lunes, 16 de enero de 2012

Fuego y Acero XXXI: La Lectora de Runas


31.- La lectora de runas

Driadan se incorporó rápidamente en cuanto ella hubo salido, dejando frente al fuego a un extrañado Jhandi con sus preguntas en la boca. Cruzó la puerta arrastrando la capa y vio la silueta de Kraakha, que se alejaba apresuradamente. La abordó en el pasillo, alargando una mano para rozarle el hombro. La mujer se revolvió como una comadreja, se dio la vuelta y le observó con ojos de animal asustado, o tal vez furioso. Driadan, sorprendido, alzó las dos manos y esbozó la sonrisa que siempre le había servido para manipular a su padre.

- Hola.

La lectora de runas se apretó el chal en torno a los brazos e inclinó la cabeza un tanto. "Qué guapa es", pensó el príncipe. En el pasillo, bajo la luz de las escasas lámparas de aceite que colgaban en sendos extremos, los iris verdes parecían dos esmeraldas mágicas, en cuyo interior bailaban llamas doradas.

Driadan no había visto nunca unos ojos como aquellos, tan intensos salvo quizá la mirada de Ioren el Rojo. Pero si bien en ambos existía una suerte de hechizo o magnetismo, el cariz de esa atracción era diferente entre el hombre del mar y la mujer de las trenzas negras. Mientras la mirada de Ioren parecía hervir, fascinaba como un fuego abrasador impetuoso y salvaje, la de la lectora de runas estaba cargada de misterio, de secretos inexpugnables, de arcanos ancestrales.

- ¿Te ayudo? – dijo el joven príncipe, acercándose un paso. La mujer retrocedió.

Driadan estaba hablando en su lengua natal. No estaba seguro de si ella podía entenderle, pero prefería que ninguno de los próximos a Ioren supiera todavía que conocía el idioma. Kraakha le miraba impasible, con un rostro desprovisto de emoción salvo la mirada hipnótica. Le recordaba un poco a Cisne, que había perdido la cabeza tras la masacre del fin del verano. Repentinamente, ella miró a los lados y le tomó de la mano, tirando de él con insistencia hacia el fondo del pasillo, como si quisiera salvarle de un peligro inminente.

Sorprendido, Driadan la siguió. La mujer le guió hasta la puerta de su propia habitación y cerró al entrar, respirando agitadamente. Había alarma en todos sus ademanes, en el modo en que corrió el cerrojo de madera con nerviosismo y le hizo un gesto para que se sentara.

- ¿Qué ocurre? – preguntó el príncipe.

La mujer corrió las cortinas de un tirón y se arrodilló frente al fuego, que ardía en un brasero de metal. Negó con la cabeza varias veces, manoseando algo en el interior de una bolsa de cuero. Driadan frunció el ceño y observó la habitación en la que se encontraba. Parpadeó, con cierta sorpresa. Una gran cama con cabecero labrado y una colcha de lana gruesa dominaba la estancia. Un arcón de madera, la alfombra de piel y una barra donde colgaba ropa seca y limpia, y hasta ahí terminaba la similitud de aquella alcoba con cualquier otra que hubiera visto nunca. No se veían las paredes. Había estanterías por doquier que las cubrían, muebles de buena madera pero poco trabajados, en los que se atestaban frascos de cristal y potes de cerámica. Ningún recipiente tenía etiqueta, sólo se diferenciaban por el color de los corchos que los cerraban o la tonalidad del cristal, el tamaño y la forma, que rara vez se repetían. También había bolsas de algodón colgando de las vigas, manojos de plantas extrañas de olor penetrante y cristales y piedras de distintas formas y colores diseminados en alacenas y cajones entreabiertos. En la habitación flotaba un perfume exótico, en parte vegetal, pero no del todo. Aceites, mineral, y algo más que Driadan no podía definir: olores dulces, picantes, penetrantes y suaves, violentos, pegajosos, embriagadores e invasores, todos los aromas se mezclaban en una amalgama tan espesa que el joven príncipe creyó que estaba tragándolos en vez de respirándolos. Le habían abofeteado al entrar, ahora se le pegaban a la boca, a la garganta y casi los sentía como ungüentos sobre su piel. Reinaba un ambiente denso y húmedo, parecido al de los sótanos. La sensación resultaba casi mareante. Tanto que Driadan, confuso, se dirigió hacia la cama y se sentó, sujetándose del cabecero.

- ¿Por qué me has traído aquí? – preguntó.

La luz rojiza del brasero proyectaba sombras agitadas en las paredes. Ella arrojó algo a los rescoldos y se escuchó un siseo, luego uno de los perfumes se intensificó, algo parecido a miel, pólvora y pimienta, todo junto. Driadan hizo una mueca. Casi tenía náuseas. Paulatinamente, su visión empezó a desdoblarse y la sensación de mareo se hizo más intensa. "No tenía que haberla seguido".

- Pobre pequeño príncipe, pobre príncipe…

La voz de Kraakha era un susurro quedo, atemorizado, que hablaba en el idioma de Thalie. Driadan tragó saliva, fingiendo no comprender, no haberla oído siquiera. ¿Por qué decía eso? ¿Por qué había tirado de él como si quisiera protegerle o esconderle de algo? Trató de enfocar la mirada y dirigirla a ella, y tuvo la impresión de que aquel esfuerzo acabaría dando con sus huesos en el suelo, tan embotada se encontraba su cabeza. No fue así.

La mujer se incorporó y le tomó de las manos, instándole a incorporarse.

- No, no, no, si me levanto me…

- Leo tu futuro – pronunció Kraakha, con un acento rudo – Leo tu futuro.

Su aliento dulce le cosquilleó en las fosas nasales. Repentinamente, una punzada de deseo se clavó en su vientre, sorprendiéndole. ¿A qué venía aquello? No tenía ningún sentido. Y sin embargo, la sangre empezaba a correrle más intensamente en las venas, su saliva se espesaba y los poros se le erizaban. Los ojos verdes estaban fijos en él. Las manos de la lectora de runas eran más ásperas que las de otras mujeres, pero su tacto tenía algo de seductor, como el pelaje de los felinos domésticos, que incitaba a seguir acariciándolos. Ella tiró de él. Driadan avanzó, con los ojos fijos en las llamas de sus pupilas, envuelto en los cien velos del perfume embriagador de aquella estancia, en la que todo parecía onírico y volátil.

Kraakha se arrodilló en el suelo, junto al brasero, y se despojó del chal. El príncipe ahogó un resuello y se le secó la boca, dejándose caer a su lado. Aquella mujer no era ninguna chiquilla ni una sirvienta de formas blandas: bajo un corpiño de cuero oscuro y una camisa de lino, las formas femeninas se marcaban con claridad meridiana, fibrosos los brazos, pechos llenos y generosos, cuello esbelto y cintura estrecha. En los dedos largos había fuerza, también en los brazos. La amplia falda le cubría las piernas, y al inclinarse sobre las manos de Driadan, que aún sujetaba entre los dedos, el pelo negro se descolgó como lianas por sus hombros, y su escote se abrió más.

- Leo tu futuro… - susurró la mujer una vez más, alzando la mirada verdeante, lamiéndose el índice y rozando la frente de Driadan con él. El príncipe no se sentía muy capaz en aquel momento de pensar en brujerías ni lecturas de ninguna clase. Su imaginación se había disparado en escenas impensables, la carne suculenta debajo de la tela que cubría a la mujer parecía llamarle a gritos y el roce húmedo de la lengua en la palma de su mano, repentino y cálido, le tensó de inmediato.

- No… no quiero saber mi futuro – balbuceó, encontrando consistencia en sí mismo por un momento, apenas unos segundos. – tengo que ir con Ioren.

Tuvo una sensación repentina de alarma, como si se hundiera en una ciénaga. El deseo se volatilizó al instante, su mente se centró en el recuerdo de una mirada azul e intensa, a la que se aferró con todas sus fuerzas. La habitación daba vueltas, así que se acomodó un poco mejor, tratando de fijar la mirada en algún punto que permaneciera quieto. No encontró ninguno.  Kraakha estaba manoseando unas runas de madera que había pasado por las palmas del joven, las agitó y las lanzó tres veces. Los símbolos giraron y bailaron, trazaron espirales y se mostraron. Uno. Dos. Tres. Siete en total. Uno en concreto, que mostraba un cuadrado sin uno de los lados, llamó la atención de Driadan, se multiplicó y ejecutó una alocada danza ante su mirada difusa. Los dedos de la mujer, que se habían vuelto repentinamente fríos, le rozaron las mejillas y le voltearon la cara muy despacio hacia las llamas del brasero, manteniendo una mano sobre su frente.

- Veo tu futuro – dijo en su oído.

Agarró las runas y las arrojó a la hoguera. Y las llamas se alzaron y se enredaron.

Driadan dio un respingo, dejó de respirar y sus pupilas se dilataron, cuando el resplandor del fuego se desdibujó, se abrió como una cortina y le mostró las visiones de la Lectora de Runas. Se aferró con dedos crispados a sus muñecas, temblando y tomando aire en un hilo trémulo, mientras el cuarto se impregnaba con el resplandor anaranjado y los sucesos pasaban por su mente, nacidos del fuego, como recuerdos de algo que nunca había sucedido.

El cielo es como una lámina de plata. Es gris y es por la mañana. Está lloviznando. El cielo se abre. El mar trae espuma.

Un barco en una orilla gris, un barco de madera blanca, con un caballo alado en el mascarón, bajo las gaviotas y el cielo plomizo.  El barco se mece en las costas de Thalie. Aguarda a su tripulación. Driadan descendiendo por el camino tortuoso, rumbo a casa, al fin.

Ojos azules relampagueando. Driadan corriendo hacia el barco. Ioren y la mano firme atrapándole por la muñeca. La lucha y la derrota. Otros que también pelean, y la sangre, y las cadenas, y la sangre, y las cadenas… cadenas, muerte, sufrimiento, y el eterno desprecio. La sangre mancha la playa. Se cierran los grilletes. No puede hacer nada.

Un espejo que cae de una pared, se rompe. El reflejo de un joven, casi un hombre, salta en pedazos. Bajo el espejo roto hay sangre. El hombre ha muerto. Solo quedan los trozos.

Un grito torturado. Manos tirándose de los cabellos. Asco y miedo, soledad, una mazmorra profunda y un anciano apenas atisbado en la oscuridad, marchito, enfermo, triste y condenado, que se tira de los largos mechones blancos. Alza el rostro. Es él, Ioren el Rojo.

Ioren el Rojo en un rincón de una celda oscura, mesándose los cabellos, maldiciéndole. Driadan, colgando de los grilletes de la pared, mirando al frente, ausente, con lágrimas corriéndole por el rostro. Brillan como gotas de rocío.

Y el Hombre del Mar se quiebra. Se rompe con un grito y se desmorona como una estatua bajo el estallido de la bala de cañón. Desesperación y horror. Todo lo que importa, todo lo que aún queda, destrozado, corrupto, infectado por la necesidad, el odio, la ansiedad y la obsesión. Infectado por una herida que nunca se cerró hasta convertirse en una maldición.

La lágrima de Driadan cae al suelo. Su cuerpo se desmorona en un montón de cenizas. Hay cadenas por todas partes. Cadenas por todas partes. Cadenas. Sangre y cadenas.

Las llamas chisporrotearon, estallaron con un sonido de vapor y se apagaron. La runa del cuadrado sin uno de sus lados destelló ante la mirada de Driadan por un segundo, y después todo fue negrura. Negrura veteada de rojo sangre a causa de las brasas murientes del blandón. Con un gesto maternal, Kraakha abrazó al muchacho, estrechándolo contra su pecho y acariciándole el cabello. Driadan se había quedado congelado, con la boca entreabierta, el rostro sin expresión y una lágrima aún rodándole por la mejilla, casi sin aliento. Las imágenes relampagueaban con un realismo aterrador en su mente, una y otra vez, ahogándole de dolor como si le patearan el estómago una y otra vez.

- Pobre, pobre príncipe… si al menos pudiera explicarte… - susurraba ella en el idioma del norte, en un tono terriblemente triste – Si al menos pudiera ayudarte… decirte…ah, pequeño príncipe, ojalá consigas escapar del demonio.

Driadan escuchó su voz, aunque tardó demasiado en comprender las palabras. Cuando lo hizo, aún mareado, al borde de desvanecerse, cerró los dedos en el pelo negro de Kraakha, boqueando para hablar. Alzó la vista emborronada hacia ella. Y casi lo consiguió. Estuvo a punto de decir algo, de hablar, de hacerse entender, cuando la puerta se abrió con violencia, el aire fresco entró en la estancia y Ioren el Rojo irrumpió, enorme, gigante, deformado ante la mirada del príncipe, que le vio excepcionalmente alto y corpulento. Su cabello era lava espesa, centelleando como una antorcha de lenguas danzarinas que se le enredaban en los hombros. Sus ojos eran estrellas de metal fundido, que atravesaban cuanto miraban. Y en su pecho había una runa brillante y dorada.

- ¿Qué estás haciendo, siadh? – bramó el gigante de fuego y acero.

"Ioren, Ioren, Ioren", repetía su nombre en su mente, no sabía si lo estaba haciendo a viva voz. Extendió los dedos temblorosos hacia él, aún en brazos de la mujer morena.

- Le he mostrado su futuro – respondió la mujer tranquilamente, sin soltarle – Le he enseñado lo que eres. Ahora no podrás hacerle daño. Se marchará de ti antes de que le hagas daño.

Estaban hablando en el idioma del Norte. Driadan aún atinaba a comprenderles y a distinguir sus siluetas y sus rostros, ahora extraños y distorsionados, de las visiones del fuego que se sucedían en eterna procesión dentro de su cabeza. Como en una danza frenética, la realidad, el recuerdo y la alucinación se alternaban en sus percepciones, hasta que de su garganta surgió un gemido débil. Para entonces, Ioren ya le había arrancado del regazo de Kraakha.

- ¿Cómo te atreves? No tenías derecho a hacer algo así.

- ¡Tu no tenías derecho a hacer muchas de las cosas que hiciste! – replicó la mujer.

Se puso en pie. Su tono era terrible y condenatorio. Cuando Driadan la miró, ella era una visión espectral con algas oscuras en lugar de las trenzas negras y capullos de seda colgando de las vestiduras. Las algas le chorreaban agua sobre los hombros y su rostro estaba envejecido, resecado, carcomido. No dejaban de manar lágrimas de sangre de sus ojos mientras hablaba, y éstos eran dos esmeraldas en cuyo interior siseaban las serpientes. Sobre el pecho tenía una runa diferente, que humeaba, como si se la hubieran grabado a fuego. Driadan se esforzó para distinguirla con mayor nitidez, a pesar de la náusea aguda y el mareo ya insoportable que le aquejaban. Y descubrió con horror que lo que parecían crisálidas adheridas a la ropa de la Lectora de Runas no eran tales. Eran capazos y toquillas que colgaban de su cuerpo. Capazos y toquillas en los que aún cabeceaban los bebés. De ellos, de sus oídos y las cuencas de sus ojos, goteaba el agua, y por ellos asomaban los crustáceos, las anguilas y los gusanos.

Ajeno al resto de la discusión, agotado y vencido por las experiencias y por este último horror, Driadan gritó, cerrando los párpados.

- Tranquilo. Driadan. Calma. Iremos fuera. Te sentirás mejor.

Sollozando, escuchó el chirrido de la puerta al abrirse, los pasos rudos del hombre del mar. Su olor a salitre le envolvió, y el alivio estalló en su corazón.

- Tus hijos también gritan así, Ioren el Rojo – escupió la mujer, en un tono venenoso, y su voz les persiguió por los pasillos, mientras Ioren huía, resollando entre los dientes apretados, con el príncipe entre los brazos - ¡No mostraste tanta compasión con ellos! ¡Ellos también gritan así, Rojo! ¡Cada noche! ¡¡¡En mis sueños!!!

. . .

©Hendelie

1 comentario:

  1. que episodio mas espeluznante !!!

    me surgenpreguntas como ¿ ioren e viejo ? no iba a morir a manos de Driadan ? ¿que significan las visiones de las cadenas y la sangre ?

    No puedo esperar a leer el siguiente capitulo . Estoy completamente engachadiiisima a esta historia .
    Un abrazo y gracias por el impresionante capitulo

    Judith

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