jueves, 26 de julio de 2012

Fuego y Acero XLVII: La Silla Alada


47.- La Silla Alada


Los siguientes días pasaron para Driadan demasiado rápido. Desde que su padre muriese en sus brazos en el patio del castillo, los hechos se ajustaron en el tiempo como pequeñas piezas en un engranaje y comenzaron a sucederse a un ritmo vertiginoso. Los mineros habían quedado atrapados en la Calle de la Sal, entre dos grupos de soldados de Starling y la batalla se prolongaba sin que nadie supiera muy bien quién iba ganando. En la Plaza de los Escudos, un grupo de delincuentes aprovechó los disturbios entre un sector del ejército que se mantenía leal al Imperio del Este y los hombres de Qilem para asaltar dos talleres y robar en varias casas. Arrastraron a una joven de los cabellos y estuvieron a punto de violarla debajo de un carro. Los saqueos empezaron a producirse a las dos horas de haber muerto el Rey Dromath y haber sido proclamado Driadan, y a mediodía la situación se volvió tensa en el Callejón Rojo, una de las zonas con más pobreza de la ciudad. Hubo apuñalamientos y un par de bandas de ladrones y maleantes se organizaron en contubernio para sacar el mayor partido posible a la situación.

El rey había tomado posesión del castillo, llevado a su padre a sus habitaciones y ordenado que se dispusiera todo para su velatorio. Un anciano sanador se había quedado arreglando el cadáver; un hombre viejo de barba canosa y ojos llenos de miedo. Su esposa, arrasada en lágrimas, suplicó a Driadan que le dejara permanecer con su marido a lo cual él accedió sin pensarlo demasiado. Estaba aturdido, aunque se negaba a dar el menor viso de ello. Llevaba la corona sobre la cabeza y la capa de plumas a la espalda, ahora bien abrochada, pero por lo demás no se sentía para nada un rey. La inseguridad empezó a susurrarle al oído con palabras venenosas, advirtiéndole de su inminente fracaso al intentar controlar la situación y del peligro al que se había expuesto una vez revelada su identidad. Fernos, Arévano y Cisne no se separaban de él. Parecían haberse convertido en sus tres sombras, cosa que el nuevo rey agradecía en silencio. El primero, con dos grandes hachas a la espalda, asemejaba un perro guardián, violento y acechante, que no dejaba de mirar alrededor e intimidar a criados y pajes. Levantaba las cortinas para asegurarse de que no hubiera nadie escondido tras ellas cada vez que entraban a un corredor del castillo, bufaba al personal de servicio echándoles de las habitaciones en las que iban a entrar. Cisne, que se había quitado el vestido de mujer para ponerse ropa más apropiada, parecía un extraño guerrero andrógino embutido en cuero desgastado. Arévano era, en última instancia, quien marcaba el paso sin que Driadan se atreviese a preguntarle a dónde iban, y así se abrieron paso, caminando velozmente, a través de los corredores del castillo de Nirala. El joven de Prímona tenía una expresión concentrada en el rostro que se tornó en alivio cuando, al abrir una puerta, encontraron un despacho con el pendón de la casa Starling en una pared.

Los tres hombres del interior dieron un respingo, sobresaltados. Tenían las manos llenas de pergaminos.

—¡Soltad eso, en nombre del rey!—exclamó Driadan sin vacilar.

Uno de los Starling desenfundó la espada. Se disponía a atacar cuando el puñal de Arévano le atravesó el ojo y le hizo caer de espaldas, con una ligera convulsión en un pie. Otro intentaba alcanzar la puerta; Driadan le propinó un fuerte rodillazo en el estómago y después le noqueó con la empuñadura de su arma. El último depuso el sable y soltó los papiros, alzando las manos. Quizá hubiera declarado su rendición si el rey se lo hubiera permitido, pero le atravesó el corazón llevado por la rabia, antes de darse cuenta siquiera de lo que hacía.

—¡No!—dijo el hombre, boqueando durante unos segundos. Luego murió, de pie.

Cuando Driadan sacó la espada y el cuerpo cayó a tierra, el rey miró la hoja por primera vez. Estaba llena de sangre. “Maldición”. Ioren le había repetido siempre que debía mantenerla limpia. Se inclinó para hacerlo, utilizando para ello el tabardo del Starling, y aquel acto tan cotidiano, tan disciplinado, tan exacto, le devolvió el dominio de sí.

—Utilizaremos este despacho como centro de operaciones, por el momento—dijo a sus cuatro acompañantes—. Fernos, por favor, ¿te importa sacar los cadáveres?

—La chimenea está apagada—confirmó Arévano, echando un vistazo a la habitación tras haber recuperado su puñal—. Parece que no han tenido tiempo de destruir ningún documento.

—Bien, ¿quién de vosotros dos es más rápido? —Cisne dio un paso al frente. —Necesito que busques al Hablador de Dioses, Amala. Es un sacerdote. Viste con una toga larga, negra, y lleva al cuello una cuerda de cáñamo con doce piedras grises incrustadas. Tiene el pelo blanco.

—No conozco tu ciudad.

—Yo sí la conozco—confesó Arévano, dejando los pergaminos a un lado—. Iré yo, aunque no sea tan rápido como tú tardaré menos. 

Cisne y Driadan se miraron con extrañeza pero ninguno preguntó.

—Bien, cuando le encuentres hazle venir. Mejor dicho, tráele aquí, personalmente. También necesito que busques a Lord Moon, Lord Wolvan y Lord Falken.

Los dos primeros le habían reconocido como rey en el patio, y los Falken siempre habían sido los más cercanos a su padre. Confiaba en contar con ellos para tomar algunas decisiones, y en sus hombres para llevar a cabo las acciones precisas.

—¿Qué hay de los demás señores? ¿Queréis que les reclame a vuestra presencia?

Driadan se quedó callado. La formalidad de Arévano le angustió por un segundo, pero apartó aquella sensación de su cabeza.

—No, por el momento. Quiero esperar a ver sus reacciones. Si no han venido a reconocerme aún puede deberse a que se lo están pensando, o a que no se han enterado de lo ocurrido.

—Dudo que no lo sepan—apuntó el joven de Prímona con escepticismo—. La voz ya ha debido correr a estas alturas.

Driadan asintió.

—Aun así, prefiero esperar. Si esta noche no tenemos noticias de ellos, veré qué hacer.

—Bien. ¿Me encomendáis algo más?

—Nada más. Cuando acabemos con las cosas más urgentes querré hablar contigo. Me parece que tienes que explicarme algunos detalles.

El joven de Prímona le miró largamente y luego asintió, serio. Hizo una rápida reverencia y salió por la puerta con pasos ligeros y decididos. El rey le siguió con la mirada y luego la volvió hacia Cisne.

—¿Ha estado él en Nirala antes? —El chico abrió la boca para responder pero se mantuvo en silencio. Al parecer no sabía bien cómo expresarse. — Y nada de “vos” ni de reverencias… tú no, por favor. Pero responde.

Cisne alzó las cejas.

—Ni idea. Majestad. —Driadan se dejó caer en la silla alta que había frente a la mesa y miró con reproche a Amala. El chico sonrió con picardía. —Era broma, era broma. No lo sé, Driadan. Arévano me cuenta cosas sobre su tierra a veces, pero nunca me dijo qué fue de él antes de llegar a Shalama. A lo mejor vivió un tiempo aquí.

—Es posible—admitió el rey. No es que desconfiara de Arévano, pero era evidente que sabía más de lo que decía—. Anda, ayúdame a revisar estos papeles.

—¿Sabes lo que son?

—No, pero mira los sellos. Creo que se trata de los acuerdos y alianzas con el Imperio del Este. No estaría de más echarles un vistazo en profundidad cuando todo se calme un poco.

Fernos entró en ese momento, secándose el sudor de la frente con el antebrazo.

—Me he deshecho de los cadáveres, como pediste.

—De acuerdo.¿Has visto qué tal están las cosas fuera?

—Las puertas de la ciudad están cerradas, como estaba planeado. Los mineros de Beonar siguen teniendo problemas.

“Esto es como una carrera larga”, pensó Driadan. Se sentía algo presionado al tener que tomar tantas decisiones sobre cosas que no había previsto. En realidad, había trazado un minucioso plan sobre cómo iban a llegar hasta el castillo, pero nunca imaginó que su padre fuera a morir en sus brazos. Confiaba en llegar hasta él, contar con su apoyo, con su guía. Por el contrario, ahora estaba solo. “No”, se recordó, “solo no”.

—Bien—suspiró—necesito que vayas a…

—Con todo el respeto y eso, no gastes saliva en mandarme a hacer recados. Yo me voy a quedar aquí, Majestad.

Driadan entrecerró los ojos y le miró con irritación.

—Voy a guardar esta puerta, y a ti dentro, pequeño rey.

—No soy pequeño—replicó con altivez, en vez de discutirle por no querer cumplir la orden.

—Para mí sí lo eres—rió Fernos. Luego empuñó una de las hachas, salió y cerró con un portazo, apostándose delante de la puerta como había anunciado.

“No, solo no estoy en absoluto.”

Driadan se sintió mucho más tranquilo de lo que lo había estado durante el resto del día. Las paredes que le rodeaban y la determinación de sus compañeros eran un escudo. Percibía que sus hombres —eran sus hombres, y por primera vez pensaba en ellos como tales—confiaban en él, y esa confianza depositada le hacía sentirse seguro.

—Bueno, vamos a trabajar antes de que vuelvan a interrumpirnos.

Él y Cisne pasaron unos cuantos minutos revisando los papeles que los Starling estaban manejando en aquel despacho y Driadan comprobó que sus sospechas eran ciertas: En aquellos documentos se encontraban todas las claves acerca de la alianza entre los Starling y el Imperio del Este. Buscando en cajones y estantes de la habitación, hallaron correspondencia diversa y ciertos informes que parecían estar escritos en clave. Muchos de ellos estaban fechados mucho antes de que Driadan naciera. La rabia del rey crecía a medida que iba vislumbrando el pormenorizado complot urdido por la casa de la Estrella. Durante casi treinta largos años habían conspirado para arrebatar la soberanía al reino de Nirala.

Cuando Fernos anunció al Hablador de Dioses, Driadan tuvo que tragarse toda su ira contenida y se puso en pie para recibirle. El viejo no dudó en reverenciarle, con el semblante grave.

—El rey ha muerto. Larga vida al rey—declamó.

“Un poco tarde para eso. Hace cuatro horas que lo gritó uno de mis señores, debiste venir a buscarme antes”, pensó Driadan. Sin embargo, no mudó su semblante y le devolvió la reverencia con más sobriedad.

—Por vuestras palabras asumo, Venerable, que reconocéis mi legitimidad al trono.

—Completamente, Majestad—afirmó el viejo, enérgicamente—. Hoy he casado a vuestro padre. Ahora debo prepararle para que se reúna con sus ancestros. Y vos debéis ser ungido. Así es como debe ser.

—Ocupaos de mi padre, por favor. Ya podréis ungirme cuando me lo haya ganado. La ciudad es presa del caos y este se extenderá a la nación si no lo controlamos rápido.

El sumo sacerdote frunció un poco el ceño al escucharle, pero su mirada se suavizó y se volvió paternal.

—Claro, Majestad. Como gustéis. Indicadme dónde se encuentra para que pueda ser trasladado a la Sala del Pegaso para el velatorio.

—Está en su alcoba, con su esposa. —Reflexionó un momento y añadió:—Ella no debe acompañaros. Mis órdenes son que se quede encerrada en sus aposentos hasta que yo diga lo contrario. Decídselo a los dos guardias que custodian la puerta.

—Se hará como ordenáis, Majestad. Si puedo ayudaros en algo más, estoy a vuestra entera disposición.

—Gracias, venerable.

El anciano inclinó la cabeza.

—Lamento vuestra pérdida. No habrá otro como él.

Driadan tragó saliva y se limitó a realizar un asentimiento breve. Cuando el viejo Hablador de Dioses salía del despacho, ya estaban esperando los señores de Moon, Falken y Wolvan. Arévano también aguardaba, junto a Fernos. Les hizo pasar a todos y el alto hombretón cerró la puerta, apoyando la espalda en la hoja de madera.

—Milores.

—Majestad.

Los tres hombres se llevaron el puño al corazón e hicieron una reverencia casi al unísono. Driadan les miró a la cara, observó sus posturas corporales y después, los ojos de cada cual, tal y como Ioren le había enseñado. “Los hombres pueden mentir con la boca, pero con el cuerpo y con los ojos, sólo unos pocos. Y cuídate de esos pocos.” En su interior, Driadan rezó por no estar ahora mismo enfrente de alguno de “esos pocos”.

Ederick Moon era un caballero entrado en años, enjuto y de cabello blanco cortado a cuchillo a la altura de los hombros. Las arrugas marcaban su rostro tostado por el sol y un poblado bigote le cubría la boca. Tenía los ojos azules, de expresión decidida. En ellos había una grave tristeza y también una gran determinación. No encontró en ellos nada esquivo ni oculto. Wilem Falken era más alto que Moon, más corpulento y atlético. Tenía el rostro ancho, cuadrado, la nariz plana y las cejas finas y negras. Su expresión facial parecía estar siempre crispada en una mueca de desagrado, con los gruesos labios elevándose en una u otra comisura. El cabello, también negro, aún no había encanecido aunque rondaba los cuarenta años. Lo llevaba recogido en una desordenada coleta. Sus ojos eran algo más oscuros que los de Ederick y también azules, y en ellos encontró la solidez de una roca. “Son ojos de soldado”, pensó instantáneamente. “De soldado leal”. El último era Sper Wolvan, un hombre bajo y compacto, de hombros anchos y espaldas sólidas. Los huesos de su rostro estaban muy marcados, los pómulos sobresalían y las mejillas parecían descolgársele un poco. También tenía el cabello negro, pero el suyo era crespo y ondulado, por lo que lo llevaba bastante corto. Lucía una perilla recortada y en sus ojos verdes había preocupación y gravedad, pero también bondad. “Fue el primero en reconocerme”, recordó Driadan.

Ninguno apartó la mirada ante su examen. Se mantuvieron firmes, aguardando como soldados pasando revista y cuando el rey habló, se irguieron aún más, con solemnidad.

—Os he convocado para pediros vuestro consejo. Aunque antes debo preguntaros si vuestras fuerzas están ahora a disposición del reino y de su rey.

—Lo están, Majestad—dijo Wolvan.

—Sí y sí—añadió Falken.

Moon se limitó a asentir firmemente con la cabeza y cuadrarse.

—Bien, en ese caso os expondré mis ideas y después escucharé vuestra opinión al respecto—indicó. Los tres hombres asintieron de nuevo al unísono y se acercaron a la mesa, donde Driadan desplegaba un mapa de la ciudad que había encontrado entre los papeles de los Starling—. La prioridad ahora mismo es controlar la situación de desorden de la capital. Hemos cerrado las puertas para contener los posibles brotes de violencia en el interior de las murallas y, además, para asegurar nuestra segunda prioridad: todos los Starling deben ser apresados y conducidos a las mazmorras. Ninguno debe escapar. Una vez esas dos prioridades hayan sido atendidas, podremos hablar de los funerales de mi padre, de mi ceremonia de coronación y de cómo vamos a devolverle al reino de Nirala la prosperidad que los Starling le han robado.

—¿Qué sabemos sobre la situación actual?—preguntó Falken.

Arévano se unió al grupo dando un paso silencioso que le sacó del rincón en el que se mantenía inmóvil, escuchando, junto a Cisne.

—Hay hombres de Starling combatiendo contra los mineros en la Calle de la Sal—informó, ante la mirada cautelosa de los tres lores. Habían reconocido a Driadan como su rey, pero sus hombres eran absolutos desconocidos para ellos—. Comenzaron unos disturbios entre soldados del ejército que se han extendido hasta la Cuesta de los Almendros, creo que ese enfrentamiento es el más preocupante, si se me permite la opinión, Majestad.

—Estoy de acuerdo—apostilló Moon. Su voz era suave y muy calmada—. Si el ejército se enfrenta entre sí estamos perdiendo efectivos en un conflicto totalmente inútil. Y otros batallones podrían acabar tomando partido, extendiéndose el problema.

—Bien, sofocaremos eso en primer lugar—asintió Driadan. Miró a Arévano—. ¿Qué más?

—Ha habido asaltos y saqueos en el Callejón Rojo. Los delincuentes se enfrentan a los guardias. En cuanto a los ciudadanos civiles, muchos se han encerrado en sus casas pero un buen número se ha congregado cerca de las puertas. Están asustados. Nadie sabe con certeza lo que ocurre, mas que por rumores, y quieren marcharse.

Driadan se quedó mirando el mapa, pensativo.

—¿A cuántos ciudadanos puede acoger el Templo?

—Debería poder acoger a todos, pero estimaría que caben las tres cuartas partes de la población, como mínimo —respondió Wolvan—. Es el edificio más grande de la ciudad después del castillo, Majestad.

—Bien, veamos: Lord Moon, creo que vos deberíais ir con vuestros hombres a la Cuesta de los Almendros. Llevaréis mi estandarte y hablaréis en nombre del rey. Si anunciáis lo ocurrido, la muerte de mi padre y mi nombramiento, legitimaréis a los soldados que están de nuestra parte y haremos dudar a los demás. —Ederick Moon asintió con la cabeza, escuchando con atención. Driadan nunca había imaginado que los mismos nobles que le miraban con escepticismo tres años atrás, hoy estarían teniendo en cuenta todas y cada una de sus palabras. —Después quiero que les advirtáis que todos los miembros del Ejército que están peleando por los Starling, están luchando contra el rey y contra el reino, y que si no deponen las armas y regresan a sus filas, serán considerados traidores y combatidos hasta la muerte.

—Como ordenéis, Majestad. —El hombre del bigote blanco alzó la mirada. —Y si me permitís decirlo, creo que es un proceder muy acertado, Majestad.

—Gracias, Milord—respondió Driadan, inclinando apenas la cabeza. En otra situación se habría tenido que contener las ganas de dar saltos de alegría y orgullo, pero ahora mismo tenía que tomar decisiones rápidas y su mente estaba en otra parte—. Lord Falken, varios de vuestros hijos pertenecían a la Guardia Real. ¿Sigue siendo así?

—Lamento decir que no, Majestad—respondió el caballero. El rictus amargo de su semblante se acentuó y le brillaron los ojos con rabia—. La Guardia Real fue sustituida casi por completo y los puestos de mis hijos los ocuparon unos Starling.

—¿Dónde se encuentran ellos ahora?

—A mis órdenes, Majestad. Son parte de mis fuerzas.

—Mi padre confiaba en vos y en los vuestros, Milord. Necesito que escojáis a nueve caballeros: Tres de vuestra casa, tres de los Moon y tres de los Wolvan.

Los señores miraron a Driadan con renovado respeto. El joven rey sentía vibrar en su interior una cuerda en suspensión, mientras su mente trabajaba a toda velocidad; estaba sentando los cimientos de su reinado en aquella habitación y no quería dejar cabos sueltos ni cometer errores. En Thalie había aprendido que la lealtad se alimenta con confianza y reconocimiento, y que la traición se paga con escarnio y acero. Aquellos hombres habían depositado su lealtad en él; ahora él iba a depositar su confianza en ellos.

Sper Wolvan se inclinó en reverencia.

—Es todo un honor, Majestad.

—También para mí y para mi casa—secundó Moon.

Wilem Falken se llevó el puño al pecho.

—Majestad, os agradezco este privilegio—dijo—. Debo apuntar no obstante que la Guardia Real ha estado compuesta tradicionalmente de diez hombres. ¿Debo elegir sólo a nueve?

—Si, Milord. El décimo está guardando nuestra puerta.

Fernos esbozó una sonrisa ancha y divertida. Los lores no parecieron sorprenderse.

—Comprendo, Majestad.

—Cuando hayáis escogido a los nueve, nombrad capitán al más veterano—añadió. Después se volvió hacia Sper Wolvan—. Por último, tengo que encomendaros a vos que guardéis el Templo, Milord. Voy a ordenar al Venerable Hablador de Dioses que las campanas toquen a rebato[1]. Necesito que guiéis a los civiles, les ayudéis a llegar y les tranquilicéis en la medida de lo posible. Una vez en el interior, el Hablador de Dioses les dirá lo que está sucediendo. Creo que se sentirán mucho más seguros allí.

—Como ordenéis, Majestad. ¿Y respecto a los Starling? ¿Qué queréis hacer?

Driadan apretó los dientes e intentó que no se le notara la rabia que le producía sólo pensar en ellos. Habló con frialdad, aunque en su tono de voz había un matiz cortante.

—Lo primero es localizarlos de la forma más discreta posible. Después, en cuanto los disturbios estén controlados, los apresaremos a todos.

—Si no me necesitáis para otros menesteres, puedo encargarme de eso—se ofreció Arévano—. La discreción se me da bien.

“Claro, como no”. Al rey no se le escapaba la ironía de su comentario. “Así que espadachín en Prímona. Ya. Me pregunto qué secretos escondes”. 

—De acuerdo, encárgate tú. —Arévano asintió y abandonó la reunión con pasos gráciles. Cuando hubo salido, el rey puso las manos sobre la mesa y se inclinó hacia delante, dirigiéndose a sus señores—. Eso es todo, ¿Podéis aconsejarme algo más?

Los tres caballeros se miraron entre si y después a él. Habló entonces Falken.

—¿Puedo sugerir que se envíe a un par de batallones a luchar contra los Starling de la Calle de la Sal? Posiblemente la mayor parte de sus fuerzas, si no todas, estén concentradas allí.

—Temo que el ejército leal al reino esté algo desorganizado y bastante ocupado. Pero si disponemos de esos dos batallones, llevadlo a cabo.

—Señor, quizá deberíamos transmitir órdenes para que otro batallón se dirija a sofocar los disturbios del Callejón Rojo—añadió Ederick Moon, mesándose el bigote con aire reflexivo—. Por lo demás, establecer unas patrullas en cuanto sea posible aumentará la seguridad de los ciudadanos y facilitará la tarea de Lord Wolvan.

—¿Tenemos hombres suficientes para ambas cosas?—dudó el rey—. Ni siquiera estoy seguro de que podamos cumplir con una de ellas.

Entonces, Fernos, que se había quedado fuera tras la marcha de Arévano, abrió la puerta sin llamar y asomó la cabeza.

—Majestad—gritó, como si fuera un vulgar tabernero—aquí hay dos tipos que quieren hablar con vos. Dicen llamarse Lord Deerly y Lord Foxer.

Falken se permitió una media sonrisa afilada.

—Creo que ahora sí, Majestad.


. . .


Aquella tarde, los ciudadanos de Nirala vivieron horas de incertidumbre. Dentro del Templo, el Hablador de Dioses anunció que su rey había muerto y que había regresado desde muy lejos el legítimo heredero. Suyos eran los estandartes del Pegaso y el derecho al trono, y pronto, en cuanto los disturbios con el ejército hubieran terminado, vendría la hora de llorar al rey caído y aclamar al nuevo soberano. Les habló de prosperidad, de un mejor futuro para todos, les habló de buenas cosechas y de justicia. Les aseguró que los dioses bendecían a Driadan de Nirala como nuevo rey y que aquellos que se le oponían eran traidores a la corona. Sus vidas seguirían siendo tranquilas y aún más prósperas. Y poco a poco, las miradas suspicaces y rebeldes de los hombres se fueron calmando, el miedo de las mujeres desapareció. Los niños se durmieron en brazos de sus madres y los mendigos recibieron pan y sopa a cargo de los sirvientes del Templo. Mientras tanto, en el exterior, la ciudad vivía sus momentos más convulsos.

La batalla cesó en la Cuesta de los Almendros cuando Ederick Moon llegó con sus hombres, vestido con el tabardo de la media luna y llevando el pendón de los Horwing. Recibido el ultimátum del rey, los soldados que aún combatían por los Starling bajaron las armas y aceptaron la soberanía del nuevo rey. Unido el ejército una vez más, se apilaron los cadáveres en los carros y la mitad de los hombres partieron hacia el Callejón Rojo, a perseguir y apresar a las bandas de maleantes que se habían asociado allí. La otra mitad fue a prestar apoyo a la lucha de los mineros contra los Starling, que se había cobrado ya muchas vidas. Cuando los soldados llegaron y declararon a voz en grito que los hombres de la estrella debían deponer las armas, hubo escasa resistencia.

Al atardecer, Arévano consiguió dar con Kiram y Sulori, los orientales, y con Jhandi. Les llevó consigo para lo que había de hacerse, y entre los cuatro, deslizándose rápidos sobre murallas y tejados, atentos a las sombras veladas y a los rostros temerosos, dieron caza a seis mensajeros en total que intentaban salir de la ciudad. Volaron los cuchillos, silenciosos. Las peticiones de auxilio de los Starling fueron leídas y destruidas. En sus misivas encontraron varias pistas sobre la localización de la familia de la estrella y pasada la media noche, tenían una relación completa de lugares en los que se ocultaban los traidores y sus familias. Cuando fueron a llevarle la información al rey, Driadan estaba en el despacho, recibiendo informes de soldados, de hombres de Deerly y de Moon, leyendo decretos, arrojando pergaminos al fuego. Sus ojos resplandecían como llamaradas y estaba lívido por la tensión, pero aun así, mantenía el semblante sereno, contenido.

—Ya los tenemos, Majestad—dijo Arévano, mostrándole la lista que habían redactado.

Driadan asintió y se limitó a coger el pergamino y dejarlo a un lado, con un gesto más cuidadoso que los demás.

—¿Seguro que están todos?

—Seguro.

—Bien. Gracias.

No dijo una palabra más y siguió con lo que estaba haciendo.

Tres horas antes del alba, en la parte inferior del castillo, en esos oscuros pasadizos que llevaban a las mazmorras, se escuchó el retumbar de los pasos marciales de los soldados. Un grupo de cincuenta hombres desaliñados, con las barbas sin arreglar y los ojos vidriosos desfilaba por los pasillos hacia el exterior. Sobre el pecho llevaban el emblema de la casa Horwing, a la que siempre habían servido. Aquel tabardo era lo único limpio y nuevo en sus atuendos, pero la rabia en su mirada no era mas débil por vieja. Los hombres de Horwing, los cincuenta supervivientes a la lenta y metódica purga que los Starling habían llevado a cabo durante los tres años anteriores, se dividieron en cinco grupos de diez. Cada grupo acudió a uno de los lugares que Arévano había indicado en su informe. Las puertas se echaron abajo. Padres, madres, hermanos, hermanas, esposas e hijos, fueron prendidos y conducidos al castillo, sin importar sus edades, su sexo, su estado de salud. Algunos hombres se resistieron. Las órdenes eran claras, de modo que fueron contenidos a duras penas, pero a ninguno le rozó puño o filo alguno.

Y al amanecer, al fin, llegó la calma. Una patrulla acudió al templo a informar a lord Falken, y éste dejó a sus hombres apostados a las grandes puertas, entrando al recinto. El templo de los dioses mantenía la misma sobriedad que el resto de los edificios de Nirala: se trataba de una construcción de planta cuadrada con una gran cúpula y lleno de columnas sencillas. Estaba hecho de piedra y en el interior se alineaban las tumbas de los antiguos reyes las estatuas y las efigies. La gran nave estaba en silencio, los pasos de Lord Falken resonaban con un eco que se perdía en la amplia bóveda desnuda.

Se detuvo a los pies de la escalinata que conducía al altar y alzó la voz.

—La situación está bajo control. Los traidores han sido apresados y los maleantes arrojados a las mazmorras. —Varios rostros se alzaron hacia él, escuchándole con avidez y cierto nerviosismo. —Vuestras vidas están seguras ahora, y vuestras casas también. Podéis volver a ellas. Salid ordenadamente y sin revuelo. Hay patrullas vigilando las calles y las puertas de la ciudad volverán a abrirse antes del atardecer.

Un suspiro de alivio general se elevó en el recinto cuando los ciudadanos dejaron de contener la respiración. La tensión desapareció de sus rostros y se escuchó el murmullo de las conversaciones veladas. Todo había pasado, podían volver a la rutina.



. . .



Beonar acababa de llegar al castillo. Habían acogido a los mineros en las cocinas y en los grandes salones y les habían dado de comer como si no hubieran probado bocado en años. Y lo cierto es que muchos de ellos se sentían así. Tomaron huevos y pan de centeno, carne fría y vino con especias, cebollas asadas y pescado ahumado. Los curanderos atendieron sus heridas como si se tratara de nobles o señores y el humor de aquel improvisado ejército mejoró con estas atenciones, que les resultaban casi ridículas. Después de desayunar, Beonar había pedido ver a Driadan y los soldados le habían llevado a su presencia a través de corredores y pasillos. Había militares por todas partes, y de vez en cuando se veía a una dama o a un señor siendo arrastrado por soldados mientras gritaban que no habían hecho nada. Al final llegaron a una puerta de madera oscura custodiada por Fernos, que devoraba un trozo de capón con una mano mientras sujetaba el hacha con la otra y miraba alrededor como un perro guardián.

—Hola, viejo—dijo a Beonar, sonriendo con complicidad—. ¿Sigues vivo?

—Veo que tu también. ¿Y el chico?

—¿El chico rey? —Beonar asintió. —Ahí adentro. A ver si tú puedes hacerle entrar en razón.

—¿Por qué?—preguntó el antiguo esclavo con curiosidad, mientras Fernos le abría la puerta y le franqueaba el paso.

—Porque está empezando a comportarse demasiado como un rey.

El moreno alzó la ceja y entró al despacho, echando un rápido vistazo alrededor. Los demás también estaban allí: Los dos orientales, el Cisne, el joven de Prímona y Jhandi.

—¿Dónde está Qilem?—preguntó, sin saludar a nadie. Beonar nunca se había caracterizado por tener un humor especialmente bueno.

Driadan negó con la cabeza, sin molestarse en fingir. Estaba sentado enfrente de la mesa llena de papeles del despacho de los Starling, mirando la lista de Arévano. Su aspecto era serio, casi abatido.

El antiguo esclavo, aunque era uno de los hombres más curtidos de aquel grupo, sintió aun así una cierta nostalgia al comprender que Qilem no lo había conseguido. Era el mayor de todos ellos y muchas veces había actuado como un líder en ausencia de Ioren, tanto en Shalama como más adelante, cuando partieron de Thalie. Y aunque al principio Beonar le había despreciado, habían terminado haciéndose buenos amigos, y en secreto le admiraba profundamente. Ahora que el viejo no estaba, supuso que le tocaba a él hacer de padre.

—Tu, ¿has dormido?

Driadan volvió a negar.

—Pues duerme.

—Te estábamos esperando. — El rey se puso en pie. Mantuvo los puños apoyados en la mesa y la mirada fija en la puerta. —Llamad a todos. A los mineros, a los pescadores y a los lores y sus hombres de confianza. Al Hablador de Dioses y a los prelados de los gremios. Y que traigan a los Starling también, quiero que todos acudan a la Sala del Pegaso.

—No te precipites. Beonar tiene razón, tienes que dormir. Puedes convocar a la gente mañana—dijo Cisne, que se había acomodado en un lado de la mesa y balanceaba los pies en el aire—. Todo el mundo lo entenderá.

—No. No es por la gente. Yo no puedo esperar.

—¿Tanto te quema la venganza?—preguntó Beonar desapasionadamente.

—Me abrasa.

—Entonces no podrás dormir ni aunque lo intentes. Venga, chico—dijo, haciendo un gesto a Cisne—. El rey ha dicho que hay que avisar a todos. Vamos. No os quedéis ahí como bobos.

La tripulación del Tempestad se puso en movimiento como si les acabaran de despertar y uno a uno salieron del despacho. Fernos se quedó en la puerta y Beonar dentro del despacho. Miró a Driadan con detenimiento. Estaba pálido y se le notaba el agotamiento en las ojeras y la mirada vidriosa, pero su gesto era de determinación. Se preguntó qué habría hecho Qilem, o qué habría hecho Ioren. Bueno, sabía, o creía saber, lo que habría hecho Ioren, pero él no estaba muy por la labor y no pensaba que a Driadan le fuera a parecer bien, aunque el pensamiento le resultó divertido por un momento. Luego suspiró y se acercó a la mesa, sacando un puñal de la manga y clavándolo cerca de la mano del rey.

Driadan alzó la cabeza y el fulminó con la mirada, pero ni siquiera dio un respingo.

—¿Sabías que antes de ser esclavo era asesino?—le dijo, en voz baja y amenazadora—Podría cortarte la garganta ahora mismo y nad…

No pudo seguir la frase. Driadan había arrancado el puñal de la mesa, se había encaramado a ella casi de un salto y se le había echado encima, poniéndole la hoja en el cuello y agarrándole de la entrepierna con la otra mano, retorciéndole los genitales. Fue esa garra terriblemente dolorosa la que le cortó el aire y le impidió seguir hablando.

—Los fuertes no amenazan. —Los ojos rojos del rey parecían dos ventanas al infierno, llameantes, crepitantes. —Ni fanfarronean. No he llegado hasta aquí para que vengas a hacerte el peligroso conmigo, Beonar.

Le soltó y se guardó el cuchillo en su propio cinto, bajando de la mesa como si nada. Iba a volver a sentarse cuando el moreno le agarró del brazo.

—Escucha. Yo no soy Ioren, ni Qilem. Soy un bastardo al que nunca le ha importado la vida de los demás hasta hace bastante poco. Pero los asesinos y los reyes tienen una cosa en común, Nirala… y es que están completamente solos.

—¿Cómo lo sabes? Nunca has sido rey.

—No, pero te estoy viendo a ti. Tienes miedo pero no puedes demostrarlo. Estás cansado, pero no puedes descansar. Te preguntas si no habrías debido quedarte en Thalie y olvidarte de esto… pero también te hierve la sangre y sabes que si no obtienes tu venganza, jamás, jamás podrás encontrar la paz. Estás embarcado en una carrera alocada en la que sólo puedes seguir adelante, cueste lo que cueste, dure cuanto dure. Y aunque quieras detenerte, no puedes.

Driadan tragó saliva. Los ojos rojos mostraban ahora algo más, un matiz de angustia. Beonar se lamió los labios, negando con la cabeza y continuó.

—Lo que quiero decirte es que sé que da miedo. Yo también tengo miedo. No olvides que todo el mundo tiene miedo, Driadan. Sé que te han hablado mucho del honor, de la fuerza, de… pero el miedo también está ahí, para todos. Ioren nunca hablaba del miedo.

—Sí lo hacía—le contradijo el rey, casi indignado.

—Puede ser. Pero no creo que él viviera el miedo como lo vivimos nosotros… los que no tenemos su grandeza.—Le soltó el brazo. El rey no se movió del lugar, le estaba escuchando, al parecer. —No te encierres en tu soledad de rey. Yo no puedo hablar por todos, ni siquiera puedo hablar por mi, pero entre todos nosotros encontrarás a alguien a quien puedas confiarte. Cuando lo encuentres, hazlo. No pierdas esa oportunidad, o al final la presión te aplastará y te convertirá en un amargado, cínico y ruin que se detesta a sí mismo.

—¿Como tú?—espetó el rey, un poco a la defensiva.

Beonar soltó una carcajada grotesca.

—No, como yo no. Peor. —Dejó de sonreír. —Yo tenía a Qilem. Pero ahora está muerto.

Driadan relajó su postura y bajó la mirada.

—Lo siento.

—Yo también. Ahora imagínate que soy él, o algo así, y hazme caso. Date un baño, come algo, arréglate y prepárate para recibir a toda la gente que has hecho llamar. Sé un rey y haz lo que tengas que hacer. Pero después, desahógate, por los dioses, antes de que te vuelvas loco.

Driadan le dedicó una larga mirada y después asintió, devolviéndole la daga con la punta hacia adentro.

—Lo haré. Gracias.

—Bien. Nos vemos, crío.

Beonar salió del despacho y Driadan se quedó solo. Miró hacia la mesa y después el pendón de los Starling. Cerró los ojos, respirando profundamente y luego siguió sus pasos, internándose en el pasillo de piedra.


. . .



La Sala del Pegaso no había cambiado nada en aquellos años. El mármol resplandecía bajo la luz del sol del mediodía, que se proyectaba como un foco sobre el mosaico del suelo. En él, el caballo con alas parecía estar hecho de luz, vivo, resplandeciente como el diamante. La sala estaba atestada. En pocas ocasiones se había reunido tanta gente allí: los mineros, que observaban el lugar con ojos llenos de impresión, y los pescadores, más discretos, los grandes Lores y los representantes de los gremios, así como los altos mandos del ejército y el Hablador de Dioses junto con sus acólitos se encontraban de pie alrededor del mosaico y frente al trono. La nueva Guardia Real custodiaba la estancia, formando un amplio círculo, de espaldas a las paredes. La tripulación del Tempestad se encontraba también entre los asistentes, en el extremo de la izquierda, el más cercano a la puerta.

A un lado del salón, el cadáver del rey Dromath reposaba en su féretro, rodeado de iris azules. Estaba vestido con las galas funerarias: el atuendo de batalla, de piel endurecida y apliques de metal, los guantes negros, las botas flexibles y la espada sobre el pecho, empuñada. A sus pies estaban su capa y la fusta con la que montaba, su camisa de dormir, el retrato de su esposa y otros objetos destinados a acompañarle en el otro mundo. A pesar de las horas transcurridas, el cuerpo del rey Dromath no mostraba signos de descomposición ni olía mal; se había rellenado su boca, nariz y oídos con esencia de flores y hierbas frescas y se le había lavado y frotado con aceites.

Cisne nunca había anunciado a un rey. Había sido copero, bailarín, esclavo de cama, criado en las cocinas, pero jamás mayordomo ni nada que se le pareciese. Sin embargo, no parecía causarle aprensión aquella multitud. Se arregló los ropajes nuevos y comprobó su aspecto en el reflejo de una ventana ojival del pasillo y luego caminó con paso seguro al interior de la sala del Pegaso, portando el bastón.

Todas las miradas se volvieron hacia él cuando se colocó al lado del mosaico, frente a la Silla Alada, y golpeó el suelo con el bastón.

—Hijos del Reino de Nirala—recitó, alzando la voz—, el rey Dromath ha muerto. Gloria a su recuerdo por siempre. Recibid ahora al rey Driadan, hijo de Dromath, de la casa Horwing, Señor de las Montañas y legítimo heredero al trono.

Todos hincaron la rodilla en tierra al mismo tiempo y bajaron la mirada al suelo. Cisne se hizo a un lado y también se postró para recibir al nuevo soberano.

Los pasos del rey no retumbaban, como antaño lo hicieran los de su padre. Era silencioso como un felino y cuando entró a la sala, avanzó con decisión hacia la Silla Alada, con zancadas largas y elegantes. La capa de plumas arrastraba a su espalda, produciendo un susurro suave sobre las baldosas de piedra. Iba vestido de negro, con un jubón de piel vuelta y unos pantalones con refuerzos, parecidos a los de los almirantes de la armada. Usaba botas de montar, también negras, y no llevaba guantes. Las mangas de la camisa de seda blanca que llevaba debajo, se abrían desde el codo y mostraban los dedos elegantes, las manos de apariencia fina del nuevo monarca, que sin embargo, se cerraban con fuerza en las empuñaduras de las dos espadas que llevaba al cinto. Sables curvos en el interior de dos vainas tan negras como el resto de su atuendo. Los cabellos oscuros le llegaban hasta la cintura, largos como los de las doncellas, y sobre ellos lucía la corona de oro blanco. Pero en su rostro, la antigua feminidad que había provocado la burla de nobles y señores, ahora se mostraba apenas en un viso, enterrada debajo de la mirada afilada como una daga, la expresión severa y los rasgos más adultos del heredero de Dromath. Seguía teniendo la melena demasiado larga, las cejas altas y la belleza demasiado elegante para un hombre que pudiera jactarse de ser tal, a ojos de las rudas gentes de Nirala. Pero muchas cosas habían cambiado, y ahora su figura no recordaba a la de un cachorro afeminado, sino a la de una serpiente o una pantera, peligrosas, sutiles pero mortales.

—Poneos en pie—dijo el rey, sin tomar asiento. Se escuchó el sonido de decenas de botas rozando el suelo al incorporarse todos. —Antes de comenzar con todas las cosas que en este día deben hacerse, os pregunto. ¿Hay alguien en esta sala que tenga algo que pedir al rey?

Lord Crowald, un hombre calvo y de ojillos diminutos, dio un paso al frente y volvió a arrodillarse.

—Con vuestra venia, Majestad. Yo, Esaak Crowald, en nombre de mi casa os muestro mis respetos y pongo mi espada y la de mis juramentados a vuestros pies para lo que estim…

—Poneos en pie, Lord Crowald. Acepto vuestra lealtad, aunque llega un poco tarde. Estaré atento a vuestra velocidad de reacción en lo sucesivo, tenedlo muy en cuenta. —El Lord se alzó, un poco pálido, mirando al joven rey. Dromath siempre había sido claro, pero paternal y muy diplomático. —Por cierto, no veo que llevéis espada alguna. Espero que vuestros hombres tengan más que aportar al reino, porque vamos a necesitar muchas.

—Por supuesto, Majestad. Nosotros…

—Suficiente. Bienvenido de nuevo al camino correcto, Milord. ¿Alguien tiene algo más que decir?

Lord Crowald se retiró y se unió al resto de señores, con la expresión demudada. Nunca hubiera esperado semejante muestra de carácter de parte de alguien tan joven e inexperto, y al parecer, los demás tampoco. Al no haber más peticiones, Driadan subió los tres escalones del sitial y se apartó la capa para tomar asiento en la Silla Alada. Lo hizo con tanta seguridad que arrancó una sonrisa a Beonar y Fernos.

—Mira, parece que hubiera tenido el culo ahí toda la vida—susurró el antiguo asesino al nuevo Guardia Real.

Fernos no respondió. Estaba de servicio y se lo tomaba muy en serio.

—Os doy a todos la bienvenida—dijo Driadan finalmente, proyectando la voz para que le escucharan también en el fondo de la sala—. Hoy es un día triste. Mi padre murió ayer y lo último que hizo en su vida fue ponerme esta corona en la cabeza. Ahora soy vuestro rey, y nos hemos reunido aquí para administrar una de las cosas que un rey debe administrar. Justicia.

Reinaba un silencio sepulcral. Driadan les miró a todos con esos ojos rojos, penetrantes, y el semblante serio. Luego siguió hablando.

—Hace tres años, la casa Starling encontró la oportunidad de llevar a cabo el complot que durante mucho tiempo habían estado preparando. Su objetivo era derrocar a mi padre y dejar el reino en manos del Imperio del Este. Provocaron disturbios en la ciudad, fingiendo que los soldados de nuestra propia casa, Horwing, se rebelaban y que los Starling nos defendían. Liberaron a un hombre del mar que estaba encerrado en los calabozos y le encomendaron la misión de matarme a cambio de su libertad. —Todos los oídos escuchaban con atención. Ni siquiera los compañeros de Driadan habían escuchado nunca la historia completa, y ahora descubrían detalles que daban explicación a cosas que siempre se habían preguntado. —El hombre del mar no me mató, como podéis ver. Él creía que yo tenía un destino que cumplir, y gracias a eso, sobreviví.

» De todas mis acusaciones sobre la casa Starling tenemos pruebas en documentos, mensajes y cartas sellados que pondré a disposición de los lores para que comprueben por sí mismos cual es la verdad. Pero ahora, hagamos justicia. Hay aquí reunidos hombres que me han sido leales, algunos desde hace tres años, otros desde que nací, otros desde hace unas horas. Así pues, es justo que sean recompensados.

Los lores se miraron entre sí. Driadan aguardó un momento y después su mirada se fijó en Lord Crowald.

—A vos, Lord Crowald, os voy a dar la oportunidad de demostrarme que vuestra lealtad, aunque haya llegado la última es tan fuerte o más que las primeras. —El caballero le miró, aguardando su sentencia sin saber muy bien qué esperar. Driadan continuó, con el mismo tono de voz tranquilo y elegante, como si estuviera invitándole a una fiesta. —Tenemos que fortificar las fronteras del este. Cuando rompamos los tratados que los Starling hicieron con el Imperio, posiblemente se preparen para atacar. Vos y las fuerzas de vuestra Casa irán allí, junto con los demás valientes del Ejército de Nirala, a contener ese posible ataque y a defender nuestras marcas.

Crowald palideció, pero hizo una reverencia profunda.

—Me honráis, Majestad. Cumpliré vuestras órdenes. Espero que nuestros actos estén a la altura de vuestras expectativas sobre nosotros.

—Si supierais cuáles son mis expectativas sobre vos, tal vez no diríais eso. Me conformo con que demostréis que sois verdaderamente leal—replicó el rey, haciendo hincapié en esta última palabra—. Defended con valor y si sobrevivís, os recibiré con honores a vuestro regreso.

Crowald sólo acertó a asentir con la cabeza esta vez. Luego, Driadan continuó.

—A los mineros de Terragris y a los pescadores de Fondeadero de Acantilado, a todos vosotros os digo: Sin vuestro apoyo y lealtad, jamás habríamos llegado ni siquiera a dos pasos de la Capital. Cuando regresé a mi hogar, me sentía como un extranjero, pero eso fue hasta que vosotros decidisteis apoyarme, aun sin haberme visto. Por eso, estoy en deuda con vosotros. Desde hoy, los impuestos sobre la minería se verán reducidos a la mitad. —Un coro de exclamaciones jubilosas resonó desde el centro de los congregados, incomodando a los nobles y cortesanos. A Driadan no le importó, aguardó un momento y luego continuó. —A cada minero se le pagará un salario fijo por su trabajo, que concertaremos con el prelado del Gremio de los Mineros, además de una décima parte del mineral que extraiga. Los mineros serán libres de comerciar con ese mineral del modo que consideren más oportuno. Se restablecerá el flujo de comercio hacia el Norte y el Oeste de la nación desde mañana mismo, para que no falte a las ciudades de las montañas ni a los puertos ningún bien de primera necesidad.

» Por otra parte, la armada de Nirala ha sufrido muchas bajas en los últimos tiempos, primero por los ataques de los Hombres del Mar y después por las ventas de galeras y galeones al Imperio. Levantaremos unos astilleros junto a Fondeadero de Acantilado donde se dará comienzo a la construcción de una nueva flota. Se empleará en primer lugar a los antiguos pescadores o hijos de pescadores que así lo deseen y el puerto de Fondeadero tendrá la categoría de “Real”.Por último, todas las viudas y huérfanos de los mineros de Terragrís y los pescadores de Fondeadero de Acantilado recibirán una pensión anual para garantizar su supervivencia.

Conforme el rey iba exponiendo las nuevas medidas, los vítores aumentaban, pero se volvieron ensordecedores cuando anunció la última y todo el salón prorrumpió en aplausos. El anciano Ederick Moon había nacido en Terragrís y asentía con la cabeza, repitiendo “muy bien, muy bien”. Driadan volvió a aguardar, sin entusiasmarse, sin esbozar siquiera una sonrisa hasta que de nuevo reinó el silencio.

—Al Ejército del Reino, que ha sabido aguardar a pesar de las duras condiciones en las que ha tenido que vivir bajo las manipulaciones de la casa Starling le anuncio que haremos regresar a todos los soldados destinados en el extranjero antes de disolver nuestros tratos con el Imperio. Ninguno de ellos sufrirá represalias a su regreso, solo esperamos que vuelvan sanos y salvos. —Hubo un suspiro de alivio, menos numeroso, entre los líderes militares—. A partir de ahora, ningún soldado del Reino servirá a ningún otro país por muy aliado que sea. Se revisarán las competencias del ejército, los salarios y el estado del equipamiento militar para garantizar que los soldados vocacionales puedan seguir cumpliendo con su misión con excelencia. —Hizo una nueva pausa y luego buscó a uno de los lores con la mirada. —Lord Sper Wolvan, dad un paso al frente.

El caballero obedeció, llevándose el puño al pecho. Le miró un momento con aquellos ojos verdes y cristalinos, casi paternales, y luego bajó la barbilla en actitud respetuosa.

—Majestad.

—Lord Sper Wolvan, fuisteis el primero en proclamarme. Vuestra voz dio el primer paso, pese a que os podía haber costado la vida. Por vuestra lealtad y valor os doy las gracias, de todo corazón. El rey os concede un tercio de las posesiones y títulos de los Starling y os da permiso para acoger a sus hombres en vuestro ejército si lo deseáis. Os concedo también el título de Guardián de la Ciudad y un puesto en el Consejo Real.

—Gracias, Majestad. Me honráis más de lo que merezco. Pero, ¿qué consejo?

—El que vamos a crear.

Wolvan alzó las cejas y luego volvió a inclinarse.

—Gracias, Majestad—repitió.

—Podéis retiraros. Lord Ederick Moon y Lord Wilem Falken, dad un paso al frente.

Wolvan reculó y sus dos camaradas se adelantaron, el uno respetuoso y tranquilo, el otro con la barbilla alzada y el gesto firme de los militares.

—Majestad.

Driadan se acarició la barbilla.

—Vosotros no vacilasteis y me reconocisteis sin miedo ni duda. Siempre fuisteis leales a mi padre y no tuvisteis reparos en serlo también conmigo. Y sé que no es fácil depositar la confianza y la obediencia en alguien a quien no se conoce, sin embargo, lo habéis hecho, por fidelidad. Os doy las gracias y os concedo a cada uno un tercio de las posesiones y títulos de los Starling, así como el permiso para acoger a sus hombres en vuestro ejército. También tendréis, ambos, vuestros asientos en el consejo real.

—Gracias, Majestad.

—Gracias, Majestad. Solo cumplimos con nuestro deber.

—Eso no es poco—apostilló Driadan con suavidad—. Podéis retiraros.

El rey se puso en pie de nuevo y volvió la mirada hacia Fernos, que se cuadró de inmediato.

—Que traigan a los prisioneros.

El antiguo esclavo se golpeó el pecho con el puño y salió junto con dos hombres más. Mientras aguardaban su regreso, Deerly y Foxer intercambiaron una mirada fugaz y la incertidumbre aleteó sobre la cabeza de aquellos que no habían sido castigados ni premiados. Driadan caminó hasta el centro de la Sala del Pegaso y se colocó frente al mosaico del suelo.

Unos minutos más tarde, las puertas se abrieron y una larga fila de hombres, mujeres, ancianos y niños entraron a la sala, cabizbajos, atemorizados. Las damas iban vestidas con elegancia, aunque sus cabellos colgaban mustios a ambos lados de su rostro, despeinados. Los caballeros también lucían atuendos que delataban su nobleza, y la mayoría tenían ojeras y el aspecto de animales asustados. Los ancianos miraban al suelo. Los seis niños iban de la mano de sus madres, sus edades oscilaban entre los tres y los doce años. Había algunos chicos y chicas jóvenes, que aún no habían cumplido los veinte. También estaba allí la esposa del rey Dromath, con su traje de novia, los ojos hinchados y el rostro demudado a causa del dolor de sus pérdidas. Lord Starling, el caballero de la mirada fría y el cabello rubio bien peinado hacia atrás, con la barba recortada y la cabeza alta, llegó en último lugar.

Ninguno de aquellos hombres iba armado. Los soldados que los custodiaban se retiraron, y Lord Starling mantuvo el rostro sereno, sin mirar a ninguna parte en particular. Uno de los niños se puso a llorar.

—¿Estos son?—preguntó Cisne a Arévano. Se habían reunido a un lado, un poco separados de la multitud.

El joven de Prímona asintió con la cabeza. Había preocupación en su semblante, aunque el Cisne no sabía por qué. Pero cuando Driadan al fin volvió a hablar, lo comprendió. La voz del rey estaba llena de rabia contenida.

—También hay justicia para ti, Lord Starling. Mírame a los ojos. —El caballero se volvió hacia él, lentamente. Le aguantó la mirada con dignidad durante todo el tiempo, hasta que Driadan prosiguió. — Mi padre solía decir que todas las batallas terminan en algún momento, pero que son pocas las que acaban para siempre. La que tú has empezado ha estado a punto de acabar con el reino de Nirala y con mi estirpe. ¿Tienes algo que decir?

—No me arrepiento de nada—dijo el Starling, orgulloso y sereno.

Algunos cortesanos murmuraron ante semejante confesión, pero entonces, el resplandor vívido y fogoso de los ojos del rey Driadan se apagó. Aflojó la mandíbula y la ira abandonó su voz.

—No te arrepientes porque no sabes lo que has hecho—dijo, casi con cansancio.

—Oh no—murmuró Cisne. Arévano le cogió la mano y se la apretó.


. . .


Driadan sintió que toda la rabia le abandonaba. Miró a aquel hombre, por el que no sentía ninguna compasión, y rezó a sus dioses para que le permitieran sentirla antes de que todo terminase.

—Sabes que la traición se castiga con la muerte, y no tienes miedo de morir. Eso te honra—continuó, sintiendo que cada palabra pesaba sobre su lengua. —Pero las batallas no terminan mientras quede alguien para vengarse. Yo soy la prueba de eso. Me dejaste vivir porque no tuviste el valor de venir a matarme tú mismo. Yo no cometeré ese error, Lord Starling. —El rey hizo una pausa y suspiró. —Y tampoco dejaré que esta batalla continúe generación tras generación.

Desenvainó una de las espadas. Un rumor de sorpresa y de horror recorrió el salón. Los semblantes de los lores se tornaron en incredulidad, el Hablador de Dioses negó con la cabeza.

—¡No!— Starling abrió mucho los ojos y cayó de rodillas, todo su orgullo reducido a la nada. —Os lo suplico, majestad. Os lo ruego. Los Dioses no lo … las leyes dicen que…

Una joven Starling se desmayó. Dos ancianos se tomaron de las manos y una de las hermanas del Lord se arrodilló para abrazar a sus hijos, que habían empezado a llorar desconsoladamente. Ella también lloraba, mirando al Rey, aterrorizada.

—Lo sé. Pero eso no cambia nada. —Miró a la multitud, de nuevo una llamarada brillaba en sus pupilas—. Y que esto sirva de ejemplo. La lealtad será recompensada generosamente. La traición, castigada sin piedad.

Luego caminó decididamente hacia el centro del mosaico y alargó la mano para tomar del brazo al primer Starling. Entonces Sybelle se interpuso en su camino y se arrodilló ante él.

—Dejadme ser la primera, Majestad.

Estaba tranquila. No parecía tener miedo. Driadan asintió solemnemente y le concedió aquel deseo.


. . .



Cisne no quiso apartar la vista, a pesar de que Arévano le había advertido que no mirase. Vio caer a cada uno de ellos, vio la sangre derramarse sobre el suelo, vio a los señores volver la mirada y llorar al sumo sacerdote. Los mineros solo parecían sorprendidos. El rey Driadan no mostró el menor viso de pasión mientras ejecutaba su macabra labor. Dio golpes certeros que mataron con rapidez, primero a los más pequeños y después a los adultos. Los gritos de los padres, los sollozos de las madres y los desmayos de los ancianos no le detuvieron. Sus ojos parecían dos rubíes incendiados y Amala se preguntó si alguien en aquella sala se daba cuenta de lo mucho que estaba sufriendo el rey al hacer aquello. Se preguntó si alguien lo comprendía. “Seguramente algunos sí”, pensó, observando de soslayo al joven de Prímona.

Lord Starling se había derrumbado por completo. Sollozaba y se tiraba del pelo. Cuando le llegó la hora, el mosaico del caballo alado era un enorme charco de sangre y los cadáveres de todos los que tenían sangre Starling estaban tirados sobre el suelo como muñecos rotos. Driadan se detuvo frente a él y le tendió la mano.

—Vamos, ponte en pie. Dime otra vez que no te arrepientes de nada.

Starling no tomó su mano. Temblaba sobre sus propios vómitos, apenas podía respirar a causa de los sollozos. Entonces el rey sí que sintió compasión. Le cortó la cabeza de un tajo certero y terminó con su sufrimiento. Después se volvió hacia el conmocionado público. Muchos ojos estaban fijos en los cadáveres de los niños. Algunos lloraban, incluso hombres maduros. Lord Moon parecía al borde de las lágrimas.

—Hemos terminado—declaró Driadan, limpiándose unas gotas de sudor de la frente con la manga—. Que los Starling sean enterrados con honores, todos ellos salvo el Lord. Tendremos diez días de luto por mi padre y cinco más por ellos. Marchad.

Por un momento, nadie reaccionó. Driadan se inclinó y limpió la sangre de la espada en el vestido de novia de Sybelle. Luego envainó y fue a sentarse de nuevo en la Silla Alada, silencioso, severo, frío como una serpiente que se enroscaba sobre sí misma. Cuando la sala comenzó a vaciarse, el miedo aún flotaba en el aire. Poco a poco, todos se marcharon y los guardias se llevaron los cadáveres de los muertos. Los criados acudieron a limpiar la sangre del mosaico, y cuando se marcharon, éste volvía a estar tan blanco como siempre. Al salir el último desconocido, Beonar se dirigió hacia la puerta. Se detuvo frente al trono y reverenció al rey, mirándole largamente por un instante. Driadan inclinó la cabeza hacia él una sola vez, pero no dijo una palabra. Jhandi le siguió, pero él no miró Driadan. Estaba muy afectado.

Todos se marcharon, uno tras otro, hasta que solo quedaron la guardia real, Arévano y Cisne.

—Podéis salir. Y cerrad las puertas.

—¿Seguro, majestad?

—Muy seguro. Marchaos todos.

Cuando se hubieron ido, Driadan miró hacia el suelo. A él aún le parecía ver un tizne rojo, leve, en las líneas de lechada que separaban las teselas del mosaico. Recordó el sueño del pegaso, el que había tenido mucho tiempo atrás, en Thalie. Un rey sentado en el trono, hermoso y digno, de cuyas manos manaba la sangre a borbotones. El pegaso intentando liberarse, y la ola, la ola salada y fresca que irrumpía por la puerta y le salvaba. “Lo que he hecho es horrible”, se dijo. “Pero habrá paz. No habrá más venganza, ¿quién querrá vengarse ahora? Se acabó. Todo ha terminado, al fin”.

Entonces miró alrededor. La sala enorme estaba en silencio. No quedaba nadie. Suspiró y se puso la mano delante de los ojos, mareado. El primer sollozo rompió, casi como una tos seca. Las lágrimas empezaron a fluir costosamente, pero una vez hubo empezado, el torrente se desató. Había ganado, y había perdido. Su padre había muerto sin que pudiera decirle todas las cosas que quería decirle. Su amor estaba en las lejanas tierras del noroeste, más allá del océano, y jamás volvería a verle. La venganza contra los Starling se le había convertido en cenizas en los labios sin siquiera haberla probado, al darse cuenta de lo que implicaba. Se preguntaba si había elegido bien. Si no podría haber tomado otra decisión. Quizá los niños podían haber vivido bajo la tutela de los demás lores… pero ¿qué niño querría vivir sin sus padres? Matar niños era algo terrible. Pero la muerte no entendía de edades cuando llegaba en forma de enfermedad, de accidente o de guerra despiadada. ¿Por qué tenía que mostrarse más blando? “Porque soy un ser humano”, se dijo. “Porque Ioren me advirtió sobre esto. No es que sean mis hijos pero lo que he hecho quedará sobre mi toda mi vida”. Lo había sabido desde que desenvainó el arma.

Entonces, cuando los recuerdos de Ioren volvieron, empezó a doler de verdad. Intentó imaginarse que sus brazos le rodeaban, la caricia de su voz, el roce de sus cabellos, el olor a sal. Y cuando dos brazos le rodearon de verdad, la ternura de aquel gesto le hizo sollozar con más fuerza. Se aferró a aquel cuerpo que al principio fue incapaz de distinguir, estrujó la tela de su jubón con las dos manos y escondió el rostro en el pecho perfumado del muchacho.

—Le prometí que cuidaría de ti para que no te devorase la soledad—susurró Cisne mientras le acariciaba el pelo con dedos temblorosos.

—Perdóname—sollozó el rey. No se lo decía a Cisne, no se lo decía a nadie, se lo decía a todos. Pero sobre todo a sí mismo—. Perdóname. Lo siento tanto…

—Lo sé—respondió el muchacho. Sus lágrimas también cayeron, una gota cristalina y salada quedó prendida en la corona del rey, como una joya—. Te perdono.

Y aunque aquella disculpa no estaba dirigida a él, aunque Cisne no podía darle la redención que él deseaba y necesitaba, por uno de esos misterios del alma humana, las palabras de Cisne le consolaron. Agradeció en silencio que Amala hubiera cumplido su promesa y aferrándose a él, descargó toda la tensión y el sufrimiento que le atenazaban por dentro, llorando hasta quedar exhausto.

En el exterior, las banderas del pegaso blanco ondeaban a media asta.

. . .

©Hendelie






[1] Desde la antigüedad hasta hace relativamente poco, en las aldeas y villas las campanas de las iglesias tocaban “a rebato” cuando había algún peligro, como ataques, incendios, etc. Entonces, los ciudadanos se reunían en la iglesia o templo para refugiarse y defenderse. El toque “a rebato” era una consecución de campanadas rápidas y potentes, similares a lo que hoy es el timbre de alarma de las estaciones de bomberos, por ejemplo.


2 comentarios:

  1. Precioso capítulo, estos dos ya me hicieron llorar, al final me cayó bien la pobre Starling... pero no podíamos tener compasión de nadie. Peligro, peligro. La venganza es dulce pero muy amarga al mismo tiempo y eso Driadan ahora lo conoce muy bien.

    No me extraña que la gente empieze a llamarle puño de Hierro, a ver que más hace xDD Tengo como dos sentimientos encontrados, por una parte me gusta que Driadan haya sido cruel con sus enemigos, que haya recuperado el trono y ahora sea un hombre, un rey; por otro lado hecho de menos a ese Driadan débil que tenía una aspiración y trabajaba cada día para conseguirla.

    voy a pasar al siguiente capítulo

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  2. Dios que frustrante no me suena este Beonar! T_T Vale, decidido, me repaso los otros capítulos si me decís que ha salido más veces, es que no me suena coño ahora estoy demasiado nerviosa, ya se acabaaa waaaaa

    PD: MUERTEEE

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