martes, 10 de abril de 2012

Fuego y Acero XL: Fuego y Acero

40.-  Fuego y Acero


Tenía los ojos abiertos bajo el agua. La sal le quemaba las lágrimas, el aire se escapaba a borbotones de su boca abierta y las burbujas le entorpecían la poca visión que le quedaba. Entre los cristales fracturados del oleaje, percibía una línea roja, incandescente, sobre la superficie del mar.

Una mano férrea le sujetaba, impidiéndole salir. La línea del horizonte, como el filo de una espada al rojo, se derretía sobre la espuma, llamándole, gritándole. Se quebraba y giraba. Pese a su debilidad, seguía forcejeando inútilmente. Por algún motivo, ya no tenía ganas de volver a rendirse. Se había pasado toda su corta vida rendido, al fin y al cabo. Si no luchaba ahora, no lo haría nunca.

Clavó los dedos en el lecho de arena y trató de impulsarse hacia arriba.

Durante las últimas horas, el Cisne, Amala, había sido encerrado, interrogado, golpeado y torturado con toda la aplicada maestría de los bárbaros. Ahora le estaban ahogando. En su largo tiempo de esclavitud, Cisne había sufrido malos tratos, como todos los esclavos. Pero habían sido, en su caso, de un tipo muy diferente. Pronto había aprendido a comportarse del modo más conveniente para su salud, la de su alma y la de su cuerpo. Incluso se había acostumbrado a algunas cosas hasta considerarlas algo normal.

Con Ulior Skol todo había salido mal desde el principio, y ahora iba a morir.

Cisne había confiado en poder tentar lo suficiente a Skol como para tenerle controlado. Y lo había conseguido. En cinco días, el guerrero del Norte se había mostrado más que dispuesto a ocupar la posición en la que Cisne quería tenerle. Había estimulado su deseo con inocencia y misterio, había alimentado su vanidad con sumisión. Pero algo había sucedido. Alguien había descubierto sus intenciones, y Ulior Skol se había sentido traicionado. El encierro, los reproches, las palizas y todo lo demás solo habían sido consecuencias naturales de la rabia del thane. Él creía que esos hombres del mar eran gente de honor. Eso decían de sí mismos, eso le había dicho Driadan. Y sin embargo, Ulior Skol, en lugar de ejecutarle, se había dedicado a dispensarle una larga y escabrosa tortura hasta que le tuvo listo para sus fines.

Apretó los dientes y trató de aguantar la respiración. Dejó de forcejear y probó a hacerse el muerto. Con un poco de suerte, funcionaría y le dejarían en paz de una maldita vez.

Amala nunca había querido delatar a Ioren y a Driadan. No recordaba haberlo hecho. Podría jurarlo. Sin embargo, ¿quién le iba a creer? Nada bueno le esperaba a partir de ahora, querer sobrevivir era absurdo. Sin embargo…

Si no luchaba ahora, no lo haría nunca.

Su estrategia dio resultado. Paró de moverse y fingió un movimiento espasmódico con el pie antes de quedar completamente relajado y flotando. Entonces las manos férreas le soltaron y escuchó el agua moverse cerca de su oído. Los guerreros salían del mar para unirse a la batalla. Más allá de las olas, de vez en cuando, le llegaban los alaridos de los hombres, el entrechocar de los metales y el crujido de los huesos al partirse. Esperó unos instantes, con la mirada borrosa fija en la línea de sangre del ocaso. Luego alzó la cabeza y tomó aire con desesperación.

El sol se había puesto. Y los hombres morían en la playa.

Recordó el fin del verano, en el palacio del Sha, y por un momento, le llegó el eco de un pánico irracional. Se tomó unos segundos, arrodillado en la orilla, antes de ponerse en pie y buscar algo parecido a un arma. No estaba seguro de por qué lo hacía. Al fin y al cabo, quien no tiene nada tampoco tiene motivos para combatir. Pero algo estaba ardiendo entre sus costillas, bajo su pecho. Era una llama hecha de rabia, de determinación. Todas las derrotas y las rendiciones de su vida se habían anudado ahí dentro, se habían bañado en brea y ahora estaban quemándole. El orgullo, la dignidad, la libertad, la venganza, eran palabras cuyos significados conocía.

Ya no eran sólo palabras. Eran fuegos incendiados que le hicieron sacar fuerzas de donde no tenía. Sus músculos estaban regándose con lava, temblaban de ira. Apretó los dientes y exhaló un grito primitivo.

Si no luchaba ahora, no lo haría nunca.


. . .


“Aprende esto”

Driadan resolló, tirando con fuerza del hacha para sacarla del cráneo del muerto. Con la otra mano, le arrebató la espada. Había esquivado todos los golpes de su enemigo. Le había derrotado con rapidez, buscando los puntos vitales. Le había mirado a los ojos mientras peleaban. Había gritado y no había dado ni un solo paso atrás. En definitiva, lo había hecho bien. Aunque ahora no era capaz de acordarse de ninguna de las lecciones, su cuerpo parecía haberlas memorizado por completo, pero en los entrenamientos nunca se había cansado tanto. Solo había combatido contra cuatro hombres y ya estaba agotado, respirando con dificultad y sintiendo cómo los tendones tiraban y los músculos cosquilleaban en plena combustión.

Echó un vistazo alrededor en busca de otro rival.

La playa se había convertido en un campo de batalla. Los hombres de Ulior Skol, muy superiores en número, estaban acorralando a los trabajadores del barco contra los largos listones de madera ya preparada. Había varios cadáveres sembrando la arena plateada, que iba tiñéndose poco a poco de carmesí. Sorteándolos, Driadan se dirigió corriendo hacia la zona de trabajo, donde había distinguido a Jhandi, Arévano y los demás.

Mientras corría, un hombre del mar le salió al encuentro, gritando y con los ojos inyectados en sangre. En sus pupilas bailaba una luz roja y blandía una espada corta.

¡Brannth'og stohl!

El aullido del hombre del mar le puso en guardia. Fuego y acero. Ese era su grito de batalla. Apretó los dientes y él también gritó, levantando las armas para atacar a la vez que su enemigo. Se sentía como un volcán al borde de la erupción, y toda aquella fuerza fluctuaba en su interior en forma de adrenalina acelerada y bullente.

—¡Fuego y acero! – bramó en su idioma natal. Y su voz le resultó más real que nunca.

Los metales restallaron. Vibraron, llenándole los oídos con su resonancia. Se midieron durante un instante, pero al final, la fuerza del hombre del mar le arrastró hacia atrás. Se revolvió y giró para alcanzarle con el hacha. Le golpeó de refilón en la sien, y perdió el equilibrio un instante.

Vio el filo de la espada, como un dardo, cruzando el aire hacia él. Y luego un chorro de sangre y el grito de dolor del hombre de mar.

Driadan se rehizo, irguiéndose a toda velocidad y decapitando al norteño que chillaba mientras se desangraba por el hombro. Alguien le había cercenado el brazo. Su cabeza cayó rodando y el cuerpo se desplomó.

—Gracias – dijo Driadan al descubrir a su inesperado salvador.

Cisne estaba respirando como si no hubiera aire suficiente en el mundo para llenar sus pulmones. Su pecho subía y bajaba y tenía el aliento silbante. Le miró con el ojo que aún podía abrir y asintió como única respuesta. No era capaz de hablar. La tensión se dibujaba en las líneas de su cuerpo y estaba manchado de sangre ajena. Tenía la mirada algo perdida y el semblante desencajado, como un animal furioso. Driadan le puso la mano en el brazo.

—Amala, lucharemos juntos. ¿De acuerdo?

El chico se le quedó mirando un instante, como si tratara de comprender. Driadan se abstrajo del caos que reinaba alrededor e intentó captar su atención al máximo. Sabía que Cisne podía romperse de nuevo, como sucedió en Shalama, la noche del fin del verano. Y esta vez, no se merecía sufrir tanto. Por eso, se concentró en transmitirle serenidad y claridad.

—¿Me entiendes? Quédate conmigo y pelearemos juntos.

Cisne asintió con la cabeza, pero Driadan insistió.

—¿Si? ¿De acuerdo?

—Sí. Sí, de acuerdo.

Se sintió mas seguro al escuchar su voz, y comprobó que su rostro destrozado se humanizaba un poco más. Supo que se había calmado lo suficiente.

—Vale. Vamos a reunirnos con los demás en las tablas.

—Bien. Ve delante, yo te cubro.

Los dos jóvenes echaron a correr al unísono, saltando los cuerpos caídos y vadeando los charcos de sangre espesa y los montones de vísceras. Driadan tenía los nudillos apretados y asía la espada y el hacha como si estuviera asiendo su propia vida. A su alrededor, la batalla no se detenía. Los hombres del Mar atacaban con un salvajismo desproporcionado. Driadan nunca había visto nada igual, porque nunca había visto luchar a ninguno de los de su raza, salvo a Ioren. Y si ver luchar a Ioren era como ver cazar a una bestia de los bosques o a uno de esos leones de melena roja que había visto en tapices y libros ilustrados, contemplar el combate de los norteños entre sí era como ver luchar a dos manadas de lobos. Los aceros silbaban. Los impactos eran terribles, la brutalidad de los enfrentamientos habría hecho llorar a más de un soldado adulto de los ejércitos regulares.

Por un instante, Driadan se preguntó cómo habría sido la guerra que luchó su padre contra los hombres de Ioren el Rojo. Y todos los recuerdos giraron en su mente, volviendo a él con una vividez más intensa que nunca.

"Maté al signo del lobo y del cuervo, al signo del zorro y del halcón, maté al signo del ciervo y de la luna, y también al signo del caballo".

Su mirada buscó al Rojo entre los mantos de pieles y las pecheras de cuero y metal. Cisne le empujó, apremiándole. Dijo algo. Una sensación de alarma instintiva se disparó en su interior y comenzaron a zumbarle los oídos. Entonces les vio.

—¡Corre Driadan, por todo lo sagrado! – chilló Cisne, tirando de él.

Pero el príncipe no podía moverse.

Ulior Skol venía desde las aguas, con su espada en alto, cubierta por una lengua de fuego. La magia antigua, pagana, de los hombres del Mar respondía a su voz grave y retumbante. Ioren el Rojo estaba de espaldas y no podía verle. Su cabello flotaba en el aire frío y salobre de la costa cada vez que se movía: también era una llama. Los ojos azules estaban ardiendo, brillaban como ascuas a través de los jirones de cabello cobrizo. Tenía los dientes apretados y los músculos se distendían en sus hombros y su cuello cada vez que lanzaba una estocada o cercenaba a un enemigo. Había seis guerreros rodeándole y sangraba por el costado. Y Ulior Skol, como un verdugo taimado, se acercaba por su retaguardia con aquella hoja flamígera, dispuesto a segar su vida.

"Aprende esto. Un niño se convierte en hombre cuando acata su primera orden, y un hombre se convierte en rey cuando toma su primera decisión. No importa que tengas trono o corona, o una silla, como en Thalie. Cada hombre es rey de su propia vida si es capaz de gobernarla."

Tomar una decisión.

No le costó. Era tan claro como el latido de su propio corazón. Mientras corría con todas sus fuerzas, empuñando las armas, hacia Ulior Skol, Driadan de Nirala se sentía ligero como el viento. Ningún peso le hundía los hombros, ninguna niebla emborronaba su propia imagen. Nunca se había sentido tan enfocado, tan correcto. El grito rompió en su garganta y Ulior Skol se volvió hacia él, sorprendido y rabioso.


. . .


Todo se desmoronaba.

Sabía que estaba herido, le sangraba el costado. Mientras combatía con la rabia de cien naciones vengativas, Ioren el Rojo tenía la mente bullendo como una caldera, como una tormenta imparable que le zahería y le desesperaba, apretando la soga de la derrota en su cuello.

Los hijos de Dunstrag estaban allí, luchando a su lado. También el último heredero de Gardan, el joven Gherran, que había perdido a su hermano en Nirala. Y los hombres de su tripulación. Y Driadan. Todos iban a morir a manos de Ulior Skol y su gente, y era absoluta y únicamente culpa suya.

Kraakha le había engañado. Ella mintió sobre sus visiones, y fue por esas visiones que Ioren mantuvo al joven Driadan a su lado. Ahora nada tenía sentido. Solo la venganza, el castigo que estaba recibiendo, el que él bien sabía que merecía. Al menos, podría morir bajo una espada, y la de un hombre del Mar. Eso era suficiente honor para alguien como él. Quizá debería dejar de luchar con tanta rabia, pero estaba furioso. Por las traiciones, por las mentiras, por todo. Y además, no estaría bien no presentar una resistencia adecuada. Tenía que dar una buena lucha a quienes morían bajo sus manos, y tenía que dársela a quien, finalmente, consiguiera matarle. Que el día de mañana, ese guerrero pudiera decir con orgullo que mató a Ioren el Rojo y que fue un combate excepcional. Así era como debía ser.

Pero sus hombres… ¿qué sería de ellos? Los hijos de Gardan y de Dunstrag serían considerados traidores. No entendía por qué no habían dudado en ponerse de su parte, pero así había sido. ¿Y Driadan? Le llevarían su cabeza a los Starling, o tal vez cobraran un rescate. Cada vez que pensaba en eso, volvía a gritar y luchaba con renovada furia.

Y entonces escuchó el grito a su espalda.

Se giró a medias y vio a Ulior Skol detrás, pero de espaldas a él, con la espada incendiada y presentando batalla a otro rival. Había llamado al fuego, y el fuego había acudido. Su enemigo era el príncipe de Nirala, que portaba un hacha y una espada corta y se defendía y atacaba como una serpiente, rápido y certero.

"Por todos los dioses"

—¡Ioren!

Tuvo que apartar la mirada para volver a su propio combate. Un filo le pasó rozando el hombro. Pateó las costillas de uno de sus adversarios, le arrancó medio rostro al otro de un golpe desesperado con una de sus armas. "Driadan, por todos los dioses, qué estás haciendo. No eres rival para Skol". Tenía que desembarazarse rápidamente de los dos hombres que aún se le enfrentaban para plantar cara al thane.

La voz de Driadan se elevaba entre los resuellos y jadeos, hablando en el idioma de las montañas. Le estaba hablando a él. Gritaba, espoleándole.

—¡Ioren, tienes que hacerlo! ¡Tú eres el thane, no él! ¡Eres de la sangre de los que guían! ¡Los dioses no te han abandonado, es mentira! ¡Yo les he visto responder a tu llamada!

Ioren apretó la mandíbula. Detuvo el impacto de un sable con un brazal, que se partió y cayó al suelo junto con un chorro de su propia sangre. Atravesó el corazón del guerrero y luego golpeó con el puño en el rostro al otro, hundiéndole la nariz y dejándole aturdido por un instante.

—¡Es el momento adecuado! – Driadan de Nirala le arropaba con su voz impregnada de una fuerza que sólo le había conocido en los últimos meses. Le revelaba el camino, el único camino que podría poner fin a todo aquello —¡Si matas un rey, eres rey! ¡Tú eres el thane y sigues vivo, los dioses te escuchan! ¡Hazlo, Ioren! ¡No pued…!

"Pero lo que hice…"

Segó la garganta de su último contrincante y se volvió, gruñendo, hacia Ulior Skol. Éste había derribado a Driadan, haciéndole interrumpir sus arengas. La hoja en llamas se alzaba. Las lenguas de fuego se reflejaban en los ojos rojos del joven príncipe.

Y las dudas se disiparon. Ioren el Rojo alzó las manos, con las armas ensangrentadas en ellas, y levantó el rostro al cielo.

—Lusk del Océano, escucha mi voz. – Sintió retumbar su propia voz en su pecho, sintió crujir el trueno en el cielo, despejado y sin nubes—Señor de los Mares, atiende mi llamada.

Ulior Skol detuvo el arma a medio camino y se dio la vuelta, dando un respingo.

—No puedes hacer eso – balbuceó, mirando a la costa, alarmado, y luego a Ioren.

Pero Ioren no le escuchaba. Su plegaria se alzó en el antiguo idioma del norte, y al tiempo que se elevaba su voz, los mares se retiraban de la orilla y una enorme ola espumosa se erguía en la lejanía, destellando con motas de luz plateada y brillante.

Driadan se puso en pie, con los ojos desorbitados. Los combates cesaron aquí y allá. Las llamas en la espada de Ulior Skol se extinguieron, y también el fuego de sus pupilas, cuando el miedo cubrió su corazón con la sombra de la gran ola. Todos los hombres miraban hacia el Rojo, embelesados y sin aliento. Su asombro duró unos segundos. Después, alguien gritó "¡A cubierto!", y los guerreros de ambos bandos echaron a correr hacia el camino del acantilado.

—No puedes hacer esto… - repitió Ulior Skol – los Dioses te han abandonado. Eres el portador de la desgracia. Ellos te dieron la espalda. Estás maldito. ¡Maldito!

Con la espada desnuda, arremetió desesperadamente contra el Rojo. Apuntó hacia su pecho, dispuesto a terminar con aquella pesadilla. Antes de que pudiera alcanzar su objetivo, la espada de Driadan le atravesó la nuca y asomó por su garganta. La sangre le pintó los labios de rojo y tiñó su capa de pieles. Ulior Skol cayó de rodillas en la arena y murió en cuestión de segundos.

El rugido de la ola se escuchaba ya muy cerca. El viento que la arrastraba hacía ondear con furia los cabellos de Ioren, que sentía esa paz abandonada y dulce, cercana al éxtasis, de quien se encuentra en el centro calmo y sereno de un torbellino. Driadan soltó la espada y se acercó a él, mirando por encima de su hombro hacia la colosal masa de agua y espuma que ya goteaba sobre ellos. Se abrazó con fuerza a la cintura de Ioren y alzó el rostro para mirarle, con semblante serio y sereno.

—El mar helado limpia – dijo.

Ioren suspiró.

—Ya hablas como un rey sabio. Ahora, no te sueltes.

—No me suelto.

El Rojo bajó los brazos y sujetó con fuerza al príncipe de Nirala. La ola descendió, estrellándose contra la playa y golpeando los acantilados, extendiendo sus dedos verdes y la espuma descontrolada y rabiosa hasta las mismas crestas rocosas donde las aves hacían sus nidos. Una mano gélida y húmeda le empujó la espalda. Después, fue como si un brazo poderoso le sostuviera, frío, mojado y burbujeante, mientras la furia de los océanos se desataba para limpiar lo que estaba sucio. Se le llenó de agua la boca y los oídos, y perdió el conocimiento.

Cuando el agua se retiró y los mares volvieron a estar en calma, la playa volvía a ser blanca. La sangre, los cadáveres y los listones de madera para el barco habían desaparecido. Ioren abrió los ojos, tendido sobre la arena. No le sorprendía estar vivo. Tampoco le sorprendió que Driadan siguiera entre sus brazos y que estuviera respirando, dormido, mojado y algo pálido, pero ileso.

Al fin y al cabo, él era Ioren el Rojo, hijo de Heren, de la sangre de los Señores del Mar y la estirpe de los que guían. Era el thane de Kelgard y los dioses le habían bendecido.

. . .

© Hendelie

4 comentarios:

  1. Que puedo decir despues de leer esto, pues simplemente que es maravilloso. Cuando pienso que el ultimo capitulo es inmejorable, me sorprendeis con el siguiente y es aun mejor. Gracias por esta historia que me tiene totalmente cautivada

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  2. Un capítulo muy emocionante por un momento llegué a pensar que Ulior Skol mataría a Driadan . Y el momento en el que Ioren llama alas aguas ... increible .

    Como siempre Hendelie gracias por compartir con nosotras esta maravillosa historia.

    Un abrazo

    Judith

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  3. Me ha encantado *-* pero que Ioren no se olvide que tal vez el dios ha acudido a su llamado porqué era para salvarle la vida a Driadan de Ulior. Ñeeeeee ¿hay un traidor en la tropa de Ioren? :O Aparte de la bruja esa maldita cabrona. Es que he estado pensando cuando he leido esto: "Amala nunca había querido delatar a Ioren y a Driadan. No recordaba haberlo hecho. Podría jurarlo". Vale, ha sido la bruja. Pero y si...

    Espero la proxima actuu *-*

    byee

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  4. Tengo que decir que me he emocionado un poco y todo. Estaba convencida de que la historia estaba ya destinada a un trágico final y que, aunque no eran los Dioses los que habían decidido que Driadan e Ioren se destruyeran entre ellos, no había salvación porque ambos creían que esos eran sus designios. Incluso pensé que cuando Ioren lo supiera ya no tendría fuerzas para cambiarlo.

    Y leer que no se han dejado aplastar me ha emocionado.

    Muchas gracias por escribir y publicar.

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