miércoles, 21 de septiembre de 2011

Fuego y Acero - II: Sangre



II.- Sangre


Despertó con el frío. Le dolía la mandíbula y la tenía entumecida, le costó abrir un ojo. La noche había transcurrido blanca y sin sueños, también sin descanso. Le resultaba difícil recordar nada, y aún no había amanecido, a juzgar por la oscuridad reinante y esa lengua fría en el ambiente, que hacía presentir el alba aproximándose. Ni día ni noche.

Las horas confusas entre la vigilia y el sueño, y una figura borrosa, enorme, en la ventana.

- ¿Qué haces aún aquí? - acertó a mascullar en voz baja, arrastrándose hacia el lecho. También el brazo le dolía. Se lo frotó.

Tenía la sensación de haber quedado inconsciente en algún momento, agotado de tanto odiar, de su propia rabia que le había consumido desde dentro. Ahora le parecía estar revestido de un sudario helado debajo de la camisa de dormir, una impresión húmeda y vaporosa, gélida, desagradable. Similar al sudor frío de las fiebres. Trepó al colchón y arrojó los cojines a los lados de cualquier manera, sumergiéndose bajo el edredón de plumas, temblando y con el estómago del revés.

- Me haces enfermar. Vete ya - ordenó, en voz baja.

Quería estar solo.

- Cállate y duerme - respondió el susurro suave.

Driadan apretó los dientes, resoplando, y asomó la cabeza entre los almohadones. Una silueta corpulenta recortada en el arco ojival, y más allá, la noche estrellada. Una noche que no lo es, que casi es madrugada, un añil sucio y brumoso que dota de irrealidad a la luz y a la oscuridad. Podría ser un sueño.

- Yo doy las órdenes. Tú eres el esclavo.

No era consciente de lo poco convincente que sonaba su voz cansada.

- Estas cadenas no son nada. No soy tu esclavo. Nunca lo seré.
- Volveré a golpearte si no obedeces.
- Y yo a ti si me golpeas. Te arrojaré por la ventana.
- ...

¿Qué demonios? Parpadeó y se sentó sobre las sábanas, frotándose el ojo. Es cierto. Le había golpeado antes, cuando... "Te odio, te odio". Le arrojaría por la ventana.

- ¿Y por qué no lo has hecho mientras estaba inconsciente, perro?

La figura se volteó, y los ojos azules, oscuros y brillantes, relampaguearon en la penumbra. Era como ver moverse a una montaña enfundada en pieles, con el tintineo de las esposas de acero.

- No eres rival para mí. Aún tengo honor. No como vosotros. Es de cobardes asesinar a un crío indefenso. Pero si sigues provocándome, el honor pesará menos que tu agravio. Tenlo en cuenta.

Driadan tragó saliva. Estaba algo asustado, ahora sí. La mirada le laceraba desde la distancia, y sus palabras átonas caían en sus oídos como rocas pesadas, densas. Una maraña de bilis amarga se enredó en su garganta, y se arrebujó en las sábanas.

- Así que es eso... - escupió con desprecio, en el susurro débil - Eres como él. Un crío indefenso, ¿no?, pusilánime y blando, delicado y frágil como una mujerzuela.

El hombre de la ventana arqueó la ceja, de nuevo con gesto de extrañeza.

- Por eso te ha humillado tanto que te reclame como esclavo, por eso no grabaste mis facciones en tu memoria para llevárselas a los dioses. Pues estás atado a mí. No importa si me golpeas o me hieres, nunca diré nada. No te darán muerte por mis palabras. Eres mi esclavo, y aunque no lo seas... tampoco eres libre.

Sonrió con malicia al ver de nuevo la tormenta en esos ojos, un destello virulento más allá de las sombras desdibujadas y la cabellera revuelta. Le estaba provocando, sí, pero sabía que había acertado de lleno.

- No aguantarás mucho - el susurro cortante, grave, de ira contenida. - Estás hecho de barro.
- Estás atado a mi para siempre, y mientras aguante, no escaparás... y no vas a matarme porque soy un pobre crío indefenso. Eso has dicho, ¿no?.

Se le cortó el aire en la garganta y se apretó contra el colchón, con los ojos desorbitados. El hombre había saltado hasta la cama, atravesando los doseles, que se agitaban tras la irrupción de su figura, y agazapado, había cerrado los dedos en su cuello. Había sido un salto sorprendentemente ágil, un movimiento inesperado que le hizo ahogar un grito al ver ese rostro crispado tras las hebras de cabello.

- Agh... pe...rro... - resolló, cerrando las manos en las muñecas engrilletadas. Los dedos le quemaban en la piel, apretaban la carne. No podía respirar. Forcejeó bajo su cuerpo, y una pierna pesada le aplastó las rodillas, haciéndole sofocar una nueva exclamación de dolor.

- No voy a matarte. Pero puedo hacer que quieras morir.

El aliento restalló en sus mejillas. Las palabras del hombre del mar eran como cuchillas afiladas a pesar de su tono bajo, pausado. Empezaba a marearse por la falta de oxígeno, y creía tener un armario derribado sobre las piernas. Rechinó los dientes, y aún asfixiándose, le escupió. El hombre gruñó y le soltó para abofetearle.

- ¿Eso es ... todo... perro? - logró articular. El aire silbaba en su garganta mientras lo tomaba a bocanadas. Se ladeó, tratando de escapar, con las mejillas ardiendo.

- No os enseñan modales en las tierras civilizadas, puedo ver - fue la lacónica respuesta. - Si tu padre rey no trabaja, tendré que hacer yo.
- Arde en el infier... ¡Agh!

Se retorcía, golpeándole con los codos. Las sábanas se le enredaban en los tobillos, la camisa se le había subido hasta los muslos y no conseguía sacárselo de encima. Le destrozaba las piernas con su peso, y en su forcejeo, solo consiguió que las manos esposadas le atraparan por las muñecas, por encima de su cabeza. Le miró con furia. La brisa se coló por el ventanal, agitó la despeinada melena del esclavo, removió el aroma salado y lo introdujo al fondo de sus fosas nasales, dándole la sensación de estar bajo el agua. Tenía el corazón desbocado por el esfuerzo, la tensión, el miedo y la rabia punzante, y sin embargo, el maldito esclavo sólo parecía algo molesto. Algo.

- Calla de una vez.

En esa posición, con ambas manos encadenadas, él no podía golpearle. Pero Driadan tampoco. Desesperado, gruñó y se impulsó hacia adelante, levantando la cabeza para morderle. Sintió el roce del vello sobre los labios y los dientes, y luego la carne caliente, la saliva salada. Cerró las mandíbulas y tiró. Le escuchó resollar y un gruñido gutural, cuando le soltó las manos para volver a sujetarle del cuello. Sólo entonces separó los dientes y dejó caer la cabeza.

Sabía a sangre.

- Agh... pe...rro
- Maldito desgraciado, qué...

Le tiró de los cabellos. Ahora sí, al parecer ahora le había enfadado. Le escuchaba respirar entre los dientes apretados, sisear con exasperación y mascullar palabras en su idioma. Trató de mover las piernas, de nuevo el forcejeo, y cuando el esclavo volvió a inmovilizarle, una vez más le mordió los labios.

Sabía a sangre.

La boca ardiente se movió sobre la suya y el esclavo le mordió a su vez, haciéndole dar un salto sobre el lecho y tragarse un grito. Le estaba destrozando las rodillas con las suyas, pero esta vez se negó a soltarle. Los dientes le horadaban la carne, le rasgaban la barbilla. Dolía. No importaba.

Su sangre se mezcló con la del esclavo, el olor del mar le inundó. Intentó apartarle empujando con su cuerpo, con un movimiento desesperado, gimiendo quedamente. Fue como estrellarse contra un muro de piedra. Los tendones se tensaron y le provocaron un calambre en todo el cuerpo.

- Ard....enelinf.... - no podía hablar.

Lágrimas de furia estallaron y se escaparon por sus mejillas, pero no cejó. Siguió mordiéndole, retorciéndose como una anguila atrapada. Le estaba devorando, aplastándole y destrozándole, pero no iba a claudicar. Su respiración se desacompasó y sintió el tirón en algún lugar, algo completamente absurdo en esa situación. Un calor intenso en el vientre y un mareo de excitación. Abrió la boca, le rozó con la lengua y dejó de debatirse, relajando los brazos. Los músculos del esclavo se tensaron con la caricia, y percibió el estupor gélido y frío cuando detuvo el combate.

Sabía a sangre... y la sangre se escurría por su lengua. El aliento le picaba en los labios heridos.

El hombre dio un respingo y le miró, alerta, con un recelo instintivo, incorporándose a medias.

- ¿No puedes con esto? - le provocó Driadan, jadeando, con las manos apretadas contra la almohada, entre los dedos del esclavo. - Así pues voy a vencerte con besos y no con golpes.

Los ojos azules volvieron a centellear.

- Inconsciente necio.

Apenas se dio cuenta, fue como una tempestad. Le arrolló con su boca, sin soltarle las muñecas, hundiéndose hasta la garganta y anegándole con el perfume oceánico, impidiéndole casi respirar. Driadan enroscó la lengua en la suya, le arañó con los dientes. Y cuando sus piernas se liberaron, las del esclavo le separaron las rodillas.

Entonces sí le atenazó el miedo y le hizo temblar. Era orgulloso. Pero no tanto.

- Basta... no... no... - consiguió gemir, esta vez sí, debatiéndose con verdadera desesperación.

El cuerpo firme se apretaba contra él, le rozaba por todas partes, le incrustaba en la cama. Los dientes se cerraron en su cuello. Lo que iba a hacer... lo iba a hacer. La angustia se anudó como un cepo con la certeza de que llegaría tan lejos como fuera preciso, le provocó náuseas.

- Por favor - suplicó, con los ojos desorbitados. - Basta, basta, basta... ¡No lo hagas!

Los labios se acercaron a su oído, y el esclavo se detuvo.

- Es una advertencia. Y sólo las doy una vez - el susurro grave, aséptico. - ¿Has entendido?
- Sí...

Estaba temblando. Las lágrimas le enturbiaron la visión.

- El sabio conoce que lo que siembra recoge. Un dicho de mi tierra. ¿Lo recordarás?
- Sí...
- Bien.

El esclavo le soltó y se levantó como si nada, regresando a la ventana. Le dio la espalda, sacudiéndose la ropa.

- Ahora, duerme.

El príncipe le miró. Abrazó un cojín. Se dio la vuelta y cerró los ojos, tratando de sosegar los espasmos y el sudor frío, incapaz ya de conciliar el sueño, de hacer otra cosa que no fuera llorar en silencio. Lágrimas saladas como el mar, que no se detenían. Había perdido, se había rendido. Sabía que ya no había vuelta atrás, y que las cadenas que le unían a Ioren - "se llama Ioren", recordó - también le convertían a él en un esclavo. Se preguntó hasta dónde sería capaz de sostener su orgullo, si es que podía empuñarlo aún.

"Desearás estar muerto"

En aquel momento, lo deseaba. El lema de su familia era claro. No hay más derrota que la rendición, y Driadan había cosechado la primera de su vida.

. . .

© Hendelie

4 comentarios:

  1. ¡Me encantó! Espero que lo continues pronto :)

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  2. Oh! esta genial, es una historia atrapante con personajes muy bien construidos, me encanta no puedo esperar por leer más :D!

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  3. uff esto va a ser intenso !!!

    tenia planeado leer un par de capitulos y dejarlo para otro momento pero la historia te atrapa ...
    Esta genial.

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  4. ¡No puedo creerlo! A penas leí el segundo capítulo y ya no puedo dejar de leer. :)
    ¡Excelente! :)

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