miércoles, 22 de febrero de 2012

Flores de Asfalto: El Despertar - XX

Apariencias que engañan


10 de Marzo – Cain


El espejo le devolvía una imagen clara, de tez saludable y ojos brillantes. Ladeó el rostro una y otra vez, contemplándose. No había cambiado tanto pero había cambiado mucho: el cabello castaño le caía por delante de los ojos hasta la barbilla, suave y limpio, y la expresión de su mirada parecía casi dulce, tranquila, segura. “Hay que ver”, pensó, suspirando. Apoyó los codos en el lavabo para inclinarse hacia delante y mirarse más de cerca. Luego bajó la vista hacia el instrumental que había dispuesto en la repisa.

—Muy bien —, se dijo a sí mismo, empuñando el bote de gel fijador— volvemos a volar por esta noche, pájaro negro.

No recordaba cuando fue la última vez que se acicaló de aquella manera. Mientras se engominaba el pelo y se maquillaba los ojos con el pincel delineador, meticuloso y ritualista, intentaba hacer memoria sobre las experiencias que había vivido entre las aves nocturnas. ¿Qué podía retener de todo aquello? Las noches hipnóticas, la embriaguez tribal, casi mística, de la música electrónica vibrando en los altavoces, las manos que le tocaban, los ojos que le miraban. La vanidad, la decadencia, y sobre todo, el recuerdo palpitante de la soledad. La soledad siempre estaba debajo de todo aquello, revistiendo las experiencias de un tinte amargo y volátil. 

"Pero esta noche será diferente"

Cuando terminó, se dirigió hacia su habitación. Estaba solo en la casa. Gabriel aún no había vuelto de la Universidad y era mejor así. Se le escapó una sonrisa esperanzada mientras abría el armario y rebuscaba su ropa de vinilo y cuero negro. Cuando regresara de ajustar cuentas, podría mirar a los ojos a Gabriel y sentirse digno. Limpio, limpio del todo, completamente redimido.

Se enfundó los pantalones ajustados y se calzó las botas, altas y pesadas, unas New Rock con llamas en las suelas y cordones hasta las rodillas. Luego se embutió en una camiseta de poliéster de cuello alto que en lugar de mangas tenía una serie de tiras finas de tela negra unidas entre sí por argollas de metal. Se cerró la cremallera y la prenda se ajustó a su cuerpo. Un cinturón de tachuelas, un par de pulseras de cuero y una cinta de encaje negro enrollada en una mano como si se tratase del refuerzo de un boxeador completaron el atuendo. Se colocó una sudadera oscura con capucha sobre el conjunto y volvió al cuarto de baño para contemplarse en el espejo. No pudo evitar una risa suave, entre nostálgica y sorprendida.

El que le miraba desde el cristal parecía otro. “No, no lo parece… es que es otro. Es Cain”, se dijo.

Durante mucho tiempo, Cain había sido su alter-ego. Desvergonzado, nihilista, superficial, autodestructivo, insidioso, sin esperanza. Había elegido aquel nombre porque recordaba lo que la anciana señora le había contado sobre Cain, el hermano que mató a su hermano y que fue expulsado y condenado a vagar por la tierra pero sin que ningún hombre le pudiera matar. Se había sentido así. Pecador, malvado, indigno y además privado del reposo y la paz de la muerte. Nunca había tenido agallas para suicidarse. Así era Cain, un maldito. 

Sacudió la cabeza y apartó los pensamientos de su mente. Ahora estaba todo bien, hoy podía ponerse ese disfraz por última vez, después ya no lo necesitaría. Si volvía a usarlo sería porque, simplemente, tuviera ganas de jugar. Nunca más para fingir, para esconderse. Nunca más.

Terminó de retocarse el pelo y cuando estaba a punto de robarle una cerveza negra a Gabriel para amenizar la espera, sonó el timbre de abajo. Descolgó.

—¿Quién?

—Baja, tío. Nos estamos helando—exclamó una voz femenina.

—Voy.

En menos de dos minutos estaba bajando las escaleras como un espectro oscuro, con el largo abrigo de vinilo flotando tras de si y la capucha de la sudadera negra sobre el pelo engominado, ocultándole parcialmente el rostro. Al salir al exterior, las luces de las faroles y las del coche de Ruth eran las únicas en toda la calle. La noche era negra y densa. Apoyados en la carrocería, sus tres amigos le esperaban. Habían aparcado en doble fila. Al ver a las chicas, Cain tuvo que reprimir una risilla.

—¿De donde habéis salido?

—Del mismo sitio que tú, pimpollo —respondió Berenice con desparpajo, dándose la vuelta y agitando el trasero para mostrarle el enorme lazo negro que llevaba ahí.

—Pareces una muñeca. Bueno, una muñeca macabra.

—Esa es la idea. A esto lo llaman gothic lolita, ¿sabes?

—Ya, ya… —Cain asintió con la cabeza, repasando la indumentaria de sus dos amigas.

Ruth alargó una pierna para mostrarle un precioso botín negro con encaje y lazos.

—¿Qué pasa, no vamos bien?

Llevaba medias de rejilla con pequeñas flores rojas salpicando la red, una falda por medio muslo llena de puntillas, flecos y tul, y un corpiño de terciopelo. Berenice, menos sexy pero más llamativa, lucía una falda algo más larga, por la rodilla, y mucho más abultada, como de princesa, combinada con medias de encaje y un cuerpo ajustado con mangas abullonadas y chorreras. Todo el traje era negro, con lazos y cintas rosa ácido y un enorme broche rojo de corazón. Estaban maquilladas con delineador y sombra de ojos negra, labios rojísimos y pestañas postizas. 

En cuanto a Samuel, él no había hecho nada especial. Ni falta que le hacía.

—Vais estupendos todos —dijo Cain, sin saber muy bien como definirlo— pero tampoco era necesario que os vistiérais raro.

—Queríamos sentirnos como tú por un día —dijo Berenice, haciendo un globo con un chicle que estaba masticando.

—Habla por ti, cariño. Esto no es tan raro para mi, yo me visto así a veces… aunque dentro de casa, porque salgo poco.

—No me cuentes tu vida, Ruth. ¿Podemos irnos ya? Porque me estoy helando.

Los cuatro amigos entraron al coche. Ruth se puso el cinturón, encendió la radio y puso el motor en marcha. Cain iba a su lado, en el asiento del copiloto. Cuando arrancó, mientras Nice y Samuel hablaban de alguna cosa absurda, Ruth empezó a interrogarle a media voz.

—¿Llevas el dinero?

—Claro, mujer.

Se cruzaron con una Kawasaki. El motorista volvió el rostro al pasar junto a la ventanilla de Cain, observándole con sorpresa desde detrás del vidrio del casco, pero el chico, que estaba vuelto hacia Ruth, no se percató.

—Y has quedado con ese tipo quien sea, ¿no?

—No, pero estará allí. Siempre está.

La moto se detuvo, cambiando de dirección detrás de ellos. El semáforo estaba en verde, por lo que, cuando el coche de Ruth se hubo perdido detrás de la esquina, a Cain no le había dado tiempo a reconocer al tipo que la conducía.


. . .


10 de Marzo – Gabriel

¿Era él? Seguro que era él. 

Le había visto perfectamente a través de la ventanilla. Estaba en el coche de Ruth, vestido como… bueno, como solía vestirse antes. Gabriel puso un pie en tierra, manteniendo la moto encendida y se sacó el casco con una mano. Solía ir a la universidad en metro pero aquella semana había cortes en las líneas y retenciones, así que había cogido la moto para evitar llegar tarde. Odiaba la impuntualidad. Miró hacia atrás, hacia su casa, y luego hacia delante, a la esquina tras la cual había desaparecido el vehículo.

“Ha salido con sus amigos, ¿qué problema hay?” se decía a sí mismo, parado a un lado del arcén y con el ceño fruncido. No entendía su propia inquietud.“Ya está, no ocurre nada. Se va con sus amigos. Ese es el coche de Ruth, que es una muchacha centrada y con la cabeza amueblada. ¿Por qué tienes que imaginarte siempre lo peor, macho?”

Bueno, tenía motivos. Porque le conoció entre la basura, una noche de lluvia, abandonado, perdido, hundido. Porque le había encontrado después en un callejón, siendo abusado por un albino y con una navaja en las manos, a punto de matarle o de matarse. Porque tiempo más tarde le sacó de un apartamento en el que a saber las cosas que… Porque no podía bajar la guardia, ni estar tranquilo jamás.

—Joder —maldijo, y volvió a ponerse el casco.

“Voy a hacer algo estúpido. Sólo sale por ahí con sus amigos. Soy un paranoico”.

Aun así, subió el pie al pedal y arrancó, cogiendo un poco de velocidad para alcanzarles.

Había sido un día tranquilo en la Universidad y estaba deseando llegar a casa para quitarse los zapatos y volver al piano, tirarse en el sofá con Cain y escuchar su parloteo o su silencio. En los últimos días pasaban mucho tiempo juntos y el chico nunca hacía planes sin anunciarlos repetidamente. Le daba el parte incluso cuando iba a mear, y si se marchaba o iba a salir cuando él no estaba en casa, le mandaba un mensaje al móvil. “A lo mejor me ha dejado una nota en casa”, pensó, mientras conducía. “Esto es ridículo”.

En un cruce, unos metros más adelante, localizó el coche de Ruth. Se quedó a cierta distancia, siguiéndoles a lo largo de las anchas calles de la ciudad. Las luces brillaban bajo el cielo negro, las nubes se arremolinaban, amenazando lluvia. Las marquesinas de los teatros y las salas de espectáculos que había en las vías más cercanas al centro resplandecían como estrellas de colores y el tráfico se volvió más denso. Gabriel tenía la atención puesta en la carretera y contenía los pensamientos negativos que le venían a la mente, concentrado en el trayecto.

Pero cuando el coche azul metalizado giró hacia la izquierda y empezó a discurrir por las cuestas descendentes que llevaban a donde ya se temía, una losa amarga le empezó a pesar sobre el pecho.

“Cain, no me hagas esto”

Aceleró, sintiendo como la ansiedad se le arremolinaba en el estómago.

. . .


10 de Marzo – Cain

El coche se detuvo al lado del Collision. El local tenía una puerta de metal negro y un cartel de neón con el símbolo de un átomo. En el exterior, dos grupos de personas poco numerosos fumaban y charlaban. Sus alientos se condensaban en el aire frío de la noche y cuando Ruth aparcó y salieron del coche, algunos rostros se volvieron hacia ellos. Una chica con una cresta fucsia sonrió lascivamente al ver a las chicas vestidas de lolitas.

—¿Dónde vais, guapas? —preguntó, alzando la voz.

Ruth se enganchó del brazo de Cain rápidamente y sonrió a la desconocida con cortesía, aunque no le respondió. La muchacha de la cresta se dio la vuelta de nuevo para seguir charlando con su grupo. Al hacerlo, reveló los tatuajes que tenía en el cráneo y las perforaciones del cuello.

—Vaya tela —comentó Ruth entre dientes— eso tiene que doler.

—Pues no es de lo más duro —replicó Cain, guiando a sus amigos a lo largo de la calle estrecha y sucia.

Las alcantarillas estaban anegadas con papeles y desperdicios. Había charcos de origen desconocido, y olía a orines y a basura podrida. También a tabaco y a marihuana y a algo más, corrosivo y urbano, como a goma quemada o a limpiador industrial. Los locales se disponían unos al lado de los otros, de modo que los asiduos de aquella zona podían cambiar de ambiente con apenas recorrer unos pasos. Por la calle transcurrían individuos de lo más pintorescos, pero dominaban el color negro, los materiales sintéticos, los estilos de peinado dantescos y la abundancia de piercings. Los establecimientos de aquella zona eran los más saludables, a pesar del olor y el aspecto decadente de todo. Allí estaban el FBI, el Sugar Skull, el Electrodo y Cryogenia, que todavía se consideraban lugares de culto para aquellos que gustaban del estilo más siniestro. Pero a medida que se avanzaba a lo largo de la calle hasta los callejones, el glamour extraño y futurista de aquel ambiente suburbano se convertía en algo más sórdido y angustioso. Empezaban a verse figuras sentadas en los portales, al amparo de la oscuridad. Las miradas se volvían desconfiadas y extrañas. Las farolas escaseaban hasta que, en el último tramo, directamente no había luz: estaban todas rotas o fuera de servicio. Allí, las siluetas que se ocultaban bajo los dinteles de edificios sucios y con ventanas enrejadas llegaban a parecer amenazadoras.

—Este sitio ya no me mola—dijo Berenice cuando torcieron la esquina hacia el callejón donde estaba la Caverna. El neón rojo que señalizaba el antro chisporroteaba, se encendía y se apagaba, parpadeando de vez en cuando.

—Pues es aquí.

—¿Y has estado saliendo por estos tugurios de mala muerte durante estos años, tío?

Ruth lanzó una mirada reprobatoria a Berenice, que alzó una mano y se encogió de hombros con gesto inocente. Cain, sin embargo, no tenía ganas de esconderse ahora.

—Pues sí—señaló las escaleras descendentes. La Caverna estaba en un sótano, como no podía ser de otra manera— Tenemos que bajar.

Los tres amigos asintieron.

—Llevo un spray de pimienta en mi bolso de lolita —declaró Nice, avanzando la primera con decisión y seguida por Samuel —. Como alguien se ponga tonto, van a tener  biohazard del bueno.

Ruth sonrió a Cain y bajó detrás de ellos. Cain miró hacia atrás. Después apretó los dientes y les siguió.


. . .


10 de Marzo – Gabriel

Odiaba aquel lugar con toda su alma. Las callejuelas llenas de gente extraña y peligrosa, el hedor del asfalto manchado, el humo de los cigarrillos de hachís. Dejó la moto algo alejada y guardó el casco bajo el asiento antes de caminar hacia la Caverna. Odiaba aquel lugar con toda su alma.

Había seguido el coche de Ruth, tensando cada vez más los dedos que mantenía aferrados al manillar de la moto. Cuando la chica aparcó, en vez de hacer lo mismo enseguida había continuado siguiéndoles de lejos hasta comprobar dónde entraban. Ahora que lo sabía, no llegaba a entender qué demonios estaba pasando. ¿Tanto se había equivocado al juzgar a aquella muchacha? No es que la conociera mucho, la verdad, pero siempre le había parecido que se preocupaba por Cain. De los otros dos no podía opinar, pero Ruth había estado en su casa, se había sentado a su mesa. Incluso habían conversado profundamente en un par de ocasiones, cosa poco habitual. Y ella daba la impresión de ser una joven sensata, tranquila, amable. 

Nunca la había visto vestida así ni maquillada de ese modo. ¿Acaso también era un ave nocturna, como Cain? ¿Frecuentaban los mismos locales, llevaban la misma vida? Tal vez era así, solo que para la muchacha se trataba de diversión y emoción para los fines de semana mientras que a Cain le había estado destruyendo. Conocía esa historia. Grupos de chicos y chicas que salen juntos, se meten en el mundo de la droga y mientras que para unos no es más que algo anecdótico, en otros el gusano de la adicción se ceba y les destroza.

“Maldita sea, pero ¿en qué coño están pensando para volver aquí? Tiene que haber alguna explicación. No puede ser. No puedes haber regresado a lo mismo. No harías eso. No te harías eso a ti, ni a mi”, se repetía, caminando como si aplastase cabezas de serpiente a cada paso.

Empujó la puerta del local y la vaharada de vapor caliente, humo y sudor condensado le golpeó en pleno rostro, haciéndole contener una mueca de asco.

Odiaba aquel lugar con toda su alma.

La Caverna estaba a reventar. Las luces parpadeaban en el techo y los cuerpos se amontonaban en la pista de baile: brazos blancos, caras blancas, ropa negra, cabellos de todos los colores. Los altavoces vibraban con la música de los sintetizadores, la rítmica de una batería eléctrica y la voz grave y profunda de un tipo que cantaba en alemán. La gente que bailaba estaba tan apretada unos contra otros que parecían un solo parásito, y los brazos que se levantaban en el aire, multitud de filamentos, como los tentáculos de una anémona. En la barra, una camarera con ojeras y pupilas dilatadas servía copas.

Se acodó y pidió un gin tonic, buscando con la mirada a los chavales a los que venía persiguiendo.

—¿Quieres cristal? —dijo con voz pastosa la mujer, poniéndole un vaso de tubo delante y empezando a servir hielo—. También tenemos pastis. Han traído unas nuevas. Se llaman Duende Negro y son la hostia.

Culminó la frase con una risa lenta y embriagada que a Gabriel le revolvió el estómago.

—No, gracias.

—Tú te lo pierdes.

Odiaba aquel lugar con toda su alma.

La canción terminó y empezó a sonar otra, mucho más básica, con un ritmo más predominante. Más cuerpos se sumaron a la anémona de la pista, y al abrirse el espacio entre la carne por un momento vio a Ruth. Apretó la copa entre los dedos y se movió hacia la derecha, buscando con la mirada ávida. Ahí estaban, al otro lado de la sala. La chica estaba apoyada en una columna, al lado del otro joven que llevaba una levita, y la otra chica, la que tenía el traje de muñeca con un lazo enorme en el trasero se había separado un poco de ellos y estaba bailando. De Cain, ni rastro. Dirigió la mirada por un momento hacia la rampa que descendía al cuarto de baño y una punzada de rabia le mordió en el estómago. “No seas paranoico. No está ahí.” Dio un trago largo al gin-tonic y frunció el ceño, tenso como una de las cuerdas del piano. Descubrió a un par de tipos mirándole desde un rincón. Tenían los ojos brillantes, fosfóricos. Seguramente llevaban algunas de esas lentillas absurdas que utilizaba esa gente, pero aun así, se puso alerta de inmediato. Entrecerró los párpados y se acercó a ellos por un impulso. Los tipos, al verle moverse, se dispersaron entre la multitud.

Un foco giró y empezó a proyectar una luz parpadeante, hipnótica, que casi mareaba. Ruth miró nerviosamente hacia la rampa del baño. Gabriel se detuvo a medio camino mientras buscaba a esos desgraciados de ojos brillantes, sorprendiendo el gesto de Ruth.

Odiaba, odiaba, odiaba, odiaba ese lugar con toda su alma. Con un gruñido, se dio la vuelta y se dirigió hacia los servicios, apartando de su cabeza a empujones a los tipos de ojos brillantes y el deseo de ir a buscarles y golpearles, que le quemaba en las entrañas como una necesidad primaria. Lo primero era Cain. Iba a salir de dudas de una maldita vez.


. . .


10 de Marzo – Cain

No le había costado encontrarle. Era un hombre muy alto, que destacaba entre los demás. Llevaba el pelo rapado por un lado y largo por el otro, teñido de rojo. No había aceptado la copa que le ofreció y cuando le indicó que venía a pagar lo que debía, él le hizo una seña y el chico le siguió por la rampa. A Cain no le gustaba volver a estar ahí abajo, en el rincón oscuro del pasillo encalado. Más allá estaban los urinarios con puerta abatible, bajo una luz azulada e inquietante. Tenía recuerdos poco agradables de aquel lugar, pero por otro lado, se sentía extrañamente fuerte y seguro.

—Así que tienes lo que me debes —Damien le sonrió y se le acercó, apoyando la mano en la pared en un intento de acorralarle seductoramente—. ¿Cómo me lo vas a pagar?

Cain le devolvió la sonrisa y se escurrió hacia el otro lado, escapando de su asedio con elegancia.

—No te hagas ilusiones. Te he traído el dinero.

Ambos rieron con cierta complicidad. Luego, Damien se apoyó en la pared y se cruzó de brazos, mirándole con calma.

—Hace tiempo que no te veo por aquí.

—Y menos que me verás. Hoy es el último día que vengo aquí.

Damien torció el gesto. Cain no pudo evitar meterse los pulgares en los bolsillos y componer una pose un poco provocativa. En realidad, había comprado droga a Damien durante más de dos años seguidos y no había sido, ni mucho menos, el peor elemento con el que había tratado. De hecho, había sido honesto y legal con él, lo cual era mucho más de lo que nadie le había dado en aquel tiempo. Muchas veces se negaba a venderle, argumentando que consumía demasiado deprisa. Cuando le veía desesperado por algo con lo que escapar de la realidad, le daba algunas papelinas y le fiaba. El dinero que Cain iba a devolverle era lo que le debía de todas aquellas fianzas a lo largo de dos años, préstamos que Damien jamás le había exigido que devolviera. Cain no siempre le había pagado con dinero, bien es cierto, pero el pelirrojo le había tratado bien en todo momento. A Cain le divertía seducir, y había seducido a Damien varias veces. Ahora, él parecía decepcionado con el hecho de no volver a encontrárselo.

—¿Y eso? ¿Te mudas de ciudad o algo?

—No —rió Cain—no de momento, aunque tal vez lo haga. Es que mi vida ha cambiado.

Damien ladeó la cabeza, extrañado. Luego se apartó el cabello rojo y sonrió, asintiendo levemente.

—Ya veo. Mientras sea para bien, me alegro por ti, ¿sabes?

Cain sintió una oleada de simpatía hacia el camello. Pensó que podría creerle. “Nunca se ha portado mal conmigo, en realidad. Quizá debí confiar más en él que en el hijo de puta de Lieren. Pero bueno, qué mas da eso ahora”.

—Yo también. Y espero que te vaya de lujo por aquí o por… por donde sea.

Ambos se rieron. Era una situación extraña, pero en los ojos de Damien no tardó en encenderse un resplandor ávido.

—¿No me vas a dar un revolcón de despedida, niño cruel?

—No soy un niño —replicó Cain, con aplomo—, ni tampoco soy cruel. Y no puedo darte ningún revolcón más, aunque sé que lo estás deseando.

Volvieron a reír al unísono. Después, Damien suspiró y asintió con la cabeza. Cain sacó el dinero del bolsillo e hizo girar los billetes enrollados entre los dedos, mirándolos y mirando después al pelirrojo. Se acercó para ofrecérselos y, llevado por ese sentimiento de simpatía y de gratitud impulsiva, extendió el otro brazo para rodearle la cintura con él. El camello cogió el dinero y se lo guardó en el bolsillo trasero. Después le estrechó y le rodeó con el otro brazo, dándose la vuelta para dejarle contra la pared.

Si hubiera intentado algo, Cain le hubiera golpeado con la rodilla en los testículos, después le habría dado un codazo en la cara y habría salido corriendo. Sabía hacerlo. Podía hacerlo, ahora que estaba sobrio y lúcido. Pero Damien no hizo nada, solo le abrazó, cobijándole contra su pecho con un gesto tan dulce y afectuoso que al chico casi se le saltaron las lágrimas. Se le cruzó por la cabeza la posibilidad de que Damien sintiera algo por él, pero esta idea sólo le causó pesar.

—Eres tan especial, Cain… —murmuró el pelirrojo, inclinándose para besarle la frente.

Se vio incapaz de hablar durante casi un minuto entero. Cuando lo consiguió, solo fue capaz de articular un “gracias” y abrazarle con fuerza durante unos segundos. Cuando se separaron, el tipo se frotó la nariz y le saludó con la mano, como si aquella despedida le pareciese más adecuada.

—Pues lo dicho… que te vaya bien.

Cain sonrió y asintió un par de veces. Después se dio la vuelta y subió la rampa, sin mirar atrás. Sentía el pecho ligero y una sensación de euforia latiéndole en las sienes. Prácticamente corrió durante los últimos pasos hasta reunirse con los demás. No necesitaron decir nada, la expresión de su rostro reflejaba liberación. Ruth sonrió y Samuel la imitó.

Sin darse cuenta de lo que hacía, Cain les arrojó los brazos al cuello y empezó a dar saltos, estrechándoles contra sí y lanzando un grito de júbilo que fue engullido por la potente música industrial que sonaba en los altavoces. 

Lo había conseguido. Se había arrancado todas las cadenas.


. . .


10 de Marzo – Gabriel

Condujo el último tramo a ciento ochenta. Dejó la moto aparcada en el garaje del edificio y subió por las escaleras, con la respiración acelerada, incapaz de encerrarse en aquel momento dentro del ascensor. Cuando llegó a su piso, metió la llave y abrió, cerrando tras de sí de un portazo. Tenía que relajarse. Se pasó las manos por el pelo, mirando alrededor con la necesidad de ubicarse del todo. Tenía que relajarse. Empezaba a ver de nuevo esa niebla roja delante de los ojos. Se dirigió hacia el piano, aún con el abrigo puesto, y se sentó en el taburete.

“Relájate. Tienes que calmarte. No puedes dejar que te afecte así”.

Colocó los dedos sobre las teclas y respiró hondo, cerrando los ojos. Cuando consiguió mantenerse sereno, empezó a tocar una melodía lenta, tranquila, una de las primeras que había aprendido. Poco a poco, las palpitaciones en sus sienes se fueron moderando hasta casi desaparecer. Y cuando al fin logró quedar en paz, la imagen volvió a él, como el susurro de un espíritu maligno en el oído.

Cain, dándole dinero a un hombre. Cain, rodeándole con un brazo. El hombre, atrayéndole hacia si. No le había forzado, Cain estaba sonriendo mientras él le apoyaba con delicadeza contra la pared, sonreía, con una mirada cálida en los ojos verdes. “Eres tan especial, Cain”, había dicho aquel tipo. Y él le había abrazado, con fuerza, cerrando los dedos en la tela de su camiseta.

“¿Cómo ha podido hacer algo así? ¿Cómo ha sido capaz? ¿Qué coño pasa con él, y qué coño pasa conmigo?”

La música se volvió tenebrosa, acelerada y violenta. Gabriel apretó los dientes, intentando no resollar, no gruñir como un maldito animal. Finalmente, golpeó las teclas con los puños y lanzó una blasfemia.

—¿Cómo he llegado a esto, joder?

Se levantó del taburete y se dirigió a su habitación, sintiendo que llevaba dentro una tempestad, dispuesto a emprenderla con el saco de boxeo.




. . .


© Hendelie 

4 comentarios:

  1. y ahora????? no puede ser que gabriel se haya ido en el preciso instante y no ver en que termino la charla con Demian, nooooo, ahora quien sabe en medio de su furia que va a hacer o decir...nooooooooooooooooo....ahora si.....si antes nos dejabas en agonia ahora si.........me dejas en muerte total ....... por el amor de dios mujer, no nos hagas sufrir tanto con la proxima actualizacion......ahhhhhrrrrrggggggggg

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  2. De slasheaven me vine para aca... muy bien escrita y terriblemente conmovedora, sigue asi, ya quiero otro capitulo!!!

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  3. Por fín cain ha exorcitado sus demonios y ahora Gabriel lo malinterpreta !!!! A ver como reacciona cuando vuelva a casa y se encuentren , no puedo esperar para el próximo capi .

    Como simepre muchas gracias por el capitulo

    Un abrazo .

    Judith

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  4. Y entonces... Dios esta sensasión de querer saber que sucede me mata, y pues digo.... ¿A qué lector no?

    Pero en fin, un capítulo hermoso en el que siento que Caín se libra del peso que tiene sobre sus hombros, paga las deudas de honor a alguien que le estimó, esa parte de la liberación si se sintió, pero Dios santo que cosas con Gabriel, en fin, un abrazo (:

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