lunes, 2 de abril de 2012

Flores de Asfalto: El Despertar — XXIV

23 de Marzo — David


Cuando Ruth abrió la puerta, fue una explosión de luz blanca tal que David tuvo que entrecerrar los ojos.

—Tía, ¿tus padres dejaron todas las persianas levantadas o qué?

—Pues se ve que sí—rió ella. Luego arrastró una de sus bolsas de viaje con el pie—.Venga, metamos las cosas dentro y al lío.

David obedeció. Empujó sus maletas y el resto del equipaje al interior del apartamento, observándolo con interés. Aquel iba a ser su nuevo hogar y era la primera vez que lo veía. Contempló las motas de polvo bailando delante de la puerta de cristal de la terraza, el reflejo de una ancha línea de sol sobre los suelos de baldosa antigua. Sonrió un poco.

—Mira, ahí está la cocina y por ahí las habitaciones—indicó Ruth—. Hay tres. La grande es mía, elige la que prefieras de las otras dos.

—Huele a carpintería nueva—dijo él.

—Mis padres hicieron obra antes de mudarse.

—¿Por qué se mudaron? —David dejó una bolsa de deporte llena de libros en un sofá cubierto por una sábana e hizo otro viaje hacia la entrada para pasar una maleta—. ¿Qué tiene de malo esto?

Ruth asomó desde su habitación, echando las cortinas y remangándose la sudadera negra que llevaba puesta.

—No tiene nada de malo. Es que a mi madre le traía demasiados recuerdos. Cuando vivíamos aquí, ellos no se llevaban muy bien.

David asintió mientras proseguía con su inspección. Aquellos recuerdos debían ser realmente malos para hacerles abandonar un lugar así, se dijo. El piso estaba cerca del centro, a cinco minutos del metro, y aunque aún no se había asomado a las terrazas adivinaba unas espectaculares vistas. Los suelos eran algo irregulares y las paredes tenían bultos, pero estaban bien encaladas y todo parecía en perfecto estado. Era un verdadero desperdicio. Cuando hubo entrado su equipaje y parte del de su amiga, empezó a tirar de los enormes trapos que cubrían el mobiliario.

—Si tus padres tenían este piso cerrado, ¿Por qué no viniste antes?—preguntó, alzando la voz para que su amiga pudiera escucharle mientras daban vueltas por la casa—. Creía que estabas deseando independizarte.

—Sí, pero hasta hace un mes o así mis padres tenían apalabrado esto para un alquiler de abril a septiembre—explicó la chica—. Unos turistas, que venían todos los años. Al final se han echado atrás, así que…


Apartando sábanas, David descubrió un televisor de principios de los noventa, un sillón de color naranja chillón —¡naranja chillón!, no casaba para nada con los conservadores gustos que imaginaba a los padres de Ruth— una mesa de aspecto setentero, con pie redondo y recubrimiento plástico, un aparador que seguramente era de la misma época y una lámpara de forja con una pantalla pintada a mano: motivos vegetales y enormes flores naranjas que se abrían como soles tropicales.

Sonrió al ver aquello y miró de reojo a Ruth, que se encendía un cigarrillo. Había traído un cenicero de la cocina.

—¿Y esto?

Ruth le devolvió la sonrisa y le ofreció un cigarro. David aceptó y se inclinó hacia ella para que le diera fuego.

—Mi madre era pintora cuando era joven—respondió ella, apoyando el trasero en el brazo del sofá aún cubierto. Hizo girar la piedra del mechero un par de veces y la llamita se encendió.— Trabajaba haciendo artesanías: Vestidos de hilo estampados a mano, lámparas como esta, pinturas por encargo, decoración de utensilios como tazas, cerámica, loza y todo eso.

—No me lo hubiera imaginado por nada del mundo.

La madre de su amiga era la típica señora de caderas anchas y pelo permanentado que uno nunca se imagina haciendo otra cosa que no sea coser, hacer la compra y adivinar si has bebido o fumado. Al menos, David no podía imaginársela.

—Ya… no tiene aspecto de bohemia, ¿verdad?—admitió Ruth, observando la lámpara con expresión agridulce—. Pero lo fue. Ella era una artista.

—¿Por qué lo dejó?—David frunció un poco el ceño y dio una calada—. ¿Por tu padre?

Ruth se levantó y se acercó a la puerta de la terraza, apartando las cortinas y recogiéndolas detrás de la cuerda de la persiana, que asomaba de la pared.

—Algo así. Cuando se conocieron, mi madre y mi padre se hicieron amantes. Él estaba casado con otra mujer. Pero entonces, mi madre se quedó embarazada y mi padre decidió dejar a su esposa—. Ruth abrió la puerta de la terraza e hizo un gesto a David para que la acompañase afuera. Éste la siguió—. Mi madre dice que al principio ella se negó. Estaba dispuesta a tenerme ella sola y ser madre soltera. Pero después empezó a asustarse y además, mi padre insistió mucho, así que mi padre se divorció y vino a vivir aquí. Yo tenía siete años cuando al fin se casaron.

Tal y como él había predicho, las vistas desde el balcón eran increíbles, pero tardó unos segundos en volver el rostro hacia afuera. Estaba observando a su amiga con una mezcla de sorpresa y cercanía. Sorpresa, porque jamás se hubiera imaginado que ella tuviera una historia personal como ésa. En realidad, debía ser un tío un poco egoísta, pensó, ya que jamás se había interesado por las historias personales de ninguno de sus amigos. No tenía ni idea de cómo era la vida de Samuel, de cuántos hermanos tenía Berenice o de si Ruth se llevaba bien con su padre.

—Y cuando tú naciste, ¿tu madre dejó su vocación para cuidarte? —aventuró,

Ruth se acercó a la balaustrada de forja y David la imitó, apoyando los codos y mirando el paisaje urbano que se le ofrecía: Calles anchas, árboles cuyas ramas llegaban hasta los balcones inferiores salpicando las aceras y edificios como aquél, de diseño modernista o neoclásico, con molduras de escayola en los exteriores y balconadas llenas de macetas que empezaban a florecer.

—En realidad, no. Osea, sí —rió un poco—. Lo dejó y después volvió… pero tuvo que dejarlo o algo parecido. Nunca he entendido muy bien los motivos. No sé si la presionó mi padre o fue cosa de su familia.

—Ya.

Asintió con la cabeza y tiró la ceniza a la calle. Miró de reojo a su amiga. Ruth parecía tranquila, relajada y feliz con la vida, allí fumando, con su sudadera negra, una falda hindú de color violeta y un pañuelo del mismo color atado en la frente para mantenerse el cabello retirado del rostro, al modo de las gitanas y las bailarinas orientales. Ella sorprendió su mirada.

—¿Qué?

—Nada. Que no tienes mala pinta para provenir de un hogar desestructurado y una infancia traumática.

—Pero qué dices—ella le propinó una patada suave—¿No eres tú el de los traumas y la infancia rota? A mi qué me cuentas.

—Sí, pero yo sólo estoy aquí para que vuestros desastres de vidas parezcan menos graves—replicó, devolviéndole el golpecito en el trasero con la punta de la deportiva— En la comparación salís ganando.

Ruth se echó a reír otra vez y a David se le contagió su risa, ligera e íntima. Terminaron de fumar y se quedaron un rato en silencio, cada uno perdido en sus propios pensamientos, aún soltando una risita de vez en cuando. Después, Ruth se dio la vuelta y se apoyó de espaldas en la barandilla, mirándole indirectamente.

—Realmente no hace falta que firmemos ningún contrato ni nada parecido, David—dijo ella al fin—. No hay ningún problema en que vivas conmigo aquí. Yo iba a venir de todos modos.

David negó con vehemencia.

—No, es mejor hacerlo. Con todo claro y por escrito. Por muy amigos que seamos, la casa es de tus padres y no quiero que tengamos problemas, ni que los tengas tú con ellos.

Ruth asintió con la cabeza, aunque no parecía contenta del todo.
—¿Quieres pagar alquiler, o prefieres que acordemos que te hagas cargo de los gastos de agua y luz y esas cosas?

—Mejor pon una cifra fija de alquiler. Pero dame derecho a cocina, a traer ligues y a dos comidas al día.

Volvieron a reír, pero esta vez les salió más desganado y los ojos de Ruth se cubrieron con un velo de compasión que a David le causó incomodidad. Ya sabía lo que iba a decir ahora. Una parte de él no deseaba que ella abriese la boca. No quería hablar del tema. Pero también era consciente de que le venía bien hacerlo de vez en cuando, y sobre todo, se había comprometido a confiar más en sus amigos, apoyarse en ellos y abrirles las puertas de su vida todo lo que la vergüenza le permitiera y un poco más. Especialmente a Ruth. Por eso, aguardó pacientemente a que ella hiciera la pregunta.

–¿Cómo lo vas llevando?

Sonrió a medias. Voz suave, tono comprensivo, hasta las palabras escogidas le parecían perfectas. “Cómo lo vas llevando”. El colmo del tacto. Por eso quería tanto a Ruth.

Se encogió de hombros, hundiendo las manos en los bolsillos de los vaqueros.

—No tan mal como esperaba.

—¿En serio?

La chica ladeó la cabeza y le pareció ver en ella un gesto de extrañeza.

—¿Qué pasa, esperabas que estuviera hecho mierda? Sorpresa, pues no.

—Imbécil, no es eso—Ruth le golpeó en el brazo, con una sonrisilla, bailándole en los labios—. Bueno, en realidad sí. Es lo habitual en estos casos.

—Estoy triste, eso es cierto. Y cabreado, porque él es un gilipollas—explicó lentamente. Ruth escuchaba y asentía a todo—. Tengo una sensación extraña dentro, como si algo se hubiera detenido… pero no siento una pérdida. No sé explicarlo. No es como si me hubiesen arrancado un trozo de mí, ¿sabes? En cambio, otras veces sí que me he sentido así. Amputado. Abandonado.

—¿Y por qué ahora no?

Se encogió de hombros.

—No estoy muy seguro—mintió, forzando una sonrisa—. Pero eso es bueno, ¿no?

Ruth no parecía muy convencida, pero al final, se mostró de acuerdo con un gesto.

La verdad es que David lo había pasado verdaderamente mal durante la primera semana. Le costaba dormir, lloraba debajo de las mantas hasta que prácticamente no le quedaron lágrimas que derramar y su corazón parecía encogerse bajo una lluvia de alfileres. A veces sentía dolor en lugares de su anatomía que no conocía: órganos misteriosos, blandos y frágiles que debía tener entre la garganta y el estómago y que parecían constreñirse y enfermar cada vez que venían a él los recuerdos. Otras veces sentía rabia y frustración, y la tendencia destructiva era tan fuerte que tenía que abrir su estuche de manicura, uno que había adquirido con la excusa de que lo necesitaba para los perros, y dejar que las líneas rojas en la parte interior de sus brazos le purificasen. Sí, ya. Sabía que eso no era muy bueno. Se llamaba autolesión y lo hacían algunas personas para hacer más llevadero su sufrimiento emocional; lo había buscado en internet cuando se dio cuenta de que empezaba a aficionarse demasiado a las tijeras. Pero le funcionaba. Era un consuelo allí donde parecía no haberlo: en su interior.

Después de aquella primera semana, gracias a las líneas rojas, a la presencia constante de Ruth, al trabajo en el refugio de animales y a su propia reflexión, la situación mejoró considerablemente. Gabriel era un gilipollas, eso era una conclusión obvia. Pero David le amaba. Esa era otra conclusión obvia. Además, él también había sido un gilipollas y le había hecho daño de una forma un tanto gratuita. No sabía si la situación tenía arreglo, pero algo en su interior se negaba a aceptar que aquello fuera un final, un final definitivo y absoluto. Aún se sentía ligado a él, y ese era el verdadero motivo de que no tuviera la impresión de haber sido amputado. Todavía le parecía poseer alguna clase de conexión con Gabriel, y sentía aquel vínculo muy vivo, aunque no hubiera vuelto a verle ni a hacer ningún intento por contactar con él. Y por último, y por muy cursi que pareciese, tenía la sensación de que tenía algo de él en sí mismo. Como si Gabriel hubiera plantado algo muy dentro de su alma, una semilla brillante y luminosa que estaba germinando, que asomaba sus hojas con timidez y que pronto crecería y le convertiría en alguien mejor. Era un pensamiento terriblemente empalagoso que le parecía sacado de una novela romántica barata, pero era exactamente lo que sentía.

Así que ahora mismo su situación era llevadera. A pesar de los ataques de nostalgia, de lo mucho que le echaba de menos y de la sensación de hambre que le producía pensar en su olor, en el tacto de su piel y en su cercanía, su alma parecía estar esperando que algo ocurriese, que él apareciera de la nada y que todo se arreglase. No sabía cuándo ocurriría. No sabía cuando dejaría de esperar a que ocurriese, pero se sentía preparado para todo, fuerte y seguro como no se recordaba haber sido nunca.

—¿Quieres pintar las paredes de tu cuarto?

La voz de Ruth le sacó de sus pensamientos. La miró y arqueó las cejas.

—Pues ahora que lo dices…

Ella asintió y le dedicó una sonrisa optimista.

—Vamos a pedir algo de comer. Luego echamos un vistazo dentro. Tenemos que limpiar.


. . .


Pidieron comida china y comieron en el salón, con las cortinas abiertas y un haz de sol atravesando la estancia como una espada gigantesca, iluminando en oro blanco los colores y haciendo que los ojos les brillaran más de lo normal. David había sido un chico de costumbres muy nocturnas hasta hacía poco tiempo, y en los paseos por el Barrio Viejo se había reencontrado con el sol, ese sol rabioso que hacía chillar los colores y que lo hacía parecer todo más real. Ahora lo recibía con gratitud y brazos abiertos, se quedaba mirando a ratos cómo las motas de polvo bailaban en los rayos dispersos y acercaba la mano instintivamente hacia la luz mientras comía.

Ruth se encontraba animada y muy dispuesta a empezar su nueva vida. Le había dicho a David que iba a matricularse en la escuela de arte para el curso siguiente y que tenía que empezar a prepararse y comprar materiales.

Después de comer dieron una vuelta por el piso. La distribución era extraña, más propia de los edificios antiguos que de la arquitectura moderna: la puerta de la calle daba directamente al amplio salón, que tenía la cocina incorporada en un rincón y separada del resto de la habitación por una barra que hacía las veces de encimera. Luego había un pasillo largo que a un lado tenía dos ventanas y al otro las puertas de dos dormitorios. El cuarto de baño se encontraba al fondo del pasillo y después, tras un recodo absurdo, la última habitación, que también era la más pequeña y la única que tenía ventana a la calle ya que las otras daban a un patio exterior. Las puertas y los apliques eléctricos eran nuevos, pero tanto el suelo como el encalado de las paredes, aunque permanecían bien conservados, tenían ya sus años. A David le gustaba que fuera viejo y que estuviera limpio. Le gustaba todo en aquella casa, le transmitía buenas vibraciones. Se había sentido cómodo desde que puso el pie dentro. “Es un buen sitio para empezar de nuevo”, pensaba. Le ayudarían la luz del sol y esa lámpara pintada que hablaba de sueños por conseguir.

David escogió la habitación pequeña. A Ruth le sorprendió un poco.

—¿Seguro que estarás cómodo? Es un poco minúscula, ¿no?

—No es para tanto. Aquí tengo espacio más que de sobra—había dicho él, dando algunos pasos por la estancia.

Tenía una cama individual, un armario de madera viejo que pensaba lijar y pintar y un escritorio enorme delante de la ventana. Aquello le había gustado especialmente. Y al fin y al cabo, no necesitaba sitio mas que para él mismo, ropa y libros.

Una vez hubieron revisado el estado general de la casa, se pusieron a trabajar en ella. Limpiar el polvo a fondo, mover muebles, fregar el suelo e identificar si algo precisaba reparación les llevó gran parte de la tarde. Ruth se arremangó la sudadera, se mojó el bajo de la falda de agua con lejía y se le agrietaron las manos. David perdió el esmalte de uñas negro frotando a conciencia los rincones más peligrosos y demostró que para ser un chico no tenía la habilidad innata que a éstos se les supone para los trabajos de bricolaje desmontando una estantería que luego no supo montar.

A las nueve de la noche habían adecentado el salón y habían sacado los colchones de sus fundas para preparar sus habitaciones. David había olvidado las sábanas y se encontraba mirando con desamparo su triste jergón cuando alguien llamó al telefonillo de abajo.

—¡Ya voy yo!— exclamó Ruth desde el cuarto de baño.

“Tendré que dormir aquí encima. Espero que no haga demasiado frío”, pensaba él, entretanto. Bueno, lo intentaría. Y si su cuarto era inhabitable por el momento, iría a  pedirle a Ruth que le dejase dormir con ella. Se pasó la mano por el pelo, apelmazado por el polvo, y estornudó después. Se estaba planteando seriamente darse una ducha de dos horas —si es que funcionaba el agua caliente— cuando escuchó las voces y el sonido de la puerta que se abría y se cerraba.

—Vaya tela, tíos. ¡Cómo os lo montáis! Mira Samu, aprende.

—¿Qué quieres que aprenda? Yo ya poseo vivienda propia.

—Y una mierda, vives en un piso de estudiantes con dos chalados. Y no es NI LA MITAD DE GRANDE que este. ¡Aprende, aprende!

Genial. Berenice y Samuel. El cansancio se le vino encima de repente mientras pensaba en agua caliente, jabón espumoso y vapor. Agotamiento y resignación se convirtieron en angustia con la punzada de un recuerdo. Apretó los labios mientras sopesaba si apartarlo a golpes de sí mismo o dejarse llevar por él.

Espuma, agua caliente y vapor.

Los pasos en el suelo de baldosa anunciaron a Ruth.

—Han venido Nice y Samuel, y adivina qué: Traen cena y alcohol.

—Vale, ahora salgo. Quiero darme una ducha antes.

Ruth asintió. Debió ver algo en sus ojos, porque le pasó la mano por la cara en una caricia fraternal y le dedicó una sonrisa limpia y comprensiva.

—¿Tienes toallas y de todo?

—Sí, tranquila. ¿El baño está practicable?

Ella se sacudió el pelo mojado frente a su rostro, dándole a entender que había estado aseándose, por lo que debía estarlo. David asintió y se escurrió en silencio hacia allí. A mitad del pasillo se dio la vuelta y regresó a por el estuche de manicura.

—Te esperamos ahí fuera—indicó Ruth. El pasillo parecía un túnel sin luz, pero su oscuridad le pareció acogedora en ese momento. David asintió.

—No tardo.

Mentía. Pensaba tardar todo lo que le hiciera falta y más. En su mente aún bailaban las imágenes de un recuerdo hecho de espuma, vapor y agua caliente. “Sabes que eres sexy”, le había dicho aquella noche a Gabriel, “pero finges no darte cuenta”.

Entró al cuarto de baño y cerró tras de sí, encendiendo la luz. El espejo le mostró su imagen, clara y definida. Le pareció más real que nunca, y eso le gustaba. Se desnudó deprisa y abrió los grifos, dejando la toalla a mano antes de meterse en la ducha, que consistía en un plato de porcelana bastante estrecho. Cerró el plástico que Ruth había improvisado como cortina para la ducha y se quedó quieto con los ojos cerrados, dejando que el agua, tibia al principio y ardiente después, le acariciase. Le empapó el cabello, se escurrió por su rostro, deslizándose sobre el puente de su nariz como en un tobogán. Goteó y resbaló por su cuello. Se extendió sobre sus hombros, le regó los pies, caminó por su espalda y le envolvió los brazos.

Y entonces lo pudo imaginar, tal y como había ocurrido aquella noche.

Fue una tarde cualquiera, en uno de aquellos treinta y ocho días en los que David había estado viviendo en su particular paraíso. Éstos transcurrían con la pereza de los sueños que no saben medir su propio tiempo y él pasaba de uno a otro sin apenas tocar el suelo con los pies, preguntándose cuándo iba a despertar y entusiasmado por exprimir cada segundo, cada matiz y cada destello. Una de esas tardes, al regresar del trabajo, encontró a Gabriel enfrascado en corregir exámenes y tras saludarle sin mucha ceremonia se metió en la ducha. Estaba enjabonándose el pelo cuando el profesor entró al cuarto de baño. Le escuchó quitarse la ropa y tirarla al suelo. Le vio hacerlo a través de la mampara, que le mostraba su imagen distorsionada y borrosa, como si le hubieran plastificado los ojos. Después, Gabriel deslizó la puerta de cristal y entró en la ducha con él, mirándole directamente, sin la menor vacilación. Ni siquiera parecía estar seduciéndole. Simplemente, entró como si quisiera hacer valer su derecho, le rodeó la cintura con el brazo y se colocó a su espalda.

David estaba a punto de temblar. En aquella ocasión también cerró los ojos. Se apoyó contra su pecho y apartó las manos de su propio pelo para cerrarlas sobre la de Gabriel, que reposaba sobre su ombligo. Ninguno dijo una palabra durante un rato; el profesor se limitó a deslizar los dedos de la otra mano sobre su hombro y a lo largo de su brazo, y David a estrecharse contra él con mucha sutileza, con el disimulo de la hiedra que se enreda en el roble.

—Habrías sido un príncipe en otras épocas… o te habrían confundido con uno.

La voz del profesor le arrancó un estremecimiento involuntario. Era un murmullo suave y grave, tan cerca de su oído que el aliento caliente le cosquilleaba en el lóbulo. Se elevaba sobre el rumor del agua de la ducha al tiempo que se fundía con él.

—¿Por qué dices eso?—preguntó David, tan bajito que no se escuchó a sí mismo.

Gabriel le tomó por la muñeca con gentileza y se llevó sus dedos a los labios.

—Tienes la sangre azul.

La caricia le recorrió de nuevo el brazo mientras le besaba la muñeca mojada y el agua resbalaba entre los dos. Nunca se había sentido tan anhelante con un contacto tan leve pero al tiempo tan íntimo. Todo lo que ocurría entre él y Gabriel era intenso y violento, primario como un tirón en la sangre, esa sangre de la que ahora hablaba el profesor.

—Los españoles—decía—utilizaban esas palabras, sangre azul. Así se referían a los nobles. Los que no trabajaban bajo el sol día tras día. Su piel permanecía clara y podía verse el color de las venas a través de ella.

—Y si yo hubiera sido un príncipe—preguntó David entonces, entreabriendo los ojos con dificultad. El calor le empezaba a marear—, ¿qué habrías sido tú?

Durante unos segundos, Gabriel no dijo nada. Después le estrechó con suavidad y se inclinó más hacia él. Basculó las caderas apenas lo suficiente para insinuarse y deslizó los labios a lo largo de su brazo hasta llegar a su oído. Allí respondió, en un susurro ronco.

—Tu soldado leal.

David suspiró, ebrio de su presencia, de su voz y sus palabras. Las caricias y el contacto de su cuerpo eran una tortura deliciosa. Meneó la cabeza.

—No puedes seguir ocultándome tu juego—murmuró.

—¿Qué juego?

De nuevo osciló las caderas. La piel de Gabriel contra su trasero empezaba a estar caliente y había cambiado de consistencia.

—Sabes que eres sexy—le acusó entonces David—. Pero finges que no te das cuenta. Te gusta hacerte el interesante.

La risa suave de Gabriel parecía el ronroneo de un felino grande, selvático, que retozaba bajo una lluvia tropical. Le besó el cuello y la oreja y lamió el agua de su piel.

—No es eso. Es sólo que no me importa en absoluto.

—A lo mejor por eso lo eres.

—A lo mejor.

Gabriel le mordió el lóbulo con suavidad. Ya no hablaron más.

David terminó de exprimir el recuerdo con una mezcla de nostalgia y emoción y después se abrazó a sí mismo, levantando el rostro hacia el agua para que le borrara las lágrimas. A continuación, estrujó el bote de jabón líquido y se frotó el cuerpo, al principio con brío, después con rabia. Se enjabonó el pelo y sacudió la cabeza, se limpió la espuma a manotazos, respirando apresuradamente, sintiendo que aquel cuarto de baño empezaba a cerrarse a su alrededor. Las paredes parecían plegarse sobre sí mismas y una angustia palpitante le amargó el paladar. Una vez se hubo lavado, procedió a su ritual con las tijeras de las uñas mientras el agua aún corría. La paz llegó lenta y tibia en forma de gotas de color escarlata que fueron borradas rápidamente por el agua. Cuando terminó, cerró los grifos y se quedó mirando fijamente cómo el desagüe engullía la mezcla de pelo, agua transparente y restos de jabón en un remolino que gorgoteaba como un viejo moribundo. Luego apartó las cortinas, mirándolas con desprecio. Aquel plástico era asqueroso.

Salió del cuarto de baño apenas habiéndose secado, metiéndose la camiseta a toda prisa. Llevaba los vaqueros un poco mojados pero le daba igual. Quería atravesar ese pasillo oscuro lo antes posible y reunirse con sus amigos en el salón, donde estaban la luz y la lámpara pintada. Ya había jugado un rato con sus recuerdos, era momento de huir antes de que sus bordes afilados le cortaran las manos.


. . .


La noche hizo avanzar sus horas con ligereza. La pequeña fiesta que Samuel y Berenice habían improvisado para darles la bienvenida a su nuevo hogar resultó mucho más agradable de lo que David esperaba. Solo tuvo que sentarse en el sofá y dejarse abstraer por las conversaciones de los demás, acompañar las risas hasta que su humor se avivó y la combinación de compañía y cerveza le pusieron de nuevo los pies sobre la tierra, apartando de su mente la melancolía y esa sensación viscosa de incomodidad, casi de enfermedad, que se le había pegado como bruma en la ducha. En algún momento  Berenice empezó a hacer sonar música en su móvil de última generación y todos echaron de menos un equipo de sonido, entre otras cosas.

La conversación se fue agotando poco a poco hasta que, finalmente, desapareció. Los cascos de las cervezas se amontonaban sobre la mesa. Samuel exhaló un suspiro y Berenice empezó a removerse un poco inquieta en su sillón. Había subido los pies al asiento, calzados con esas botas excéntricas que llevaba de vez en cuando.

David las miraba fijamente cuando Ruth habló, rompiendo el silencio aletargado que se había hecho dueño del salón.

—¿Os apetece salir un rato? Hay un par de bares de copas por aquí.

—Sí, por Dios—respondió Berenice, levantándose de un salto como si hubiera estado esperando esas palabras.

También Samuel se incorporó y empezó a guardar las botellas en bolsas. Ruth se rió entre dientes, ladeando el rostro con gesto pícaro.

—Estáis deseando salir de aquí, ¿eh?

—No, no es eso—se excusó Samuel.

—No importa. La verdad es que yo también— Ruth sonrió y luego miró alrededor, pensativa. —Esta va a ser mi nueva casa, pero hasta que la haga mía del todo… bueno, mía y de David, claro… es todo un poco raro aún.

—Tenemos un plástico en la ducha igualito a la cortina de “Psicosis”.

Samuel miró a David al escucharle decir esto. Luego, por algún motivo, se echaron los dos a reír.

Diez minutos después, estaban todos en la calle. Hacía un tiempo suave y agradable y las flores de los balcones perfumaban las aceras. Ruth y Samuel iban delante y David y Berenice se habían quedado un poco atrás. La chica le había agarrado del brazo y de vez en cuando le miraba como si esperase algo de él. Llevaba un enorme pasador en el pelo de color rojo, con forma de cangrejo que desviaba su atención todo el tiempo.

—¿Entonces qué? —preguntó ella al fin.

—¿Qué de qué?

—Que cómo te va.

David sonrió a medias. Berenice nunca había sido su amiga más cercana. Tenía una extraña complicidad con Samuel y Ruth era su mejor amiga, pero con Berenice su relación parecía hilvanada a partir de las costuras que les unían a los otros dos. Lo único que tenían en común eran sus otros compañeros. O eso había pensado siempre David. Nunca se había preguntado por qué Berenice tenía que ser tan excéntrica, o cuál era el motivo de que se mostrase siempre desafiante, incluso beligerante a veces. Recordó que aquella misma mañana había descubierto más sobre la vida de Ruth de lo que creía haber sabido nunca. Así que le devolvió la pregunta por primera vez en su vida.

—¿Cómo te va a ti?

Nice arqueó las cejas y se encogió de hombros, pillada por sorpresa.

—Pues… bien, creo. ¡Qué raro estás, tío!

—¿Si? ¿Tu crees? —David se rió por lo bajo— ¿Raro para bien o para mal?

—Tendré que pensármelo— dijo ella con aire travieso.

Apretaron el paso. Estaban ahora atravesando un bulevar peatonal apenas concurrido, salpicado de faroles de estilo antiguo y bancos de madera. A ambos lados había distintos comercios y en las esquinas del final de la calle, dos bares nocturnos con sendos luminosos. Se detuvieron para examinarlos. Uno se llamaba “Camaleón” y el otro “James Joyce”. El primero tenía un cartel de color verde suave con letras de aspecto antiguo y parecía salir música del interior, algo de estilo indie o similar. El “James Joyce” aparentaba ser un local más tranquilo, para sentarse y tomar una cerveza charlando. El primero parecía ejercer una atracción magnética que captó sus miradas de inmediato, tal vez por el moderno logotipo que representaba un reptil con cola enroscada y la lengua fuera. Era un neón verde lima, y unas luces intermitentes brillaban en el interior de los abultados ojos, recorriendo la línea espiral que los conformaba y dando una impresión hipnótica.

—¿Cuál preferís?

—Camaleón—respondieron los tres a la vez.

—Pues Camaleón.

Giraron hacia la derecha. Las luces blancas de los faroles de forja proyectaban sus cuatro sombras en los adoquines. Cuando abrieron la puerta del local, un haz de luz ambarina las engulló, mientras la música y el olor a humo de cigarro y a licor derramado les daba las buenas noches.

El Camaleón era un local mediano con las paredes llenas de carteles y pósters de cine, música y exposiciones de arte. La iluminación era suave y clara, nada de luces agresivas, y todo el conjunto tenía un aspecto limpio, bohemio y acogedor. Desde la puerta se podía ver la barra a la derecha, de madera, bastante larga y con luces anticuadas en los altillos donde se almacenaban las botellas. A la izquierda había algunos sofás de distintos estilos y procedencias, ocupados por pequeños grupos de jóvenes que charlaban y tomaban copas, y mesas cuadradas de madera con lámparas de cristal esmerilado, otras de luz halógena y viejos quinqués rescatados de algún desván. El centro estaba ocupado por una zona despejada, salpicada de columnas con repisas donde la gente dejaba sus copas o colgaba los abrigos. No estaba demasiado lleno, pero varias personas se hacían sitio allí mientras se movían al ritmo de la música, mirando hacia el fondo, donde un grupo tocaba en directo sobre un estrecho escenario.

—¿Qué os parece?—preguntó Samuel, mirándoles de reojo—. ¿Nos quedamos?

—A mí me gusta—dijo Ruth.

Berenice se mostró de acuerdo. David asintió con la cabeza. Tenía la vista fija en el escenario, observando a los cuatro chicos que derramaban melódicos riffs de guitarra en la sala.

—Voy a pedir las copas. ¿Qué queréis?

Nice pidió vodka con naranja y Ruth vino blanco.

—Yo quiero una cocacola—respondió David, distraídamente.

—Vamos a buscar sitio.

Samuel fue a la barra y las dos chicas desaparecieron también, a la caza de alguna zona en la que poder acodarse, colgar las chaquetas y apoyar las copas sin tener que estar todo el tiempo de pie forzosamente. David se quedó un rato ahí plantado, abstraído por la música, tratando de reconocer la letra que cantaba el vocalista del grupo. Era un joven de pelo rizado, peinado hacia atrás y de rasgos marcados: tenía una nariz pronunciada, los ojos grandes y vivos, oscuros, muy inteligentes. Y fijos en él. Al darse cuenta del detalle, David miró sobre su hombro. No vio a nadie, así que se sacudió unas motas inexistentes del hombro y buscó con la mirada a Ruth, un poco azorado de repente.

But you’re so young, you look in my eyes…[1]

El chico cantaba con una voz muy personal, algo nasal y vibrante, llena de vida.

—Mira, tenemos cacahuetes.

Berenice vino a recibirle con un cuenco de cristal lleno de frutos secos.

—Genial. —Metió la mano, sacó tres y se los zampó de inmediato. Dejó de prestar atención al cantante, pero aún tenía curiosidad por esa letra que le sonaba pero no había escuchado en su vida —¿Qué están tocando?

—¿Qué?

Berenice se le acercó un poco más para escucharle mejor. David se aproximó a su oreja, mirando de nuevo el enorme pasador del cangrejo rojo.

—Los músicos. Que qué canción es.

—Ah—. Berenice frunció el ceño y se concentró, escuchando. Ella era algo así como una enciclopedia musical. —Es una de Interpol, creo.

—Qué raro.

A David aquel grupo no le resultaba para nada familiar. Pero sí la letra. You’re so young, so sweet, so surprised… podría cantarla entera, de hecho. Era como un recuerdo enterrado, como la memoria de un sueño que salía a la luz por una casualidad.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de raro?

—Nada, me sonaba.

—Igual la has oído en la radio.

David no escuchaba la radio, pero aun así, asintió con la cabeza. Luego aprovechó que Berenice estaba cerca y había empezado a bailar un poco para acercarse a su oído y picarla un rato. Eso le distraería.

—¿No vas a ayudar a tu novio con las copas?

Nice se apartó y le miró con un poco de desdén.

—No es mi novio.

—Ya. ¿Por qué estáis con esa tontería aún? Eso de negar las relaciones se hace en el colegio, pero tía, ya a esta edad…

Berenice le dio la espalda. David pensó que le mandaría al infierno o le ignoraría, pero luego ella giró sobre sí misma de nuevo y le golpeó con las caderas con suavidad.

—Una vez, cuando teníamos trece años, Samuel me pidió que fuera su novia, y yo le dije que ni muerta —explicó, moviéndose a su lado—. Él se puso orgulloso y respondió que muy bien, que jamás me lo volvería a pedir, ni muerto. Así que seguimos igual.

David arqueó las cejas, incrédulo.

—¿Es una cuestión de orgullo?

—Nah. Ya no es por orgullo. Es que nos hace gracia.

—¿Es como un juego, entonces?

—Algo así, sí.

—Estáis como cabras.

—Seguramente. Pero a quién le importa.

Berenice le guiñó el ojo y volvió a darle un toque con el trasero en el suyo, esta vez más descarado. David le siguió el rollo y empezó a bailar con ella, con la sonrisa reavivada. Cuando Samuel llegó con las copas, brindaron y bebieron un rato. Ruth se unió a ellos, pero el otro chico se quedó con un codo apoyado en la repisa de la columna y apenas moviendo un poco el pie. Se rieron de él. Samuel respondió un par de agudezas y después le dejaron en paz. El grupo seguía tocando canciones de otros grupos conocidos y famosos, incluso hicieron un par de versiones de REM. David les miraba de vez en cuando y casi siempre se encontraba con los ojos del desconocido clavados en él. Entonces, él fingía apartar la vista y el cantante hacía lo mismo, volviéndola a su guitarra, al público o al micro.

El juego de miradas sólo terminó cuando el grupo dejó de tocar y bajó del escenario, saludando y sonriendo a la gente, que aplaudía con ganas. David también aplaudió. Cuando se hubieron marchado, ya sonaba en el local música moderna: brit-rock, pop, electrónica, pero nada comercial.

—Pues me han gustado bastante —comentó Berenice—. Tocaban muy bien. A ver si me entero de cómo se llaman.

Ruth dio un trago a su vino y señaló disimuladamente hacia un rincón de la sala.

—Lo estaban comentando antes los chavales de ahí al lado. Por lo visto tocan aquí dos veces al mes. Se llaman Narcolepsia.

—Qué nombre más punk—se rió David—. No les pega mucho.

—Vete a saber.

—Es por Oscar, el bajista.

David se dio la vuelta de repente. Ahí estaba, el tipo de los ojos oscuros y el pelo rizado. Tenía un vaso lleno de líquido transparente en la mano y les miraba con una sonrisa. Ruth se la devolvió, pero David se hizo a un lado sutilmente, alejándose un poco de él con desconfianza disimulada. En realidad parecía que estuviera incluyéndole en el grupo al moverse hacia el lateral, y el joven debió tomárselo como una invitación, porque dio un paso al frente y cerró el círculo que formaban.

—Es que trabajaba de albañil, pero tuvo que dejarlo porque tenía narcolepsia, y entonces empezó con la música. Yo soy Eric, mucho gusto.

—Hola Eric.

Todos se presentaron. David se dejó a sí mismo para el final y se limitó a levantar la mano para saludarle, sin estrechársela. El joven le dedicó una sonrisa más cómplice a él, o así le pareció.

—No os había visto antes por aquí. ¿Venís mucho?

—Qué va—dijo Ruth—. Es que acabamos de mudarnos por la zona. Bueno, nosotros dos. Ellos son de la otra parte.

—Entiendo. Pues bienvenidos, entonces.—Otra sonrisa amable.

—Gracias. Vivimos a unas cuantas calles de aquí, por la zona de…

David se sintió incómodo. Ruth parecía encantada de contarle su vida y la de él al tal Eric: le miraba con expresión de corderita degollada, como si se hubiera fascinado repentinamente con ese tipo.

—Voy al baño —se excusó.

Notó la mirada de Eric clavada en su nuca hasta que dobló la esquina que daba paso a los servicios. Se mojó la cara, se lavó las manos y se miró un rato al espejo para hacer tiempo. Cuando regresó, el desconocido ya no estaba, lo cual le causó un profundo alivio que se cuidó de no expresar. Ruth dijo que era muy simpático. David se guardó sus impresiones. Tampoco hizo ademán de mirar alrededor para comprobar si el tipo seguía en el local, no quería pensar en él ni en nadie. Sólo quería divertirse un rato y olvidarse un poco de todo, y así lo hizo.

El resto de la noche transcurrió en el mismo ambiente relajado. David bailó con Ruth y Berenice y Samuel dio golpecitos con el pie en el suelo y meneó la cabeza al ritmo de la música. Tomaron copas, cantaron en alto e hicieron bromas. Cuando cerraron el Camaleón, los cuatro amigos salieron del bar apretados unos contra otros, hablando en voz alta, soltando risas tontas y achispados por las copas. Ruth obligó a Samuel y Berenice a quedarse a dormir en la habitación que quedaba, pues no había metro hasta varias horas más tarde y no tenían ni idea de los horarios de los autobuses nocturnos de la zona. Ellos aceptaron a regañadientes y aguantaron con elegancia las bromas acerca de no ser novios y dormir juntos. Cuando hubieron dejado a la pareja en sus aposentos, Ruth le dio un beso en la mejilla a David y tras balbucear algo sobre lo mucho que le quería, se fue a su cuarto a dormir la mona. Él la miró marcharse por el pasillo con una sonrisa ladeada. A Ruth se le subía el alcohol enseguida, por eso no solía beber.


Cuando David entró a su nueva habitación eran casi las cuatro de la mañana. Las luces de las farolas entraban por la ventana, y todo estaba en silencio. Apretó los labios y pegó la espalda a la pared, armándose de coraje. No habría nadie al otro lado de la puerta si la abría ahora. No escucharía el piano de lejos, ni estarían a su alrededor los brazos cálidos y fuertes para estrecharle. Tampoco la compañía serena y cálida de Ruth. “Pero tengo que hacerlo”, se dijo. “Puedo hacerlo solo. Sé que puedo hacerlo”, se repitió.

Subió bien las persianas para poder ver la ciudad al otro lado y se asomó al cristal, echando un vistazo. Apoyó las yemas de los dedos en el vidrio. Gabriel estaba ahí afuera. Aquella ciudad, un lugar hostil y lleno de monstruos, les había unido de una forma insospechada y casual, y ahora mismo era el cordón umbilical que les mantenía ligados. Los dos formaban parte de ella, y tarde o temprano volverían a colisionar. David no podía pensar de otra manera, por mucho que la espera resultase dura. Pero sólo era eso. Compases de espera en una música que aún seguía sonando, en alguna parte.

—Hasta mañana —murmuró a la ciudad.

Después, se acostó en su nueva cama sin almohada ni sábanas. Y aunque creía que tardaría en conciliar el sueño, se quedó dormido en un santiamén.


[1] La canción es Rest my chemistry, del grupo Interpol.


. . .

©Hendelie

5 comentarios:

  1. me gusta que DAvid esté aún mas maduro, pero es doloroso y se siente mucho de su angustia sobretodo en lo sutil de la escritura, en como se ve que el chico todo lo asimila de una manera diferente, y que recuerdo tan bello y sexy con Gabriel....en la escena del bar percibi demasiada incomodidad y mas aun leyendo al tal chico Eric, David se caracteriza pro ser muy intuitivo y si al chico no le gusto el cantante sera por algo...no se ... ami tampoco me calo....y sigo en agonia esperando el proximo...gracias....
    lucero.

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  2. No parece que se vayan a reconciliar estos dos , estan muy distantes y frios...a mi tampoco me gusta Eric , no me fio de él .

    !!!!un mes para poder leerte de nuevo !!! me va a dar un síncope...

    Que te vaya bien en el concurso cielo tienes , te diria que estaré cruzando los dedos pero con tu talento no lo necesitaras , ARRASARAS !!!!

    Un abrazo

    Judith

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  3. David lo que tienes que hacer es dejar las tijeras para siempre T_T hay si tus amigos supieran lo que haces... snif snif

    En estos capítulos se hecha en falta o uno o l'otro jajaja voto por los puntos de vista combinados!! xDDDDDD

    Uhmmm así que te llamas Eric eh xaval ¬.¬ Te tendré vigilada muahahahaha

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  4. Gracias por el cap nuevo !! Besos ♥

    Esperando mas. ^^

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  5. me tortura que no sigas.esta historia me gusta demasiado

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