Esperamos que os guste. ¡Un abrazo!
. . .
Mi
madre contaba que el día que nací, cayó una nevada sobre la ciudad como no se
había visto nunca. Era el mes de Enero y las ventanas se escarcharon. Siempre
pienso en eso cuando me tomo un white lady. Esas ventanas debieron parecerse mucho
a la superficie de mi copa, cubierta de vaho y con una extensión blanca al otro
lado.
TIPOS DUROS — by Hendelie
Dentro
del vaso, la ginebra, el cointreau y el zumo de limón se funden, y eso me hace
pensar en otra clase de cosas. El modo en el que un cóctel se mezcla siempre me
ha parecido algo casi erótico. Quiero decir que cuando echas todo eso junto en
un vaso o una coctelera no puedes pensar que van a unirse porque tú se lo
pidas. No, tienes que sacudirlos, agitarlos y marearlos para que terminen
retozando juntos. Y es el hielo el que amalgama los componentes, al derretirse
lentamente. Los suaviza, los desnuda despacio, les tienta y les convence para que
se abracen los tres. Sin hielo no es lo mismo. Nunca es lo mismo sin hielo.
Paladeo el licor, con la mano en el bolsillo, observando a
los asistentes. La música suena suave, jazz y bossanova (loor y gloria al
encargado de la música este año) y los invitados se pasean alrededor de las
mesas. Hablan entre ellos, fuman, engullen los canapés y se tragan las bebidas.
No es difícil identificar la posición de cada uno a golpe de vista, y sobre
todo, mirando cómo comen. Estudio sus vestimentas, comprobando que sus sastres
deben seguir ofendidos: este año, para variar, esperaba un poco más de clase
por parte de los caballeros, pero vuelven a decepcionarme. Las damas en cambio
suelen estar a la altura. Especialmente mi ex mujer.
No
es por inmodestia, pero es la más guapa. El vestido azul le llega hasta los
tobillos y el palabra de honor siempre le ha sentado maravillosamente. Su
mirada asesina me llega desde lejos y sonrío, halagado. Ella es el máximo
exponente de ese tipo de mujer, el que con sólo un roce o una mirada te roba el
corazón. Solo que en el caso de Mara, ella lo haría literalmente, hundiendo las
uñas en mi esternón y arrancándome las vísceras. Siempre ha sido muy romántica.
Le
saludo con la mano desde lejos y suspiro al recibir esa corriente de odio, violenta
y trémula, que corta el ambiente entre nosotros. Aun estando separados por
metros de baldosas de gres y de esmoquines de alquiler, puedo sentir su furia.
Pero es excitante y eso es bueno, porque aparte de ella y un par de personajes
más, aquí todo el mundo es aburrido, anodino y vulgar. Nada inesperado.
Las
reuniones de empresa son tan fascinantes como sentarse a mirar una pared.
—Vaya,
Anders, cuánto tiempo.
¿Qué
decía? Maravilloso, conversación casual. Sonrío afectadamente a Zael y estrecho
la mano que me tiende.
Zael
es una especie de monstruo de dos metros de altura, con la boca grande como un
buzón y ojos de lobo. No me molesta que sea feo, su función es intimidar, y los
guapos solemos provocar sentimientos más variados en ese sentido. No hay nada
más halagador e inadecuado que estar amenazando a alguien y darte cuenta de que
le resulta afrodisíaco. Por eso es política de empresa desde hace ya varios
años que los intimidadores deben carecer completamente de atractivo.
—Me
alegro de verte. Bonita corbata.
El
monstruo sonríe con los dientes torcidos y se tironea de ella. En realidad su
corbata es horrorosa, pero Zael no está preparado para identificar la ironía.
No es Asperger, es falta de intelecto.
—Si,
¿eh? Tú vas hecho un pincel, como siempre.
—Gracias.
Quizá
es que le da envidia mi traje de Armani o que no termina de confiar del todo en
mi sonrisa maliciosa (¿quién lo haría?) y empieza a pensar, acertadamente esta
vez, que le considero un ser prescindible en este planeta, pero el caso es que
su gesto se vuelve un poco provocador. Se me acerca con una amenaza velada en
los ojos.
—¿Sabes?
Los jefes van a encargarte un trabajito después de la cena.
Le
miro con falso afecto.
—¿Ah,
si?
Asiente,
y se acentúa ese brillo no del todo amistoso en su mirada.
—Ya
sabes cómo es la gente.
—¿Idiota?
Doy
un largo sorbo a mi copa, mirando alrededor con hastío. Sí, la organización en
la que trabajo no es el lugar más seguro del mundo. Ni para nuestros clientes,
ni para nuestras víctimas, ni para nosotros.
—No,
no… claro que no. Bueno, quizá idiota también. Pero me refiero a que todo el
mundo habla demasiado.
Ladeo
la cabeza inquisitivamente, animándole a hablar más.
—¿Y
qué dicen, Zael?
—Dicen
que andas por ahí haciendo cosas por tu cuenta, ¿comprendes? Infringiendo las
reglas. No tienen ninguna prueba, claro, por eso los jefes quieren darte una
oportunidad de demostrar tu lealtad.
—Oh.
Ya veo.
El
siguiente trago me sabe un poco menos dulce. No estoy demasiado contento con
esta noticia, como es natural. Mis jefes desconfían de mí, y por lógico que
sea, eso me pone en un aprieto. Me van a encargar un trabajo. Bien. Supongo que
resolviéndolo dejarán de molestar durante un tiempo. El idiota de Zael quiere
seguir pegando la hebra, pero yo ya no tengo ganas de hablar con él, así que me
disculpo educadamente y camino en dirección a la mesa de enfrente, donde acabo
de divisar, para regocijo de mi corazón, al bueno de Liam McKenzie.
Liam
es… un viejo amigo. Es guapo, elegante, mayor que yo y trabaja en mi
departamento.
Liam
y yo tenemos una relación bastante estrecha. Estrecha hasta el punto de que él
se tensa cuando me sitúo a su lado para coger uno de esos infames trozos de
comida aleatoria a la que tienen la indecencia de llamar canapés.
—Hola,
Liam.
Me
lanza una mirada de soslayo, ofendida. Ofendidísima. Tiene los ojos verdes y un
precioso cabello rizado de color castaño oscuro, cálido. Sus ojos siempre me
han recordado a las uvas jóvenes.
—Hola,
Elliot —escupe, con un relampagueo en la mirada.
Se
ladea y escapa de mi presencia con donaire. Por Dios, hacía tiempo que no
escuchaba a nadie pronunciar mi nombre con tanta rabia contenida. Un escalofrío
de excitación me recorre la espalda. ¿Me odiará?. Eso me gusta. Resultarle
indiferente a tus ex amantes significa que algo no estás haciendo bien, pero
todo lo que sean emociones fuertes son bienvenidas.
Le
sigo, con la copa y el aperitivo. No sé por qué. En realidad no quiero
disculparme con él, ni tampoco tengo especial interés en una reconciliación.
Tampoco sabría exactamente de qué arrepentirme en este caso. Pero con Liam
tengo muchas opciones: fastidiarle, seducirle, o simplemente hablar con él
puede ser divertido.
Y
esta cena es horriblemente aburrida.
—Me
gusta tu traje.
Le
he seguido hasta la barra. Ha pedido un whisky solo, no ha vuelto a mirarme
mientras atravesábamos la sala. Saco la pitillera y le ofrezco un cigarro. El
camarero pone el hielo en su copa. Vierte el licor. Liam la coge y sólo después
de beber un trago y agitar el vaso en su mano, de mirar hacia las botellas
largamente y tenerme esperando el tiempo que él considera suficiente y justo para la magnitud de la ofensa que siente, se vuelve hacia mí y me arrebata el cigarro
de los dedos.
Se
lo pone entre los labios con un suspiro. Yo sonrío y prendo el mechero para
encendérselo.
—Es
de la sastrería de la cincuenta y seis —confiesa a regañadientes.
Me
apoyo en la barra, sin dejar de mirarle, mientras me sube una corriente de satisfacción
por dentro. Aunque me esté hablando con desprecio, me está hablando. Sé que
está enfadado, aunque no estoy muy seguro de la causa. Estábamos muy bien, y un
día, de repente, se volvió arisco y no quiso que volviéramos a vernos. Me dejó
una melodramática nota que no conservo, pero sí recuerdo.
Al
fin y al cabo no fue hace tanto tiempo. Mi memoria no es tan horrible.
—¿Qué
tal estás? —le pregunto.
—¿Que
qué tal estoy? —repite, con incredulidad. Sí que está enfadado, sí—. Muy bien,
gracias. Mejor de lo que estaba en mucho tiempo.
Se
traga la mitad de su copa, mirando alrededor.
—No
tendrá que ver conmigo, supongo.
—Por
supuesto que tiene que ver contigo.
—Vamos,
no fue tan malo —le recuerdo, conciliador—. No me lo parecía, y creo que a ti
tampoco. ¿Dirás que no hemos tenido buenos ratos, querido?
—Claro
que sí. Sí… supongo. No me llames querido. Y no me gusta que nos vean hablando
juntos. Estás en entredicho, ¿sabes?
¿Ah
sí? Vaya, vaya. Suficiente para mí. Si quiere evitarme, yo no tengo más remedio
que llevarle la contraria. Liam ya se está marchando hacia las mesas,
alejándose de la barra, de nuevo huyendo. Doy un par de zancadas, pegándome
casi a su espalda.
—Entonces
vamos a hablar a otra parte, donde no nos vean—le susurro al oído, más exigente
que seductor.
Él
se remueve para apartarse de mí.
—Ni
lo sueñes.
Tsk.
Es un poco frustrante. Le veo marchar, sin disimularme a mí mismo cuánto le
admiro. Siempre me ha encantado cómo camina. Tiene mucha gracia al moverse; es
más alto que yo y también un poco más corpulento, pero esa gallardía celta la
lleva en la sangre, el maldito. Le envidio, pero sólo un poco. Me pregunto si
merece la pena seguir molestándole, y decido que sí. Vuelvo a ir tras él, como
quien no quiere la cosa.
Los
invitados ya están sentándose en las largas mesas dispuestas para la cena.
Busco mi nombre y cojo el cartelito doblado del puesto que se me ha designado.
Luego miro alrededor y me dirijo hacia el lugar donde Liam acaba de sentarse.
Quito el cartel de un tal Jonathan Nosequé y lo tiro por encima de mi hombro,
colocando el mío delante del plato. Me siento y sonrío a Liam, que está en el
asiento de al lado y no se ha perdido nada de todo esto.
—Estás
completamente loco—replica, tras mirarme escandalizado unos segundos.
Me
encanta esa expresión. Me quedo sonriéndole con descaro hasta que los jefes se
unen a los comensales y desvío la mirada hacia las copas. Liam, eres tan
atractivo… con ese porte de buen chico, de caballero intachable y severo.
Quedábamos muy bien juntos. Como dos galanes de película, el truhán y el noble,
el tramposo y el justo, el fiel esposo y el indomable seductor. Sólo faltaba
pelearnos por una mujer… aunque eso ya lo hicimos.
Después
de ser amantes y también antes de seguir siéndolo. ¿Alguna vez no hemos sido
amantes?. Tengo la impresión de que es algo constante, un hilo que sólo se
interrumpe de vez en cuando de manera circunstancial. Siempre regresamos, ¿no
es cierto?
Se
me ensancha la sonrisa al recordarlo y me sumerjo en esos espacios privados de
mi memoria para revivir épocas pasadas. Eran buenos tiempos.
Cuando
vuelvo en mí, los jefes terminan de dar el discurso de apertura. Los discursos
son ese tipo de cosas que detesto siempre que no estén hechas por mí, como la
salsa boloñesa. Y en este caso es algo especialmente molesto, porque retrasa el
momento en el que comienzan a servir los platos. Pero al fin ha acabado, y el
ejército de camareros sale por las puertas abatibles del salón, cargados de
bandejas, botellas, carritos… las suelas de sus zapatos repican en el suelo con
redoble marcial.
—¿Por
qué te fuiste?—pregunto en voz baja, cuando nos ponen el primer plato.
El
vino no está mal del todo. Pero el consomé de setas en pleno mes de mayo es un
error, desde mi punto de vista.
—No
quiero hablar de eso, Elliot. En realidad, preferiría no hablar contigo de nada
en absoluto.
Esta
vez su respuesta no es tan rabiosa. Parece sólo cansado y molesto. ¿Cansado de
mi? No puede ser. Empieza a picarme la curiosidad.
—Al
menos tengo derecho a esa respuesta.
Los
cubiertos de plata entrechocan con la porcelana. Él se lleva una cucharada a
los labios, se pasa la lengua por ellos, se limpia con la servilleta, dándose
unos toques muy suaves. Estoy viéndole en el reflejo de mi copa para no mirarle
directamente.
—No
te hagas la víctima, por amor de Dios—murmura—. No hagas que parezca que te
rompí el corazón. Ambos sabemos que no es así.
La
manera cruda de decirlo me molesta un poco. No me agrada la desnudez verbal,
siempre he considerado que en todo proceso de comunicación importa más cómo se
dicen las cosas que lo que se dice. Liam acaba de perder mucho encanto con esta
declaración, pero me adapto a sus maneras.
—¿Acaso
ha sido al revés?
Él
sonríe a medias y remueve el consomé. Tiene la vista fija en el centro floral
que tenemos delante. A nuestro alrededor, los excelsos compañeros de trabajo
que nos honran con su presencia están enfrascados en emocionantes
conversaciones acerca de perros, casas o familias. Ninguno parece requerir
nuestra atención.
—No,
puedes estar tranquilo. Fui capaz de parar antes de llegar a ese punto.
Oh,
vaya. Qué emocionante. Así que le di fuerte a Liam… pero eso es bueno, es
agradable tener esos sentimientos, ¿no? A él no parece que le sea grato.
¿Estará diciendo la verdad?
—Lo
siento.
—No
mientas. No te sientes culpable.
Otra
vez la desnudez verbal. Demonios, Liam, me gustas y me gusta que me gustes.
Pero si sigues reventando todas mis tentativas de aportar algo de elegancia y
clase a este drama primaveral empezaré a aborrecerte.
—Tienes
razón, no me siento culpable —admito, tras tomar otra cucharada—. Pero sí que
lo siento. Lamento que te hayas marchado… y lamento que algo haya provocado que
lo hicieras.
Me
mira de reojo, como si estuviera evaluando la credibilidad de mis palabras.
Luego sonríe a medias otra vez y deja oír una risa suave, seca.
—Tampoco
creo que lo lamentes demasiado. Sólo te apena que se haya terminado el juego,
tal vez. Y dudo que te entristezca seriamente.
—En
ningún momento he dicho lo contrario —admito, una vez más—, pero no veo por qué
tenía que terminar. Funcionaba muy bien.
—No
puede funcionar llegado cierto punto, Elliot. —De nuevo me habla con amargura y
reproche—. No puedes pretender que alguien se quede a tu lado en esas
condiciones. Tu juego es cruel. Es difícil no terminar involucrándose contigo,
¿sabes?, y tú nunca lo harás. Eres frívolo, superficial y veleidoso.
—¿Qué?
Ahora
le escucho con renovado interés, mirándole directamente. En parte me sorprenden
sus palabras, pero también creo que es un gran discurso; este sí. Directo, con
algo de rencor y adjetivos tan pedantes como todo él. Y aunque aún exhibe una
franqueza casi insultante, me gusta más cómo habla ahora.
—Aún
sabiendo cómo eres, es imposible no terminar enredándose en tus artimañas,
implicarse emocionalmente, esperar algo de ti que nunca darás —prosigue,
haciéndose a un lado cuando regresan los camareros para retirar los platos—.
Nadie tiene tanto aguante. Al final, empecé a mojarme los pies con todo esto.
Por eso, cuando las cosas se pusieron confusas para mi, me fui.
A
veces no entiendo a la gente. Se pasan media vida reclamando atención y alguien
en su cama, en su corazón. Y cuando se lo das, todo son pegas. Es maravilloso.
Que si no me correspondes, que si no te implicas tanto como yo, que si no estoy
seguro o segura de mis sentimientos, que si no eres sincero…
Sobre
todo eso.
—No
sabía que te sentías así. Y no era mi intención.
—No
eres sincero.
¿Ves?
Sobre todo eso. Exhalo un suspiro suave, levantando una ceja.
—Disculpa
esta vulgaridad, querido, pero, en primer lugar, ¿tú que coño sabes? Quizá, por
una vez, estoy diciendo la maldita verdad —respondo. No quiero sonar tenso o
molesto, pero quizá lo estoy—. Y en segundo lugar, ¿de qué árbol te has caído?
Mira dónde estamos, mira quienes somos. Mira lo que somos. Somos delincuentes.
Mentirosos, estafadores, asesinos, la escoria de la sociedad enfundada en
trajes de raya diplomática. Y me reprochas que no soy sincero. Pues claro que
no soy sincero, pero no tiene ningún sentido que eso te ofenda. Es como echarle
en cara a un gato que no tenga plumas.
—Ya
estás haciéndolo otra vez. Dios mío, no has cambiado nada.
—Ahora
me he dejado las patillas un poco más largas. Y, por otro lado, ¿Qué estoy
haciendo?
—Primero
me insinúas que no sé nada, que puedes estar siendo honesto. Y después reiteras
que no lo eres – su mirada
incisiva me atraviesa de nuevo—. Es increíble, después de tanto tiempo, de toda
una vida, que todavía me resulte imposible conocerte.
Estaba
separando la espina del pescado, pero he dejado de hacerlo. Las palabras de
Liam, mi viejo amigo, camarada y compañero, mi amante, me despiertan una
nostalgia muy real.
Yo
le conozco muy bien. A él y, en realidad, a muchos de los que están aquí. Pero
a nadie como a él.
—No
puedo evitar ser como soy —le digo, mirándole con fijeza. Quiero que me crea,
esta vez sí que lo deseo, aunque no albergo demasiadas esperanzas —. No te
engañes. Sí que me conoces, Liam. Mara y tú sois las únicas dos personas que me
conocen de verdad.
Sus
ojos verdes están fijos en los míos. Toma otro bocado y suspira, arqueando la
ceja levemente en ese gesto de admisión que tanto me ha fascinado siempre,
hasta el punto de que terminé por copiárselo sin darme cuenta.
—Tal
vez tengas razón.
—No
dejes que te confundan las palabras, ni siquiera las mías —insisto —. Las
palabras no son un instrumento para comunicarse mejor, esa afirmación es uno de
los grandes errores universales. Las palabras son un hermoso ornamento, o un
arma afilada, pero no son nada más. Y no significan nada en absoluto. Tú sabes
lo que hemos vivido juntos. Y eso es lo que cuenta, ¿no?.
—Es
un modo de verlo.
—Es
mi modo de verlo. ¿Por qué no te sirve a ti?
No
me responde, y durante un rato, nos limitamos a comer en silencio. Luego sonríe
a medias.
—Cuando
me quitaste a Mara, no creí que fuera capaz de perdonarte nunca.
Nos
relajamos un poco con el cambio de tema. Su voz suena más suave, su mirada está
más limpia ahora. Todo lo limpia que puede estar. Liam tampoco es un santo,
trabaja en mi gremio y ninguno lo somos. Pero a pesar de todo, conserva una
especie de integridad, de honradez dentro de la delincuencia inherente a
nuestra situación, que me resulta admirable. No lo puedo evitar y acerco mi
pierna a la suya por debajo de la mesa hasta que nuestras rodillas se rozan.
—¿Y
lo has hecho?
—A
estas alturas, no estoy muy seguro – responde, repitiendo ese mohín
encantador—. Ahora ella es tan diferente… quizá me hiciste un favor. O quizá
ella es así ahora por tu culpa. Supongo que ya no me importa.
—Yo
sí te perdoné por el puñetazo. Pero no te quité a Mara, ella simplemente…
—Entró
en nuestra vida como un equipo de demolición, ¿eh?
Ahora
los dos estamos mirando en la misma dirección: a la mujer del vestido azul que
disfruta de su comida con ademanes elegantes y altivos. Sus ojos son crueles y
fríos ahora, pero antaño eran llamas. Nos hizo arder a los dos en ellas.
Eran
buenos tiempos.
—Equipo
de demolición. Eso es bastante exacto.
Liam
no ha apartado la pierna. Percibo cómo se relaja su postura poco a poco, su
semblante severo se ha ido distendiendo. Ahora es otra vez el joven caballero
sureño de ojos verdes y graves que aparece en las viejas fotografías, siempre
conmigo. A veces con Mara, pero siempre conmigo.
—Elliot…—algo
en su tono de voz, en el modo en que deja el tenedor en el plato, en el nuevo
brillo de sus ojos, me hace prestarle el doble de mi atención—. Tengo que ir al
excusado.
Se
me queda mirando, como si esperase una respuesta. Ah, claro. No soy tan idiota
como para haberme olvidado de esto. Esa frase siempre ha sido una especie de
código para reunirnos en privado. Liam es tan esnob a veces que no puede evitar
referirse al baño como lo acaba de hacer. El Excusado. ¿Se puede ser más
pedante?
Asiento
con la cabeza, él asiente a su vez, se levanta y se aleja, desapareciendo por
la puerta que tenemos justo detrás, sin volverse.
Un
poco después, soy yo quien está bajando las escaleras. Este hotel no está mal,
aunque hubiera preferido menos alfombra roja y más ventanales, pero no está mal
del todo. Me enciendo un cigarro mientras camino por los pasillos, sobre los
tapetes que hacen sordas mis pisadas. No sé que quiere Liam de mi, pero espero
que los cuartos de baño sean espaciosos y huelan bien. Si nos reconciliamos me
gustaría que estuviéramos cómodos.
No
me decepcionan.
Colores
pastel en el alicatado, toallas de papel (de acuerdo, higiénicamente mejores,
pero terribles para la decoración) y espejos relucientes. Y pastillas de limón
en los inodoros.
Liam
está fumando, apoyado en la repisa de mármol en la que están instalados los
lavamanos. El humo de su cigarro huele a frutos secos y miel tostada. Sus ojos
verdes me observan cuando entro, y yo también le miro a él.
Será
por el romanticismo inherente a los cuartos de baño, pero de repente me parece
más guapo aún, y tengo unas ganas irresistibles de acercarme a sus labios. Se
establece una súbita y profunda intimidad entre nosotros ahí abajo. Es porque
estamos solos, sin nadie alrededor, por primera vez en meses.
—Así
que frívolo, superficial y veleidoso— le digo al fin, tras largos segundos de
silencio y miradas intensas.
Me
cruzo de brazos y los ojos verdes de mi mentor centellean. Cambia de postura,
aspirando el humo y soltándolo por la nariz. Sigue enfadado. Bah, el que tiene
derecho a estar enfadado soy yo. Eso creo. Da igual, no lo estoy, pero me gusta
fingirlo a veces.
—Ahórrate
el melodrama, Elliot. No tengo ganas de jugar.
Me
gusta fingirlo a veces, pero no me gusta que no se lo traguen, como es el caso.
—¿Las
has tenido alguna vez?
El
show debe continuar, no importa que se haya dado cuenta.
—El
capo de nuestra zona sabe lo que estás haciendo. Van a darte un último trabajo
y luego te van a … despedir.
Y
así es como se destroza una atmósfera. A bocajarro.
Suspiro
y me paso la mano por el pelo, apoyándola después en el mármol y mirándome al
espejo.
Liam
tiene un defecto, uno que yo terminé adorando, como todo lo que tenía que ver
con él. Cuando está de buen humor, es cuidadoso y atento con el vocabulario. Es
maravillosamente irlandés, sobre todo a la hora de expresarse, de esa clase de
hombres altamente indicados para comunicarte que tienes una enfermedad
terminal. Lo haría de tal manera que, cuando acabara, le darías las gracias, un
abrazo y una bandeja de galletas horneadas por tu abuelita.
Ese
no es el defecto, claro, el defecto es que cuando está de mal humor, se pasa al
otro extremo. Y a mi no me gusta nada que me hablen así, con brusquedad. Soy un
hombre sensible.
—Muy
bien. ¿Eso es lo que querías decirme?
—Te
he sacado un billete a París.
¿Pero
qué coño dice? Levanto la cabeza para mirarle con reproche. Mi héroe. Mi
soldado confederado, salvándome del peligro. ¿O quitándose de en medio a un ex
amante?. En todo caso, decidiendo por mí y sin ningún derecho. Es muy
romántico, pero completamente fuera de lugar. ¿Quiere mandarme lejos? ¿Pero qué
se ha creído?
—Te
lo agradezco, pero no voy a irme a ninguna parte, Liam.
Frunce
el ceño, suspira. El espejo me ofrece su imagen por partida doble. Todos sus gestos
son elegantes, contenidos. Incluso ahora, que parece repentinamente aquejado
por un dolor de cabeza que seguramente lleva mi nombre. Está preocupado.
Detecto cómo está conteniendo esa intención de hacerme entrar en razón a toda
costa. Los católicos son tan insistentes… no importa que sea un gángster, es un
gángster católico, irlandés y sureño de adopción. Puede ser un verdadero plasta
si se lo propone. Y muy cursi.
—¿Por
qué? —pregunta, volviéndose hacia mí para mirarme directamente.
—Quiero
ver en qué consiste el trabajo. Quizá terminarlo. Ya encontraré una manera de
escurrir el bulto después.
Me
inclino hacia el espejo para peinarme una vez más, aunque no me haga falta.
Estoy mintiendo. Soy un embustero profesional. Y además, un frívolo, un superficial
y un veleidoso, así que no necesita saber mis verdaderos motivos. De todos
modos, si se los dijera, él me reprocharía que no soy sincero o que siempre
estoy jugando.
De
todos modos, él debería saberlos.
No
quiero una escena heroica con ojos empañados, no hay necesidad de eso. Somos
tipos duros, qué demonios. Chaquetas negras y Colt en el bolsillo, coches
metalizados. Estas conversaciones no existen en nuestro mundo, así que no se lo
diré. No le diré que me quedo por él. Porque, seguramente, si alguna vez he
amado a alguien de una manera profunda, ha sido a Liam. Y la sola idea de no
volver a verle, de enterrar la menor oportunidad de que nuestros caminos se
crucen otra vez, me resulta inaceptable.
Pero
explicar estas cosas es impropio y da lugar a momentos embarazosos, así que no
lo haré. Él debería saberlo.
Cuando
vuelvo a erguirme, ya no me está mirando. Está fumando en silencio, con esa
expresión suya, tan grave y cargada de emociones. Un mechón de cabello rizado
está recostado sobre su pómulo y se descuelga para enmarcarle el rostro como
una hiedra de otoño. Levanta los dedos y se los pasa sobre los párpados. Luego
suspira. Al bajar la mano, una pulsera de cáñamo trenzado asoma por debajo de
la manga de su camisa.
—Ten
cuidado—dice al fin, con resignación—. Esto no es cosa de broma, Elliot.
Intenta ser prudente. Por favor.
Asiento
con la cabeza al escucharle. Tengo un ligero malestar, creo que es ardor de
estómago. No debería haber comido alcaparras. Me he quedado mirando la pulsera.
Fue un regalo mío… un estúpido regalo, cuando aún era un adolescente y él era
aquello a lo que quería parecerme en pocos años.
Liam
me está pidiendo que sea prudente. Él sabe que yo no suelo pensar mucho antes
de hacer las cosas, que soy caótico y extravagante. Me conoce bien, aunque crea
que no me conoce nada.
Si
no me conociera bien, se habría sorprendido cuando me he abalanzado sobre él
para besarle por fin, salvando la distancia que nos separa en pasos
precipitados y cerrando los dedos en sus mejillas, poniéndome de puntillas
porque es más alto que yo y no las tengo todas conmigo acerca de que me vaya a
corresponder.
Pero
no se sorprende, es como si lo hubiera estado esperando. Y además, me
corresponde. Sus labios se acoplan a los míos y su lengua acepta mi irrupción
repentina, sus brazos se cierran alrededor de mi cuerpo.
Soy
frívolo, superficial y veleidoso. Ojalá no lo fuese. Ojalá él no lo pensara.
Estas son las tonterías que se me pasan por la cabeza mientras me estrecha,
cuando su boca toma el control del beso apasionado y esa aura cálida y poderosa
que desprende su presencia me envuelve como una manta.
—Si
te sucediera algo… —murmura entrecortadamente, con los labios sobre mis labios
y una mano entre mis cabellos—. Piénsalo, al menos.
Sus
palabras me provocan más dolor de estómago. Me incomoda lo que dice y el tono
en que lo hace. Cierro los dedos en las solapas de su chaqueta y las estrujo,
arañándole los labios con los dientes y dejando un respiro, una pausa dramática
entre los dos.
—He
dicho que no.
Ha
sonado a orden tajante, y después le cierro la boca con otro beso más exigente
aún.
Por
un momento parecemos dos estudiantes de instituto resolviendo una tensión
sexual de años, buscándonos con esos gestos casi torpes, resultado de la
urgencia. Nosotros, a nuestra edad. Pero es emocionante volver a tener esa
sensación como de caída libre, nosotros a nuestra edad y después de todo lo que
hemos pasado.
Me
sumerjo en el calor compartido, me enredo entre sus dedos sin pudor. No me
importa que me despeine, ni que ahora el reflejo del espejo capte resplandores
en mi mirada que siempre negaré. Por suerte, mi héroe confederado me aleja de
esas tribulaciones empujando con la espalda la puerta de uno de los retretes
(excusados, según él) para meternos dentro del estrecho pero limpio cubículo. Y
es allí, como los borrachos de discoteca y los adolescentes chabacanos, donde
nos reencontramos. Nos reconciliamos. O nos despedimos. No sé muy bien lo que
es esto, pero me entrego a ello con todas mis fuerzas.
Intento
guardarlo todo, ser consciente de todo, bebérmelo todo. El sonido de nuestras
respiraciones atropelladas, que reverbera en el cuarto de baño. El olor de su
pelo. El sabor a tabaco y miel de su boca, tan cálida, suave, acogedora, como
siempre. El tacto rudo de sus manos. Sus dedos tibios y carnales. El relieve de
su cuerpo imprimiéndose sobre el mío, primero desde detrás de las prendas de
tela, después sin ninguna barrera. Su perfume me envuelve, se mezcla con mi
propia esencia. Sus caricias son dulces, vibran sobre mi piel, me despiertan.
Le
tiro del pelo sin querer, él me muerde en el hombro con suavidad. Le araño la
espalda y devoro sus labios, él me marca a fuego con sus dedos, pone su mano
sobre mi corazón como si quisiera recoger mis latidos. Cada vez que mis ojos
encuentran los suyos, el resplandor verde de su mirada se desliza hacia mi
interior, cargado con sus mil significados. Una llama auténtica, un reducto de
pureza. También guardo eso como un tesoro.
—Elliot…
Dice
mi nombre cuando nos abrazamos, desnudos. Estoy apoyado en la puerta, con las
piernas enredadas en su cintura y los brazos en su cuello. Él me sostiene. La
presión de su cuerpo contra el mío es lo único sólido a mi alrededor. Cierro
los ojos, me agarro a su piel, a su presencia. Liam es todo cuanto ha sido
seguro durante años. Sigue siendo seguro ahora. Sé que no me va a fallar jamás,
no importa lo que suceda. Puede que en otro momento menos íntimo, menos
comprometido, piense todo lo contrario, pero ahora no tengo ninguna duda. Ni de
eso ni de todo lo demás.
Cuando
entra en mí, le recibo con un gemido apagado. Después nos quedamos así,
inmóviles, durante unos segundos demasiado largos. Cuando levanto el rostro
hacia él, busco sus ojos. Él empieza a moverse, regándome los labios con sus
besos de rayos de sol destilados.
Levanto
los dedos hacia su mejilla. Le miro, no quiero dejar de hacerlo. Quiero que él
también lo haga. Quiero que vea, que me vea a mi, pero no sé si puede hacerlo.
No sé si yo mismo le he dejado ciego. No sé si los dos hemos terminado creyendo
nuestras propias mentiras, las mentiras del otro. Pero esto, el ahora… esto es
real.
—Es
real…
Los
recuerdos se precipitan sobre mí como una lluvia descontrolada, al ritmo de sus
embestidas, de su aliento sobre mi boca, sobre mi rostro. Él los extiende sobre
mi cuerpo con las caricias de sus manos. Los funde a mi piel, los hunde en mi
garganta con su lengua. No me deja huir de ellos, no me deja olvidarlos.
Recuerdos de él, de él y Mara, de él y del mundo, pero sobre todo él, siempre
presente, siempre él.
Siempre
ha sido mi lugar más seguro. Mi hogar.
Pero
soy frívolo, soy superficial. Y veleidoso. Y no existe ninguna razón verdadera,
ninguna razón de peso por la que eso tenga que dejar de ser así.
Le
abrazo con fuerza cuando me asalta el orgasmo, violento y repentino, una
liberación salvaje que me hace apuntalarme en la puerta para hundirle más en
mí. Al hacerlo, él se deshace en mi interior con latidos apresurados,
llenándome y derramándose en una explosión líquida y caliente que parece
reconfortarme por dentro.
Y
los segundos gotean, lentos. Se escurren con el sudor, con los restos de
lágrimas nunca derramadas. Los recolectamos como abejas, enredados todavía el
uno en el otro, recuperando el aliento, y una caricia tierna, de barro cocido,
se abre en mi cuello como una flor de verano. Una caricia amarilla, de luz
pura, que me hace daño y me redime.
Esto
es real. ¿Por qué no le sirve a él, a pesar de cualquier cosa que diga?
La
caricia se desliza sobre mis párpados, sobre mi cuello. Y de repente, un
pellizco potente en el punto exacto, que pinza los nervios… y mis fuerzas se
desvanecen. Maldito tramposo. Ni siquiera me da tiempo a decir nada más, a
hacer nada más. Me quedo inconsciente, y apenas atino a maldecirle en silencio.
Cuando
despierto, estoy solo aquí. Solo, desnudo, con la única compañía de una
mariposa azul de cristal que me aguarda en el pomo de la puerta. Tengo una
sensación amarga en el paladar, y el ardor de estómago se ha vuelto
insoportable. Podría pensar que no ha sucedido nada, que todo ha sido un sueño,
una alucinación, mi imaginación. Pero mi cuerpo aún tiene las marcas de lo que
hemos compartido, y me duele el músculo del cuello en el punto donde presionó
para desvanecerme.
Me
pongo la ropa a mi ritmo, dejándome lamer por los restos de recuerdos que han
despertado y ahora se pasean sin pudor a lo largo y ancho de mi mente. Recojo
la mariposa de cristal y la guardo en la chaqueta.
Veinte
minutos después, estoy de nuevo en la fiesta, vestido e impecablemente peinado.
Nadie puede imaginarse siquiera lo que ha sucedido hace un rato. Liam no está.
Se ha marchado. No sé cuando volveré a verle… no sé si volveré a hacerlo.
Espero que sí. Me estoy bebiendo un Rob Roy en su honor, pensando
en el hielo, en las facultades que tiene la temperatura, sea por alta o por
baja, para unir cosas que en otras circunstancias nunca se habrían encontrado.
No en vano, conocí a Liam en la nieve. Y el día que nací, cayó una nevada sobre
la ciudad como no se había visto nunca. Era el mes de Enero y las ventanas se
escarcharon. Me pregunto si todos los momentos importantes de mi vida están
marcados por ese fenómeno atmosférico, y comienzo a hacer un recuento.
Entonces
me interrumpe el capo de mi zona. Viene caminando hacia mí, con su sonrisa
falsa y las manos a la espalda.
Le
sonrío del mismo modo.
—Señor
Anders, ¿tiene un momento?—me aborda, directo pero cortés—. Nos gustaría hablar
con usted acerca de un trabajo.
Agito
el vaso, haciendo tintinear el hielo. Todos los momentos importantes de mi vida
… si eso es así, este no debe serlo. A menos que el hielo también cuente.
Le
miro y asiento con la cabeza, levantando la barbilla muy levemente.
—Por
supuesto, señor. Soy todo oídos.
Esbozo
una sonrisa perfecta. Mientras le sigo hacia la gran mesa redonda donde me
aguardan los directivos de mi sector, me meto una mano en el bolsillo para
acariciar la mariposa de cristal. He vuelto a elegir quedarme. Esta vez tampoco
me arrepiento. Veamos de qué se trata esta misión con la que pretenden poner mi
cabeza en una pica. Puede ser divertido, esquivar el hacha del verdugo ahora
que saben que soy un traidor.
Además,
París en esta época del año… no es tan bonito.
. . .
. . .
©Hendelie
Hola se ve muy bien, muchas gracias Hendelie, escribes muy bien.
ResponderEliminarY esperando por Despertar, besos
Gracias, Mª Luisa!!! Intentaré tenerlo cuanto antes, lo prometo.
ResponderEliminarGenial. Es fantastico como unas pocas palabras te son suficientes para trazar la personalidad de los dos protagonistas y crear una trama muy interesante. De verdad me gusta mucho como escribes
ResponderEliminarMuchas gracias, Lali!!! Aprecio mucho tus comentarios, me alegra que os guste el relatillo ^_^
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