miércoles, 14 de diciembre de 2011

Fuego y Acero XXII: Thalie


22.-  Thalie

No tardaron mucho en llegar a la aldea. Y cuando lo hicieron, Nirala se sintió de repente angustiado y diminuto. Era casi de noche, y aún estaban cerca de la costa, pues se escuchaba desde allí el rumor del mar. Habían atravesado parte del bosque de abetos, en el que aún había nieve, y la hierba crujía bajo sus pies. Al salir de él, les aguardaba una llanura de tundra, donde rocas lisas despuntaban entre el césped escarchado y pequeñas cabañas aisladas cerraban las ventanas a su paso. Cruzaron una empalizada de madera, donde cuatro hombres de largas barbas rubias y castañas y expresión severa les franquearon el paso tras conversar unos instantes con Ioren, y penetraron en una desordenada villa de casas de madera y pizarra, de tejados inclinados. La nieve de la mañana aún manchaba las cumbres de la muralla y se derretía sobre el suelo.

En el interior del cercado, una enorme hoguera ardía en el centro de la aldea, y otras más pequeñas se veían resplandecer aquí y allá, entre los graneros y las pequeñas viviendas. Las gentes se asomaban a las ventanas. Algunos acudían a saludar al Rojo, reían a carcajadas y miraban a sus acompañantes con expresión desconfiada.

Nirala recordaba haber visto semblantes como aquellos tiempo atrás. Cuando su padre ejecutó a los hombres de Ioren por haber atacado sus tierras. Rostros altivos y orgullosos, de reyes y señores, cuya independencia y fortaleza relucía como una llama inextinguible en sus miradas así llevaran el mandil del herrero o el cayado del pastor. "Quiero recordar vuestros rostros para describírselos a los Dioses, y que ellos los lleven en sueños hasta nuestros hijos para que cumplan venganza", había dicho Ioren el Rojo en la Sala del Pegaso. Ahora, Driadan creía ver en cada uno de aquellos hijos del mar un recuerdo de los que habían muerto y una semilla de peligro.

Todo sucedió deprisa y apenas fue consciente de mucho. Atravesaron el asentamiento, bajo la atenta mirada de los habitantes de Thalie. Algunos les siguieron como si se tratase de una caravana, hablaban, decían cosas en voz alta, unos pocos se adelantaron y corrieron. Algunas mujeres trajeron mantos de piel de lobo, de oso, de zorro, y los echaron sobre los hombros de Ioren, que aceptó algunos y devolvió otros. Todas aquellas mozas eran hermosas y blancas, de ojos claros, nariz pequeña y facciones armoniosas. Algunas eran tan rubias que Driadan no podía ver sus cejas ni pestañas. Otras tenían las mejillas coloradas como manzanas, y más de una estaba entrada en carnes: se les hacían hoyuelos en los mofletes y sus grandes pechos se balanceaban bajo las ropas de lana y pieles.

Driadan no entendía ni una palabra. No había aprendido el idioma de los norteños, y tampoco había sido capaz de sacar mucho en claro de las escuetas frases que a veces pronunciaba el Rojo en su lengua natal. Era seca y ruda, de consonantes afiladas y vocales abiertas, y normalmente era capaz de comprender, al menos, el tono. En esta ocasión, le parecía que los thalienses daban la bienvenida a Ioren.
Algunos con evidente calidez, otros con reservas, sobre todo al verles a ellos. Muchos ojos se detuvieron en Driadan, pero la mayoría escrutaban a los tres sureños: el exótico Cisne, la mujer llamada Perfidia y el risueño Jhandi.

Se internaron en la amplia calle, iluminada por antorchas, blandones y hogueras en los rincones. Cuando Driadan alzó la vista, divisó el edificio al que se dirigían: Una gran casa de madera oscura con tallas en las vigas en forma de cresta de ola, a la que se accedía a través de amplios escalones de fresno. Ioren se detuvo ante la puerta y se volvió hacia sus acompañantes, utilizando la lengua del sur.

- Son los salones del thane, el jefe. Debo avisar de nuestra llegada. Entramos y os presento, sois mis hombres ahora. Nos dará alojamiento. Dormir es buena idea, cenar, mejor.

La risa sonora de los hombres se unió a la de Ioren, que empujó las enormes puertas labradas como si fueran de su propiedad, aún dejando regueros de agua marina a su paso. Driadan frunció el ceño, siguiendo a la comitiva. Entraron tras él al sobrio edificio.

"No podéis apresar a jefe, no podéis apresar a thane", eso había dicho uno de los norteños en la Sala del Pegaso cuando los centinelas trajeron encadenado a Ioren el Rojo. "Ya no es el jefe, claro", pensó, con la mirada capturada por la extraña belleza de aquel lugar.

Las paredes forradas de láminas de caoba tenían bajorrelieves hermosos, trenzados, simulando nudos. Algunos tenían formas de animales marinos, de barcos, de lobos, de fieras de los bosques. También de árboles y flores, todo ello con un gusto algo rudo pero revestido de una belleza primitiva y sencilla. Las ventanas ojivales estaban selladas con contraventanas de madera y cortinas de gruesa lana sin teñir. Había blandones de acero que ardían aquí y allá, alfombras de pieles y cabezas de presas en las paredes. Vio un enorme oso gris de fauces abiertas, disecado, contemplándole desde un rincón. La cabeza de un venado blanco, los cuernos de un ciervo, de otro, de otro. Y las armas, claro. Había armas por doquier. Colgando de clavos, gigantescas hachas, y en expositores de forja, espadas de dos manos, escudos pintados, tachonados de bronce, sables, espadas cortas, arcos, mazas, látigos de armas, yelmos sencillos con protecciones para los pómulos y otros que, o mucho se equivocaba, o procedían del saqueo. Le pareció ver uno que podría identificar como uno de los que usaban los soldados de su tierra.

- Qué curioso es todo esto – murmuró Jhandi, a su lado. Driadan arqueó la ceja.

El sureño parecía muy tranquilo, así como el resto de los tripulantes, los que ahora eran "los hombres de Ioren". Sí, sin duda él era el único que tenía motivos para no estarlo. Porque al fin y al cabo, él era el hijo de Dromath de Nirala, quien había hecho la guerra a los Hombres del Mar, quien había ejecutado a los guerreros nobles de las tierras de Thalie. Él era Driadan de Nirala, quien había esclavizado al thane de aquella tierra que ahora pisaba, le había puesto grilletes en las manos y le había golpeado con la fusta. Quien había ordenado que le sirvieran ratas para comer y había humillado su sangre convirtiéndole en esclavo. Quizá Driadan era tan causante de la desgracia de Ioren como Ioren de la suya, pero en cualquier caso, el Rojo mantenía la frente bien alta, y así irrumpió en el salón del nuevo jefe, tras abrir otra puerta de dos batientes de un empujón con sus grandes manos.

Brillaban los candelabros y las velas de sebo. Era una estancia espaciosa y rectangular, alargada, que en nada se parecía a las salas del trono que Driadan había podido conocer antes. Sillas, mesas con viandas y alimento, un grupo de perros mordisqueando huesos en un rincón. Alfombras raídas, escudos en las paredes y un hombre sentado en una silla que no era más alta ni más baja que las demás. Ioren no se detuvo ni se arrodilló. Caminó hacia él y el hombre se puso de pie.

Debían ser de la misma edad, pero donde el Rojo tenía una cabellera larga y bermeja, el otro tenía una melena por los hombros del color del trigo joven, también salpicada de trenzas. Los ojos del thane eran verdes, y sus facciones, varoniles pero menos armónicas en su cincelado que el anguloso rostro de Ioren. Y había algo en él que destilaba blandura. "Su llama es más débil que la de Ioren", pensó Driadan, instintivamente.

El hombre rubio no llevaba corona, ni una capa de marta o de armiño, no había nada en él que pudiera distinguirle de otros que había visto afuera y le identificara como rey o señor de sus gentes. Sus ropas no eran lujosas: vestía de cuero y pieles, como todos. Lo único que llamaba la atención era el torque de acero que llevaba al cuello, labrado y trabajado, con gemas rojas que destellaban como si contuvieran dentro cientos de estrellas sangrientas.

Ioren les hizo un gesto al grupo, que aguardó unos pasos atrás, y comenzó a conversar en su lengua con el thane. Driadan se lamió los labios y miró a los demás, cada vez más inseguro. Todos estaban tranquilos, confiaban en el Rojo y, claro, no tenían sangre de thalienses en sus manos, así que no tenían motivos para inquietarse por nada.

Los segundos se le hicieron largos. No se atrevía a mirar a los dos norteños. Quizá sus semblantes, sus posturas, le dieran pistas sobre cómo y hacia dónde derivaba la conversación, pero no estaba seguro de querer saberlo. Hubo algo en el tono de voz del Rojo que no le gustó demasiado, y se encontró tragando saliva cuando percibió con claridad la mirada del hombre de ojos verdes sobre sí.

Las voces subieron de tono. Finalmente, la conversación concluyó.

No se estrecharon las manos ni se abrazaron. Simplemente, terminaron de hablar y Ioren se dio la vuelta, con los ojos en llamas.

- Seguidme. El thane Ulior nos permite cenar y dormir en una de sus salas.

Habían dispuesto mesas y viandas en un pequeño salón lateral. Algunas criadas comenzaron a adecentar jergones de paja en el lugar, que más parecía un cuartel improvisado que otra cosa. Dejaron abundantes mantas y encendido el fuego, y los hombres de Ioren se entregaron al festín con clara alegría. Era su primera comida en tierra, y disfrutaron de las lonchas de cerdo ahumado, del pastel de carne, la cerveza y las verduras asadas con auténtico deleite. Mientras comían, conversaban entre ellos. Cisne y Perfidia cenaban en un rincón a pequeños bocados tímidos, y miraban alrededor como animales asustados.

Driadan no se privó. Estaba hambriento. Los primeros bocados le costaron un mundo, pero después, fue como si su estómago rugiera y se abriera. La grieta de su alma aullaba, y sin darse cuenta, devoró con tanta ansiedad que el mismo Beonar tuvo que ponerle la mano en el hombro y decirle que se lo tomara con calma.

- Tranquilo, chico. No querrás vomitar.

- Déjame – replicó Nirala, golpeándole la mano con los dedos.

Beonar se marchó, riendo, con su jarra de cerveza.

Cuando se sació y no pudo engullir más, Nirala se arrastró hacia el fuego, envuelto en la capa de piel de foca, y se sentó allí. Hundió la mirada en las llamas y su mente se quedó en blanco durante largos minutos, sin ser capaz de hilvanar pensamientos. Se sucedía el reproche con el remordimiento, el asco con el dolor, la soledad con la incertidumbre, y encontró más culpa en sí mismo de la que hubiera deseado… no sólo respecto a su propia situación.

No fue hasta que el silencio se hizo poco a poco con la sala y los ronquidos sustituyeron las conversaciones, cuando se dio cuenta de que Ioren también estaba allí. Al otro extremo de la gruesa alfombra en la que se había dejado caer, el Rojo contemplaba las brasas con el ceño fruncido, perdido en sus pensamientos. ¿Estaba allí desde el principio, cuando Driadan llegó? No lo sabía.

- ¿Qué ha pasado en la sala? – preguntó al fin. Susurraba. Los demás dormían, no quería despertar a nadie.

Los ojos azules le regaron con su mirada, y la voz de Ioren surgió de las profundidades, de las sombras de su rostro velado por los cabellos revueltos, provocándole un estremecimiento en el alma. Su mirada y su voz.

- Perdí la batalla en Nirala – respondió Ioren, sin dramatismos – Mi gente pereció y solo yo he regresado. Es una historia difícil de explicar. Mañana tendré que hacerlo.

Driadan asintió lentamente.

- Tú eras el jefe aquí antes – afirmó.

- Lo era. Estas tierras son Kelgard, yo era el thane de Kelgard, y llevé a sus guerreros a Nirala. Hijos y esposos murieron. Yo debería haber muerto, o haber regresado con ellos. No con todos, pero al menos, con alguno.

- ¿Y que va a pasar ahora?

Ioren suspiró y se pasó la mano por el pelo enredado. Luego negó con la cabeza.

- No puedo decir la verdad.

- ¿Por qué?

La verdad. La verdad era que Ioren había sido encerrado y condenado a la esclavitud por el capricho de un príncipe. Que después, los traidores de Nirala habían liberado al Rojo para que matase a Driadan y, en lugar de eso… "Sobreviví. Me arrastró a la supervivencia. Me arrojó al helado foso y me llevó al bosque, me cuidó cuando enfermé, aunque enfermé por su culpa. Nos tomaron como esclavos a los dos, y también me sacó de allí, aunque también fue su culpa. Soy yo quien debería estar muerto, Ioren debería ejecutarme. Mi presencia aquí nos convierte en traidores a los dos, a nuestra gente."

La comprensión del hecho le golpeó con vehemencia. Ioren no respondía. Por eso, alzó la mirada roja y le enfrentó.

- Di la verdad. Cuenta lo que pasó, no me importan las consecuencias.

- No seas niño. No mentiré para protegerte a ti, mentiré para protegerme a mí. – respondió el Rojo con el mismo tono. – Admitir que fui esclavo de un Nirala, y después de unos Shalama, eso es más deshonra que cualquier otra cosa.

- ¿Entonces qué dirás?

- Que me encarcelaron y tú me sacaste.

Driadan parpadeó, confundido.

- Pero soy el príncipe, yo no…

- En mi mentira tú no eres príncipe. Eres un Nirala cualquiera.

Driadan apretó los puños. Se puso en pie y escupió a la cara al Rojo, que se limpió el salivajo tranquilamente y siguió mirando al fuego.

- Vete al infierno – espetó con voz silbante y rebosante de odio.

Ioren le atravesó con ojos de acero candente.

- Dra til Helleath . Se dice así. Ve aprendiendo el idioma, vas a pasar mucho tiempo entre mi pueblo. Y la próxima vez que me escupas, será la última. Recuérdalo.

Driadan apretó los dientes y se tragó la bilis, dándole la espalda y yendo hacia los jergones. Se arrebujó en las mantas y se aovilló. Pensaba que su enfado no le permitiría dormir, pero estaba más cansado que furioso.

A la mañana siguiente, de nuevo, Driadan despertó enfermo.

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© Hendelie

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