miércoles, 23 de mayo de 2012

Flores de Asfalto: El Despertar — XXV


15 de Abril — David

La vida cotidiana volvió a ajustarse como un reloj antiguo. Cuando Ruth y David se hubieron instalado definitivamente en su nuevo hogar los días comenzaron a ablandarse, a tornarse más flexibles, a fluir con más rapidez. La primera semana fue un parpadeo y la segunda también. La casa que compartían comenzó a cobrar vida y, como ella decía, se hizo más suya que antes. Ruth llenó su habitación con trastos variopintos. Un caballete, maletines de madera, cajas de pinceles, telas que colgó aquí y allá. Colocó varias macetas para dar alegría al hogar, eso dijo. David compró una almohada, sábanas y colcha. Ordenó sus libros y guardó la ropa en el armario. Pensó seriamente en poner un póster en la pared, pero no estaba muy seguro sobre qué imagen debía escoger. Siempre le habían gustado las estéticas oscuras y siniestras, pero ahora no lo tenía tan claro. Finalmente, colocó una enorme lámina que compró en un centro comercial: la panorámica en blanco y negro de una ciudad de principios de siglo veinte cubierta por una espesa niebla.

—Ahora sí es nuestra casa—afirmó Ruth, una vez estuvo satisfecha. Y tardó en estarlo.

Cada día, David iba a trabajar y regresaba a las ocho. Si Ruth no había bajado al Camaleón, cenaban juntos y charlaban sobre las vicisitudes de su día, salían a fumar al balcón o iban a dar una vuelta. Los fines de semana hacían planes con Berenice y Samuel. Los domingos, David se los reservaba para sí mismo. Solía ir al Barrio Viejo a pasear, o regresaba a las inmediaciones de sus antiguos hogares, el barrio de la periferia y la casa de la señora anciana.

Aquella tarde de domingo llovía a cántaros. La había pasado vagando por los túneles del casco antiguo y tocando con los dedos las inscripciones de las paredes, pensando en Gabriel, en sí mismo y en su futuro. Había decidido matricularse en la Universidad y la perspectiva le resultaba al mismo tiempo excitante y algo atemorizadora. David ya había fracasado en muchas cosas, si también fracasaba en los estudios se angustiaría. Aunque intentaría que eso no ocurriese. Después del largo paseo, regresó a casa en el suburbano. Al salir del metro, el móvil empezó a vibrarle en el bolsillo y se lo llevó a la oreja.

—¿Qué hay, Ruth?

—Oye, cuando vuelvas pásate por el Camaleón. Estamos aquí con los chicos.

David frunció el ceño y se refugió bajo una cornisa. Una mujer con un par de bolsas le había dado un empujón mientras subía las escaleras para volver a la superficie. La zona estaba bastante concurrida a aquella hora. El chaparrón había comenzado de manera imprevista y muchos volvían precipitadamente a sus casas; el aguacero había interrumpido sus compras en el mercadillo dominical del barrio.

—¿Quiénes estáis?—preguntó David, sin disimular su suspicacia.

—Pues Nice, Eric y Oscar. Y yo, claro.

“Claro”. Hizo una mueca de fastidio. No entendía qué coño le veía Ruth a Eric. Sospechaba que el cantante le gustaba un poco, porque no dejaba de hablar de él. Se los encontraban mucho en el Camaleón, tanto a él como a sus compañeros y algunas veces se cruzaban por el barrio, pero a David seguía causándole rechazo ese tipo. El hecho de coincidir a menudo no contribuía a hacer que dejara de detestarle, pues cuando empezaba a olvidarse de su irracionalmente molesta presencia, siempre volvía a aparecer como para recordarle el asco que le daba.

—¿Vienes entonces?—preguntó Ruth, alertada por el prolongado silencio al otro lado de la línea.—Venga, pásate un rato. He estado en la Universidad, te he mirado las cosas que me pediste y te traigo papeles, así te los doy y comentamos.

—Me lo puedes dar en casa cuando vuelvas. Está lloviendo y estoy vago.

—No seas así, David. Va, por favor, ven con nosotros un rato. Te prometo que será poco tiempo.

El chico exhaló un suspiro. Cuando su amiga le ponía esa voz suplicante no podía decirle que no. Además, en cierto modo aún se sentía en deuda con ella por su desapego del pasado, de modo que terminó por aceptar.

—De acuerdo. Llego en diez minutos.

Recorrió a toda prisa la distancia que le separaba del bulevar. Las hojas de los árboles chorreaban lluvia. Un hombre con un abrigo largo de cuello de flecos tropezó con él de frente. El tipo le apartó de un empujón y David le lanzó una mirada asesina.

—Cuidado por donde vas, chaval—espetó el tipo con acritud.

—Cuidado tú.

El hombre era rubio y llevaba el pelo largo. Debía ser modelo o músico, a juzgar por su aspecto un tanto glam y desenfadado. Tenía los ojos extraños, con un brillo violáceo. Los entrecerró, abriendo las aletas de la nariz en una mueca de ira. Luego le señaló con el dedo y siguió su camino con bastante prisa. David hizo un gesto de desprecio a espaldas de aquel figurín. “Botas de cowboy. Vaya tela”. Le imitó y aceleró el paso hasta el bar. A través de la cortina de lluvia que cubría la ciudad los colores parecían haberse apagado. Al alzar la vista al cielo sólo vio nubes oscuras y apelmazadas.

A pesar de la tediosa expectativa de pasar parte de la tarde aguantando las miradas de Eric, cuando abrió la puerta del Camaleón la calidez y la música que sonaba casi de fondo le resultaron acogedoras. Ese bar se había convertido en su lugar de encuentro precisamente por ser acogedor. Se sacudió la lluvia de la cazadora y del pelo mientras caminaba hacia la mesa que ocupaban sus compañeros.

Las risas de Ruth y Berenice se escuchaban desde bien lejos. Estaban sentadas con los vasos medio vacíos sobre la tabla, charlando animadamente. Eric, con su pelo rizado y su aspecto urbanita llevaba una camisa de rayas remangada y unos vaqueros con rodilleras. Fue el primero en verle y el primero en dedicarle una sonrisa. Los ojos oscuros le escudriñaban a fondo.

—Hola, David.

“Estúpido, mira que le gusta ir de moderno”, pensó tras observar su indumentaria.

No tenía nada en especial contra la ropa de Eric salvo que era él quien la llevaba. En cuanto a sí mismo, desde que abandonó su estética de ave nocturna había optado por una versión menos excesiva de la misma moda oscura y sofisticada que luciera en el pasado: vaqueros y camisetas negras, a veces con estampados estilo tatuaje o con cremalleras discretas. En ocasiones utilizaba botas, pero solía vestir deportivas en los pies, y ya no se teñía el pelo de negro ni se pintaba los ojos, salvo algunas noches por darse el capricho. Estaba examinando a fondo al imbécil de Eric para cerciorarse de lo mal que le sentaría su ropa cuando Berenice le dio una palmada en el trasero con toda la fuerza de sus pequeños bíceps.

—Hola, culito de natillas.

—Por dios, Berenice… cada día estás peor. Hola—volvió rápidamente la mirada hacia Ruth mientras su otra amiga se reía por lo bajo—no veas la que está cayendo.

—Hola, cariño. Siéntate.

Obedeció, cogiendo un taburete vacío y buscando colocarse estratégicamente entre sus dos compañeras, pero Berenice se hizo a un lado al verle llegar con su banqueta, de forma que no le quedó más remedio que sentarse junto al otro chico.

—¿Qué hay?—preguntó Oscar.

David se limitó a asentir con la cabeza, indicando que seguía vivo y que con eso estaba bien. Ruth y Nice parloteaban con intensidad acerca de una serie de vampiros que estaban viendo en televisión últimamente. Al parecer, Eric la conocía y se encontraban compartiendo anécdotas.

Cuando la camarera se acercó, pidió un café con hielo. Después se dedicó a contemplar la luz grisácea a través del cristal esmerilado de la puerta y escuchar lo que decían los demás. El chico que tenía al lado parecía tener el mismo ánimo tranquilo y reflexivo que él, y lo agradeció silenciosamente. Solía mostrarse muy distante con los miembros de Narcolepsia a causa de la antipatía que le producía Eric y también huyendo de la afabilidad que solían mostrar, yendo a charlar con Ruth y con él siempre que se encontraban en el Camaleón o cuando se cruzaban por el barrio. A David no le gustaba la simpatía repentina y sin razón. Le hacía sentirse incómodo y en cierto modo invadido, o sospechar que querían algo de él. Ruth, en cambio, estaba encantada con el ánimo sociable de los “narcos”, como él los llamaba despectivamente.

—Está bien tener amigos por aquí, David—solía decir ella—. Nunca se sabe.

Muy cierto, nunca se sabía. Él era desconfiado y poco sociable, en parte por naturaleza y en parte por el tipo de vida que había llevado en los años anteriores y las experiencias del pasado. Pero en parte, Ruth tenía razón. Y además, aunque Eric fuera gilipollas, resabiado y demasiado hipster para su gusto, el resto de los músicos no tenían la culpa y él mismo les había metido en el mismo saco que a su líder. En un esfuerzo por ser amable, le tendió su vaso al tal Oscar.

—¿Quieres un poco?

El bajista se volvió hacia él, un poco sorprendido. Era mayor que ellos. Debía rondar los veintiséis o veintisiete y siempre parecía un poco en su propio mundo. Tenía los ojos de color castaño cálido y el pelo por los hombros, cortado a capas con un estilo que a David le resultaba un poco anticuado. Era pelirrojo natural y tenía la cara y el cuello cubiertos de pecas, aunque su piel estaba ligeramente bronceada, lo cual le salvaba del aspecto lechoso y frágil que exhibían otros como él.

—No, gracias. Ya me he tomado unos cuantos.—Sonrió, y al hacerlo mostró una fila de dientes iguales, salvo un canino que se montaba un poco sobre el incisivo que tenía al lado.—Quizá más tarde.

—¿Te has tomado unos cuantos?—David levantó una ceja. Luego cayó en la cuenta:—Ah, que tú eres el que se duerme.

—Sí, más o menos—respondió el joven. Luego se rió un poco y apartó la vista.

No hizo ademán de proseguir la conversación sino que detuvo las pupilas en el vaso de tubo vacío que tenía ante sí y se quedó contemplándolo con aire reflexivo, otra vez en su mundo. Quizá fue por eso que David sintió curiosidad. Se fijó un poco mejor en él: Llevaba una camiseta gris con una línea roja en el pecho y unos vaqueros muy normales. No tenía pulseras ni reloj, sólo una goma del pelo en la muñeca. Y una cadenita de oro con un crucifijo minúsculo colgada del cuello. “Cristiano, sobrio y tímido”, definió de inmediato. “Y enfermo crónico. Qué particular”. Iba a preguntarle precisamente por eso de los ataques de sueño cuando un tirón en la manga le hizo reaccionar y volverse hacia los demás.

—¿A que si, David?

—¿A que sí qué?—preguntó con desgana.

Berenice lucía una sonrisa traviesa y Ruth había bajado la mirada, como si no quisiera tener nada que ver con alguna broma pesada que en el fondo le hiciera gracia. Eric mantenía los ojos oscuros fijos en él y la barbilla apoyada en el puño. Fue él quien habló.

—Dicen que antes te vestías como un vampiro.

—Parecido—replicó él, dando un sorbo a su bebida.

“Que imbécil es. No lo soporto”.

—¿Y ya no lo haces? ¿O es que eso lo guardas sólo para la noche?

David dejó el café en la mesa.

—No, sólo me pongo la capa y los colmillos cuando salgo a cazar. Ya sabes, tenemos que alimentarnos.

Le seguía el juego sin interés. No le hubiera importado dejarle con la palabra en la boca, pero no quería incomodar a sus dos amigas. Ruth le miró de reojo, fugazmente.

—¿Tu también brillas en la oscuridad, como los de Crepúsculo?

Berenice se echó a reir.

—Eso es solo de día.

—Así que eres un hijo de la noche.

David alzó la mirada y atravesó a Eric con ella, apretando un poco el cristal del vaso. El comentario había sido como una flecha envenenada que le hizo reaccionar de un modo visceral.

—Mejor no mentemos a las madres y los padres de cada cual.

Que le llamara así le había molestado. Era como un escozor por dentro, un picor intenso que no sabía definir ni ubicar. Pero Eric sonrió conciliador y acercó la mano para ponerla sobre la suya. Los ojos de Ruth siguieron la mano de Eric y luego pestañeó varias veces. David se dio cuenta y se tensó más.

—Vale, vale, no te enfades.

Se sacudió su contacto de encima con cierta brusquedad.

—No me enfado—escupió—. Y no me toques.

El joven del pelo rizado se echó un poco hacia atrás en la silla, sorprendido por la hostilidad manifiesta de David. El ambiente se enrareció enseguida, como si alguien hubiera abierto la puerta del frigorífico liberando el frío y el aroma a comida pasada. Hubo un largo silencio que nadie parecía saber cómo romper. Entonces Berenice habló.

—Pues yo creo que los vampiros de Crepúsculo no están tan mal. Es decir, parecen todos maricas. Sin ofender, David, pero es que es así. Y no tienen un aspecto muy fiero, ¿vale? Pero está bien eso de que sean tan duros y que los perros les rompan a mordiscos.

Eric dudó un poco pero finalmente volvió a prestarle atención a la chica y dejó de mirar a David, el cual soltó un suspiro de alivio y se levantó para ir al baño. “Encima la otra dejando en evidencia mi sexualidad delante de los desconocidos.”

Estupendo.

Entró al cuarto de baño y cerró de un portazo.

—Es que tiene huevos la cosa.

Abrió el grifo, humedeciéndose las manos y mirándose en el espejo. Tenía las pupilas pequeñas y expresión de ira contenida. “Siempre me tienen que tocar los cojones. Es el idiota este.” ¿Por qué estaban hablando de él? Ellos siempre tenían cosas fascinantes de las que charlar. El engreído de Eric era único encontrando temas de conversación metafísicos y enredando en ellos a Ruth. Después intentaba hacerle participar a él, haciéndole preguntas insistentes.

No le soportaba. Y lo peor era que tenía que aguantarle incluso cuando no estaba. En casa no era raro escuchar a Ruth hablando de las cosas que Eric le había contado, de las geniales ideas que Eric había tenido, de la estupenda forma de ser de Eric, de las reflexiones tan profundas de Eric. Eric, Eric, Eric. Le estaba aborreciendo.

Se quedó mirándose al espejo un rato.

“Estoy siendo injusto”, se dijo. “¿Estoy siendo injusto? Quizá debería esforzarme más. El otro chaval parece majo, y muy normal. Y a este le estoy cogiendo rabia sin mucho fundamento, ¿no es cierto?”

—Es cierto—le dijo a su reflejo. Suspiró y se pasó la mano por el flequillo que llevaba peinado hacia el lado. Lo tenía larguísimo, ya le colgaba hasta la base del cuello. —Es cierto, y tengo que cortarme esto.

Chasqueó la lengua y se dispuso a salir fuera. Tendría que disculparse con el resabiado narco. Pero al abrir la puerta, se dio cuenta de que ni siquiera en eso iba a poder tener la iniciativa. El entrometido de las narices estaba ahí plantado, con la mano en el picaporte. Dio unos pasos hacia atrás y volvió a ponerse a la defensiva, mirando con desprecio sus mangas de camisa redobladas.

—¿Ahora me persigues?

Eric esbozó una sonrisa y soltó el pomo, alzando ambas manos con las palmas hacia fuera, en son de paz.

—En absoluto. Disculpa.

Le miró de arriba abajo. Luego se hizo a un lado y le mostró los urinarios con un gesto de la mano.

—En ese caso has venido a mear, ¿no? Ahí los tienes. Todos tuyos.

Iba a seguir su camino y reunirse con los demás, pero él suspiró y cerró la puerta a su espalda, observándole de nuevo con expresión conciliadora. Puede que su semblante fuera tranquilo, pero David fijó la mirada en la puerta que él había cerrado. Había muchas cosas de Eric que odiaba, pero que le encerraran en un baño, eso lo odiaba con toda la fuerza de su alma. Y al parecer su alma era muy fuerte, porque el odio le hormigueó en la cara interior de las venas y se imaginó a sí mismo golpeando la cabeza de Eric contra los sanitarios hasta que el blanco estuviera teñido de rojo.

“Rojo por todas partes”.

—Quiero hablar contigo—comenzó Eric—. En privado.

—Quítate de la puerta o te reviento la tapa de los sesos—respondió David con mucha tranquilidad—. En privado también.

El otro alzó las cejas. Parpadeó un par de veces y después soltó una risilla incrédula.

—Chico, eres demasiado agresivo conmigo. ¿Te he hecho algo?

“Me alegra que me hagas esa pregunta”. David comenzó a enumerar con voz plana.

—No me gusta cómo hablas. Pareces un jodido sabelotodo que quiere dárselas de moderno y de listillo. No me gustan tus poses en el escenario. Se ve que te crees una superestrella o algo así. No dejas de mirarme, eso también lo odio. Y tus ojos son feos, como bolas de cristal sin expresión. Detesto tu pelo, pareces una oveja de mierda. Tampoco me gusta tu nariz. Ah, ni tu ropa. Tu ropa es verdaderamente infame, con esas rodilleras y esas camisas ajustadas de indie-brit-pop.

La cara de Eric había ido componiendo una expresión cada vez más perpleja. Cuando David hubo terminado, lo único que dijo fue:

—¿Indie-brit-pop? Creo que te has inventado ese término.

—¿Ves?—David le señaló—eres un jodido sabiondo.

—Y tú dices muchos tacos.

Eric se echó a reír. David bufó.

—Déjame salir. No quiero pelearme contigo, Ruth dice que es bueno tener amigos por aquí y no quiero hacerla sufrir.

—¿Es tu novia?

—Claro que no. ¿No has escuchado antes a Berenice?

—Así que te van los tíos—comentó, esbozando una sonrisa lobuna.

—Sí. Pero solo los que no parecen gilipollas. —David levantó la barbilla, desafiante. — ¿Quieres saber algo más?

—Pues ya que lo dices, sí. Me gustaría que me dieras tu teléfono y que quedáramos un día. Tu y yo solos.

Eric sonrió. David hizo un gesto de hastiada incredulidad, elevando el labio superior en la comisura.

—Ya te he dicho que sólo me gustan los que no parecen gilipollas.

—Si, ya me he dado cuenta de que no me puedes ni ver.

—¿Y entonces por qué insistes, si puede saberse?

—Porque quiero que me des una oportunidad.

—¿Una oportunidad?—se echó a reír, estupefacto. Menudo descaro.—¿Una oportunidad para qué?

—Para conocerte mejor.

—Yo no quiero que me conozcas mejor.

—Pero tú deberías conocerte mejor a ti mismo.

—Ah claro, ¿y me vas a enseñar tu? ¿Además de gilipollas eres psicólogo?

—Dicen que ambas cosas van juntas.—Eric volvió a reír y se metió las manos en los bolsillos. Iba sin afeitar y el vello oscuro y grueso sobresalía de los poros de su barbilla. A Ruth seguro que eso le parecía sexy y atractivo, a él le resultó asqueroso sin motivo aparente. —Te prometo que lo que tengo que contarte te resultará interesante.

—¿De qué se trata?—preguntó, sin saber muy bien por qué seguía prestando atención a aquel tipo.

—De lo que es real y no es real. ¿Nunca has tenido la sensación de estar flotando entre las brumas de un sueño?

A David se le bajó la sangre a los pies. Luego negó con la cabeza y caminó, decidido, hacia la puerta. Por dentro se sentía como gelatina, pero se cuidó muy mucho de que Eric no pudiera notarlo.

—Déjate de historias. Si lo que quieres es follar, te buscas a otro. Yo no voy a picar con esos trucos de prestidigitador.

David agarró el picaporte por encima del brazo de Eric. Él suspiró y levantó los ojos al techo, meneó la cabeza y por último se apartó de la hoja de madera.

—Me lo pones muy difícil, David.

—Que te den por el culo, Eric. —Prácticamente escupió su nombre. Abrió la puerta de un tirón y le dedicó una mirada de desprecio, observándole de arriba a abajo.—Sólo te aguanto por Ruth. No me pongas a prueba.

—Vale, vale.

El narco apartó al fin la vista. Al parecer, se había dado por vencido, al menos por un tiempo. David salió estirándose la camiseta y se sentó en la mesa, donde Ruth y Berenice andaban cuchicheando. La mirada de su compañera de piso era sorprendida y algo triste, aunque esbozó una sonrisa al verle.

—¿Qué pasa, es que os habéis enrollado en el baño?—exclamó Berenice, bien alto, nada más avistar a David en su camino de regreso. Luego levantó el puño y empezó a hacerlo girar en el aire mientras hacía un sonido agudo con la voz.

—Claro que no, estúpida.

—¿Y por qué has tardado tanto?

La pregunta de Ruth era forzadamente inocente. Su sonrisa se mantenía con imperdibles. “Joder, sí que le gusta el gilipollas”. Meneó la cabeza y le devolvió la sonrisa, la suya mucho más segura, mientras pensaba qué decir y cómo hacerlo. Era muy difícil expresarse ahora, sobre todo porque estaba convencido de que las intenciones de Eric para con él, fueran cuales fuesen, no eran buenas. Y posiblemente, no eran del todo heterosexuales. No quería que Ruth resultara herida, y mucho menos por ese cantamañanas. No podía desengañarla aún, y además, estaba convencido de que los desengaños funcionaban mejor cuando era uno mismo quien llegaba a ellos, aunque fuera doloroso. El recuerdo de Lieren se le cruzó de pronto y amenazó con ensombrecerle el semblante, pero se rehizo y volvió a mirar a Ruth.

—Me ha estado preguntando por ti.

Mintió. Pero solo a medias. Y el rostro de Ruth se iluminó de pronto, sorprendida y maravillada. “Supongo que vale la pena. Espero no estar cagándola más.”

—¿Por mí?

—Sí. Me ha dicho que si éramos novios. Le he tenido que explicar que no, que sólo vivimos juntos.

Entonces Oscar, que había estado ahí, silencioso, pasando desapercibido como una estatua, alzó la vista hacia ellos con cierta confusión.

—Vaya, todos pensábamos que erais pareja.

—¿Ah si?—David esbozó una media sonrisa—. Pues no, no lo somos. Ruth está libre.

—Calla, idiota—le reprochó su amiga, dándole con la mano en el antebrazo—. No lo digas así, que parece que vaya buscando algo.

—¿Y tu no tienes novia, David?

El pelirrojo hizo la pregunta casi de pasada, mientras encendía un cigarrillo con un mechero de propaganda de un taller mecánico. De pronto, a David le resultó encantador aquel chico de voz suave, modales contenidos, discreto y pudoroso. No pudo evitar que le aflorase una sonrisa sutil a los labios.

—No, yo no tengo novia.

Eric regresó del cuarto de baño en aquel momento y ocupó su lugar, mirando alrededor y tratando de pillar el hilo de la conversación. Llegó justo a tiempo.

—Es marica—apostilló Berenice, señalándole. Su querida amiga, siempre dispuesta a resaltar detalles de su vida personal sin que fuera necesario. David asintió. Qué remedio.

Dio un trago al café. El hielo se había derretido casi por completo.

—Exacto, soy maricón perdido—corroboró.

Quizá lo dijo con cierta actitud desafiante, pero la presencia de Eric volvía a alterarle los nervios. Oscar se mostró algo turbado y les miró sucesivamente como para comprobar si estaban de broma o no. Finalmente asintió.

—Ah, qué bien. Pues me alegro.

Berenice alzó las cejas. Ruth soltó una carcajada y se tapó la boca. David miró al chico con ojos chispeantes y se rió por lo bajo, apartándose el flequillo. Esta vez, Oscar no se azoró. Una media sonrisa discreta apareció en su comisura y le sostuvo la mirada unos segundos.

—Yo también me alegro—dijo él, disfrutando con lo surrealista de la situación.

—Bueno, al menos algo hace feliz a nuestro David—comentó Eric, con una sonrisa burlona.

—Muchas cosas me hacen feliz—añadió él. No le gustaban esas sonrisas de Eric, había olvidado comentárselo en el cuarto de baño. Esas sonrisas le hacían pensar que el muy desgraciado había escuchado un chiste que nadie más entendía. —Pero ninguna que tú conozcas.

—Ya, claro. Aunque a Oscar le conozco.

—Él no es una cosa, es una persona. Y sólo me ha hecho reír, tampoco exageres.

—Oscar, ¿tú tienes novia?—saltó Berenice, echando la mitad del cuerpo sobre la mesa y metiendo el pelo en el vaso de Ruth. La morena farfulló algunas quejas, resignada.—Nunca te hemos visto con ninguna chica.

—No, no tengo novia—admitió el bajista—. A las mujeres no les gustan los hombres que se duermen en el momento más inoportuno.

—¿Alguna vez te ha pasado?

—Alguna, sí.

Hubo risas y después Berenice jaleó al pobre muchacho hasta que aceptó contar algunas anécdotas.

A pesar de la actitud beligerante de David, con la voz tranquila de Oscar y sus anécdotas el ambiente volvió a tornarse agradable hasta que se convirtió en una de las reuniones más alegres que tuvo con los chicos de Narcolepsia desde el día en que les había conocido. Al marcharse todos, cuando se despedían en la calle, incluso le estrechó la mano a Eric.

Cuando Ruth y David llegaron a casa no había pasado sólo un rato. Era más de medianoche y hacía horas que ya no llovía. Ambos tenían hambre y sueño y la ropa húmeda. Se cambiaron y se tomaron un té caliente en el salón, con la televisión encendida, los pies subidos sobre el sofá y una caja de pasteles de miel y hojaldre cuyo contenido desaparecía rápidamente abierta sobre la mesita. En la pantalla estaban emitiendo “La noche de los muertos vivientes”. David contemplaba las imágenes con bastante desgana y comentaba de vez en cuando las escenas con su amiga, envuelto en el enorme jersey negro que había comprado en una tienda de segunda mano. Su pensamiento volvía a ratos a las palabras de Eric acerca de vivir en un sueño y lo que era real y lo que no. Cuando eso sucedía, volvía a evocar la imagen de Oscar, sonriendo y afirmando que se alegraba de que fuera maricón perdido. No dejaba de ser irónico que Eric le cayera como una patada en el culo y su amigo y compañero de fatigas le hubiera resultado hoy algo así como un maravilloso descubrimiento. Había tantas cosas en Eric que odiaba como cosas en Oscar que le resultaban encantadoras. Incluso aquel mechero del taller mecánico, que le daba un toque tan de barrio, tan humilde y al mismo tiempo un poco rudo, como los rockeros.

—Por cierto, que con todo esto se me ha pasado contarte lo de hoy.

La voz de Ruth le sacó de sus pensamientos. La miró en la penumbra del salón. Por el balcón entraban las luces de la ciudad, amarillentas y blancas, y el resplandor de la televisión también iluminaba la amplia estancia, arrancando sombras y contraluces a los objetos que la poblaban y un resplandor casi estelar a los ojos de ambos.

—¿A qué te refieres? Ah, ¿la universidad?

—Sí.—Ella sonrió.—Ya me he informado y puedo cursar allí Bellas Artes. He tramitado la preinscripción y te he traído lo que me pediste.

David sintió un hormigueo por dentro.

—¿Aún hay plazo entonces?

—Sí. He mirado las listas y la verdad es que quedan muchísimas plazas para Literatura. No creo que tengas problema. De todos modos, como no hiciste el examen preuniversitario tendrás que hacer todos los papeles una vez sepas que has aprobado ese.

—¿Qué fechas son?—preguntó, irguiéndose de golpe.

—Está todo en los folletos que he traído. Pero te da tiempo de sobra. Yo te echo un cable.

David asintió y volvió a dejarse caer en el sofá, con el pulso un poco acelerado. No tenía mucha idea de cómo sería la vida universitaria, pero ahora tendría que empezar a informarse bien de todo aquello. Pagar tasas, buscar transporte y prepararse para empezar a estudiar. Llevaba años sin hacerlo y ni siquiera recordaba si se le daba bien o mal. Sólo se acordaba de una cosa, que le hizo torcer un poco el gesto.

—Oye, en la carrera de Literatura no hay matemáticas, ¿no?

—No, tranquilo.

Ruth se rió por lo bajo. David asintió, mucho más relajado, y se comió otro pastelillo, pensando con renovadas ilusiones en el futuro mientras afuera la ciudad dormitaba y en la pantalla una niña zombie apuñalaba a su madre con una espátula.



. . .

©Hendelie



2 comentarios:

  1. "una niña zombie apuñalaba a su madre con una espatula" eso ha sido la guinda del pastel. xDDD

    Muy buen cap. linda.

    Que onda con el Eric? es idiota o que? y no me digas que David se va a liar con el dormilon, orale esto se pone bueno.

    nos vemos en el siguiente capitulo.

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  2. ¡Jajajaja! Gracias, Kala <3 que conste que lo de la niña zombie no es cosa mía, es que es una escena de "La noche de los Muertos Vivientes".

    Sobre Eric, bueno... yo creo en realidad no es tan idiota, es que David es muy especial también, pero eso que cada cual juzgue cuando le conozcamos un poco mejor. Lo de David con el dormilón (XD) como dicen las folclóricas cuando les entrevistan por la calle, "no haré declaraciones". Ya lo veréis!

    Un abrazo :3

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