lunes, 16 de enero de 2012

Fuego y Acero XXXII: La historia


32.- La historia

Cuando volvió en sí, lo primero de lo que fue consciente fue del sonido suave de las olas lamiendo la piedra. Un susurro lento y constante, como una música de arrullo que se colaba por sus oídos y parecía lavarle por dentro. Entre las terribles escenas de pesadilla que las visiones habían dejado en su conciencia, recordó que el mar helado limpiaba. Dejó que lo hiciera, que le limpiara del miedo que se había pegado como sudor a su cuerpo, que le lavara con miles de suaves lenguas de espuma. Estaba en el agua, el océano le acariciaba, y unos brazos poderosos le sostenían en vilo. Una voz grave y penetrante invocaba a Lusk, el Señor de las Mareas, en un susurro calmo.

Driadan abrió la boca para hablar y sólo salió de sus labios un gemido ahogado.

- Estoy bien… - balbuceó, casi diciéndoselo a sí mismo.

Una mano ruda le peinó los cabellos mojados. Las imágenes horribles destellaron detrás de sus ojos un momento y se presionó las cuencas con los dedos. "Ya está bien… ya está bien. Tengo suficiente de eso, y también de lo otro, ya basta". Si era por pesadillas, Driadan llevaba las suyas bien pegadas a los párpados, no necesitaba más.

- ¿Puedes sostenerte?

El joven se removió despacio cuando Ioren retiró el brazo con el que le mantenía a flote sobre las olas. Sus pies se hundieron en el lecho arenoso del mar y poco a poco recuperó la verticalidad, sujetándose al hombro del Rojo.

Cuando la mirada de Driadan se despejó, observó alrededor. Estaban en la orilla, apenas habían entrado unos pasos dentro del agua. Una luna blanca y gigantesca vigilaba desde el cielo negro, cuajado de estrellas. El mar verde oscuro se rizaba en olas con encaje y volantes de espuma bajo la sombra del acantilado, y alrededor de su cuerpo, diminutas luciérnagas blanquecinas bailaban, girando sin sentido y ascendiendo hacia el cielo. Haciendo acopio de su dignidad y de la fuerza que le quedaba, se mantuvo en pie sin tambalearse demasiado, cogió una de las extrañas luces con el dedo y se la llevó a la boca. Chispeó en su lengua y le inundó con una electricidad revitalizante.

- Más magia – suspiró, cansado, volviéndose hacia Ioren – De veras que he tenido suficiente.

- No es lo mismo – replicó el guerrero. Parecía tenso u ofendido – Yo pretendía ayudarte con ésta.

Driadan asintió, sin muchas fuerzas para discutir. Seguía agarrado a su brazo. Se dio cuenta de que Ioren estaba completamente vestido, sumergido en el agua hasta la cintura. "No tiene serpientes de lava en el pelo ni el rostro de un dios furioso. Algo es algo." Le miró el pecho. La runa brillante tampoco estaba ahí, ni sus ojos soltaban chispas de metal fundido. Ioren solo tenía el cabello húmedo y apelmazado cubriéndole parte del rostro, como siempre, las trenzas enredadas aquí y allá, como siempre, y los ojos ceñudos y resplandecientes al fondo de las sombras, mirándole con algo demasiado parecido a la preocupación.

- He visto… - comenzó, dubitativo - ¿Qué es lo que he visto?

Ioren resopló y apretó la mandíbula, agarrándole de la cintura y moviéndose entre las olas para regresar a la playa. Driadan no se opuso, aunque le sorprendió el gesto. Solo dejó las dos manos sobre su hombro izquierdo y le miró.

- Ella te ha enseñado el futuro, creo. Eso dijo.

- También os he visto a vosotros. Tú eras aún más enorme, y terrible. Ella estaba marchita y tenía niños colgando de la ropa.

Llegaron a la lengua de arena blanca frente a la línea rompiente de la marea. El Rojo dejó a Driadan en el suelo y se inclinó para mirarle a los ojos, bajándole los párpados con los pulgares. Luego tocó el latido de sus venas en el cuello y le puso los dedos en las sienes para moverle la cabeza en círculos.

- Estabas viendo lo que ella ve – respondió Ioren de mala gana – Si te ha mostrado el futuro de las Runas, habrás visto lo que ella ve en su mente, en sus ojos del alma. No sé explicártelo mejor.

Driadan asintió. Ioren había apartado las manos de él y le mantuvo la mirada un momento, luego la volvió hacia el acantilado. El viento se intensificó y lamió la superficie del mar. Allí donde habían estado, donde Driadan se había lavado de las pesadillas, una espiral de titilantes luces minúsculas aún se removían, girando constantemente, mientras se elevaban hacia el firmamento, vaporizándose por el camino. "Tengo que preguntar ahora". Tragó saliva.

- ¿Esa mujer es tu esposa?

- ¿No vas a decirme lo que has visto?

El hombre del mar volvió a mirarle. Driadan se echó los cabellos hacia atrás, negando con la cabeza. Recogió su jubón y su capa, que estaban sobre la arena. Ioren debía haberlos arrojado allí cuando se los arrancó para meterle en el agua y realizar su extraño hechizo. Sin embargo, él ni siquiera se había sacado las botas. Se ciñó la guerrera y se cubrió con la capa, sin molestarse en esperar a que la humedad se secara sobre su piel.

- Yo no creo en esas cosas – dijo el príncipe, con una débil sonrisa mediante la que intentaba mantener su firmeza. Sin embargo, el Rojo parecía muy alterado. Cerró los puños y se crispó, su voz se tornó áspera y ansiosa.

- Aunque no lo hagas. Yo sí. Quiero saber qué has visto.

- ¿Para qué? – replicó el joven, más reticente aún al ver su insistencia – Es mi futuro, no el tuyo. No tiene nada que ver contigo.

Por una parte, algo en su interior le decía que era mejor no hablar a Ioren de sus espantosas visiones. No era desconfianza ni temor. Creía que podían afectarle, causarle ansiedades y preocupaciones que no necesitaba para nada ahora. Por otra, quería volver y hablar con Kraakha. ¿De qué quería salvarle exactamente? ¿Contra qué estaba tratando de prevenirle? Estaba seguro de que tenía que ver con Ioren el Rojo, pero no era capaz de definir cual era el peligro exactamente. Ioren, al fin y al cabo y a pesar de todo, le había ayudado más de lo que le había fastidiado. Tenía que saber más. Necesitaba saber más. Echó a andar, dispuesto a acercarse al sendero que trepaba entre las rocas y regresar a la granja, pero una mano se cerró en su brazo y le hizo detenerse.

- Espera.

Driadan se dio la vuelta. El hombre del mar le miraba, con un brillo extraño en los ojos y la respiración un poco acelerada. Su postura era rígida y le estaba clavando los dedos en la carne, presumió que sin darse cuenta. Cuando Driadan le miró la mano, él le soltó precipitadamente, como si se hubiera quemado, y se pasó el dorso por la frente. La luna golpeaba con sus rayos pálidos el contorno de la silueta de Ioren, revistiéndola de un resplandor argénteo que le daban un aspecto ultraterreno. Driadan se preguntó qué le angustiaba tanto. Nunca le había visto así, salvo quizá hace muchos siglos, en un almacén de telas infame, en un sueño que deseaba no haber vivido del todo salvo por aquellos instantes. Se acercó un paso y quiso rozarle el brazo, pero el hombre del mar se apartó.

- Driadan, no sé lo que has visto, pero cuando entré en esa habitación, no tenías cara de que te fuera muy bien.

El príncipe tragó saliva y sintió que las fuerzas le flaqueaban. Ioren había susurrado aquellas palabras, en un tono que sólo le escuchaba en ocasiones muy contadas. Era el mismo que había empleado aquella misma tarde, cuando le abrazó y le dijo aquellas cosas, que no le dejaría atrás, que era libre, que no podía separarse de él. " No puedo separarme de ti todavía". El mismo tono con el que le había cantado en Shalama, al oído, las canciones de cuna para que pudiera conciliar el sueño en la terrible prisión. Ese tono que se le clavaba en el alma y le hería tan profundamente.

Abrió la boca para responder. Su entereza se estaba deshaciendo. Tragó saliva y negó con la cabeza, con una sonrisa insegura y las lágrimas asomándole a los ojos.

- No quiero hablar de eso… no era nada bonito, pero sólo era una visión, de algo que no va a pasar – balbuceó, intentando sonar más seguro de lo que se sentía, menos asustado de lo que estaba - No quiero hablar de eso. Ya tengo bastantes… visiones en mi cabeza, de cosas que sí han pasado, que me han pasado a mí… se van, poco a poco está todo mejor, pero no quiero hablar de eso. Sólo lo quiero olvidar. Eso no va a suceder. Sólo lo quiero olvidar.

Se dio la vuelta para seguir el camino, pero Ioren volvió a sujetarle por la muñeca. Esta vez tiró de él y los brazos le envolvieron en un refugio cálido de aroma a salitre. Driadan suspiró y aplastó la mejilla contra su pecho, atando los sollozos dentro de su garganta. Quería hablar y decir muchas cosas. Pero no podía. Hacía tiempo que se sentía tan superado por todo, por lo horrible y por lo hermoso, que parecía haber perdido la capacidad de expresarse. La voz del hombre del mar llegó hasta el, como el susurro de las olas.

- Tienes razón. Es mejor olvidar. Siempre es mejor no saber lo que el tiempo depara. Ojalá yo no hubiera sabido.

Driadan se removió un poco para rodearle la cintura.

- ¿Acaso habría cambiado algo?

El corazón le golpeaba con fuerza en el pecho, pero no podía rechazar aquel abrazo; realmente lo necesitaba. Había sido víctima del miedo más atroz y sabía que había dicho su nombre, que había buscado su auxilio y su consuelo. El hombre del mar no era muy pródigo en gestos como aquel, y Driadan jamás reconocería cuánto los anhelaba, de modo que aprovechó el momento, aspirando su perfume y acomodándose en ese refugio.

- No lo sé – respondió Ioren – Quizá. Pero ya no importa.

Sabía que aquella noche ya no iría muy lejos. Hablar con la Lectora de Runas y obtener respuestas podía esperar, pero quizá consiguiera alguna del Rojo.

-  No, el pasado no puede cambiarse. Pero el futuro sí – añadió, levantando el rostro para mirarle directamente a los ojos. Los encontró entre las sombras de los ángulos de su semblante, más allá de los mechones de cabello cobrizo - ¿Quién es esa mujer, Ioren? ¿Era tu amante? ¿Son tus hijos los que lleva a rastras, tus hijos con ella?

Ioren no respondió. Desvió la vista y la fijó en alguna parte, sobre el mar, muy lejos. Lejos de él, lejos quizá también en el tiempo y la memoria. Pero Driadan ya no podía ser indiferente, ni egoísta, ni permanecer impasible ante los sentimientos y las heridas que adivinaba debajo de aquella piel curtida, en el fondo de esa gruta oscura formada por la cabellera cobriza donde yacía su rostro, en los pozos de sus ojos. No podía dejar que se ocultara de él por más tiempo, porque cada vez que lo hacía, sentía que se alejaba. Y no quería separarse de Ioren, no todavía. Y sería terrible y doloroso, más cuanto más se hubieran unido, más cuanto más cerca se hubieran tocado. Pero a Driadan pocos podían enseñarle ya nada nuevo sobre dolor y terror, y no tenía ningún miedo.

- ¿Qué es lo que pasó, Ioren? – insistió, con firmeza pero con suavidad, rozándole las puntas del cabello con los dedos. Empezaba a sentir frío, y le dolía la garganta a causa de una pena que no era suya – No entiendo lo que sucede. No me cuentas lo que está ocurriendo y luego te…  preocupas y sufres si me envenenan y me llenan la cabeza de imágenes de pesadilla. Pero es culpa tuya. Me mantienes en la ignorancia y dejas que me estrelle contra el peligro.

- ¿Me estás chantajeando, principito? – le reprendió el guerrero, pero lo hizo en un tono tan apagado y con la mirada aún tan perdida, que pareció más triste que furioso. Aunque aún había una chispa de Ioren. Pequeña, un destello de rudeza. – Ya te dije una vez que no volvieras a usar la culpa contra mi. No voy a consentírtelo, y no vas a conseguir nada.

Pero Driadan no se iba a rendir.

- ¿Temes que descubra tus secretos? ¿Te preocupa lo que he visto en mi futuro porque tienes miedo de que sepa quién eres de verdad?

- ¿Acaso no lo sabes aún?

"Ah, pequeño príncipe, ojalá puedas escapar del demonio". Las palabras de Kraakha volvieron a él. La mujer no podía saber que él la había comprendido, que conocía su idioma. ¿Por qué le había llamado demonio? Ioren había hecho muchas cosas que a Driadan le parecían salvajes y algo salidas de tono, pero él no le calificaría como demonio.

- Si… creo que sé quien eres de verdad – asintió, pegando de nuevo el rostro a su pecho y estrechándose contra su cuerpo.

Los brazos poderosos eran como un nudo a su alrededor, un hogar cerrado que le daba calor, le protegía del viento y le mantenía a salvo incluso de sí mismo. Los dedos ásperos le rozaban las ondas del cabello de cuando en cuando, en caricias muy leves que pretendían pasar desapercibidas sin éxito. Sin éxito, porque Driadan estaba pendiente de todos sus gestos, del ritmo de su respirar y de la inflexión de su voz.

- Hice lo que no debía –  Respondió Ioren, finalmente. Y sonó tranquilo, casi frío - Eso es todo.

- Son tus hijos con ella.

Driadan mantuvo su tono. No pensaba juzgar nada. No quería hacerlo. Sabía que detrás de ese hielo y de la indiferencia había una serpiente de angustia enroscada. Quizá alentado por esa serenidad del joven príncipe, al cabo de una eternidad, las palabras del hombre del mar volvieron a arrastrarse entre sus labios.

- No éramos amantes – dijo -  No lo sé exactamente. Sé que estaba prohibida, porque era la Lectora de Runas, y no se las puede tocar. Ellas viven fuera de las aldeas, están en contacto con una magia antigua que los hombres no pueden entender, ni practicar. Pero yo era Ioren el Rojo. Nadie podía prohibirme nada.

Driadan asintió, en silencio. No se atrevía a levantar los ojos. Ni siquiera a moverse, por si Ioren volvía a encerrarse y a callar. Se quedó entre sus brazos, blando e inofensivo, instándole con su pasividad a continuar.

- Hice lo que quise. Pero hubo un fruto de aquel capricho – añadió Ioren, con un suspiro. Luego su voz se volvió vacía, si hasta el momento había sido grave y cansada, algo melancólica, se tiñó ahora de una indiferencia que podría parecer aterradora – Yo se lo había advertido. Le dije, al principio, cuando rompí las normas por primera vez, que hiciera lo preciso para asegurarnos de que no habría descendencia.

>> Pero no lo hizo, y mantuvo su estado en secreto hasta que dio a luz. No le costó demasiado, yo estaba fuera entonces, saqueando otras costas. Cuando regresé, me mostró al niño y me dijo que, ya que había sido tan valiente como para desafiar las prohibiciones y tomarla, lo hiciera asumiendo consecuencias como ésa y no amparándome en la cobardía, en la seguridad de que no habría nunca una prueba evidente de nuestros encuentros; un niño, vivo, un hijo de los dos.  No podía permitir que en el futuro, un hijo ilegítimo quisiera aspirar a los derechos de mi estirpe y se alzara contra los legítimos, esos hijos que algún día tendrían que llegar, y que no serían de Kraakha, desde luego. Así que acepté al recién nacido y me lo llevé para ponerle nombre. En lugar de hacerlo, cuando le tuve en brazos frente al acantilado, lo levanté sobre mi cabeza y lo arrojé a las aguas.

>> Recuerdo bien a ese primer hijo, porque tenía una mata de cabello rojo como yo y los ojos verdes de la siadh. Puedes imaginar lo que ocurrió a continuación. Kraakha, como es obvio, no se lo tomó nada bien. Se negó a seguir viéndome, pero yo era Ioren el Rojo y mi voluntad estaba por encima de sus deseos. Era mas fuerte que ella, aunque alguna vez me dio buenos golpes, pero hacía lo que quería. Sin importarme las consecuencias. Ella, quizá en un intento de alejarme de su puerta, me amenazó asegurándome que jamás pondría los medios para no quedar encinta. Yo me reí de su ingenuidad. ¿Pensaba que me iba a importar despeñar unos cuantos críos más?

Cuando Ioren se detuvo para respirar, era evidente que necesitaba una pausa. Driadan contemplaba el cielo más allá del hombro del Rojo, con la mirada desorbitada y el corazón latiéndole como una cadena de truenos. No es que el asesinato de recién nacidos le escandalizara. Había escuchado contar historias a caballeros de la Corte y a algunos escuderos del ejército de su padre, sobre cosas como esa y peores que aquella. Pero eran relatos de guerra. No era una rutina. Y sin embargo, no se alejó de Ioren. Al contrario, estrechó su abrazo. Sentía su respiración ahogada, la voz se le había quebrado al final, casi imperceptiblemente, y le dio la sensación de que le temblaban las manos. Tenía la certeza de que estaba sufriendo. De que había sufrido cuando hizo aquellas cosas dominado por sus propios demonios…

… igual que Driadan lo había estado.

No era tan distinto.

¿O si?

Realmente, no. No lo era. Tenía sentido. Tenía sentido, porque Ioren le había apartado del borde de aquel mismo precipicio por el que él había caído. Y entonces comprendió que lo que él había tenido por la sabiduría ancestral de un Gran Guerrero del Norte, todas esas palabras que Ioren había gritado, susurrado, escupido, dicho y remarcado para él no eran creencias de un pueblo ni enseñanzas de sus mayores. Eran palabras nacidas de la experiencia de un hombre que había vivido devorado por sus propios demonios hasta que le llevaron a la perdición y la ruina, en una celda, con el sello de un príncipe engreído en el brazo.

Para ser rey, antes aprende a ser hombre.

¿Cuándo lo había aprendido Ioren? Driadan sentía que las lágrimas le quemaban los ojos cuando el hombre del mar habló de nuevo.

- Entonces. Así es como yo era. He matado a mis propios hijos muchas veces. He arruinado la vida de esa mujer que ha permanecido siempre leal, me ha acompañado incluso a la batalla. Pero he atraído la maldición sobre toda mi gente. Creo que también sobre ti. ¿Es lo que esperabas saber, Driadan Horwing?

El príncipe hizo caso omiso de la tensión en los músculos del guerrero y de su leve intento de soltarle y separarse de él. Enlazó los dedos tras su espalda y se mantuvo pegado a su pecho, exhalando un suspiro.

- Lo que hayas hecho antes no cambia nada – declaró, tras un instante. Lo dijo con voz firme, aunque casi fuera un susurro – Tampoco lo horrible que sea. Sólo quería saber.

- Es mi turno, entonces. Yo quiero saber lo que viste en tu futuro, porque ella me dijo que te había mostrado cómo era yo.

Mientras hablaba, Ioren había soltado el abrazo y enmarcado el rostro del joven entre las manos, volviéndolo hacia sí para obligarle a enfrentar su mirada. Driadan, que no había opuesto resistencia, mantuvo la vista fija en los ojos azules, centelleantes y, ahora lo sabía, henchidos de tristeza. Alzó una mano y la acercó, dibujando una caricia leve con la punta de los dedos sobre el pómulo del hombre del mar, recorriendo en un viaje lento y tembloroso los ángulos marcados de su semblante. Una profunda emoción le estaba ahogando, agridulce y terriblemente presagista.

Cuando consiguió hablar, Ioren había casi dejado de respirar y él sentía que cada palabra le rompería el alma. Pero estaba muy cansado. Tan cansado que sabía que no podría ni siquiera mentir.

- Vi… vi un barco… - pronunció, con un hilo de voz, mientras rodaba una lágrima inevitable – No me dejabas volver… me ponías cadenas y todo era desesperación y horror para los dos. Para ti. Y para mí.

Driadan no podía describirle a Ioren el desasosiego, el pánico atroz y la sensación de vacío gélido, de sequía y de nada que le habían dejado aquellas visiones. Como un plato de cenizas. Como un vaso de telarañas. No era capaz de poner palabras. Sin embargo, la reacción de Ioren le sorprendió, cuando frunció el ceño, extrañado, y miró hacia el acantilado.

- ¿Para los dos? – volvió a mirar a Driadan – Pero al final, tú me dabas muerte.

El joven príncipe frunció el ceño, saliendo de sus recuerdos y negó con la cabeza.

- No. Al final… eras anciano. Y yo colgaba de grilletes en tus mazmorras.

Al principio, el Rojo se limitó a mirarle, confuso. Después, un destello de comprensión iluminó sus ojos azules, y una risa suave emergió de su garganta. Sin embargo, su expresión no era divertida ni alegre, sino amarga. Muy amarga. Se pasó las manos por el rostro, alejándose unos pasos de Driadan, que le observaba con perplejidad, y finalmente, alzó la cara hacia el cielo con una risotada.

- Ioren, ¿qué te pasa? ¿Qué es lo que ocurre?

Pero Ioren no respondió. Sólo meneó la cabeza, aún riendo y mirando alrededor, como si tratara de ubicarse. Cuando al fin habló fue para decir al mundo, con un tono ácido y resignado:

- Me lo tengo merecido.

. . .

1 comentario:

  1. Dios que capitulo mas intenso las visiones la lectora de runas Ioren quiero descubrir el misterio tras los presagios

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