miércoles, 14 de diciembre de 2011

Fuego y Acero XX: Desembarco


20.- Desembarco

Hacía días que sentía el frío soplo de la nieve en el rostro, en los cabellos. Era como el aliento gélido de una montaña. El aire, húmedo y espeso en el Sur, suave y empalagoso a medida que alcanzaban aguas más septentrionales, ahora era cortante y seco.

Driadan, el príncipe de Nirala, había viajado en barco otras veces. En la galera real de su padre, creía recordar, en un tiempo tan lejano que ya parecía otra vida. Sin embargo jamás había visto nevar en el mar. Nunca había contemplado las tormentas blancas, la ventisca engalanada de escarcha. Jamás había visto cómo se pinta de nieve la cubierta, el palo mayor, cómo se forman cristales de hielo en las maromas, cómo la madera se quiebra y cruje, y se queja y gime. El océano azul, profundo. El cielo pálido, el sol, un disco descolorido detrás de jirones de neblina.

Puso los dedos en el cristal sucio del camarote de Ioren, contemplando todo aquello desde su refugio.

Los hombres caminaban por la cubierta, dedicados a las actividades habituales. A lo largo de la travesía, habían hecho algunas paradas en puertos desconocidos y tierras inimaginables. En algunas de esas ocasiones, se subía una carga de pan ácimo, de pescado en salazón o de jamón curado, de arroz o de agua dulce. En otras, descendían algunos de los miembros de la tripulación, se alejaban del navío y no regresaban.

Sólo quedaban quince habitantes en aquel hogar de madera que se balanceaba sobre las olas. Once de los esclavos que habían partido con ellos desde Shalama. Cisne, Perfidia y Nirala. Y Ioren.

Mirarle le causaba una mezcla de angustia, esperanza y rabia. Allí estaba, dando órdenes en la proa, con la crespa cabellera roja ondeante, ceñido en una capa de pieles gastadas que arrastraba por el suelo. Parecía saber hacerlo todo. Manejar las cuerdas, usar el timón, desplegar y plegar las velas, reconocer cuándo un suministro de comida estaba en mal estado o se había enmohecido sin siquiera olfatearlo, tirar las redes aquí o allá, donde había que pescar. 

"Es culpa suya", pensaba, vagamente. "Todas mis desgracias son por su causa. Si no hubiera grabado mi sello en su brazo, si hubiera dejado que le dieran fin con la espada, igual que a sus hombres… entonces yo seguiría siendo príncipe heredero, seguiría siendo Driadan".

Se cubrió con una colcha más, encogido sobre sí mismo. Tenía hambre y frío. El camarote del barco había tenido artículos lujosos que le hubieran agradado a la vista si aún pudiera encontrar placer en esas cosas, y si Ioren no hubiera arrojado todas las riquezas al océano para aplacar a las tormentas. Ahora era una habitación desnuda con una cama, un baúl de ropas y montones de mantas.

En uno de los rincones, Perfidia estaba arrebujada en una de ellas. La mujer era un artículo más en aquel museo del asco. Su pelo, que se había tornado blanco a causa de los sufrimientos, estaba manchado de vómito. No había sido capaz de adaptarse a la larga travesía, y había estado enferma con frecuencia. Cisne permanecía junto a ella. El chico moreno había abrazado el silencio durante los dos meses que duraba ya el viaje. No había pronunciado una palabra, pero había cuidado de la que antaño fuera su señora.

Ambos se habían unido inexplicablemente en su desgracia. El silencio de Cisne encajaba a la perfección con la lengua cortada de Perfidia, su miedo con el martirio de ella, su enajenación con la locura de la dama.

Driadan no había encontrado dónde encajar sus heridas con los huesos astillados de otros. Los días pasaban, inmutables, el tiempo parecía diluirse sin sentido alguno. Deshilvanaba sus recuerdos y volvía a ovillarlos en su confuso corazón, y cuando la angustia y el sufrimiento le atenazaban con mayor violencia, sabiéndose indigno y manchado, buscaba desesperadamente los ojos azules que le habían rescatado en ocasiones para ampararse en ellos. Al menos eso, a su pesar, le aliviaba.

Por eso permanecía en el camarote, con la mirada tercamente fija en la figura del hombre del mar. Sólo estaba intentando encontrar sus ojos.

Pero Ioren estaba de espaldas, mirando al horizonte. Y cuando la nave dio un bandazo y las órdenes de su voz poderosa se volvieron más secas, casi urgentes, sólo entonces se dio la vuelta y pudo verle. Había una luz cálida en su semblante cuando cruzó ante la ventana, y después desapareció.

La puerta del camarote se abrió y la enorme figura entró a zancadas, tirando de la capa donde Cisne y Perfidia se refugiaban.

- En pie. Hemos llegado.

La mujer y el chico salieron precipitadamente del cuarto, con las cabezas gachas. Driadan se quedó donde estaba, mirando al hombre del mar. "¿Dónde está lo que busco? ¿Tan hondo es el abismo que nos separa ya?"

Ioren había abierto el baúl. Inclinado sobre él, sacaba prendas que Driadan nunca había visto antes. Capas de piel de foca, torqueses de bronce, cintos de cuero negro, marrón, blanco, botas peludas y camisas de lana. Supuso que habían realizado intercambios y trueques en los puertos, pues aquel cofre sureño de seguro sólo había contenido seda y especias cuando partieron de Shalama.

- Driadan

El joven crispó los dedos. Su nombre en su voz le revolvía las entrañas. Le miró con ojos llameantes, lívido. Ioren estaba tendiéndole uno de aquellos mantos grises de olor extraño y aceitado. Extendió una mano y le arrebató la prenda de un tirón, colocándosela sin demasiado artificio.

- ¿Estamos en Thalie? – preguntó, en un susurro helado.

Ioren asintió con la cabeza, ciñéndose unos brazales. Parecía agitado y nervioso.

- Te has salido con la tuya. Pero no sé de qué te va a servir.

Driadan volvió a mirar hacia el exterior. Los hombres se afanaban con los preparativos para atracar la nave, aunque no acertaba a distinguir ningún puerto.

- Te llevaste un príncipe, y has traído a tu tierra a una escoria – prosiguió, con voz átona. Realmente, poco podía importarle nada ya. – Querías hacerme digno para morir a manos de alguien de tu talla. Si no lo era entonces, menos lo soy ahora. Pierdes el tiempo y actúas como un loco.

Por un momento, sólo escuchó silencio. Sentía la mirada pesada del hombre del mar sobre sí, pero estaba demasiado cansado y apático como para enfrentarla o buscarla. Las siguientes palabras de Ioren cambiaron eso.

- Sigues balbuceando como niño. ¿Seguro que eres hijo de tu padre? Empiezo a pensar que te engendraron gaviotas lloronas.

Driadan apretó los dientes y los ojos le relumbraron. Un fuego líquido y explosivo le subió por la garganta, mezclándose con bilis. Se apartó de la ventana y dio tres zancadas hacia él, estrellándole la mano contra el rostro en una bofetada sonora que le hizo arder la mano, tanto como le ardía la sangre.

- ¡Cómo te atreves!

Cuando Ioren le devolvió el golpe, interpuso el antebrazo. Forcejeó, escupió y le pateó. El hombre del mar le sujetaba de las muñecas.

- ¡No menciones a mi padre! ¡No te atrevas ni siquiera a pensar en él, sucio perro, o te juro que te mataré con mis propias manos, aunque sea lo último que haga!

- Aún te queda un poco para eso.

Driadan rechinó los dientes, frunciendo el ceño. Al cabo de un rato, dejó de combatir y recuperó la respiración. Su rabia había estallado como un torrente venenoso y ardiente, y ahora estaba algo sorprendido.

El hombre del mar no le miraba con hastío, ni con odio. Tenía la marca de su mano en el rostro, pero no parecía importarle. Por un momento, el estómago de Driadan pareció voltearse y la sangre se le detuvo en las venas. Recordaba bien esa sensación, los dedos férreos en sus muñecas, la intensidad de la presencia cercana. Y el olor a salitre que se le colaba hasta el tuétano de los huesos.

Pareció pasar una eternidad hasta que Ioren le soltó las manos.

- Abrígate. Thalie es tierra gélida y agreste – dijo el hombre del mar, cerrándole la capa - Aún quedan arrestos en ti. De tus cenizas crecerá un hombre poderoso, como el pájaro de fuego. Se templará en nieve y hoguera, en roca y sangre.

Driadan resolló, meneando la cabeza y dando un paso atrás cuando al fin el hombre del mar se apartó de él. Maldito fuera. Le espoleaba, le pinchaba con acero al rojo, no le permitía rendirse. Cuánto le odiaba.

- No sabes… lo detestable que eres… ni cuán grande es la medida de mi odio hacia ti, maldito perro – susurró, venenoso, con los dientes apretados.

Ioren se ajustó el cinturón. Estaba sonriendo cuando salió del camarote, con la larga capa arrastrando, las trenzas manchadas de nieve, revuelta la cabellera y las espadas al cinto.

 . . .

0 comentarios:

Publicar un comentario

¡Deja tu comentario! Es gratis y genera buen karma :D


Licencia Creative Commons

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons. Queda prohibido su uso para fines comerciales, así como la duplicación total o parcial sin permiso expreso de las autoras. Si citais algún fragmento, por favor, no olvidéis nunca poner el autor y la fuente de referencia. ¡Muchas gracias!