martes, 20 de marzo de 2012

Flores de Asfalto: El Despertar — XXIII

13 de Marzo —Gabriel


El cementerio era una extensión de hierba de color verde oscuro y apagado, situado en una de las zonas más elevadas de la urbe. Gabriel estaba apurando otro cigarrillo mientras observaba la silueta sucia de la ciudad recortándose a lo lejos. Una lluvia fina y polvorienta salpicaba las briznas de hierba, las lápidas, los nichos.

—Una tragedia. Una tragedia horrible—, comentó la asistente social, que se había refugiado junto a él debajo de la marquesina del parking—. Estas son las cosas que a nadie le gusta ver.

—Ya.

Gabriel no tenía ánimos para darle conversación a aquella mujer, pero ella no parecía darse cuenta. Estaba esperando a que llegara el coche fúnebre, apoyado en un Volvo que pertenecía a alguno de los miembros del personal médico que habían atendido a Ariadna. Había varios de ellos por allí, negando con la cabeza, abrazándose los abrigos para que el viento no los abriese y comentando la triste pérdida con expresión de melancolía.

—Ha sido usted muy generoso al hacerse cargo de los gastos— prosiguió la asistente. Luego añadió, con cierta suspicacia:—Las enfermeras dicen que era usted como un padre para ella.

—Sí, es cierto—respondió Gabriel secamente—. Si los padres van a ver a sus hijos una vez por semana, entonces es la pura verdad.

La mujer arqueó las cejas y volvió el rostro, dando por terminada la charla, cosa que Gabriel agradeció absolutamente. Aspiró con fuerza el cigarro, hasta que la brasa le quemó los dedos. Lo tiró al suelo y lo pisó, dejando una línea de ceniza húmeda sobre el suelo. El coche fúnebre llegó, lento y negro como un escarabajo.


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13 de Marzo —Gabriel

Metieron el ataúd en el nicho. Untaron la losa con cemento y taparon el negro agujero como si sólo fuera una ventana oscura que hubiera que cerrar. Un sacerdote dijo algunas palabras con un mal disimulado desinterés y trazó signos informes en el aire. Algunas enfermeras se quedaron durante un rato y al final, Gabriel y el médico de Ariadna se quedaron solos delante de la tumba. El profesor le miró de reojo al cabo de más de media hora. El doctor Galileo Ares era un hombre de pelo blanco y nariz bulbosa, con los ojos azules, diminutos y siempre cubiertos por una película húmeda. Debía tener cincuenta años. Siempre había sido amable y afectuoso con Ariadna y Gabriel había tenido mucho trato con él, como era natural. El doctor Ares nunca le negó información sobre el estado de salud de la niña, a pesar de que sabía que no era familia suya. Le había permitido verla siempre que lo deseaba, y fue él quien le autorizó a entrar en la habitación de la Unidad de Cuidados Intensivos donde Ariadna se había despedido del mundo.

Ambos habían perdido una vida de la que se sentían responsables. Por eso estaban allí, quietos y callados, delante de un frío nicho, intentando entender algo que sus mentes no acababan de asimilar.

—¿Quieres tomar un café? —preguntó.

Ella ya no estaba. Permanecer de pie ante un muro parecía de pronto algo absurdo. El doctor Ares le miró con aire desapasionado y asintió.

—Sí… por qué no. Me vendrá bien.

—Yo invito.

Los dos hombres se marcharon, caminando con pasos lentos y pesados. Los operarios habían colocado la lápida de Ariadna un poco torcida y un pegote de cemento cayó sobre la hierba y la tierra húmeda. Aún tardaría en secarse.


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13 de Marzo — Gabriel

La cafetería del cementerio era uno de los lugares más deprimentes en los que Gabriel había estado nunca. Una parte de su mente, que se aferraba con rebeldía a la frivolidad, encontró reprochable que las instituciones no se hubieran preocupado de habilitar un sitio más acogedor para que los familiares de los muertos pudieran tomarse un café sin sentirse más apenados. Se trataba de un lugar oscuro, con luces eléctricas y mesas redondas con tres patas de plástico, sillas viejas y algunos sillones de plástico oscuro y cojines de gomaespuma. En las vitrinas de la barra había sandwiches empaquetados y algunos bocadillos de aspecto rancio.

Al menos el café estaba caliente. El doctor Ares abrió su sobre de azúcar y lo vertió en su taza; después movió el líquido oscuro con la cuchara. Gabriel dudó. Recordó que un chico insolente se había mostrado incrédulo una vez porque no tenía azúcar en el armario de la cocina. “No sé como puedes vivir sin azúcar”, había dicho. O algo así. Finalmente, imitó al médico y vació dos sobres en su vaso.

—Los asistentes sociales se encargarán de la mayor parte del papeleo— dijo el doctor.

—Ya lo imaginaba. ¿Hay algo que me corresponda a mi hacer?

—Oficialmente, nada. Pero puedes disponer de sus cosas. Me refiero a lo que queda en el hospital: las pelucas, los vestidos de Madonna, la radio y demás.

Gabriel hizo un gesto de afirmación con la cabeza, dando un trago breve.

—Si queréis quedaros con algo en particular, hacedlo. El resto me lo llevaré.

—No creo que nos quedemos con nada —la voz del doctor se volvió un poco más fría y Gabriel le dirigió una mirada que no sabía si ser hostil—. No me interpretes mal. Pero nosotros convivimos con este tipo de pérdidas a diario, y no es bueno en nuestro caso permitir que nos afecte de manera personal.

El profesor no pudo evitar una risa seca, casi una tos.

—No va a ser menos personal porque te quedes con uno de sus libros. Al fin y al cabo estás aquí, has venido a su funeral. Y estás jodido.

Galileo Ares le lanzó una mirada severa, ofendida. Se terminó su bebida de un sorbo.

—Pues sí. Y no debería. Para los que practicamos mi profesión, involucrarse de una forma demasiado íntima con los pacientes siempre acaba mal. Con Ariadna lo hice. Lo hicimos todos—. Dejó la taza sobre el platillo con un gesto algo brusco— Esa niña era especial, nos llevará un tiempo acostumbrarnos a un mundo sin ella.

El hombre se levantó y se marchó sin despedirse. A Gabriel no le pareció importante haberle molestado, pero se quedó reflexionando acerca de esas últimas palabras. Miró alrededor y la sensación de irrealidad volvió a presentársele de manera rotunda. Y después, otra cosa. Algo más frío y más silencioso: el vacío. Apretó los dientes y tragó la mitad del contenido de su vaso.

El café estaba demasiado dulce.


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13 de Marzo — Gabriel

Llevaba dos noches sin dormir, pero no tenía sueño. Eran cerca de las tres de la tarde cuando llegó a la Universidad. Ya que no había hallado ninguna excusa para no incorporarse a su trabajo una vez terminado el funeral, había venido en metro hasta la facultad. Se detuvo en la puerta, preguntándose una vez más cómo se sentía. Echó un vistazo dentro de sí mismo y no encontró nada. Una angustia aséptica pasó fugazmente sobre su corazón y se desvaneció. Se encontraba muy normal, aunque eso no fuera normal. No había duelo, no había dolor, no había estrés, ni tristeza, ni siquiera furia. Ariadna había muerto, debería estar hecho una mierda. Pero no. Acababa de dejarla para siempre, sus restos encerrados dentro de una pared de piedra, y la vida seguía adelante, sin detenerse siquiera un momento a despedir a una criatura tan luminosa como ella lo había sido.

Los semáforos parpadeaban, los coches discurrían incansables por las venas de la ciudad, los relojes avanzaban. Era asqueroso. Pero era así, y hasta él mismo parecía secuestrado por esa rutina invariable.

Subió las escaleras grises, de piedra. Era lunes y el cielo estaba cubierto de nubes plomizas, lloviznaba a intervalos. Eso no impedía que algunos estudiantes se apiñaran en la escalinata, fumando y conversando. Los que le conocían, le saludaron. Él les devolvió el saludo.

Llegó a su aula cinco minutos antes de comenzar con la siguiente clase. Cuando fue a dejar el portafolios sobre la mesa, se dio cuenta de que no lo llevaba encima. No había pasado por su casa desde la noche del once de Marzo. Había estado una noche en el hospital y la otra en el tanatorio, asistiendo al velatorio de la pequeña, así que no tenía maletín ni había preparado ninguna clase.

Hizo memoria, intentando recordar qué curso le tocaba a esa hora y por dónde iban. No era capaz de recordarlo. Cuando los chicos y chicas de tercer curso empezaron a entrar al salón, saludando y ocupando sus asientos en las gradas, Gabriel empezó a darse cuenta de que no estaba tan bien como creía. Su mente parecía anestesiada por completo y no tenía la menor idea de cómo empezar con la clase. Pero estaba allí y algo tendría que hacer, así que apoyó el trasero en la mesa, se cruzó de brazos y miró a sus chicos.

Los jóvenes estudiantes habían ido guardando silencio poco a poco y le observaban, esperando que diera alguna instrucción, que empezase a hablar.

—Hoy no vamos a seguir el temario—dijo, al fin. —Llevamos desde septiembre hablando de los grandes hechos de la historia medieval, pero nunca hemos mencionado la ciudad en la que vivimos y todas las huellas que el tiempo ha dejado en ella. Hoy lo haremos. Si habéis caminado alguna vez por el barrio viejo, habréis visto los túneles con las inscripciones rojas, ¿no?

Hubo algunos asentimientos. Gabriel se acercó al encerado y escribió con rapidez dos palabras en latín: Deus vult.

Deus vult, Dios lo quiere —dijo en alto. Luego se volvió hacia la clase—. Bajo este lema, la frase con la que el papa Urbano II convocó la Primera Cruzada, toda la Europa Cristiana se movilizó. La voluntad de Dios, que a veces es traducida por los hombres de formas un tanto peculiares.

La oratoria de Gabriel fue recuperando sus alas poco a poco. A pesar de la impresión hueca que no le abandonaba, la vida seguía adelante y como un autómata bien entrenado, el también podía continuar.


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13 de Marzo —Gabriel

Llegó a casa a las nueve de la noche. Metió la llave en la cerradura y la giró. El apartamento estaba vacío y a oscuras. Encendió las luces con el codo y cerró a su espalda, apoyándose en la puerta un momento. El suelo y las paredes parecían ensancharse y acecharle, como una boca blanca, ordenada y perfecta.

Sólo al volver a casa se daba cuenta de que no quería regresar. Su propio entorno se había vuelto hostil. El piano, con la tapa abierta, parecía una sonrisa desdeñosa que le recordaba sus penosos y poco fructíferos esfuerzos para crear. El sofá, aún con dos marcas en los cojines, parecía jactarse de su recién recuperada soledad. No había zapatillas tiradas en un rincón, ni llaves fuera de su sitio, ni las tazas medio vacías ni los tazones de cereales por medio, dejando sus irritantes huellas sobre el cristal de la mesa del comedor. No había latas de cocacola vacías. Ni siquiera olía a nada.

Con un gesto amargo, se quitó el abrigo y encendió la televisión para espantar un poco al silencio. No tuvo agallas de cruzar el pasillo para ir a su propia habitación. Se quedó allí, sentado en su hueco del sofá, mirando los programas que pasaban ante él sin que llegara a verlos realmente.

No sonó el teléfono, aunque lo esperaba. Tampoco entró nadie por la puerta, pero no dejó de mirar de vez en cuando por si acaso.

Al cabo de dos horas, se levantó para vaciar el cenicero y ver qué había en la nevera. Al hacerlo, sus ojos repararon en la estantería. 

Crispó los dedos: La loseta con la cruz de piedra, el shiva danzante, el huevo de cerámica y la muñeca rusa estaban dispuestos de forma distinta a la que era correcta. 

Aquel detalle pareció cargarse de significación. Cain había estado en casa, aquél era el significado racional, el que podía comprender. Todos los demás eran convulsiones primarias, instintivas, que empezaron a sacudir sus emociones como golpes de fuego vivo.

Una oleada de rabia le ascendió desde el estómago hasta la garganta y le hizo apretar los dientes. Había estrujado tanto el cenicero entre los dedos que el cristal se escurrió y cayó al suelo, volcando la ceniza y las colillas sobre el parquet pálido.

Miró el resultado, mientras intentaba contener aquella extraña erupción interior que iba en aumento. “No hagas ninguna tontería”, le recordó su voz interior. Autocontrol. Autocontrol. Sí pero… ¿para qué? ¿Qué iba a perder ya? Cain se había ido, ya no podía hacerle daño de ninguna manera si perdía los papeles. Ariadna estaba muerta.

Tener autocontrol, mantenerse cuerdo, estar tranquilo, ser fuerte y sólido había dejado de tener sentido alguno. Nunca lo había tenido, en realidad. Ninguna de esas cosas le habían ayudado a mantener a Cain a su lado, a apoyarle y ayudarle tal y como le había prometido dos veces. Ninguna de esas cosas había salvado a Ariadna. Les había fallado a los dos, y se había quedado sin nadie a quien fallar.

Acercó el pie con inseguridad al montón de ceniza y colillas. Las pisó con un gesto cauteloso al principio y más decidido después. Restregó la porquería por la inmaculada madera blanca, dejando una huella negra similar a la que había trazado en el parking del cementerio, y sintió una mezcla de alivio y de más rabia.

Mejor eso que el vacío.

—No quería decir que te fueras para siempre— murmuró a las colillas, con la voz atragantada.

Luego alzó la vista y la clavó en los objetos descolocados del estante. Cuando acercó la mano, su intención era volver a ponerlos en orden, pero al agarrar el huevo de cerámica, un calor abrasador se despertó en las yemas de sus dedos. En un arrebato, arrojó el huevo contra la pantalla del televisor. Después le siguió la figurita hindú, la cruz templaria y la muñeca rusa. Se le aceleró la respiración, la sangre empezó a palpitar con fuerza y las oleadas de calor violento empezaron a recorrerle los miembros como descargas eléctricas.

Volvieron las emociones, una oleada confusa e imposible de administrar que se transformó en una sola: ira.

—¡No quería decir que te fueras para siempre!—gritó, empuñando la estatuilla de Shiva y golpeando repetidamente con ella el plasma del televisor. Las grietas se ampliaron y finalmente los pedazos de cristal negro cayeron al suelo.

Continuó destrozándolos con movimientos rítmicos, descargando la adrenalina y la furia hasta que los ojos se le empañaron y el llanto hizo su aparición, liberador, cálido, agua tibia en las mejillas después de años de sequía.


. . .


14 de Marzo— Gabriel


Eran las dos de la mañana. El apartamento parecía haber sido asaltado por una horda de perros salvajes. El suelo estaba cubierto de cristales rotos, de restos de espuma del interior de los cojines, de papeles quemados y toda clase de objetos procedentes de los cajones abiertos. Los restos del televisor se diseminaban por la habitación. En algún momento de la noche, un vecino había subido a preguntar qué ocurría. Gabriel había abierto la puerta, despeinado, con Shiva empuñado en una mano y los nudillos cubiertos de sangre y cristales rotos. Contestó, con mucha calma, que su amante le había dejado por gilipollas y que su única familia había fallecido, por lo que estaba pasando por un duelo. El vecino le miró con la boca abierta, sin entender nada, y después balbuceó algo sobre que estaban oyendo muchos golpes. Gabriel se disculpó y se comprometió a pasar su duelo con todo el silencio que pudiera, tras lo cual el hombre se marchó escaleras abajo, observándole con inquietud.

Ahora estaba sentado delante del piano, fumando y jugueteando con las teclas. Eso si, mantenía pulsado el pedal de la sordina para no molestar al resto del edificio.

Se sentía mucho más relajado después de destrozar el salón. Tenía los ojos vidriosos, la mirada perdida y las huellas enrojecidas de las lágrimas tanto en los párpados como en las mejillas sin afeitar.

Empezó a tocar la canción del dragón, la que había compuesto con Cain el mes anterior. Mientras lo hacía, miró de reojo a través de la ventana, hacia la ciudad que se extendía ahí fuera.

Le pareció entrever, como en un velo superpuesto, una luz rojiza y brumosa.

Se rió entre dientes, sin saber por qué, y volvió la vista hacia las teclas.

Había sido un día extraño y terrible, pero Gabriel no era dado a dramatizar, aunqueel estado en el que había quedado su casa tras el estallido podría contradecir esa afirmación. Pero qué mas daba... Gabriel también era contradictorio. Eso o estaba loco. Daba igual. 

En aquellos momentos, sin ninguna excusa por la que reprimirse nada, se sentía más él mismo que nunca. Libre para estar destrozado, libre para admitir su vulnerabilidad y jodidamente libre para saberse merecedor de toda la mierda que le había venido sobre los hombros en las últimas setenta y dos horas.

Ariadna ya no estaba, y su muerte era para él un recordatorio de la fragilidad de toda existencia. Cain se había marchado, le había perdido. Había sido necesario que las dos únicas personas que le habían tocado por dentro en los últimos años desaparecieran de su vida para que él se recuperase a sí mismo. Era triste e irónico. Habían cambiado su vida y ahora su vida parecía haber perdido el significado. Y curiosamente, ahora la música fluía entre sus dedos con más ligereza de lo que nunca lo había hecho.

Improvisó durante horas, riendo amargamente a ratos, mientras las lágrimas le empañaban la mirada.

. . .

©Hendelie


6 comentarios:

  1. QUE HERMOSURA DE CAPITULO!!!!! ah dios mio!!!! entiendo tanto a gabriel!!!. este frase: " y la vida seguía adelante, sin detenerse siquiera un momento a despedir a una criatura tan luminosa como ella lo había sido " es tan realmente cruel,hace un año murio alguien que no era ni cercana ni amiga mia, nos conociamos de vista en el trabajo, nos cruzabamos de vez en cuando en la calle, ella trabajaba en lo mismo que yo y mas o menos de la misma edad, falleció en una avenida peligrosisima que hay en pereira ( colombia )fué un dia de lluvia, se mato en el automovil e iba con el hijo de 6 años, los dos murieron instantaneamente y eso exactamente pensé, ella y su hijo eran la luz de su familia, pero la vida sige cruelmente y eso nos muestra que no somos nada ni el mundo ni en la vida de nadie, es un golpe brutalmente realista. que buen capi, gracias por eso, y espero que nuestro david se aparezca porque esos golpes en soledad absoluta enloquecen el alma.
    lucero.

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  2. Increible, me encanto aunque extrañe a cain en el capitulo!! ya quiero leer lo que sigue. Saludos =D

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  3. Hola anónimo! ¿Asi que extrañaste a Cain? ¿A que se le echa de menos? Pues esa era la idea, jejejeje. En este capítulo no hablé nada de Cain porque quería hacer más patente su ausencia, ya que para Gabriel está siendo absoluta y evidente. Gracias por comentar ;D

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  4. Bueno.. de nuevo yop. Balam, desde SH. Creo que reelere cuando actualizes la historia alla. "Gabriel también era contradictorio. Eso o estaba loco. Daba igual. " esta frase, me removio más que la ausecia de cain, es algo con lo que lidiamos a diario, pero la última frase, lo hace distinto, especial. No le importa ya saber que es diferente, antes se aferraba a la normalidad, aunque nunca la obtuvo por completo, solo lo era en apariencia. Porque tuvieron que tronar, todo iva tan bien ... Me alegra que dejaras abierta la opción anonimo, eso me da chance de comentar en el blog, también!

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  5. Estos dos son tontos !!!!. Porque tenemos siempre que complicarnos tanto la vida ?? si amas a alguien tendrias que estar con él psase lo que pase y no permitir que ni los celos ni el orgullo os separasen . Eso le pasa a Gabriel que ahora se da cuenta de lo mucho que echa de menos a Caín .
    Lo dicho TONTOS DE REMATE .

    Un abrazote

    Judith

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  6. sadhjabfdsbjhf Continua ya. Oh dios Gabriel perdiendo la compostura!!!!! Momento épico, épicoooooooo. Ahora que le haga daño a David jojojojo Ya sería lo máximo de la locura. Que fuerte. Me encanta, me encanta.

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