martes, 17 de enero de 2012

Flores de Asfalto: El Despertar - XIX

Melodía para dos


28 de Febrero – Cain

El día había sido excepcionalmente frío. Un sol redondo y rojo se deslizaba lentamente por el firmamento, tiñendo la ciudad de resplandor cobrizo. A Cain aquella imagen, que no dejaba de ser hermosa, le traía el recuerdo amargo de la pesadilla, aquel Apocalipsis de fuego y las imágenes de los monstruos tras el cristal. Torció el gesto y Ruth frunció el ceño al percibirlo.

—¿Pasa algo?

Cain negó con la cabeza, apoyándose en la barandilla metálica del mirador, junto a ella. Ruth había venido a buscarle al salir del trabajo y le iba a acercar a casa en coche. Había traído gofres de chocolate y se los estaban comiendo en el parque, poniéndose al día de las últimas novedades y disfrutando del gélido invierno de Febrero.

—Nada. Se me ha ido la olla, ¿qué te estaba contando?

—Que estuviste en el Barrio Viejo este viernes.

—Ah, si. Pues eso, estuvimos en el Barrio Viejo, por los túneles. El profe no los había recorrido nunca, así que dimos una vuelta y leímos las inscripciones.

—Dicen que son del medievo —comentó Ruth, dando otro mordisco a la pasta dulce.

Cain asintió, contemplando cómo la chica se apartaba un resto invisible de migas de la comisura. Ruth era fantástica como amiga, pero además tenía dones ocultos y peculiares que Cain admiraba en secreto, como su capacidad para comer sin mancharse.

—Eso dicen. Hay un montón de graffittis en latín.

—No son grafittis —rió ella —. Son… bueno, son pintadas, es cierto. Pero bueno, eso fue el viernes, ¿y el sábado? Me extrañó que no nos llamaras para quedar.

Cain sonrió y apartó la vista.

—El sábado estuvimos en casa.

Ruth arqueó una ceja, impresionada. Masticó y tragó, y luego se abrió un poco la bufanda.

—¿En casa? Osea, que estuvisteis todo el día… —alzó las cejas varias veces de forma significativa —. Uf. Qué agujetas.

Cain la miró de reojo con una expresión maliciosa.

—No creas, ya tengo el cuerpo hecho —. Ruth soltó otra risa con ese comentario, tapándose la boca. —Además, no estuvimos todo el día a eso. Hay otras cosas que hacer. Tocamos el piano y vemos series. Aunque he conseguido pactar con Gabriel que no más de cuatro capítulos seguidos, porque si por él fuera, los vería todos del tirón. Es un poco obsesivo.

Carraspeó y guardó silencio. Se sentía como un adolescente que empezaba a hablar de su primer novio, era sacar el tema de Gabriel y no podía parar. Se obligó a refrenar la lengua; no quería ser un pesado, y además le daba cierta vergüenza. Entre otras cosas porque ya no era estrictamente un adolescente. Y porque Gabriel no era ni mucho menos su novio, ni el primero.

—Osea, que vais en serio, entonces. ¿O no? ¿Crees que va en serio?

Cain asintió a medias.

—A su ritmo, pero sí. Estamos más o menos como juntos.

—Más o menos como juntos —repitió Ruth, con escepticismo— ¿Qué frase es esa, tio? ¿Estáis o no estáis?

—Sí. Bueno, no ha vuelto a quedar con Sara, dormimos en la misma cama, follamos, hacemos las tareas del hogar y discutimos sobre música y sobre pelis… yo creo que eso es estar, ¿no? —vaciló y buscó sus ojos— ¿O qué?

Ruth no parecía muy convencida. Chasqueó la lengua.

—Supongo. ¿Pero ha dejado a Sara, o no?

—La verdad es que no lo sé —confesó él.

La chica suspiró, apartándose el pelo del rostro y dando otro mordisco al gofre.

—Ay, David. Bueno, espero que no estés haciéndote demasiadas ilusiones.

Él frunció el ceño.

—Oye, no soy ningún ingenuo. Tampoco tengo planes de futuro, no estoy pensando en sacarnos los papeles de pareja de hecho ni nada por el estilo, ¿eh? Él me gusta y me gusta estar con él. Simplemente disfruto el momento.

—Ya, si lo entiendo. Es sólo que no quiero que te hagan daño. Y ese hombre me parece muy complicado.

Ruth había estado en casa de Gabriel unas cuantas veces y habían conversado. Nada demasiado profundo, pero lo suficiente como para que la chica se hubiera fraguado una idea acerca del profesor. Cain se preguntaba qué clase de idea era esa. Ruth no decía mucho sobre Gabriel, sólo comentaba de vez en cuando cosas como aquella. Que le parecía mayor y que le parecía un tipo complicado.

—¿No te gusta? —preguntó, con cierto temor.

Ruth negó con la cabeza, lamiéndose un resto de chocolate del labio.

—No, no es eso —aseveró—. Me gusta. Creo que es un hombre bueno y sensible. Cuando te mira lo hace con afecto, como si se le ablandase la expresión, y eso me tranquiliza. Es sólo que, por lo que me has contado sobre sus reservas y su carácter, me parece que tiene que solucionar algunas cosas dentro de sí mismo.

—Bueno, y quién no —respondió Cain, un poco a la defensiva.

Se arrepintió de haberle hablado a Ruth sobre las manías de Gabriel respecto al orden y las costumbres.

—Ya, ya. Pero ya me entiendes. No me gustaría que te hicieras daño.

Cain sonrió, tirándole de la bufanda.

—Bueno, ahora si me hago daño os tengo a vosotros para consolarme.

—Será si te dejas —puntualizó ella, con cierto reproche guasón.

El chico se rió por lo bajo.

—Bueno, ahora las cosas son distintas. Ya no soy tan gilipollas, y además, las circunstancias que antes me molestaban ya no existen. O casi.

Ruth asintió. Nunca le había preguntado demasiado sobre lo que él llamaba su “etapa de hibernación como Walt Disney”. Cain había contado someramente algo acerca de problemas con las drogas y las malas compañías, pero nunca entró en detalles con sus amigos. Al ser Ruth la persona con la que más cómodo se sentía, solía olvidarse de sus reticencias y hablar más, por lo que en alguna ocasión había hecho comentarios o referencias vagas de las que seguramente ella había sacado sus conclusiones. Pero Ruth sabía escuchar y no presionaba.

—¿El profe también tiene que ver con eso?

Cain asintió, perdiendo la mirada en los árboles del parque que se extendía bajo el mirador. Mas allá, la ciudad empezaba a iluminarse.

—Sí. Cuando él apareció en mi vida, yo no estaba en el mejor momento. Es posible que estuviera en el peor —confesó, con cierto pudor.

Imaginaba que a su amiga no le agradaría enterarse de eso. Y por el modo en que los ojos oscuros de la chica se nublaron con amargura, así fue. Tragó saliva.

—Lo siento, Ruth. Ya sé que tenía que haber acudido a vosotros y todo ese rollo. Bueno, a ti; especialmente a ti. Pero en ese momento no…

—No te disculpes. Si lo entiendo.

Cain suspiró. Asintió, aunque no dejaba de dejarle mal sabor de boca. Verdaderamente era un amigo de mierda. Ella le puso la mano en el brazo y él la apretó.

—Realmente, lo que más le agradezco al profe es que me hiciera reaccionar —prosiguió, bajando la voz—. Me obligó a darme cuenta de que me estaba engañando. De que el tipo de vida que llevaba no era lo que quería sino que… me había resignado. Creía que no había otra cosa para mi, que no podía haberla y que además, si lo hubiera no me lo merecía. Me había convencido a mí mismo de que esa mierda era lo que deseaba. Porque es mejor pensar que estás en la mierda porque tú quieres a admitir que te han tirado a ella y no sabes salir.

Ruth se había quedado muy callada, mirándole.

—Entiendo.

—Cuando empecé a levantar la cabeza, fue cuando me sentí más capaz de llamarte. Antes no podía. De verdad.

—Tranquilo. Lo entiendo, en serio.

Cain suspiró otra vez. Le costaba hablar de esto, por lo que agradecía mucho la comprensión de Ruth, que siempre lo entendía todo. Ella no perdía el tiempo en ponerse a la defensiva ni se daba importancia alguna a sí misma cuando Cain le estaba abriendo su corazón. Se dedicaba a él y se ponía en su lugar con una empatía de la que Cain intentaba aprender.

—Lo que más le agradezco es haberme despertado —prosiguió, observando los edificios a lo lejos—. Despertar me ha dado fuerzas para recuperar a las personas importantes de mi vida.

—Entonces yo también se lo agradezco. Pero David, tienes que empezar a confiar más en nosotros.

Torció la sonrisa ante el comentario, pero asintió.

—Ya, Ruth. Bueno, ahora lo estoy haciendo bien, voy mejorando.

Ella se echó a reír, asintiendo con la cabeza.

—Es verdad, es verdad.

La muchacha se limpió las manos con un pañuelo de papel y luego lo tiró a la basura y se puso los guantes, aún masticando el último trozo de dulce. Cain la imitó. Luego caminaron juntos hasta el coche de Ruth, entraron, pusieron la calefacción y la música alta y ella arrancó. Abandonaron el Barrio de las Luces por las calles más amplias y menos concurridas.

—Pues me quedaría a vivir ahí con gusto, ¿eh? —confesó la chica, tomando una curva prudentemente. Ruth siempre respetaba todas las señales y jamás se saltaba un semáforo ni un paso de peatones —. Es un barrio muy bonito.

—¿No habías estado nunca?

—Si, alguna vez, pero nunca me había parado en el mirador. Creo que no me había fijado bien, siempre he estado de paso o para ir a cosas como el hospital y eso —explicó—. No me había dado cuenta de lo bonitos que son los edificios, de lo bien que se está allí. No sé, es una sensación.

—A mi me parece un sitio un poco soso, la verdad. Aunque a veces, se agradece.

Condujeron a través de la ciudad, de los semáforos cambiantes y las calles atiborradas de coches. Era la hora punta en la que los trabajadores volvían a casa. Algunos comercios aún estaban abiertos, pero las oficinas, las fábricas, las instituciones y los centros de estudios cerraban ya. Pasaron por delante de la universidad, cruzaron la plaza del reloj rojo y la rotonda rodeada de edificios de oficinas. En la radio estaba sonando una canción de pop moderno que a Cain le parecía un sinsentido absoluto. Se detuvieron frente a un ceda el paso y un grupo de chavales de su edad cruzó a toda prisa, riendo y lanzándose puyas, con los pañuelos y las bufandas, los gorros y los abrigos abotonados.

—A veces me gustaría salir de aquí.

Cain desvió la vista hacia su compañera, algo extrañado. Ella había hablado en un tono bajo, un poco amargo. Estaba mirando a través del parabrisas con gesto reflexivo, perdida en sus pensamientos.

—¿A qué te refieres? —preguntó, casi en un murmullo.

Ruth frunció el ceño, con las manos en el volante, y señaló con la barbilla el exterior.

—A esta ciudad. A todo. Irme… dejar la ciudad, largarme al extranjero —hizo una pausa, como si buscara las palabras —. Pero después, cuando llevo un rato dándole vueltas, tengo la sensación de que vaya donde vaya, todo será igual. Puede que las calles sean distintas, que haya caras nuevas… si, los edificios y algunas costumbres. El clima. Pero en el fondo, ¿qué va a cambiar?

—En todas partes es un poco lo mismo —asintió Cain, tratando de sonar dulce. Tenía la impresión de que aquellos pensamientos entristecían a Ruth. ¿Se sentiría atrapada? —En todas partes hay que trabajar, hay que pagar impuestos, hay que soportar a gente idiota. A menos que te vayas al campo o algo de eso, claro.

—Si… si, a menos que te vayas al campo. O al Tibet —la chica sonrió brevemente, el motor ronroneaba. Volvió a avanzar sobre el asfalto gris, los edificios discurrían a través de las ventanillas —. Pero aparte de eso, no hay dónde escapar. No importa lo que digan las guías de turismo. Todas las ciudades son la misma ciudad.

Hicieron el resto del trayecto en silencio. Cain no dejó de darle vueltas a esa frase hasta que, finalmente, Ruth detuvo el coche en doble fila en frente de la casa del profesor. Le dio un suave codazo.

—Ey, que te has quedado en las musarañas.

Cain sacudió la cabeza y le mostró una sonrisa.

—Perdona, es que estoy cansado. Gracias por traerme Ruth.

—Nada. Oye, ¿entonces, este finde podemos quedar un rato? Que Samuel y Nice seguro que se alegran de escuchar que te va bien en el trabajo y todo eso.

—No sé, tengo que hacer un par de cosas. Debería pasarme por un garito a pagar algo que debo —respondió, torciendo el gesto mientras se soltaba el cinturón y levantaba el seguro. De pronto tuvo una idea —. ¿Por qué no me acompañáis?

—Claro. ¿Dónde es?

—En La Caverna —confesó Cain—. Le debo dinero a unos tíos de… cosas poco legales. Ya sabes. Quisiera quedarme limpio del todo, saldar mis cuentas y poder olvidarme definitivamente de toda esa mierda.

Ruth arqueó las cejas y luego esbozó una sonrisa suave, asintiendo con la cabeza.

—Claro que sí. Cuenta con nosotros —borró la sonrisa y se ajustó los guantes de lana, mirando por el retrovisor —¿Crees que puedes tener problemas?

Cain tiró de la manilla y abrió la puerta del coche. El frío del exterior se le escurrió bajo el cuello de la chaqueta de cuero, lamiéndole la nuca.

—Es posible. Mejor ir preparados por si la gentuza se pone tensa.

—Hecho.

Cerró la puerta y rodeó el vehículo para acercarse a la ventanilla de Ruth. Ella la bajó para darle dos besos y se despidieron.

—Pues ya nos llamamos, guapo. ¡Sé bueno!

—Claro —respondió Cain, sonriendo.

Se quedó en la acera hasta que las luces rojas del coche de Ruth se perdieron en las calles. Las farolas proyectaban haces pálidos sobre el asfalto y las baldosas de piedra. Se mordió el labio, pensando con desasosiego en aquellas palabras oscuras de su amiga mientras el viento helado le agitaba los cabellos y le provocaba punzadas en las orejas y la nariz. El también había tenido ideas parecidas a veces. Largarse, dejar todo atrás, salir de allí. Y también acababa llegando a la conclusión de que no merecía la pena. Alzó la mirada hacia los edificios circundantes, luego la dejó correr a lo largo de la calle hasta hundirse en la negrura cuajada de luces amarillas. Le sobrevino una sensación opresiva en el pecho.

“La ciudad. La ciudad es un lugar hostil poblado de monstruos.”

Tuvo un escalofrío repentino y se dio la vuelta, sintiéndose observado, con la angustia anudándose en su garganta. Recorrió casi a la carrera los pasos que le separaban del portal y en vez de buscar las llaves en el bolsillo para abrir, hundió el dedo en el pulsador del portero automático. A los pocos segundos, una voz masculina, distorsionada por el aparato, respondió.

—¿Si?

El alivio fue inmediato.

—Soy yo.

El zumbido activó la apertura y Cain empujó la puerta. Se cercioró de dejarla bien cerrada tras de si y miró hacia el exterior a través del cristal, con el ceño fruncido. Todo lo malo se quedaba ahí afuera. Sí, a partir de aquella puerta, una vez cruzado el umbral, nadie salvo los buenos podían entrar. Y aunque fuera un pensamiento infantil, lo tenía como certeza.

Se dio la vuelta y subió las escaleras, con el ánimo más relajado.


. . .


28 de Febrero – Gabriel


La melodía se tejía con una facilidad sorprendente. Atento, escuchaba cada nota y se bebía la vibración de los armónicos, con la mirada crítica de quien busca la perfección Pasó del acorde al arpegio con naturalidad, concentrado y a la caza de posibles notas falsas. Pisó el pedal, levantó el pie. Era una música vibrante, llena, que se iba completando poco a poco en cada paso, que se estrechaba como un nudo o un abrazo, con el brillo de estrellas verdes y la evocación de paisajes sonoros sencillos pero conmovedores. La curva de un hombro, el color de unos labios, el calor de un cuerpo. Cerró los ojos, pensando en lo que esa música quería decir, en lo que él estaba diciendo con ella. Se lo decía a sí mismo. Quería comprenderlo y atesorarlo en su alma. Se lo decía también a su casa, que ahora parecía diferente a como siempre la había conocido. Más viva, más llena.

Esta no era la canción del dragón, esa que le había prometido al chico y en la que trabajaban juntos de vez en cuando. Cuando se sentaban a buscar la canción del dragón, Gabriel tocaba y Cain corregía. Le decía cómo tenía que sonar, gesticulaba, hablaba, utilizaba metáforas y palabras que brotaban de él como una fuente recién descubierta. “Tiene que brillar”, le decía. “Es un dragón brillante y terrible, pero hermoso y feo. Tiene que ser más agresivo, pero con cierta nobleza.”

Así era la canción del dragón. Rugía y extendía las alas, y otras veces mostraba sus ojos profundos y misteriosos sin escándalo, con notas lentas y goteantes.

Pero esta no era la canción del dragón.

Esta era la canción de Cain, y era oscura y trágica al principio. Pero a medida que se iba desenvolviendo, abriéndose lentamente como los pétalos de una flor, iba revelando su pureza. Titilaban las estrellas verdes y se mostraba su corazón ardiente y sin mancha.

Y aunque en otras ocasiones le costaba terriblemente encontrar el camino mediante el que expresar lo que quería decir, con esta música la inspiración había llegado a él en un torrente desatado. Se sentía incapaz de detenerlo. Incluso había faltado al trabajo aquel día; se había quedado en casa como un idiota irresponsable, hilvanando la canción de Cain. Pero, simplemente, no había podido dejarlo pasar.

Sus dedos se deslizaban sobre las teclas con seguridad. Sabían perfectamente a dónde ir, y él sabía cómo llevarles. Mientras tocaba, pensaba en él. Recordaba pequeños detalles que se habían quedado grabados en su memoria de alguna manera que no entendía. Momentos sin importancia, como un Cain perplejo al descubrir que los cristales se limpiaban muy bien con papel de periódico, o la diversión tonta pero irremplazable que encontraba en congelar la imagen del televisor con el mando a distancia mientras daban las noticias, buscando pillar al presentador con un ojo cerrado o con caras raras. Su risa maliciosa cuando cambiaba de sitio las figuritas de la estantería, a sabiendas de que Gabriel, al volver a casa, se dirigiría automáticamente hacia allí para volver a colocarlas tal y como estaban antes. Su insistencia absurda en pintarle los ojos. Y su semblante fascinado cuando estaba leyendo. Cain con un libro entre manos…

El sonido del timbre electrónico le sacó de sus evocaciones.

Se levantó y descolgó el auricular, un poco aturdido.

—¿Si?

La voz de Cain respondió de inmediato.

—Soy yo.

Frunció el ceño. ¿Acaso no había cogido las llaves? Pulsó sobre el botón que accionaba la puerta automática de abajo y luego fue a abrir la de la casa. No tardaron en escucharse los pasos del chico por la escalera. Le aguardó, manteniendo la puerta abierta. La silueta de Cain se dibujó en el rellano, con el pelo revuelto a causa del viento, ligero y peinado hacia un lado, la nariz y los ojos verdes y brillantes asomando por encima del palestino y la chaqueta de cuero bien cerrada. Llevaba zapatillas deportivas y vaqueros. Y le estaba mirando, con la mueca de una sonrisa que no podía ver a causa del pañuelo.

—Joder, qué frío hace hoy.

Se hizo a un lado, franqueándole el paso, y cerró tras él.

Cain, ruidoso y desordenado. Se quitó las zapatillas por el camino, dejó la chaqueta sobre la silla de cualquier modo. Tiró el pañuelo al suelo. Iba hablando mientras caminaba por la casa hacia la cocina, causando el caos a su paso.

—¿Has puesto café? Necesito urgentemente cafeína caliente. He tenido que sacar a un collie hoy y casi me quedo helado en el parque. No te imaginas qué perro más pijo. Es de una tipa que está de vacaciones y lo ha dejado allí hasta que vuelva; es un mimado de la hostia…

Volvió a dirigirse hacia el piano, escuchándole hablar, escuchando el zumbido de la cafetera, el sonido de las puertas del armario de la cocina abriéndose y cerrándose. Se sentó y aguardó un poco hasta que Cain hubo terminado de expresarse y se dignó a recoger todo lo que había dejado por medio, ya con su taza de café humeante en la mano.

—¿Y tú qué? ¿Qué cuentas? —le preguntó el chico. Luego se acercó al taburete del piano.

—Hoy no he ido a trabajar.

—¿Y eso? ¿Estás malo?

Cain se sentó a su lado y cogió la partitura garabateada que había sobre el atril. Gabriel se la quitó de las manos, con una mirada reprobatoria.

—No, tenía algo más importante que hacer. Deja esto, no es asunto tuyo.

—Vale, vale —Cain levantó la mano en son de paz—qué secretismos de pronto.

Gabriel frunció el ceño y luego respiró hondo. Bah, qué mas daba. Tampoco tenía título. Cain no sabía que aquella era su canción y nunca lo adivinaría. Le devolvió la partitura y puso los pies en los pedales, ensayando unas terceras.

—Es que no está terminada, aunque eso no sea novedad —explicó.

Cain miró por encima el papel pautado y luego volvió a dejarlo en el atril.

—Va, tócala un poco. Solo leyendo las notas no puedo hacerme una idea.

—Bien. Pero no está terminada, ya te lo he dicho.

Cain asintió, dejando la taza sobre la tapa del piano de pared.

—No importa.

Luego se quedó muy callado, mirando las teclas y los dedos de Gabriel con expectación. El profesor reprimió un suspiro. Una sensación dulce y cálida se extendía en el interior de su caja torácica, como si una ánfora con perfume caliente se hubiera roto dentro de él y ahora estuviera inundándose, lenta e inexorablemente. Apartó la vista de Cain y empezó a tocar.

Las notas tristes amanecieron desde los tonos medios, al principio una a una, insinuando el tema. Después comenzaron a entretejerse en una melodía nostálgica, lenta y sencilla, ondulante. Mientras volvía a recorrer aquellas notas a las que tantas vueltas había dado a lo largo del día, algo en su corazón empujaba con fuerza para salir. Lo contuvo y se concentró, sólo tocando, tocando para él.

A mitad de la canción, desvió la mirada hacia el chico con disimulo. Cain estaba con la vista fija en las teclas, el gesto contenido y grave, los ojos brillando intensamente y una emoción profunda evidente en ellos. ¿Estaría entendiendo algo? El pulso se le aceleró y una presión leve le cerró la garganta.

Los últimos acordes que había compuesto no estaban muy lejos. Cuando llegara ahí no habría nada más. Tendría que dejar de tocar. Pero, ¿por qué? ¿Cómo iba a dejarlo ahí, al filo de un abismo, incompleto? Cain escuchaba, respirando muy despacio, inmóvil, con los dedos apretados sobre los muslos. Gabriel casi podía beberse la vibración de sus emociones. Estaba conmovido. “Le estoy llegando”, pensó. “Estoy alcanzándole como nunca podré hacerlo a través de las palabras o de los actos. No importa cuánto le abrace, no importa cuántas cosas quiera decirle, ni de cuántas sea capaz de hablar. Si no hago esto ahora me arrepentiré siempre”.

Gabriel era consciente de sus limitaciones, y también de sus problemas. Sabía que lo que él llamaba “orden” era en realidad un trastorno compulsivo, que sus costumbres no eran tal sino los rituales de una persona mentalmente desequilibrada. Sabía que probablemente era un psicópata, porque había matado a un tío y le daba igual. Y últimamente también había aceptado que, como mínimo, era bisexual. Sabía que tenía dificultades para abrirse al mundo y muchas más para abrirse a las personas que le importaban, que sólo eran dos. Sabía que decir “te quiero” no era algo a lo que pudiera enfrentarse con facilidad. También sabía que Cain había llenado su vida como nadie más podría hacerlo jamás. Por eso, cuando llegó al final de aquellos acordes en los que empezaba a adivinarse la esperanza, siguió adelante.

Siguió tocando, aunque no había ya nada escrito, con la mirada sobre el chico sentado a su lado, con el pulso retumbándole en las venas y sintiéndose como si estuviera desnudándose en medio de una tormenta. Las notas llegaban a él, la música tiraba de sus dedos. Le raptaba y le obligaba a continuar.

Tomó aire y su aliento sonó entrecortado. Apartó los ojos otra vez y los fijó en las teclas. Y la melodía y la armonía conjugaron, se unieron y dieron resolución a cuanto se había trazado hasta ese punto en una explosión de notas exactas y perfectas, brillantes como estrellas verdes que despertaban en un cielo oscuro, tiñendo el firmamento de belleza y resplandeciendo en gloria y eternidad. Las estrellas se prendieron, incendiaron su alma y se mostraron en un clímax que era un grito de rebeldía y una manifestación de identidad. Y se quedaron, resplandeciendo, mientras la música se alejaba de ellas, recorría las inmensidades estelares de vuelta hacia el suelo y terminaba apagándose. Una ventana que se cierra. Unos dedos quietos, aún hundidos en la última tecla, la última nota.

Cuando la vibración se hubo apagado, Gabriel levantó el índice y dejó que la pieza de marfil volviera a su sitio. Apartó los pies de los pedales.

No sabía exactamente lo que había ocurrido. No sabía si lo había hecho bien. Pero no conocía una forma mejor de expresar lo que sentía, y al hacerlo se había dado cuenta de que aquella no era sólo la canción de Cain. Era su canción para Cain, y estaba llena de sus sentimientos hacia él. Era el significado que el chico tenía en su corazón, era el modo en que podía verle a través de sus ojos.

Los ojos verdes se alzaron hacia él. Estaban empañados. Un silencio denso, como el de las catedrales, se había apoderado del espacio; ninguno de los dos se atrevía a romperlo. Gabriel aguantó el magnetismo de las pupilas de Cain durante unos segundos más, hasta que, como en un acuerdo tácito, se inclinaron el uno hacia el otro y se fundieron en un beso sentido y desesperado. La partitura se cayó al suelo mientras se devoraban con los labios y se tiraban de la ropa. Cuatro manos que no sabían donde detenerse, que estrujaban los cabellos, arrugaban las prendas con furia y acariciaban la piel con ansiedad. Dos bocas que se buscaban, náufragas.

Ninguno dijo una palabra más, no hacía falta. Poco a poco, otra canción muy distinta empezó a componerse en el salón del apartamento del profesor: las huellas de las manos de Cain sobre la madera lacada del piano, el quejido del banco, los jadeos atropellados y las teclas pisadas por los dedos, por los codos, aplastadas por el trasero del chico cuando se encaramó ahí para poder rodear con las piernas a su amante.

Nadie dijo nada más. Y Gabriel, mientras le envolvía entre sus brazos y le regaba de besos, mientras se hundía en su interior con completo abandono, entregado a su calor y a su compañía, a su abrazo cercano que le tocaba el alma con una familiaridad que ya no tenía sentido negar, sintió que realmente, no había nada más que decir.

Nadie tiene nada que decir ante dos personas que se encuentran.

. . .

©Hendelie


5 comentarios:

  1. Un capítulo precioso y mágico, me encanta todo, y la forma en la qué Gabriel de cierta forma se declara a David, no palabras, Sino qué con la música explica el amor qué siente.

    Espero el siguiente capítulo con emoción

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  2. me encantaria leer esa partitura....que hermoso capitulo..............que envidian me dan estos dos.
    ahhhhhhhhhhh.................me encantan.

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  3. Hey soy Balam, empeze a leer en SH, pero estaba la liga, y emm digamos que me enganche con la historia. . . sinceramente puedo decir que es de lo mejor que he leido en cuanto a Originales. tiene muchos matices, y misterios no tan misteriosos. mucha filosofía con la que me identifico y en este capitulo en especial me encanto cuando Gabriel reconoce su persona, acepta lo que és, y medianamente alcanza a ver lo que será con Caín/David a su lado. estoy muy fascinada con esta historia, y agradezco enormemente haberme animado a leer!

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  4. ES QUE LA MÚSICA mis queridas y queridos niños es la única que puede expresar lo que las palabras no pueden... EL ALETEO DE UNA MARIPOSA, EL SONIDO DEL FONDO DEL MAR, LA CAÍDA DE UN COPO DE NIEVE, CUANDO SE ABRE UNA FLOR... la MÚSICA es mágica... muchas gracias por este capitulo está increíblemente tierno aunque compuse con Fuego y Acero esta me está dando MOTIVOS... está genial

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  5. Muchísimas gracias, chicos! Es maravilloso que os guste. Andrea, qué bonito comentario! Y Balam... qué fuerte, no había visto el comentario, y hace ya un año! Lo siento mucho! Un gran abrazo a los dos y gracias otra vez por estar por aquí y leernos ^__^

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