jueves, 26 de julio de 2012

Fuego y Acero XLVIII: Puño de Hierro


48.- Puño de Hierro



Aún no había amanecido cuando se escuchó el estruendo de las puertas. Las largas filas de soldados comenzaron a entrar en el patio de armas, el clamor de las trompetas inundó el aire y llegó al interior del castillo, sordo y mitigado. Pero no lo suficiente. Los dos niños se sobresaltaron en el lecho, sentándose y apartando las mantas. Tenían los ojos y las bocas muy abiertos y miraban alrededor, tratando de entender por qué estaban tan nerviosos y qué les había despertado. De nuevo se oyó el pesado rastrillo y más trompetas. Entonces, los dos hermanos se miraron y compartieron una sonrisa, amplia y entusiasmada la de la niña y apacible la del niño.

—¡Corre!— exclamó Valeria, apremiando a su hermano. Saltó de la cama y se abalanzó hacia la puerta, descalza, vestida solamente con la camisa de dormir. —¡Date prisa, date prisa!

—Voy, voy. ¡Espera! Ponte zapatillas.

—¡Que no!—Valeria tiraba con fuerza del picaporte, aunque no podía abrirlo sola. Apenas sí llegaba al manillar. —Si no corremos ya, no veremos a papá cruzando el puente. Ni a los soldados. ¡Y a lo mejor traen prisioneros!

Su hermano mayor suspiró, echándose una capa por encima. Él si que se calzó antes de abrir la puerta y dejar que su hermanita saliera a toda velocidad, corriendo por el pasillo. La siguió a toda prisa, con el ojo puesto en su pequeña espalda y tratando de no perderla de vista. Los corredores de piedra estaban ya preparados para recibir al invierno y sus pasos se mitigaban sobre las mullidas alfombras de lana y pieles. Ardían las antorchas y los candelabros en las paredes, entre las armas que colgaban de los muros y las ventanas ojivales tenían cerrados sus contrafuertes. En su carrera se cruzaron con algunos criados y tuvieron que escurrirse de las manos de un guardia al que casi arrollaron, pasaron bajo las piernas de un chambelán, esquivaron a las lavanderas y los panaderos y subieron las escaleras a toda velocidad, dejando a su paso exclamaciones y miradas escandalizadas.

—¡Ya casi estamos!—gritó Valeria, emocionada, mientras trepaba casi a cuatro patas por la escalera de caracol de la torre.

—Tranquila, te vas a hacer daño. O te dolerá el costado.

—¡Que no!

Finalmente, llegaron a lo más alto de la torre, sudorosos y jadeando. Una puerta de madera con apliques de metal les cerraba el paso y la niña se abalanzó sobre ella, se  colgó del picaporte e hizo fuerza. Pero no consiguió abrir.

—¡Ioren!—suplicó, mirando a su hermano con los ojos llenos de desesperación. —¡Ioren, no se abre! ¡La han cerrado con llave!

El niño frunció un poco el ceño, pensativo. Se acercó y observó la cerradura y las bisagras.

—Papá nos va a matar—declaró con toda la tranquilidad del mundo.

Luego se inclinó y arrancó la hebilla de sus zapatos. Introdujo el alfiler del broche en la cerradura e hizo fuerza hacia arriba y hacia adentro hasta que se escuchó el “clac”. Después giró el picaporte ante la mirada admirada de su hermana, que esbozó una enorme sonrisa.

—¡Bien! ¡Sabía que lo lograrías!

—Anda, ven—resopló él, volviendo los ojos hacia arriba.

El chico agarró a su hermana pequeña y se la subió a los hombros antes de salir a las almenas. Se asomaron con cuidado. La niña ahogó una exclamación de asombro. Ioren miró hacia abajo y dibujó una pequeña sonrisa.

En el patio de armas se arremolinaban los soldados a caballo. El rey Driadan regresaba de la guerra en las fronteras del Este. Iba el primero, con la lanza en la mano y las espadas al cinto, vestido con una armadura de cuero negro y un yelmo del mismo material y color, coronado por dos penachos rojos. Desmontó, mientras los criados y los mozos de cuadras se esmeraban en atenderle, a él y a sus caballeros.

—¡Mira!—gritó Valeria—. ¡Es papá! ¡Es papá! ¿Le ves?

El rey se quitó el yelmo y alzó la lanza en señal de victoria. Un estruendo de vítores y jubilosos gritos inundó el patio de armas y las trompetas volvieron a resonar, los pendones se agitaron.

—Claro que le veo—replicó Ioren, agarrando bien de las piernas a su inquieta hermana, que no dejaba de moverse—. Estate quieta o te caerás, y habrá que llamarte la Princesa Tortilla.

—¡Vale!¡Pero mira!—ella señaló hacia el patio—. ¡Veo nuestro estandarte, y también el de los Moon, y los… ¿Quiénes eran los del halcón?

—Los Falken.

—¡Están todos! ¡Qué bien!

—Mira, ya van a las cuadras. Deberíamos…

No pudo terminar la frase. Escucharon pasos metálicos a su espalda y una manaza grande cayó sobre su cogote. Valeria fue despegada de sus hombros mientras se quejaba y gimoteaba.

—Deberíais estar en la cama, mocosos—bramó una voz conocida. Ioren hizo una mueca de derrota. —Cuando le diga a vuestro padre que habéis salido solos a las almenas os pondrá el culo rojo a base de azotes.

—¡Mentira!—se enfurruñó Valeria—. No nos va a dar azotes.

—¿Ah no? ¿Qué te crees, que le llaman Puño de Hierro por nada? —Luego el guardia señaló con un gigantesco dedo a Ioren—. Y tú, ¿qué hacías con la niña a hombros? Se podía haber caído.

—Lo siento.

—¡Queremos ver a padre!—gritó Valeria, rebelde. —¡Queremos ver a padre y tú no eres nadie para impedirlo, feo!

—Valeria, no seas bruta—la reprendió su hermano.

Pero el guardia real se estaba riendo. Se echó a uno en cada hombro y regresó al interior del castillo, caminando a largas zancadas.

—Voy a pedirle al rey que me suba el sueldo. Si a esta edad ya no hay quien os aguante, no me quiero imaginar los años que me esperan. ¿Y como demonios habéis abierto la puerta?

—Eso es secreto—dijo Valeria, haciéndose la interesante—. Pero si nos sueltas, te lo digo.

—De eso nada—rió de nuevo el guardia.

Mientras viajaban de regreso a sus aposentos, sobre los hombros de su enorme protector, resonaban por todas partes los ecos de pasos agitados en el interior del castillo, los grititos alegres de las mujeres, las carcajadas de los soldados, las felicitaciones de los sirvientes, el entrechocar de las alabardas y los estruendos de las botas de metal. Cuando llegaron al corredor, ya había varios soldados sucios y cansados del viaje caminando por él, buscando a las mozas, un baño de agua caliente o una jarra de cerveza. Los dos hermanos lo miraban todo con atención infantil, emocionados.

—Muy bien, ya estamos aquí. —El guardia real abrió la puerta de la habitación de los niños de un manotazo. —Será mejor que volváis a la cama antes de que…

Pero no terminó la frase. Se quedó inmóvil al ver a la figura que aguardaba, de pie, en el centro de la estancia. El rey se volvió hacia él y en cuanto le reconoció, borró la expresión de ira fría que lucía su semblante.

—Maldito seas, rey—se quejó, bajando a los dos hermanos al suelo—. Eres mas rápido que el rayo.

—¡Papá! ¡Papá!

—Me estaba preguntando quién había osado secuestrar a mis niños. —El rey se inclinó para abrazar a los dos pequeños que se le arrojaron al cuello. Luego esbozó media sonrisa e inclinó la cabeza con gratitud al guardia real—. Gracias, Fernos. ¿De donde los has sacado esta vez?

—De las almenas. Tu hija es un diablillo.

—¡Papá, cuántas trenzas llevas!—exclamaba la niña, hundiendo las manos en la cabellera larguísima de su padre—. ¡Estás guapísimo!

El niño habló con mucha tranquilidad, aunque le brillaba la felicidad en la mirada.

—Muchas trenzas, muchas batallas ganadas. ¿Ha terminado la guerra, padre?

Driadan suspiró y levantó a los críos, a uno en cada brazo. Les miró y miró también a Fernos. El rey no parecía cansado, a pesar de todo: Sus ojos rojos brillaban con fuerza, la larguísima cabellera le colgaba hasta el trasero, salpicada de trenzas atadas con hilos de cuero y la barba recortada, oscura y afilada en la barbilla le hacía parecer sofisticado y civilizado a pesar de las bárbaras costumbres con las que adornaba su pelo. Sus movimientos eran activos y elásticos, su semblante estaba limpio de ojeras. Aunque ya había alcanzado la treintena, el rey Driadan de Nirala seguía conservando la belleza refinada de su madre, y si bien ya no parecía un muchacho sino un hombre adulto y atractivo. Se conservaba envidiablemente joven, sin que ninguna arruga hiciera mella en él a pesar de las preocupaciones que conllevaba reinar.

—De momento, sí. Ha terminado. —Los niños lanzaron exclamaciones de felicidad y Fernos rió con una poderosa carcajada—. Tardarán al menos otros tres años en reponerse de este golpe, y si les quedan ánimos… bueno, entonces ya veremos.

—Felicidades, Driadan. —Fernos, que jamás le había dado el trato que el protocolo exigía, le golpeó el hombro con una mano con tanta fuerza que le hizo tambalearse—. Bien hecho, chico. Bueno, ahora que la revolución infantil está controlada, será mejor que baje. Quiero ver con qué cara regresan Arévano y Jhandi.

Fernos se marchó, cerrando la puerta a su espalda. Driadan miró a sus hijos y entrecerró los ojos con suspicacia.

—Sois unos bribones. —Valeria sonrió inocentemente. Ioren simplemente se encogió de hombros. —Venga, a la cama.

Les acostó, peinándoles los cabellos con las manos enguantadas mientras ellos le cosían a preguntas. Había dejado la lanza apoyada en la pared, pero todavía estaba cubierto por el polvo del camino y aunque no lo demostrara, tenía la espalda destrozada después de tanto tiempo a caballo. Valeria no dejaba de tocarle las trenzas, fascinada.

—Papá, ¿cuándo podré luchar?

—Cuando seas mayor.

—Ya soy mayor.

—Tienes seis años, chiquilla.

—Pero Ioren sólo tiene cuatro más que yo y ya ha empezado a entrenar.

—Pues cuando tengas su edad, empezarás a entrenar.

—¿Y seré su escudera?

—Si él te deja, sí.

—¿Cómo ha ido en la guerra?—interrumpió el niño—. ¿Has matado a muchos enemigos?

—A unos cuantos, sí. Venga, a dormir ya.

Los dos niños se volvieron a mirar entre sí. Luego se arrojaron de nuevo al cuello de su padre, abrazándole con fuerza.

—Quédate, papá. Por favor.

Driadan se lo pensó unos instantes. Luego se los quitó de encima y se dirigió a la puerta de la habitación. La atrancó por dentro, colocando el travesaño de madera sobre los pasantes. Después, se soltó el cinturón y dejó caer las espadas sobre la alfombra, entre las muñecas, los soldados de madera y los dragones de lana. Se quitó las botas y la capa, el jubón tachonado y los guantes, hasta quedarse vestido sólo con los pantalones y en mangas de camisa. Sus hijos le miraban con ojos brillantes, rojos como la sangre, tomados de la mano en la gran cama que compartían. Cuando su padre regresó, le hicieron sitio en el centro y se acomodaron junto a él, abrazándole y pegando las mejillas sobre su pecho. El rey cerró los ojos, aspirando profundamente el olor del cabello de sus hijos, el perfume característico de sus cuerpos. Eran sus hijos, parte de él, sangre de su sangre. El amor que experimentaba hacia ellos era diferente a todo lo que había sentido hasta entonces. Ser padre le había hecho ser mejor, y se esforzaba cada día por seguir en ese camino.

—Papá—murmuró Valeria—. Papá, ¿Ya no te vas a ir más?

Driadan volvió a abrir los ojos. Ladeó el rostro hacia la niña y le pasó la mano por el pelo.

—Volveré a irme, Val. Muchas veces más—respondió, a media voz. La niña bajó la mirada y le abrazó fuerte—. Pero no tienes que estar triste. Cuando seas más mayor, tu también te irás, tendrás que salir de este castillo a hacer cosas: a viajar, a ver el mundo, a luchar, a aprender. Todos nos vamos. Pero siempre volvemos.

—¿Y si algún día no vuelves, qué?

—Pues ese día tienes que estar muy atenta. Tenéis que estar muy atentos, los dos. Porque si os dicen que vuestro padre ya no está, que ha muerto o que ha desaparecido, entonces puede que regrese de una forma que no os esperáis. Convertido en un halcón, o en un caballo, o en un gato. Tal vez en una hormiguita. —Esbozó una leve sonrisa. — Así que cuidado, no me piséis.

Valeria se rió en voz baja, el miedo y la pena que amenazaban con cubrir su semblante desaparecieron. Ioren, en cambio, seguía estando serio y en sus ojos había una sabiduría profunda, extraña, anciana, que siempre había estado presente en él pese a su corta edad. No dijo nada. También abrazó a su padre con fuerza, como si quisiera retenerle para siempre. Él les envolvió con sus brazos y veló su sueño, intentando mantenerse despierto para poder mirarles, escuchar sus acompasadas respiraciones, adorarles como sólo los padres y las madres pueden hacer. Pero finalmente, el cansancio venció y se quedó dormido.


. . .


La guerra contra el Imperio del Este se había desatado pocos meses después de la coronación de Driadan, tal y como este había predicho tan certeramente. Se había prolongado durante diez años, con pequeños períodos de paz después de cada intento del Imperio por atravesar las fronteras de Nirala. En aquellos combates habían muerto muchos hombres y mujeres valientes, pero todas las naciones se desgastaban y el Imperio no era una excepción. Durante los últimos tiempos, al parecer, estaban teniendo problemas en otras fronteras por lo que la tregua a la que habían llegado era un alivio para ambas naciones.

El reino de Nirala, a pesar de esta agitación bélica, había recuperado su prosperidad de una manera prodigiosa. Algunos decían que era debido a la magia que el rey Driadan había aprendido en el extranjero, en las lejanas tierras del Sur y en las Islas del Noroeste. Pero los más cercanos a él sabían que el único secreto era el trabajo duro y una buena gestión. Tras la purga a los Starling, el rey Driadan empezó a ser temido, pero con el paso del tiempo, tanto la Corte como el pueblo se acostumbró a sus procederes. Las actitudes y decisiones del nuevo rey puede que fueran duras, en ocasiones demasiado duras, pero acostumbraba a ser justo. Condenaba con saña la traición y el abuso, y solía ejecutar la justicia con su propia mano y en público. Jamás ocultaba la verdad, y aunque no era tan risueño y afable como lo fue su padre, al cabo de un tiempo se ganó el amor de su pueblo además de su respeto, aunque nunca dejaron de temer su ira. Driadan no mordía a menudo, pero su dentellada era letal. Muchos le comparaban con una serpiente, por su aspecto elegante y refinado, su constitución esbelta y la expresión de sus ojos. Pero el apelativo que más se utilizaba a la hora de referirse a él era Puño de Hierro, en alusión al férreo control que ejercía sobre el reino.

Tres meses después de subir al trono, Driadan se desposó con Ada Gallan, la heredera de un principado fronterizo que había estado aliado hasta entonces con el Imperio del Este. Con este hábil movimiento se anexionó más tierras al reino y dejó sin paso franco a los ejércitos enemigos. Absorbió el principado por completo y se llevó a los cortesanos a su propio castillo. Ada, que resultó ser una mujer de carácter, había tomado por sí sola la decisión de aceptar como esposo al rey Driadan aunque su padre no lo aprobaba. Era ambiciosa y buscaba dirigir a su pueblo con sabiduría, considerando que su progenitor les había vendido al Imperio sin mucha inteligencia. Así pues, se convirtió en una aliada en extremo valiosa para Driadan. Su matrimonio empezó con una cierta desconfianza y vacilación, naturales entre dos personas que no se conocían, pero pronto se convirtió en una relación increíblemente cómoda, próspera y feliz para ambos, haciendo que ambos se sorprendieran y se sintieran agradecidos por su buena suerte. A Driadan, a diferencia de otros hombres, no le resultaba amenazante la independencia y desenvoltura de la reina. No necesitaba asfixiarla ni dominarla, no se veía abrumado por su inteligencia sino que supo reconocer todas estas cualidades como cosas positivas y útiles en una esposa, y sobre todo, en una reina. No dudaba en delegar en ella una vez que Ada  demostró que sus intenciones eran limpias y que sabía como administrar un reino. En cuanto a Ada, estar junto a un hombre sagaz, reflexivo y con un gusto tan exquisito le resultó un profundo alivio. Estaba acostumbrada a hombres rudos y tiranos que exhibían constantemente su fuerza para demostrar su virilidad, y que menospreciaban a las mujeres por muy poderosas, nobles o sabias que fueran. Bien es cierto que al principio le resultó chocante el hecho de que Driadan no pareciera sentirse en absoluto atraído por ella, y comprender que no la deseaba le causó una rabia irracional. Pero pasada aquella primera decepción empezó a ver las ventajas de todo ello. No asaltaría su cama borracho en mitad de la noche, no la usaría como a un objeto en el que vaciar sus tensiones ni sus pasiones. Y cuando se dio cuenta de que su nuevo esposo valoraba sus virtudes como mujer de una forma en la que nadie hasta entonces lo había hecho, estuvo más segura que nunca de que había tomado la decisión correcta.

En su matrimonio no había amor, no al menos de la manera tradicional. Pero había respeto, y el cariño no tardó en nacer, junto con la confianza. Eran francos y claros al respecto de sus miedos o sus problemas, y siempre se apoyaban. Aprendieron a consolarse el uno al otro, y aunque Driadan nunca fue un asiduo de la cama de la reina, también se consolaron en ella más de una vez y el rey cumplió con creces con sus deberes, dando un heredero a Nirala poco después de haberse casado. Más adelante, Ada trajo al mundo a Valeria. Y en aquellos momentos, mientras el rey regresaba del último combate en las fronteras, la reina dormía, llevando en su vientre al tercer descendiente de la casa Horwing.

Nació al día siguiente, con el invierno. El rey sujetó la mano de su esposa y cogió al niño en brazos en cuanto salió de las entrañas de su madre. Ada le estaba destrozando la mano, clavándole las uñas, gritando y lanzando improperios, como en los anteriores partos, pero cuando al fin el pequeño vio la luz y empezó a berrear, aflojó la presa y se relajó, cosa que todos los curanderos y comadronas agradecieron. Así como la mano de Driadan.

—¿Has pensado en un nombre?—preguntó el rey, mirando el rostro de su hijo.

Examinó los ojos del bebé, levantando sus párpados para comprobar que éstos eran rojos, señal inequívoca de su paternidad. Confiaba en Ada, pero era algo que debía hacer.

—Los varones te corresponden, mi señor—respondió Ada, sonriendo, no tan agotada como debiera.

Driadan le devolvió una sonrisa un poco pícara. Aquella mujer era un bastión, se veía cansada tras el parto pero no enferma ni deshecha como otras mujeres.

—¿Ah si? No sabía que habíamos llegado a ese acuerdo.

La mujer se encogió de hombros. El sudor perlaba su frente, los cabellos negros y rizados se le enredaban junto a las orejas y tenía muy colorada la naricilla respingona. Era una mujer tan bella y valiosa que Driadan solía pensar que se desperdiciaba como mujer estando a su lado. Anhelaba en secreto que ella tuviera algún amante.

—Digamos que era algo tácito.

—Entonces le llamaré Cair—decidió el rey, mirando a través de la ventana las cumbres ya nevadas—. Espero que sea fuerte como las montañas.

—Yo también lo espero. —Ada sonrió. Driadan le devolvió la sonrisa y se inclinó para besarla en los labios, un gesto suave y sutil. Su esposa le rozó los cabellos y suspiró, mirando al niño. —Venga, llévalo al balcón y que todos lo vean.


. . .


El nacimiento de Cair señaló el inicio de tres meses de paz, placidez y vida familiar. Driadan pudo disfrutar de sus vástagos una vez más y atender algunos pequeños asuntos del reino a un ritmo sosegado, tan sosegado que pronto empezó a pensar que se avecinaba algo. Tanta calma en su vida no le parecía muy normal.

Cierto día, Jhandi, uno de los capitanes de Driadan, pidió audiencia con su rey. Driadan estaba en la silla alada, con el pequeño Cair en brazos. El ama de cría aguardaba cerca y Cisne leía a los otros dos príncipes en los escalones de la sala, entonando con su bonita voz de contralto mientras los niños le observaban, fascinados.

—“¡No puedes pasar!”, dijo el caballero de piedra. “Este castillo está cerrado con un sortilegio más antiguo que tu magia”.

—¿Qué significa sortilegio?—preguntó Valeria.

—Es un hechizo—respondió el joven de piel oscura, haciendo una reverencia—. Siento interrumpir. ¿Podemos hablar, Majestad?

El rey asintió.

—Pues claro. Te estábamos esperando.

—¡Hola Jhandi!—saludó Valeria, alegremente.

El hombre de Shalama sonrió a la niña e hizo una reverencia. Su larga melena negra como la noche estaba salpicada por algunas canas, pero sus ojos y su sonrisa seguían siendo jóvenes.

—Saludos, Majestades. Y saludos también a vos, Amala.

Cisne miró a Jhandi por encima del libro, con una sonrisa traviesa. El antiguo copero era la sombra de Driadan. Se había convertido en su mejor amigo y consejero y el rey confiaba ciegamente en él, hasta el punto de encomendarle la educación y tutela de sus hijos como si se tratase de su propio hermano. Cisne seguía siendo un joven hermoso y andrógino, de pelo largo y ojos oscuros, espesos como miel negra. Su presencia en el castillo despertaba pasiones entre las damas y tampoco era raro que lo hiciera entre ciertos caballeros, que enmascaraban sus deseos bajo una forzada hostilidad hacia su afeminamiento, hostilidad que Arévano, el Capitán de los Observadores, tenía que atajar en ocasiones con veladas amenazas y sutiles advertencias. Los dos amantes gozaban de aposentos contiguos que se comunicaban por un pasadizo oculto tras una estantería. Su amor había crecido fuerte y arraigado, y no se separaban mas que por sus deberes. El joven de Prímona, tras confesar a Driadan que había sido espía durante un tiempo en Nirala a las órdenes de su reino, fue nombrado Capitán de Observadores. Al rey le pareció buena idea tener su propio cuerpo de espías al servicio de la nación, y el espadachín lo emprendió con gratitud y ganas. Cisne era feliz, y se notaba en su desenvoltura y encanto, que habían crecido exponencialmente con el paso de los años.

—Hola, Jhandi. ¿Por qué tanta ceremonia? ¿Es que vienes a pedirle algo a Driadan?

—Lo cierto es que sí—admitió el soldado.

El rey le hizo un gesto dadivoso.

—Adelante, pide. Si está en mi mano, sabes que puedes darlo por hecho.

—Nunca os pediría nada que no estuviera en vuestra mano, mi señor. —Jhandi alzó la mirada y esbozó una nueva sonrisa, pero esta vez estaba llena de nostalgia—. Desearía regresar a casa.

Driadan frunció un poco el ceño y le observó largamente.

—¿Qué ocurre? ¿No eres feliz aquí? ¿No te sientes cómodo por algún motivo, o es que…?

—No, no, no—el antiguo esclavo dio un paso adelante y se llevó el puño al pecho—. Mi señor, no es nada de eso. Soy feliz, estoy cómodo. Pero siento que este no es mi lugar. Es vuestra tierra, vuestro hogar, pero no es el mío. Es cierto que vosotros hacéis que casi lo parezca. Pero no lo es.

—Puedo entender eso—admitió Driadan—. Creo que todos podemos.

Cisne bajó la mirada.

—Me hago mayor, y yo también quiero formar una familia. Tener una casa que sea mi hogar, y tener hijos que sean mis hijos. Poder hablarles de vosotros, de todo lo que vivimos. Hablarles de Ioren, y de vos, Majestad.

El primogénito del rey alzó la cabeza, sorprendido al escuchar su nombre. El rey, en cambio, ensombreció su semblante y pareció tensarse un poco en la silla.

—No eres tan mayor. Maldito seas, hablas como si fueras a morir mañana—replicó Driadan con algo de sequedad.

—No, pero el tiempo transcurre y siento que mi estancia aquí toca a su fin. —Jhandi suavizó su expresión, intentando apaciguar la actitud defensiva del rey. Todos ellos se conocían desde hacía mucho tiempo y ya sabían como tratarse. —El reino de Nirala se ha asentado, vuestro reinado es próspero y he cumplido todas las promesas que hice, a otros y a mí mismo. Estoy feliz por haber vivido un día más día tras día, pero cuando uno piensa en la muerte, se da cuenta de que hay cosas que uno desea hacer antes de que llegue. De que el camino sigue. De que es hora de regresar.

El rey se quedó callado unos instantes. Luego meneó la cabeza.

—Dioses, quizá si que te hayas convertido en un viejo. Hablas como uno.

Jhandi se rió con suavidad.

—Los años no pasan en balde, Majestad. Tampoco para ti. La primera vez que te sentaste en este trono eras un niño, ahora eres un hombre.

Driadan suspiró y se puso en pie. Dejó a su hijo en brazos del ama de cría y luego echó una mano sobre el hombro de su amigo, acompañándole hasta la puerta.

—Si, si, pero sigues dándome sermones. —Le palmeó la espalda. —De acuerdo, si quieres irte, vete. Te daré un par de cofres de oro o algo así. Busca una buena esposa en tu tierra y cuéntale a tus hijos que fuiste amigo de un rey. Eso suena bien.

Jhandi se rió con esa risa chispeante y honesta que siempre le había alegrado el corazón, hasta en los peores momentos. Le iba a echar de menos. Les echaba de menos a todos.

No era el primero en marcharse, y tampoco sería el último. Antes que él habían sido Kiram y Sulori, y no hacía tanto tiempo, Beonar, quienes habían decidido regresar a sus hogares. El asesino de la cabeza afeitada le había abrazado con fuerza cuando se despidieron y le había sorprendido dándole un sutil beso entre la mejilla y los labios, mirándole con angustia y acariciándole el rostro con dedos rudos y ásperos. Driadan se había quedado petrificado al sospechar que tal vez aquel hombre había albergado sentimientos profundos hacia él, y una tristeza muy honda y pegajosa le acompañó durante varios días después de su partida. No podía dejar de pensar en la posibilidad de que Beonar le hubiera amado en secreto durante años, en que quizá sus razones para ir a Nirala con ellos, incluso para permanecer en el reino después, como soldado raso, sin aceptar el menor honor ni nombramiento por mucho que Driadan insistiera, podían ser de carácter romántico, o al menos, afectivo. Le dolía pensar que hubiera estado sufriendo por él. Pero después se sentía culpable por su vanidad al pensar que el fornido guerrero pudiera tener esa clase de sentimientos. Aun así, su marcha fue especialmente amarga y la de Jhandi no iba a ser más sencilla de asumir.

—Llamaré Nirala a mi primogénito, en tu honor—declaró Jhandi cuando el rey le abrió la puerta cortésmente. Después se dio la vuelta para salir pero se detuvo a mitad. —Ah, por cierto. Y hablando de cosas que hacer antes de morir… no sé que pensarás de esto. Ha llegado hoy.

Jhandi se buscó en la faltriquera y le tendió un pergamino pequeño, enrollado. Driadan lo abrió y lo leyó. Su semblante se mantuvo impávido en la primera lectura, pero en la segunda, los ojos le brillaban con intensidad en una expresión contenida. El corazón le había dado un vuelco. Sin embargo, no podía permitir que nadie notase la agitación que se desperezaba en su interior.

—¿Es él?—preguntó, muy serio.

—No lo sé. Pero han destruido seis pequeñas aldeas del noroeste.

—¿Ha muerto mucha gente?

—Supongo que habrá muerto gente, sí. Pero la mayoría habrán huido al verles llegar, no te quepa duda. Todo el mundo ha oído hablar de la furia de los Hombres del Mar.

Driadan asintió y se guardó el pequeño pergamino.

—Gracias por informarme. Saldré inmediatamente hacia la costa.

—¿Qué piensas hacer?—preguntó Jhandi, observándole con algo de preocupación.

Driadan negó con la cabeza. Tenía los dedos sobre el jubón, a la altura del pecho, y estaba palpando algo que había debajo.

—Pues cumplir con mi deber. Iré a ver a esos Hombres del Mar y les haré pagar por atacar mis tierras.

Jhandi asintió, sonriendo a medias con decepción.

—A veces se me olvida lo muy rey que te has vuelto.

—¿Y qué quieres que haga?—saltó Driadan, siseando con una ira fría—. ¿Que les deje arrasar nuestras costas por si acaso está él entre ellos?

—No, Majestad. Yo no quiero que hagáis nada salvo aquello que decidáis hacer—replicó Jhandi, inclinándose, aunque no perdió la sonrisa—. Disculpadme. Buenas tardes.

El rey apretó los dientes y le vio marchar. Hablaría con él más tarde. Ahora mismo estaba demasiado nervioso como para hacerlo sin montar un escándalo o mandarle al infierno. Entró de nuevo en la sala del trono donde Cisne y los niños le estaban mirando inquisitivamente. Algo en su semblante hizo que su camarada bajara la vista y llamara la atención de sus hijos.

—Venga, Valeria. Esta es una palabra larga. A ver si puedes deletrearla. Ioren, ayúdala. Aquí, mirad.

Driadan se dirigió hacia el ama de cría y volvió a tomar en brazos a su tercer hijo. El pequeño estaba creciendo fuerte y saludable y se retorció un poco entre sus brazos, tratando de atrapar algo con sus manitas. Le acarició una mejilla, pensativo. “¿Será él? ¿Habrá venido Ioren? ¿Me está atacando?”. Los Hombres del Mar formaban parte de un reino extraño y muy articulado, en el que cada aldea tenía su propio jefe. Los hombres de Thalie amaban su libertad por encima de cualquier cosa, y eso también significaba que amaban su independencia. Entre las aldeas había guerras y alianzas desde tiempos inmemoriales pero cuando Ioren regresó a la Silla, todas las aldeas del Norte acudieron a buscar su amistad. “Tal vez los que atacan no son de Kelgard. Quizá son hombres de otro clan, aunque él lo habría sabido. Me habría enviado un mensaje.” El bebé abrió los ojos y agarró el dedo de su padre para chuparlo. “O no. Si no he tenido noticias de él en más de diez años, ¿por qué iba a tenerlas ahora?” Suspiró y besó al bebé en la frente.

—Toma, llévatelo—dijo, entregándoselo a la niñera—. Y a los otros dos también. ¿Dónde está la reina?

—En sus aposentos, con sus damas, Majestad.

—Bien, decidle que iré dentro de una hora a hablar con ella.

—A vuestras órdenes. —La mujer alzó la voz para hacerse oír en el fondo de la sala. —Vamos, niños. Nos vamos. No podéis estar todo el día jugando en la sala del trono.

Ioren se levantó y fue a reunirse con la niñera, intercambiando una mirada con su padre. Valeria, en cambio, se resistía.

—Pero papá, el cuento está a medias.

—Asuntos oficiales—respondió seriamente el rey.

—¡Pero papá!

Driadan miró a su hija con severidad y la señaló con un dedo. La niña se cruzó de brazos, enfurruñada. Parecía dudar, hasta que su hermano volvió sobre sus pasos y la agarró de la mano. Sólo entonces se fue, cabizbaja y mirando a Driadan con decepción. El rey decidió que les compensaría yendo a jugar con ellos esa misma tarde.

—¿Qué ocurre?—preguntó Amala cuando se hubieron quedado a solas.

El rey exhaló otro suspiro hondo y se sentó en la Silla Alada, alzando la mirada hacia el techo.

Hacía años que no se asustaba. Desde que había subido al trono, todo aquello a lo que había tenido que enfrentarse era analizable, controlable, comprensible. Racional. Los sentimientos hacia su pueblo, hacia su esposa, sus hijos o sus amigos eran emociones claras y hermosas que nunca le procuraban angustia, pero los que ahora se alborotaban en su interior le recordaban a los tormentos que había sufrido cuando era un adolescente. Y Cisne lo estaba notando, porque caminó hasta situarse a su lado y se arrodilló junto a él, agarrándole la mano.

—Cuéntamelo, Driadan.

Su voz era dulce, y el tacto de su mano, confortable. Amala había sido su leal amigo durante todos aquellos años, el único con el que podía hablar sobre Ioren, el único que podía comprender el sufrimiento callado que a veces volvía a abrirse, como una herida, por causa de un sueño o de un recuerdo fugaz que le avivaba la nostalgia.

—Los Hombres del Mar atacan la costa, Amala—murmuró, negando con la cabeza. Cisne abrió mucho los ojos y le apretó aun más la mano, irguiendo la cabeza para mirarle—. No sé si es él. No sé si quiero descubrirlo. Por primera vez en mucho tiempo, tengo miedo.

—Dioses. ¿Y qué vas a hacer?

—Pues lo único que puedo hacer. Ir y detenerles. Está arrasando las aldeas, Amala, no puedo simplemente… por todo lo sagrado, si a los ladrones les corto los dedos y a los asesinos les hago colgar, ¿entiendes que tengo que condenarles también a ellos?

—Sí… no. —Cisne parecía pensativo, nervioso—. No, no tienes por qué.

—¿Cómo que no? No me llaman Puño de Hierro por nada, si demuestro debilidad ahora…

—No, no tienes que demostrar debilidad. —El chico estaba muy concentrado, parecía esforzarse en buscar las palabras adecuadas. —Sino fuerza. Pero de otro modo, no hace falta que os enfrentéis.

—No te entiendo, ¿Cómo puede ser eso?

—Ve solo. No lleves a tus hombres, ve tú solo a detenerles.

—¿Te has vuelto loco?

—No, escucha. Aunque no sea Ioren, no creo que te hagan daño. Los Hombres del Mar nunca hacen prisioneros a los jefes o a los reyes, ¿recuerdas? Si no es Ioren y no consigues echarles, entonces puedes regresar con tus hombres y hacer lo que sea necesario. Pero si es él… si se trata de él, seguro que podéis llegar a un acuerdo, y entonces habrás expulsado de tus tierras a los Hombres del Mar tú solo, sin luchar. Eso no es debilidad, sino todo lo contrario. Nadie tiene por qué saber que tenéis un acuerdo.

El rey entrecerró los párpados, dándole vueltas a aquel descabellado plan.

—¿Y por qué iba a irse él? ¿Es que se te olvida que clase de personas son los Hombres del Mar?

—¿Es que se te ha olvidado a ti qué clase de persona es Ioren?

Un relámpago le cruzó el pecho y se tensó, mirando a su amigo con hostilidad.

—No. —espetó, bruscamente. —Sé perfectamente qué clase de persona es. Lo sé mejor que nadie. Por eso sé que tiene sus responsabilidades, sus deberes y que debe actuar de una manera determinada. Y que no está en su espíritu el rendirse, y menos aún delante de sus hombres. Ya fracasó una vez aquí, en estas costas, por culpa de una traición. No volverá a permitírselo, aunque para eso tenga que combatirme.

Cisne frunció el ceño. Meneó la cabeza y luego entreabrió los labios, como si fuera a decir algo, pero se quedó callado unos minutos. Parecía intentar descifrar algo, y cuando volvió a hablar, lo hizo mirándole a los ojos. La comprensión iluminaba su semblante, mezclada con la incredulidad.

—Crees que ya no te ama.

A Driadan se le heló la sangre en las venas y un dolor sordo, agudo, le acometió desde la boca del estómago hasta la garganta, como si le hubieran sajado con un sable curvo. “Parezco un adolescente, otra vez. ¿Es que no he madurado nada?”.

—¿Por qué dices eso?—preguntó, con los dientes apretados.

El Cisne sonrió entonces, una sonrisa tranquila y segura que desconcertó al rey. Alzó una mano y le acarició la mejilla.

—Porque te conozco. Sé que el amor que sientes por él nunca te ha abandonado. Lo tienes arraigado en el corazón como una hiedra, y cuando se ama tanto a alguien a quien no has visto desde…

—Eso no importa. Que yo sea débil no significa que él lo sea. Lo normal es que haya cambiado sus afectos.

—¿Lo normal?

—Yo era un niño entonces. Puede que pensara que algunas cosas eran eternas, pero ahora soy adulto y entiendo que el pasado es pasado.

—El pasado es pasado, sí. Recuerdo que intentaste ahogarlo en los brazos de otro y ni siquiera fuiste capaz de entregar un solo beso. ¿A eso lo llamas tú pasado?

Otra vez, el relámpago. Era cierto, una vez había intentado consolarse y convenció a Cisne para que le encontrara un hombre adecuado. No había sido capaz de hacer nada, y cuando el cortesano le tocó por debajo de la camisa, instándole a relajarse, los recuerdos de Shalama llovieron sobre él. Estuvo a punto de arrancarle los brazos y tuvo que hacer acopio de todo su autocontrol para no hacer ninguna locura. Pagó al pobre hombre y fue a llorar en el regazo de su amigo.

—Ya te he dicho que soy débil—replicó Driadan, aferrando con los dedos el reposabrazos de la silla.

No habría permitido a nadie, jamás, hablarle como lo estaba haciendo Cisne. Pero Cisne era el único que tenía derecho. Y era implacable, a su manera.

—No eres débil, entregaste tu corazón. Pero Ioren también te entregó el suyo—insistía—.  Él te correspondió, siempre te lo demostró, ¿por qué te torturas pensando que te ha olvidado, que sus sentimientos han cambiado?

—Quizá porque no he tenido noticias suyas en diez años.

—¿Acaso has intentado tú ponerte en contacto con él? —Driadan frunció el ceño y apartó la mirada. —¿Has pensado que tal vez por eso está aquí? En caso de que sea él, claro.

—No me parece la forma más adecuada de hacer una visita.

—No me parece que, dadas las circunstancias, tenga muchas más opciones.

El rey suspiró de nuevo y se pasó la mano por la cara. Sabía que Cisne tenía razón en muchas cosas y se sentía mal por haber perdido la fe en el amor de Ioren, pero el tiempo no había pasado en balde, como Jhandi había apuntado tan sabiamente. Driadan había conservado su amor, lo había atesorado en su interior como si fuera un trágico recuerdo que al principio le alimentaba pero que después no parecía tener lugar en ninguna parte. No podía hablar con nadie de ello, salvo con Cisne. No podía dejar de recordarle, ni tampoco hacer otra cosa más que recordarle. Al final, vivir de recuerdos se convirtió en una tortura y los había dejado en su interior, encerrados, como reliquias en un templo.

—Supongo que debería tener más fe.

—Deberías tenerla, sí.

Cisne le apretó la mano y se puso en pie para besarle la mejilla. Driadan le miró de reojo con resignación.

—Haz una cosa por mí, anda. Mientras estoy fuera, cuenta a mis hijos cómo nos conocimos. Cuéntale a Ioren por qué lleva ese nombre, háblale del hombre que…

El rey hizo un gesto vago con la mano, resumiendo con él todo lo demás. El joven de Shalama alzó las cejas, algo sorprendido.

—¿Estás seguro? ¿No prefieres hablar personalmente con ellos sobre eso?

—Yo lo haré cuando regrese, pero prefiero que tú se lo expliques primero. Tú eres imparcial.

—Les contaré toda la historia. Sin las partes privadas, claro.

—Obviamente, sin las partes privadas. No creo que pudieran entenderlas.

El rey se incorporó y se colocó bien la capa y el cinto, como si fuera un caballero disponiéndose para el baile. Después caminó con pasos elásticos hasta las puertas y las abrió, empujando con las dos manos.

—¿Vas a hacerlo, entonces?

—Aún no sé lo que voy a hacer. Pero tengo que hablar con Jhandi y con mi esposa. Y después, ir a jugar con mis niños y terminarles el cuento. Esta noche tomaré una decisión.



. . .



Partió al amanecer, maldiciéndose a sí mismo. Había dejado órdenes claras para todo el mundo en el castillo. Se envolvió en una capa oscura, tomó las dos espadas y se las colgó del cinto, y después montó sobre el corcel, negro como la noche. Llevaba el sello real en el dedo, pantalones de piel, botas de montar y un jubón de cuero flexible tachonado con pequeñas piezas de metal. Ocultó la larga melena bajo la capa y se puso en marcha, solo, como Cisne le había aconsejado y reprochándose haber tomado semejante decisión. Sabía que aquello era una locura, pero en su corazón, la marea agitada de los sentimientos controlaba sus acciones sin importarle nada más que calmar su anhelo.

Dejó atrás el castillo y cabalgó por las praderas frías, a través de los valles, al amparo de las grandes cordilleras azules, grises y blancas de nieve. Cabalgó un día y una noche, otro día y otra noche. Viajó hacia el Oeste, deteniéndose junto a los ríos para abrevar al caballo, descansar y obtener alguna pieza de caza de la que alimentarse. Por las noches miraba al cielo, preguntándole a las estrellas y a la luna de qué le había servido madurar y hacerse adulto si cometía una locura como esta solo por escuchar hablar de Hombres del Mar. “Un rey responsable no haría esto”, se decía. “Un rey de verdad no estaría pensando en las cosas que yo pienso… y Ioren es un rey de verdad, así que seguro que no es él, y si es él, no estará aquí por los motivos que Cisne me ha metido en la cabeza”. Luego se dormía y soñaba con sus ojos, con sus brazos, con sus besos y su voz. Soñaba con él en Shalama, en aquel almacén de telas en el que Ioren le había hecho promesas imposibles que después había cumplido. Soñaba con sus manos, con su pasión desatada que le arrastraba como una marea, con su cuerpo de roca y sal. Se despertaba agitado, sudoroso y arrebatado por emociones y sensaciones que hacía años que no vivía, y de esa guisa volvía a subirse al caballo para recorrer leguas y leguas al galope, espoleado por una urgencia incontrolable. Se encontró deseando, esperanzado, que fuera él. Se encontró rezando a sus dioses por que fuera él. Se encontró angustiado por la posibilidad de llegar y no encontrarle, y aquellos sentimientos, aunque febriles, le aliviaban; parecían descargar alguna parte de su corazón de un terrible peso: el de la contención.

A medida que se aproximaba a la costa empezó a cruzarse con viajeros, familias enteras de semblante asustado que marchaban a buen paso, con carros y carretas en los que tenían sus posesiones amontonadas.

—Señor, no viajéis hacia el Oeste—le dijo un viejo que caminaba sobre dos muletas—. Han regresado los demonios del mar y traen la desgracia para todos.

—Yo no temo a los demonios—respondió Driadan—. ¿Hacia dónde os dirigís?

—No tenemos destino, señor. Nuestra aldea ha sido arrasada. Ahora no tenemos hogar.

Driadan dio una generosa limosna a cada familia que encontró en su periplo. Cuando finalmente llegó al último linde que daba paso a la línea costera, desde lejos se veían las altas columnas de humo, elevándose aquí y allá en línea recta por toda la playa. Frunció el ceño y buscó algún lugar desde el que pudiera atisbar mejor la situación. Espoleando al corcel, cabalgó en paralelo, observando la lejanía. La mayoría de las humaredas procedían de asentamientos ya arrasados: eran columnas grises y finas de incendios apagados. Pero más allá, unas leguas hacia el sur, cerca de una colina, descubrió fuegos nuevos. Clavó las espuelas y recorrió la distancia a toda velocidad, ascendiendo la suave pendiente con desesperación hasta que llegó arriba.

Detuvo el caballo, tirando de las riendas con fuerza. El corazón le golpeaba en el pecho con tanta violencia como si hubiera recorrido aquella distancia a pie y perseguido por lobos. Desde la loma podía ver los tejados de las casas ardiendo, las llamas danzantes, rojas, altas y sinuosas, que parecían invocarle. Los pescadores corrían, se defendían o trataban de escapar. Se escuchaba el crepitar del fuego, los gritos de las mujeres, las voces profundas y rugientes de los guerreros, el oleaje rompiente. Y en el agua, a poca distancia de la orilla, se recortaban aquellas estilizadas figuras que reconoció enseguida: Barcos de una sola vela, alargados y delgados como serpientes. Los navíos de los Hombres del Mar.

—Bien—se dijo—. Así que, aquí están.

Tomó aire hasta llenarse los pulmones y paseó la mirada por aquel grotesco escenario. Había cuerpos caídos en la tierra y figuras armadas aquí y allá: Hombres altos, vestidos de pieles, con hachas y espadas. Uno se llevaba a una joven sobre el hombro, otro arrastraba a un anciano de los cabellos. El viejo le golpeaba con un garrote, la mujer arañaba la cara de su captor. Luego vio a los niños. Estaban todos a un lado y nadie les tocaba. Miraban las terribles escenas con ojos muy abiertos, algunos sollozando, otros pálidos e inmóviles. Los más mayores intentaban tapar los ojos de los más pequeños o hacer que se dieran la vuelta, pero todos estaban a salvo. Y quizá fue por eso, o porque en aquel momento le llegó la revelación, pero supo que era él. Que Ioren el Rojo estaba allí.

Una casa crujió y amenazó con desplomarse. Del interior, a través de las llamas, apareció una figura más alta que todas las demás, cubierta por una capa blanca. Su cabello parecía parte de la hoguera, rojo y brillante, con matices dorados. La choza se desmoronó a su espalda, poco después de que él saliera, pero el hombre no alteró su paso. Y entonces se detuvo en seco, y los ojos azules se clavaron en él, a través del humo y la distancia.

Driadan sintió aquella mirada como una saeta certera. El corazón se le cayó al estómago y después subió de nuevo a su pecho, donde empezó a cabalgar desesperadamente, empujándole la sangre por las venas a toda velocidad. La euforia se mezcló con la emoción, y la emoción con la angustia. Empezaron a zumbarle los oídos y se mareó ligeramente, pero se mantuvo firme, impasible. Golpeó al caballo con el talón y bajó de la loma al paso, avanzando lentamente, atraído como un imán por aquella mirada que sentía sobre él de una manera casi física.

Al descender de la colina, el olor a leña quemada y a sangre se volvió más intenso y penetrante. Muchos guerreros le vieron llegar y dejaron de pelear, observándole con desconfianza. Driadan se apartó la capucha del rostro y continuó su camino, alto y digno como el señor que era. Miró a los pescadores y a los hombres del mar, a todos ellos, a los ojos. Mantuvo el semblante impávido a pesar de las punzadas de dolor que le atravesaban el alma al ver a Halde y a los hijos de Dunstrag, a Veramar y a los demás hijos de Gardan.

Ahí estaban los rostros conocidos, hombres que le habían ayudado a construir su barco, que se habían sentado a comer con él. Habían reído y bebido juntos. Habían luchado juntos contra los hombres de Ulior Skol. Pasó a través de ellos, montado en el corcel. El combate se había detenido y los ojos de los hombres del mar le observaban con seriedad; los de su pueblo, con esperanza y temor. ¿Había venido su rey a salvarles de aquellos demonios?

Avanzó hasta el lugar donde el hombre alto y pelirrojo aguardaba, en el centro de la aldea arrasada. El líder de aquella horda de guerreros tenía la capa de piel manchada de sangre, el cabello revuelto y las espadas en las manos, resplandecientes. Limpias. Sus ojos le atravesaban como un océano desatado, como el fuego, como el viento. Driadan sintió un fuerte dolor en el pecho que le cortó la respiración. Habían pasado más de diez años, pero Ioren apenas había cambiado: sus rasgos, que el rey había memorizado tiempo atrás como memoriza el monje las escrituras sagradas, eran los mismos de siempre. Algunas arrugas más en el extremo de los ojos, quizá en la frente, y cabellos blancos que salpicaban la barba roja y recortada, eso era todo lo que el tiempo había deparado a Ioren el Rojo. Seguía siendo alto y fornido como un gigante, de músculos trabajados y poderosos. Su pelo no lucía una sola cana y le colgaba a la espalda y sobre los hombros, recogido en finísimas y apretadas trenzas. “Ha multiplicado sus victorias”, comprendió, al notar que apenas quedaban mechones de cabello sueltos. Seguía siendo impresionante. Seguía siendo imponente como las montañas, como el cielo, como el mar. Seguía haciéndole perder todo dominio de sus propias emociones; solo con tenerle delante se le revolvían las entrañas y se le secaba la boca. En sus ojos azules, profundos y oscuros, había una expresión contenida que él recordaba bien y que hizo crecer la esperanza en su corazón. Esa estúpida esperanza, esa locura, ese desastre, se desbordaron de su precaria prisión y empezaron a hervir, ascendiendo como la lava de un volcán hacia sus ojos, anegándole la garganta, provocándole calor y hormigueo en el estómago. Se esforzó por respirar normalmente mientras aguantaba el tipo. Ioren también le estaba examinando, y entrecerró los párpados, ladeó la cabeza, curioso, quizá impresionado. Deseó que fuera lo segundo.

Finalmente, Driadan detuvo el caballo frente al thane, a pocos pasos de él, y descabalgó, sujetando las riendas. Durante un instante difícil de medir, ambos se miraron. Los pescadores y los guerreros aguardaban, ajenos al incomprensible misterio que entrañaba aquel silencio. Después, el rey habló.

—¿Eres tú el líder de estos hombres?

—Yo soy—respondió el Rojo—. ¿Quieres parlamentar?

—Parlamentaré cuando ordenes a tus hombres volver a los barcos y dejéis de masacrar a mi pueblo—espetó Driadan con firmeza.

El Rojo esbozó una media sonrisa e intercambió unas palabras con los guerreros del Mar, en su propio idioma. Driadan aún recordaba la brusca lengua de Thalie. “Aquí tenéis”, les decía el thane. “Por esto es que le llaman Puño de Hierro.”

—Me llaman Puño de Hierro por muchas cosas—replicó Driadan—. Venir a expulsar a invasores de mis tierras no es una de ellas. Eso lo haría cualquier gobernante.

Ioren volvió a mirarle, la llama en sus ojos se había avivado.

—Ninguno vendría él solo a encararse con nosotros. Y mucho menos osaría tratarnos con tanta insolencia. Cuando los monarcas vienen a echarnos, traen oro y presentes.

Cuando hablaba, su voz era suave pero de alguna manera tenía poder en ella. Siempre le había resultado difícil desentrañar el misterio de esa autoridad, que parecía proceder al mismo tiempo de la sabiduría y de la fuerza.

—Yo no voy a comprar la paz con vosotros. No es así como me han enseñado a conducirme.

—¿Y cómo te han enseñado a conducirte?

—Con fuego y acero.

Ioren se relajó entonces y traslució algo más a través de la tempestad de su mirada; algo cálido y reconfortante que a punto estuvo de dar al traste con el férreo autocontrol al que Driadan se estaba sometiendo. Hubo un largo silencio, en el que los hombres del mar observaron al rey de Nirala con renovado respeto. Después, Ioren volvió a hablar en su propio idioma.

—Subid a los barcos. El rey y yo vamos a parlamentar.

Los hombres del mar no vacilaron ni un instante. Tomaron las armas y se alejaron hacia la playa, caminando. Entraron al agua y nadaron hasta sus navíos, ante la asombrada mirada de los pescadores. Driadan seguía con las manos sobre las empuñaduras, la vista fija en Ioren el Rojo, repitiéndose a sí mismo cuál era su deber, quién era él y que tenía que comportarse como el Señor de las Montañas y no como ninguna otra cosa, especialmente no como un adolescente enamorado. Por el momento, lo estaba consiguiendo.

—¿Cuántos huérfanos has hecho entre mi pueblo desde que llegaste, Ioren el Rojo?—preguntó, mirando de reojo a los niños.

—Muchos, Puño de Hierro. Pero no más que tú.

—Si has oído lo que cuentan, sabrás que suelo mantener unidas a las familias, aunque sea en la muerte.

—Algo he sabido. —El Rojo echó un vistazo alrededor, a los pescadores que les miraban con la boca abierta. —¿Quieres parlamentar delante de tu pueblo?

—Desde luego que no.

—En ese caso, ven conmigo a mi navío. Allí podremos fijar las condiciones de nuestra retirada.

Driadan no respondió. Se lo pensó durante un par de minutos en los que las llamas azules en los ojos de Ioren parecían estar consumiéndole el alma; era incapaz de resistirse a esa mirada, tal y como siempre lo había sido. Finalmente asintió, alzando la barbilla. Le tendió las riendas a uno de los pescadores jóvenes y le habló.

—Este es el caballo del rey. De tu rey. Cuida de él hasta que regrese.

—Sí, Majestad—acertó a balbucear el muchacho.

Después, el rey se volvió hacia el agua y pasó al lado del thane, sin mirarle, de camino a las olas espumosas. Ioren le siguió. Percibía su aroma, su calor, a pesar del aire que había entre los dos. Una suerte de energía estática vibraba entre ambos, similar a la que se produce al frotar la palma de la mano contra una pieza de lana: hormigueante, vívida como un cosquilleo sobre la piel.

—¿Cuál es tu barco?

—El más pequeño. Sígueme, rey.

En tres zancadas, Ioren adelantó a Driadan y se sumergió en las aguas. Driadan le siguió, con el corazón en un puño. El mar helado le recibió con un abrazo mientras nadaba hasta el barco, pero ni siquiera aquel gélido recibimiento pudo apagar el incendio que llevaba dentro.


. . .



1 comentario:

  1. Os amo y os odio por hacerme sentir así T.T Yo dividiría este capítulo como en tres partes. La primera para mí sería actualmente como es Driadan, su esposa y sus hijos. He reído con esta parte y me lo he pasado muy bien leyendo las contestaciones de los niños a Fernos jajaja La esposa de Driadan me cae bien pero pobrecilla que se busque un mozo para trikitrikitriki xDDDDD

    La segunda parte sería, ¿qué pasó con los fieles de Driadan? Se fueron todos hacia su casa y está bien, espero que hayan tenido mucha suerte ñeñe Me sorprendió Beonar, y es más, no recuerdo ese nombre en algún capítulo cerca de Driadan o hablando con él :S ¿Me tendré que repasar los caps en que Driadan estaba con Ioren o es que ese nombre no ha florecido demasiado?

    Y en tercer lugar reencuentro con angustia T.T Tengo mi corazoncito como una bola estrujada, dios mío que pasará, de que hablarán, porqué ataca vnkjvbvbdf Que firmen la paz de una vez y a tomar por c*** jodr T_T Y de paso arrasan al imperio del este. Son muchos años en guerra!!! No se dan por vencidos estos cabrones xDDD

    Ais estoy nerviosa que va a pasar T.T

    Me encanta Amala, creo que entre todos es el más fiel a Driadan y en consecuencia Arévano también. Amala fue su compañero en todo su proceso de maduración y lo de ellos es una amistad muy fuerte y yo diría que prácticamente indestructible. Las dos vidas de estos dos chicos hicieron un cambio de 180º en estos años y el mutuo apoyo ha servido para fortalecer sus caracteres. Sin palabras. Era uno de los que más mal me caía y ahora es como un: dios perdóname por haber disfrutado tu dolor cuando te acojonaba Driadan y estabas en ese barco rumbo a Kelgrad cuidando a tu ama, bueno, que ya no lo era xDD

    Ohh más cap!! *-*

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