lunes, 19 de diciembre de 2011

Flores de Asfalto: El Despertar - XV

Tentación


11 de Febrero – Gabriel

Siempre transitaba por los mismos caminos. Las mismas calles, las mismas rutas. Gabriel, hombre de costumbres, de disciplina, controlado hasta la obsesión, había contado los pasos que iban del metro hasta la puerta de su casa, de la salida del metro hasta la universidad y del portal al supermercado. Pero en el barrio viejo dejaba de lado todo eso y se limitaba a deambular, a caminar sin rumbo fijo y a disfrutar de un pequeño segmento de caótica belleza en su vida ordenada, medida y pesada al milímetro.

Aquella tarde, los adoquines estaban mojados. Había llovido por la mañana. Las hojas secas cubrían el suelo con un manto castaño y crujiente, los colores apagados del invierno contrastaban con el rojo rabioso de las rosas invernales que alguien se había arriesgado a plantar en un balcón de verja.

–Es un buen sitio –decía Cain, caminando a su lado. El chico llevaba el pelo peinado hacia un lado y uno de esos pañuelos blancos y negros que utilizaban los chavales para protegerse del frío. –No es exactamente un refugio, es una especie de guardería para animales. La gente va allí a dejar a los perros y a los gatos cuando tienen que salir fuera. Aunque hay algunos que si están abandonados.

–¿Y qué haces tú exactamente?

Cain esbozó una sonrisa traviesa. Le brillaban los ojos.

–Les doy de comer, les paseo, juego con ellos… si hay que darles medicinas, lo hago –se encogió de hombros–. Es entretenido.

–No sabía que te gustaban los animales.

Tomaron una calle retorcida en la que los muros de las casas se inclinaban unos hacia otros, como si quisieran tocarse. El barrio viejo estaba lleno de cuestas empinadas y muchas veces terminaba siendo muy cansado andar por él. Las ventanas con celosía reflejaban el color anaranjado de la puesta de sol.

–La verdad es que yo tampoco.

Cain se encogió de hombros y Gabriel sonrió de lado. Caminaban el uno junto al otro, el profesor con el abrigo largo de paño, el chico con una cazadora de cuero negro y las manos en los bolsillos. Al llegar a un quiosco de metal forjado, separaron los pasos para sortearlo cada uno en una dirección.

Mientras caminaba, el profesor atisbaba a través de los barrotes retorcidos y de los ornamentos vegetales de la pequeña caseta, siguiendo la figura del muchacho al otro lado, el destello ocasional de sus ojos verdes.

Las cosas parecían estar poniéndose en su sitio. Cain había encontrado la estabilidad de nuevo, y esta vez Gabriel había aprendido la lección. Intentaba tratarle con suavidad, no tocar temas delicados ni decir cosas improcedentes. También le prestaba más atención que antes, guiado por un sabio refrán: de perdidos al río. Era obvio, a aquellas alturas, que ya se había involucrado con el muchacho. Era absurdo negarlo. Se comprometió con su seguridad y, en cierto modo, con su felicidad tiempo atrás, y nada crispaba más a Gabriel que faltar a sus propias promesas. De modo que, una vez hubieron vuelto a casa después de esa noche o madrugada que ya parecía casi irreal, Gabriel se había esforzado por instaurar la cotidianeidad a fuerza de testarudez, por conformar un entorno seguro, amable y agradable para ambos. Según sus normas, desde luego. Cain no se había opuesto, si bien tenía un concepto un poco diferente al suyo del orden y a veces ponía problemas con detalles absurdos, como el asunto de los análisis. Una vez llegaron los resultados y lo que parecía imposible se confirmó, sabiendo ambos que estaban sanos, todo aquel confuso episodio y sus aún más confusas consecuencias pasaron al olvido sin más dramatismos. O al menos eso creía Gabriel. Ahora, Cain tenía un trabajo y parecía realmente sereno y algo más sólido. También más apagado, ciertamente, pero era una languidez nostálgica, apaciguada y tranquila, que solo en ocasiones estallaba en forma de rebeldía fuera de lugar.

No era la convivencia mas fácil del mundo. Pero no era aburrida, desde luego, y Gabriel se había acostumbrado rápido al chico, a su presencia, a compartir con él cosas que habitualmente hacía solo y que descubrió que eran más agradables en compañía. Como ver series de televisión compulsivamente durante horas seguidas, o corregir exámenes, o tocar el piano.

Se reunieron de nuevo al otro lado del quiosco. Cain se soplaba el flequillo largo.

–¿Cómo es que no tienes mascotas, profe? Ni un pájaro, ni una de esas tortugas enanas.

–Tuve un jilguero –se defendió Gabriel. Hizo una mueca de disgusto –Se me murió. Antes no tenía demasiado tiempo, así que no podía cuidarlo.

–¿Por qué?

Le miró de reojo. Caín siempre preguntando. Se lo pensó un momento y finalmente respondió.

–No siempre he sido profesor. Estudié historia, pero después me hice vigilante de seguridad en un complejo del barrio del norte.

Cain arqueó las cejas. Gabriel sabía que iba a insistir más… y sin embargo, el chico parecía dudar. Se rió entre dientes y le animó con un cabeceo.

- Venga, suéltalo.

Cain puso cara de desdén.

–¿Qué? No te creas tan interesante. Ya he atado mis cabos.

–¿Ah, sí?

–Claro. El saco de boxeo en tu cuarto y los musculitos que tienes son por eso – declaró Cain, orgullosamente –Y no tenías tiempo porque te pasabas todo el día en el sitio ese donde trabajabas.

–Es un resumen adecuado –admitió Gabriel.

–¿Ves? No eres tan misterioso.

Cain le sonrió con gesto divertido. Al caminar, rozó una farola negra y desconchada con los dedos y se quedó pensativo un rato. Sus pisadas conjuntas hacían crujir las hojas secas. “No eres tan misterioso”. No, claro. Pero Cain… había algo triste en su semblante incluso cuando sonreía, una especie de amargura oculta, subyacente, que antes no había existido y que traía el aroma acre de la desilusión. Le hacía más adulto, también más vulnerable. Y era él quien parecía envuelto en un halo de misterio que antes no existía o que Gabriel no había sido capaz de ver, como uno de esos seres mágicos o algún arcano insondable. El profesor se dio cuenta de que se le había quedado mirando y forzó a sus ojos a dirigirse hacia el frente.

–¿Entonces, vas a trabajar en ese sitio de los perros? ¿No hay nada más que quieras hacer? –preguntó, con la necesidad de decir algo.

Cain se encogió de hombros.

–¿A qué te refieres? ¿Algo como qué?

–No sé. ¿No te interesa estudiar?

El chico arrugó la nariz, luego negó con la cabeza.

–Así en plan hacer una carrera y eso, no. No es que estudiar no me guste. Estudiar me gusta. Pero no me mola que me obliguen a las cosas, y en las carreras académicas hay mucha obligación.

–Entiendo.

–Prefiero colarme en las clases cuando me apetece.

Sonrió a medias. Gabriel hizo un gesto de aceptación. El joven también se había negado a renunciar a esa costumbre de visitarle en su lugar de trabajo, y el profesor se lo encontraba a veces sentado en las gradas del aula mientras hablaba sobre los corintios, acerca de la Guerra Mundial o del descubrimiento de América. No siempre iba solo, de vez en cuando le acompañaba Ruth o aquel otro amigo suyo de aspecto extravagante.

–Si es lo que quieres ser…

–¿Cuidador de perros? –Cain se rió con una carcajada honesta. Luego sacudió la cabeza y le brillaron los ojos –Que ese vaya a ser mi trabajo no significa que eso me defina.

–¿Cómo te defines tú, entonces?

–¿Y tu?

Gabriel levantó la ceja, mirándole de soslayo.

–No se responde a una pregunta con otra pregunta.

–Evadir las respuestas tampoco es una actitud de muy buen gusto.

Gabriel se rió por lo bajo, sacudiéndose una mota invisible del hombro. La brisa le agitaba los cabellos y refrescaba su semblante. Su mirada se perdía de cuando en cuando en los capiteles de las casas, entre los balcones, en los ornamentos de los dinteles.

–Puede ser, pero yo pregunté antes.

–Llevas mucha ventaja en el papel de interrogador –protestó Cain– así que considero justo que me respondas primero.

–¿Qué va a ser justo?

–Oh, venga.

Gabriel se volvió a reír por lo bajo pero cedió finalmente.

–No lo sé, la verdad. Me cuesta definirme a mí mismo –reflexionó. Nunca había pensado sobre ello –. Supongo que, en mi caso, sí que soy un profe.

Se había llamado a sí mismo con el apelativo que Cain usaba para referirse a él. Esto parecía hacer gracia al muchacho, que volvió a mostrar su sonrisa de adolescente pícaro. El profe. Bueno, no tenía mala sonoridad. Bien pensado no era desagradable.

–La verdad es que se te da bien.

–Gracias –le miró de soslayo y se acercó un poco a él, regresando a la acera. Llevaba un buen rato caminando por la calzada –¿Qué hay de ti?

–Um… –Cain se lo pensó unos segundos– poeta.

–¿Poeta?

–Sí. ¿Te extrañas?

–Sinceramente, sí. No lo esperaba.

Llegaron a un parquecillo pentagonal que se abría entre los muros de dos casas que se tocaban en las esquinas, formando el vértice de un ángulo recto. Los setos estaban cuidadosamente cortados y había dos cerezos solitarios llorando sus hojas muertas sobre un jirón de césped ralo. Cain se acercó con decisión y se sentó sobre un banco de piedra erosionada, subiendo los pies arriba y cruzándolos en una postura oriental y desenfadada.

–Bueno, pues me gusta la poesía. En realidad está por todas partes, ¿sabes? Si uno sabe mirar, me refiero.

Gabriel le había seguido. Se sentó a su lado, apartando el bajo del abrigo un poco y con las piernas ligeramente separadas.

–Quieres decir que aunque el mundo en que vivimos nos de constantemente motivos para odiarlo, siempre queda belleza, ¿es eso?

–Exactamente –asintió Cain, girándose sobre el banco para mirarle directamente – Justo eso. Hasta en la fealdad.

Gabriel se ladeó hacia él, arqueando una ceja.

–¿Lo que acabas de decir no es un poco paradójico?

–Completamente.

Los ojos verdes de Cain centellearon con aire de desafío.

–Bueno, eres capaz de ver dragones en una puesta de sol sobre la ciudad –admitió Gabriel – Desde mi punto de vista, eso te convierte en poeta. O en algo muy parecido.

El chico sonrió a medias. Luego se quedaron en silencio un rato, contemplando los cerezos. El profesor se quedó abstraído, con la mirada perdida en las ramas que se desnudaban lentamente.

Parecía haber pasado una eternidad desde que Gabriel se sentó en el salón de su casa con el chico y le prometió que le ayudaría y que todo saldría bien si cambiaba de vida. No podía decir que las cosas hubieran transcurrido según sus planes, pero ahora todo se encauzaba. Eso parecía. Rezaba por que así fuera. Cain se había suavizado. Todo en él parecía más pulido, menos artificioso y agresivo, desde su apariencia hasta su manera de hablar, como si hubiera encontrado el punto en el que podía abandonar el disfraz y ser él mismo… o empezar a buscarse. “Sí, es eso”, comprendió el profesor. “Empezar a buscarse”.

¿Y él?

No, él no. Él era Gabriel, maduro, sereno, siempre con el control. No tenía nada que buscar.

–¿Sabes? Una de las casas en las que estuve era un pisucho de mala muerte en los suburbios del este – comenzó a decir Cain. Gabriel salió de su ensimismamiento y le prestó atención –. Era un edificio gris, de tres plantas. Estaba al lado de otros edificios iguales.

Cain se tocó los labios con los dedos, con un gesto evocador. Gabriel mantuvo la mirada en sus ojos.

»La gente que se suponía que debía cuidar de mi me utilizaba para sacar dinero. El sitio donde debería haberme sentido seguro era… bueno, me daba miedo. Todo estaba sucio, roto. Descuidado. El papel se caía de la pared. Nadie limpiaba, y había cercos de color óxido en los muebles, en el suelo.

               El chico hizo una pausa. Gabriel se había quedado muy callado, mirándole. Los ojos de Cain estaban perdidos en el corredor de enfrente, uno de aquellos túneles iluminados por faroles interiores y con inscripciones rojas en las paredes de piedra.

»Enfrente, en la calle, el pavimento estaba lleno de grietas, de baches. En algunas partes se podía ver la arena de debajo. Para los pocos coches que pasaban por allí era un coñazo, claro. Y en una de las grietas, ahí en medio del asfalto roto, habían crecido flores. Cinco flores pequeñas, de tallo fino y con unos pétalos blancos, así como desiguales.

          Gabriel frunció un poco el ceño esperando a que prosiguiera. Cain lo hizo, con el mismo tono íntimo y pausado.

»Durante el tiempo que estuve allí, de vez en cuando me asomaba a ver si seguían ahí. Les pasaban por encima los neumáticos, las pisoteaban los chaperos, los traficantes, los pandilleros… pero cuando me marché, aún quedaban cuatro. No está mal, ¿no?

          El profesor sonrió a medias. Otra vez tenía ganas de abrazarle y la sensación de que algo se fundía despacio dentro de él.

–No. Nada mal para una flor, desde luego.

–Tu música también forma parte de eso. De las cosas puras que quedan aquí, en este lugar.

Era otra de las virtudes de Cain: dejarle fuera de juego con las cosas que decía a veces. Cosas como esa, que le provocaban una descarga eléctrica en el pecho, aunque su semblante no trasluciera nada. Tu música es una de las cosas puras que aún quedan. Una frase sencilla pero llena de significado, que le conmovía y que él pronunciaba con la naturalidad de quien está dando las malditas previsiones meteorológicas.

–Supongo –apartó la mirada.

Cain se acercó más.

–¿Por qué no eres músico? Se te da muy bien.

–No. Es decir, no soy intérprete. Sé tocar música de otros, pero no tengo esa generosidad de los músicos de verdad, que tocan para otros. Yo lo hago para mí.

“Y para ti”, pensó. Pero no dijo nada. Aquello podía sonar bastante estúpido, aunque era la verdad. Desde que Cain estaba en su casa, su música había cobrado alas nuevas, tenía un impulso renovado, diferente, intenso. Su extraña sinfonía, esa obsesión que a veces no le dejaba dormir, estaba avanzando.

–¿Y cómo empezaste? Háblame de eso –dijo Cain, inclinándose hacia delante. Con interés. –De la música que estás escribiendo. Es preciosa. Me da hasta pudor hablar de ella porque, tío, en serio que es algo sagrado.

“Oh, venga ya”. Gabriel tragó saliva, frunciendo el ceño para disimular. Fingiendo indiferencia. ¿Cómo podía hablar así? Le estaba emocionando.

–No lo sé, la verdad. Es que…

–¿Como no lo vas a saber? –Cain se sopló el flequillo con expresión indignada –. Si no me lo quieres contar no…

–No es eso. Si me dejas terminar, a lo mejor…

Cain arqueó las cejas. Gabriel frunció el ceño. El chico asintió, componiendo una expresión traviesa y el profesor suspiró con resignación.

–Vale –prosiguió Gabriel– No sé como empecé, porque no hubo un momento preciso. Me compré un piano porque el silencio a veces me ponía nervioso, y además, quería aprender una nueva disciplina. Empecé a tocar y a aprender. Simplemente.

–¿Tú solo?

–Sí. Con manuales y esas cosas.

Cain asintió. No parecía, sin embargo, que la curiosidad del chaval se hubiera saciado. Gabriel se rascó la ceja mientras esperaba la siguiente pregunta. De vez en cuando, alguien pasaba por la calle que habían dejado a su espalda y el profesor dirigió la vista hacia la acera de adoquines distraídamente. Un hombre muy alto, con un abrigo largo de color oscuro y un bastón de empuñadura de plata en la mano pasó delante de su línea de visión, lanzándole una mirada fugaz pero muy intensa. Tenía los ojos azules y el cabello largo, ondulado, de tono castaño. Su aspecto elegante y anacrónico le inquietó, dejándole un regusto de reconocimiento y deja vu. Había visto antes a aquel hombre, pero ¿dónde?.

–¿Y qué es eso en lo que trabajas? La composición. Lo que tocas cuando… ¿Es…algo en concreto?

El profesor volvió a dedicarle toda su atención. El recuerdo del hombre del bastón y el abrigo largo se desvaneció lentamente hasta desaparecer por completo.

–Sí claro. Aunque aún no sé lo que es. Es como cuando quieres decir algo pero no puedes comprenderlo del todo hasta que no lo dices y has terminado del todo la frase.

Cain asintió con vehemencia, a pesar de que el profesor tenia la sensación de haberse explicado bastante mal. Pero el chico lo entendía.

–Si, que en tu cabeza lo entiendes de una forma instintiva, y también en tu corazón, pero eso, toma su significado completo cuando lo sueltas.

Gabriel asintió con la cabeza.

–Eso mismo.

Cain sonrió con suficiencia, satisfecho. Quizá consciente de que le había impresionado.

Maldito fuera. Un pensamiento escurridizo como una serpiente le asaltó desde las habitaciones oscuras de sí mismo, desde los sótanos donde había encerrado a sus demonios particulares. Era un pensamiento del todo impropio. Incorrecto. Censurable. Totalmente inaceptable. Y sin embargo, se recreó en él durante unos segundos, pensando en la posibilidad de hacerlo realidad.

En su imaginación era sencillo: agarrarle del cabello y hundir la lengua en su boca, desnudarle allí mismo y hacerle todas esas cosas bajo los cerezos hasta haber extraído la última gota de su esencia, hasta haber conocido cada mínimo rincón de su ser y haberle hecho completa y absolutamente suyo.

Dios, lo deseaba de verdad.

Sabía que se había engañado. Sabía que recordaba a la perfección, con detalle, todo lo que había ocurrido en el cuarto de baño aquel día, o noche, o lo que fuera. Simplemente, se lo negaba. Pero a veces, solo a veces, se daba el pequeño placer de traerlo de vuelta durante un rato. Caía en la tentación, después se hacía unos cuantos reproches, volvía a apartarla de sí y listo.

“Solo tengo que levantar la mano y deslizar los dedos por su mejilla”, pensó. “No me rechazará”

Cain le estaba mirando de un modo extraño, fijamente. Gabriel sabía que él también lo hacía, los dos a la expectativa, sujetándose del hilo invisible que unía las pupilas de ambos. Solo levantar la mano. Alzó los dedos sobre su propio abrigo, recorriendo la tela áspera con su tacto. Entonces se encendió la primera farola, Cain apartó los ojos y el hechizo extraño se disipó.

–Es tarde –dijo Gabriel, precipitadamente –deberíamos volver.

Se incorporó sin esperar respuesta. Desandaron el camino en un ambiente algo más distante, conversando de vez en cuando sobre cosas poco trascendentales, sin volver a cruzar las miradas. Los caminos de vuelta siempre parecen más cortos que el camino de ida, y antes de haberse dado cuenta, habían llegado al metro. El traqueteo de los vagones semivacíos y la oscuridad de los túneles les devolvieron poco a poco a la realidad urbana, que siempre parecía disiparse un tanto en el barrio viejo. El profesor se sentía algo incómodo, pero Cain no parecía darse cuenta, y si se daba cuenta, no le importaba lo más mínimo.

–¿Tienes planes hoy? –preguntó el chico entonces.

Gabriel negó con la cabeza, con la espalda apoyada en las puertas automáticas.

–Nada especial. Preparar clases.

Cain asintió y volvió la vista hacia las ventanillas negras.

–Vale. Te haré compañía.

–¿No vas a salir?

–No – Cain alzó la mirada – a menos que quieras venir, claro.

Gabriel arqueó las cejas, sin disimular su sorpresa. ¿Acompañarle? Venga ya, hombre. Bueno, no es que le asqueara la idea, pero Cain nunca antes había mostrado el menor interés en que Gabriel le acompañase a nada, menos aún a sus salidas nocturnas.

–No me gustan los sitios a los que vas –respondió secamente. Luego se arrepintió y moderó el tono, tomando aire –Quiero decir que no es mi estilo, realmente.

Cain no parecía haberse ofendido. Levantó la comisura del labio en una sonrisa torcida y extraña, con un brillo rebelde en la mirada verde y cristalina.

–No son tan terribles, pero no importa. Me quedaré en casa para que no estés solo.

–Tampoco tienes por qué hacer eso. – Cain ahora sí entrecerró los ojos, molesto. Gabriel esta vez reaccionó más rápido y comenzó a explicarse algo atropelladamente. –No te estoy echando. No quiero decir que me…estorbes ni nada así. Estaría bien que te quedaras, en realidad. Sólo digo que hagas lo que quieras. Que no lo hagas por mí, vaya. Ya me entiendes.

Cain estrechó aun más los párpados, pero después descompuso la mueca de dignidad ofendida y sonrió de nuevo con aspecto de diablo joven y travieso. Gabriel suspiró. Las puertas eléctricas se abrieron al llegar a su parada y el muchacho salió primero, caminando con pasos seguros y arrogantes. El profesor le siguió, aliviado. Demonios. A veces era muy difícil relacionarse con la gente.


. . .


11 de Febrero – Cain

Seguridad. Eso es lo que significaba su casa, o lo que ahora llamaba hogar. Abrir la puerta, dejar las llaves en la mesita del recibidor y dejarse caer sobre el sofá blanco que tantas veces le había abrazado ya se había convertido en una costumbre cotidiana y cálida. Sencilla, sí, pero placentera. Cain nunca había tenido un hogar en el que se sintiera por completo seguro. De hecho, nunca se había sentido seguro en ninguna parte ni con nadie, salvo, tal vez, con Lea, aquella anciana que hace tantos años le había cuidado. Por eso le había costado un mes entero aprender a reconocer la sensación.

Seguridad.

El sonido de las botas de Gabriel, de la puerta de su habitación abrirse. Las perchas del armario chocando entre sí cuando colgaba el abrigo. Su presencia allí, al fondo. Cain se quitó la chaqueta y la arrojó descuidadamente en una silla, sabiendo que el profesor la miraría fijamente y se resignaría a su desorden. Eso le provocaba un placer perverso.

Se sacó las botas con los talones y las dejó caer sobre el parquet. Luego suspiró y se retorció sobre los cojines del sofá, abrazando la manta y oliéndola con disimulo. Madera y sándalo.

Los últimos días no habían sido fáciles para Cain. Tras darse cuenta con angustia de que no valía nada, había comenzado una sesión intensiva de recuperación de su amor propio, en primer lugar, haciendo terapia de saneamiento con sus amigos, incluida Berenice, que le perdonó a regañadientes cuando se presentó en su casa con un ramo de flores arrancadas y una bandeja de dulces. La terapia transcurrió en la misma cafetería en la que se había reencontrado con Ruth semanas antes, la cual, por un acuerdo tácito, había pasado a convertirse en lugar habitual de reunión. Era un Starbucks cualquiera del centro, sin nada especial. Allí, en torno a una mesa, sus tres amigos habían escuchado en sepulcral silencio y bajo juramento de secreto absoluto el relato de Cain. Éste, omitiendo las partes más aberrantes y vergonzosas de su experiencia, les había contado cómo había tenido ciertos problemas con la droga que le habían llevado finalmente a depender de un tipo a quien debía dinero, y cómo el profesor había acabado con aquel problema de un golpe, nunca mejor dicho. No dijo nada sobre el sexo ni la prostitución, claro. Tampoco sobre la muerte de Lieren. Por el contrario, explicó una versión suavizada de la situación que ellos pudieran digerir, de modo que sus amigos no reaccionaron con la incredulidad que él esperaba.

Se enfurecieron, le abrazaron, le demostraron su apoyo y maldijeron a ese tipo quien quiera que fuese. Se preocuparon por él y después cada cual enfrentó la situación como mejor se le daba: Ruth con calma y apoyo discreto, Samuel filosofó apaciblemente y soltó algunos comentarios sarcásticos y Berenice le organizó la vida en diez minutos. Tenía que reconocer que hablar con ellos le hizo sentirse mucho mejor. No sólo por la agradable y cálida sensación de que uno no está solo, también porque eran personas despiertas que no se limitaban al consuelo vacío, sino que estimulaban a la superación.

Fue Berenice quien le echó una mano en las cosas más prácticas. Eso se le daba bien. Le ayudó a buscar trabajo con algo tan sencillo como un periódico prestado y un teléfono móvil, y al final de la tarde, encontró el empleo en el refugio de animales. Samuel y Ruth, por su parte, contribuyeron de una manera impagable en el complicado proceso de reconstruir su autoestima. O al menos, apuntalarla lo suficiente como para darse cuenta de cómo su propia negatividad le había afectado. Conversaron largo y tendido sobre las cosas que Cain había hecho –al menos sobre las confesas– y encontraron motivo y solución prácticamente para todo. Para la soledad, para la frustración, para la amargura.

Sin embargo, sólo con Ruth tuvo el valor de ser plenamente honesto en cuanto a Gabriel.

–No sé si sería capaz de enfrentarme a estas cosas sólo por mi –le había dicho al final de aquella peculiar terapia, mientras recorrían juntos parte del camino a casa – Creo que si no fuera por el profe, no tendría ningún motivo para querer ser mejor. Para pensar que puedo serlo.

Ruth había asentido. Ella comprendía esa clase de cosas.

–Ten cuidado, David. Puedes hacerte daño con ese hombre.

Cain había estado a punto de sonreír ante esa declaración tan ingenua. Hacerse daño con ese hombre. Si Ruth supiera cuántos le habían hecho daño de verdad… sin embargo entendía de lo que estaba hablando ella, del tipo de herida que podía abrirse en su corazón ante cosas tan cotidianas y al mismo tiempo siempre tan dolorosas como el rechazo y el desamor.

–Supongo.

–Te lo digo en serio. Es demasiado mayor para ti…

–Unos diez años, no es tanto.

– …y no tenéis nada en común. Y tiene novia.

Él sabía que Ruth tenía razón. Le había costado aceptarlo. Había intentado con toda su alma aceptarlo. Y luego, a una velocidad de vértigo, pasó por todas las fases del desengaño amoroso: la tristeza, la nostalgia, el afán de olvido y la resignación al darte cuenta de que nunca podrás olvidar. No había tenido valor para decirle a Gabriel que abandonara a su novia y se quedara con él, porque en el fondo de su ser, sabía que todavía no era digno. Que no estaba a la altura.

Pero lo cierto es que no tenía un motivo mejor por el que vivir y prosperar que ése. El de crecer como persona para tener algún día el derecho de decirle algo así al profesor y saber que, si le rechazaba, sería él , Gabriel, quien se estaría perdiendo algo grande y maravilloso.

Miró el reflejo del profe a través del televisor apagado. Había vuelto con su portafolios profesional y adulto y lo había abierto en la mesa, sacando unos cuantos papeles y el bolígrafo de tinta suave que siempre, siempre, siempre utilizaba para las cosas del trabajo. “Qué previsible es”, pensó. “Un hombre de costumbres. Es como un león que se empeña en encerrarse a sí mismo y comportarse como un animal doméstico. O como una persona”

Sonrió ante ese pensamiento y buscó el mando a distancia. Encendió el televisor y se enderezó entre los cojines, sin molestarse en colocarse la camiseta, que se le había subido y estaba arrugada en la espalda. La pantalla se iluminó y trajo las imágenes, engullendo el reflejo de Gabriel.

–¿Te molesta la tele, profe? –dijo en voz alta.

–No. Sin problema.

Lástima. Miró de reojo el canal y observó el aspecto del locutor de las noticias. Le conocía de vista. Habían coincidido en un par de fiestas de mala fama y le había pillado un par de veces en el servicio de un local de lujo esnifando cocaína. Cain no iba a locales de lujo, pero Lieren le había llevado en aquella ocasión.

–Mira, el presentador este se ha puesto peluquín –comentó, sin esperar respuesta.

Cuando Gabriel trabajaba no hablaba mucho, pero a Cain le gustaba hacerlo igualmente, aunque la respuesta fuera el silencio o algún asentimiento distraído, o frases cortas y poco reveladoras.

Cambió de canal un par de veces, buscando algo que retuviera su atención. Cuando iba por la mitad de la parrilla, una melodía conocida le hizo detenerse y se incorporó sobre las rodillas, presa de esa emoción tonta que sobrecoge al ser humano cuando, sin esperarlo, una de nuestras canciones favoritas nos sorprende en la radio, en la televisión o en un coche que pasa a nuestro lado con la ventanilla bajada.

–Dios, ¡Hacía MIL AÑOS que no la escuchaba! –exclamó el chico, balanceándose al ritmo de los sintetizadores.

En la pantalla, sobre un escenario iluminado con luces azules y extrañamente oscuras, un hombre maduro con el cabello peinado con gomina y vestido de negro seducía al mundo con una voz suave y varonil.


Gonna take my time

I have all the time in the world

To make you mine

It is written in the stars above



Tenía trece años cuando escuchó por primera vez aquella canción, y no estaba muy seguro de por qué le había gustado tanto. Quizá porque fantaseaba pensando que aquel hombre le cantaba a él, que le decía esas cosas tan irresistibles. Tal vez porque envidiaba la seguridad del protagonista de la canción. O por la sensualidad. O porque la música parecía envolverle y acunarle en un abrazo lascivo pero dulce, vampírico.

Sumó su voz a la del artista, sin alzarla demasiado, casi con intimidad.

- The gods decree you’ll be right there by my side… right next to me… you can run, but you cannot hide…

Entrecerró los ojos y se balanceó sobre las rodillas, levantando los brazos y apoyándolos sobre su cabeza, uniendo las manos en su nuca. Cuando tenía trece años nunca se había imaginado que alguna vez querría recitarle aquella letra a alguien, pero de repente, en un alarde de ingenuidad recién recuperada, comenzó a pensar que era el destino el que estaba tocando la maldita canción en aquel preciso instante.


Don't say you want me

Don't say you need me

Don't say you love me

It's understood

Don't say you're happy

Out there without me

I know you can't be

'Cause it's no good


Porque él lo sabía. Sabía que estaban hechos el uno para el otro. Lo tenía tan claro como que hay noche y hay día.

Se volvió a medias, con disimulo, como si formara parte de ese baile comedido que ejecutaba desde el sofá cual serpiente hipnotizada. Miró a Gabriel de reojo y se encontró con su mirada, magnética y candente, fija en él con una mezcla de sorpresa y contención. El descubrimiento le provocó una oleada de calor por dentro. No había nada que hacer. ¿Cómo demonios le iba a olvidar, teniéndole en casa cada día? ¿Por qué iba a ser tan estúpido como para renunciar, si podía ver, ¡podía verlo!, el deseo quemándose a fuego lento al fondo de esos ojos azules en aquel preciso instante?

I'll be fine

I'll be waiting patiently

Till you see the signs

And come running to my open arms

When will you realize…


– …or do we have to wait 'till our worlds collide… –volvió a canturrear, arañándose la nuca con los dedos al deslizar los brazos hacia sus propios hombros, aún ladeado, con la mirada fija en el hombre sentado a la mesa. – Open up your eyes… you can't turn back the tide…

La expresión de Gabriel era agresiva y ceñuda. Había tensado la mandíbula y su postura corporal, antes relajada, se había crispado visiblemente. Tenía los dedos blancos allí donde sostenía el bolígrafo y las sombras del cabello le oscurecían el semblante. Su mirada fija era como la de un depredador de la selva, pero a Cain no le asustaba. Le halagaba y le hacía sentirse deseado, y desearle más. ¿Cómo podía seguir ahí quieto, sentado con los apuntes, sabiendo como él sabía ahora, porque ahora no tenía duda alguna, que se moría por levantarse y arrojarse sobre él?


Don't say you want me

Don't say you need me

Don't say you love me

It's understood


Cain volvió a enredar los dedos en sus propios cabellos y giró por completo sobre el sofá, observándole desde el respaldo. Le estaba seduciendo descaradamente. Pero no era culpa suya.

Era culpa de Gabriel, por gilipollas.

Si al darse la vuelta por primera vez no le hubiera pillado mirándole como si quisiera comérselo, entonces él no estaría haciendo nada de esto ahora. No estaría zorreando. Aunque a lo mejor Gabriel prefería que se hiciera el inocente y el tímido, pero si hacía eso, entonces podrían pasar treinta años antes de que dejara de engañarse y volviera a tocarle.

Don't say you're happy

Out there without me

I know you can't be

'Cause it's no good


Si tenía que zorrear y provocarle hasta hacerle perder los estribos, bien. No le importaba. Le estaba desafiando, sí, y los motivos se confundían en su interior, pero cuando Gabriel retiró la silla con un ademán brusco y seco, supo que de alguna manera había conseguido lo que buscaba. El profesor se levantó y caminó hacia él a zancadas.

Cain sintió un hormigueo en el estómago. 


Gonna take my time

I have all the time in the world

To make you mine

It is written in the stars above…


Cuando llegó hasta él, alargó la mano hacia su rostro con decisión. Cain cerró los ojos, a punto de suspirar con alivio mientras aguardaba a que sus dedos le rozaran, se cerrasen en su pelo y tirasen de él hacia sí. Y después el calor de sus labios. Y después, lo que hubiera de venir. Pero la calidez de sus dedos no llegó a su rostro. Sintió el tirón de la manta que se había echado por los hombros cuando Gabriel se la arrancó.

Abrió los párpados con sorpresa.


Don't say you want me

Don't say you need me

Don't say you love me

It's understood



De la manta, cayó el mando a distancia al suelo. Gabriel se inclinó para recogerlo. Luego volvió a erguirse y Cain vio con claridad la advertencia en sus ojos. Le tenía al límite. Sabía que le tenía al límite. Un contoneo más, un gesto más, el adecuado, y lo habría conseguido. Con el corazón galopándole en el pecho, extendió los dedos con un gesto lento y se atrevió a rozarle el cabello. Se olvidó de seguir seduciendo como una vulgar meretriz y se olvidó de las provocaciones, de repente raptado por el tacto de su pelo en los dedos y su aroma próximo. ¿Por qué no lo sentía él igual de claro?¿No podía darse cuenta de la poderosa fuerza que les llevaba el uno hacia el otro? ¿No lo veía, o no lo quería ver?


Don't say you're happy

Out there without me

I know you can't be

'Cause it's no good



Movió el pulgar y le rozó la mejilla levemente. Todos sus movimientos eran lentos y cuidados, como quien se acerca a tocar por primera vez a un animal salvaje. Percibía la poderosa fuerza contenida debajo de la apariencia serena de Gabriel, el fuego que ya había conocido en la violencia y en el sexo, y también algo más. Lo comprendió entonces, cuando la yema de su dedo tocó la piel áspera de su mentón.

Gabriel cerró los ojos en ese momento, frunciendo el ceño, como si estuviera quemándose o haciéndose daño. No se apartó. Se quedó inmóvil con los dientes apretados.

Cain olvidó respirar por un momento en ese instante en el que creyó ver un atisbo de fragilidad. Se asustó y se conmovió, pero no parecía capaz de reaccionar. Entendía que para él era terriblemente difícil todo aquello, que no podía, simplemente, dejarse llevar. ¿Pero por qué? ¿Cuántas barreras tenía aquel hombre? ¿Cómo iba a echarlas todas abajo? ¿Cómo podía hacerle comprender? “Estamos destinados”, hubiera querido decirle. “No tienes que tener miedo. Esto está bien.”

De repente, la música dejó de sonar.

Gabriel había pulsado el botón de apagado del mando a distancia. La imagen desapareció en un punto blanco en el centro de una pantalla negra, en la que Cain, al volverse repentinamente, se vio reflejado. Apartó la mano de su rostro como si le sacudiera un calambre.

–Voy a ducharme.

La voz de Gabriel fue apenas un susurro. Dejó caer el mando a distancia sobre el sofá y se marchó, dándole la espalda. Cain suspiró al escuchar cerrarse la puerta del cuarto de baño, y después el cerrojo. Meneó la cabeza y se levantó para encaminarse a la cocina. A preparar la cena y a actuar como si nada.

Eso era lo que le gustaba al profe. Qué remedio.


. . .


11 de Febrero - Gabriel


Era terriblemente fácil. Espantosamente rápido. Pero nunca, nunca era del todo satisfactorio.

Desnudo, bajo el agua helada, se dejó embrujar por las fantasías ya desatadas que el maldito Cain había alimentado. “Lo ha hecho a propósito”, pensó, resollando de furia y excitación mientras se acariciaba con los ojos cerrados y el brazo apoyado en los baldosines húmedos, la frente sobre el puño cerrado “Lo ha hecho a propósito, el muy cabrón. ¿Qué coño ha sido eso? ¿Por qué tiene que hacer esas mierdas?”

Tenía los dedos de la otra mano cerrados alrededor de su sexo, moviéndolos con una fricción enérgica. Mientras le maldecía mentalmente, las imágenes se mezclaban en su mente. Algunas eran recuerdos, los recuerdos de aquel mismo cuarto de baño. Otras eran sueños, ficción, deseos oscuros y terribles… ilusiones en las que Cain se erigía como el absoluto protagonista de sus perversiones más secretas.

–Maldito seas –murmuró, dejando escapar un jadeo y arqueando las caderas. Su virilidad palpitaba, tensa y dura como una barra de acero al rojo. –Maldito seas. Y qué gilipollas soy.

Degustar su sabor otra vez. Hacerle suyo. Empujar en su interior. Podía imaginarle con toda claridad atado a su cama, estremeciéndose, mirándole con aquellos ojos del color de las estrellas verdes. Estrellas verdes. Su voz, gimiendo con abandono. Las cuerdas apretadas hundiéndose en su carne, el grito ahogado cuando le mordiera la piel…

El orgasmo le sobrevino como un relámpago rabioso, liberándole de la tensión y dejando su huella en las baldosas de la pared.

Sí, hacer aquello pensando en Cain era terriblemente fácil y sorprendentemente rápido. Pero nunca, nunca era del todo satisfactorio.

Dejó que el agua se escurriera sobre su cuerpo mientras se calmaba, ya aliviado pero con un nudo de hambre aún sin deshacerse en su interior. Apuntó con el grifo hacia la pared para borrar la prueba de su pecado y apoyó la nuca después en ella, negando con la cabeza y regándose con una ducha helada que, por muy fría que fuera, no iba a poder bajarle la temperatura. Ya lo sabía. Le pasaba con frecuencia últimamente.

Llevaba sin acostarse con Sara desde la noche del 29 de enero. Su cuerpo ya no quería otra cosa, sólo tenía hambre de Cain y de nada más. Y Gabriel, resignado, estaba dispuesto a matarse de hambre si era necesario.

¿A qué había venido eso? Esa estúpida canción. ¿El chico solo estaba jugando o realmente quería… todo eso? Hacerle suyo y esas insinuaciones tan engreídas que… que… qué demonios, eran más propias de él que del chaval de los cojones. Si alguien tenía que hacer suyo a alguien era él a Cain, no al revés. De hecho, lo pensaba a menudo.

De hecho lo acababa de pensar.

Sí. Hacía un par de minutos, mientras se tocaba.

–Vaya mierda –resopló.

Escrito en las estrellas. Algo predestinado, ¿no? Eso es lo que había querido decir. Y que iba a esperar hasta que él se diera cuenta de que no había escapatoria y corriera hacia sus brazos. Pero qué gilipollez, por el amor de Dios. Si el chico le conociera de verdad, sabría que Gabriel no era la clase de persona que corre hacia los brazos de nadie, sino de los que cogen lo que quieren y lo arrastran hacia sí mismos. Y eso es lo que llevaba deseando hacer con Cain desde el fatídico día en el que ocurrió aquello sobre la toalla.

Eso que ya había olvidado. Porque lo había olvidado. ¿No es verdad?

“Claro que lo he olvidado”

Intentó empujar las imágenes al cuarto de atrás de su conciencia, pero una se escapó y volvió a verle en el sofá, canturreando en voz baja y seductora y con los brazos tras la nuca, alzados… con la camiseta arrugada en un costado, por encima de la cintura.

–Maldito sea.

Apretó los dientes y empapó una esponja áspera para frotarse hasta hacerse daño, hasta limpiarse de la huella de sus propias fantasías, hasta hacerlas desaparecer. Hasta arrancarse su hechizo.

. . .

©Hendelie

1 comentario:

  1. como siempre , el capítulo intenso .

    Caín poeta? le queda . Tiene ese aire bohemio metido en su mundo en en su propia burbuja .

    Gracias por el capitulo.

    Un abrazo .
    Judith

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