miércoles, 14 de marzo de 2012

Flores de Asfalto: El Despertar — XXII

Soledad


11 de Marzo – Cain

Cuando amaneció, estaba despierto. La luz gris del alba fue volviéndose dorada detrás de los visillos de la habitación, anunciando un día demasiado brillante, demasiado luminoso para su estado de ánimo. Resopló y se echó el edredón sobre la cabeza. “¿De qué me escondo?”, se preguntó, fugaz, antes de cerrar los ojos en su refugio. No estaba seguro. Tenía el cuerpo incrustado en ese colchón extraño, blando, distinto al suyo. Respiró el olor a suavizante de las sábanas, las acarició con las yemas de los dedos, torciendo la boca ante el tacto tan ajeno de las fibras. Se quedó ahí, inmóvil, aplastado por el peso de las mantas. Solo quería que pasara el tiempo. Que los días se sucedieran unos a otros sin tocarle, languidecer y apagarse. Suspiró, aguardando a que el sueño hiciera desaparecer el tiempo.


. . .


11 de Marzo — Gabriel

Estaba sentado en el sofá, con la mirada perdida. Otro cigarrillo humeaba entre sus dedos cuando el primer rayo de sol fragmentó su luz en un arcoiris muy poco apropiado al atravesar el cristal del cenicero. Se quedó mirando aquel desliz cromático con la expresión de quien observa algo fuera de lugar. Después, con un suspiro pesado, apoyó la espalda en el respaldo mullido y bajó la cabeza. Estaba desubicado en su propio hogar. Había pasado la noche en vela, sentado en aquel sillón, fumando un cigarro tras otro y dándole vueltas a lo que había ocurrido con Cain. A sus palabras, pero también a su imagen. Sus ojos verdes, de vidrio pulido, destellando con amargura. Su voz ahogada y áspera, escupiendo los reproches y colocándole frente a un espejo en el que no deseaba mirarse, fuese o no exacto el reflejo que mostraba.

Recordó, vagamente, que era sábado. Hoy no tenía que ir a trabajar. Volvió la vista hacia el piano.


. . .


11 de Marzo — Cain

Se sentía una carga. Aunque Ruth fuera su amiga, aunque supiera que tenía que contar con ella en momentos como este, algo en su interior le impulsaba a marcharse de allí y ahogar su dolor en otra parte, donde al menos no molestase a otros. Aunque Ruth fuese su amiga, no quería volcar sobre ella el alquitrán de su angustia. Era espesa y negra, y muy densa, tan densa como veinte años de soledad y miedo, de insignificancia.

Ella volvió a medio día, se sentó en el borde de la cama y puso una mano sobre el bulto cubierto por el edredón. Cain movió un brazo para sacarlo de debajo de las sábanas y dejar su mano sobre la de ella.

—¿Cómo estás?

Ruth le susurraba como si fuera un enfermo. Lo era, tal vez. Se obligó a asomar la cabeza y se encontró con la sonrisa comprensiva de su amiga. En los ojos oscuros de la muchacha había un rastro de compasión. Se obligó a responder con debilidad. A hacer salir la voz del cuerpo. Ella no se merecía estar preocupada.

—Gracias por dejar que me quedara esta noche—dijo, como toda respuesta.

Ruth negó con la cabeza y se le acercó más. Aproximó los dedos de la otra mano y le acarició las mejillas, bajo los ojos. Cain sabía que ella estaba comprobando si había llorado recientemente.

—No me des las gracias. Puedes quedarte todo lo que quieras. Ojalá pudiera hacer más.

—¿Y tu madre?

Ruth amagó una sonrisa.

—Se fue a un balneario hace unos días. Vuelve el fin de semana que viene —. Cain asintió y se incorporó a medias, peinándose con la palma de la mano sin éxito. Ella se acercó y le rodeó la cintura con el brazo, apoyando la cabeza sobre su hombro. — Quédate hasta entonces, David. No te vayas.

—¿Tu también piensas que voy a hacer alguna estupidez en cuanto me pierdas de vista?

—No, no es eso. Pero no quiero que estés solo.

Cain volvió el rostro hacia la ventana. Ruth olía muy bien. Se preguntó por qué no podía gustarle Ruth, enamorarse de ella. Se preguntó si podría amarla de ese modo si se esforzase lo suficiente. Acto seguido se sintió un bastardo egoísta.

—Voy a darme una ducha y a por mis cosas. Aún lo tengo todo allí.


. . .


11 de Marzo — Gabriel

La ausencia de Cain aún no había cumplido doce horas. A través de la ventana, la luz de una primavera anticipada se filtraba, acariciando los muebles y paredes blancos de su hogar. Gabriel los contemplaba, sentado en el taburete del piano. El apartamento estaba sumido en una calma de hospital, de cementerio, demasiado parecida a la muerte. Y el silencio, que se había instalado como el legítimo dueño de aquellas estancias, parecía gritarle, reírse con sorna en su oído mientras se enseñoreaba de nuevo de su vida.

Confuso, intentó analizar con precisión sus emociones. ¿Por qué ni siquiera estaba enfadado? Simplemente parecía que alguien hubiera entrado en su alma, la hubiera desvalijado y se hubiera marchado, dejándola vacía. El vacío, eso era.

Miró la tapa del piano y la levantó. Las teclas blancas y negras se presentaron ante él, expectantes. Puso los dedos sobre el marfil, frunciendo el ceño. Las palabras del chico seguían dando vueltas en su cabeza, las palabras y su imagen, su expresión herida, resignada, agotada.


“Estás solo, completamente solo, y eso te destroza. Pero no te mereces otra cosa.”

No, Cain se había equivocado en algo. Estar solo no le destrozaba… siempre lo había estado. Estaba acostumbrado. Él acogía a las personas bajo su brazo; había acogido a Ariadna, al fin y al cabo, la acogió a su pesar. Le había dado su cariño en cierta medida, ¿No? ¿Acaso no había querido a los gemelos?

“No pienses en eso ahora”, se reprendió. Recordar a los gemelos siempre le traía un sabor amargo.

Colocó los dedos sobre las teclas y los hundió con suavidad. La dulce reverberación del piano se filtró entre las rendijas del silencio y el acorde se quedó ahí, flotando. Un nudo intenso se cerró en la garganta del profesor, pero apretó los dientes y siguió tocando, aunque nadie estuviera escuchando en el sofá, aunque la música no sonase a nada, aunque el sol licuado se hubiera vuelto obsoleto y todo cuanto le rodeaba se hubiera teñido de un matiz perturbadoramente irreal.

“¿Por qué he dejado que te vayas?”

La música también se lo preguntaba.


. . .


11 de Marzo — Cain

El agua caliente le alivió en cierta medida. Era como lavarse en un manantial después de haberse rebozado en el barro; tonificó su piel y reanimó sus nervios, le arrancó el velo pesado del sueño sin descanso de la noche anterior y le hizo sentirse más vivo. Al salir, mientras se secaba con la toalla, se miró en el espejo. Dejó la mente en blanco, negándose a pensar en términos como “final” o “ruptura”, a recordar la discusión de la noche pasada, a recordar nada que tuviera que ver con Gabriel. Se miró y buscó en sus rasgos algún recuerdo del niño que un día fue. Intentó definirse. Cerró los dedos en uno de aquellos largos mechones que le caían sobre el rostro y los deslizó hacia abajo, escurriendo algunas gotas de agua que cayeron al lavabo. ¿Qué iba a hacer ahora? No tenía donde volver, pero al menos tenía donde quedarse. La angustia y el dolor le hacían añorar la dulce anestesia de las drogas, pero apenas estaba entrando el pensamiento en su mente cuando lo empujó afuera con determinación.

—No me voy a rendir—dijo a su imagen, aguantando el tirón en su pecho que parecía querer romperle en lágrimas—. Ya no soy Cain. A la mierda con eso.

Se frotó con la toalla, sacudiéndose el agua del pelo y del cuerpo.

—A la mierda con todo.

Dejó caer la toalla al suelo y se vistió. Al sacar la cabeza por el cuello de la camiseta, un resplandor plateado sobre la jabonera llamó su atención. Desvió la mirada hacia él. Eran unas tijeras de uñas, con la punta curvada.

Tomó aire y se quedó contemplándolas un rato.

Sin drogas, sin alcohol, sin sexo, sin infierno. Pero también sin música, sin Gabriel, sin consuelo. A lo mejor esas tijeras plateadas podían dárselo.

No era la primera vez que pensaba en ello. La idea se le había cruzado por el pensamiento en alguna que otra ocasión, pero nunca lo había hecho. Al menos no así, no con plena consciencia.

Al final, se decidió a cogerlas. Las empuñó y se subió la manga. Trazó la primera línea con indecisión, respirando superficialmente. La dibujó en el interior del brazo, junto al bíceps. Fina, alargada, delicada. Brotó la primera gota de sangre, y David suspiró con alivio, sintiéndose al tiempo más liberado y más seguro.

Así que siguió.

Una a una, las líneas rojas se llevaron el dolor y trajeron algo de paz.


. . .


11 de Marzo —Gabriel


Sí que parecía un dragón.

La ciudad, lamida por el resplandor del sol al atardecer, era como el lomo de un reptil de fábula, cuajado de escamas especulares y reflectantes. Un dragón dorado, rojizo, flameante. Dio una calada al cigarrillo y apoyó la frente en el cristal de la ventana.

El día había pasado como si él no existiera. Años atrás, había visto una película en la que una mujer vivía encerrada en su casa junto a sus hijos pequeños, que eran fotosensibles. A aquellos niños no les podía dar la luz del sol, por lo que durante el día todas las cortinas tenían que estar cerradas. Al final del film se descubría que tanto la mujer como sus hijos no eran más que fantasmas, espectros ligados a aquella casa antigua.

El profesor empezaba a percibirse a sí mismo de una manera muy parecida. Como un espectro. Cain, al marcharse, no sólo se había llevado todas las pequeñas cosas a las que se había acostumbrado en aquellos dos meses, todo lo que había aprendido a amar. Además, le había dejado solo consigo mismo, enfrentándole a la realidad de su propia soledad, a su incapacidad para conectar con los demás.

—No quería decir que te fueras para siempre—explicó a la ventana, suspirando —. ¿De verdad es esto lo mejor?

Seguramente no. Recordaba los largos paseos por el Barrio Viejo, las conversaciones que se alargaban durante horas, hasta que volvían a casa en el metro. Recordaba su peso sobre el brazo cuando el vagón traqueteante estaba demasiado lleno y el chico tenía que apoyarse en él. Su mirada destellante entre los alumnos de su clase cuando se colaba en el aula. Su manera de cambiar el orden de los objetos de la estantería.

Se le escapó una sonrisa torcida y frunció el ceño al mismo tiempo.

Puede que no le resultara fácil conectar con los demás, de acuerdo. Pero con Cain lo había hecho, y a un nivel tan profundo como se temía desde que le conoció, cuando sabía que estaba metiéndose en problemas por acogerle bajo su brazo.

Cain le había inspirado melodías que no sabía que tenía en su interior, esperando a salir. Le había tenido entre los brazos, se había acostado con él y había sentido el sexo como nunca antes lo había experimentado. Le gustaba mirarle, apartarle el cabello del rostro y escucharle gemir. Le gustaba la forma en que él le abrazaba, aferrándose a su espalda como si fuera el único lugar seguro del mundo o agarrándole del pelo para atraerle hacia sí. Le gustaba la dulzura de su mirada cuando los ojos verdes se convertían en caramelos de menta, cálidos, derritiéndose, mirándole a él.

¿Y por qué no podía confiar en él? ¿Por qué no era capaz de, simplemente, dejarle salir de la maldita casa sin empezar a pensar todo lo peor?

No tenía respuesta para eso, pero sabía que solo no la iba a encontrar. Apagó el cigarrillo en el cenicero y lo dejó sobre la mesita. Luego se acercó al teléfono, buscando su móvil en el bolsillo para marcar el número de Cain.

Antes de que hubiera llegado a tocar siquiera el auricular para levantarlo, el aparato destrozó aquel silencio de cristal con un timbre insidioso y electrónico que era tan inapropiado como el arcoiris fragmentado que el cenicero proyectaba sobre la mesa.

Gabriel descolgó.

—¿Sí?


. . .


11 de Marzo — David

Al salir del metro, el olor infame de la goma quemada le saludó con una bofetada caliente. David arrugó la nariz y Ruth se tapó con el pañuelo que llevaba al cuello.

—Qué asco… ¿Por qué huele así?

—Es una incineradora—respondió David mientras ascendían los escalones de hormigón.

—¿Y siempre apesta tanto?

—No siempre. Va a días.

El barrio de los Dos Ríos, que así se llamaba aquel lugar, era una franja urbana mal señalizada, con el asfalto quebrado, los semáforos rotos, farolas que no funcionaban debido al robo de los hilos de cobre de la instalación, talleres mecánicos, tiendas de alimentación dudosa y edificios negros de suciedad, con ventanas estrechas y aspecto deplorable. Había chabolas y casuchas hechas con restos de uralita, colchones y plásticos detrás de la larga carretera que separaba la salida del metro de un descampado agreste. Un gran cartel anunciaba la construcción de nuevas viviendas en la zona, pero habían pintado el letrero con spray negro y habían arrojado porquería. Frente a ellos, junto a una calle estrecha de aspecto inquietante, había una vía ferroviaria abandonada debajo de la cual, entre las sombras polvorientas, se adivinaban los cuerpos amontonados de algunos yonkis.

Ruth miraba alrededor con desagrado, luego fijó la vista en David, que caminaba hacia la carretera, sin bajar de la acera ni acercarse a los edificios.

—¿En serio vivías aquí de niño?

—Hasta los ocho años o así. No me acuerdo bien.

Ruth le dio la mano, y David le dedicó una sonrisa tranquilizadora. Después de su encuentro liberador con las tijeras de uñas se sentía mejor, calmado y sereno.

—No es tan malo. También hay cosas buenas. Por eso quería venir.

Ruth se encogió de hombros, no muy convencida.

—Si tú lo dices...

La guió hasta la calzada y caminaron en línea recta. Le costó varios minutos encontrar el lugar exacto, y en ese tiempo, algunas ventanas se entreabrieron y un par de vecinos comenzaron a acecharles con expresión hostil. Pero a David no le intimidaba aquella gente. Había visto a Lieren perseguirle con los ojos rojos como ascuas de fuego, había visto los rostros de criaturas de pesadilla buscándole mientras trataba de ocultarse bajo la cama, había visto a los monstruos de la ciudad. La desconfianza de la gente que vivía en el extrarradio no era una amenaza comparada con aquellos demonios.

—Mira.

Cuando halló el hueco abierto en el alquitrán, señaló con el dedo. Ruth se asomó y su rostro se volvió serio y grave. Allí estaba. Aún quedaba una superviviente, una de aquellas flores blancas, silvestres, imposibles. Tenía el tallo torcido hacia abajo, los pétalos arrugados y el aspecto de soportar un enorme peso, pero allí seguía.

—¿Tienes agua, Ruth?

La chica asintió.

—En el bolso, llevo una botellita—la muchacha sonrió—. ¿Quieres que la reguemos?

—Sí. Un poco, al menos.

Ruth metió la mano en el bolso y sacó la botella de plástico. Conformaban una imagen extraña, allí en medio de la carretera, regando gota a gota una única flor diminuta como si fuera lo más importante del mundo. David le decía a Ruth que no echara mucho. Ruth ponía el dedo cerca del borde del envase de plástico para regular el fluido del agua. Los vecinos curiosos que miraban desde detrás de sus ventanas recalentadas por el sol poniente y la planta incineradora no entendían nada. Pronto perdieron el interés.

Cuando Ruth y David se marcharon, el pequeño jirón de tierra en el que la flor crecía había absorbido todo el agua.


. . .


11 de Marzo —Gabriel

Tenía la mano crispada en el auricular del teléfono, el puño tan apretado que empezaba a hacerse daño en la muñeca. La voz del médico, aunque era suave y clara, parecía pasar de un oído al otro y perderse en el limbo sonoro del apartamento. Por segunda vez, Gabriel dijo:

—No sé si le entiendo.

Hubo un momento de silencio al otro lado de la línea y luego el doctor suspiró.

—Será mejor que venga. El personal médico podrá explicárselo más ampliamente una vez esté aquí. La asistente de los servicios sociales se encontraba en las afueras, nos ha dicho que llegaría en cuanto pudiera, pero necesitamos a alguien aquí que pueda estar con ella y darnos los permisos para proceder en caso de ser necesarias intervenciones médicas que requieran consentimiento.

—Pero yo no soy su tutor—explicó Gabriel, percibiendo ahora con claridad cómo la realidad se derrumbaba a su alrededor. El suelo parecía haberse vuelto blando.—Ni siquiera sé su apellido. Quiero decir, claro que iré, pero no puedo tomar ninguna decisión que implique…

—Bien, como usted diga—le cortó el médico, disimulando su urgencia—. No se preocupe de eso ahora, pero su presencia aquí sería de gran ayuda, no sólo para nosotros. También para ella.

—Claro. Claro, voy inmediatamente.

—Gracias.

Aún tenía el teléfono en la oreja cuando escuchó el pitido que anunciaba el fin de la comunicación.

“Tengo que llamar a Cain”, recordó de golpe. Ahora tenía que contactar con él, con más motivo todavía. Necesitaba escucharle, era una necesidad vital, como respirar. Porque se sentía muy cerca de su propio límite. Le ardían los ojos y algo estaba estrangulándole la garganta, una llamarada de fuego se había despertado en su estómago. Marcó el número a toda prisa después de reiniciar la línea.

—El teléfono móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura en este momento— dijo la voz grabada.

Gabriel apretó los dientes y soltó un puñetazo en la mesa. “Mierda, cálmate”. Miró el reloj. Volvió a marcar.

—El teléfono móvil al que llama está apagado o fuera de cobert…

Colgó. Cogió las llaves y cerró de un portazo a su espalda, caminando a toda prisa escaleras abajo. Tendría que coger la moto si quería llegar rápido. Sólo esperaba no estrellarse por el camino.

Mientras saltaba los escalones de dos en dos se preguntaba por qué no le había avisado esta vez alguna de sus corazonadas.


. . .


11 de Marzo —David

—¿Seguro que no quieres que vaya contigo?

Ruth estaba repasando en el móvil las fotos que habían hecho de la flor. Después se habían hecho fotos ellos dos juntos. En algunas, David parecía amagar una sonrisa, aunque en la mayoría tenía una mirada triste.

—Mejor no—dijo el chico—. Apenas tengo cosas que recoger y además… creo que él y yo deberíamos hablar a solas. Hoy es sábado, estará todo el día en casa, viendo series y esas cosas que él hace. Cuando llegue, intentaré sacar el tema con suavidad.

—Haces bien, David —afirmó ella, con rotundidad—. Si podéis arreglar las cosas, mejor. Pero aun si no fuera posible, seguro que hablar ahora, que estáis calmados, es más constructivo que la discusión que tuvisteis.

Él asintió, sintiéndose un poco culpable. La noche anterior, cuando había ido a casa de Ruth, arrasado en lágrimas y maldiciendo al universo, se había sentado con ella en el sofá y había soltado sapos y culebras por la boca. Había insultado a Gabriel de los modos más sucios, y después se había derrumbado, confesando las cosas que le había dicho, la frustración terrible que sentía por no contar con su confianza, el miedo a no estar nunca a la altura, la angustia de aspirar a algo que tal vez no estaba a su alcance. Ruth le había hecho ver que, si bien los enfoques del profesor eran desastrosos y poco apropiados, él tampoco había estado muy acertado en sus comentarios. En aquel momento, David no estaba en disposición de reflexionar. El dolor había sido muy intenso; sólo ahora, aliviado el sufrimiento gracias a las tijeras de uñas y recuperada una cierta esperanza tras visitar a la flor, se sentía lo bastante entero como para darse cuenta de que ella tenía parte de razón.

—Si soy capaz de hacerle entender cómo me siento, sé que todo será más fácil—admitió, pasándose la mano por el pelo—. Al menos podremos comunicarnos. Eso ya sería un logro.

Sonrió a medias y ella soltó una risita. Luego se acercó para darle un beso en la mejilla. El altavoz del metro anunció su parada.

—Te espero en mi casa entonces. Voy a tener el móvil encendido, así que si necesitas algo, no dudes en llamar, ¿vale?

—Claro. Luego nos vemos.

Las puertas del vagón se abrieron. Ruth salió y le dijo adiós con la mano antes de encaminarse hacia las escaleras mecánicas. David la siguió con la mirada hasta que las puertas se cerraron. Entonces le sobresaltó una vibración en su bolsillo. Sacó el teléfono y vio el mensaje en la pantalla iluminada: Dos llamadas perdidas. Consultó la procedencia. Gabriel le había llamado. Devolvió la llamada antes de que el tren se pusiera de nuevo en marcha, pero no había nadie en casa. Le llamó al móvil. No lo cogió.

“Lo intentaré más tarde”, pensó.

Los túneles negros del suburbano le robaron la cobertura; no podía hacer nada más hasta que volviera a estar en la superficie.


. . .


11 de Marzo — Gabriel


La habitación que habían asignado a Ariadna en la unidad de Cuidados Intensivos era un cubículo oscuro lleno de máquinas, voluminosas y blancas, que la circundaban como un grupo de fieles a su predicador. La cama tenía sábanas horribles de lunares, no había ventana alguna y la luz que llegaba desde un fluorescente alargado era extraterrestre y fría. Reinaba un silencio sepulcral, sólo roto por el zumbido de los aparatos médicos y el pitido intermitente del monitor cardíaco.

La niña estaba tumbada en el colchón, hundida como un muñeco inerte. Tenía varias vías intravenosas por las que goteaban sueros y plasmas cuya composición y función Gabriel desconocía. Le habían quitado la peluca. Hoy que era sábado, tocaba Liza Minelli. Aún tenía el lunar pintado en la cara y una de las exageradas pestañas postizas colocada sobre el párpado. Gabriel se sentó a su lado y la despegó con suma delicadeza, observándola, angustiado.

Cuando ella abrió sus ojos oscuros, fue como el amanecer del mundo. El corazón le saltó en el pecho.

—Hola, niña guapa.

Ariadna sonrió, y el mundo amaneció dos veces. Su sonrisa era débil, apagada, pero aun así ahí estaba.

—Hola…

El susurro apenas audible le hizo estremecer. Le pasó la mano por la frente.

—¿Cómo te encuentras?

—No me mires… debo estar feísima.

—No digas tonterías—dijo Gabriel, sonriendo. Se inclinó para besarle la mejilla, y cuando se incorporó, vio que Ariadna se había sonrojado un poco.— Eres más guapa que Marilyn, que Rita Hayworth y que Dora la Exploradora.

—Ahora dices tonterías tú—le reprendió la niña, y luego empezó a toser. La palidez mortecina regresó a su piel.

Gabriel apretó los dientes y mantuvo la mano sobre su frente. Todo había dejado de importar. La esencia misma del universo parecía haberse concentrado en aquella niña tumbada en el colchón, con las hondas ojeras púrpuras y la piel tan pálida, con los labios blancos y su lunar de cabaretera sobre el labio. Quería que dejara de sufrir. Quería tejer con sus dedos en su interior y arrancar la enfermedad que estaba llevándosela, limpiarla, hacer que su cabello creciera de nuevo, que sus ojos no estuvieran circundados por ese halo violeta. Quería arrancarle los tubos y los cables y verla jugar feliz, correr por una pradera bucólica que no existía y seguramente su subconsciente evocaba a partir de estúpidos anuncios de televisión.

Pero no podía hacer nada. Y aquella era una maldición que le pesaba especialmente en ese momento.

—Los médicos dicen que te desmayaste—explicó, cuando Ariadna dejó de toser y sus ojos empezaron a cerrarse. No quería que cerrara los ojos. Hablar con ella la mantendría despierta, la había mantenido despierta así noches enteras, en otras recaídas.—Me han llamado a casa y he venido en la moto. Creo que he infringido todas las normas de tráfico que existen en un solo día, así que tendrás que pagarme tú las multas.

Ariadna sonrió de nuevo y le dio un manotazo débil.

—Sí… con los ahorros de mi cerdito.—Luego suspiró y frunció el ceño en una mueca de dolor, mirándole a los ojos con seriedad.—Tengo tantas cosas que contarte… creía que tendría más tiempo.

Gabriel se irguió y tensó la espalda.

—No hables así. ¿No recuerdas todo eso de mantener el ánimo y …?

No pudo seguir. Ariadna le puso los dedos sobre los labios, incorporándose de golpe, con el semblante más grave que el profesor le había visto nunca. Los ojos oscuros brillaban intensamente, como si estuvieran llenos de estrellas. Su rostro pálido parecía devolver la luz del tubo de neón y algo a su alrededor se distendía, como si el aire le abriese paso. El profesor se quedó inmóvil y callado, casi aguantando la respiración.

—Escúchame, por favor… esto no tiene nada que ver con mi vida ni con mi muerte. Mi vida y mi muerte no son nada. Cuando cierre los ojos aquí, iré a un lugar donde puedo ver el sol sin una ventana de por medio, y la hierba crece alta.. y se escucha a Madonna todo el día—susurró, lamiéndose después los labios para seguir hablando.— Esta ciudad… esta ciudad, ahí afuera, es un lugar hostil, poblado de monstruos. Pero hay esperanza para todos nosotros… nuestras almas nunca dejan de luchar. Siempre quieren ser libres, y su fuerza es tal que ni nosotros mismos podemos imaginarla.

Gabriel tragó saliva. ¿Estaba delirando Ariadna? Su voz sonaba aún débil, lejana e infantil, pero esas palabras no eran las palabras de una niña, ni el modo en que las decía era la forma en la que habla una niña.

—Cuando cierre los ojos…—prosiguió ella, mirándole con una nostalgia infinita—Cuando cierre los ojos, yo me iré. Pero no quiero que estés triste, porque no voy a desaparecer… sólo me voy a mudar, ¿vale?. Y tú seguirás aquí… y terminarás tu música. Prométemelo, por favor.

Gabriel asintió, mirándola con los ojos muy abiertos. Estaba temblando por dentro, sacudido por una fuerza emocional que no era capaz de controlar ni de comprender. Estaba siendo demasiado para él. Primero Cain y ahora esto. No iba a poder aguantarlo sin romperse.

Maldita sea, que no. Sí que lo haría.

—Te lo prometo—dijo, con la voz asfixiada.

Ariadna extendió una mano y tomó la suya, recostándose otra vez con un suspiro que parecía llevarse parte de su vida.

—¿Recuerdas nuestro gran plan?—murmuró, dirigiendo de nuevo a él sus ojos oscuros.

Gabriel asintió con la cabeza. Metió la mano libre en el bolsillo y le tendió una pelota de goma, de color azul celeste y del tamaño de una ciruela. Ariadna le sonrió y luego la cogió con los dedos flojos.

—Me hubiera gustado que lo hiciéramos juntos… subir a la torre del reloj y soltar todas las bolitas de colores… —un susurro, otro suspiro— verlas rebotar y pintar la ciudad de rojo, de amarillo, de verde… sólo por un rato. Por un día.

—Era una locura—dijo Gabriel. Desvió la mirada. Apenas podía escuchar su propia voz de lo suave que sonaba—Nos habrían metido en prisión por romper ventanillas de coches. Y a lo mejor hubiéramos matado a alguien.

Ariadna volvió a sonreír. Otro suspiro. Se le aflojaron los dedos y la pelota de goma cayó al suelo, rebotando una vez. Gabriel se puso alerta, pero ella sonreía, y sus ojos se cerraron lentamente.

—Pero habría sido bonito… tan bonito…

El monitor empezó a acelerarse. La niña suspiró por última vez. Las estrellas de sus ojos se apagaron y las pestañas ocultaron por completo la mirada.

Después, el mundo pareció enloquecer. El monitor emitió un pitido largo y prolongado. Los médicos entraron por la puerta a la carrera, apartando a Gabriel de la cama de Ariadna. Hablaban atropelladamente mientras se movían alrededor de la niña, con desfibriladores, con inyecciones, con sueros. Pero ella ya no estaba, sólo era una cáscara vacía tendida en un colchón. En el rincón al que le habían empujado, el profesor miraba el cuerpo yaciente y al personal del hospital, pálido, desorientado y cerca de perder la noción de la realidad.

Se acercó a los pies de la cama, cogió la pelota azul y salió a la sala de espera.

Allí, se sentó en un banco y se quedó mirando la esfera durante horas.


. . .


11 de Marzo— David


Cuando llegó al apartamento, no había nadie.

No fue directo a su habitación. Paseó durante un rato, contemplando el piano, el sofá, las tazas de la cocina y los objetos de la estantería. Luego entró a su cuarto. Evitó pisar el de Gabriel para no exponerse a más angustia. Allí habían dormido juntos, allí habían tenido sexo y se habían contado confidencias en la intimidad que precede al orgasmo. No quería recordar esas cosas todavía.

Recogió sus cosas en una bolsa de deporte, pero dejó algunas, por si la conversación resultaba en reconciliación. Después, salió al salón a esperarle. Vio el cenicero a rebosar y se mordió el labio con culpa. Gabriel no fumaba. Sólo muy de cuando en cuando.

Se sentó en el sofá y aguardó en silencio, pensando en las cosas que diría. Imaginó el transcurrir de su charla, las distintas opciones posibles. Lo que diría él, lo que diría el profesor, cómo reaccionarían uno y otro. Luego encendió la televisión.

Volvió a llamarle al móvil varias veces, pero no respondía.

A las diez, se fue a la nevera. Encontró un trozo de tarta de queso que él mismo había comprado el día anterior. Se lo llevó al salón y se lo comió mientras veía una película en blanco y negro que ponían en un canal extraño de televisión por cable.

Cuando empezó la segunda película, se preguntó si Gabriel estaría con Sara.

A mitad de la tercera película, marcó de nuevo su número. La voz grabada de la operadora informó de que el teléfono estaba apagado o sin cobertura.

Volvió a intentarlo varias veces. Avisó a Ruth de que se retrasaría porque Gabriel no estaba en casa y quería esperarle. No debería tardar mucho.

A las cuatro de la mañana del ya 12 de Marzo, David se sintió como un idiota. Apagó la televisión y cogió su bolsa de deporte, dispuesto a marcharse. Dejó las llaves sobre la mesita y, como una venganza infantil y póstuma, o quizá porque no quería resignarse a ser ignorado y olvidado, se acercó a la estantería y cambió de sitio un par de objetos.

Cuando se dirigía hacia la puerta, volvió a meterse las llaves en el bolsillo sin darse cuenta.

Apagó la luz antes de salir.

El apartamento quedó de nuevo vacío y a oscuras.


. . .


© Hendelie




7 comentarios:

  1. Hendelie , se me ha encogido el corazón . Pobre Ariadna, pobre y preciosa niñita.He llorado mucho y ahora mintras escribo sigo haciendolo .

    Un capitulo muy muy triste . Aunque sé que la gente muere todo el tiempo , creo que los niños no deberian de sufrir , y mucho menos morir .

    ¿y ahora que pasará con Gabriel y Caín?

    Un abrazo

    Judith

    ResponderEliminar
  2. T.T da mucha penita, pero yo creo que ella lo enfrentó con esperanza y se fue con una sonrisa... en cuanto a Gabriel y David, parece que el primero está empezando a flaquear un poco y a lo mejor eso le viene bien, si consigue romper esa falsa cubierta de serenidad y de control y dejarse llevar. David ha madurado bastante. Al menos ahora se autolesiona en vez de drogarse, que ya es un avance (XD perdonad la crueldad).

    Pero bueno, no me voy a hacer más la loca, porque yo si que sé lo que va a pasar, solo que no os lo puedo decir. ¡Si no para qué escribo!

    Besos! Gracias por leer y comentar!

    ResponderEliminar
  3. Ariadna siempre me parecio un alma vieja, demasiado sabia para ser tan jóven, y se me aguó el ojo con sus palabras; aparte que ese diálogo y la espera de David me llenaron de esperanza, lo tomo como una piedra en el camino, todos las tenemos y mas aún en relaciones de pareja y tambièn es una alerta para Gabriel y su aparente fortaleza, definitivamente se tienen el uno al otro porque por lo que pude leer entre lineas ( espero no equivocarme ) es ke David sin Gabriel se terminara autodestruyendo lo digo por lo de las tijeras y gabriel se consumirá, se secara como la flor que regaron. para mi es un paso inmenso de los dos eso quiere decir que abriran sus corazones y sus almas, a mi me gusto mucho, veo en Gabriel su necesidad por el chico y eso me encanta y en David su fortaleza para no caer en las drogas nuevamente, muy bonito espero el proximo con ansia y con esperanza.
    lucero.

    ResponderEliminar
  4. Porqué, dime porque todos los personajes que llevan mi nombre (Me llamo Ariadna :$) siempre mueren, yo no lo entiendo, igual que en el Harry Potter ostia xD Que penita me has matado TT Eres cruel.

    Ais mierdas coincidencias que no hacen que se encuentren y ahora menos que Gabriel esta tocado, pobre Ariadna al menos con alguien había podido hablarle con sinceridad. Me ha gustado mucho la parte del principio de Caín, porqué se esfuerza por no volver a lo de antes *-* Así que estaré al tanto cuando dejes de cambiar el nombre de David por el otro cuando comienza su relato con su punto de vista ñeñe

    ResponderEliminar
  5. Sabes cada vez ne gusta mas David esa perseverancia y esfuerzo para no rendirse no caer en lo antes.... su lucha de cada dia para se digno a los ojos de Gabriel..... aaaah el profe debe dejar caer la barrera no sera facil pero debe abrir los ojos..... este capi fue triste y lastima que no alcanzaron a verse lamenteblamente David se hizo ideas equivocadas de la ausencia de Gabriel.....
    Un abrazo preciosa he seguido tu historia en amor yaoi te deje un rewie como gatika... tengo debilidad por esta historia llena de misterio...

    ResponderEliminar
  6. Gracias a todas por los comentarios (Hola Vangelis! Bienvenida)

    Mizuki, no te preocupes, yo me llamo Violeta y casi todos los personajes que llevan mi nombre son o malvados o pardillos. ¡Eso es aun peor!

    Nos vemos la semana que viene :3

    ResponderEliminar
  7. Jooo... muy emotivo. Aunque lo de Ariadna simplemente lo estaba esperando es una pena que ocurriera.

    Me da muchísima rabia cuando los personajes no se llegan a cruzar y tú sabes que están más o menos apunto de hacerlo. Uish... En fin, espero que tarde o temprano puedan llamarse y no vuelvan a reencontrarse el día en el que a David se le vaya la mano...

    En fin, esperaré con muchas ganas la actualización ^^

    ResponderEliminar

¡Deja tu comentario! Es gratis y genera buen karma :D


Licencia Creative Commons

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons. Queda prohibido su uso para fines comerciales, así como la duplicación total o parcial sin permiso expreso de las autoras. Si citais algún fragmento, por favor, no olvidéis nunca poner el autor y la fuente de referencia. ¡Muchas gracias!