Esperamos que os guste.
. . .
Manos Blancas
Al abrir la puerta, el vapor especiado del local golpeó en
el rostro de Alain. En el exterior quedaría el perfume de la primavera
parisina, el aroma de la brisa nocturna preñada de flores abiertas y estrellas
que tanto le inspiraba. Se le empañaron las lentes y se las quitó para
limpiarlas con la solapa de la chaqueta, exhalando un suspiro de resignación.
David le tiraba de la manga con insistencia, señalando una mesa vacía que se
podía divisar a duras penas entre el humo de los cigarros.
—Sentémonos ahí—le instó. —¿Qué vas a querer beber? Cierra,
hombre. Estos lugares siempre tienen la puerta cerrada, ¿o es que quieres que
se revelen sus secretos a la calle?
Alain obedeció en silencio y se dejó guiar por su amigo,
escuchando su incesante parloteo con una pequeña parte de su atención y
dedicando el resto a observar el tugurio en el que le había metido. No era un
establecimiento a su gusto: las mesitas de cristal lacado se amontonaban en los
rincones del local, dominado por un escenario con cortinajes de terciopelo
raído. El suelo de madera estaba manchado y carcomido; los tablones se
levantaban y crujían bajo sus pasos. Una barra con grifos de cerveza se
extendía en un lateral, y en el otro, entre divanes con pipas de agua y cojines
esparcidos por el suelo, algunos caballeros vestidos invariablemente con traje
negro, pintaban en sus caballetes o mojaban la pluma para garrapatear sus
versos en cuartillas ajadas. Todo tenía un aspecto polvoriento y descuidado.
—¿Cómo pueden pintar con tan poca luz? —preguntó, interrumpiendo
a su amigo.
—Son expresionistas —explicó David, regalándole su sonrisa
de media luna. Al parecer estaba entusiasmado de estar allí. —Su pintura sale
directamente del alma, pintan sus sentimientos. No necesitan luz para eso.
—Necesitan luz para ver —apostilló Alain, pragmático.
—Bah.
David movió la mano, restándole importancia. Iba a
embarcarse en una nueva perorata cuando una mujer vestida con un escotado
corpiño y falda azul se acercó a tomar nota de sus pedidos, contemplándoles con
mal disimulada admiración.
Los dos amigos estaban acostumbrados a despertar ese tipo de
sentimientos con frecuencia y ambos eran conscientes de su atractivo. Sin
embargo, mientras que David lo disfrutaba, aprovechando al máximo su acento
británico, su mirada pícara y su labia insurgente para coleccionar amantes,
Alain solía mostrar desdén hacia quien se dejaba cautivar por su belleza
exterior. A pesar de la disconformidad de Alain, el dúo levantaba pasiones en
los cabarets y los cafés de Montmartre y Montparnasse, pues gustaba a los
habituales de aquellas zonas el contraste entre el elegante inglés de ojos
azules y pelo castaño y el alto y espigado Alain, con su rubia cabellera de
bucles largos recogida en la nuca y los ojos verdes, hechiceros. Pintor y escritor,
alegre y serio, hablador y silencioso, ambos conformaban un conjunto
complementario que solía llamar la atención.
—El expresionismo no necesita de una técnica tan depurada,
es la pintura del alma de cada artista, Alain —continuó David, en cuanto la camarera se hubo marchado. —La
deformidad, la perversión, lo que hay más allá de lo visible, eso es lo que
acude al pincel: visceral, estomacal, un torrente sanguíneo lleno de
subjetividad, que deforma la realidad para plasmarla tal y como la ven los ojos
de cada uno, la mirada personal de cada pintor. Hay que dejar las almas a
oscuras para pintar así. Por eso no importa la luz, ni siquiera importa que se
vea mal bajo estos quinqués moribundos.
—Me estás describiendo malos pintores —insistió Alain,
gélido.
David arqueó la ceja y le dedicó una mueca desdeñosa.
—Te estoy describiendo un movimiento artístico actual. Desde
luego eres duro como una piedra, ¿eh? Te pones muy desagradable siempre que te
llevo a ver sitios nuevos. ¿Por qué no intentas divertirte?
—Divertirme – Alain se inclinó hacia delante, volvió a
limpiarse las lentes, se las colocó y le miró fijamente a los ojos —Se me han
pegado los codos a la mesa de lo sucia que está. Esa mujer que está cantando en
el escenario parece una gallina, y no solo por el color de su pelo: me está
destrozando los oídos. La gente de ahí al lado está drogándose en los divanes.
Veo bastante difícil que pueda llegar a divertirme aquí, David.
El pintor se echó hacia atrás en la silla, volviendo la
vista hacia el escenario. Allí, una mujer rechoncha en ropa interior agitaba
una boa de plumas mientras destrozaba una canción intentando seguir la melodía
del acordeonista. Meneaba el trasero y los muslos extendiendo los brazos fofos,
intentando seducir a su público. Extrañamente, cuando terminó su espectáculo,
varios clientes le metieron arrugados billetes de veinte francos en las tiras
de la lencería.
La camarera regresó y depositó el pedido en la mesa con una
sonrisa espléndida: Una botella llena de un líquido glauco, una jarrita de
cristal con agua fresca, dos copas, dos cucharillas de metal y un azucarero de
cerámica desportillada.
—Que aproveche, caballeros.
La chica les guiñó el ojo y se marchó, contoneando las
caderas.
—Con esto te será mas fácil entretenerte mientras esperamos
al número estrella – dijo David. —Quién sabe. Quizá te alegre la noche.
Alain observó la botella verde y las copas dispuestas. Luego
miró a su compañero con suspicacia.
—¿Absenta?
—La fée verte, amigo
mío. ¿No me digas que tienes reparos?
Alain hizo una mueca desafiante y destapó la botella,
llenando las dos copas en una tercera parte. Después, tomó una de las
cucharillas metálicas con agujeros, abrió el azucarero y cogió un terrón con
los dedos. Lo colocó sobre la cucharilla y la dispuso en la parte superior de
su vaso. A continuación, tomó la jarrita de cristal y la inclinó para verter el
agua lentamente. El chorrito empapó el terrón y cayó, goteante, sobre la
absenta, convirtiéndola en una mezcla blanquecina y lechosa.
David observó con una media sonrisa.
—Precioso. Veo que tienes experiencia.
—No creo que exista ningún escritor francés de nuestro
tiempo que no sepa servir la absenta.
—¿Tienes la misma maestría a la hora de beberla?
Alain sonrió con malicia y se llevó la copa a los labios,
tragándose el contenido de un solo gesto. A continuación, se metió el terrón
medio disuelto en la boca y lo masticó. El inglés se echó a reír y él respondió
con una risa lenta y suave. Era muy difícil aburrirse con David; a pesar suyo
siempre conseguía sustraerle de todo lo que le incomodaba, como el olor
cargante de aquel antro, la sordidez de sus inquilinos y el calor pegajoso que
comenzaba a sentir allí.
—Ahora te toca a ti.
El licor aún le quemaba en el esófago y el estómago. Le
había calentado la piel y la sangre. Preparó la copa de su compañero con la
misma habilidad que da la práctica, y David la alzó para brindar.
—Por el expresionismo.
Brindaron sucesivamente. Primero fue el expresionismo,
después el impresionismo, más tarde por Byron, por Shelley, por Keats… todos
los poetas románticos de los que David era ferviente seguidor y los preferidos
de Alain tuvieron su momento en aquel continuo subir y bajar de copas, con el
cristal entrechocando y el fuego deslizándose por sus gargantas una y otra vez,
una y otra vez, una y otra vez. Y la absenta limpió la fealdad de aquel local,
convirtiéndolo en un lugar extraño y sobrenatural que ya no parecía el mismo;
despejó la mirada prisionera de Alain, que dejó de estar tenso y malhumorado y
empezó a aplaudir rabiosamente a las bailarinas y las piezas musicales,
revistió de encanto y hechizo la miseria y la mugre, abrió el corazón del
escritor y le llenó el alma, los ojos y la mente de imágenes fantásticas y
brillantes, de colores imposibles.
Se encontraban conversando sobre algo indefinido,
embriagados por los vapores del alcohol y recostados en sus sillas, cuando las
luces se redujeron y un juego de espejos proyectó destellos azules en las
paredes. Los dos amigos volvieron la mirada hacia el escenario al escuchar el
mágico canto de una chirimía, vibrante y cristalina.
—¡Des mains blanches!
—exclamó alguien entre el público.
Alain entrecerró los ojos, tratando de enfocar su mirada en
el escenario. Las cortinas carmesíes se alzaron con un bamboleo irregular entre
los murmullos de expectación de la concurrencia. Fuera lo que fuese lo que
ahora iba a tener lugar, Alain tuvo la sensación de que era lo que llevaban
esperando toda la noche.
—David… —murmuró —¿Qué viene ahora?
—No lo sé – respondió el inglés, en el mismo tono —¿No dicen
algo de “manos blancas” por ahí?
Alain asintió, con la vista fija en el escenario. La
chirimía seguía tejiendo su melodía hipnótica y las luces de pantalla azul
apuntaban hacia el centro de la tarima de madera, donde había una bañera de
bronce con patas de león. Del borde de la misma colgaba un brazo blanco,
delicado, lánguido, que apuntaba hacia el suelo en diagonal. Las líneas
perfectas de aquel antebrazo nacarado terminaban en una muñeca fina, de huesos
frágiles, y estaba rematado por una mano de dedos largos, curvados suavemente,
de uñas cuidadas y cortas.
Era un brazo precioso. Alain sintió deseos de tocarlo, y se
inclinó hacia delante para verlo mejor. Estaban bastante retirados del
escenario y no podía apreciar los detalles como le hubiera gustado, pero a la
luz fantástica de aquel juego de espejos y a través de la pátina de la absenta,
ese brazo blanco parecía hecho de rayos de luna y polvo de estrellas.
Iba a abrir la boca para proponerle a David acercarse más
cuando, al compás de la música, los dedos pálidos se movieron. El brazo se
levantó y su gemelo apareció, igual de grácil y pálido, goteando lágrimas
cristalinas. La figura sumergida en la bañera se puso de pie, con el sinuoso
ondular de una serpiente encantada y se mostró de perfil al público, empapada
en agua, con los labios entreabiertos. Y al hacerlo, Alain dio un respingo y se
le paró el corazón en el pecho, la respiración se le cortó en seco y un
hormigueo de emoción revelada se extendió por la punta de sus dedos.
Nunca había visto nada igual.
Al principio creyó que era una niña, una chica joven y sin
desarrollar. El largo cabello, negro como la pez, colgaba sobre sus hombros y
su espalda, chorreante de agua cristalina. Los brazos de cisne se habían
elevado sobre su cabeza y se movían con la sutilidad de los juncos mecidos por
el viento, en una danza lenta. La prenda de gasa blanca que le cubría el cuerpo
se pegaba a su figura rectilínea, esbelta y sin formas. A través de la tela
transparente, los pezones rosados, erguidos, brillaban en un pecho plano como
una tabla. El ombligo se hundía en un vientre liso de cintura estrecha y el
trasero se curvaba en una línea apenas pronunciada que hacía pensar en una
pubertad poco generosa. El rostro de la muchacha podría haber sido el de una
muñeca de porcelana: blanco como toda su piel, de labios rojos y mejillas
suavemente coloreadas, tenía las formas de una madonna o de un ángel niño. La nariz respingona se levantaba
con un desafío infantil, las cejas negras y finas se elevaban en arco como las
alas de un pájaro en vuelo y las orejas mostraban una extraña forma puntiaguda
en la parte superior. Pero los ojos… ah, aquellos ojos. Aquellos ojos se
clavaron en el alma de Alain cuando el muchacho se dio la vuelta para quedar de
frente hacia los espectadores y la transparencia de la túnica reveló entre sus
piernas que era un chico, y no una niña. Aquellos ojos azules y luminosos como
fuegos fatuos, enmarcados en un broche de pestañas negrísimas y curvadas
golpearon en su corazón como puñales de zafiro. Aquellos ojos rasgados,
fantásticos, resplandecientes, que reinaban en un rostro que era la expresión
más sublime de la inocencia y la pureza, que parecían cuajados de estrellas,
que miraban sin ver a la concurrencia mientras el joven, húmedo y hechizado por
un embrujo aparente, bailaba al son de la chirimía.
—Un ángel… —murmuró Alain, subyugado por la imagen que tenía
ante sí—. Es un ángel…
Si David respondió, él no pudo escucharle. El chico había
salido de la bañera y ahora se cimbreaba en una danza calmada y sensual, las
manos blancas como palomas abiertas sobre su cabeza, la cintura ondulante, los
diminutos pies dejando huellas de agua en la tarima de madera del escenario.
Todos sus movimientos eran gráciles y delicados.
Una sed violenta golpeó contra las sienes de Alain. Él, que
tanto despreciaba a quienes le juzgaban por su belleza exterior, él que se
jactaba de ser un escritor realista, de ser capaz de plasmar en palabras sin
ninguna concesión lo terrible y lo antiestético, lo repugnante y lo deforme,
él, que veía en el mundo todos los defectos, se encontraba ahora ante una
criatura en la que no podía hallar ninguno. Sus ojos habían sido secuestrados
por su imagen divina, su aliento robado, su cordura arrebatada. Sólo podía pensar
en acercarse, en tocarle, en rozar con los dedos aquellos brazos perfectos, esa
piel tersa y suave, los labios rojos.
Se levantó muy despacio, subyugado, y avanzó lentamente.
Mientras caminaba, su mente empezó a tejer por sí misma
figuraciones y fantasías. Se imaginó la frescura de sus labios mojados bajo su
boca. Su cuerpo, frío, pegado al suyo. El sonido de su voz. Cosas que nunca
había pensado, las pensó entonces, deseos que jamás se había permitido se los
permitió entonces, mientras caminaba hacia el bailarín, cuyas pestañas al
batirse marcaban cada inspiración y expiración de su aliento. Sin desviar la
mirada de él, empujó a un tipo grande que le gruñó, haciéndose sitio entre los
espectadores de la primera fila. Se abrió paso a codazos, como buenamente pudo,
hasta que la madera del escenario le detuvo.
“Un ángel. Es un ángel que ha descendido a la tierra, o un
sueño de absenta… ¿Estoy soñando? Tengo que tocarle, tengo que saber que es
real”, se dijo.
Y cuando alzó la mano, aún con los ojos fijos en los suyos,
cuando sus dedos temblorosos estuvieron a punto de rozar el tobillo luminoso y
opalescente del chico, el bajo de su toga le acarició los nudillos, hubo un
revoloteo de gasas y velos y los ropajes vacíos cayeron al suelo.
Sorprendido, Alain jadeó, al igual que todos los
espectadores. Buscó con la mirada al misterioso danzante, que había
desaparecido delante mismo de sus narices. Encontró una pierna desnuda y el
brazo perfecto asomando de la bañera de bronce, los ojos azules, intensos, fosfóricos,
que le miraban a él. Con la garganta seca, Alain quiso apoyar las manos para
encaramarse al escenario y correr hacia su objeto de deseo, pero se encontró
incapaz de hacer el menor movimiento.
—¿Cómo lo ha hecho? —dijo alguien en un susurro.
—Es un mago.
A diferencia de la algarabía y los silbidos que habían
llenado el ambiente cuando actuaban las vedettes, ahora las voces hablaban en murmullos inaudibles y la fascinación
convertía al público en una masa de hombres y mujeres de ojos fijos y bocas entreabiertas,
embrujados por la belleza imposible de aquel joven.
—No es un mago, es un duende.
—Es el manos blancas.
El chico alzó el rostro en la bañera, se apartó la larga
cabellera hacia los hombros y sonrió. Su expresión angelical desapareció, sustituida
por una mueca traviesa y seductora, incitante. Aquella sonrisa, esa mirada que
Alain interpretó como dirigida hacia él, y solo a él, provocó una descarga de
excitación en la espalda del escritor, le tensó los nervios y convirtió la sed
abrasadora en un anticipo de la demencia. Y entonces, moviendo la pierna arriba
y abajo con languidez y ondulando en el interior de la bañera, invitador y
sugestivo, aquel demonio con cara de ángel empezó a cantar con una voz suave y
escurridiza, de contralto.
Las luces azuladas arrancaban destellos perlados a la
deliciosa piel del joven y la canción parecía adormecer y prometer al mismo
tiempo: Una promesa de caricias íntimas, de entrega, de delicias celestiales y
gemidos apagados, de sabor a carne tierna y labios escurridizos. El idioma era
imposible de identificar, a veces parecía francés, un francés antiguo y
ancestral, otras latín, otras griego… y sin embargo, el significado de las
palabras llegaba al alma de alguna manera, la estimulaba y la preparaba para un
paraíso de tentación. Pero antes, dormir.
Antes, dormir.
Y lentamente, el hechizo cayó sobre él. Le rozó los párpados
con dedos suaves y todo se volvió negro.
Después se sintió flotar en la sala, entre los efluvios de
la absenta y un aroma arcano, extraño. Estaba soñando, o eso creía, y en su
sueño, los ojos azules del ángel permanecían sobre él, brillando como
estrellas. Salía de la bañera, desnudo como una ninfa, y le tendía la mano.
Alain la cogía y el ángel le llevaba detrás del escenario, a lo largo de
pasillos oscuros, guiándole en la tiniebla con el murmullo de sus pasos húmedos
como único sonido y la mano blanca, fresca, prendida a sus dedos. Por último,
le franqueaba el paso hacia una habitación estrecha, cubierta de alfombras y
cojines, donde una única vela titilaba en una hornacina, y le hacía un gesto a
Alain para que se recostase. Tendidos ambos en el suelo, se encaramaba sobre él
y se apretaba contra su cuerpo, hablándole con aquella voz ambigua, mirándole a
él, sólo a él.
—¿Quieres tenerme? —le preguntaba, rozándole los labios con
su boca—. Puedes poseerme. Seré para ti, si me llevas contigo.
—¿Cómo te llamas? —respondía Alain, embriagado y rendido,
volviéndose loco de hambre y de deseo —Sí, sí. ¿Cómo te llamas?
Sus manos se llenaban de la piel suave y mojada, sus
pulmones estaban a punto de estallar, anegados con el perfume indefinido del
joven, que también flotaba en la estancia.
—Si te lo digo, ¿me llevarás contigo?
Alain asintió con la cabeza. Estaba comenzando a marearse y
le temblaba el aire en los labios mientras le acariciaba. Su piel parecía hecha
de crema, su aliento era dulce, su boca tan suave como los pétalos. Los ojos
azules parecieron encenderse con una llama renovada y el chico estrechó los
labios contra los suyos en un beso que Alain consumió con avidez desesperada,
abriéndose paso a la fuerza para buscar su lengua, devorándole mientras cerraba
los brazos a su alrededor y los dedos, como garras, sobre su piel.
—Danava —susurró el muchacho, en un gemido desvaído.
Después, Alain ya no pudo ver, ni oír, ni sentir nada más.
Cuando despertó, lo hizo dando un respingo. Estaba tirado en
el suelo, cerca del escenario, y una camarera pasaba la escoba en alguna parte,
haciendo un sonido rasposo y desagradable. Las lámparas se habían apagado y el
feo establecimiento se pintaba con la gris penumbra del amanecer, que se
filtraba por la única ventana abierta. Recolocándose la chaqueta y tratando de
recuperar toda la dignidad perdida, Alain se incorporó y se sacudió el polvo de
las rodillas y las manos. Se peinó con los dedos y caminó a duras penas entre
las mesas. Comprobó que no era el único que había echado una siesta en aquella
extraña taberna: había cuerpos tirados aquí y allá, algunos con las boquillas
de las pipas de agua entre los dedos, otros dormitando encima de las mesas con
la postura de quien cae redondo a causa del exceso de bebida.
En este último grupo se contaba David, a quien Alain
localizó finalmente, derrumbado en la mesa que habían compartido. Con un
suspiro de alivio, le puso la mano en el hombro y le zarandeó.
—David —llamó, con voz enronquecida—. David, despierta.
El inglés gruñó, le dio un manotazo y le ignoró
flagrantemente. “Estúpido borracho”.
—David, vámonos de una maldita vez – insistió, en esta
ocasión con más energía – Ya casi es de día.
Esta última afirmación hizo reaccionar al pintor, que
levantó la cabeza con un sobresalto. Inmediatamente, tuvo que llevarse las
manos a las sienes con un gesto de dolor.
—Por todos los… tengo el infierno aquí dentro.
—Dímelo a mí.
Con lentitud geriátrica, ambos compañeros se afanaron en
recuperar una decente verticalidad, repasaron sus indumentarias, se volvieron a
peinar y se ayudaron, mareados y con náuseas, a salir del establecimiento. Las
calles de París les recibieron con un amanecer frío, brisa cortante y una
temprana llovizna primaveral.
—¿Tanto bebimos? – se quejó David, con los ojos
entrecerrados como un gato al sol – No recuerdo que fuera para tanto.
—Yo tampoco… pero al parecer, lo fue. ¿Nos vamos a casa?
—Sí, por favor—. dijo entonces una voz desconocida, sutil,
ambigua, de contralto.
Ambos se sobresaltaron. Al mirar a su izquierda, repararon
en un muchacho que les observaba a pocos pasos, amparado bajo las cornisas del
edificio. Sus ojos azules resplandecían, brillantes, en un nido de pestañas
negras. Llevaba un abrigo rojo de mujer que le llegaba a los tobillos,
abrochado hasta arriba, y el pelo recogido en la nuca metido por dentro del
cuello levantado de la prenda. Los diminutos pies, blancos como perlas, estaban
descalzos sobre el suelo sucio de aquella callejuela de Montparnasse.
David arqueó las cejas.
—¿Y tú quien eres?
Alain le hizo a un lado con el brazo, los ojos clavados en
el joven. Ahogó una exclamación, sobrecogido por la sorpresa. Al instante,
extendió la mano hacia él y el chico la cogió, con una sonrisa de felino
complacido.
—¿Alain?
David esperaba una explicación.
—Es… su nombre es… - balbuceó el escritor, incapaz de hallar
palabras en el torbellino en el que se había convertido su mente.
El corazón le brincaba en el pecho. Su vientre se abrió,
rugiendo en silencio, con un hambre renovada al rozar las yemas blancas de sus
dedos, mientras la confusión se apoderaba de sus razonamientos. ¿Qué había sido
real, qué parte fue soñada? ¿Acaso la absenta había distorsionado su memoria?
¿Había vivido realmente el momento en el que Danava salió al escenario,
precioso y perfecto como una figura de porcelana? ¿Era un ángel venido a la
tierra o un joven de compañía al que habían invitado a unas copas para
divertirse un rato? ¿Cuáles eran los verdaderos recuerdos?
—Su nombre es Dan…
—Dorian – interrumpió el chico – Mi nombre es Dorian.
Alain asintió. David ladeó la cabeza y sonrió, dirigiendo
una mirada de extrañeza a su compañero.
—Ah… bien. Claro. ¿Vienes con nosotros, entonces?
Los ojos azules del inglés iban de uno a otro. Alain no
estaba en condiciones de responder nada coherente, así que recurrió a la
mentira, apretando los dedos del muchacho con su mano.
—Sí, anoche acordamos que se quedaría con nosotros unos
días. Para hacerte de modelo. ¿No lo recuerdas?
David negó con la cabeza. Les observaba con curiosidad y
quizá con algo de desconfianza, pero no puso ningún impedimento. Dorian le
volvió a sonreír, y finalmente, los tres se pusieron en marcha a través de las
calles de Montparnasse.
Un cuervo, posado en lo alto de una farola, fue el único
espectador de su partida. Ladeó la cabeza, curioso, mientras sus ojos
anaranjados observaban las huellas de humedad que los pies de Dorian dejaban en
el suelo ya de por sí mojado. El resplandor plateado, estelar y sobrenatural
que desprendían durante apenas un segundo después de que el muchacho levantara
el pie atrajo su atención. Pero los cuervos, a diferencia de los humanos, son
criaturas mucho más prudentes, y saben reconocer a los Manos Blancas cuando los
ven. Por eso, el ave se limitó a erizar las plumas y graznar un par de veces
antes de emprender el vuelo.
Las campanas de Sant-Sulpice repicaron seis veces.
. . .
© Hendelie
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