miércoles, 21 de septiembre de 2011

Flores de Asfalto: El Despertar - III

Normas de convivencia


15 de Enero - Gabriel


El aula se había vaciado por completo en cuestión de segundos. No habían acudido muchos alumnos, y los pocos que lo habían hecho, habían salido por piernas como impulsados por un resorte en cuando apagó las diapositivas, encendió la luz y dijo “es todo por hoy”. Era lo habitual los viernes. Los chavales tenían la teoría de que faltar a clase los viernes era algo más que justificado, y quizá tenían la esperanza de imponer una nueva rutina oficial a fuerza de costumbre, pero a Gabriel le daba igual. Él daba su sesión de la misma manera, fuera el día que fuera.

Estaba recogiendo sus papeles y pensando en la cena esperada, cuando alguien irrumpió en la sala al tiempo que el último alumno salía. Gabriel alzó la mirada y se encontró con una presencia inesperada. El chico llevaba gomina en el pelo y otra de esas camisetas raras, con hebillas y cuello cerrado. De nuevo vestía completamente de negro, y sus botas gigantescas resonaban sobre el suelo de linóleo. También llevaba los ojos pintados, delineados con lápiz oscuro; brillaban como estrellas verdes. El flequillo largo le caía sobre el rostro, mientras que las puntas de su cabello se disparaban hacia arriba en la coronilla.

Cain se le acercó, con una sonrisa maliciosa y un brillo divertido en los ojos verdes.

- Hola, profe.

- Hola, hijo de la noche – replicó él, santiguándose con fingida solemnidad. – Pareces un vampiro.

- Qué gracioso eres – el joven ladeó la cabeza, con una sonrisa desdeñosa – Recordaba que eras profesor de historia, no sabía que también eras humorista.

Gabriel no respondió. Cerró el portafolios y puso las manos sobre la mesa, observando al joven. Cain le estaba dedicando una mirada lenta, estudiándole. Parecía divertirse por algo.

- ¿Qué puedo hacer por ti? – dijo al fin el profesor.

- Me preguntaba… cuando dijiste “puedes quedarte cuanto quieras y marcharte cuando te apetezca”, ¿era literal?

Gabriel frunció el ceño y se inclinó hacia delante. Cain se apartó el flequillo del rostro, con una sonrisa y un mohín.

- No sé si te entiendo.

- Tu casa es muy bonita. Tienes una habitación para invitados, y yo estoy buscando piso a compartir. He visto tu anuncio y puedo pagarte el alquiler que pides.

El profesor disimuló su asombro y volvió a sentarse en la silla, mirando al joven desde abajo. Cuando le había rescatado de la lluvia, la semana anterior, le había parecido frágil y perdido, pero ahora tenía más aspecto de espectro burlón, con aquella sonrisa ambigua.

Se preguntaba por qué el chico no prefería vivir con estudiantes, con gente de su edad. Eso habría sido lo normal, lo habitual. Entrecerró los ojos, pensativo, y luego unió las yemas de los dedos. Recordó cómo el chico se había quedado dormido en su sofá. Entonces, Gabriel le había mirado y se había dado cuenta de lo relajado que estaba su semblante. “Tal vez necesita un refugio. Y es cierto que eso es lo que yo le ofrecí, sin darme cuenta”.

Gabriel tenía un sexto sentido para saber cuándo alguien estaba en problemas. Le había costado años fortalecerse hasta que aprendió a ignorar aquel sexto sentido y dejar que cada cual se las arreglara por sí mismo, por su propio bien así había sido. Pero este chaval le transmitía una sensación demasiado trágica.

- ¿Qué estás buscando verdaderamente?

El joven descompuso el semblante y luego le lanzó una mirada trémula, como si le hubiera pillado en falta. Enseguida se puso a la defensiva.

- Vivienda. ¿Para qué has puesto el maldito cartel entonces? – le espetó – Lo he leído, está en los tablones, se alquila habitación, referencia: departamento de historia. ¿Alquilas la habitación o no?.

Gabriel sonrió a medias.

- Sí, la alquilo. Busco un inquilino.

- Yo también podría preguntarte entonces qué buscas, ¿no? Porque no te faltaba de nada, profe. Vamos, pero de nada. ¿Qué necesidad tienes de alquilar el cuarto? No parece que vayas mal de dinero.

Vaya con el chaval. Sus ojos verdes ahora se habían vuelto punzantes. Sacó un sobre de uno de los bolsillos de su pantalón negro y lo tiró sobre la mesa. Gabriel lo abrió, miró el contenido y volvió a cerrarlo, empujándolo hacia él.

- Si son los dos meses de fianza, aún no he dicho que sí. - Cain le volvió a atravesar con la mirada. “No tengo remedio, me gustan los problemas”, se dijo, abriendo el portafolios. Sacó una hoja impresa – Estas son las normas.

- ¿Qué normas? – El chico cogió el papel, mirándolo con desconfianza.

- Mis normas, por supuesto. Léelas y firma debajo si las aceptas.

Cain sacó un bolígrafo de su cartera, mirándole con descaro, y firmó sin leer ni un párrafo, entregándole la hoja y el sobre con el dinero. “Me gustan los problemas, y me estoy metiendo en uno bien grande”.

- ¿Ya está? ¿Ya somos compañeros de piso, profe, o tienes algún caprichito más?

- No somos compañeros. Tú eres mi inquilino, y cualquier incumplimiento de las normas que has firmado me dará un buen motivo para ponerte en la calle. Espero que las hayas leído bien.

- Sí, sí. ¿Tienes unas llaves para mí?

Gabriel asintió, rebuscando en el bolsillo de la gabardina. Luego dejó un llavero sobre la mesa. Cain lo cogió y observó el trébol dorado que pendía de una cadena, con un logotipo corporativo al final.

- Guinness.

- ¿Tienes algo en contra de la cerveza negra?

- Nada, profe – el chico sonrió y se guardó las llaves – no me esperes despierto.

Gabriel frunció el ceño y le detuvo por la manga antes de que se marchara. Cain se dio la vuelta y le miró, algo a la defensiva. Le soltó despacio y masticó bien lo que quería decirle.

- Que no se te vaya la mano – pronunció al fin, con una mirada severa – la otra noche te quedaste al filo de una desgracia, chico. Espero que seas consciente.

Cain volvió a dedicarle una sonrisa burlona.

- Mientras pague, cumpla tus normas y no te dé problemas, lo que yo haga fuera de tu casa no es asunto tuyo, así que no te hagas el padre conmigo – respondió, desabrido – ojos que no ven, corazón que no siente.

- No te equivoques. No me importa lo que hagas mientras, como has dicho, me pagues y cumplas las normas. Una de ellas, una no escrita, es que no te mueras en mi casa – le replicó Gabriel con sequedad – así que no te pases.

Cain pestañeó, algo confuso, como si no se esperase una respuesta tan ruda. Luego le dedicó una mirada cargada de desprecio.

- Eres un capullo.

Su silueta oscura desapareció por la puerta a largas zancadas. Gabriel abrió el sobre, echando un vistazo a los billetes sin contarlos. Después, salió por la puerta. De camino al suburbano, se detuvo en el bar de la esquina, delante de una máquina expendedora de pelotas de goma.

Introdujo una moneda y giró la llave, dejando que una de ellas cayera sobre su mano. Era transparente, y en su interior brillaban cientos de motas de colores.

- Capullo tú – dijo, guardándose la pelota en el bolsillo y mezclándose con la masa humana que le dirigía hacia la boca de metro.

.  .  .


15 de Enero – Cain

Estaba dando tumbos en medio de la calle cuando recuperó la conciencia de sí. Parpadeó y miró alrededor para ubicarse. Tenía la lengua pegada al paladar, aún con las reminiscencias del sabor amargo del sexo y la coca. Escupió y se rió sin motivo, luego aguantó un sollozo. Había bebido demasiado, había fumado demasiado y esnifado demasiado. Le dolía la garganta y también le dolía por detrás. Le costaba un poco andar y notaba una humedad pegajosa y el conocido escozor interior que siempre le asaltaba cuando se pasaba de la raya.

- Cabrones… - dijo, sin dirigirse a nadie en particular, y empezó a andar sin rumbo.

Cain no sabía a quién odiaba en particular. Tampoco le apetecía pararse a pensarlo. La vida le arrastraba y él se dejaba arrastrar, porque eso era genial, y le gustaba. Le gustaba, sí, era su modo de vida. Y sin embargo, estaba enfadado y frustrado la mayor parte del tiempo. Exploraba los límites a conciencia, pero se sentía como quien trata de retener el agua entre los dedos: se le escapaba de las manos, lo bueno de verdad, lo absoluto, lo que le daría un sentido.

- Cabrones todos – insistió.

Debía ser una de las calles cercanas al centro. Era inclinada y estrecha y por los bordes del asfalto corrían hilos de agua sucia. La bajó tambaleándose y luego buscó la torre del reloj. Al fin encontró los dígitos rojos, que brillaban en la lejanía.

Las tres de la mañana. Había estado en la Caverna y en el Sótano, también en el Berlinés, y ninguno de los tíos a los que había aliviado en los baños de aquellos antros había tenido la elegancia de invitarle a su casa. A veces pasaba. Lo hacían en el servicio, deprisa y con urgencia, y eso era todo. No era desagradable, pero se convertía en un problema para encontrar techo y cama. Tendría que alquilar habitación en alguna pensión, si le dejaban entrar. Se palpó los bolsillos para comprobar que aún llevaba la cartera y no le habían robado nada, y se tropezó con las llaves.

Ah, sí.

Ahora tenía casa, lo había olvidado.

- Vivo con el Arcángel Miguel – dijo, exhalando una risa pastosa. Le gustaba escuchar su voz. Lo hacía todo más real – No, no, es Gabriel. ¿Ese era el de la espada de fuego?

Se arrastró por las calles como un espectro, sintiéndose invisible, deshecho y destruido. Las noches como aquella pasaban demasiado deprisa y terminaban recompensándole con una fría sensación de vacío.

“Soy un cascarón, la lustrosa piel de la fruta prohibida… que después de ser arrancada se pudre y arruga en el suelo seco. Los huesos de la tentación, eso soy. Cenizas del banquete. Eso soy.”

Lo repitió en voz alta hasta llegar al portal de su nuevo hogar. Para entonces, se sentía un poeta maravilloso.

Coló la llave y subió las escaleras intentando no hacer ruido. Al abrir la puerta del apartamento, encontró la oscuridad rota por las luces de la ciudad, que entraban por el cristal de la ventana. No se oía nada, pero la sombra frente al piano y el olor a sándalo y madera le confirmaron que el profesor estaba allí. No veía más que su negra silueta recortándose en las sombras. El piano estaba abierto y tenía los dedos sobre las teclas. Los movía, pero sin llegar a pulsar.

Cain cerró a su espalda y se guardó las llaves, tratando de no interrumpir lo que fuera. Luego se apoyó en la pared y se quedó mirando la curiosa imagen.

- ¿Por qué no tocas? – dijo al final, en voz muy baja.

La voz de Gabriel le llegó con suavidad.

- Estaba tocando el silencio.

Cain sonrió. Se movió con cuidado hasta el sofá y se acurrucó allí. Recordaba haber dormido en ese sofá la semana pasada, un descanso plácido y tranquilo como no había tenido en años. En algún momento, una melodía cristalina se había filtrado en sus oídos y le había acunado, y después se había hundido en el sueño como en los brazos de una madre. La piel del sofá era blanda y acogedora. Parecía un nido, cómodo y cálido. De repente se sentía seguro y tranquilo.

Cerró los ojos.

Al cabo de un instante, una nota suave se abrió paso en el silencio, apagada. Sólo una. Luego escuchó cerrarse la tapa del piano y los pasos suaves del profesor. Una puerta se abrió y se cerró.

“Ojalá hubiera tocado algo más”

Cain se resignó y se quedó dormido en el sofá. A las seis, se despertó sin saber por qué y se escurrió hacia su nueva habitación. Al pasar delante de la puerta de Gabriel, se quedó inmóvil, mirando fijamente el picaporte. Un extraño magnetismo le atraía poderosamente, y pensó que tal vez él estaba también detrás de la puerta, mirando el pomo. De repente, estuvo completamente seguro de que era así, de que el profesor escuchaba al otro lado. Puso la mano sobre la hoja de madera y acercó el oído. ¿Era una respiración?

Se sintió idiota de pronto y se apartó, colándose en su cuarto y cerrando por dentro.



.  .  .

© Hendelie

1 comentario:

  1. Cain cuanta autodestrucción ... supongo que esto tiene detras una historia .

    estos dos viviendo juntos va a ser muy interesante . cada vez me gusta mas Gabriel , espero que el profesor cuide del chico

    Gracias por el capitulo .


    Judith

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