miércoles, 14 de diciembre de 2011

Flores de Asfalto: El Despertar - XIII

A flor de piel


1 de Febrero – Cain

De rodillas, con el torso inclinado sobre el borde de la bañera, estaba besando al profesor.

Podía atisbar por el rabillo del ojo el reflejo de la luz en el espejo del baño. El grifo de la bañera goteaba y el murmullo del agua, que se agitaba al más leve movimiento de Cain, hacía eco en los baldosines blancos, inmaculados como todo lo era en aquel apartamento.

Cual si quisiera componer un cuadro perfecto, Cain recogía todas las impresiones de ese instante atemporal: la precisa inclinación del cepillo de dientes en el vaso que había sobre el lavabo, la arruga que formaba una toalla en el toallero, cómo se fragmentaba la luz sobre el cabello del profesor, arrancándole el brillo de bronce y oro viejo al color de su pelo. El perfume de Gabriel, ya familiar y hogareño como un abrazo de madre, le envolvía, entremezclado con notas de jabón neutro. Descubrió, al tenerle tan cerca ahora, nuevos matices en su aroma de madera y sándalo: resina, incienso, frutos secos. Y la suave caricia de su aliento sobre sus labios, el calor rotundo de sus brazos, que le estrechaban con vehemencia…

Hacía ya largo rato que se prolongaba aquel beso suspendido, hilvanado, de caricias sutiles y lenguas cautelosas. Cain se había estremecido como un niño inexperto con el primer roce de sus labios, obtenido en respuesta al suyo, irreflexivo y espontáneo. Ahora, aquel temblor del corazón se extendía por sus venas, almíbar espeso y caliente que templaba su piel y le ruborizaba las mejillas de pura emoción. Segundo a segundo, minuto a minuto, el contacto se prolongaba, y aquel beso extraño, primerizo, se desliaba lentamente como una madeja.

Los brazos de Gabriel eran duros y firmes. Le rodeaban los suyos, le arropaban los hombros y la espalda. Su pecho reposaba contra el del profesor y podía escuchar con claridad cada uno de sus latidos poderosos. Al abrazarle así, Gabriel se había empapado la camiseta, y debajo de la tela mojada podía percibir con claridad la tibieza de su carne, la geografía de su anatomía trabajada. Con los párpados caídos y el corazón derritiéndose, Cain apenas se atrevía a dar más de sí en ese beso lento y dedicado, temiendo el instante en que se rompiera, en el que el profesor se alejara.

No entendía sus sentimientos en ese instante mágico. La confusión y la maravilla se entretejían: ¿Cómo podía querer besar de nuevo a un hombre después de lo que vivió en los días pasados? ¿Cómo podía besar a este hombre en concreto, a su Arcángel Miguel particular, y permitir que probara sus labios pecadores e indignos? Quizá porque era un perdido y le daba exactamente igual todo eso cuando su corazón y sus instintos le apremiaban. O tal vez porque no podía, ni aunque se esforzara en buscarlo, encontrar nada de malo, de sucio o de perverso en lo que estaba sucediendo. No le parecía peligroso, ni siquiera al recordarse que, al fin y al cabo, no conocía a Gabriel en absoluto. A pesar del tiempo compartido, de las experiencias que habían tenido juntos – que si no eran muchas sí que le habían resultado intensas – no sabía nada de él. Sólo algunos detalles que no le permitían hacerse una imagen clara del profesor. Pero en ese momento, nada de eso le producía otra cosa que una punzada trémula de incertidumbre, que se fundía con la emoción sobrecogida. Estaban sucediendo cosas mucho más vitales en su alma, en su corazón.
Sabía que Gabriel le gustaba. Ahora podía tenerle como nunca le había tenido, alcanzarle de una manera física por primera vez. Y estaba disfrutando de cada átomo, de cada sensación, como si fuera la última.

Las lágrimas se le habían detenido en los ojos cuando Gabriel le rozó los labios con la lengua. Devolviéndole la caricia descubrió su sabor: adulto, varonil, un poco amargo al principio y después con el regusto áspero y rico de las nueces, las almendras y algo parecido a los dátiles negros. Exploraba aquellos trazos  con una mezcla de reverencia y nostalgia, como si le recordaran a algo que trasponía más allá de la memoria consciente. La barba naciente de Gabriel le rozaba las mejillas y le arañaba suavemente la línea de la mandíbula. Su aliento perfumado moría en sus labios en un hilo débil cada vez que éstos se separaban de los suyos. Su presencia pesaba, cálida y solar. Irradiaba fortaleza, como una silueta de montaña. Lentamente, Cain se aferró a ella, desanudando los dedos que mantenía crispados y deslizándolos detrás de la nuca del profesor.

Gabriel tomó aire con un suspiro contenido y se adentró en su boca con un ademán calculado y lento. Cain le abrió paso, separando los labios y recibiéndole con una nueva oleada de excitación en su interior. El beso se volvió profundo y sentido, se fue tiñendo de entrega con un punto de rudeza. Aquel matiz no asustó a Cain. Podía vislumbrar que había más, detrás de todo eso. Quería saber qué era. Estaba empezando a atisbar algo, un destello del alma oculta de Gabriel que se escapaba en gotas rebeldes por las grietas de su prisión.

“¿Quién eres?” se preguntó, en silencio. Cerró los dedos en su pelo, estremecido. Aguantó un gemido de abandono mientras el beso que se derramaba sobre él se tornaba apasionado, conquistador, exigente. Y esto tampoco asustó a Cain. Había lidiado con hombres tiranos. Sabía reconocer un abuso, y lo que percibía en los gestos y ademanes de Gabriel no era tal cosa. Eran necesidad y anhelo, que habían sido tan oprimidos que ahora pugnaban por romper aquella prisión y mostrarse sin tapujos.

La lengua invasora se deslizó sobre la suya, se enredó en ella y la ungió, posesiva, arrolladora. Los labios de Gabriel presionaban sobre su boca y se abrieron para acariciarle con los dientes, morderle con un gesto contenido y sellarle de nuevo. Los brazos del profesor se crisparon en torno a su cuerpo y Cain sintió que se mareaba. El calor le estaba asfixiando, tenía el corazón desbocado y había clavado las uñas en la camiseta de Gabriel. Respondía al beso mientras su alma y su cuerpo también se abrían, acicateados por los estímulos, extrañamente renovados. Ellos también sabían que Gabriel era diferente. Era diferente. No era como ninguno de los demás. La necesidad se desveló en el alma de Cain y tendió los dedos hacia el exterior, tratando de alcanzarle, aullando de hambre y soledad.

Él podría… él sí podría curarle de aquella espantosa existencia, de tanta culpa, de sí mismo.

Se irguió un poco más para reclamarle a su vez en el beso ya casi febril, asfixiante, y al hacerlo, las manos del profesor – que habían matado a Lieren y después habían tocado en el piano la música del universo – ascendieron hasta su rostro y lo enmarcaron con los dedos. Gabriel apoyó la frente en la suya y rompió el beso, resollando. Cain aguantó la respiración y maldijo en su interior.

El profesor le habló sobre sus labios, en un susurro, con la voz ahogada y herida.

- Dime que pare… no dejes que te haga algo de lo que tenga que arrepentirme.

- No quiero que pares – replicó Cain al instante, tirando de sus cabellos hacia él, los dientes apretados y la desesperación flirteando con la ira en su tono de voz – No te alejes, no me hagas esto. Límpiame, ayúdame, castígame, consuélame… lo que sea, pero no te alejes ahora.

Se abalanzó sobre su boca, dispuesto a no permitir que una sola molécula de aire pudiera separarles. Seguramente Gabriel iba a replicar algo, porque bajo sus labios vibró la voz amordazada por el nuevo beso. Finalmente, ésta se rompió en un quejido débil, resignado y grave. Cain tiró de la camiseta hacia arriba. Gabriel sacó los brazos de las mangas, después la cabeza. Volvió a su boca precipitadamente, con un destello de fuego cristalino en la mirada azul. El chico se había quedado con la prenda entre las manos cuando se vio súbitamente arrancado de su lecho de agua - ya casi fría - y escuchó la sacudida de la tela al arrancar el profesor una toalla de la percha. La arrojó al suelo. Y tumbó a Cain sobre ella.

- Esto es un desastre – murmuró el profesor. Le estaba mirando, con las manos sobre las baldosas, a ambos lados de su rostro.

Antes de que Cain pudiera reaccionar, decir algo, de nuevo se habían unido sus bocas. “¿Por qué no tengo miedo?”, se preguntaba, mientras los besos se sucedían, cada vez más ardientes, más íntimos. Tenía el estómago encogido, sí, pero a causa de la emoción y la incertidumbre, de la expectación que le mantenía en vilo en todo aquello. Era algo muy similar a lo que debía haber sentido cuando perdió la virginidad, ahora lo sabía. Deseo, expectación y un deleite claro y transparente en ambas cosas. No hastío, miedo ni indiferencia. Esto sí era bueno. Esto estaba bien.

Dejó la mente en blanco y se abandonó a las sensaciones, sintiendo el torso desnudo y musculoso contra la piel húmeda. Tenía los poros erizados por su simple contacto. La lengua de Gabriel le exploraba ahora sin el menor pudor, como si no se cansara del sabor de su saliva, de las caricias húmedas de su lengua y la textura de sus labios, liberando poco a poco una ruda sensualidad largo tiempo reprimida. Los dedos sensibles y tibios le rozaban las mejillas con una ternura que no recordaba haber conocido nunca, dibujaban la línea de su cuello, descendían hasta los hombros y volvían a ascender. Todos sus gestos estaban cargados de un deseo magnético, gravitatorio, que golpeaba en los nervios del joven en forma de espasmos cosquilleantes. Aturdido con sus atenciones, excitado hasta el mareo por la voluptuosidad recién revelada de su compañero, Cain ya no era dueño de sus actos. Le tiraba del pelo y le mordía, manifestando con su cuerpo el ansia de su alma, le rodeaba con las piernas y le atraía hacia sí con sutileza, tratando de mantener un cierto disimulo. Se sentía fluir en un río espeso y denso que giraba en espiral, arrastrándole con sus aguas.

Cuando abrió las rodillas bajo el peso del cuerpo del profesor, percibió el calor firme entre las piernas de Gabriel: un bulto duro y tenso que empujaba la tela de los pantalones y que presionó sobre su sexo al acercarse los cuerpos. El descubrimiento le provocó una sensación de nerviosismo e ingravidez en el estómago, como al iniciar el descenso en una montaña rusa.

Le miró de soslayo, valorando la situación. Los ojos de Gabriel, entrecerrados en un gesto de embriaguez, brillaban intensamente. Parecían poseídos por un misterioso fuego danzante y azul que parecía nacerle de muy adentro. Tenía el ceño fruncido y la mandíbula tensa de deseo y contención. Cain tragó saliva, impresionado por aquella nueva imagen de él: apasionado, al tiempo rendido y dominante, necesitado y dadivoso … y sobre todo ardiente, ardiente como un incendio, enardecido, soltando poco a poco las riendas de sí mismo, revelando una parte de él que Cain sólo había podido atisbar en su música, en algunos momentos casuales.

Aquella imagen le impresionaba tanto como lo que él mismo estaba sintiendo. Sabía que no había más camino que seguir adelante, y no quería otra cosa, pero temía asustarle. Por estúpido que aquel pensamiento pareciera, tenía la sensación de que, si hacía algún movimiento en falso, el profesor se espantaría y se alejaría con alguna excusa, absurda y dramatica. “Dime que pare”, le había dicho.

“Y una mierda”.

De todos modos, en aquel momento, el profesor no parecía tener ganas de detenerse. No paraba de tocarle. Las manos de Gabriel habían cobrado vida y derramaban caricias incandescentes en sus muslos, en sus costados, en su vientre. En una de ellas le rozó el pecho casi casualmente, pasando los pulgares sobre sus pezones. Éstos se contrajeron de inmediato y se endurecieron, un escalofrío le azotó y se le puso toda la carne de gallina. Cain arqueó la espalda y contuvo el gemido repentino, sorprendido por la vehemencia de sus reacciones. “Tiene que ser él”, pensó, mordiéndose los labios e intentando respirar rítmicamente, no ahogarse en sus atenciones. Gabriel podría hacerlo, saciaría su sed y le limpiaría, estaba seguro. “Es mi ángel, es mi ángel redentor”, se repitió, mientras se cimbreaba debajo de su cuerpo, con los labios entreabiertos, los párpados caídos y la mirada verde, acuosa, reluciendo bajo las pestañas negras, hechizada de deseo.

No le apremió, a pesar de que su excitación se había disparado: se quedó tendido, alentándole con los gemidos que aguantaba detrás de los labios tercamente cerrados, acariciándole el cabello, deslizando las uñas por su espalda. El profesor le estaba regando de besos el cuello, mordiéndole con suavidad en las curvas de la mandíbula y los hombros. Bajo la toalla, la dureza del suelo no le parecía una molestia. Cain bailaba, libre, como un pájaro entre las zarpas de un gato, se exponía y se insinuaba con sutilidad, y cuando la respiración de Gabriel se rompía en un jadeo contenido le acariciaba entre las piernas con el muslo.

Finalmente, el hombre se alzó sobre él apoyándose en los codos, con una suerte de ronroneo grave vibrándole en la garganta y clavó los ojos azules en los suyos.

- Aún podemos volver atrás…

La mirada intensa, severa y densa pareció caer sobre él con un peso físico y tocarle por dentro. Esa mirada volvió fláccidos los miembros de Cain y casi le cortó la respiración. Era como encontrarse frente a una evidencia, al destino final y prometido, a la revelación del misterio de su existencia. Podía leer todo eso en sus ojos que parecían decirle algo… algo que fue incapaz de verbalizar en su mente pero que su alma entendió muy bien.

- No… no es suficiente – respondió.

Gabriel esbozó una sonrisa torcida, extraña, y el fuego en sus ojos se avivó.

Entonces sí sintió miedo.

No por la brusquedad con la que el profesor se arrancó el cinturón de un solo gesto y lo arrojó a un lado. Tampoco por el ademán casi animal con el que se abalanzó sobre él. No fue por eso, porque Cain le estaba respondiendo de la misma manera, con todos sus poros gritando, invocándole, llamándole. No le asustó la manera en la que le selló la boca de un mordisco ni la vehemencia de sus caricias que ahora parecían horadarle la piel: estaba aterrado ante la certeza inexplicable de que conocía a Gabriel. Le había conocido antes. Le había conocido siempre. Aquella expresión de su rostro le había agitado la conciencia como una visión.

Él mismo era más ancho, más hondo, más profundo de lo que nunca se había explorado, y ahora esas sombras de sí mismo, esas partes de él quizá ya vividas que habitaban en su interior, tomaban el control y devolvían la mirada a Gabriel, con los dientes apretados y un brillo exigente en las pupilas… bajo el cual destellaba una sensación de profunda compenetración, de igualdad, de seguridad, de reencuentro y de pertenencia.

“Dios mío, ¿quién eres?”, pensó, sintiendo cómo empequeñecía dentro de sí mismo, cómo su alma se manifestaba con crisoles y espectros desconocidos. “¿Y quién soy yo?”

Cerró los ojos y exhaló un gemido contenido cuando las manos de Gabriel comenzaron a recorrerle las caderas, la cintura y la piel tersa del trasero. Su tacto le despertaba, le producía un cosquilleo de nostalgia bajo la excitación. Le había echado de menos. Le había añorado, sí, durante toda su vida, a él, únicamente a él. Le abrazó, apretando los labios de nuevo mientras Gabriel se llenaba los dedos de su tacto y sus labios candentes seguían posados en su cuello. Reconocía ese abrazo. Al estrecharle, su sexo pulsante se aplastó contra el vientre del profesor, que se tensó y suspiró sobre su piel, arqueando la espalda. Estaba crispado, parecía incapaz de dejar de tocarle o de besarle, pero tampoco parecía atreverse a ir más allá. Cain empezaba a ahogarse de contención: cualquier duda o indecisión se había disipado en el momento que fue consciente de ese vínculo misterioso que les mantenía unidos, cuando le reconoció y supo que esto había ocurrido antes, muchas veces, y que así era como tenía que ser.

Reunió valor para llamarle, con un susurro quedo. Acercó los labios a su oído.

- Ven…

Gabriel suspiró de nuevo y se llevó una mano al pantalón. Cain escuchó el ronco deslizar de la cremallera, con el corazón en un puño y la sangre golpeándole con fuerza en las venas. Entreabrió los ojos, expectante y sediento. Cuando la virilidad tensa y caliente se liberó, se le clavó en la ingle, arrancándole un estremecimiento y provocándole un nudo de hambre en las entrañas.

No podía más. Aquello era una tortura. Separó más las rodillas, se cimbreó despacio, alentándole con precaución. Gabriel se movió para posicionarse, con un codo apoyado sobre el suelo y la otra mano en el costado de Cain. Las yemas de sus dedos le quemaban. Al inclinarse sobre él, el cabello del profesor se derramó sobre su rostro y le envolvió con su perfume; su aliento restalló en los labios del chico, agónico, desesperado.

- ¡Ven! – exigió Cain, cerrando los ojos y apretando las uñas contra su espalda.

- No quiero hacerte daño – respondió Gabriel, con un susurro ahogado y trágico.

Por algún motivo, a Caín aquello le irritó y le resultó ridículo. Le soltó con una mano para cerrarla sobre su miembro dispuesto y tirar de él hacia sí. Gabriel ahogó un gemido cuando el chico le agarró, y éste le dirigió una mirada reprobatoria.

- Déjate de tonterías… como si eso fuera un problema. Es increíble que me digas eso, a estas alturas – gruñó.

“¿A estas alturas?”. Desde el fondo de sí mismo, Cain se escuchaba y se observaba sin reconocerse. ¿Por qué había dicho eso? ¿Y qué era lo que “no era un problema”?

Gabriel, ajeno a sus circunstancias, alzó la barbilla con un matiz de engreimiento en su expresión y se acercó hasta que tocó su entrada. Relajando el abrazo, Cain entrecerró los párpados y respiró hondo, lento, obligándose a distender los músculos y preparándose para lo que venía.

Gabriel empujó. Al principio, con una presión lenta y constante, sin brusquedad. Cain, agarrado a él, fue a su encuentro con algo más de energía. Pero no era suficiente. Sus cuerpos se estrujaban el uno contra el otro, sin éxito. El esfuerzo hizo brotar diminutas gotas de sudor sobre la piel de ambos, y el resuello de frustración, casi un gruñido, rompió en la garganta del profesor.

Por un momento, pareció que todo aquello quedaría en una tentativa fracasada. El profesor se detuvo, dejando caer la cabeza hacia delante, sin retirarse del todo. Cain parpadeó, aún abrazándole con brazos y piernas, sin saber qué hacer para ayudar y pensando en algo que pudiera facilitar las cosas. Quizá el jabón…

- Perdóname – dijo el profesor.

Luego, sin previo aviso, le agarró una pierna, la levantó sobre su hombro, se inclinó sobre él en otro ángulo y embistió con decisión, una estocada certera y repentina que se abrió paso en su interior como si cortase mantequilla.

Cain se mordió los labios para no gritar. Dejó de respirar. Los oídos comenzaron a zumbarle, las terminaciones nerviosas enloquecieron y su corazón emprendió un galope desquiciado en el pecho. Se arqueó como un junco, tenso, las lágrimas asomaron a sus ojos y las uñas, que tenía clavadas en la espalda de Gabriel, se deslizaron hacia abajo dejando un surco sanguinolento.

Dolía, y el dolor avanzaba en sus entrañas, mientras iba llenándose de ese contacto opresivo, abrasador e invasor, que le estaba tocando hasta el alma. Dolía, pero no como otras veces. En esta ocasión, la sensación era mucho más vívida, ácida, de metal y de sangre. Después del dolor punzante, de ese escozor de costuras distendidas, un calor balsámico y palpitante iba apoderándose de todo su cuerpo. Se iba abriendo camino, una invasión lenta y agónica que le distendía las entrañas, forzándolas a adaptarse a su envergadura. A su paso dejaba un latido agudo como un alfiler, y después, un estremecimiento de placer. Finalmente, el profesor se detuvo, enterrado por completo dentro de él. El zumbido en los oídos de Cain remitió, y le escuchó jadear con alivio. Sus respiraciones, superficiales y apresuradas, se acompasaron, mientras los cuerpos se adaptaba, aún inmóviles.

- Dios mío…esto es…

El susurro del profesor sabía a delicias recién descubiertas. Cain tragó saliva y se relajó aún más al comprobar que a él también le estaba resultando agradable, cuanto menos. Extendió los dedos sobre su espalda, recogiendo su tacto. Gabriel tenía la piel suave, cálida y flexible. Bajo ella, los músculos elásticos se endurecían o se relajaban al compás de su respiración. Su textura le hacía pensar en felinos salvajes, en leones, panteras, pumas. Estaba tan caliente que quemaba, y cada movimiento suyo parecía transmitirle fuerza, irradiarle de algún modo. Se deleitó durante unos instantes en la sensación de tenerle dentro, llenándole por completo, y tenerle fuera, envolviéndole con sus brazos, cubriéndole con su cuerpo, protegiendo su rostro con la cortina de sus cabellos. Era el encaje perfecto, el complemento necesario. Todo estaba bien, todo era exactamente como tenía que ser.

Entonces, el profesor se movió para retirarse, emitiendo un gruñido suave de satisfacción. Cain completó su gesto, tragó saliva y se estremeció cuando Gabriel volvió a empujar en su interior. Luego salió, volvió a entrar, y arremetió de nuevo, con gestos amplios y lentos, en los que le llenaba y vaciaba casi por completo. La piel volvió a encendérsele y el zumbido regresó. Esta vez, el dolor ácido se diluyó, engullido por una sensación más intensa: placer vibrante y denso, goce creciente que se acumulaba en su interior con las embestidas consecutivas y en su propio sexo a causa del roce del cuerpo de Gabriel sobre el suyo.

Pronto encontraron su ritmo. Los gestos de ambos se volvieron más seguros a medida que se amoldaban; Cain elevaba las caderas para recibirle en cada envite firme y Gabriel le sostenía para atraerle hacia sí, con una mano aferrando el muslo de Cain, la pierna de él sobre su hombro y manteniendo su peso sobre el codo que había hincado en el suelo. En cada embestida enérgica, arrastraban la toalla adelante y atrás sobre las baldosas húmedas del cuarto de baño. Las paredes alicatadas hacían un eco metálico a los jadeos concatenados, los gruñidos sordos de Gabriel y los gemidos contenidos de Cain. La danza lenta se transformó en una cabalgada mucho más ágil, sus cuerpos se arquearon y los gestos se volvieron más apremiantes, los envites más rápidos.

En la vorágine del placer mordiente, cuando el joven comenzaba a notar el inminente ascenso hacia el clímax, los dientes de Gabriel se cerraron sobre su hombro, despertándole otra punzada de dolor. Pero ya nada era desagradable. Sus respiraciones se habían convertido en un contrapunto de jadeos apresurados, y sus movimientos estaban volviéndose cada vez más intensos, cercanos a un frenesí delirante. Cuanto más recibía, más quería; cuanto más dentro le tenía más le necesitaba, y ninguna caricia era suficiente, nunca era lo bastante cerca, lo bastante potente. Si, Gabriel estaba saciando su hambre y su sed, las de ambos, aquellas que no había logrado comprender. Pero al tiempo que las calmaba, las despertaba de nuevo. Estremecido, le tiró del pelo, buscando sus labios.

Los ojos de Gabriel se clavaron en los suyos, azules, intensos, inflamados de deseo.

- Eres mío – dijo entonces el profesor, con un susurro grave, entrecortado.

Cain ahogó un gemido, todos los poros de su piel se erizaron, y el vuelo frenético hasta la cumbre de la excitación recibió un empujón inesperado con estas palabras. Se arqueó para hundirle más en sus entrañas, le metió la lengua en la boca, mordiéndole los labios, exprimiéndole la saliva. Gabriel respondió con la misma pasión, la alimentó y la sublimó, devolviéndole todos los mordiscos, bebiéndose su aliento y lamiéndole la lengua con una lascivia que Cain jamás habría imaginado en él.

El pálpito creció. Cain se aferró a su amante con todas sus fuerzas, constriñéndole como una anémona hambrienta. Gabriel parecía al borde de su contención; el sudor se escurría en gotas finas por su espalda, brillaba sobre sus hombros. Se obligó a mirarle de reojo, abrazados como estaban. El profesor tenía la mandíbula tensa, los dientes apretados y el ceño fruncido en una expresión que podría ser doliente o furiosa. Había entrecerrado los párpados y tenía la mirada perdida, el cabello le enmarcaba el rostro, cercano al éxtasis. Cain se guardó aquella imagen muy dentro del corazón mientras se balanceaba al filo del precipicio.

Y entonces, repentinamente, cayó. Las cadenas se rompieron y sobrevino el vértigo; después el primer calambrazo, el gemido incontenible y el azote de placer relampagueando en su vientre. Las paredes del cuarto de baño amplificaban su voz. Intentó morderse los labios, pero fue en vano. Hundió las uñas en la espalda de Gabriel hasta hacerle sangre, contrayéndose, asaeteado por un orgasmo furioso y explosivo de contracciones intensas y amplias. Su semilla se derramó a borbotones sobre su vientre. Los sonidos apagados que huían furtivamente entre sus labios pronto se encontraron acompañados por los de Gabriel, graves y roncos. Le sintió distenderse en su interior, latir violentamente, y después el calor abrasador y espeso derramándose en sus entrañas. El profesor le asestó aún tres embestidas más, convulsas y desesperadas, mientras Cain se estremecía y se agitaba entre la polifonía de sus voces arrebatadas, presa de un clímax que creyó que le conduciría al desmayo.

Cuando las oleadas de placer comenzaron a remitir, suspiró, aún tembloroso. Enredó los brazos en el cuello de Gabriel y cerró los ojos. Saboreó cada pálpito y cada convulsión, cada estremecimiento remanente, dejándose mecer en la ingravidez que seguía al orgasmo. El profesor respiraba con dificultad, con el cabello colgando desde su frente hasta el suelo, húmedo de sudor condensado. Tenía el aspecto de quien ha combatido en una batalla larga y cansada. Tras unos instantes, se removió y salió de su interior, para consternación del joven. Aun así, Cain no se quejó. Mantuvo los ojos cerrados y los brazos a su alrededor hasta que Gabriel se deslió de ellos para envolverle en la toalla, con gestos muy lentos y delicados.

- No tengo frío – murmuró.

Se sentía somnoliento, satisfecho, flotando en una atmósfera de seguridad y paz. La respuesta le llegó en un susurro de terciopelo.

- Ahora no… pero puede que después sí.

Gabriel se puso en pie con lentitud, sus pasos se alejaron, el aire vacío y frío ocupó un lugar entre ambos, separándole de la calidez de su cuerpo.

- No te vayas – Cain extendió la mano, buscándole.

- No me voy. Sólo es un momento.

Le escuchó abrir el armario del rincón, luego oyó el agua correr, la tuerca del grifo cerrándose, la fricción de la tela y una cremallera. Cuando Gabriel volvió a su lado, le incorporó a medias con un brazo para secarle el cabello con la misma ternura con la que le había enjabonado antes. Ese antes que parecía haber tenido lugar siglos atrás. Cain abrió los ojos y le estuvo mirando con atención mientras lo hacía.

- Recuerdo haberte visto por primera vez, igual que ahora – confesó, a media voz. – Secándome con una toalla.

Gabriel asintió con la cabeza. No parecía azorado por lo que había sucedido, actuaba con toda naturalidad. Sólo su mirada y el tono de su voz habían variado, ahora más suaves, más cálidos.

- Me confundiste con otro – añadió Gabriel, mirándole de reojo – un tal arcángel San Miguel.

Cain esbozó una sonrisa perezosa y se acomodó contra su cuerpo, como un gato.

- Sólo me equivoqué en el nombre.

El chico se llenó los pulmones de aire, su olfato cosquilleó, sorprendido por un estímulo agradable. El lugar se había teñido de un aroma inusual: el olor del jabón, la nota chirriante del antiséptico y el perfume dulzón del semen. El olor del sexo, de la mixtura de las feromonas, combinado con las sales de baño.

- No soy ningún ángel – replicó Gabriel, frotándole los brazos con suavidad.

- Lo eres, solo que no lo recuerdas.

- ¿Y tu sí?

Cain apretó los labios.

- Sé que te conozco… de antes.

- No digas tonterías – la voz del profesor sonó tajante, a la defensiva.

Cain levantó la mirada, sorprendiendo su semblante severo y frío. “Él ha tenido la misma sensación”, comprendió. No dijo nada más. Estaba claro que el profe era de esa clase de personas a las que les cuesta aceptar las cosas, y las últimas horas debían haber sido un verdadero suplicio para él, pues habría tenido que aceptar muchas: había pasado de tener una vida normal a matar a un hombre y follar con otro. No era poco. Así que Cain se comportó como un buen chico, se dejó hacer hasta que Gabriel consideró que estaba lo bastante seco, y luego no opuso resistencia cuando le levantó en brazos, enredado en la toalla como una crisálida.

Le llevó a su cuarto, le tendió sobre las sábanas y le arropó como si fuera un crío. Un nudo de desazón le empezó a pesar a Cain en la garganta. Hubiera preferido que fuera la habitación de Gabriel, que le metiera en su propia cama. Aquello habría sido una especie de promesa silenciosa, una señal de que algo había cambiado. No se quejó.

- ¿Cómo te encuentras? – preguntó el profesor, sentado en el borde del colchón - ¿Te duele algo?

Los ojos azules le observaban, y Cain le devolvió la mirada, algo aturdido e inseguro. El cabello castaño de Gabriel, aún revuelto, y su torso desnudo con las marcas de las uñas y los dientes de Cain eran una evidencia escandalosa de lo que había sucedido entre ellos. La única en Gabriel, al parecer. ¿Se estaba comportando con naturalidad o más bien con indiferencia?.

Y “¿Te duele algo?” no era lo mismo que “¿Te he hecho daño?”, aunque sabía que era exactamente eso lo que quería decir. Pero lo había enunciado de tal manera que parecía que no hubieran estado copulando como animales apenas minutos antes. Sintió ganas de incorporarse y decírselo, repetirlo como Berenice repetía las palabras malsonantes: “Hemos estado follando, Gabriel, tú y yo, en tu cuarto de baño, apareándonos como bestias sin control, y nuestros gemidos reverberaban en tu mierda de alicatado blanco y perfecto”. Quería gritárselo a la cara y ver qué expresión componía, cómo se las apañaba para negarlo entonces. Maldito fuera, malditas sus vaguedades y terminologías que no comprometían a nada, su distancia verbal, sus murallas y su rechazo. Cain se sintió irritado. Negó con la cabeza y se dio la vuelta, mirando al techo.

- Estoy bien, sólo cansado.

El tono de su voz resultó más seco de lo que esperaba. Gabriel se le quedó mirando un rato más, como si dudase. Después asintió, se levantó y salió de la habitación, cerrando a su espalda. Cain entrecerró los ojos.

- Gilipollas – le susurró al techo.

. . .

1 de Febrero – Gabriel

El agua helada sobre su rostro le ayudó a relajar los músculos faciales y destensar la mandíbula. Se frotó con brío, como si estuviera intentando limpiarse los restos de una tela de araña. Cuando estuvo satisfecho y despabilado, alzó la mirada hacia el espejo y encontró su reflejo. Se observó detenidamente, tratando de tomar contacto otra vez consigo mismo.

No recordaba haber estado tan confuso en toda su vida. Intentaba procesar los hechos de las últimas cuarenta y ocho horas, pero su mente, incapaz de administrarlos correctamente, los envolvía en un sudario de irrealidad que hacía que todo pareciese un sueño. El agua fría había borrado en parte esa sensación, y no sabía si era peor el remedio que la enfermedad. Ahora su piel recuperaba la memoria sensorial y las imágenes de los últimos sucesos se deslizaban en un vodevil macabro por su mente: el frenético recorrido por las calles, el piso de contraluces en el que había encontrado a Caín, el ambiente denso y peligroso que se le pegaba al paladar, la estatuilla de bronce, el sonido del hueso al romperse… un viaje en taxi, la sensación de liberación, el piano. Pero todos aquellos recortes, como fotografías de un álbum desordenado, se ahogaban en la imagen de dos ojos verdes y acuosos que volvían a él una y otra vez, engullendo todo lo demás.

Cain… Cain forcejeando en aquella habitación espantosa, Cain en sus brazos, Cain en la bañera. Su sangre en el agua, la vergüenza y el sollozo que le habían tocado el alma.

Cain y sus reproches, Cain y el brillo irritado en sus pupilas, Cain y su ceño fruncido, su sonrisa, sus ojos de vidrio roto, de templos mancillados. Cain y su mirada hipnótica e hipnotizada. Cain furioso. Cain entregado, Cain estúpido, Cain caprichoso, Cain dulce y necesitado.

Cain debajo de su cuerpo.

Cain aferrado a su espalda. En sus labios, atrapando su sexo en las entrañas, Cain dentro de su boca, alrededor de su cintura, filtrándose en su piel. Cain en su sangre y en su aliento. Cain y su voz sofocada, los jadeos rotos, los estremecimientos, el goce de la carne tibia y suave, como un brote primaveral. Cain delicioso, Cain exacto y perfecto, como hecho a medida… Cain dulce y necesario.

“Estoy enfermo”, se dijo, apartando la mirada de sí mismo en el espejo. Se obligó a dejar de pensar en él antes de que el recuerdo de la experiencia hiciera despertar de nuevo aquellos deseos prohibidos.

Se frotó las manos contra el pantalón para arrancarse de las palmas el tacto de su cuerpo, pero no sirvió de mucho. Aún tenía su sabor en el paladar, el eco de sus gemidos apagados en los oídos, aún le escocían sus arañazos en la espalda. La expresión de su rostro juvenil parecía acecharle cada vez que cerraba los ojos. Su sexo había vuelto a reaccionar sólo con los recuerdos leves y la cremallera de los tejanos estaba clavándosele en la piel tensa y desnuda. Escupió una maldición, apretando el bulto naciente con un gesto frustrado, como si así fuera a conseguir que disminuyera.

- Esto es un desastre – repitió a media voz.

Bien. Lo hecho, hecho estaba. Ahora era tiempo de analizarlo con frialdad en lugar de huir como un cobarde. Se planteó darse una ducha, pero cambió de idea: la bañera todavía estaba medio llena, el agua teñida con los restos rosados de la sangre de Cain. Y la toalla fatal aún yacía en el suelo. La recogió inmediatamente y la arrojó al cesto de la ropa sucia como si quemara. Luego salió del cuarto de baño. No le parecía el mejor lugar donde analizar con frialdad lo que acababa de ocurrir precisamente allí. Se dirigió a la cocina y preparó café cargado. Se llenó una taza y se tragó la mitad a largos sorbos cuando aún estaba ardiendo y sin molestarse en añadir azúcar.

En realidad, toda aquella situación tenía un resumen bien sencillo: Había cedido a un impulso, en un principio inocente como podía ser un beso. Y se le había ido de las manos. Debería haberlo sabido, siempre le ocurría igual. ¿No era ese el motivo por el que siempre se mantenía contenido, sujetando con fuerza sus propias riendas? Cada vez que caía en la trampa de soltarlas un ápice, todo se precipitaba hasta sus más extremas consecuencias. Y qué demonios, Cain no había ayudado. Él le había pedido que le detuviera, que le frenase. Por sí solo no podía controlar el impulso despiadado, esa ansia por tomarle allí mismo con toda la potencia de su necesidad, y le había pedido ayuda. Pero en lugar de eso, el chico había tirado de él hacia sí, le había empujado al precipicio. No era culpa de Cain, desde luego, Gabriel era el único responsable. Pero una palabra suya habría sido suficiente para recuperar el control… ¿o no?. Tal vez no.

Era ridículo negar algo que se había demostrado evidente, así que tendría que aceptarlo: Jamás había sentido un deseo tan violento como el que le provocaba Cain. Nunca antes. Y aquel deseo era capaz de hacerle perder los papeles de una manera absoluta y salvaje. Por Dios, pero si le había…

Cerró los ojos y se dio otro trago de café hirviendo. El recuerdo de la carne palpitante, apretada alrededor de su sexo, estrechándole, abrazándole con el calor de un volcán, le provocó otro hormigueo violento en el estómago. Cuando volvía al momento y al lugar de los hechos, no se reconocía a sí mismo. “¿Cómo he podido llegar tan lejos? Estoy loco. Soy un psicópata y además un violador”. Después recordó que Cain no parecía estar en desacuerdo con nada de todo eso, así que lo de violador tal vez no era muy exacto. Pero en todo caso, el chico estaba herido, sensible, con la guardia baja. Siempre había tenido una profunda necesidad de afecto que Gabriel no había sabido comprender hasta ahora, y tal vez por eso había aguantado su ataque a pesar de que le había hecho daño, estaba seguro. Al terminar, había visto sangre nueva entre sus muslos. Él mismo se había manchado con su sangre.

Eso le recordó que tendría que ir a hacerse análisis. Que ambos tendrían que hacérselos. Palideció, sintiendo un cansancio terrible y repentino. Ojalá no estuvieran contagiados de nada, aunque después de lo que debía haber vivido Cain en aquel piso infernal, eso era tentar mucho a la suerte.

- No volverá a pasar – le prometió a la cafetera. – Esto ha sido un terrible error.

Un coro de asentimientos resonó en su mente agotada. “Una excelente decisión, Gabriel”.

Era lo mejor. No podía permitir otro desliz como aquél. Su vida estaba controlada, había conseguido contenerla y dirigirla adecuadamente, y Cain también estaba dirigiendo la suya. Era lo mejor para los dos. Él tenía el trabajo en la universidad, tenía a Sara, tenía la música. Todo estaba equilibrado, todo estaba bien. No debía salir de aquellos espacios seguros que se había marcado, y para ello, había que cerrar este capítulo cuanto antes. Y eso es lo que pensaba hacer.

No hablaría del tema. Seguiría comportándose con el chico como si nada hubiera ocurrido, y con el tiempo, seguramente los dos lo olvidarían. En todo caso, lo más probable es que él también se arrepintiera: le había parecido ver un poso de amargura en su voz y en su semblante cuando le había dejado en su habitación… como si estuviera enfadado con él. Y no podía decir que no tuviera motivos, después de lo que le había hecho, aprovechándose de su debilidad en aquellos momentos tan difíciles…

Sí. Eso tenía sentido.

Una oleada de alivio se extendió en su corazón, y al disiparse el último nudo que le mantenía tenso, se dio cuenta de que estaba extenuado. Dejó la taza en la encimera y caminó descalzo hasta su habitación, cerró la puerta a su espalda y se desnudó, dejando los vaqueros en el suelo de cualquier manera. Luego se metió entre las sábanas, con un suspiro de alivio y satisfacción. Cerró los ojos.

Y al hacerlo, volvió a sentir el susurro de la piel húmeda contra la suya, volvió a ver su mirada cristalina, regresó el aliento cálido en sus labios, los gemidos apagados, la expresión de su rostro mientras…

- Joder – gruñó, abriendo los párpados y pasándose las manos por la cara.

Miró al techo con indignación. Un latido entre sus piernas le alarmó, y levantó las sábanas, mirando bajo ellas. Arqueó las cejas con incredulidad al ver la reacción que habían provocado aquellos pensamientos incontrolables en su cuerpo.

- Venga ya… no puede ser. Otra vez no.

Resopló, dejando caer la cabeza sobre la almohada. Resignado, abrió el cajón de la mesita y, a tientas, se hizo con un paquete de pañuelos de papel. Tenía que solucionar aquello para poder dormir tranquilo. Y no le costó encontrar en sus recuerdos la inspiración necesaria para solucionarlo unas cuantas veces, antes de caer rendido en brazos de un sueño reparador.

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©Hendelie

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