domingo, 13 de noviembre de 2011

Fuego y Acero X: Cadenas


10.- Cadenas

La lluvia le mojaba el rostro, entre el sueño inquieto y febril. Notaba el calor del cuerpo que le sostenía, los brazos vigorosos que le transportaban y la suave cadencia de la respiración, el aroma salado del esclavo que se arremolinaba a su alrededor. Ahora, entre la espesa niebla de la fiebre, era consciente. Le daba sed aquel maldito olor. Los ojos azules que entreveía entre los cabellos rojizos, la fibrosa anatomía le despertaba un hambre extraña, distinta a cuanto había conocido. Aún dolorido y sin ser demasiado consciente de su propio cuerpo, esa ácida mordedura le estaba abrasando por dentro con una avidez que era incapaz de entender.

Entreabrió los párpados, temblando. Enredó dos dedos finos en una arandela de malla, húmeda y fría. La lluvia repiqueteaba sobre las hojas, desgranando una sinfonía de murmullos suaves en sus oídos. A través de la cabellera cobriza, oscura a causa del agua que la empapaba, la mirada de Ioren regresó a él, entre la verde penumbra del bosque.

- Tengo frío - murmuró apenas.

El hombre del mar le estrechó con más vehemencia, acercándole a su pecho. Tenía los pies congelados, pero al menos aquel gesto le reconfortaba.

- Estoy enfermo, ¿no es así?

- Te pondrás bien.

- Es culpa tuya.

- Quizá.

Driadan esbozó una breve sonrisa. En aquel momento no tenía ganas de discutir ni pelear. La voz de Ioren seguía siendo suave y grave, aséptica como siempre. No quería pelear... sólo escucharle hablar. Que le consolara, tal vez que dijera que todo iría bien. Abrió los labios y dejó que la lluvia los humedeciera, lamiéndolos a continuación.

- Ioren...

Los pasos del hombre del mar se detuvieron, y la mirada grave le escrutó.

- Ioren, yo...

¿Qué iba a decir? No lo sabía. Tenía la impresión de que la fiebre terminaría por llevarle, sin atención médica terminaría por morir. Y puede que fuera ese pensamiento, o que realmente deseaba disculparse, decir algo, darle palabras que no era capaz de encontrar, más allá del odio, la envidia y la rabia, algo que no podía definir, brillante entre todo aquel nudo espinoso de emociones crueles. El hombre del mar debió adivinar algo, porque su mirada se reavivó y apartó la vista.

- Mejor quédate callado.

- No... no es... quiero...

- Estás enfermo. Quédate callado. Habla cuando sepas qué dices.

- Pero...

- Así no cambias de idea - le interrumpió Ioren, rehuyendo su rostro - Lo que digas, estás seguro. No desvarías.

- No estoy desvariando... ¿Quieres escuchar, por favor? - murmuró de nuevo, consciente de que su tono era demasiado suave, casi íntimo.

- No, la verdad, no.

Su esclavo se tensó repentinamente. Estaba incómodo, y parecía enfadado por algo. Mantenía el ceño fruncido. Entonces Driadan lo oyó. Un sonido extraño.

- Escucha.

- No es momento.

- ¡A mi no! Escucha.

Driadan se revolvió en sus brazos, inquieto. No era el rumor de la lluvia, era algo mas allá, un sonido que se acercaba. Eran cascos de caballos. Ioren maldijo entre dientes, buscando con la mirada, entre la tierra verde y los helechos, algún escondite. Una mano brusca se cerró sobre la del príncipe y tiró con vehemencia, arrancándole el anillo de titanio, símbolo de su casa y de su estirpe. El cuerpo firme se tensó cuando le dejó entre un matorral espinoso, que le arañó la piel a través del camisón.

- No me dejes aquí... - susurró Driadan, repentinamente lúcido. El peligro se le anudaba en la garganta.

- Aguanta. - El esclavo le arrojó la capa y la espada y le dedicó una última mirada, dura y grave. - Si te ven, pelea. Hasta el último aliento.

- No te vayas - replicó desesperadamente - no me dejes aquí, perro traicionero...

Se revolvió entre los espinos, luchando contra la mano que le aplastaba los cabellos para ocultarle en el follaje. Las voces y los relinchos de los corceles parecían retumbar.

- Quédate oculto, desgraciado. ¡Quédate ahí! - le apremió con brusquedad.

- No, no... no voy a esconderme...

El silbido del acero al desenvainar elevó su canto en el claro. Ioren se dio la vuelta, gruñendo, y la cabellera llameante desapareció.

- ¡Un hombre! - gritó una voz desconocida - ¡Aquí est.... argh...!

Driadan se encogió, abrazándose las rodillas y maldiciendo en silencio. Las ramas retorcidas le cubrían, se agitaban las hojas, al contraluz de los cuerpos que combatían cerca. Un relincho cercano y el galope al detenerse. Alargó la mano hacia la espada y se aplastó contra las raíces del arbusto, observando los pies de los guerreros que corrían, se movían y atacaban.

- Es un bárbaro. ¡Atrapadle!

- Cuidado.

- Va desarmado.

- ¡Dioses!

Driadan cerró los ojos un instante, con el corazón martilleándole en las sienes. Había escuchado el gruñido y el sonido del hueso al quebrarse. Un cuerpo moreno, enfundado en cuero y malla, cayó a su lado, sangrando por la boca y con media cara destrozada. Tenía los párpados abiertos y los ojos en blanco. Uno de ellos se deshacía, fluyendo hacia el suelo, y su cráneo parecía demasiado estrecho, aplastado o roto.

- ¡Reducidle! ¡Reducidle!

Metal silbando y violentos impactos, el tintineo de las anillas, puñetazos sordos, exclamaciones de dolor y resuellos. Agarró la empuñadura, apretando los dientes, cuando el combate y los forcejeos se hicieron más vehementes.

- ¡Echadle abajo, maldita sea!

- ¡Aaaargh!

- Sagthar ... ¡no ruath menkval! - exclamó el hombre del mar, entre la respiración entrecortada

- ¡Ahora!

Sonó como si tumbaran a un caballo cuando derribaron a Ioren al suelo, entre golpes y jadeos que poco a poco se sosegaron. Desde su posición, Driadan sólo veía al muerto, el bulto ensangrentado inmóvil sobre la hierba, y las rodillas y piernas de los asaltantes. También la silueta de una figura enorme, tendida más allá, y un jirón de cabellera llameante.

- Por todos los demonios que ha prestado batalla este perro - resolló una voz insidiosa, de acento extraño.

Un par de pies enfundados en botas de cuero, extrañas y curvadas en la punta, se acercaron. Varios filos de acero destellaban sobre la maraña de cabellos rojizos, apuntándole, y otros pares de botas le pisaban, manos enguantadas le mantenían contra el suelo. Estaban amontonados sobre él para evitar que se moviera, y aun así, Ioren se movía, revolviéndose en vano.

- ¿Tienes nombre?

El hombre del mar escupió como única respuesta.

- Espléndido. Encadenadle y llevadle al barco.

- No...

Driadan tragó saliva. Tenía la espada aferrada con tanta fuerza que le dolían los nudillos. Estaba mareado, medio muerto de frío, pero le había escuchado. Y no solo él. También todos los demás. Alguien rió burlonamente y el tintineo de los eslabones se extendió como una maldición en la foresta.

- ¿No? ¿Cómo que no?
- No... - de nuevo el susurro - no... mátame ya... mátame ahora...

Le estaba mirando. Los ojos azules destellaban, preñados del desesperado ardor de un animal acorralado. Le estaba mirando. Veía sus pupilas empañadas detrás de los mechones de cabello apelmazado, ensangrentado, la expresión dolorida en su rostro. Aun febril, Driadan lo comprendió. Entendió la humillación, la profunda herida de la esclavitud, el terrible sufrimiento que significaba para aquel hombre extraño y lejano, para su orgullo y su honor, portar cadenas, dijera él lo que dijese. Y lo entendió con una claridad que nunca antes había experimentado.

- No vamos a matarte, bárbaro - dijo otra voz. - Vales demasiado. Seguro que nos dan un par de buenas bolsas de oro por ti en Shalama.

Shalama. La ciudad de los esclavistas, en occidente. Allí donde todo hombre, mujer y niño tenía un precio, allí donde la libertad se pesaba en oro y hasta los reyes podían ser derrocados y vendidos. "Dadme fuerzas, dioses de mis padres", pensó el príncipe, cerrando los ojos un instante.

- No... ¡No!

- No te revuelvas, bastardo...

Era suyo. Él le había reclamado, llevaba su sello en el brazo, le pertenecía, y sus destinos estaban unidos. No podía permitir eso. Nunca. Antes morir. Escuchó su propio grito al salir del matorral. Las púas del ramaje le arañaron las piernas y los brazos cuando se precipitó hacia los hombres, blandiendo la espada, como un tigre hambriento. La neblina de la ira le cubría la vista cuando atravesó el cuello del tipo inclinado sobre Ioren, que sin tiempo a reaccionar, abrió los ojos y la boca, deshaciéndose su rostro en un mar de sangre.

- ¿Pero qué...?

- ¡A ellos! - bramó el extranjero de las botas curvas, rabioso - ¡A ellos! ¡Atrapadles, perros!

Las cadenas cayeron al suelo. El hombre del mar exhaló un bramido furioso, forcejeando contra sus captores, hundiendo los dientes y retorciéndoles los miembros como si fueran de mantequilla. Driadan se escurría entre las figuras de los guerreros, tambaleándose de un lado a otro, mientras buscaba más carne donde clavar la espada y la sangre salpicaba a su alrededor a cada tajo desesperado, en cada finta iracunda.

- ¡Fuego y acero! ¡Fuego y acero! - aullaba el príncipe, con el corazón cabalgándole en las venas y el universo rojo girando descontroladamente.

Tres cadáveres cayeron a sus pies, antes de que una masa confusa de brazos, manos, sables y garrotes se cernieran sobre él, derribándole. Le arrancaron la espada de las manos con un golpe y el suelo corrió a su encuentro demasiado rápido. Aún entonces, reconoció el calor y el aroma a sal que se interpuso entre su anatomía y las armas de los enemigos, cubriéndole en un abrazo protector. Gimió, aguantando un sollozo de frustración, arañando la tierra, con la mirada fija en la hoja reluciente, lejos de su alcance. Las siluetas de los rivales cubrieron con su sombra a los dos. Sólo entonces, con la amarga sensación de haberlo perdido todo, dejó que la debilidad de su cuerpo enfermo le cubriera lentamente, desarmado y derrotado.

Su padre solía decirlo, era el lema de la familia. No hay más derrota que la rendición. Y sin embargo, pese a haber luchado, la vida se empeñaba en demostrarle que había nacido vencido.

- Malditos salvajes... prendedles de una vez, antes de que maten a alguien más.

Mientras escuchaba los grilletes cerrarse en las muñecas de Ioren, su voz le llegó en un susurro quedo. Su aliento le rozó el oído.

- Te dije que te quedaras ahí...

- Levantadle. Arrastradle si es necesario.

La tibieza familiar fue arrancada de su espalda cuando los esclavistas tiraron del hombre del mar.

- Te dije que no iba a esconderme - replicó con un hilo de voz, sin esperanzas de que él le escuchara.

Alguien le retorció las manos a la espalda. Las sogas le mordieron las muñecas y los hombres le obligaron a ponerse en pie, alzándole por los cabellos. Dio un traspiés, buscando la mirada azul, con el aire arremolinándose en sus pulmones y presionando sobre el pecho con ansiedad. El hombre del mar, con el cabello sobre el rostro, aún tenía los dientes apretados y el gesto firme. Miraba a los combatientes uno a uno, memorizando sus facciones con aquel gesto gélido y aterrador. Después, sus ojos se encontraron durante un instante.

- Llevadlos al barco.

- Que vuestros dioses se apiaden de vosotros - murmuró Driadan, aún resistiéndose cuando tiraron de sus cuerdas. - Porque yo no lo haré.

Caminó a duras penas al final de la fila, engullendo a largos tragos la copa infecta que de nuevo se le tendía, masticando el odio nuevo y naciente que parecía corroerle el interior. Ardiente como una llama. Enfermizo como la fiebre. Virulento y cruel, aprendió a anestesiarlo y congelarlo hasta que pudiera despertarlo de nuevo con el cuerno resonante de la venganza.


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3 comentarios:

  1. owo qué genial!

    Leí los últimos tres capítulos juntos y me dejaron sin palabras. Me encanta cómo va yendo la historia; muy bien narrada.

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  2. omggg ¡qué giro más insospechado! OO No puedo imaginarme que pasará ahora pero Dios como odio a los Starling (grrrrr)

    Me preguntó por la magia que utilizó Ioren ¿es medio brujo o alguna cosa asín? Pobre fue de nuevo humillado U_U Si le matan, sus dioses tendrán muchos rostros para enviar a los hijos de los hombres del mar xDD

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  3. No le va a venir mal a Driadan probar un poco de su propia medicina , parece que por fin se da cuenta de lo que significa ser un esclavo.
    MUY BUENO EL CAPI

    Judith

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