?

Se escuchó un golpe seco y potente que reverberó en los techos. La puerta. Driadan no podía verla desde allí, pero la mirada perdida del hombre del trono se volvió en esa dirección.

Te enseñaré hasta dónde puedes llegar

El golpe volvió a retumbar, más poderoso. Parecía quebrarse una montaña, el sonido rompía los oídos y se extendía, infinito. El rey se dobló en la Silla Alada. Sus ojos, su boca y sus poros se desangraban. La desesperación pintaba su mirada.

Por eso tenemos los ojos rojos , dijo él, el rey.

- Nirala

La puerta cayó. El mar entró en una embestida incontrolable, olas verdes de espuma blanca que bramaban y barrían la estancia. El hombre de cabello negro cerró los ojos con alivio y se dejó engullir, la Silla Alada cayó al suelo y la ola se estrelló contra las paredes, imparable. Las esferas de metal volaron hacia arriba y Driadan aguantó la respiración. Entre la tempestad oceánica, escuchó el relincho del corcel alado, y lo vio. Antes de que el mar le llevara, lo vio, real, de carne, hueso y piel, sin esmalte ni barro cocido. Un precioso pegaso blanco, inmaculado, que agitaba las plumas y emprendía el vuelo hacia un firmamento sin estrellas, mirándole una sola vez con su mirada carmesí.

- Nirala

Despertó con la sensación de ahogarse. Tomó aire con un gemido ahogado, resollando. Una mujer le contemplaba a la luz de un cirio torcido. Sus ojos eran verdes y su pelo negro.

- ¿Madre? – murmuró.

Cuando consiguió enfocar la vista, la mujer sonreía con tristeza. No era su madre. Sus rasgos eran menos suaves, su boca, voluptuosa, y en su frente y sus ojos, en las escasas canas que salpicaban su áspera cabellera, se veían las marcas del sufrimiento y la tristeza, de la lucha continua.

- Bebe.

La mujer le tendió un cuenco humeante. Driadan cabeceó hacia delante y bebió. Se abrasaba. Le ardían los labios y las venas, tenía la garganta congestionada y le parecía contener un avispero en la cabeza. Se sentía débil y agotado. Bebió a duras penas y volvió a recostarse en el lecho en el que se encontraba.

El brebaje sabía amargo y ácido a la vez, le despertó una náusea en el estómago. La mujer le arropó y dijo algo en el idioma de Thalie. Gesticuló para indicarle que no se destapara, después echó un madero en la chimenea que Driadan no había visto hasta ahora, y salió de la habitación, franqueándole el paso a una figura enorme envuelta en una capa oscura y orlada por una melena cobriza y llameante.

Driadan cerró los párpados. ¿Estaba soñando todavía? Odiaba estar enfermo, y a su pesar, era consciente de que lo estaba. Un latigazo de rabia y humillación le golpeó las entrañas violentamente. Mantuvo los ojos cerrados un rato, mientras se tragaba los restos del sueño y la náusea que le atenazaba la garganta, empujándola al fondo del estómago con tozudez.

Escuchó el sonido de una silla arrastrada, y después, a su lado, el crujido de la madera al sentarse y la respiración tranquila del Rojo. El olor a sal marina le cosquilleó en la nariz y relajó las contracciones de su estómago misteriosamente.

- Enfermo otra vez – susurró a duras penas, sin despegar las pestañas.

La voz de Ioren le llegó suave, calmada, como la marea sosegada en una mañana de sol.

- Ya está pasando. En un par de días estarás sano.

Driadan sonrió a medias amargamente. Ioren había escogido bien las palabras. Estar sano no era lo mismo que estar bien, y dudaba que él fuera a estar bien nunca más. Se encogió entre las mantas y tragó saliva. La garganta le escocía, sentía la fiebre mordisqueándole los poros de la piel, en su propio aliento candente, en la sed que le atenazaba el paladar.

- ¿Qué haces aquí?

- Kraakha me dijo que me llamabas en sueños. Dijo que me quedara junto a ti.

Driadan abrió los ojos al fin. Le costaba distinguirle, por mucho que se esforzó en delimitar sus contornos. El resplandor de los ojos azules estaba ahí, cercano, porque Ioren le estaba mirando. Sus rasgos se desdibujaban, las ondas de la cabellera cobriza estaban difuminadas, así como los contraluces de su semblante cincelado. Resiguió con la mirada la línea entre sus labios, la curva de la boca varonil, los pómulos y la fuerte mandíbula, las cejas rojizas y el ceño fruncido. Debajo, la oscuridad y el brillo de la mirada de acero batido, caliente, con la llama del fuego en el interior de las pupilas.

- Soñaba que te perseguía para matarte… y tú huías como el perro que eres – dijo en voz baja, lamentándose por el tono quebradizo y débil con el que se escuchaba. – Por eso te llamaba. Puedes irte si quieres. No te voy a matar aún.

Ioren no respondió. En su lugar, le acercó una jarra de barro y se la llevó a los labios. Driadan bebió. El agua fresca era como una bendición. Intentó no atragantarse, pero le costaba tragar. Parte del líquido se derramó por sus comisuras y empapó el almohadón.

Driadan tosió un poco y luego volvió a mirarle, con la renovada quemazón del orgullo herido en sus pupilas.

- ¿Ahora vas a hacerme de niñera? – su voz aún era débil, susurrante, pero ahora se pintaba de desdén. - ¿Qué pasa, te sientes culpable?

- Ella dijo que me quedara contigo.

La réplica de Ioren fue sencilla y pausada. Apartó la jarra, la dejó en la mesita y se recostó en su asiento. La gran capa de piel colgaba hasta el suelo. El Rojo siempre parecía un soberano, sobre todo con aquellas vestiduras peludas y salvajes. Le hacían aún más grande y corpulento.

- ¿Quién es esa mujer?

- Es Kraakha, la lectora de runas. Estamos en su casa.

Driadan esbozó una sonrisa maliciosa y febril.

- La mujer que te dijo que yo estaba destinado a matarte.

- Que yo estaba destinado a morir por tu mano – corrigió Ioren, inmutable.

Aquella mujer. Lectora de runas. ¿Sería una bruja? Por un momento se le crisparon los dedos al pensar en la posibilidad de que le estuviera envenenando en vez de sanarle, pero después se relajó. Bueno, no estaba tan mal. Al menos dejaría de escuchar los susurros lascivos en sueños, de sentir el contacto de las manos pérfidas sobre su piel cada vez que alguien le rozaba accidentalmente, de percibir en su propio olor el aroma de los cuerpos sudorosos, el sabor de otros en la lengua…

- ¿Qué te pasa?

Driadan había vuelto los ojos hacia atrás. Dioses, iba a vomitar. Empuñó su orgullo de nuevo y cambió el vómito por las lágrimas. Cuando la mano ruda del hombre del mar se acercó a él la golpeó con sus mermadas fuerzas y se encogió al otro extremo de la cama, temblando y respirando entre los dientes apretados con resuellos furiosos.

- No me toques – escupió a la mancha borrosa en la que Ioren se había convertido, vertiendo sobre él todo su veneno. – No me toques, vete. Márchate. Destruyes todo lo que tocas. Déjame en paz. Eres incapaz de cuidar de nada, incapaz de cuidar de nadie. Todo lo que me ha pasado es culpa tuya. Me has maldecido. Me has desgraciado. Todo es culpa tuya. Todo es culpa tuya.

Los dedos del Rojo se habían detenido a medio camino. Su cuerpo se tensó, inmóvil, como si le hubieran golpeado. Durante unos segundos, el silencio sólo se rompió con el aliento precipitado de Driadan, con su respirar ahogado. Después, el hombre del mar se levantó, casi volcando la silla hacia atrás. Le miró de soslayo con las llamas de acero hervido titilando en sus ojos y salió de la habitación como un vendaval, cerrando a su espalda con un portazo que quedó resonando en los oídos de Driadan.

El rey que se desangraba. El caballo prisionero, y los golpes en la puerta, retumbando.

Cuando Ioren se hubo marchado, la soledad de aquella habitación se precipitó sobre el príncipe como un sudario final, envolviéndole mientras se encogía aún más, reprimiendo los sollozos. Y lo escuchaba. En el fondo de su corazón, la voz del hombre del trono, su propia voz, llamándole. Llamándole. Invocando a la única fuerza en este mundo que podía salvarle de sí mismo a pesar del odio. A pesar de todo.

Entreabrió los labios y trató de pronunciar su nombre. Sólo fue capaz de exhalar un gemido ahogado y un sollozo.

. . .

©Hendelie

lunes, 26 de diciembre de 2011

Somos entusiastas

... y por eso os felicitamos dos veces: ¡FELIZ NAVIDAD!. Aquí os dejamos un Caincito vestido para triunfar. ¡Clicad para ver en grande, porfaplis!

sábado, 24 de diciembre de 2011

Feliz Navidad

De parte del equipo de Third Kind (Hendelie y Neith) os deseamos a todos unas felices fiestas y próspero año 2012. Que vuestros deseos se cumplan ^__^

No podemos mandaros tarjetitas postales, pero sí que os dejamos un fotomontaje de Cain y Gabriel.

¡Besos!




lunes, 19 de diciembre de 2011

Flores de Asfalto: El Despertar - XV

Tentación


11 de Febrero – Gabriel

Siempre transitaba por los mismos caminos. Las mismas calles, las mismas rutas. Gabriel, hombre de costumbres, de disciplina, controlado hasta la obsesión, había contado los pasos que iban del metro hasta la puerta de su casa, de la salida del metro hasta la universidad y del portal al supermercado. Pero en el barrio viejo dejaba de lado todo eso y se limitaba a deambular, a caminar sin rumbo fijo y a disfrutar de un pequeño segmento de caótica belleza en su vida ordenada, medida y pesada al milímetro.

Aquella tarde, los adoquines estaban mojados. Había llovido por la mañana. Las hojas secas cubrían el suelo con un manto castaño y crujiente, los colores apagados del invierno contrastaban con el rojo rabioso de las rosas invernales que alguien se había arriesgado a plantar en un balcón de verja.

–Es un buen sitio –decía Cain, caminando a su lado. El chico llevaba el pelo peinado hacia un lado y uno de esos pañuelos blancos y negros que utilizaban los chavales para protegerse del frío. –No es exactamente un refugio, es una especie de guardería para animales. La gente va allí a dejar a los perros y a los gatos cuando tienen que salir fuera. Aunque hay algunos que si están abandonados.

–¿Y qué haces tú exactamente?

Cain esbozó una sonrisa traviesa. Le brillaban los ojos.

–Les doy de comer, les paseo, juego con ellos… si hay que darles medicinas, lo hago –se encogió de hombros–. Es entretenido.

–No sabía que te gustaban los animales.

Tomaron una calle retorcida en la que los muros de las casas se inclinaban unos hacia otros, como si quisieran tocarse. El barrio viejo estaba lleno de cuestas empinadas y muchas veces terminaba siendo muy cansado andar por él. Las ventanas con celosía reflejaban el color anaranjado de la puesta de sol.

–La verdad es que yo tampoco.

Cain se encogió de hombros y Gabriel sonrió de lado. Caminaban el uno junto al otro, el profesor con el abrigo largo de paño, el chico con una cazadora de cuero negro y las manos en los bolsillos. Al llegar a un quiosco de metal forjado, separaron los pasos para sortearlo cada uno en una dirección.

Mientras caminaba, el profesor atisbaba a través de los barrotes retorcidos y de los ornamentos vegetales de la pequeña caseta, siguiendo la figura del muchacho al otro lado, el destello ocasional de sus ojos verdes.

Las cosas parecían estar poniéndose en su sitio. Cain había encontrado la estabilidad de nuevo, y esta vez Gabriel había aprendido la lección. Intentaba tratarle con suavidad, no tocar temas delicados ni decir cosas improcedentes. También le prestaba más atención que antes, guiado por un sabio refrán: de perdidos al río. Era obvio, a aquellas alturas, que ya se había involucrado con el muchacho. Era absurdo negarlo. Se comprometió con su seguridad y, en cierto modo, con su felicidad tiempo atrás, y nada crispaba más a Gabriel que faltar a sus propias promesas. De modo que, una vez hubieron vuelto a casa después de esa noche o madrugada que ya parecía casi irreal, Gabriel se había esforzado por instaurar la cotidianeidad a fuerza de testarudez, por conformar un entorno seguro, amable y agradable para ambos. Según sus normas, desde luego. Cain no se había opuesto, si bien tenía un concepto un poco diferente al suyo del orden y a veces ponía problemas con detalles absurdos, como el asunto de los análisis. Una vez llegaron los resultados y lo que parecía imposible se confirmó, sabiendo ambos que estaban sanos, todo aquel confuso episodio y sus aún más confusas consecuencias pasaron al olvido sin más dramatismos. O al menos eso creía Gabriel. Ahora, Cain tenía un trabajo y parecía realmente sereno y algo más sólido. También más apagado, ciertamente, pero era una languidez nostálgica, apaciguada y tranquila, que solo en ocasiones estallaba en forma de rebeldía fuera de lugar.

No era la convivencia mas fácil del mundo. Pero no era aburrida, desde luego, y Gabriel se había acostumbrado rápido al chico, a su presencia, a compartir con él cosas que habitualmente hacía solo y que descubrió que eran más agradables en compañía. Como ver series de televisión compulsivamente durante horas seguidas, o corregir exámenes, o tocar el piano.

Se reunieron de nuevo al otro lado del quiosco. Cain se soplaba el flequillo largo.

–¿Cómo es que no tienes mascotas, profe? Ni un pájaro, ni una de esas tortugas enanas.

–Tuve un jilguero –se defendió Gabriel. Hizo una mueca de disgusto –Se me murió. Antes no tenía demasiado tiempo, así que no podía cuidarlo.

–¿Por qué?

Le miró de reojo. Caín siempre preguntando. Se lo pensó un momento y finalmente respondió.

–No siempre he sido profesor. Estudié historia, pero después me hice vigilante de seguridad en un complejo del barrio del norte.

Cain arqueó las cejas. Gabriel sabía que iba a insistir más… y sin embargo, el chico parecía dudar. Se rió entre dientes y le animó con un cabeceo.

- Venga, suéltalo.

Cain puso cara de desdén.

–¿Qué? No te creas tan interesante. Ya he atado mis cabos.

–¿Ah, sí?

–Claro. El saco de boxeo en tu cuarto y los musculitos que tienes son por eso – declaró Cain, orgullosamente –Y no tenías tiempo porque te pasabas todo el día en el sitio ese donde trabajabas.

–Es un resumen adecuado –admitió Gabriel.

–¿Ves? No eres tan misterioso.

Cain le sonrió con gesto divertido. Al caminar, rozó una farola negra y desconchada con los dedos y se quedó pensativo un rato. Sus pisadas conjuntas hacían crujir las hojas secas. “No eres tan misterioso”. No, claro. Pero Cain… había algo triste en su semblante incluso cuando sonreía, una especie de amargura oculta, subyacente, que antes no había existido y que traía el aroma acre de la desilusión. Le hacía más adulto, también más vulnerable. Y era él quien parecía envuelto en un halo de misterio que antes no existía o que Gabriel no había sido capaz de ver, como uno de esos seres mágicos o algún arcano insondable. El profesor se dio cuenta de que se le había quedado mirando y forzó a sus ojos a dirigirse hacia el frente.

–¿Entonces, vas a trabajar en ese sitio de los perros? ¿No hay nada más que quieras hacer? –preguntó, con la necesidad de decir algo.

Cain se encogió de hombros.

–¿A qué te refieres? ¿Algo como qué?

–No sé. ¿No te interesa estudiar?

El chico arrugó la nariz, luego negó con la cabeza.

–Así en plan hacer una carrera y eso, no. No es que estudiar no me guste. Estudiar me gusta. Pero no me mola que me obliguen a las cosas, y en las carreras académicas hay mucha obligación.

–Entiendo.

–Prefiero colarme en las clases cuando me apetece.

Sonrió a medias. Gabriel hizo un gesto de aceptación. El joven también se había negado a renunciar a esa costumbre de visitarle en su lugar de trabajo, y el profesor se lo encontraba a veces sentado en las gradas del aula mientras hablaba sobre los corintios, acerca de la Guerra Mundial o del descubrimiento de América. No siempre iba solo, de vez en cuando le acompañaba Ruth o aquel otro amigo suyo de aspecto extravagante.

–Si es lo que quieres ser…

–¿Cuidador de perros? –Cain se rió con una carcajada honesta. Luego sacudió la cabeza y le brillaron los ojos –Que ese vaya a ser mi trabajo no significa que eso me defina.

–¿Cómo te defines tú, entonces?

–¿Y tu?

Gabriel levantó la ceja, mirándole de soslayo.

–No se responde a una pregunta con otra pregunta.

–Evadir las respuestas tampoco es una actitud de muy buen gusto.

Gabriel se rió por lo bajo, sacudiéndose una mota invisible del hombro. La brisa le agitaba los cabellos y refrescaba su semblante. Su mirada se perdía de cuando en cuando en los capiteles de las casas, entre los balcones, en los ornamentos de los dinteles.

–Puede ser, pero yo pregunté antes.

–Llevas mucha ventaja en el papel de interrogador –protestó Cain– así que considero justo que me respondas primero.

–¿Qué va a ser justo?

–Oh, venga.

Gabriel se volvió a reír por lo bajo pero cedió finalmente.

–No lo sé, la verdad. Me cuesta definirme a mí mismo –reflexionó. Nunca había pensado sobre ello –. Supongo que, en mi caso, sí que soy un profe.

Se había llamado a sí mismo con el apelativo que Cain usaba para referirse a él. Esto parecía hacer gracia al muchacho, que volvió a mostrar su sonrisa de adolescente pícaro. El profe. Bueno, no tenía mala sonoridad. Bien pensado no era desagradable.

–La verdad es que se te da bien.

–Gracias –le miró de soslayo y se acercó un poco a él, regresando a la acera. Llevaba un buen rato caminando por la calzada –¿Qué hay de ti?

–Um… –Cain se lo pensó unos segundos– poeta.

–¿Poeta?

–Sí. ¿Te extrañas?

–Sinceramente, sí. No lo esperaba.

Llegaron a un parquecillo pentagonal que se abría entre los muros de dos casas que se tocaban en las esquinas, formando el vértice de un ángulo recto. Los setos estaban cuidadosamente cortados y había dos cerezos solitarios llorando sus hojas muertas sobre un jirón de césped ralo. Cain se acercó con decisión y se sentó sobre un banco de piedra erosionada, subiendo los pies arriba y cruzándolos en una postura oriental y desenfadada.

–Bueno, pues me gusta la poesía. En realidad está por todas partes, ¿sabes? Si uno sabe mirar, me refiero.

Gabriel le había seguido. Se sentó a su lado, apartando el bajo del abrigo un poco y con las piernas ligeramente separadas.

–Quieres decir que aunque el mundo en que vivimos nos de constantemente motivos para odiarlo, siempre queda belleza, ¿es eso?

–Exactamente –asintió Cain, girándose sobre el banco para mirarle directamente – Justo eso. Hasta en la fealdad.

Gabriel se ladeó hacia él, arqueando una ceja.

–¿Lo que acabas de decir no es un poco paradójico?

–Completamente.

Los ojos verdes de Cain centellearon con aire de desafío.

–Bueno, eres capaz de ver dragones en una puesta de sol sobre la ciudad –admitió Gabriel – Desde mi punto de vista, eso te convierte en poeta. O en algo muy parecido.

El chico sonrió a medias. Luego se quedaron en silencio un rato, contemplando los cerezos. El profesor se quedó abstraído, con la mirada perdida en las ramas que se desnudaban lentamente.

Parecía haber pasado una eternidad desde que Gabriel se sentó en el salón de su casa con el chico y le prometió que le ayudaría y que todo saldría bien si cambiaba de vida. No podía decir que las cosas hubieran transcurrido según sus planes, pero ahora todo se encauzaba. Eso parecía. Rezaba por que así fuera. Cain se había suavizado. Todo en él parecía más pulido, menos artificioso y agresivo, desde su apariencia hasta su manera de hablar, como si hubiera encontrado el punto en el que podía abandonar el disfraz y ser él mismo… o empezar a buscarse. “Sí, es eso”, comprendió el profesor. “Empezar a buscarse”.

¿Y él?

No, él no. Él era Gabriel, maduro, sereno, siempre con el control. No tenía nada que buscar.

–¿Sabes? Una de las casas en las que estuve era un pisucho de mala muerte en los suburbios del este – comenzó a decir Cain. Gabriel salió de su ensimismamiento y le prestó atención –. Era un edificio gris, de tres plantas. Estaba al lado de otros edificios iguales.

Cain se tocó los labios con los dedos, con un gesto evocador. Gabriel mantuvo la mirada en sus ojos.

»La gente que se suponía que debía cuidar de mi me utilizaba para sacar dinero. El sitio donde debería haberme sentido seguro era… bueno, me daba miedo. Todo estaba sucio, roto. Descuidado. El papel se caía de la pared. Nadie limpiaba, y había cercos de color óxido en los muebles, en el suelo.

               El chico hizo una pausa. Gabriel se había quedado muy callado, mirándole. Los ojos de Cain estaban perdidos en el corredor de enfrente, uno de aquellos túneles iluminados por faroles interiores y con inscripciones rojas en las paredes de piedra.

»Enfrente, en la calle, el pavimento estaba lleno de grietas, de baches. En algunas partes se podía ver la arena de debajo. Para los pocos coches que pasaban por allí era un coñazo, claro. Y en una de las grietas, ahí en medio del asfalto roto, habían crecido flores. Cinco flores pequeñas, de tallo fino y con unos pétalos blancos, así como desiguales.

          Gabriel frunció un poco el ceño esperando a que prosiguiera. Cain lo hizo, con el mismo tono íntimo y pausado.

»Durante el tiempo que estuve allí, de vez en cuando me asomaba a ver si seguían ahí. Les pasaban por encima los neumáticos, las pisoteaban los chaperos, los traficantes, los pandilleros… pero cuando me marché, aún quedaban cuatro. No está mal, ¿no?

          El profesor sonrió a medias. Otra vez tenía ganas de abrazarle y la sensación de que algo se fundía despacio dentro de él.

–No. Nada mal para una flor, desde luego.

–Tu música también forma parte de eso. De las cosas puras que quedan aquí, en este lugar.

Era otra de las virtudes de Cain: dejarle fuera de juego con las cosas que decía a veces. Cosas como esa, que le provocaban una descarga eléctrica en el pecho, aunque su semblante no trasluciera nada. Tu música es una de las cosas puras que aún quedan. Una frase sencilla pero llena de significado, que le conmovía y que él pronunciaba con la naturalidad de quien está dando las malditas previsiones meteorológicas.

–Supongo –apartó la mirada.

Cain se acercó más.

–¿Por qué no eres músico? Se te da muy bien.

–No. Es decir, no soy intérprete. Sé tocar música de otros, pero no tengo esa generosidad de los músicos de verdad, que tocan para otros. Yo lo hago para mí.

“Y para ti”, pensó. Pero no dijo nada. Aquello podía sonar bastante estúpido, aunque era la verdad. Desde que Cain estaba en su casa, su música había cobrado alas nuevas, tenía un impulso renovado, diferente, intenso. Su extraña sinfonía, esa obsesión que a veces no le dejaba dormir, estaba avanzando.

–¿Y cómo empezaste? Háblame de eso –dijo Cain, inclinándose hacia delante. Con interés. –De la música que estás escribiendo. Es preciosa. Me da hasta pudor hablar de ella porque, tío, en serio que es algo sagrado.

“Oh, venga ya”. Gabriel tragó saliva, frunciendo el ceño para disimular. Fingiendo indiferencia. ¿Cómo podía hablar así? Le estaba emocionando.

–No lo sé, la verdad. Es que…

–¿Como no lo vas a saber? –Cain se sopló el flequillo con expresión indignada –. Si no me lo quieres contar no…

–No es eso. Si me dejas terminar, a lo mejor…

Cain arqueó las cejas. Gabriel frunció el ceño. El chico asintió, componiendo una expresión traviesa y el profesor suspiró con resignación.

–Vale –prosiguió Gabriel– No sé como empecé, porque no hubo un momento preciso. Me compré un piano porque el silencio a veces me ponía nervioso, y además, quería aprender una nueva disciplina. Empecé a tocar y a aprender. Simplemente.

–¿Tú solo?

–Sí. Con manuales y esas cosas.

Cain asintió. No parecía, sin embargo, que la curiosidad del chaval se hubiera saciado. Gabriel se rascó la ceja mientras esperaba la siguiente pregunta. De vez en cuando, alguien pasaba por la calle que habían dejado a su espalda y el profesor dirigió la vista hacia la acera de adoquines distraídamente. Un hombre muy alto, con un abrigo largo de color oscuro y un bastón de empuñadura de plata en la mano pasó delante de su línea de visión, lanzándole una mirada fugaz pero muy intensa. Tenía los ojos azules y el cabello largo, ondulado, de tono castaño. Su aspecto elegante y anacrónico le inquietó, dejándole un regusto de reconocimiento y deja vu. Había visto antes a aquel hombre, pero ¿dónde?.

–¿Y qué es eso en lo que trabajas? La composición. Lo que tocas cuando… ¿Es…algo en concreto?

El profesor volvió a dedicarle toda su atención. El recuerdo del hombre del bastón y el abrigo largo se desvaneció lentamente hasta desaparecer por completo.

–Sí claro. Aunque aún no sé lo que es. Es como cuando quieres decir algo pero no puedes comprenderlo del todo hasta que no lo dices y has terminado del todo la frase.

Cain asintió con vehemencia, a pesar de que el profesor tenia la sensación de haberse explicado bastante mal. Pero el chico lo entendía.

–Si, que en tu cabeza lo entiendes de una forma instintiva, y también en tu corazón, pero eso, toma su significado completo cuando lo sueltas.

Gabriel asintió con la cabeza.

–Eso mismo.

Cain sonrió con suficiencia, satisfecho. Quizá consciente de que le había impresionado.

Maldito fuera. Un pensamiento escurridizo como una serpiente le asaltó desde las habitaciones oscuras de sí mismo, desde los sótanos donde había encerrado a sus demonios particulares. Era un pensamiento del todo impropio. Incorrecto. Censurable. Totalmente inaceptable. Y sin embargo, se recreó en él durante unos segundos, pensando en la posibilidad de hacerlo realidad.

En su imaginación era sencillo: agarrarle del cabello y hundir la lengua en su boca, desnudarle allí mismo y hacerle todas esas cosas bajo los cerezos hasta haber extraído la última gota de su esencia, hasta haber conocido cada mínimo rincón de su ser y haberle hecho completa y absolutamente suyo.

Dios, lo deseaba de verdad.

Sabía que se había engañado. Sabía que recordaba a la perfección, con detalle, todo lo que había ocurrido en el cuarto de baño aquel día, o noche, o lo que fuera. Simplemente, se lo negaba. Pero a veces, solo a veces, se daba el pequeño placer de traerlo de vuelta durante un rato. Caía en la tentación, después se hacía unos cuantos reproches, volvía a apartarla de sí y listo.

“Solo tengo que levantar la mano y deslizar los dedos por su mejilla”, pensó. “No me rechazará”

Cain le estaba mirando de un modo extraño, fijamente. Gabriel sabía que él también lo hacía, los dos a la expectativa, sujetándose del hilo invisible que unía las pupilas de ambos. Solo levantar la mano. Alzó los dedos sobre su propio abrigo, recorriendo la tela áspera con su tacto. Entonces se encendió la primera farola, Cain apartó los ojos y el hechizo extraño se disipó.

–Es tarde –dijo Gabriel, precipitadamente –deberíamos volver.

Se incorporó sin esperar respuesta. Desandaron el camino en un ambiente algo más distante, conversando de vez en cuando sobre cosas poco trascendentales, sin volver a cruzar las miradas. Los caminos de vuelta siempre parecen más cortos que el camino de ida, y antes de haberse dado cuenta, habían llegado al metro. El traqueteo de los vagones semivacíos y la oscuridad de los túneles les devolvieron poco a poco a la realidad urbana, que siempre parecía disiparse un tanto en el barrio viejo. El profesor se sentía algo incómodo, pero Cain no parecía darse cuenta, y si se daba cuenta, no le importaba lo más mínimo.

–¿Tienes planes hoy? –preguntó el chico entonces.

Gabriel negó con la cabeza, con la espalda apoyada en las puertas automáticas.

–Nada especial. Preparar clases.

Cain asintió y volvió la vista hacia las ventanillas negras.

–Vale. Te haré compañía.

–¿No vas a salir?

–No – Cain alzó la mirada – a menos que quieras venir, claro.

Gabriel arqueó las cejas, sin disimular su sorpresa. ¿Acompañarle? Venga ya, hombre. Bueno, no es que le asqueara la idea, pero Cain nunca antes había mostrado el menor interés en que Gabriel le acompañase a nada, menos aún a sus salidas nocturnas.

–No me gustan los sitios a los que vas –respondió secamente. Luego se arrepintió y moderó el tono, tomando aire –Quiero decir que no es mi estilo, realmente.

Cain no parecía haberse ofendido. Levantó la comisura del labio en una sonrisa torcida y extraña, con un brillo rebelde en la mirada verde y cristalina.

–No son tan terribles, pero no importa. Me quedaré en casa para que no estés solo.

–Tampoco tienes por qué hacer eso. – Cain ahora sí entrecerró los ojos, molesto. Gabriel esta vez reaccionó más rápido y comenzó a explicarse algo atropelladamente. –No te estoy echando. No quiero decir que me…estorbes ni nada así. Estaría bien que te quedaras, en realidad. Sólo digo que hagas lo que quieras. Que no lo hagas por mí, vaya. Ya me entiendes.

Cain estrechó aun más los párpados, pero después descompuso la mueca de dignidad ofendida y sonrió de nuevo con aspecto de diablo joven y travieso. Gabriel suspiró. Las puertas eléctricas se abrieron al llegar a su parada y el muchacho salió primero, caminando con pasos seguros y arrogantes. El profesor le siguió, aliviado. Demonios. A veces era muy difícil relacionarse con la gente.


. . .


11 de Febrero – Cain

Seguridad. Eso es lo que significaba su casa, o lo que ahora llamaba hogar. Abrir la puerta, dejar las llaves en la mesita del recibidor y dejarse caer sobre el sofá blanco que tantas veces le había abrazado ya se había convertido en una costumbre cotidiana y cálida. Sencilla, sí, pero placentera. Cain nunca había tenido un hogar en el que se sintiera por completo seguro. De hecho, nunca se había sentido seguro en ninguna parte ni con nadie, salvo, tal vez, con Lea, aquella anciana que hace tantos años le había cuidado. Por eso le había costado un mes entero aprender a reconocer la sensación.

Seguridad.

El sonido de las botas de Gabriel, de la puerta de su habitación abrirse. Las perchas del armario chocando entre sí cuando colgaba el abrigo. Su presencia allí, al fondo. Cain se quitó la chaqueta y la arrojó descuidadamente en una silla, sabiendo que el profesor la miraría fijamente y se resignaría a su desorden. Eso le provocaba un placer perverso.

Se sacó las botas con los talones y las dejó caer sobre el parquet. Luego suspiró y se retorció sobre los cojines del sofá, abrazando la manta y oliéndola con disimulo. Madera y sándalo.

Los últimos días no habían sido fáciles para Cain. Tras darse cuenta con angustia de que no valía nada, había comenzado una sesión intensiva de recuperación de su amor propio, en primer lugar, haciendo terapia de saneamiento con sus amigos, incluida Berenice, que le perdonó a regañadientes cuando se presentó en su casa con un ramo de flores arrancadas y una bandeja de dulces. La terapia transcurrió en la misma cafetería en la que se había reencontrado con Ruth semanas antes, la cual, por un acuerdo tácito, había pasado a convertirse en lugar habitual de reunión. Era un Starbucks cualquiera del centro, sin nada especial. Allí, en torno a una mesa, sus tres amigos habían escuchado en sepulcral silencio y bajo juramento de secreto absoluto el relato de Cain. Éste, omitiendo las partes más aberrantes y vergonzosas de su experiencia, les había contado cómo había tenido ciertos problemas con la droga que le habían llevado finalmente a depender de un tipo a quien debía dinero, y cómo el profesor había acabado con aquel problema de un golpe, nunca mejor dicho. No dijo nada sobre el sexo ni la prostitución, claro. Tampoco sobre la muerte de Lieren. Por el contrario, explicó una versión suavizada de la situación que ellos pudieran digerir, de modo que sus amigos no reaccionaron con la incredulidad que él esperaba.

Se enfurecieron, le abrazaron, le demostraron su apoyo y maldijeron a ese tipo quien quiera que fuese. Se preocuparon por él y después cada cual enfrentó la situación como mejor se le daba: Ruth con calma y apoyo discreto, Samuel filosofó apaciblemente y soltó algunos comentarios sarcásticos y Berenice le organizó la vida en diez minutos. Tenía que reconocer que hablar con ellos le hizo sentirse mucho mejor. No sólo por la agradable y cálida sensación de que uno no está solo, también porque eran personas despiertas que no se limitaban al consuelo vacío, sino que estimulaban a la superación.

Fue Berenice quien le echó una mano en las cosas más prácticas. Eso se le daba bien. Le ayudó a buscar trabajo con algo tan sencillo como un periódico prestado y un teléfono móvil, y al final de la tarde, encontró el empleo en el refugio de animales. Samuel y Ruth, por su parte, contribuyeron de una manera impagable en el complicado proceso de reconstruir su autoestima. O al menos, apuntalarla lo suficiente como para darse cuenta de cómo su propia negatividad le había afectado. Conversaron largo y tendido sobre las cosas que Cain había hecho –al menos sobre las confesas– y encontraron motivo y solución prácticamente para todo. Para la soledad, para la frustración, para la amargura.

Sin embargo, sólo con Ruth tuvo el valor de ser plenamente honesto en cuanto a Gabriel.

–No sé si sería capaz de enfrentarme a estas cosas sólo por mi –le había dicho al final de aquella peculiar terapia, mientras recorrían juntos parte del camino a casa – Creo que si no fuera por el profe, no tendría ningún motivo para querer ser mejor. Para pensar que puedo serlo.

Ruth había asentido. Ella comprendía esa clase de cosas.

–Ten cuidado, David. Puedes hacerte daño con ese hombre.

Cain había estado a punto de sonreír ante esa declaración tan ingenua. Hacerse daño con ese hombre. Si Ruth supiera cuántos le habían hecho daño de verdad… sin embargo entendía de lo que estaba hablando ella, del tipo de herida que podía abrirse en su corazón ante cosas tan cotidianas y al mismo tiempo siempre tan dolorosas como el rechazo y el desamor.

–Supongo.

–Te lo digo en serio. Es demasiado mayor para ti…

–Unos diez años, no es tanto.

– …y no tenéis nada en común. Y tiene novia.

Él sabía que Ruth tenía razón. Le había costado aceptarlo. Había intentado con toda su alma aceptarlo. Y luego, a una velocidad de vértigo, pasó por todas las fases del desengaño amoroso: la tristeza, la nostalgia, el afán de olvido y la resignación al darte cuenta de que nunca podrás olvidar. No había tenido valor para decirle a Gabriel que abandonara a su novia y se quedara con él, porque en el fondo de su ser, sabía que todavía no era digno. Que no estaba a la altura.

Pero lo cierto es que no tenía un motivo mejor por el que vivir y prosperar que ése. El de crecer como persona para tener algún día el derecho de decirle algo así al profesor y saber que, si le rechazaba, sería él , Gabriel, quien se estaría perdiendo algo grande y maravilloso.

Miró el reflejo del profe a través del televisor apagado. Había vuelto con su portafolios profesional y adulto y lo había abierto en la mesa, sacando unos cuantos papeles y el bolígrafo de tinta suave que siempre, siempre, siempre utilizaba para las cosas del trabajo. “Qué previsible es”, pensó. “Un hombre de costumbres. Es como un león que se empeña en encerrarse a sí mismo y comportarse como un animal doméstico. O como una persona”

Sonrió ante ese pensamiento y buscó el mando a distancia. Encendió el televisor y se enderezó entre los cojines, sin molestarse en colocarse la camiseta, que se le había subido y estaba arrugada en la espalda. La pantalla se iluminó y trajo las imágenes, engullendo el reflejo de Gabriel.

–¿Te molesta la tele, profe? –dijo en voz alta.

–No. Sin problema.

Lástima. Miró de reojo el canal y observó el aspecto del locutor de las noticias. Le conocía de vista. Habían coincidido en un par de fiestas de mala fama y le había pillado un par de veces en el servicio de un local de lujo esnifando cocaína. Cain no iba a locales de lujo, pero Lieren le había llevado en aquella ocasión.

–Mira, el presentador este se ha puesto peluquín –comentó, sin esperar respuesta.

Cuando Gabriel trabajaba no hablaba mucho, pero a Cain le gustaba hacerlo igualmente, aunque la respuesta fuera el silencio o algún asentimiento distraído, o frases cortas y poco reveladoras.

Cambió de canal un par de veces, buscando algo que retuviera su atención. Cuando iba por la mitad de la parrilla, una melodía conocida le hizo detenerse y se incorporó sobre las rodillas, presa de esa emoción tonta que sobrecoge al ser humano cuando, sin esperarlo, una de nuestras canciones favoritas nos sorprende en la radio, en la televisión o en un coche que pasa a nuestro lado con la ventanilla bajada.

–Dios, ¡Hacía MIL AÑOS que no la escuchaba! –exclamó el chico, balanceándose al ritmo de los sintetizadores.

En la pantalla, sobre un escenario iluminado con luces azules y extrañamente oscuras, un hombre maduro con el cabello peinado con gomina y vestido de negro seducía al mundo con una voz suave y varonil.


Gonna take my time

I have all the time in the world

To make you mine

It is written in the stars above



Tenía trece años cuando escuchó por primera vez aquella canción, y no estaba muy seguro de por qué le había gustado tanto. Quizá porque fantaseaba pensando que aquel hombre le cantaba a él, que le decía esas cosas tan irresistibles. Tal vez porque envidiaba la seguridad del protagonista de la canción. O por la sensualidad. O porque la música parecía envolverle y acunarle en un abrazo lascivo pero dulce, vampírico.

Sumó su voz a la del artista, sin alzarla demasiado, casi con intimidad.

- The gods decree you’ll be right there by my side… right next to me… you can run, but you cannot hide…

Entrecerró los ojos y se balanceó sobre las rodillas, levantando los brazos y apoyándolos sobre su cabeza, uniendo las manos en su nuca. Cuando tenía trece años nunca se había imaginado que alguna vez querría recitarle aquella letra a alguien, pero de repente, en un alarde de ingenuidad recién recuperada, comenzó a pensar que era el destino el que estaba tocando la maldita canción en aquel preciso instante.


Don't say you want me

Don't say you need me

Don't say you love me

It's understood

Don't say you're happy

Out there without me

I know you can't be

'Cause it's no good


Porque él lo sabía. Sabía que estaban hechos el uno para el otro. Lo tenía tan claro como que hay noche y hay día.

Se volvió a medias, con disimulo, como si formara parte de ese baile comedido que ejecutaba desde el sofá cual serpiente hipnotizada. Miró a Gabriel de reojo y se encontró con su mirada, magnética y candente, fija en él con una mezcla de sorpresa y contención. El descubrimiento le provocó una oleada de calor por dentro. No había nada que hacer. ¿Cómo demonios le iba a olvidar, teniéndole en casa cada día? ¿Por qué iba a ser tan estúpido como para renunciar, si podía ver, ¡podía verlo!, el deseo quemándose a fuego lento al fondo de esos ojos azules en aquel preciso instante?

I'll be fine

I'll be waiting patiently

Till you see the signs

And come running to my open arms

When will you realize…


– …or do we have to wait 'till our worlds collide… –volvió a canturrear, arañándose la nuca con los dedos al deslizar los brazos hacia sus propios hombros, aún ladeado, con la mirada fija en el hombre sentado a la mesa. – Open up your eyes… you can't turn back the tide…

La expresión de Gabriel era agresiva y ceñuda. Había tensado la mandíbula y su postura corporal, antes relajada, se había crispado visiblemente. Tenía los dedos blancos allí donde sostenía el bolígrafo y las sombras del cabello le oscurecían el semblante. Su mirada fija era como la de un depredador de la selva, pero a Cain no le asustaba. Le halagaba y le hacía sentirse deseado, y desearle más. ¿Cómo podía seguir ahí quieto, sentado con los apuntes, sabiendo como él sabía ahora, porque ahora no tenía duda alguna, que se moría por levantarse y arrojarse sobre él?


Don't say you want me

Don't say you need me

Don't say you love me

It's understood


Cain volvió a enredar los dedos en sus propios cabellos y giró por completo sobre el sofá, observándole desde el respaldo. Le estaba seduciendo descaradamente. Pero no era culpa suya.

Era culpa de Gabriel, por gilipollas.

Si al darse la vuelta por primera vez no le hubiera pillado mirándole como si quisiera comérselo, entonces él no estaría haciendo nada de esto ahora. No estaría zorreando. Aunque a lo mejor Gabriel prefería que se hiciera el inocente y el tímido, pero si hacía eso, entonces podrían pasar treinta años antes de que dejara de engañarse y volviera a tocarle.

Don't say you're happy

Out there without me

I know you can't be

'Cause it's no good


Si tenía que zorrear y provocarle hasta hacerle perder los estribos, bien. No le importaba. Le estaba desafiando, sí, y los motivos se confundían en su interior, pero cuando Gabriel retiró la silla con un ademán brusco y seco, supo que de alguna manera había conseguido lo que buscaba. El profesor se levantó y caminó hacia él a zancadas.

Cain sintió un hormigueo en el estómago. 


Gonna take my time

I have all the time in the world

To make you mine

It is written in the stars above…


Cuando llegó hasta él, alargó la mano hacia su rostro con decisión. Cain cerró los ojos, a punto de suspirar con alivio mientras aguardaba a que sus dedos le rozaran, se cerrasen en su pelo y tirasen de él hacia sí. Y después el calor de sus labios. Y después, lo que hubiera de venir. Pero la calidez de sus dedos no llegó a su rostro. Sintió el tirón de la manta que se había echado por los hombros cuando Gabriel se la arrancó.

Abrió los párpados con sorpresa.


Don't say you want me

Don't say you need me

Don't say you love me

It's understood



De la manta, cayó el mando a distancia al suelo. Gabriel se inclinó para recogerlo. Luego volvió a erguirse y Cain vio con claridad la advertencia en sus ojos. Le tenía al límite. Sabía que le tenía al límite. Un contoneo más, un gesto más, el adecuado, y lo habría conseguido. Con el corazón galopándole en el pecho, extendió los dedos con un gesto lento y se atrevió a rozarle el cabello. Se olvidó de seguir seduciendo como una vulgar meretriz y se olvidó de las provocaciones, de repente raptado por el tacto de su pelo en los dedos y su aroma próximo. ¿Por qué no lo sentía él igual de claro?¿No podía darse cuenta de la poderosa fuerza que les llevaba el uno hacia el otro? ¿No lo veía, o no lo quería ver?


Don't say you're happy

Out there without me

I know you can't be

'Cause it's no good



Movió el pulgar y le rozó la mejilla levemente. Todos sus movimientos eran lentos y cuidados, como quien se acerca a tocar por primera vez a un animal salvaje. Percibía la poderosa fuerza contenida debajo de la apariencia serena de Gabriel, el fuego que ya había conocido en la violencia y en el sexo, y también algo más. Lo comprendió entonces, cuando la yema de su dedo tocó la piel áspera de su mentón.

Gabriel cerró los ojos en ese momento, frunciendo el ceño, como si estuviera quemándose o haciéndose daño. No se apartó. Se quedó inmóvil con los dientes apretados.

Cain olvidó respirar por un momento en ese instante en el que creyó ver un atisbo de fragilidad. Se asustó y se conmovió, pero no parecía capaz de reaccionar. Entendía que para él era terriblemente difícil todo aquello, que no podía, simplemente, dejarse llevar. ¿Pero por qué? ¿Cuántas barreras tenía aquel hombre? ¿Cómo iba a echarlas todas abajo? ¿Cómo podía hacerle comprender? “Estamos destinados”, hubiera querido decirle. “No tienes que tener miedo. Esto está bien.”

De repente, la música dejó de sonar.

Gabriel había pulsado el botón de apagado del mando a distancia. La imagen desapareció en un punto blanco en el centro de una pantalla negra, en la que Cain, al volverse repentinamente, se vio reflejado. Apartó la mano de su rostro como si le sacudiera un calambre.

–Voy a ducharme.

La voz de Gabriel fue apenas un susurro. Dejó caer el mando a distancia sobre el sofá y se marchó, dándole la espalda. Cain suspiró al escuchar cerrarse la puerta del cuarto de baño, y después el cerrojo. Meneó la cabeza y se levantó para encaminarse a la cocina. A preparar la cena y a actuar como si nada.

Eso era lo que le gustaba al profe. Qué remedio.


. . .


11 de Febrero - Gabriel


Era terriblemente fácil. Espantosamente rápido. Pero nunca, nunca era del todo satisfactorio.

Desnudo, bajo el agua helada, se dejó embrujar por las fantasías ya desatadas que el maldito Cain había alimentado. “Lo ha hecho a propósito”, pensó, resollando de furia y excitación mientras se acariciaba con los ojos cerrados y el brazo apoyado en los baldosines húmedos, la frente sobre el puño cerrado “Lo ha hecho a propósito, el muy cabrón. ¿Qué coño ha sido eso? ¿Por qué tiene que hacer esas mierdas?”

Tenía los dedos de la otra mano cerrados alrededor de su sexo, moviéndolos con una fricción enérgica. Mientras le maldecía mentalmente, las imágenes se mezclaban en su mente. Algunas eran recuerdos, los recuerdos de aquel mismo cuarto de baño. Otras eran sueños, ficción, deseos oscuros y terribles… ilusiones en las que Cain se erigía como el absoluto protagonista de sus perversiones más secretas.

–Maldito seas –murmuró, dejando escapar un jadeo y arqueando las caderas. Su virilidad palpitaba, tensa y dura como una barra de acero al rojo. –Maldito seas. Y qué gilipollas soy.

Degustar su sabor otra vez. Hacerle suyo. Empujar en su interior. Podía imaginarle con toda claridad atado a su cama, estremeciéndose, mirándole con aquellos ojos del color de las estrellas verdes. Estrellas verdes. Su voz, gimiendo con abandono. Las cuerdas apretadas hundiéndose en su carne, el grito ahogado cuando le mordiera la piel…

El orgasmo le sobrevino como un relámpago rabioso, liberándole de la tensión y dejando su huella en las baldosas de la pared.

Sí, hacer aquello pensando en Cain era terriblemente fácil y sorprendentemente rápido. Pero nunca, nunca era del todo satisfactorio.

Dejó que el agua se escurriera sobre su cuerpo mientras se calmaba, ya aliviado pero con un nudo de hambre aún sin deshacerse en su interior. Apuntó con el grifo hacia la pared para borrar la prueba de su pecado y apoyó la nuca después en ella, negando con la cabeza y regándose con una ducha helada que, por muy fría que fuera, no iba a poder bajarle la temperatura. Ya lo sabía. Le pasaba con frecuencia últimamente.

Llevaba sin acostarse con Sara desde la noche del 29 de enero. Su cuerpo ya no quería otra cosa, sólo tenía hambre de Cain y de nada más. Y Gabriel, resignado, estaba dispuesto a matarse de hambre si era necesario.

¿A qué había venido eso? Esa estúpida canción. ¿El chico solo estaba jugando o realmente quería… todo eso? Hacerle suyo y esas insinuaciones tan engreídas que… que… qué demonios, eran más propias de él que del chaval de los cojones. Si alguien tenía que hacer suyo a alguien era él a Cain, no al revés. De hecho, lo pensaba a menudo.

De hecho lo acababa de pensar.

Sí. Hacía un par de minutos, mientras se tocaba.

–Vaya mierda –resopló.

Escrito en las estrellas. Algo predestinado, ¿no? Eso es lo que había querido decir. Y que iba a esperar hasta que él se diera cuenta de que no había escapatoria y corriera hacia sus brazos. Pero qué gilipollez, por el amor de Dios. Si el chico le conociera de verdad, sabría que Gabriel no era la clase de persona que corre hacia los brazos de nadie, sino de los que cogen lo que quieren y lo arrastran hacia sí mismos. Y eso es lo que llevaba deseando hacer con Cain desde el fatídico día en el que ocurrió aquello sobre la toalla.

Eso que ya había olvidado. Porque lo había olvidado. ¿No es verdad?

“Claro que lo he olvidado”

Intentó empujar las imágenes al cuarto de atrás de su conciencia, pero una se escapó y volvió a verle en el sofá, canturreando en voz baja y seductora y con los brazos tras la nuca, alzados… con la camiseta arrugada en un costado, por encima de la cintura.

–Maldito sea.

Apretó los dientes y empapó una esponja áspera para frotarse hasta hacerse daño, hasta limpiarse de la huella de sus propias fantasías, hasta hacerlas desaparecer. Hasta arrancarse su hechizo.

. . .

©Hendelie

Flores de Asfalto: El Despertar - XIV

Ariadna


4 de Febrero – Cain


Cuando la puerta automática del hospital se abrió ante él, se sintió como un rockero desafiante entrando a la cárcel tras su primera detención. Hubiera deseado algunos flashes y un público de fans entregados gritando su nombre, pancartas con insultos y un poco más de escándalo. Pero generalmente, cuando un chaval anónimo acude al hospital, lo máximo que puede esperar es la mirada indiferente de celadores y recepcionistas y ser ignorado por el resto de la concurrencia. Cain, en previsión de esto, había vuelto a peinarse con fijador y a maquillarse los ojos, recuperando sus prendas oscuras con hebillas y sus camisetas de red para llamar la atención. Aunque fuera sólo un poquito.

Aquel día se sentía rebelde. Estaba allí casi en contra de su voluntad, y aquel uniforme provocador iba a la perfección con su estado de ánimo. Además, siempre le hacía sentirse más fuerte, más seguro. Por otra parte, que volviera a vestir su antigua indumentaria había parecido irritar en cierto punto a Gabriel, así que el joven se encontraba maliciosamente satisfecho cuando pisó la recepción del centro de salud.

Una anciana le miró, escandalizada. Cain le devolvió una sonrisa burlona.

- Buenos días.

La anciana apartó la vista.

El profesor entró detrás de él con su abrigo largo y el cabello recogido. Se acercaron al mostrador a recoger dos números para las analíticas. Después, Gabriel le puso la mano en el hombro y le empujó con suavidad hacia uno de los pasillos. Cain se zafó de sus dedos con habilidad y le miró de soslayo.

- Puedo andar solo, muy amable – espetó.

- Cain, no seas niño – respondió el profe, sin inmutarse.

“Imbécil, imbécil, imbécil”. Mordió los insultos sin llegar a pronunciarlos y atravesó el pasillo con pasos sonoros y fuertes y las manos en los bolsillos de la cazadora de cuero. Luego subió por las escaleras, camino de la primera planta, manteniendo un silencio hostil y la barbilla bien alta.

La semana estaba resultando un auténtico desastre. Absolutamente.

Por una parte, había conseguido reunir valor para llamar de nuevo a sus amigos. Ruth le había echado una buena bronca, pero había terminado por perdonarle. Samuel era demasiado flemático como para darle importancia a una desaparición de tres días. Berenice, en cambio, se había mostrado tan combativa como era habitual en ella y le mandó a la mierda sin tapujos. Cain sabía que no era rencorosa, pero sus reproches certeros y crudos le habían llegado a herir. “Pasas de todo el mundo, David. Te crees que estás solo en la vida, que cuando tienes problemas la solución es salir corriendo y dejar a todos atrás, sin ninguna explicación. No tienes la menor consideración con los sentimientos de los demás”.

Cain no había sabido cómo defenderse de aquel sermón casi paternal, aunque consideraba que algunas de las cosas que Nice le había echado en cara eran injustas, o al menos, tenían explicación. Pero ella no le dejó hablar y después le colgó el teléfono. Deprimido, Cain intentó no mirar atrás y se centró en buscar trabajo y pasar página de una vez. La búsqueda de empleo fue tan frustrante o más que las conversaciones con sus viejos amigos.

Por si esto fuera poco, el brutal asesinato de Lieren había aparecido en varios periódicos, en uno como parte de un reportaje sobre el crimen organizado, las drogas y la prostitución y en otro en la página de sucesos. En este habían entrevistado al agente al cargo del caso. La policía, dado que la víctima pertenecía a una célula dedicada a la trata de blancas y el tráfico de drogas – cosa de la que Cain no había tenido conocimiento hasta leer esa noticia – consideraba el ajuste de cuentas o el crimen pasional relacionado con el negocio como los móviles más factibles. Aún estaban recogiendo pruebas y habían abierto varias líneas de investigación.

Que el hecho apareciera en los periódicos causó un gran desasosiego a Cain. Cuando intentó hablarlo con el profe, Gabriel se lo tomó con tanta calma que tuvo ganas de golpearle.

- ¿No te das cuenta de que puedes acabar en la cárcel? – le gritó, exasperado.

Pero Gabriel no se inmutó y siguió escribiendo en su partitura.

- No estoy fichado, soy una persona respetable. Lo más seguro es que acaben colgándole el muerto al tipo al que dejaste tuerto.

- ¡Hay huellas mías en el apartamento de Lieren, maldita sea! ¡Y sangre! ¡Y tuyas también! ¿Es que crees que no van a investigarlo?

- ¿Por qué crees que sí? – replicó Gabriel, alzando la mirada de la partitura con un deje amargo en la voz – Esta ciudad está podrida. Hay tantos crímenes que las fuerzas del orden no dan abasto. La policía tiene cosas mucho mejores que hacer que comprobar las huellas del tío que ha quitado de en medio a uno de esos bastardos. Hasta les he hecho un favor. Podrán encerrar a otro de ellos acusándole del crimen y ya habrá dos fuera de las calles por el precio de uno.

Cain no supo qué replicar a eso y tampoco se había sentido con energías para hacerlo. Había algo en el tono de voz de Gabriel que le despertó un hormigueo en el estómago. Hacía ya tiempo que tenía la sensación de que, bajo toda aquella fachada del profe, todo su orden y autocontrol, se ocultaba una persona muy diferente. Y no entendía por qué se empeñaba en fingir algo que no era.

Después de lo que había ocurrido en el cuarto de baño, Gabriel se había comportado como si nada. Si le hubiera rehuido o se hubiera mostrado confuso, Cain podía haberlo entendido. Si hubiera hecho lo contrario, acercarse y abordar la situación, poner las cartas sobre la mesa, Cain lo habría entendido también. Pero la actitud del profe era negarlo de una manera pasiva, actuando de forma natural, obviando ese momento de sus vidas en el que – por mucho que le pesara a Gabriel – habían compartido una intimidad más profunda que un simple intercambio de fluidos.

Y esa era la gota que colmaba el vaso. Para Cain había sido importante y hermoso, pero Gabriel, por lo visto, deseaba que nunca hubiera sucedido. El vaso había rebosado aquella misma mañana, hacía un par de horas. Cain se había levantado y había ido como un zombi a la cocina a beberse el café que Gabriel le hubiera dejado cuando se lo encontró ahí, cruzado de brazos como si le estuviera esperando, completamente vestido y mirando hacia la ciudad a través de la gran ventana del salón. Caín le había preguntado, un poco sorprendido, si hoy no tenía que ir a trabajar. Gabriel le respondió con toda tranquilidad que había pedido el día libre para ir con él a hacerle unos análisis.

- No hablas en serio.

- Claro. ¿Por qué no iba a hacerlo?

Caín había sentido deseos de estrellarle la cafetera en la cabeza. En cambio, logró mostrarse frío y ácido a pesar de la indignación que le quemaba por dentro.

- Y, ¿te importaría decirme en qué momento me he convertido en tu mascota? ¿Tienes transportín para llevarme al veterinario, mi amo y señor? Supongo que es eso lo que soy, si no consideras necesario informarme de las citas médicas que pides para mi sin consultarme siquiera.

- Lo siento, olvidé comentártelo – replicó Gabriel. Pero en su tono no había disculpa.

Cain le miró fijamente, intentando encontrar algo en él. De repente, el jodido profe era un muro impenetrable, una máscara de expresión sosegada y aparente tranquilidad.

- Bueno, es igual, no pienso ir – le dijo, con estudiada indiferencia. Se sirvió el café en la taza y dejó la jarra en su sitio antes de ceder a la tentación de usarla como arma – No necesito análisis. Lieren me tenía con la cartilla de vacunación al día, ¿sabes? A los clientes no les gusto si estoy enfermo.

Con el rabillo del ojo, percibió como se endurecía el semblante de Gabriel y la tensión crispaba su postura corporal. Sonrió a medias. “Tocado”.

Cuando el profe volvió a hablar, su voz sonó un poco más áspera.

- No me pareciste muy sano cuando te encontré en su apartamento. Más bien lo contrario. ¿Sabes qué mierda te inyectaron?

Cain negó con la cabeza. Luego se apoyó en la encimera de la cocina para mirarle.

- La verdad es que no tengo ni idea, pero era buena.

Observó con atención hasta ver el latido bajo la mandíbula del profe, ese tic contenido y suave que ahora sabía que le despertaba cuando estaba aguantándose la tensión y apretaba demasiado los dientes. Se regodeó en su descubrimiento y esbozó una media sonrisa. Le estaba molestando. Mejor.

Gabriel se acercó con pasos lentos pero pesados. Había algo de contenido en sus movimientos cuando le quitó la taza de las manos y la vació en el fregadero.

- Vístete – ordenó, mirándole directamente - Nos tenemos que ir.

El profe sabía que le estaba provocando, pero aun así, sus provocaciones daban en el blanco, así que Cain se negó a claudicar.

- No pienso ir – replicó, desafiante.

- No se trata sólo de ti.

Gabriel había abierto el grifo y estaba secándose las manos con un trapo, dándole la espalda. Cain entrecerró los ojos, pensativo.

- ¿Te preocupa que te haya pegado algo?

- Pues ya que lo dices, sí.

Gabriel no se había dado la vuelta para contestar, pero sus palabras habían sonado aún más secas, casi con un reproche. Cain tiró la cucharilla al fregadero y cerró el grifo.

- Pues hazte los análisis tú y déjame en paz. Además, si tanto te preocupa eso, no te acuestes con chaperos – escupió, enfilando el camino hacia su habitación.

No llegó muy lejos. Unos dedos calientes se cerraron en su muñeca y el profe le obligó a girarse, agarrándole por los hombros e inmovilizándole con una mirada severa y furiosa. Cain se quedó sin aire un momento por la impresión. Se le secó la boca. Una vaharada de su olor conocido le inundó los pulmones. Podía sentir la energía potente que encerraba su cuerpo, la fuerza que emanaban sus dedos. Gabriel tenía un saco de boxeo en su habitación y Cain sabía que había recibido algún tipo de instrucción en combate; se había dado cuenta por sus movimientos y por su físico impresionante. Eso no se mantenía así por sí solo. Sin embargo, la potencia que Gabriel irradiaba iba más allá de lo físico. A Cain le dio la sensación de estar cerca de alguna clase de arma atómica o de una fuerza de la naturaleza contenida y atrapada en el cuerpo de un hombre. Durante unos segundos fue incapaz de hacer otra cosa que mirarle y respirar, inmóvil, despeinado y en pantalones de dormir. Sus manos le quemaban sobre los hombros desnudos y estaba tan cerca que creyó que le besaría. Le pareció leer el deseo en su mirada, detrás del enfado, quizá mezclándose o superponiéndose a él. Estaba casi seguro de que le besaría. Y por poco no fue Cain quien se puso de puntillas para hacerlo… pero su voz le detuvo.

- ¿Por qué hablas como si lo siguieras siendo?

Cain tardó un poco en reaccionar.

- ¿Como si siguiera siendo el qué? – preguntó, con voz plana.

- Eso – Gabriel le soltó de los hombros y dio un paso atrás, pero no dejó de mirarle. Aunque dejó de quemarle con los dedos, seguía haciéndolo con sus ojos – Ya no lo eres. No eres un chapero, y desde luego, no eres de Lieren.

- ¿Ahora soy tuyo?

“Tocado otra vez”, pensó Cain, al ver la reacción del profe. Éste dio dos pasos más hacia atrás y se le desorbitaron los ojos por un momento. Al chico le brincó el corazón en el pecho de pura satisfacción.

- ¡No, maldita sea! No eres de nadie.

- Oh, es que como me tratas como si fuera de tu propiedad… - replicó Cain, haciéndose el inocente y encogiéndose de hombros. Luego soltó el golpe de gracia – Además, creo habértelo oído decir en alguna ocasión.

Gabriel ni siquiera reaccionó esta vez. Sólo se le quedó mirando. Cruzó los brazos lentamente y dejó caer la espalda sobre la pared, después desvió la vista hacia otra parte. Esta ausencia de ira angustió a Cain, que ya estaba a punto de celebrar el hundimiento de su rival… y se sintió un poco infantil de repente. El profe parecía haber recibido un golpe o algo así, hasta había palidecido un poco. Cain intentó entender. ¿Se sentía culpable por algo? Estaba claro que Gabriel no había asumido muy bien lo que había sucedido en el cuarto de baño; más bien no lo había asumido en absoluto. Se lo negaba a sí mismo porque a lo mejor no era capaz de enfrentarlo… quizá se reprochaba lo sucedido como si hubiera abusado de él o algo parecido. “Será idiota”. Si antes había querido golpearle con la cafetera, ahora sentía unos deseos terribles de abrazarle.

- Olvídalo – dijo el profe al fin. – En el fondo tienes razón. Siento haberme extralimitado. Haz lo que quieras.

Cain se mordió el labio. Demonios.

- ¿A qué hora tengo que estar allí?

Gabriel disimuló una sonrisa y Cain se dio cuenta de que ya había claudicado. “¡Demonios! Será…”.

- A las diez. Así que no tardes en vestirte.

Había tardado, pero no lo suficiente. Y allí estaba ahora, aguardando su turno, sentado en una de las horribles sillas de plástico rojas de la sala de espera, con el profe a su lado mirándole de reojo. Cain le miró directamente, con descaro.

- ¿Qué? ¿Se me ha corrido el rímel?

Gabriel elevó un poco el labio superior e hizo una mueca.

- No entiendo qué quieres demostrar.

- ¿Te estoy avergonzando?

Sentados frente a ellos estaban una chica embarazada, una madre con un niño de seis años y un hombre negro de unos cincuenta años que llevaba un sombrero panameño. Todos estaban mirando a Cain con su extraño aspecto de ave nocturna. Gabriel no dijo nada.

El chico disfrutó de unos minutos de silencio y expectación hasta que la puerta se abrió y salió el paciente que estaba en la consulta, con un algodón apretado sobre el brazo. Tras él apareció una enfermera con gafas.

- ¿El número seis, por favor?

- Soy yo.

Cain se levantó con una sonrisa y le entregó a la enfermera el papel con el número impreso que había recibido en recepción. La enfermera le devolvió una sonrisa insegura y le hizo pasar. En el interior había otra mujer, rubia y con el pelo muy corto. Llevaba gafas de montura color rosa y no estaba maquillada. Cain se preguntó si sería lesbiana y se sentó en la primera silla que encontró, desenvuelto y tranquilo.

- Hola, buenos días… David, ¿no? – preguntó, tras consultar la ficha. Cain asintió con la cabeza. Ella le miró directamente, al parecer sin sentirse impresionada por su aspecto - ¿Qué tipo de analítica quieres hacerte?

- Pues verá, mi novio me ha obligado a venir con él – explicó Cain con gran desparpajo – Él es prostituto, ¿sabe? Es el número siete. Y como no ha tenido mucho cuidado últimamente, quiere que nos saquen sangre para ver si me ha pegado algo.

La doctora de las gafas arqueó ligeramente una ceja y carraspeó, asintiendo.

- Comprendo…bien, súbete la manga. Te haré algunas preguntas para comprobar tu historia clínica, ¿de acuerdo?

Cain obedeció dócilmente, subiéndose la camiseta de red. La doctora volvió con una jeringa y le preguntó si se mareaba con las extracciones, a lo cual respondió negativamente. Luego, ella vio las marcas de los pinchazos en el brazo de Cain, aunque no expresó sorpresa ni hizo ningún gesto extraño. Le frotó la piel con un algodón empapado en antiséptico y realizó su trabajo de una manera profesional y limpia, mientras le interrogaba acerca de cosas a las cuales Cain, a falta de respuestas certeras, intentó responder de la manera más cercana a la verdad. No recordaba si había tenido fiebre últimamente, si había sentido picores en las ingles. Sí que estaba seguro de no tener granitos en los órganos sexuales ni notar ardor al orinar.

- ¿Consumes drogas por vía intravenosa, David? – preguntó al final la mujer, cuando sacó la aguja y le colocó el algodón.

No tenía mucho sentido mentir acerca de eso.

- Algunas veces, sí.

- ¿Has compartido jeringuillas?

La miró de reojo, pero la mujer hablaba con naturalidad y no parecía de las que se llevan las manos a la cabeza por cosas como esa.

- No estoy seguro. Quiero decir que… es posible.

Ella asintió y tomó algunas notas, luego alzó la mirada y sonrió, tan aséptica como sus gasas precintadas.

- Muy bien, David. Puedes venir a recoger los resultados la semana que viene.

Cain sonrió a la mujer y regresó a la sala de espera. La enfermera de gafas salió tras él y llamó al número siete. Gabriel se levantó y pasó a la consulta. “Ahí va mi novio el prostituto”, pensó el chico, aguantándose la risa. Luego se sentó a esperarle en el lugar que él había dejado libre, el otro había sido ocupado por una niña pequeña. Cuando sus miradas se cruzaron, ella sonrió.

- Hola.

Cain nunca había sabido tratar a los niños. No le gustaba entretenerse en los recuerdos de su infancia, que eran difusos y estaban distorsionados, por lo que no estaba seguro de recordar cómo era ser niño, y nunca había sentido la menor cercanía hacia esas personas en miniatura que se comportaban de manera extraña y cuyos procesos mentales no entendía. Echó un vistazo a la cría y trató de determinar su edad, pero no fue capaz. Lo mismo podría tener ocho años que doce, para él la diferencia era inexistente.

- Hola – respondió, ya que ella no dejaba de mirarle.

La chica estiró la mano y se la ofreció con una sonrisa traviesa. Entonces Cain se dio cuenta de que su pelo rubio y rizado era una peluca. La niña no tenía cejas y llevaba una de esas batas horribles de hospital, en los pies calzaba unas pantuflas rosas de Hanna Montana.

- Me llamo Ariadna.

Cain le estrechó la mano, devolviéndole al fin una sonrisa suave. Una cosa era que no le gustaran demasiado los niños y otra no sentirse conmovido por algo como aquello.

- Yo soy Cain.

La chica sonrió más al escucharle y se acomodó de lado en la silla para poder mirarle más directamente mientras hablaban. Tenía los ojos oscuros, circundados por unas suaves ojeras azuladas, pero por lo demás, irradiaba vitalidad y entusiasmo.

- ¿Eres el compi de piso de Gabriel? – preguntó ella, bajando un poco la voz. Cain hizo un gesto de extrañeza, pero ella aclaró sus dudas rápidamente – Es que es amigo mío. Una enfermera me ha avisado de que le había visto por aquí y he salido a ver si os encontraba.

- Vaya – Cain carraspeó, un poco azorado ante la desenvoltura de Ariadna – Sí, vivo en su casa. Pero le pago el alquiler.

“¿Amiga? ¿Desde cuando los tíos de cuarenta años son amigos de niñas pequeñas? Seguro que es una hija ilegítima o algo así”, pensó. Estaba analizando los rasgos de la chica, en busca de algún parecido, cuando ella volvió a hablar.

- ¡Cómo me gusta tu pelo! Pareces el cantante de Tokio Hotel.

Cain hizo una mueca.

- Ni de coña, ¿en serio? - Ariadna se rió, asintiendo, y Cain trató de aplastarse el pelo sin mucho éxito. - ¿Cómo es que conoces a Gabriel? ¿Es familia tuya?

Ella negó con la cabeza.

- No, es amigo mío.

- ¿Qué clase de amigo?

La pregunta había sonado un poco brusca, pero a la niña no pareció importarle. Solo se encogió de hombros, abrazándose las rodillas. Había subido los pies a la silla.

- No sé. ¿Cuántas clases de amigos hay?

Cain no supo responder a esa pregunta.

- Yo tampoco lo sé – admitió. Se cruzó de brazos, pensativo, mirando la puerta. – Es raro que nunca me haya hablado de ti.

En realidad, no era raro. Gabriel era como la luna, le mirase desde donde le mirase siempre estaba dando la misma cara, pero parecía imposible atisbar lo que se ocultaba detrás. Gabriel no le había hablado apenas de Sara. No le había hablado de su trabajo. Tampoco de Ariadna.

- ¿No lo ha hecho? Pues a mí si me ha hablado de ti. Cuando viene a visitarme los viernes, hablamos de todo un poco - comentó la niña, pensativa – Él me habla de la música, de Sara… también me ha hablado de ti. Yo no tengo mucho que decir, vivir en un hospital no es de lo más emocionante, pero si he tenido alguna aventurilla, también se lo explico. O le leo mis cuentos. Escribo cuentos, ¿sabes?

“Los viernes”, pensó Cain, negando automáticamente a la pregunta retórica de la niña. Había dado por hecho que Gabriel pasaba los viernes con su novia. ¿Acaso no lo hacía? Les había visto en aquel restaurante. ¿También venía a ver a Ariadna?

- ¿Eres la hija de Sara? – preguntó, un poco al azar.

- No, qué va – respondió ella, riéndose. Se le movió la peluca y se la colocó bien con toda naturalidad – No, ni siquiera la he visto nunca. Aunque personalmente, creo que Gabriel debería dejarla de una vez.

Cain reprimió una sonrisa, levantó la ceja y asintió.

- Estoy de acuerdo con eso. Yo sí la he visto.

- ¿Es guapa?

Cain hizo un gesto con la mano y esbozó una mueca de desagrado.

- Bah, regular nada más.

- Sí, ya, seguro.

Ariadna se echó a reír, y Cain la miró de reojo con extrañeza. La cría le observaba con aire burlón, como si supiera exactamente… cielos, ¿Lo sabría? ¿Cómo podía saberlo? ¿Se le notaría mucho? Tal vez era evidente que Gabriel – a pesar de ser un idiota y un gilipollas – le gustaba a rabiar. Y que estaba celoso, sí, enfermizamente celoso de Sara, que era una mujer preciosa y que, aunque Gabriel no sentía nada por ella…estaban juntos, le llevaba a cenar, aceptaba ir a sitios que odiaba por ella, se iba a la cama con ella. Se la imaginó desnuda, despeinada, gimiendo debajo del cuerpo de Gabriel, arañándole los hombros, retorciéndose de placer. Se lo imaginó a él, diciéndole las cosas que le había dicho a él, besándola, tocándola. Un latigazo de rabia le sacudió el estómago.

- En realidad es muy guapa.

Ariadna no dijo nada más, se había quedado mirándole. Cain se imaginó que había puesto alguna cara rara. Por suerte, la puerta se abrió en ese momento, la enfermera llamó al número ocho y Gabriel se plantó delante de ellos, con el abrigo en un brazo y sujetándose el algodón en el otro.

- Listo. Ah, ¿os habéis presentado?

La niña asintió, Cain también.

- Sí, y hemos decidido que tienes que romper ya con Sara – dijo Ariadna.

Cain desorbitó los ojos y se volvió hacia ella, lívido, pero la chica se estaba riendo y Gabriel no parecía molesto, sólo un poco hastiado.

- ¿Ya estás otra vez con eso?

La espera en la sala, los turnos para los análisis y la presencia de Ariadna habían conseguido que el ambiente tenso y enrarecido que flotaba entre él y el profe se despejara. Cain aceptó la tregua, reconociendo en su fuero interno que la decisión de acudir al hospital, aun tomada sin su consentimiento y a pesar de la manipulación soterradas de Gabriel, era la mejor. En realidad tenía muchas posibilidades de haber contraído alguna enfermedad venérea, así que no estaba de más confirmar que todo estaba bien. El profe también tenía un semblante más tranquilo; al parecer, la doctora presuntamente lesbiana no había hecho ningún comentario irritante a Gabriel. En cierto modo era una lástima, por otra parte, se alegraba.

- Vamos a acompañarte a tu cuarto – dijo Gabriel, después de aguantar unos minutos del parloteo de la niña.

El profe le tendió la mano y Ariadna la cogió. Luego, ella miró a Cain con sus enormes ojos oscuros y le ofreció la otra y una sonrisa chispeante. Cain sabía que esa niña era demasiado mayor como para ir de la mano, sin embargo, tras un instante de duda, estrechó los dedos de la chica entre los suyos. Estaban frescos y suaves. Ariadna echó a andar, tirando de ambos con decisión.

Cain no habló mucho durante el trayecto. Atravesaron pasillos, subieron en el ascensor y cambiaron de planta casi paseando, deteniéndose de vez en cuando para saludar a una enfermera o a un celador. La niña conocía a mucha gente allí. La llamaban por su nombre. Algunos también parecían conocer a Gabriel. Se dio cuenta de que el profe mostraba una cercanía casi familiar con la pequeña, lo cual quedó confirmado cuando, al llegar a la habitación de Ariadna, se disculpó y se fue aparte a hablar con el médico que la estaba esperando.

Allí, en la habitación de una cría enferma de cáncer, Cain se sintió fuertemente sacudido por la realidad. Con una alegría inexplicable, Ariadna le mostró sus pelucas – una de Madonna, una de Cher, una de Olivia Newton-John, una de Amelie – sus botes llenos de pelotas de goma y los cuadernos en los que escribía sus cuentos. Mientras la escuchaba, tenía la tentación de preguntarle por qué estaba tan contenta a pesar de todo. La admiró y deseó tener su fuerza. En comparación con la situación de Ariadna, huérfana y enferma, sus desgracias le parecieron, de repente, pequeñas catástrofes cotidianas sin la menor importancia y su propia actitud ante ellas, excesivamente dramática, cobarde y débil. Una emoción profunda y una poderosa determinación de mejorar su propia vida se le despertó en el alma en aquel cuarto de hospital decorado con colores vivos, lleno de personalidad y de vitalidad.

Cuando Gabriel regresó, Cain ya no estaba enfadado en absoluto. Estuvieron un rato más con Ariadna y después se despidieron de ella y regresaron a casa.

Gabriel se sentó delante del piano. Cain, después de quitarse el maquillaje y ponerse unos vaqueros y una camiseta normal, se dispuso a salir de nuevo a buscar trabajo. Antes de hacerlo, se detuvo a escuchar un rato la música del profe, y cuando él hizo una pausa, reunió el valor suficiente para decirle algo a lo que había estado dándole vueltas todo el trayecto.

- Sabes, la niña tiene razón.

Gabriel alzó la mirada. Se rascó la cabeza con el lápiz, confuso, y se despeinó un poco. Cain pensó que le resultaba encantador en ese momento preciso, por muy gilipollas que fuera (y estúpido, e idiota).

- Ariadna suele tener razón a menudo, pero ¿a qué te refieres en concreto?

- Deberías dejar a Sara cuanto antes.

Gabriel se le quedó mirando varios segundos, con la duda dibujada en la mirada, muy al fondo. Luego negó con la cabeza y volvió la atención a la partitura que estaba escribiendo.

- No es el mejor momento. Ella no está bien… y además, vamos a intentar arreglarlo.

- Gabriel, no vas a poder arreglarlo – insistió Cain. Pronunció cada palabra con calma y con claridad. – No puedes obligarte a querer a alguien a quien no amas. Eso no funciona. ¿Por qué no eres sincero con ella?

- Porque no es el momento – respondió el profe con indiferencia.

Dejó la partitura en el atril y comenzó a tocar, pero esta vez, Cain no dejó que la música le transportase fuera de la realidad en un arrebato soñador. Sabía que él estaba usándola de barrera, escondiéndose detrás de las notas melódicas y dulces.

- ¿Y cuándo va a ser el momento? Por favor, escúchame. Gabriel, no hagas esto. Me estás ignorando porque sabes que tengo razón, y esto es importante. Si no lo haces tú… - El profe, que efectivamente, estaba ignorándole, pisó el pedal de resonancia y la música se elevó, más potente, reverberante. “Demonios”. Irritado, Cain se acercó en dos zancadas y golpeó con las dos manos sobre el teclado, destruyendo la hermosa armonía. - ¡Si no lo haces tú, lo haré yo!

Gabriel apartó los dedos y le miró, con el ceño fruncido.

- Pero, ¿se puede saber qué mosca te ha picado, chaval? ¿A qué viene esto?

Cain sintió que los ojos le empezaban a arder, al borde de las lágrimas. ¿Cómo podía explicárselo? No encontraba las palabras, el modo de hacerlo sin parecer un completo imbécil. Hubiera querido decirle que, al conocer a Ariadna se había dado cuenta de lo corta que era la vida y de cómo la estaba desperdiciando. Que él, Gabriel, también la estaba desperdiciando, unido quizá por la costumbre a una persona a la que no amaba. Que había tocado el cielo con los dedos cuando el profe le besó, que cuando hicieron el amor sobre la toalla le había salvado y le había hecho libre. Que aquello había sido hacer el amor porque él le amaba, pues si eso no era amor no sabía qué otra cosa podía ser. Y que creía firmemente que eran almas gemelas.

Se lamió los labios. No era tan difícil, podría resumirlo todo en una frase. “Deja a Sara y quédate conmigo”. Reunió todo su valor, inspirado por el ejemplo de Ariadna. Tomó aire.

- Deja a Sara… - comenzó, con un nudo en la garganta. La voz le tembló un poco – deja a Sara y…

El momento estaba ahí. Gabriel le estaba escuchando, sus ojos azules fijos en él con expresión entre preocupada y curiosa. Y entonces, a pesar de que el profe era un gilipollas, sí, y era estúpido y a veces idiota… aunque Gabriel no era perfecto, de repente se vino abajo, sintiéndose absolutamente indigno de su amor. ¿Qué iba a ofrecerle él? No era más que un chapero de tres al cuarto, un drogadicto… bueno, quizá ya no lo fuera en su alma, pero no había demostrado nada. No había dado ningún paso. Estaba en punto muerto. No tenía nada que ofrecer y no se sentía con derecho a pedirle nada. Esa certeza se le clavó en el alma y la ola en la que se había elevado, bajó, dejándole de vuelta en la orilla, con los pies en la tierra y la sal en los ojos.

- Deja a Sara y no pierdas más el tiempo.

Se dio la vuelta, sintiendo la mirada perpleja del profe en su nuca. Cogió las llaves y salió de casa. Tenía que buscar trabajo. Con un poco de suerte, quizá necesitaran a alguien para freír hamburguesas o hacer encuestas telefónicas en el centro de la ciudad.


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©Hendelie


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