miércoles, 21 de septiembre de 2011

Flores de Asfalto: El Despertar - II

Un hombre extraño


9 de Enero - Gabriel

El profesor se había considerado siempre afortunado. Tenía un buen trabajo. Tenía dinero y podía vivir como quería. Tenía televisor de plasma de alta definición, un ordenador de sobremesa de última generación, un portátil, un par de videoconsolas, una colección de libros envidiable, sofá de piel, lavavajillas, una mujer que venía a limpiar dos veces por semana, calefacción y aire acondicionado. No tenía coche, pero sí una moto que utilizaba cuando le apetecía, una Chopper vistosa y bien cuidada.

Daba clases en la universidad, tenía buenos amigos y un par de mujeres esperando sus llamadas.

A pesar de todo, no podía hacer que las mañanas fueran soleadas ni que la inspiración acudiera, así que si bien se consideraba afortunado, no era del todo feliz. Había un pequeño hueco vacío en su espíritu: el del sillón que nadie estrenó en su alma, el de la fiesta a la que nadie acude, el de las musas esquivas.

Había abierto las cortinas y subido las persianas, y estaba sentado en el sofá, sorbiendo café y mirando fijamente el papel pautado.

Era un callejón sin salida. Había empezado a trabajar en aquella obra hacía más de diez años, y no había manera de continuarla. La progresión era buena, la armonía, perfecta. Sonaba en su cabeza con la rutilancia de las galaxias en expansión, un ambiente conseguido que ascendía, igual que el big bang. Un pequeño punto que se hinchaba más y más, creciendo, creando expectativa y tensión. Pero había que resolver aquella expectativa con algo realmente grande y divino, con algo que no encontraba. Había probado varias cosas diferentes, pero siempre le habían dejado mal sabor de boca.

Como llegar a lo alto de una escalera y, tras todo el esfuerzo y la esperanza, ver que no hay nada realmente auténtico ahí. Nada verdadero. Nada pleno. Nada real.

El chirrido de la puerta contigua le hizo volver la vista. El chico se paró en seco en el salón, con la camiseta y los pantalones que le estaban grandes colgándole del cuerpo como sacos, despeinado y con ojeras dignas de un museo gótico. Le miró, con aire confundido.

- Hola – dijo el profesor, simplemente – El baño a tu derecha. Ahí está la cocina. Hay café, si tienes ánimos para enfrentarte a él.

- ¿Quién eres? – espetó el joven con voz ronca y hostil.

- Según tú, el arcángel San Miguel.

El chico se pasó la mano por la cara, murmurando una maldición. El profesor se rió para sus adentros.

- ¿Y según tú? – replicó al fin. No se había movido del sitio.

- Me llamo Gabriel.

Sonrió a medias y el chico resopló. Si, era un poco irónico. Miguel, Gabriel… si. En fin.

- ¿Dónde está mi ropa? ¿Y mi cartera? No sé como he llegado aquí.

El joven hablaba en tono imperativo e insistente.

Gabriel volvió a mirar su partitura, sorbiendo el café. Ojalá supiera cómo resolver esa maldita progresión. Hasta el momento había hecho exactamente lo que quería, la música había salido de su interior como si llevara años ahí encerrada, esperando una ocasión para gritar “estoy aquí”, y mostrar su cara al universo.

- Tu cartera está en la habitación de la que has salido. – respondió al fin – Estás en mi casa, te subí anoche. Estabas en pleno mal viaje, bajo la lluvia. Al borde de la hipotermia.

- La gente normal llama a una ambulancia – escupió el chico, dándose la vuelta para volver a la habitación con aire indignado.

Gabriel arqueó la ceja.

- De nada – dijo para sí.

Intentó un paso arriesgado con una séptima salida de la nada, la visualizó en su mente y se dirigió al piano con el café y las partituras. El mundo es de los intrépidos, solían decir.

.  .  .


9 de Enero – Cain

Decir que le dolía la cabeza era ser magnánimo. Le dolía todo el cuerpo, desde las raíces del pelo hasta los dedos de los pies. Tenía una sensación espesa y amarga en el paladar, el estómago descompuesto y la sensación de haber sido atropellado por el Ejército Británico al completo, con carros de combate y caballería incluidos. Pero al menos no recordaba nada. Eso siempre era un alivio.

Tal y como había dicho el tío alto, encontró su ropa en la habitación en la que se había despertado: un cuarto de invitados de cortinas azules, con un póster enmarcado de unos obreros almorzando en una viga como única decoración. Sus prendas estaban sobre una silla, frente al radiador de pared. Las palpó, comprobando que la calefacción las había secado por completo, y se quitó la camiseta y los pantalones que no eran suyos.

Olían a madera y sándalo, y su ropa no olía así. Aquel aroma se le había pegado hasta en el cerebro, y de repente le hacía sentir muy incómodo, como si le hubieran impuesto la piel de otra persona. Comprobó que no llevaba ropa interior. Ese tío, Gabriel, le había metido en su casa y desnudado. Recordaba algo de toallas. Le habría dado una ducha. Qué vergüenza. “Dios mío, esto es una mierda, una gran mierda”. Se vistió a toda prisa, se calzó la camiseta negra con correas y se pasó los dedos por el pelo antes de salir precipitadamente hacia la puerta. Tenía la cartera en un bolsillo.

Sí, iba dispuesto a pedirle explicaciones. ¿Quién se creía que era para llevarle a rastras y desnudarle? ¿Y si le había hecho algo?

Sin embargo, al acceder de nuevo al salón, escuchó las notas del piano, y se quedó inmóvil, en silencio. El tío había abandonado el sofá de piel y estaba delante del Yamaha de pared, sentado en el taburete. Acariciaba las teclas con suavidad, mientras mantenía pisado el pedal que mitigaba el sonido.

Se sintió repentinamente ridículo. Ridículo en su atuendo de criatura de la noche, absolutamente fuera de lugar a la luz nublada de la mañana, que parecía muy blanca en el espacioso apartamento. Ridícula su indignación. Aquel hombre que le daba la espalda, del que ahora sólo veía la camiseta gris y el cabello ondulado, le había llevado a su casa y probablemente le había salvado la vida. Debería estarle agradecido o algo.

La gente normal llama a las ambulancias y se desentiende. Eso, o sólo se desentiende. No se explicaba por qué aquel hombre no había hecho eso. Por el contrario, le había llevado a su casa. ¿Querría algo de él? A lo mejor pretendía secuestrarle. Recordaba una bañera blanca. Había oído hablar de los traficantes de órganos.

Pero esa música sonaba muy bien y no le parecía que le hubieran extraído nada. Al menos no se notaba recién cosido.

Pensó en dirigirse a la puerta del piso, salir sin hacer ruido y olvidarse de aquello. Realmente es lo que debería hacer. Si, marcharse. Bastante vergüenza había pasado ya, y no quería estar allí. Sin embargo, se dirigió a la cocina y miró la cafetera. Había tazas en el escurridor. Tenían nombres de ciudades. Cogió la de Hamburgo, marrón y blanca, y la llenó por la mitad del humeante café negro, aspirando el olor.

Volvió al salón casi de puntillas y se sentó en el sofá de piel, escuchando el piano.

La música era suave, evocadora. Le traía reminiscencias de un hogar que nunca había tenido, de una serenidad de la que no disfrutaba. Era agradable y le ponía algo triste. Pero allí todo parecía limpio, claro, blanco. Hasta la melodía sonaba transparente y hermosa.

Cuando la música se detuvo, no había bebido aún ni la mitad del contenido. Escuchó resoplar a Gabriel y cerrar la tapa de golpe. Luego hizo girar el taburete y le miró con serenidad. “Joder, es que se parece a San Miguel”, se repitió. Tenía los rasgos firmes y bien cincelados, aunque al verle ahora, sin la pátina ilusoria de las drogas, parecía más humano y menos celestial. Aun así, los ojos azules y hundidos, profundos, parecían desprender luz. Tenía una barba de tres días, del mismo color del cabello: tonos cálidos y otoñales. Le resultaba muy familiar, pero no podía recordar de qué le conocía.

- ¿Qué tal te encuentras? – le preguntó el hombre, con la misma voz suave y segura que había escuchado en su delirio la noche anterior.

- Estoy bien. Tengo resaca – repuso, desviando la mirada.

- ¿Cómo te llamas?

El hombre aún tenía las partituras en la mano, notaba su mirada sobre sí.

- Cain – dijo. Era lo que le decía a todo el mundo.

- Ya. – Lógicamente no se lo creía - Bueno, puedes quedarte cuanto quieras, y marcharte cuando te apetezca. Siéntete libre.

El hombre se volvió hacia el piano otra vez, apoyó los papeles en la tapa y dejó de prestarle atención. El muchacho miró a su alrededor. Estanterías blancas, de diseño, con cds, con libros, muchísimos libros. Una televisión increíble y una x-box, también una Playstation 3. Dvd y un equipo de sonido Pioneer.

En las paredes, sobre la mesa, ninguna foto de familia. Había un par de carteles enmarcados, uno con un gato negro dibujado con un extraño halo tras la cabeza y la mirada desafiante, amarilla. “Le chat noir”, se leía. El otro era una preciosa fotografía en blanco y negro de la ciudad de Edimburgo. En los muebles había pocos objetos de decoración. Una cruz templaria, un huevo de cerámica pintado, una figurilla de Shiva danzante, una muñeca rusa con forma de pera.

Cain miró al hombre, inmerso en su partitura. Después, tendió la mano hacia el mando a distancia, con cierta inseguridad. Apretó el botón y bajó el volumen para no molestarle.

En algún momento, se quedó dormido en el sofá, que parecía abrazarle, mientras Bob Esponja bailaba una danza hipnótica con un montón de medusas.

Cuando se despertó, eran las seis de la tarde. El piso estaba vacío y tenía un hambre de lobo. Se sentó en los cojines y meditó un rato qué debía hacer. Finalmente, se puso en pie y se dirigió a la cocina, sacó un par de lonchas de queso de la nevera y dos rebanadas de pan de molde, se hizo un sándwich y se marchó, cerrando la puerta con cuidado a su espalda.


. . .

© Hendelie

                                                                          CONTINÚA

2 comentarios:

  1. "Como llegar a lo alto de una escalera y, tras todo el esfuerzo y la esperanza, ver que no hay nada realmente auténtico ahí. Nada verdadero. Nada pleno. Nada real."

    Impresionante la manera de describirlo ...

    Cain sigue siendo un misterio para mi Pero Gabriel me encanta...

    Gracias por la historia .

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  2. No quepo de gozo, andaba tiempo tras una lectura amena y entretenida con la que dar de comer a mi cerebro, acabo de encontrar un filón.

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