martes, 20 de marzo de 2012

Fuego y Acero XXXIX: El Barco

39.- El barco


A la semana siguiente, comenzaron a construir el barco.

Al principio, a Driadan no le había parecido una buena idea. Todavía tenían que encontrar a la Mano de los Dioses, apenas habían tenido tiempo de conseguir información y además, empezaba en Thalie la estación de las tormentas. A Ioren el Rojo nada de eso le resultó un motivo de peso para no comenzar con el proyecto. Otros asuntos, más personales que prácticos, le instaban a acometer la labor: el barco que iban a construir estaba destinado a llevar al príncipe de regreso a Nirala. Para el Rojo, aquella era la manera de mantener los pies en la tierra y recordarle a Driadan que él debía hacer lo mismo. El joven se opuso dramáticamente al principio, pero no tardó en serenar sus ánimos y aceptar lo inevitable con más dignidad que ganas. La tripulación no quiso mantenerse al margen. Todos querían participar en la construcción de la nave, de manera que Ioren se vio obligado a efectuar un reparto de tareas para mantenerles ocupados.

Cuando llegó el viernes, el último día de la semana en Thalie, Ioren estaba en la orilla, observando los avances y haciendo un recuento de listones. Habían cortado y traído árboles desde el bosque más cercano, largos troncos enteros sin trocear. Fue una verdadera aventura hacerlos descender por el acantilado, pero no era el primer barco que Ioren construía, y el procedimiento era el mismo en todos los casos. No había otro, las cosas se hacían según la tradición. Una vez se habían talado los árboles, estos se transportaban a rastras o sobre pequeños troncos redondos que hacían de rodillos hasta el acantilado, y se hacían descender por el camino. Abajo, se alineaban en la playa y se trabajaban allí. Se cortaban de manera longitudinal hasta conseguir largas tablas de una sola pieza. Se lijaban, se pulían y se embadurnaban con grasa para proteger la madera.

—Espero que no haya prisa – dijo Jhandi, al pasar junto al Rojo. – Somos pocos. Seguramente llevará varios años terminar con esto.

—Tardaremos tres meses – repuso Ioren, sin dejar de contar.

Jhandi se echó a reír. Era imposible tomarse en serio semejante afirmación, pero Ioren no era dado a bromear. Aun así, al joven moreno siempre le hacía reír la decisión con la que Ioren afirmaba cosas imposibles, dejaran de serlo después o no.

Los días se arrastraban, perezosos. Tuvieron que bregar con fuertes lluvias alguna que otra vez, pero no se detuvieron por eso. Driadan se llenó los dedos de astillas y se cortó varias veces, pero nadie le escuchó pronunciar ni una sola palabra de queja. Cuando Arévano o Sulori bromeaban o cantaban canciones obscenas mientras trabajaban, el joven Nirala reía como los demás, e incluso participó en alguna treta. Sin embargo, seguía manteniendo una cierta distancia con casi todos ellos, ahora más trágica que altiva. Una sombra de nostalgia amarga le cubría la mirada continuamente.

—Cada día se parece más al Rojo—comentó en cierta ocasión Qilem.

Jhandi volvió la mirada hacia Nirala con expresión de extrañeza, pero no logró hallar la similitud.

Llegó el sábado.


Mientras la tripulación pulía listones, un grupo de hombres comenzó a descender por el camino del acantilado. Eran jóvenes de Kelgard, hombres altos y de cabellos claros, aún sin trenzar. Ninguno tenía todavía suficiente barba como para tener que afeitarse a diario, salvo el que encabezaba el grupo. Los trabajadores se detuvieron, observándoles con cierta desconfianza desde la playa. Cuando llegaron abajo, los norteños se detuvieron a cierta distancia, esperando que les invitaran a acercarse. Todos iban envueltos en sus capas de piel y ninguno llevaba armas. Ioren fue a su encuentro, intercambiaron unas palabras y finalmente se unieron al grupo de trabajadores. El Rojo dejó que se presentaran.

El muchacho que iba en cabeza dio un paso adelante y levantó la mano. Era un joven de unos dieciocho o veinte años, de cabello muy rubio y con dos trenzas en el pelo.

—Os saludamos – dijo, en el idioma del norte – Mi nombre es Gherran Gardan. Hemos venido a levantar el barco. Si dais permiso.

Ioren tradujo y miró a sus hombres. Ellos le devolvieron una mirada perpleja, así que el Rojo tuvo que explicarlo. 

—Es tradición – dijo, al fin – que cuando un grupo está construyendo un barco, los jóvenes que aún no han tenido ocasión de participar en el levantamiento de uno, se ofrezcan para trabajar en él. De ese modo adquieren experiencia. Pero necesitan el permiso del grupo.

—¿Y hay algo más? – preguntó Arévano. Ya estaba acostumbrado a que cada tradición tuviera sus bordes, sus picos y sus dobleces. Y como dándole la razón, Ioren asintió.

—Sí. Si dais permiso para que colaboren, ellos tendrán derecho a participar en todas las travesías que emprenda el dueño del navío.

Los hombres de Ioren asintieron, y finalmente dieron su visto bueno. Gherran Gardan estrechó la mano de todos, y quienes le acompañaban hicieron lo mismo. En total, eran doce jóvenes.

Los trabajos continuaron a mucho mejor ritmo a lo largo del fin de semana. Los doce jóvenes del norte trabajaban bien y pese a las reservas naturales que imponían las barreras culturales y del idioma, no hace falta saber la misma lengua ni vestir de la misma forma para lijar un tablón.

El lunes siguiente, los doce muchachos norteños ya cantaban las canciones picantes de Arévano y estaban aprendiendo a entenderse con los demás. Por la tarde, Vasel Dunstrag, uno de los hijos del viejo Ornel Dunstrag, se presentó en la playa con otros catorce hombres de su casa.

El martes, Driadan apenas podía mover las manos. Las tenía llenas de ampollas, se le habían abierto grietas que sangraban y supuraban, y sus dedos estaban entumecidos y empezaban a ponerse de color violeta. Ioren intentó obligarle a dejar de trabajar y tomarse un descanso, pero Driadan protestó con toda su energía. Finalmente, se limitó a intentar curarle las heridas lo mejor que pudo y a jurarle que si no se ponía unos guantes le arrancaría la cabeza. Driadan usó guantes durante un par de horas. Después los mandó al infierno. Arévano le aplaudió.

El jueves tuvieron varias visitas. Primero, tres hombres de Ulior Skol estuvieron acechándoles por la mañana desde lo alto del acantilado. Finalmente, se atrevieron a bajar e interrogaron a Ioren durante un rato. Tras explicarles varias veces que estaban levantando un navío, asegurarles que era él el propietario y permitirles que se pasearan entre los trabajadores, los tres hombres se marcharon. El Rojo estuvo el resto del día con un ánimo taciturno y severo, y por la tarde apareció Kraakha, envuelta en su chal. Se situó a su lado y se mantuvo en silencio por un rato. Al final, habló.

—Tus hombres llevan dos semanas sin trabajar en mi tierra – murmuró, mirando al suelo.

Ioren apretó los dientes. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y se había retirado a un lado mientras Vasel dirigía las operaciones.

—Como ves, estamos levantando un barco – indicó con sequedad.

Kraakha levantó el rostro y le miró de reojo con aire dolido.

—No estoy ciega, señor. Pero necesito ayuda arriba. No es fácil alimentaros a todos, y menos aún si no tengo a nadie con quien contar.

Ioren se mordió la lengua. Hubiera querido espetarle que no necesitaban otra cosa más que un techo bajo el que guarecerse, que no les alimentara y les dejara trabajar en paz. Pero era Kraakha, y no podía hablarle así. No tenía derecho. "Un poco tarde para pensar en sus derechos y los míos", se dijo. Se tomó unos segundos antes de asentir.

—No te causaremos más problemas – respondió. – Sólo aguántanos dos días más, con suerte sólo uno. Nos iremos a Dunstrag.

—No tenéis por qué iros a Dunstrag – repuso ella de inmediato, casi con precipitación – No eres ningún mendigo, señor, no tienes necesidad de suplicarle favores y alojamiento a nadie. Mi casa es tuya por derecho, igual que todo lo que hay en ella. Sólo te pido un poco de ayuda por parte de tus hombres para poder alimentaros.

Ioren suspiró, reflexionando. Con Kraakha todo era demasiado espinoso y complicado. Tenía razón, la granja era suya por derecho, en tanto en cuanto para ella, él era su hombre y esposo. No importaba que no hubiera ceremonia de por medio, ella siempre se había comportado así, desde la primera vez que la hizo suya. Por eso llevó a sus hombres allí. En un alarde de engreimiento, les llevó a "su casa", y ahora se daba cuenta de que podía ser un error. Estaba alimentando la obsesión de la Lectora de Runas.

Hubo un tiempo en que las cosas eran muy distintas. Kraakha era una mujer hermosa y fascinante, y Ioren la había amado. La había amado del único modo que había sido capaz: con el amor imperativo y egoísta, dominante y posesivo de los que están en la cumbre, toman lo que quieren y lo desafían todo. Y sabía que Kraakha le había amado también, con la pasión y la entrega admirada de quien ama a un astro resplandeciente. Ella había visto en él a un hombre valiente y capaz de todo, que se atrevía incluso a desafiar las prohibiciones más ancestrales, sin importarle la ira de los dioses. Y Kraakha, embriagada con esa exhibición de poder, había albergado la esperanza de que el desafío de Ioren a todo lo establecido llegara hasta el punto de tomarla oficialmente como esposa.

No fue así. Él nunca había albergado esa intención, lo cual llevó a la mujer a la desesperación. Ahora, aunque Ioren no fuera ya el thane, ella seguía tratándole con la mezcla de odio, sumisión y esperanza que había mantenido desde que empezó a ocurrir lo de los niños. Ioren no entendía por qué ella seguía atrapada en esa tela de araña, pero su sumisión y lealtad, a pesar del odio, llegaban a conmoverle.

Por el bien de todos, era mejor que se marcharan.

—Mañana tendrás cuatro hombres arriba para ayudarte con todo. El sábado nos iremos a Dunstrag – decidió al fin.

Kraakha le miró largamente y, al final, asintió.

—¿Te estás construyendo un barco para marcharte otra vez?

Ioren negó con la cabeza.

—No, es para ellos.

En ese momento, vio a Driadan subido a un tronco, desgajando la corteza con una hachuela. No llevaba puestos los guantes. Apretó los dientes y maldijo por lo bajo. "Se va a hacer daño. Criatura estúpida. Siempre tiene que hacer lo que él quiere", pensó, con una mezcla de preocupación y admiración. El viento le agitaba los cabellos oscuros al príncipe, que golpeaba el tronco con la seguridad de un hombre, no con la desgana de los niños.

La lectora de runas siguió la dirección de su mirada y después le miró a él.

—Te engañé.

Ioren no hizo mucho caso al principio. Estaba pensando en las manos del joven príncipe, en que tendrían que embalsamarlas en ungüento y dejar que reposara durante varios días, y eso si no se le infectaban las heridas. Ese chico no tenía medida. Una cosa era fortalecerse, endurecerse y hacerse hombre, y otra destrozarse vivo.

Luego frunció el ceño y miró a la Lectora inquisitivamente. Los ojos verdes le contemplaban con calma, casi con lástima.

—¿A qué te refieres?

—A tu destino.

Las voces de los trabajadores se diluyeron como el sordo sonido de un viento lejano. Una lengua fría se deslizó por su espalda, se enroscó en su garganta. Ioren apretó los puños y se giró para mirarla de frente. Kraakha no se intimidó por su actitud ni su mirada, se mantuvo quieta y esbozó una sonrisa triste.

—Puedes matarme si quieres. Ya no me importa. Todo está hecho.

—Explícate.

—Al menos me reuniré con mis niños – prosiguió ella, haciendo caso omiso – Te engañé, todas las visiones de tu destino sólo eran mis propios deseos, dibujándose en mi mente, volcados sobre la tuya.

La sangre empezó a arremolinarse en las venas del Rojo como una marea bullente, espumeante, alzándose desde las profundidades con una furia aún sorda.

—Eso no es posible. No podías saber lo de la estrella, ni conocer a Nirala.

—Conozco a Starling y a Driadan, hijo de Dromath. Y también te conozco a ti. Si no hubieras creído que tu destino era morir a manos del príncipe de Nirala, nada te hubiera impedido acabar con él. No lo habrías traído aquí.

—¿De qué estás hablando? No lo entiendo.

Kraakha exhaló una risa ahogada. Ioren volvió el rostro hacia las rocas al escuchar los cuernos. Un grupo de norteños armados se apostó tras las rocas de los acantilados. El thane de Kelgard en persona descendía por el camino tortuoso hacia la playa, mientras el sol se escurría por el ocaso como una lágrima roja. Ioren atravesó a Kraakha con la mirada.

—Gracias a mi, Ulior Skol obtendrá una valiosa alianza donde tú y tu estirpe sólo disteis guerra y muerte – murmuró, con un destello angustiado en la mirada – Entregar la cabeza de Driadan de Nirala a los Starling nos garantizará prosperidad cuando sean ellos quienes se sienten en el Trono del Pegaso.

—No podías saberlo… —consiguió articular Ioren.

Cerró los ojos. Todo daba vueltas. No, el que no sabía nada era él. Kraakha era Lectora de Runas, conocía los destinos y el futuro… y lo que había hecho era apartarle deliberadamente del suyo, manipularlo, para vengarse por todo el daño que le había causado. Se lo merecía, sí. Se lo tenía merecido. Todo lo que le había sucedido era su castigo por haber escupido sobre los dioses.

Abrió los párpados y se volvió hacia Ulior Skol, quien ya había llegado a la playa con sus hombres y desmontaba ágilmente.

"Todo se desmorona"

La tripulación se agrupó alrededor de los listones de madera. Dos soldados empujaron a Cisne hacia delante. Uno de ellos llevaba una cuerda entre las manos. El chico sureño tenía los ropajes rasgados y la espalda marcada a base de latigazos. La sangre aún se escurría sobre su piel morena. Levantó el rostro hinchado y balbuceó un gemido. Buscaba a alguien con la mirada, pero tenía los dos ojos hinchados a causa de los golpes y no podía abrirlos.

—Lamentamos mucho toda esta serie de malentendidos, y perdona nuestra irrupción en tus trabajos, Ioren el Rojo – dijo educadamente el thane. – De veras que siento lo que voy a decirte, pues estoy seguro de que has sido engañado por estos extranjeros. El muchacho que me diste como servidumbre ha resultado ser un espía. Hemos conseguido hacerle hablar y ha confesado la identidad de ese chico de los ojos rojos.

El thane miró a Ioren con gesto entre comprensivo y apenado. Él le mantuvo la mirada, con la mandíbula y los puños tan rígidos que tenía los nudillos blancos, pero su semblante se mantenía impertérrito. Driadan había dado un paso adelante para intentar alcanzar al Cisne, pero Arévano y Jhandi le habían sujetado e intentaban empujarle hacia atrás.

—Supongo que tu también estás terriblemente ofendido por esta afrenta, hermano—comentó el thane con toda tranquilidad.

Ioren asintió.

—Muy ofendido—respondió con el mismo sosiego. Su mirada azul era afilada y peligrosa.

—Entonces, hagamos justicia—dijo el Señor de Kelgard, volviéndose hacia el barco. Hizo una seña a los hombres— Ejecutad al espía y traed aquí al heredero de Nirala.

Los hombres de Ulior Skol agarraron al cisne y lo arrastraron hacia el mar. Otros cinco se acercaban a la tripulación con pasos lentos. Estos habían cerrado filas alrededor de Driadan, que estaba aguardando con dos hachas en la mano y la barbilla bien alta. 

El Rojo le miró. Driadan le miró a él, y esa sí era la mirada de un príncipe. Por un instante, se sintió orgulloso. Ahora podría morir a sus manos sin deshonra... pero no era el momento de eso, sino de otra cosa.

A veces, por mucho que uno se esfuerza en hacer planes, los momentos te atrapan; la marea sube y te encuentras en la cresta de una ola. Y cuando la ola se desata y te arroja sobre la orilla, entonces sólo puedes correr a su favor y actuar como el instinto ordena.

Dos de los cinco hombres del thane se habían aproximado a Driadan y alargaban los brazos para cogerle. El joven arrugó el entrecejo y les miró con desdén.

—Puedo ir solo, gracias.

Los norteños dudaron. Driadan dio un paso al frente y miró a Ioren. Arrojó las hachas por el aire, con un movimiento fluido e inesperado en dirección al rojo, que levantó los brazos para atraparlas al vuelo. Y fue el príncipe de Nirala quien alzó la voz y, en el idioma de Thalie, gritó, alto y claro, las palabras que habrían de teñir de rojo la playa.

—¡Fuego y Acero!

Después, agarrando del cabello a uno de los hombres del thane, se sacó una daga de debajo de la túnica y le cortó el cuello sin una sola vacilación.

Ioren sonrió al ver el relámpago de ira cruzar la mirada de Ulior Skol. Los gritos de batalla de los hombres se elevaron por encima del rumor del mar. El sol se escondió, y las armas tomaron la palabra.


. . .

©Hendelie

1 comentario:

  1. O_O !!!! Hendelieeeeeee frenaaaaa, chiquilla quieres materme vale pero calma. Madre mía este capítulo FUAAAAA no podían pasar más cosas porqué no querías. Oh Oh Cisnee ¿=(? No. Capullo. Cállate la boca aunque te torturen.Tsk

    Fua mierda bruja lectora esta. Aunque bueno, si yo hubiera sido ella seguramente hubiera hecho lo mismo. Pero también me habría callado la boca xDDDDD

    ¿No es muy precipitado que Driadan vaya a casa? ¿Tan rápido? Igualmente que ahora los tenga bien puestos creo que no está listo. Además aún quedan muchas cosas por resolver por parte de Ioren. A ver como acaba todo esto...

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