martes, 27 de diciembre de 2011

Fuego y Acero XXVI: Misterios

26.- Misterios

El viento silbaba en el exterior, y la vela titilante resplandecía en un rincón. Con los dedos incrustados en los brazos del hombre del mar, inundado por la violencia del beso compartido, Driadan se sentía invisible como una sombra. El pulso le galopaba en las venas, golpeaba en sus sienes, y una sensación de euforia y libertad chisporroteaba en el centro mismo de su ser.

Había temido en los últimos meses el mero roce de sus dedos, que le tiraban de la capa. Había temido la caricia áspera y ruda de su abrazo, de su boca impetuosa que le mordía ahora los labios con avidez. Aún sentía una punzada de angustia en la boca del estómago.

Cuando el Rojo rompió el contacto, respirando sonoramente, Driadan bajó la cabeza, arañándole los brazos. Sentía los pulmones colapsados y su olor envolviéndole. Desvió la mirada hacia la vela encendida, consciente de los ojos penetrantes fijos en él y de la intensa necesidad con la que aullaba la grieta en su interior.

¿Cómo podían ser la duda y el miedo espíritus tan poderosos como para interponerse aún en su camino? No comprendía sus deseos, inexplicables, pero podía sentirlos bramar en su interior. A ellos nada le importaba. Ni la distancia, ni la desgracia, ni la locura, ni las maldiciones, ni todos los espinos enredados que podían existir entre ambos. Atravesarlos con las manos extendidas, arañándose y abriéndose la piel, ese era el único camino posible. Porque no había opción de negarlos y darle la espalda, no podía anestesiarse contra la vibrante atracción que le llevaba hasta el único lugar donde podía encontrar paz.

Las manos anchas le rozaron el cuello, dibujando las líneas de su mandíbula con los pulgares. Nadie le había tocado como él lo hacía, ni antes ni después. Su tacto era distinto a todos, eran llamas y espuma marina, libertad, entrega y magnetismo.

- No me importa.

El susurro del hombre del mar era un arrullo en sus oídos, brisa veraniega, cálida y suave. Driadan asintió, comprendiendo. Siempre lo había sabido. A Ioren no le importaba, nunca le había importado que su cuerpo hubiera sido un camino transitado por decenas de pies indignos. Pero al príncipe, sí.

Le importaba, por eso necesitaba ser barrido y arrasado.

- No quiero tu dulzura – replicó, en voz muy baja, con un nudo en la garganta – Dame tu necesidad y el fuego de las mareas.

Alzó los ojos, que destellaron, rojos, en la habitación. El rostro de Ioren era sombra sobre sombras y mechones de cabello revuelto y salvaje. Driadan cerró los párpados con fuerza, tragando saliva, y tiró de las correas del jubón de cuero con violencia, abriéndolas y haciendo saltar las hebillas. El gruñido contenido y los dedos de Ioren cerrándose en sus cabellos no fueron una respuesta tan contundente como el calor que le envolvió cuando volvieron a estrellarse contra el otro.

El fuego de las mareas. Driadan le asedió como si quisiera destruirle, estrechándose contra su cuerpo caliente y duro, retorciéndose cuando el hombre del mar le rasgó la camisa con las manos desnudas. Las suyas, que siempre habían sido demasiado finas y demasiado suaves, no tenían lugar donde detenerse: se escurrían por los hombros y los brazos, dibujaban los músculos del pecho fornido, bebiéndose la energía que desprendía, ungiéndose con su fuerza y alimentándose de su fuente. Cada centímetro de la piel bruñida era suya, le pertenecía, y la marcaba con desesperada posesividad.

Ioren estaba inclinado sobre él, cerniéndose como un animal salvaje desde su mayor altura. Le arrancaba las prendas sin el menor cuidado, con la lengua hundida en su boca, anudada con la suya. Las costuras le escocían al saltar los hilos en contacto con su anatomía y los dedos rasposos parecían desollarle al tocarle bajo el lino de la camisa, lenguas de fuego crudo. Se perdió en brazos de un huracán cuando Ioren le alzó por las caderas y le arrojó sobre el colchón. Alzando las manos, Driadan prendió los dedos en sus cabellos y se abandonó.

Las emociones eran demasiado violentas. No podía respirar, intentando recibir todo lo que se le entregaba: El matiz hambriento de sus caricias, los dientes mordiéndole la boca con hambre y dominancia, la barba que le raspaba las mejillas y el cuello, el aliento abrasando en la piel y el peso de su cuerpo aplastándole.

Jamás podría compararle con lo que había vivido en Shalama. Los roces indolentes y el modo en que otros habían dejado caer su deseo vanidoso sobre él, buscando el entretenimiento y el placer superficial de la carne igual que lo buscaban en pequeños bocados y vinos alegres, nada tenía que ver aquello con la arrolladora pasión del Rojo. Tenía la sensación de ser el único alimento que él podía comer, la única caverna en la que encontraba refugio de la lluvia, el único. Era el único. Era el único. Ioren se le llevaba por delante, y saberse el origen y el objeto de su ardor incontenible le elevaban más alto que cualquier otra cosa. Todo empezaba y terminaba en él, todo era suyo y de nadie más, a él estaba dedicado. Era el único.

Dio un respingo y ahogó un gemido cuando los mordiscos despertaron luciérnagas de dolor y placer en su pecho. Le tiró del pelo y removió las piernas para abrazarle con ellas, entrecerrando los ojos y mirándole en la oscuridad. Se ató la respiración a la garganta para controlarla. Le picaba la piel y la saliva salada de Ioren se mezcló con su sudor despierto.

Intentó decir algo, pero sus pensamientos explotaban como burbujas de llamas en su mente. Se le derritió el alma y se escapó entre sus pestañas, en forma de lágrimas esquivas de expectación y alivio. Onduló sobre el colchón, instintivamente, cuando el camino tibio y húmedo de la lengua del Rojo descendió por su vientre liso.

El hombre del mar respiraba como una criatura selvática, su pelo era una maraña cobriza y ondulada que colgaba como hiedra sobre la escultura de sus hombros. La piel broncínea brillaba al tenue resplandor del cirio abandonado, con la película húmeda de su propio sudor. El perfume a salitre se pegaba a las sábanas y a las paredes. Driadan aguantó el aire en los pulmones cuando él le sacó los pantalones de un tirón, y se le ahogaron los gemidos en la garganta con el despertar de la hoguera renovada.

- Es…espera… - balbuceó a duras penas al sentir sus dedos vehementes sobre su sexo.

- No puedo esperar – replicó el hombre del mar en un gruñido imperativo, de palabras claras. – Ya he esperado bastante.

- No…no es…ah…

"No estoy preparado", debería haber dicho. No fue capaz. Se mordió los labios y se tensó, aplastando las palmas de las manos contra el colchón. Puede que su mente no lo estuviera, pero su cuerpo sí. Vibró como una cuerda afinada cuando la boca hambrienta de Ioren le engulló y sus dedos se deslizaron bajo su cuerpo, sujetándole el trasero y acariciándole la parte interior de los muslos, apropiándose de su piel, de sus reacciones y de sus suspiros apagados, raptándole, secuestrándole y tirando de él.

"No estoy preparado" habría sido una gran mentira. Ahora se daba cuenta. Bajo su yugo, siempre estaba preparado; para él siempre lo estaba. Sólo era capaz de temblar y estremecerse, hundido en la caricia húmeda que le devoraba con ansia. Ni siquiera podía sentir vergüenza, y no había rechazo alguno, ni siquiera el del instinto castigado. Cuando el tacto del hombre del mar presionó en su entrada, estuvo a punto de saltar por los aires, exhaló un gemido y le tiró de los cabellos con más fuerza, intentando detenerle.

- ¡No!

El calor mordía, el sudor se escurría por su cuello y por sus costados, los poros de su piel cosquilleaban y se abrían como flores tibias. La sangre se acumulaba entre sus piernas, en su vientre distendido que palpitaba con una sed profunda. La oleada de placer le mareó. Los dedos rudos le tocaron por dentro, uno y luego otro más, internándose en su profundidad y buscando el centro que le despertaba con más fuerza, moviéndose en hábiles caricias y roces calculados que se hundían y reculaban. Sus labios le atrapaban en la presa candente de su boca, la lengua ávida le consumía, precipitando los latidos.

Driadan ya no era dueño de sí mismo. Seguramente, había dejado de serlo desde que le había arrojado sobre la cama. Aflojó el tirón en su cabellera y se rindió, hundiéndose en el colchón y fijando la mirada en el techo, con los labios entreabiertos y los párpados caídos. Su voz, sus palabras, cuanto pretendiera reclamar o exigir, todo se había deshecho y convertido en una consecución de jadeos rítmicos y atropellados. Su pecho subía y bajaba, el aliento caliente formaba nubes de vaho en la habitación.

Estaba temblando, se estaba muriendo. Le estaba matando. Si un solo estímulo de Ioren ya podía hacerle perder la cabeza, ahora simplemente era incapaz de filtrarlos. Caían sobre él como lanzas de fuego, destruyendo cualquier reserva y cualquier temor. Si alguna vez se había preguntado si su experiencia en Shalama le había cerrado para siempre las puertas de ese extraño mundo en el que ahora estaba sumergido, el del éxtasis de la carne y el abandono a las sensaciones, el hombre del mar acababa de arrojarle a él de cabeza otra vez, igual que le tiró por la borda y le lanzó a través de la ventana al foso gélido.

Arqueó la espalda, desarmado ante cada chispa que le llevaba más lejos. Su respiración atropellada se rompió con un gemido contenido que le golpeó los carrillos y se volvió a recluir en su garganta. Ioren se alzó sobre las rodillas, tomando aire con un resuello y relamiéndose. Su sombra cayó sobre el príncipe rendido a su influjo. La mirada del Rojo era una lengua afilada que le atravesó el alma, hirviente de deseo, y la manera en la que se abalanzó sobre él, encadenándole las muñecas a la almohada, le detuvo el corazón en el pecho.

Siempre le había exigido su mirada. Ahora se escudó de ella, cerrando los párpados, y aguantó la embestida implacable, ahogando el grito en su cuello y aprisionándole la cintura con las piernas.

El hombre del mar se abrió paso en su cuerpo con brutalidad, enterrándose hasta la mitad y deteniéndose para tomar aire con un jadeo sofocado. Driadan tuvo la impresión una vez más de que iba a romperse en dos. Le sentía latir en sus entrañas, tenso y ardiente, contenido. Su cuerpo se distendió, dilatándose como una flor que se abre al sol, mientras sus pulmones se rasgaban por el ímpetu con el que tomaba aire. Ioren le aplastaba con su pecho, le quemaba su cuerpo y le inundaba el mágico perfume de los mares profundos. Sus dedos eran cepos en sus muñecas, y su respiración entre los dientes apretados se derramaba sobre su boca.

Cuando el príncipe abrió los ojos al fin, paseó la mirada por el semblante tenso y sufriente de su compañero, dejando que su propio cuerpo se acostumbrara a la invasión. Los puercos del Sur que habían gozado de su compañía no eran ni la mitad de grandes que Ioren el Rojo, en ningún sentido estaban a su altura. Le costó unos segundos adaptarse a su envergadura, y la visión de su rostro anguloso le ayudó a relajarse.

La expresión del hombre del mar estaba teñida de un extraño embrujo. Su mirada empañada se perdía en la nada, el ceño fruncido y el modo en que luchaba consigo mismo se le presentaban fascinantes. Parecía cautivado, presa de un embeleso magnético, irreductible, del que no pudiera escapar y que no lograse comprender.

- ¿Cómo es? – preguntó, en un susurro áspero de palabras no meditadas.

Ioren tomó aire, avanzando un poco más. Driadan se encogió y ahogó un gemido.

- Es…trecho y apretado – resolló.

Su voz se le antojaba seductora. Su deseo, enloquecedor, prendía el suyo propio. Su entrega y su dominio le destrozaban cualquier intento de contención, reducían a cenizas cualquier cosa que pudiera interponerse entre ambos.

- Ven más – exigió, impaciente, tratando de desasir las manos de la presa con la que le sometía – ven del todo.

- Caliente…- las palabras de Ioren estaban preñadas de salvaje sensualidad, y cuando le miró a los ojos fijamente, Driadan tuvo la impresión de que le devoraría – y delicioso. Es mío…como tú entero.

De improviso, se impulsó y empujó hasta el límite, llenándole por completo. El príncipe gritó. Sus venas parecieron romperse, la sangre rompió a hervir al calor de su pasión y creyó que se perdería. El hombre del mar no le dio tiempo a comprobarlo. Tras el envite firme, se retiró y le arrastró con la fuerza de un mar embravecido, estrellándose contra su cuerpo en oleadas desatadas, respirando con ferocidad y devorándole los labios hasta ahogarle.

La cama de madera crujía. Las costuras del colchón se abrieron, estallaron bajo la violenta batalla que tenía lugar sobre él. Las plumas de ganso flotaron en el aire, se derramaron sobre el suelo y la alfombra, entre los jirones de las prendas desgarradas de Driadan.

Había temido el roce de sus dedos, la caricia de su abrazo. Durante meses, Driadan había tenido miedo de acudir a su refugio, con la angustia susurrándole al oído que nada sería lo mismo, que cuanto compartían había dejado de ser único tras la profanación, que el rechazo era una posibilidad, que la aceptación era compasión y lástima. El miedo despertó todas las mentiras en su corazón y las vistió de verdades. Ahora, todo aquello estaba ardiendo en una pira alta y negra. Las cenizas se disolvían en el mar, y cuando el alivio le arrasó con un estertor casi muriente, el júbilo que se había encendido en su interior con el primer beso permanecía ahí, puro, brillante y perpetuo.

. . .

Ioren el Rojo sabía que hay cosas que, una vez desatadas, no se pueden detener. Doma a un caballo salvaje y ponle riendas, pero en el momento que se las quites, no podrás controlarle hasta que se canse de galopar.

La vela de la habitación se había consumido hacía un rato. Otras llamas habían seguido ardiendo, llevándole a la locura una y otra vez, hundiéndole en los jardines del príncipe incesantemente, volviendo a arrastrarle cuando todo terminaba y sin que el agotamiento fuera suficiente. Ahora, mientras intentaba reponerse de aquel nuevo incendio, se preguntaba si éste sería el último o el tacto de la piel de Driadan bajo sus dedos le empujaría de nuevo a la hoguera inextinguible.

El joven reposaba sobre su cuerpo, donde se había dejado caer tras cabalgarle como un señor de las montañas y ungirle el vientre con su esencia. Su aliento desacompasado había encontrado el ritmo. Ioren le mantenía abrazado, aún en su interior, con la cabellera oscura del muchacho derramándose sobre su rostro y su boca deliciosa sobre el cuello.

- ¿Me darás una espada al amanecer? – susurró el príncipe en su oído. – Dijiste que me enseñarías a ser un hombre.

Ioren asintió antes de pensarlo con claridad.

Era consciente de lo que estaba sucediendo entre los dos. Se encontraba analizándolo, por eso no prestó mucha atención a la petición de Driadan. Su mente trataba de desenmarañar el espinoso ovillo de sus sentimientos y de los hechos acontecidos, intentando vislumbrar el camino que le había llevado hasta aquel punto. El punto en el que el chico estúpido y odioso que le había humillado imperdonablemente reposaba sobre su pecho, lánguido y agotado, cubierto por la película brillante del sudor compartido.

- No entiendo – dijo al fin, con un murmullo de descontento.

Driadan rodó sobre su cuerpo, liberando la carne enterrada en sus entrañas con un gemido suave. Luego se acomodó a su lado, entre sus brazos, y le miró. Tenía los ojos rojos, de un intenso carmesí que le resultaba a veces inquietante. Lucía ahora el semblante tranquilo, la melena fragante exudaba el perfume a iris, a sexo y a océanos salvajes, una combinación de aromas que arropaban al Rojo en un extraño hechizo.

- ¿Qué es lo que no entiendes? – preguntó el príncipe. Su voz era perezosa y tierna.

- Por qué pasa esto.

El joven escurrió los dedos por su mejilla. La caricia dulce le despertó un estremecimiento cálido en alguna parte, y tragó saliva. Esto era lo que no entendía. Estas reacciones en sí mismo. No podía comprenderlo a la luz de las circunstancias que les habían unido.

- Misterios – respondió Driadan tranquilamente. – A mi me resultaba… muy impreciso todo. Hasta me angustiaba.

El índice del joven príncipe dibujaba ahora las líneas de su boca. Su voz era como un hechizo; cuando no se comportaba como un estúpido y no se empeñaba en desafiarle, Driadan era afectuoso en cada gesto, tanto que Ioren sentía el impulso de corresponderle con ternura.

- Es raro que seas un hombre. Nunca me ha pasado esto con un hombre – prosiguió el príncipe a media voz, con una extraña gravedad – pero lo que me ocurre no me había sucedido antes con nadie. Simplemente me… hace falta. Mucha falta. No sólo esto, todo tú. Que estés cerca, que estés conmigo. - hizo una larga pausa, lamiéndose los labios. - Creo que te quie...

Ioren le interrumpió, tapándole la boca con una mano en un gesto brusco. Negó con vehemencia, mirándole fijamente, con un mordisco sangrante en el centro mismo de su alma. Se tensó y apretó los dientes.

- No digas eso – le ordenó – Nunca.

Driadan parpadeó y le apartó la mano, frunciendo el ceño. Parecía enfadado.

- ¿Cómo que...? ¿Por qué, a qué viene eso? – escupió, incorporándose sobre un codo – No te estoy pidiendo nada. Me da igual tu opinión, sólo es lo que yo creo que siento, perro desgraciado, no puedes prohibírmelo, tú no mandas en eso.

Ioren suspiró, levantando la mano para rozarle los cabellos y forzándose a mantener la calma. El chico intentó apartarle al principio, pero después le permitió abrazarle, aunque se había crispado y su postura era algo fría.

- Escucha. Y aprende esto – empezó, en un susurro cansado – El odio nunca decepciona, joven príncipe. El amor, siempre. Si llegas a sentirlo, guárdalo en ti, pero nunca lo digas.

- ¿Por qué? – Driadan se relajó un poco – Ahora soy yo el que no lo entiende.

- Porque el amor que se encierra en las palabras, las empuña como armas, y con ellas hace daño – respondió Ioren, pasándole los dedos por los cabellos, hablándole al oído – Las palabras son cinceles que lo deforman. El odio te da todo cuanto esperas de él. El amor, muy rara vez.

Driadan exhaló un suspiro profundo y le estrechó la cintura con los brazos, acomodándose en el hueco de su brazo.

- De acuerdo, no lo diré. Al amanecer, dame una espada y enséñame a luchar. ¿Lo harás?

- Lo haré – afirmó Ioren, en el mismo tono íntimo y apacible.

- Te odio.

- Y yo a ti, Driadan.

Le besó la frente y le dejó dormir, saboreando el perfume de los iris sagrados en su cabello.

. . .

©Hendelie

3 comentarios:

  1. Omg me encantaron los capítulos, que dulces *-*

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  2. Gracias Mizuki! Me alegra que os estén gustando las historias. <3

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  3. Es genial como escribes, de verdad cada vez me gusta mas esta historia

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