lunes, 11 de junio de 2012

Flores de Asfalto: El Despertar —XXVIII


23 de Abril —David


Tiempo después recordaría aquel trayecto a la perfección. El ámbar de las farolas desfilaba a ambos lados de su campo de visión, tiñendo los edificios con un resplandor anaranjado. El asfalto susurraba bajo las ruedas de la moto con un murmullo sutil y el cableado conectaba entre sí los bloques de hormigón, zumbando eternamente. No sabía a dónde le estaba llevando Gabriel, pero condujo a través de las arterias de la ciudad durante un tiempo que David fue incapaz de medir. Atravesó la ciudad desde el centro hacia el este de la ciudad, donde los bloques de pisos manchados de polución se hacinaban unos junto a otros, riachuelos de líquido indefinido descendían hasta las alcantarillas en callejones oscuros y los garajes cerrados y las persianas metálicas alternaban con algún que otro bar abierto. Coches aparcados, jóvenes fumando, borrachos que dormitaban en las esquinas y contemplaban la nada con ojos vidriosos. Avanzó junto al parque, una enorme extensión negra salpicada por estrellas blancas que agitaba sus brazos y susurraba en el idioma de las hojas. Después viró en el norte, cerca de la inmensa zona comercial plagada de luminosos publicitarios y escaparates tras los que también los maniquíes dormían, para tomar un desvío atestado de semáforos y señalizaciones y dirigirse hacia el Barrio Oeste. Allí reinaban las construcciones blancas y armónicas, de líneas sobrias. El paisaje urbano transcurría ante sus ojos, cambiante, lleno de contrastes, como un veloz pase de diapositivas. El viento le desordenaba el cabello y le hacía entrecerrar los ojos a causa de la velocidad. Todo, desde la línea de un horizonte que la oscuridad ya había hecho invisible hasta los anuncios de coches de los grandes paneles, desde los semáforos parpadeantes hasta la luna brumosa del cielo, desde los portales oscuros hasta las puertas de cristal de los hoteles lujosos le parecía extrañamente hermoso. Jamás había visto David la ciudad como la estaba viendo en aquel momento, deslizándose entre las calles en moto, con los brazos alrededor de la cintura del profesor. La luz eléctrica asemejaba una miríada de astros titilantes, anaranjados y blancos. Se reflejaba en las lunas de cristal, en el brillante asfalto. Las calles se iban quedando vacías poco a poco salvo en el centro de aquel inmenso hormiguero, donde el tráfico humano jamás se detenía. Contemplando las ventanas de los edificios del Barrio Oeste, David pensó con un poco de vértigo en las personas que había al otro lado. Tras cada una de ellas, ensombrecida o iluminada desde dentro dejando ver retazos de cada hogar—una puerta, un cuadro colgado en la pared, una lámpara—, había una vida. A veces más de una. Una familia, una pareja, una persona sola, compañeros de piso, amigos, hermanos, huérfanos, hijos, padres. Cada vida en toda su vastedad de emociones y pensamientos, de logros, de fracasos, de desesperos y de esperanzas. Un niño acostado en la cama, pensando con amargura en el siguiente día de escuela y en el compañero de clase que se reía de él. Una adolescente pintándose las uñas a escondidas en su cuarto, soñando con el baile de graduación. Un joven mecánico fumando en el cuarto de baño, comprobando por enésima vez que el pelo no se le había empezado a caer todavía. Una mujer sentada en el rincón de la cocina, tocándose los senos, pellizcándolos, odiándolos por existir, por convertirla en ella cuando en su interior ella era él. Un anciano mirando la televisión sin verla, sosteniendo aún en la mano la fotografía de su hijo. ¿Cuántas historias? ¿Cuántas almas? ¿Cuántos pequeños universos dentro de aquella enorme bestia multiforme y resplandeciente, ahora en perpetuo movimiento ante sus ojos, que era la ciudad?

Tan sumergido estaba en aquella reflexión que cuando Gabriel detuvo la moto cerca del Barrio Viejo, al otro lado del puente, y el motor se silenció, tuvo la impresión de estar con un pie dentro de un sueño y el otro fuera. Le soltó despacio y bajó del vehículo, peinándose con los dedos. El cielo estaba despejado. Corría una suave brisa que le traía su olor, el de su cabello, el de su ropa. Gabriel se colocó bien el chaquetón y se puso el portafolio bajo el brazo. Se encontraban en una calle ancha, descendente, que si bien estaba pavimentada al inicio, pasaba poco a poco al adoquinado, de una forma tan progresiva y sutil que David no pudo menos que admirarla. Aquella avenida era el nervio principal del Barrio Viejo. A sus espaldas quedaba el viejo puente y ante ellos, la larga calle atravesaba todo el casco antiguo de parte a parte, descendiendo cuesta abajo progresivamente hasta desembocar de nuevo en el centro de la ciudad. Desde su posición podían ver en perspectiva las filas de casas de piedra, los faroles de forja oscura que marcaban el camino y al fondo las altas torres coronadas por antenas con luces rojas, el reloj y los rascacielos de la Corporación.

—Vamos a dar un paseo.

David asintió. Había pensado hacer alguna estúpida broma sobre secuestros pero le pareció muy fuera de lugar en aquel momento. Echaron a andar el uno junto al otro. En aquella zona no se veía a nadie transitando. El eco de sus pisadas resonaba demasiado fuerte entre tanta quietud.

—Es hermosa—dijo David, muy bajito.

—Lo es, a su manera. Tu la describiste muy bien. —Se metió una mano en el bolsillo de los vaqueros y le miró de soslayo, un destello azul intenso y cálido. —Es un dragón, hermoso y terrible.

—Todas las noches la observo desde mi ventana. —“Y pienso en ti”. —Y pienso en lo espantosa y bonita que es.

Gabriel esbozó una sonrisa muy sutil. El chico estaba atento a todos sus gestos casi sin ser consciente: al ritmo de sus pasos, al movimiento de sus labios cuando hablaba. Cuando no le miraba a él, miraba la ciudad.

—Yo también lo hago a menudo.

David se hurgó en el bolsillo y extrajo un cigarrillo retorcido y blando del arrugado paquete. Se lo puso en los labios, recordando que no tenía mechero. ¿Por qué se le olvidaba continuamente?

—¿Qué crees que buscamos en ella?—preguntó.

Era una pregunta algo retórica, pero se sorprendió esperando una respuesta del profesor. Y no le sorprendió verle fruncir el ceño, con esa expresión suya de concentración.

—Igual te suena demasiado transcendental pero…—Gabriel hizo una pausa, sacando el mechero de gasolina y girando la rueda para encender la llama. Brilló, alta y rojiza. Se la acercó para darle fuego y le miró a los ojos— creo que nos buscamos a nosotros mismos.

David le devolvió la mirada y dio una calada profunda, exhalando después el humo por la nariz.

—Lo que somos. Lo que fuimos, y lo que llegaremos a ser, ¿te refieres a eso?

—Si. A eso exactamente.

De nuevo la sonrisa sutil. Reanudaron el camino, pisadas acompasadas sobre los adoquines desiertos.

—¿Y has encontrado alguna respuesta?

Gabriel se apartó el cabello del hombro. Sus ojos se perdían en los muros, en la silueta de los tejados de ladrillo.

—Algunas. En parte es de eso de lo que quiero hablarte.

En el Barrio Viejo sólo había construcciones de dos o tres plantas que abarcaban un amplio espectro de estilos, desde casas bajas de corte neoclásico hasta fachadas barrocas, ventanas medievales de corte ojival y columnatas renacentistas. Caminar por él era como caer en la máquina del tiempo.

—Vaya. —David torció el gesto. —Esperaba algo así como disculpas y flagelamientos. Porque dijiste que irme contigo lo arreglaría todo, y aún tengo la mala costumbre de creerme las cosas que dices.

—Hay cosas que no se arreglan sólo con disculpas y… flagelaciones.

El profesor le miró de reojo al corregirle. David alzó la barbilla.

—Flagelaciones. Como sea. Bien, pues soy todo oídos.

Pero el profesor se quedó en silencio. Le condujo a través de uno de los túneles de ladrillo y piedra, que a aquellas horas se encontraba iluminado únicamente por un farolillo votivo que titilaba en el interior de una hornacina. Después, sin mediar palabra todavía, le guió por calles estrechas pobladas de contraluces, sombras y siluetas armónicas. Había arbotantes entre las edificaciones que hacían las veces de arco ornamental. Había escudos de armas sobre las puertas de jambas decoradas. Había macetas en los balcones de forja y cristaleras antiguas que reflejaban la luz de la luna; el diseño irregular de las calles empedradas parecía dibujar mosaicos fantásticos que cambiaban según incidía en ellos la luz.

Y el profesor no pronunció una palabra más, no hasta que llegaron a la pequeña plaza octogonal rodeada de robles, donde la estatua del ángel se recortaba en la luz lechosa de las farolas. David arqueó las cejas y se acercó a la valla de metal. Colocó los dedos sobre los barrotes, contemplando la figura con una repentina nostalgia. “ Aquí me miraste y yo te coloqué el pelo detrás de la oreja. Se te había soltado de tu estúpida coleta de treintañero moderno y rebelde”, recordó.

Gabriel habló, por fin.

—Nos hicimos polvo. En mi casa, quiero decir.

El profesor se había quedado detrás de él. Notaba su presencia magnética a la espalda.

—Si. Fue como golpearnos con palos de golf en las rodillas.

Gabriel sonrió a medias con una risa suave, sin humor.

—Interesante comparación. Nunca me lo han hecho, golpearme las rodillas con palos de golf, pero sí, debe ser algo parecido. —Volvió a quedarse en silencio, en una pausa larga. El chico se mordió el labio. “Le cuesta tanto… a veces es como si no supiera comunicarse. Está demasiado acostumbrado a estar solo”. Entrecerró los ojos y apretó los barrotes entre los dedos. Siempre terminaba pensando más en Gabriel que en sí mismo, sintiendo compasión por él y ganas de abrazarle. “Como víctima está claro que no sirvo”. Por fin, cuando parecía que no volvería a hacerlo jamás, el profesor continuó:—Soy consciente de que mi desconfianza es muy hiriente para ti. Porque también soy consciente de cuánto has confiado tú en mi.

David hizo una mueca desdeñosa.

—Bien. Es bueno saber que tienes claro eso, al menos.

—No es lo único que tengo claro. De cualquier manera, el hecho es que… durante mucho tiempo he vivido de una forma…—otra vez vacilaba, le costaba encontrar las palabras.—No sé como expresarlo. He sido muy celoso de mi intimidad.

—¿Quieres decir que eres un introvertido?

—Sí, supongo. Pero no del todo. Hay una parte de mi que se expresa con normalidad, es abierta y afable, solo que esa parte no está conectada con nada íntimo de mi.

—¿Quieres decir que eres un hipócrita?

“Ya estoy siendo cruel otra vez”, se reprendió. Gabriel adquirió una entonación algo más dura.

—No. Yo no diría eso.

—Vale, dejémoslo en patológicamente introvertido.

—Tampoco quiero que esta conversación transcurra con términos como “patológico”. Entre otras cosas porque ninguno de nosotros es terapeuta, si no me equivoco.

Se había puesto a la defensiva. David asintió y se dio la vuelta hacia él, levantando ambas manos en señal de paz.

—Vale, lo siento. Continúa, por favor.

Gabriel estaba muy serio.

—Muy amable. —“Hace dos horas estábamos haciendo el amor en un cuarto de baño. Deberíamos estar haciéndolo otra vez, y no aquí, hablando. Deberíamos querernos, y ya está”. —Bien… ocurren ciertas cosas en mi vida que me hacen muy difícil relacionarme conmigo mismo, no digamos con los demás. Aparte del hecho de no tener pasado, de haberme criado en una institución y no saber de dónde procedo, en realidad siempre he estado bastante solo y como bien indicaste, yo me lo he buscado. —Gabriel se acercó a su lado y apoyó la espalda en la verja. El ángel de piedra parecía mirarles con impaciencia. —Si te digo la verdad, esa soledad nunca me ha importado lo más mínimo. No he tenido necesidad de nadie. En cambio, eso no significa que no haya tenido vínculos.

»Los tuve. Los he tenido con personas que ya no están entre nosotros. Seguramente nunca llegué a decirles cuánto me importaban porque no lo consideré necesario. No lo hice con Ariadna… ni tampoco lo hice antes. Con los gemelos.

David ladeó la cabeza.

—¿Los gemelos?

Le había hablado de ellos antes, en una ocasión. La noche que tuvo la pesadilla. Gabriel asintió con la cabeza.

—Yo trabajaba en seguridad, ahí arriba, en el Barrio Oeste. Escoltaba a dos chicos, dos gemelos. Eran músicos y entraban y salían del Complejo de Energías Renovables a diario. Mi misión consistía en recogerles en su casa, aquí, en el Barrio Viejo y llevarles allí, aguardar a que terminasen con lo que quiera que hacían y llevarles de vuelta a su casa.

—¿Y por qué necesitaban escolta?

—No lo sé. Nunca lo he sabido, y si lo he sabido alguna vez, lo he olvidado.—A David aquella frase le pareció muy curiosa. No interrumpió, siguió escuchándole y guardándose para sí sus reflexiones. —Eran músicos. Él era pianista y ella tocaba el violín. Iban cada día al complejo con una carpeta de partituras y con el violín de ella.

—¿Qué ocurrió?

Apretó los labios, preparándose para otra pausa larga, pero el profesor dijo lo que tenía que decir, desapasionadamente y sin ceremonias.

—Murieron.

—¿Cómo fue?

A pesar de su aparente frialdad, David ya conocía a aquel hombre. Parecía un pozo sin  fondo de tan profundo que era, tan difícil de encontrar dentro de sí mismo. Por eso, aunque hablaba con naturalidad, con ese tono suave que empleaba en clase, él podía ver en el brillo trémulo en sus ojos que la indiferencia no era más que una máscara.

—Es… difícil de explicar, incluso ahora, después del tiempo que ha pasado. Pero el hecho es que yo sabía que iba a suceder. —Gabriel entrecerró los ojos, perdiendo la mirada. —Lo supe. Ellos estaban ya dentro del complejo y la zona era segura. No había por qué temer nada entonces, pero algo en mi instinto me lo dijo.

—¿Tu instinto? ¿Te refieres a que tuviste una premonición, como el día que fuiste a buscarme al apartamento donde me tenía Lieren?

Recordaba su silueta alta, empuñando la figurilla. El sonido del cráneo al quebrarse, su expresión de guerrero.

—No lo sé. Sí. —Se corrigió, con la gravedad en la voz de quien acepta una certeza. —Sí, en realidad fue eso exactamente.

—¿Fue la primera vez?

—Eso creo, aunque no puedo estar seguro del todo. Ellos estaban saliendo de uno de los edificios y entonces tuve el pálpito. —David soltó los barrotes y se volvió hacia él, escuchándole con atención. Gabriel había empezado a hablar en un tono más bajo, con un ritmo más lento, espaciando más las palabras conforme evocaba sus recuerdos. —El tiempo parecía ralentizarse y era como si tuviera algo dentro de mí que gritaba, avisándome. Así que me acerqué, tan rápido como pude, diciéndome a mí mismo que no era nada, que sólo estaba nervioso.

»Ella sonreía y me saludó con la mano, aún desde muy lejos. Él estaba más serio. Siempre fue el más serio de los dos. Entonces salió uno de los ujieres del complejo, llevando la carpeta de las partituras. Al parecer la habían olvidado dentro. Ni siquiera se alejó de la puerta. En cuanto ellos se volvieron hacia él, sacó una pistola de dentro de su chaqueta y les disparó. Dos veces a cada uno, en el corazón. Primero a ella. Después a él. Vi sus expresiones de asombro. Luego sus ojos se cerraron y ambos se desplomaron sobre el suelo. Para entonces yo ya estaba corriendo hacia ese cabrón. Se volvió hacia mi y ni siquiera me dio tiempo a acribillarle a balazos. Me miró con los ojos vidriosos y se disparó bajo la mandíbula. Y por un momento me pareció verle de otro modo. Vi sus ojos negros, redondos, sin iris ni pupila, y sus extremidades parecían patas de hiena o de… no estoy seguro. No lo sé. Tenía una boca demasiado grande, llena de dientes, y no era humano. No era humano, de eso estoy seguro, tan seguro como de que era real. Era un monstruo. Le salían cables y tubos de la espalda y su sangre era un líquido oscuro de olor alcalino.

—Dios mío…

Las similitudes eran aterradoras. Lea, la sangre, el rostro acechándole bajo la cama. Aun así, David se forzó a no dejarse llevar por sus propios miedos y se centró en la historia del profesor.

—No recuerdo mucho más. Sé que, a pesar de que esa criatura estaba tendida y muerta en el suelo, le vacié un cargador entero. Después intenté hacer algo por los gemelos, aunque ellos ya estaban muertos. Se me llenaron las manos de sangre al intentar detener las hemorragias. Creo que grité. Estaba desesperado. No eran familia mía pero realmente quería a aquellos chicos, ¿sabes?

Era evidente, no había más que ver el dolor que había despertado en su mirada. Acercó los dedos a su mano, agarrándola sin vacilación y apretándosela, aún bregando con sus propios miedos. Ojalá pudiera consolarle. Ojalá supiera cómo reconfortarle.

—Lo siento. Lo siento mucho.

Gabriel miró sus manos unidas. Luego miró a David a los ojos. Negó con la cabeza, cansado.

—No importa. Debí haber estado preparado para algo así, pero no lo estaba.

—¿Y qué ocurrió después?

El profesor suspiró.

—No lo tengo claro. Sé que los hombres del complejo intentaron atenderme. Creo que les hice daño, a más de uno. Estaba fuera de mí. Después debieron inyectarme un calmante, o me quedé en shock porque sólo recuerdo a un chaval joven que me miraba de vez en cuando y decía “No es el momento. No es el momento”. Tenía los ojos de color gris plateado y una expresión muy tranquila. No sé quien era, pero verle me tranquilizó de inmediato. Luego cerré los ojos y cuando desperté, estaba en casa.

—¿En tu casa?

Gabriel asintió. Durante un momento se quedaron en silencio, tomados de la mano. No le había soltado y el chico lo interpretó como una buena señal.

—Presenté mi dimisión. Pasaron varios meses en los que me limité a existir. Me sentía vacío, como si aquel día hubiera fallado en lo más importante de mi vida. Como si yo hubiera muerto con ellos. —Hizo otra pausa, más breve esta vez. —De vez en cuando soñaba con el monstruo. A veces me parecía ver a otros en la calle, en la ciudad, con sus ojos brillantes, observando a otras personas. En fin. Un día salí de aquella mierda, sin más. Sin tomar ninguna decisión importante, sin que ocurriera nada especial. Solo me levanté una mañana y me fui a la Facultad, me matriculé en Historia Antigua y Medieval y puse en orden mi casa. Entre mis cosas encontré la carpeta con las partituras, así que también compré un piano y varios métodos.

—Parece una buena forma de empezar de nuevo.

—Sí. Supongo que sí, aunque en realidad una parte de mi aún está ligada al pasado. Esa música que estoy intentando componer desde hace años… el principio no es mío.

—¿Ah no? Espera, ¿es la partitura de los gemelos?—aventuró David.

Gabriel asintió con la cabeza.

—Es algo en lo que estaban trabajando, creo. Sólo había escritos tres o cuatro compases. El resto lo he ido construyendo yo poco a poco. Pero ya sabes, me da muchos problemas. Supongo que porque no es mío.

David frunció el ceño, asintiendo. La brisa se avivó y les desordenó los cabellos. Finalmente, Gabriel retiró su mano con un movimiento prudente, como si temiera ofenderle. El chico le soltó de inmediato para no violentarle y volvió a girarse hacia la verja, contemplando el ángel de piedra y pensando en todo aquello, intentando encontrar qué relación tenía eso con él, con lo que les había ocurrido.

—¿Por qué me has contado esto?—preguntó finalmente.

Gabriel se encogió de hombros.

—Porque nunca se lo he contado a nadie. Y porque sé que lo que pasó entonces me marcó de alguna forma. Quizá tú, que eres perceptivo, puedas ver en eso alguna razón para que me comporte como lo hago, o puede que no. —Su voz se había suavizado y volvió a guardar silencio durante unos segundos. —Puedes llamarlo desconfianza y quizá lo sea, pero no me resulta fácil involucrarme con la gente. No me resulta fácil que alguien me importe de verdad. Y cuando eso sucede… cuando eso sucede me vuelvo excesivamente protector. Lo fui con Ariadna. Lo he sido contigo, a pesar de que el resultado no haya sido muy exitoso.

—No digas eso. Me has protegido hasta de mí mismo.

—También te he hecho daño.

—Si. Como golpearme con un palo de golf en las rodillas. Pero creo que estamos igualados en eso.

—Posiblemente—admitió Gabriel. —El caso es que cuando tu y yo nos conocimos, yo había olvidado muchas cosas. Estaba viviendo una vida que no era la mía, y creo que tú te diste cuenta bien deprisa.

David sonrió a medias.

—¿Te refieres a Sara?

—Me refiero a todo un poco. Cuando entraste en mi mundo empezaste a hacerme dudar de los principios a los que me aferraba para llevar una existencia tranquila. No quería hacerme preguntas, no quería tener miedo y, sobre todo, no quería sufrir. Tu presencia lo cambió todo.

—No sé si disculparme por eso.

—No. No lo hagas. Tengo que agradecértelo, porque conseguiste algo que nadie había logrado antes.

—¿El qué?

—Hacerte necesario. Hacerte necesario para mí.

David se quedó sin palabras. Tragó saliva costosamente a través del nudo que se había cerrado de pronto en su garganta. Negó con la cabeza, sintiendo como se le humedecían los ojos.

—No digas eso. Yo no…

Gabriel le interrumpió.

—Sé que crees… o que creías que yo era una especie de ángel salvador o algo así. En realidad, tú eres el mío. Cada vez que he hecho algo por ti, eso ha tenido un reflejo en mí mismo. Cada vez que te he salvado de algo, me salvaba a mí también. Me daba una razón, una de peso, para estar aquí. Me daba un sentido que nada más me lo da, ni la enseñanza, ni la historia, ni la música. —El chico tenía la mirada fija en la estatua, el corazón le latía violentamente. Los golpeteos desbocados de su pulso hacían ecos en todo su cuerpo. “Por favor, no sigas hablando”. Pero el profesor seguía, cada palabra vibrando con una emoción profunda y contenida. —Cuando te recogí y te llevé a mi casa, sentía que estaba haciendo lo correcto. No algo bueno. No algo moralmente bueno, sino aquello para lo que había nacido. Cuando te saqué de ese callejón y amenacé al hijo de puta de Lieren volví a tener la misma sensación. La tuve cuando paseábamos los domingos por este mismo barrio y por Dios te juro que la tuve cuando maté a ese bastardo, entonces con más claridad que nunca antes.

»Siempre me había preguntado por qué te llevé a mi casa. Por qué no llamé a una jodida ambulancia y por qué me comprometí de ese modo contigo, aunque una parte de mi me decía que no me involucrase, que iba a terminar sufriendo y haciéndote daño a ti también. Quizá contemplar la ciudad cada noche me ha dado la respuesta, cuando me di cuenta de que no solo me buscaba a mí en ella, sino también a ti. A los dos. Creo que quería que formaras parte de mi vida. Quería que estuviéramos cerca. Sabía instintivamente que tú podías llenar todos los huecos vacíos que yo tenía dentro. Sabía que yo podía llenar los tuyos, y todo lo demás no ha sido otra cosa que engañarme a mí mismo y hacerlo más difícil para los dos.

—Yo tampoco lo he puesto fácil. —David elevó un poco el tono, y no le sorprendió que le saliera un gallo. Esas palabras del profesor habían actuado como armónicos secretos, resonaban en su interior y le conmovían tanto que creía que le dolía el alma. Se agarró a los barrotes, sin atreverse a apartar la vista de la escultura —Estaba muy perdido y tengo un carácter muy jodido, lo sé. Pero… vale, sé que no te gusta escuchar esto, y que no te gusta escuchar muchas cosas, pero creo que nosotros dos estamos unidos de alguna forma, profe. Yo siempre he tenido fe en ti. Aún la tengo, a pesar de todo. Sé que has estado muy mal este tiempo, porque yo me fui y por lo de Ariadna, y yo…

—No, no lo sabes—le interrumpió él, voz suave, sonrisa beatífica y gesto tranquilo. Le apartó de la verja con delicadeza y pasó un dedo sobre su mejilla. David se sorprendió al notar que su caricia extendía el rastro de humedad de una lágrima sobre su piel. Le devolvió la mirada. —Pero no importa. Lo de Ariadna me hizo tocar fondo, es cierto, pero a veces hay que tocar fondo para volver a levantarse. Y hasta hoy no sabía si podría hacerlo. —Sus ojos eran cálidos. “Tiene razón. Lo está arreglando todo. Sí que le resulta fácil, al cabrón”. —Pero cuando te he visto me he dado cuenta de que no sólo puedo, sino que es mi responsabilidad. Hacia los dos. Es la única forma de demostrarte que tu también me inspiras. Que puedo ser mejor persona por ti, igual que tú has sido capaz de superarte.

—Vale… ya basta, no sigas diciendo esas cosas.

David se apartó de sus manos, de su olor y de su voz grave y aterciopelada. Lo estaba arreglando pero iba a hacerle parecer un maldito crío indefenso, llorando y temblando. Estaba siendo demasiado evidente lo mucho que el profesor le afectaba, y no quería que lo viese, no en aquel momento.

—Lo siento, pero no puedo complacerte—replicó Gabriel—. Alguien tiene que decírtelo. Tú eres el verdadero ángel, chico. Siempre has tenido las alas, aunque hayan intentado cortártelas. Aunque tú mismo lo hayas querido hacer a veces.

—Esto suena como si fueras a largarte lejos o algo así. Como si estuvieras quedándote en paz conmigo y contigo antes de irte, ¿qué coño pasa? Pensaba que ibas a arreglarlo todo.

—¿Y no está mejor así que antes?

David asintió a regañadientes, limpiándose una lágrima con el puño.

—Sí. Sí, está mucho mejor. —Lo cierto es que sus palabras le habían aliviado. Pero una parte de sí albergaba la esperanza de que él le pidiera volver a casa, y no lo había hecho. Alzó la mirada hacia él de nuevo, desafiante. —¿Entonces?

El profesor le pasó la mano por el pelo. En sus ojos azules había un fondo de ternura.

—Entonces, cuando hayamos terminado de solucionar algunos aspectos de nuestras vidas… cuando estemos listos, creo que deberíamos volver a tomar un café.

El chico no pudo evitar que se le abriera la boca con indignación.

—Vete a la mierda. ¿Tomar un café? ¿Te refieres a follar? ¿Pero qué te has creído que soy?

—No seas así. Deja el drama y haz el favor de entender bien las cosas, sabes perfectamente que no me refiero a eso—le atajó Gabriel, sujetándole por el brazo para prevenir una posible huída. David apretó los dientes. —Vas a empezar tu carrera. Tienes una nueva vida, eres dueño de ella, eres  independiente. Estás con Ruth y has conocido a gente nueva. Creo que todo eso te hace bien, y la verdad es que no me gustaría entrometerme justo ahora.

—Vete a la mierda—repitió—. Prefiero estar contigo a estar con Ruth o con cualquiera. Yo ya estoy listo para todo. Así que esto significa que voy a tener que estar esperándote, como siempre, y no me pongas como excusa porque creo que…

David apretó los dientes. No entendía muy bien por qué había dicho eso, pero tenía la certeza de que no era la primera vez en su vida que tenía que esperar al profesor. Y él alzó una ceja y esbozó media sonrisa, como si pensara exactamente igual.

—No, no te pongo como excusa. Yo también tengo cosas que solucionar. Ya te lo he dicho.

—¿Tus putas manías compulsivas?—exclamó David, intentando soltarse de su mano—. ¿Tu jodido complejo de ermitaño?

Gabriel tiró de su brazo y le rodeó con los suyos, sin prestar atención a sus rudos reproches. Parecía haberse inmunizado contra su veneno. En cambio, gestos como aquellos seguían siendo devastadores para el chico.

—Entre otras cosas.

Le acarició el cabello con su mejilla y David supo que acababan de firmar una paz duradera. Ya no tenía ninguna gana de insultarle ni de ponerse beligerante.

—Déjame ayudarte—murmuró.

—Siempre me ayudas.

David suspiró y le mojó las solapas al profesor con dos gruesas lágrimas. Esa era otra de las cosas que realmente necesitaba escuchar de sus labios. Todas las demás también habían sido pronunciadas aquella noche, salvo tres.

—Gracias.

Lo dijo de corazón.

—Gracias a ti—respondió Gabriel. Su voz era grave, parecía sincero—. Perdóname.

—Perdóname tú también.

David se relajó entre sus brazos. Puede que les hubiera faltado mencionar el amor, pero la letra de su canción decía que eso es algo que se sobreentiende. En aquella ocasión, David estaba de acuerdo.






24 de Abril —Gabriel


Estaba haciendo lo correcto al abrazarle. También estaba haciendo lo correcto cuando le rozó la nuca con los dedos y se inclinó para besarle. Los últimos días habían sido un suplicio, y aquel en concreto estaba terminando de agotarle por completo, pero aun así, cuando David le llevó de la mano hacia uno de los túneles, guiándole con sus ojos como estrellas verdes, Gabriel no fue capaz de considerar aquello incorrecto.

El sexo fue lento e íntimo, sin la urgencia de su primer encuentro en la cafetería. Se besaron hasta marearse, se tocaron por debajo de la ropa. Después, el chico apoyó los brazos contra la pared del corredor y volvió la cabeza para mirarle mientras él le tomaba. El profesor no tenía ninguna prisa y lo hizo con dedicación, deslizando los dedos impregnados de saliva en su interior hasta que le hizo gemir y después entrando en él con decisión, manteniéndole abrazado y cubriéndole de besos. Estaba como anestesiado, flotando en un ambiente de irrealidad a causa del cansancio y la falta de sueño. Pero el chico no era un sueño, su tacto era perfecto para sus manos y sus labios, perfectos para su boca. Su cuerpo se amoldaba al suyo como si no pudiera ser de otra manera y creyó fundirse con él cuando el clímax le asaltó. Dijo su nombre en su oído y el chico sollozó, tirándole del pelo, arqueándose como un junco. Era precioso y único, era la criatura más maravillosa sobre la faz del planeta y aunque sabía que tenía que soltarle por un tiempo, también sabía, dentro de su corazón, que no iba a dejarle escapar. No para siempre.

Cuando salieron del túnel ya se acercaba el alba. Vieron amanecer desde la plaza del ángel de piedra, abrazados junto a la verja y en silencio. Ninguno de los dos parecía tener nada más que decir. Cuando el sol se manifestó por completo, David le dio un beso profundo, cargado de significado. El profesor le peinó con los dedos y después caminaron de regreso hacia la moto.

El trayecto de vuelta también tuvo algo de irreal. El sol del amanecer hacía relumbrar las antenas de los grandes edificios del centro, los vidrios de los ventanales y los cristales ovalados de las farolas, y todo el metal que habitaba en la ciudad parecía ponerse al rojo vivo a causa de la luz escarlata.

Finalmente, llegaron al lugar donde David le había indicado que vivía. El profesor detuvo la moto frente a la puerta del portal.

—¿Vas a dejarme que haga los papeleos por ti?—preguntó Gabriel, sacándose el casco.

El chico se lo pensó, pero terminó aceptando.

—De acuerdo.

Sacó los papeles arrugados de su mochila y se los entregó. Tenía un aspecto encantador, despeinado, con la ropa mal puesta y cara de no haber dormido en toda la noche. Gabriel sintió que su corazón se hinchaba, como si alguien hubiera soplado dentro. Alargó la mano y cogió los folios, guardándolos en su portafolios sin poder ocultar una sonrisa triunfal.

—Te has salido con la tuya, ¿no?

—Es una manera de verlo. Supongo que sí, aunque esto es bueno para los dos. ¿No crees?

—No voy a tener que faltar al trabajo y me vas a hacer deberte una.

—O yo te debo una menos. Como prefieras. —Le miró una vez más. Las mejillas, la preciosa nariz, los labios, el estúpido flequillo de emo. Era el momento de despedirse. “Rápido, como una inyección”. —Hasta pronto.

David se mordió el labio y asintió, apartando la mirada y clavándola en su puerta mientras buscaba las llaves.

—Hasta pronto. ¿Me vas a llamar?

—Sí. Lo haré alguna vez, para saber cómo estás. ¿Cada dos días te parece bien?

—No. Llámame todos los días. Yo también quiero saber cómo estás.

Gabriel esbozó una media sonrisa.

—Claro. Cuenta con ello.

Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para marcharse. No fue capaz de arrancar hasta  que el chico no dio los primeros pasos hacia su casa, y los siguientes minutos rumbo a su apartamento transcurrieron como en un fundido en negro. Le pareció volver en si cuando entraba al piso luminoso y blanco. Ya no tenía televisión, se había roto el día en que perdió los estribos, pero por lo demás había conseguido reordenarlo casi todo.

Se acercó a la estantería y cambió las figuritas de posición. Después se dispuso a prepararse para ir a la Facultad. Cuando salió de la ducha, cuarenta minutos después, se dirigió a la cocina para servirse un buen tanque de café. Estaba a punto de salir, todavía tenía la taza humeante en la mano y esa sensación de ansiedad y de represión tan molesta en el pecho. Finalmente, con un resoplido, volvió a mover los objetos hasta dejarlos como debían estar. Torció un poco el gesto.

Al apartar el brazo, golpeó accidentalmente con el codo la foto que había puesto sobre el piano unos días antes. La recogió al vuelo y volvió a dejarla en su sitio, pasando un dedo sobre el rostro en blanco y negro del chico. Estaba algo borrosa. Era una estúpida fotografía hecha con el móvil, la había encontrado por casualidad en la memoria de su teléfono entre una colección de fotos tontas que David se había estado haciendo, al parecer. En ellas salía mostrando el trasero, sacando la lengua o metiéndose el dedo en la nariz. Pero en esta debió disparársele el botón sin querer, porque aparecía de perfil, como hablando con alguien, y estaba movida. No obstante, salía muy favorecido y sin hacer el gilipollas, por eso Gabriel había decidido imprimirla y darle el lugar de honor.

—Esto va a ser difícil, chico. Pero lo conseguiré.





24 de Abril —David

En el Camaleón había bastante gente aquella tarde. Tocaban Narcolepsia y Ruth y David estaban ahí, sentados en primera fila, en una de las mesas más cercanas al escenario, él bebiendo un refresco indolentemente, ella fingiendo algo de indiferencia aunque no demasiada y procurando que no se le notase la excitación que le producía ver subir al escenario a su Eric. Para David, el enamoramiento de Ruth era evidente además de irritante, pero intentaba ignorarlo de forma civilizada. Subió el pie a la silla, mordisqueando la pajita que asomaba del cuello de la botella. No le gustaba mucho la tónica, nunca le habían agradado los sabores amargos, pero aquel día la había elegido en lugar de la cocacola.

—Te estás quedando dormido—le reprochó Ruth, al verle cerrar los ojos un momento. Los chicos de Narcolepsia estaban preparando el equipo sobre la tarima y ella tenía aún unos minutos para dedicarle a su amigo antes de quedar subyugada por Eric. —¿Cómo te fue ayer?

A diferencia de Berenice, Ruth era discreta y elegante. La otra chica habría empezado a hacer comentarios de mal gusto sobre los posibles motivos de David para no ir a dormir a casa desde el minuto uno. Ruth, en cambio, hacía preguntas abiertas, interpretables, para que uno pudiera contestar lo que quisiese.

—Bien. Nos amaneció.

Ruth sonrió ligeramente.

—¿Estuviste con Oscar?

—No—respondió, dando un sorbo a la bebida—. Estuve con el profe.

El semblante de la chica se ensombreció. Puede que fuera rastrero de su parte, pero David disfrutó al proporcionarle aquella pequeña decepción. Se quedó mirándola, esperando alguna clase de reacción adversa, una pequeña reprimenda, advertencias de madre, algo así. Pero nada de eso llegó. La chica se quedó encerrada en un silencio distante que ni siquiera rompió cuando la música empezó a sonar.

David no aguantó demasiado. Tras algunos minutos, se terminó la bebida de un trago y se fue al cuarto de baño. Se encerró en uno de los excusados y se puso un cigarrillo en los labios. No lo encendió, no tenía mechero. Sacó la lima de uñas que llevaba en el bolsillo de los vaqueros y se subió la manga.

Mientras Narcolepsia desgranaba su set list de versiones indie y rock, David se consolaba con las líneas rojas, pensando en Gabriel, en el encuentro que habían tenido en otro urinario, en su aliento caliente en el oído, en sus manos, en sus brazos a su alrededor. “Lo he estropeado todo con mi reacción”, se dijo, deslizando la punta de la lima sobre el dorso del brazo. “Debí comportarme de otro modo. Debí decirle que quería ir a su casa, o seducirle de nuevo. Ojalá lo hubiéramos hecho una vez más, durante toda la noche. Toda la noche follando, en vez de hacerlo una sola vez y hablar y abrazarnos como idiotas durante tanto rato”. Y sin embargo, abrazarse como un idiota con Gabriel le había hecho sentirse mejor que el polvo en la cafetería. Aunque no mejor que el polvo en el túnel. Aquél había sido como volver a casa. Lo único malo era que ahora sus brazos se habían ido y que no volvería a escuchar su voz hasta el día siguiente.

Exhaló un suspiro trémulo y se lamió las heridas. “Si no me llama, iré a su casa y le mataré”. Apoyó la espalda en los azulejos y dejó que algunas lágrimas lentas y tranquilas le gotearan hasta la barbilla. Luego cerró los ojos y se quedó dormido antes de darse cuenta.

No soñó. Cuando se despertó lo hizo porque una mano le zarandeaba el hombro con suavidad, y al abrir los ojos sintió deseos de estrellar el puño contra la cara de Oscar.

—¿Qué coño haces aquí? ¿No estabas tocando?

Oscar no se escandalizó por sus modales. Sonrió un poco y le encendió el cigarrillo, que aún le colgaba de los labios, con el mechero del taller mecánico.

—Ya hemos terminado—respondió. Le puso el mechero en la mano. — Toma, anda. Quédatelo. ¿Y qué haces tu aquí? Te estábamos buscando.

David lo aceptó de mala gana y se lo guardó en el bolsillo de los tejanos.

—Entré a cagar y me he dormido.

—¿Con los pantalones subidos?

—En realidad estaba huyendo de vuestra música. Tocáis fatal.

—Ya. —Oscar volvió a sonreír. Aquel tío no se ofendía por nada. No parecía tomarse en serio ninguna de sus puyas, lo cual le convertía en una persona difícil de molestar y en un objetivo aburrido. —Nos vamos ya. ¿Te vienes? ¿O prefieres quedarte aquí?

—Me voy, me voy.

Salieron juntos, el uno junto al otro. David le miró de reojo. Después de haber vuelto a encontrarse con Gabriel, Oscar perdía mucho. Seguía siendo majo y atractivo, pero al lado del profe deslucía tanto como un jarrón con flores al lado de un jardín. Se reprendió mentalmente por hacer un símil tan cursi.

—Estuve hablando con Eric sobre lo que me dijiste.

—¿Sobre qué?—preguntó, confuso. En aquel momento no se acordaba de nada que tuviera que ver con Eric y con él, salvo que era un gilipollas y que le perseguía.

—Es igual, el caso es que deberíamos tener una conversación pronto.

—Sí, claro. Cuando queráis.

Oscar pareció sorprenderse un poco. “He aceptado muy rápido”, se dijo David. Pero lo cierto es que, aunque cualquier cosa que Eric quisiera decirle le despertaba muy poco interés, prefería quitárselo de encima cuanto antes. Empezaba a estar harto de sus miradas insistentes y su atención continua. En ese momento sólo quería olvidarse de todo y de todos, dormir y después despertar y pensar con calma en su conversación con Gabriel, en la cafetería, en el sexo, en sus brazos y en su olor.

—Vale. Se lo diré.

—Sí. Díselo.

Se reunieron con los demás en la puerta del Camaleón. Ruth miró a David de manera extraña, pero de nuevo no hizo ningún comentario. Cuando se despidieron de los músicos, los dos se dirigieron a casa con el mismo ánimo distante y taciturno. El chico contaba los pasos, esperando el momento en que ella hablara por primera vez y rompiera el hielo. Lo hizo casi enfrente de la puerta.

—David… —Le miró, vacilante, insegura, dulce como sólo Ruth sabía serlo. —No quiero meterme en tu vida. De veras que no. Pero ten cuidado, ¿vale?

Él asintió sin palabras. Aquella muchacha tenía una capacidad increíble para conmoverle.

—No te preocupes.

Ella asintió y esbozó una sonrisa resignada.

—Vale. Hoy hago yo la cena.

—Genial.

Subieron a la casa. Ruth recuperó el habla y volvió a ser la chica cariñosa y cercana de siempre y él se esforzó en no dejar traslucir lo sensible que se encontraba después de aquella noche con el profesor. Esa misma noche, mientras esperaba a que Ruth saliera de la ducha, se asomó al balcón a fumar otro cigarro. Estaba anocheciendo y la luz era preciosa, el cielo estaba pintado de un azul pálido, más añil en el este. Pensaba en la ciudad nocturna, en las farolas encendidas y en lo que estaría haciendo Gabriel en ese momento cuando su mirada se sintió atraída por una figura oscura, una silueta apostada cerca de un contenedor de reciclaje.

Frunció el ceño. Era un tipo vestido de negro, con chaqueta de paño y vaqueros y el pelo rubio muy claro, engominado. Le miraba fijamente y sus ojos eran penetrantes, tan brillantes que parecían luminosos. A David se le cerró la garganta y sintió un escalofrío recorriéndole la espalda. El tipo le señaló con un dedo y después hizo un gesto extraño y amenazante, como si diera un mordisco al aire. Esbozó una sonrisa cruel, llena de dientes que a David le parecieron puntiagudos y afilados.

Volvió al interior casi de un salto, con la imagen de los pies de Lea perdiendo sus zapatos y un chorro de sangre estrellándose contra el suelo ante sus ojos. Cerró la puerta del balcón de golpe y echó las cortinas, dando una calada nerviosa al cigarro. A continuación se dirigió a la puerta de la casa, cerró con llave y echó los cerrojos y la cadena .“Ten cuidado, ¿vale?”, le había dicho Ruth.  Le haría caso, aunque su amiga estaba un poco desencaminada.

No era de Gabriel de quien tenía que cuidarse.



©Hendelie


6 comentarios:

  1. Hola!!

    Definitivamente, Gabriel nunca será alguien de quien David tenga que cuidarse, no, no.
    Me ha dado un poco de pena que hayan quedado en no verse durante un tiempo, pero bueno, así la acción será más trepidante cuando Gabriel tenga otro palpito y vuelva a aparecer para salvar a David -qué sexy es este profe, ay, Señor-.

    En fin, como siempre, el capítulo ha estado genial, tengo que decirte que ha mitad de capítulo he tenido que dejar de leer porque me he mareado un poco (soy propensa al síndrome de Stendhal) así que mis felicitaciones van de todo corazón.

    Espero con muchas ganas la próxima actualización ^^

    Bss!!

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  2. Hendelie , de verdad , cada vez que creo que ya lo tengo y que la cosa se encamina por fín , vas tú y le das otra vuelta de tuerca a la historia.

    La historía esta más interesante que munca y el capitulo de hoy de lo mas revelador .

    Te gusta hacernos sufrir dejandonos siempre con el alma en vilo , mira que eres mala ...jejeje .

    Esperando para la próxima actu . Un abrazote .

    Vuestra incondicional .

    Judith

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  3. Pucha las cosas con el profe quedaron dormidas por un tiempo.... pero yo quede con una sensacion esperanzadora... David es un pokito ansioso pero el profe a su manera le confeso que lo queria.....
    Ahora presiento que comenzara a aparecer los moustros.. y las misiones que nuestros protagonistas tienen en esta historia....
    Cada dias esta mejor esta historia....
    besos linda me encanta tu historia cada dia mas..

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  4. quééé ¿cómo qué cómo qué cómo? ¿Qué demonios es ese pasado? Gabriel ha diluido su recuerdo o la persona esa existió así de verdad, ¿quién eran verdaderamente esos gemelos? ¿Qué hacían? ¿Cuál es el pasado de Gabriel? ¿Cuálas son las cosas que ha de solucionar? ¿Quién demonios es ese hombre con el pelo rubio engominado? ¿Porqué amenaza a David? ¿Qué quieren contarle Oscar y Eric?

    Dios mío este capítulo me ha hecho 3383 preguntas y aún no he acabado de formularlas todas, jope Hendelie es que te gusta hacerme sufrir TT

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  5. no me malinterpreten , pero este capi me supo amargo, yo se que no hay que comer ansias y bueno, todo eso, y que es sano alejarse de esa manera ya que cuentan el uno con el otro pero sin depender absolutamente del otro, pero no se...me siento bien pero con una sensacion extraña......mierda ...es como si algo muy pronto fuera a estallar...aquello que llaman presentimiento.....hay tanto cabo suelto que me pone nerviosa: oscar y Eric, el loco rubio mirando a david, la soledad de gabriel ( que no me gusta ni cinco)....en fin...no se....grrrrrrrrrrrrrrrr *me halo las greñas de la cabeza con impaciencia*........seguire esperando....por cierto....desde que colgaron el capi lo lei, pero hasta ahora me atrevi a leer, es que esa sensacion persiste y no se que es....

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  6. ¡Hola hola! Oooooh gracias a todos por los comentarios, sois very sweet <3

    A los lectores que, como Lupillar, se quedan con esa sensación de desasosiego incluso cuando las cosas parecen encauzarse entre los personajes... no sufráis, es normal, jajajaja. En general hemos intentado crear un ambiente opresivo, angustioso y hostil en el entorno que rodea a los personajes, a veces depresivo incluso. Si os sentís algo angustiados ahora mismo es porque efectivamente se acercan desenlaces importantes y porque habéis captado el efecto que tratábamos de crear (cosa que nos congratula mucho <3 , significa que nos está saliendo un poquito bien, jajaja)

    Esa sensación de desasosiego a la que hace referencia Lupillar en su comentario debe ser un poco la misma que los personajes tienen ahora mismo :3

    Un abrazo, nos vemos el fin de semana (o el lunes... ^_^U) con otro capítulo!!!

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