martes, 25 de octubre de 2011

Fuego y Acero IV : Traición

IV- Traición


Era de noche en Nirala. El Palacio Real dormitaba, reposando sobre sus columnas. Habitaciones cerradas y velas apagadas. Los guardias nocturnos se apoyaban distraídamente en los muros. Los largos pasillos mostraban sus pendones ondeantes y la brisa fresca traía el aroma lejano de las montañas; en el mármol pulido destellaban pálidamente la luna y las estrellas con haces blancos que atravesaban los tragaluces, las ventanas amplias con cortinajes. Corredores desiertos y calma nocturna.

Muy abajo, donde nunca había tranquilidad, entre los gruesos muros de la prisión, Ioren acercaba el rostro al ventanuco enrejado. Apenas unos palmos que abrían su mundo al exterior, desde donde todavía podía atisbar el firmamento. Habían pasado diez días. Miraba al cielo, con los ojos entrecerrados, buscando el astro azul, como cada noche, sin éxito. En las visiones de la Lectora de Runas aparecía una estrella azul que él debía seguir si quería alcanzar de nuevo la libertad.

Las paredes de un castillo son sabias. Sobre sus superficies se dibujan las siluetas a la luz de antorchas y candelabros, resuenan las voces. Conocen ellas los anhelos más secretos, los actos más ocultos. Nada se les puede ocultar, y entre su poderosa roca guardan historias de pasiones y traiciones. Como un teatro de sombras chinescas, generación tras generación contemplan la caída y alzamiento de las casas, las infidelidades y las historias de amor, el horror y la grandeza. Recogen los anhelos y esperanzas en los susurros a media voz. Ioren leía las historias de los muros de aquel castillo, de aquella celda, pero Nirala nunca tendría la suya grabada en la roca. Él era un hombre del mar. Su historia no estaba hecha para guardarse entre muros.

Los pasos resonaron, botas pesadas, y luego un tintineo de llaves. El suelo proyectó alargadas sombras. Un chirrido de la puerta y cinco siluetas. Se volvió a mirarlas. Cinco caballeros embozados se colocaron en círculo a su alrededor. No les reconoció, y les contempló detenidamente, tranquilo, a la expectativa. No tenía miedo.

- Ioren Raur, ¿Quieres ser libre? - susurró el primero de ellos.

Meditó un instante en silencio, sin moverse de su sitio. Había aprendido desde su más tierna infancia las virtudes del búho: ojos abiertos, oídos atentos y mente veloz, por eso no tardó en entrever lo que esa visita significaba y reconocer la esperada señal. ¿Acaso no era esto lo que las predicciones le habían mostrado por medio de las runas? Tomó aire lentamente, volvió los ojos hacia los encapuchados.

- ¿Qué queréis de mí?

- Que tomes venganza - dijo el hombre que había hablado, apartándose la caperuza. Una cascada de cabellos rubios se desprendió por sus hombros, la tez pálida, aristocrática, se reveló entre las sombras de su atuendo.

- Para eso necesitaría una espada - dijo Ioren.

El hombre rubio sonrió. Hizo una señal a los carceleros, que se acercaron con cierta reticencia, y Ioren extendió las muñecas ante sí. Acercaron la ganzúa y los grilletes se abrieron con un sonido que se le antojó dulce a los oídos , entre el silencio roto por las respiraciones desacompasadas de la peculiar reunión. Cuando fueron retiradas las cadenas, todos aguardaron un instante en la oscuridad, los caballeros con las manos en la empuñadura, alerta y desconfiados. Él se miraba las manos. Se frotó la piel surcada por rojas estrías, sumido en sus pensamientos.

- Diremos que escapaste - dijo otro de los hombres embozados. - Que asesinaste al joven príncipe y te diste a la fuga.

Asintió, en silencio, y repitió.

- Dadme una espada.

- No la necesitarás. Nosotros podemos hacerlo por t...

- No.

Los caballeros se miraron. El que se había descubierto asintió con ligereza y señaló el cinto de uno de sus camaradas, quien tendió la vaina cerrada a Ioren. El hombre del mar la tomó. Era demasiado ligera. Sostuvo la empuñadura y desnudó el acero de su funda, observando el resplandor de la hoja bajo la luna descolorida. No estaba mal.

- Intenta que no te maten por el camino - dijo quien le había cedido la espada. Llevaba un fardo a la espalda, del que extrajo una amplia capa oscura con caperuza y un tabardo igual al que ellos portaban. - Esto te servirá para no llamar la atención, pero deshazte del emblema cuando llegues al ala de los aposentos reales.

Ioren no respondió. Se puso la sobrevesta y se envolvió en la capa, echándose la caperuza sobre el rostro. Le estaba corta, el bajo apenas le llegaba a las pantorrillas. Cuando los caballeros se apartaron, cruzó los corredores a paso tranquilo, con la espada en la mano, oculta bajo el negro manto. Los centinelas de las prisiones le prestaron escasa atención.

Los muros de un castillo son guardianes de secretos. Ioren recorrió, silencioso, las galerías. No estaba nervioso ni excitado, ni siquiera eufórico, pero una cálida satisfacción le templaba los músculos al verse despojado del liviano peso de los grilletes. Respiró profundamente al alcanzar el patio y volvió la mirada hacia el cielo una última vez, protegido por las sombras de las cuadras.

- Cabalga la estrella azul... - murmuró, escuchando el silencio, buscando el arrullo del mar en la lejanía, en su propio corazón, con los párpados entrecerrados. Las palabras de Kraakha volvían a él con claridad meridiana - cabalga la estrella azul que rompe el cautiverio, y abandona su estela para remontar el océano...

"Podemos hacerlo por ti", habían dicho los hombres.

Valoró sus opciones. Un chico muerto sólo significaría un destino sin cumplir. Ioren Raur había nacido de la sangre más alta entre los hijos del Mar, y ningún hombre de honor rehúye su destino con bajeza, ningún valiente se esconde de lo que los hados le deparan, ni teme a la muerte, sino que la busca cada día, aguardando la entrada en las Salas de los Dioses con el espíritu alto y el corazón alegre. Se arrancó del pecho el tabardo de la casa Starling y lo arrojó al centro del patio, respiró tres veces y corrió, como una sombra ágil y corpulenta, hacia las estancias reales.

Sobre las baldosas, la prenda quedó reposando, con el emblema de los traidores reluciendo bajo la luna: estrella azur de ocho puntas sobre fondo de plata.

. . .


Driadan estaba hundido en un sueño sin imágenes cuando despertó sobresaltado. Se incorporó de los cojines, frotándose los ojos y murmurando entre dientes. ¿Qué era esa caricia gélida repentina?. El viento penetraba a raudales por la ventana abierta. Suspirando con hastío, salió de la cama y se acercó a cerrarla. Juraría que la había dejado trabada antes de irse a la cama, aunque puede que se equivocara. Los cortinajes se agitaban en la oscuridad.

- Parece que va a llover - murmuró, rozando la hoja de madera con los dedos.

- Sangre.

La mano se cerró sobre su boca, dedos férreos apretándole las mejillas. Un brazo le rodeó el torso, inmovilizándole. Se tensó, dando un respingo, y el corazón se desprendió hacia su estómago, luego subió hasta sus sienes y comenzó a retumbar con virulencia. Olor a salitre, el calor de su pecho contra su espalda y la voz susurrante en su oído. "Voy a morir", pensó, con una certeza que no podía negarse a sí mismo. Se revolvía, intentando liberarse de la presa, pero el esclavo, que había perdido sus cadenas misteriosamente, apuntaló un pie en el alféizar y se encaramó a él, sin soltarle, manteniéndole en vilo apretado contra su cuerpo. Ioren había amenazado con arrojarle al vacío noches atrás, en sus aposentos. Al despegar los párpados y observar las baldosas y el foso al otro lado, el mundo empezó a dar vueltas. "Lo va a hacer". Rezó por que sólo fuera una pesadilla.

- Hoy va a llover sangre, criatura - repitió el hombre del mar. - Deja de retorcerte como culebra. No lo pones fácil.

Le mordió la mano con todas sus fuerzas, desesperado, hasta abrirle una herida. Ioren espetó una maldición y la apartó. Driadan resolló y tomó aire, ahogándose, tragando los sollozos y el pánico.

- Perro bastardo, suéltame - susurró.

- Desgraciado - Ioren se miró los dedos ensangrentados. Driadan sintió un escalofrío cuando el aliento ardiente le rozó la oreja. - Eres absurdo. En vez de gritar pidiendo auxilio, me amenazas en susurros. Me exasperas.

- Si vas a despeñarme, hazlo ya. No pienso gritar.

- La estrella azul te quiere muerto.

Driadan dejó de debatirse. El viento le golpeaba con fuerza, y no sabía como demonios hacía Ioren para mantenerse en pie en el estrecho espacio del vano, azotado por el aire que traía el perfume de la lluvia y con el cabello revuelto, sosteniéndole al tiempo. Puso los pies sobre los suyos, jadeando a causa del desasosiego. "La estrella azul te quiere muerto".

- Ellos te... ellos te han soltado - susurró de nuevo.

- Ellos me han soltado.

- Y has venido a matarme.

- He venido a hacerte un hombre - dijo la voz grave, como el gruñido equívoco de un león.

El viento se alzó con un envite más poderoso. Las cortinas se pegaron a la pared, silbó con un aullido plañidero, y empezó a escuchar el metal y los gritos, los ruidos de botas, los pasos. Algunas ventanas se iluminaron con el tibio resplandor de antorchas y velas.

- Starling se alzará con el poder - prosiguió el hombre del mar - No sé si van a matar a tu padre, o casar hijas para buscar nuevo heredero. Pero tienen a la guardia. Lloverá sangre.

- No... no te entiendo... ¿como sabes todo eso, cómo... ? - murmuró Driadan, con voz trémula.

- Conoce a tu enemigo. Nosotros aprendimos todo de Nirala y las casas. Quién puede traicionar. Qué perro lame, qué perro muerde. Vives en nido de víboras, los hombres de la montaña no conocen el honor.

Quizá solo era una pesadilla. El ulular del vendaval y las voces, las botas que se acercaban, los golpes en la puerta, las palabras adivinadas entre los gritos. "Escapó... por aquí... matar al príncipe... robó una espada... guardias muertos". Driadan no tardó en formarse la imagen. Ioren era la excusa de los Starling para justificar su muerte, los Starling que tenían el mayor ejército de las casas nobiliarias del reino, los Starling que se las habían arreglado para permanecer al margen de los combates con los hombres del Mar, los Starling que agasajaban a su padre más que ninguna otra casa.

- ¿Qué vas a hacer?

- No eres rey. No eres príncipe. Ahora, empieza a ser hombre. Y cuando seas hombre, podrás volver aquí y tomar tu reino y tu corona.

Y le empujó.

El ulular del viento, y el abrazo del vacío. Driadan apretó los dientes, intentando no gritar, como se había prometido a sí mismo, pero no le sirvió de nada. Se escuchó quebrando la garganta, rasgándose con su propio chillido y con el corazón golpeándole las venas como un ejército al galope, hirviendo de adrenalina, viendo cómo el espacio se volvía pequeño y su cuerpo sólo parecía un muñeco de trapo. Y al estrellarse contra las gélidas aguas del negro foso, ellas se metieron en su boca, se colaron por su nariz, inundaron sus ojos y sus oídos. Algo le agarró de la pierna, tirando. Todo se convirtió en un infinito frío y mojado, y su último pensamiento fue para su padre.

. . .

Sabía que no era un foso estanco. Es lo primero que había notado cuando le llevaron prisionero al castillo, que el agua discurría bajo los sucesivos puentes, yendo a parar a una suerte de drenaje adyacente a las murallas. Sacó a flote el cuerpo del chico, y empleó pocos segundos en comprobar si estaba consciente. Chasqueó la lengua al ver que no era así.

- Estás hecho de barro... - murmuró.

Se dio el pequeño placer de agarrarle de los cabellos mientras nadaba, pegado a las paredes de piedra y ocultándose en la sombra, rumbo al exterior. Entretanto, en los patios y los corredores resonaban las exclamaciones. El chocar de los aceros pronto cubrió el reino de Nirala, y Ioren miró de reojo el amasijo de camisón, pelo negro y rostro pálido del príncipe, que flotaba indignamente sobre las aguas oscuras. Podría hundirle la cabeza en el agua ahora y acabar. Pero ningún hombre de honor rehúye su destino con bajeza. Ningún valiente se esconde de lo que los hados le deparan, ni teme a la muerte, sino que la busca cada día, aguardando la entrada en las Salas de los Dioses con el espíritu alto y el corazón alegre.

Suspiró y siguió nadando, arrastrando aquel fardo inservible y tragándose su desprecio, esperando que mereciera la pena el sacrificio si algún día podía llegar a respetar a la mano que debía poner fin a sus días.

. . .

© Hendelie


2 comentarios:

  1. me gusta mucho esa expresión : "estas hecho de barro".

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  2. Todavia no comprendo mucho a Ioren

    ¿quien salvaria al hombre que será responsable de su propia muerte ?
    Ioren me gusta mucho Se desdibuja la nobleza y valentia del fuerte guerrero, y Driadan no es más que un niñato consentido .

    Definitivamente LA NOVELA ME HA ENGANCHADO

    Judith

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