lunes, 31 de diciembre de 2012

Relato Navideño ^_^

¡Hola a todos y feliz año 2013! He conseguido escaparme unas horillas entre ayer y hoy y he escrito un relatito navideño. Sé que llega un poco tarde pero bueno, es lo máximo que he podido hacer con todo el trajín familiar de estos días. ¡Espero que lo estéis pasando todos en grande durante estas fechas! Y por si alguien siente que pierde el espíritu navideño por culpa de esos momentos familiares que todos tenemos en los que acabamos hasta las narices de nuestra propia gente (XD) os dejo con Elliot y Liam, para que veáis lo que es soportar a alguien de verdad insoportable, jajaja.

Quizá os acordéis de ellos. Elliot (Lot) y Liam aparecen en otros dos relatos que podéis encontrar en este blog. Uno es la introducción de "La Salamandra", que narra cómo se conocieron estos dos elementos. El otro es "Tipos Duros". Este relato se ubica unos meses antes de "Tipos Duros" y muchíiiiisimos años después de la introducción de "La Salamandra".

Es un relato muy suave y no tiene nada erótico, ya que está contado desde el punto de vista de un personaje muy mojigatillo, pero aun así, quizá os guste leerlo para conocer un poco más a dos de los protas de "La Salamandra", que empezará a publicarse a mediados de Enero aquí en el blog de Third Kind ^___^

Un abrazo enorme y os deseamos lo mejor para el 2013. Muchas gracias por todo el apoyo y el seguimiento que habéis tenido para con nuestro trabajo durante 2012 y esperamos que el nuevo año nos traiga muchas más experiencias juntos.

¡Sois los mejores!

≈Hendelie≈


Third Kind Presenta 
a

Elliot Salamander   y    Liam McKenzie 

en


Milagros de Navidad

Un relato de Flores de Asfalto

.  .  .

Yo le estaba esperando cuando la nieve comenzó a caer. Sí. Junto al Café Francés. La calle se encontraba muy vacía a pesar de las fechas navideñas. Apenas había nadie, pasaban sólo algunos coches y una mujer con una estola de piel que inclinaba el rostro contra el viento. Yo miraba el reloj disimuladamente de vez en cuando, quizá cada dos minutos, y esperaba.
El Café Francés había sido antaño una vieja panadería. La conocíamos bien: cada torneada curva de la madera que enmarcaba sus lunas, los pulidos ornamentos del pomo de bronce. La conocíamos al detalle, porque la habíamos hecho nosotros. Desde los cimientos hasta el tejado, desde el interior de las paredes hasta las doradas letras del exterior. El tiempo y la creatividad de los hombres la habían hecho cambiar y ahora era un café bastante bonito —él lo calificaría de imitación pretenciosa—, concurrido principalmente por hombres de aspecto triste y trascendente y mujeres de mediana edad con la piel del rostro descolgada, carmín en los labios y mirada nostálgica. Allí todas las conversaciones tenían lugar a media voz y la música seguía siendo agradable. Algo muy valioso en estos tiempos. Muy valioso.
Como decía, yo le estaba esperando allí, donde nos habíamos citado, cuando empezó a nevar. Copos finos y ligeros que se enredaban en el aire. Lo interpreté como un anuncio de su presencia y se me aligeró el corazón, porque lo cierto es que no confiaba en que viniera. Me encontraba allí, ciertamente. Esperarle constituía en sí mismo un hecho placentero; eran momentos en los que me perdía en mis recuerdos y jugueteaba con ellos, dejándome llevar en ocasiones por una melancolía un poco autocompasiva. Pero no era tan ingenuo como para creer ni por asomo que él tuviera algún motivo para aparecer. Su conducta siempre había sido caótica y azarosa, y uno aprende. O cree aprender. En realidad es casi lo mismo. Uno siempre actúa en consonancia con aquello que cree saber; es la única manera de no sentirse indeciso, inseguro y tan desprotegido como un bebé.
Así que llegó la nieve, y exactamente seis minutos y cuarenta segundos después, apareció, contra todo pronóstico, él. Un milagro de Navidad: Elliot cumpliendo casi puntualmente con una cita establecida. En realidad llegaba dieciocho minutos tarde, pero eso era una minucia tratándose de su persona. Era algo digno de alabanza. Y probablemente él también lo creía así, pues caminaba por la acera con el aire de estar esperando un agradecimiento.
Elliot tiene la dudosa cualidad de ser alguien totalmente imprevisible . Por el contrario, yo soy una persona absolutamente predecible. En los escasos minutos que transcurrieron hasta que él llegó frente a mí, compartimos una mirada cómplice y una media sonrisa; la mía casi resignada, la suya burlona. Por supuesto, él sabía que yo acudiría esa tarde, y el hecho de encontrarme allí plantado, aguardando desde hacía más de veinte minutos, exactamente tal y como él había esperado y planeado, le provocaba un regocijo infantil. Para ser honestos, a mi también me alegraba verle, aunque en los últimos tiempos todas las alegrías que tenían que ver con Elliot se me hacían un poco amargas.
Hay quien diría que la nuestra es una relación complicada. Negarlo sería ridículo, dadas las circunstancias. Sin embargo, ese día no me lo parecía. La Navidad es una época que dispara mi optimismo.
Al detenerse, Elliot apoyó el bastón en el suelo y me saludó con una inclinación de cabeza. Llevaba las manos enfundadas en guantes negros, el abrigo del mismo color bien abrochado y debajo de la tela oscura, la brillante corbata color naranja parecía atraer la atención como un foco de luz. Se había engominado el cabello como era habitual y tenía uno de esos cigarritos con aroma perfumado entre los labios. Le devolví el saludo con más sobriedad y él miró alrededor con la actitud de quien ha tenido una gran deferencia hacia el mundo al nacer en él.
—¿Llego tarde?
Sus primeras palabras hicieron que mi sonrisa se curvara aun más y meneé la cabeza. No tenía arreglo. Y me parecía encantador, como siempre. Igual que cuando era apenas un muchacho, provocador y descarado.
—Apenas unos minutos. No mucho más de lo que observan las normas de la cortesía.
Él alzó las cejas e hizo girar el bastón, colocándoselo bajo el brazo.
—Dios santo, ya había olvidado tu forma de hablar.
Pasó a mi lado y empujó la puerta del Café Francés. El repiqueteo de unas campanillas nos dio la bienvenida.
—No se debe nombrar a Dios en vano —repliqué, de manera casi mecánica mientras le seguía al interior del local—. ¿Y qué le ocurre a mi modo de hablar?
—Eres muy pedante.
Me miró por encima del hombro y luego dedicó su atención a escoger mesa.
—No creo que lo sea. No he dicho ninguna palabra de cuatro sílabas.
—Claro, eso te exime —chasqueó la lengua—. El mundo avanza, el tiempo pasa. Estamos en la era moderna, querido. ¿Por qué te empeñas en hablar como si te hubieras caído de un libro de Oscar Wilde?
El camarero y la escasa clientela nos miraban con extrañeza, cosa que a Elliot no parecía importarle. A mi sí. La gente como nosotros no debe llamar la atención bajo ningún concepto, de modo que, cuando él hubo decidido en qué lugar deseaba sentarse, di un suave toque con mi bastón en la pata de una silla y removí la realidad lo suficiente como para apartar sus miradas inquisitivas de nosotros. Sí, dicho así parece difícil. Pero no es para tanto. Es como sacudir un poco una caja de galletas para recolocarlas.
—Exageras.
—Sabes que no. ¿Y por qué has hecho eso? Aguafiestas. —Elliot adora llamar la atención, por si aún queda alguna duda sobre ello. Se quitó el abrigo y lo dejó en el respaldo del asiento, apoyando el bastón en el rincón entre la cristalera y la mesa que había elegido. Luego se ajustó la chaqueta por las solapas antes de sentarse con un ademán elegante y sobrio. —¿Café?
—Por favor —concedí, tomando asiento frente a él.
Cuando dejé el sombrero en la mesa, me miró los cabellos para después dirigir la vista hacia la prenda y reír con suavidad, alzando los dedos para llamar al camarero. Probablemente le parecía un anacronismo. Seguramente, todo yo se lo parecía. No sé si era consciente de que él no tenía un aspecto muy actual tampoco, con aquellos trajes sastre de corte años treinta y los modales de un galán del cine negro.
—Un té rojo para mí, por favor. —Aquello también era típico de él. En las cafeterías siempre pide té. En las teterías, café. —Y para mi compañero, un café irlandés.
Me miró con guasa al decir esto, pero no le hice el menor caso.
—La misma broma de siempre. Estás perdiendo originalidad, Elliot.
Se le tensó la sonrisa y fingió indiferencia, desviando el rostro hacia el ventanal al tiempo que dejaba la pitillera sobre la mesa y se acercaba el cenicero. Seguramente se había molestado. Y lo disfruté, sin duda.
—No estoy perdiendo nada, paleto irlandés. Algunas tradiciones hay que mantenerlas.
—¿Es esta una de ellas?
—Supongo que no te refieres al chiste —dedujo.
—No. Me refiero a la cita.
Tal vez expresé mi pregunta en un tono más grave de lo que la situación requería, pues tardó unos segundos en responder y cuando lo hizo la ligereza de su voz se había vuelto sutilmente forzada.
—Podría empezar a serlo.
—¿Una cita o una tradición?
—Ambas cosas.
Alguien que le conociera menos quizá no lo notaría, la ligera inflexión en las últimas sílabas, las palabras que sonaban romas, pulidas, algo frías. Cualquier otra persona no habría captado esos matices tan delicados ni su significado, pero no era mi caso. No, desde luego que no. Seguramente yo era la persona que mejor le conocía entonces, o eso quería creer.
—Tomar un café todos los años el día de Navidad. Sí, parece algo apropiado para instaurarse de manera permanente.
El camarero llegó entonces con la bandeja y dejó las tazas humeantes sobre la mesa. Ambos dimos las gracias a nuestra manera y siguió un silencio en el que Elliot se dedicó a mirarme fijamente mientras se servía azúcar y agitaba la cuchara en el interior de su té. Nunca ha sido alguien dado al disimulo, al menos no de forma visible. En cuanto a mí, una vez más mi carácter se inclina hacia lo opuesto. Aunque él había propuesto aquel encuentro, yo también quería verle. Habían pasado varios meses y le había echado de menos más de lo que estaba dispuesto a admitir por entonces, de modo que le atisbaba en el reflejo de mi propia cucharilla, en el pálido espectro que proyectaba en el cristal de la ventana y, sólo cuando la ocasión lo hacía oportuno, le miraba directamente. Aunque nunca durante demasiado tiempo ni de forma seguida. No sólo por una cuestión puramente formal —es de muy poca educación mirar fijamente a la gente sin un motivo, o al menos eso me enseñaron a mí cuando era niño— sino también para no alimentar su ego en demasía.
—¿Y bien? —dije al fin, tras un primer sorbo al café irlandés. No era mi favorito, pero no estaba mal. Descubrí que el whisky era escocés, lo cual constituía una curiosa ironía—. ¿Qué tal te ha estado yendo?
Se encogió de hombros, como si le hubiera preguntado algo de escaso interés. Reprimí otra sonrisa ante su fingida indiferencia. Elliot adora hablar de él, por supuesto.
—He estado haciendo vida social—respondió, dando un trago a la taza—. He conocido a mujeres maravillosas y a hombres terribles. Todas guapísimos y ellos también, claro. Me he acostado con ellos, he comido con sus maridos y con sus esposas y me he bebido sus botellas de licor. Me he dejado invitar a restaurantes caros y luego he invitado yo. He ganado dinero, he gastado el doble, me he metido en líos y he salido de ellos con mucha clase. —Se encogió de hombros otra vez, agitando la mano en la que sostenía el cigarrillo y sacudiendo la ceniza en el cenicero—. Lo de siempre.
—No pareces muy excitado al respecto.
—Mi vida es tan excitante que empieza a aburrirme.
—Eso no tiene el menor sentido —repliqué, con la voz tranquila y apacible de quien está seguro de lo que dice. Como he referido antes, yo creía conocer a Elliot mejor que nadie. Sabía cuánto le gustaba hablar de sí mismo y escucharse a sí mismo, y sabía que rara vez había algo debajo de la palabrería ingeniosa. Él hizo una mueca de desagrado.
—Oh, vamos. Hoy estás especialmente aguafiestas. ¿Qué ocurre? ¿La Navidad es especialmente amargante para los católicos? Creía que os gustaba.
—¿Por qué nos hemos citado en realidad, Elliot? —pregunté.
Él volvió a hacer un gesto de incomodidad. Nunca le ha gustado mi modo de abordar los asuntos que me interesan de forma directa y sin rodeos, es algo que le molesta profundamente. Se echó un poco hacia delante.
—Ya veo. No me crees.
—¿Qué? —Dejé la taza en el platillo y me limpié los labios—. ¿Que si no me creo que tu vida es tan maravillosamente estimulante que te has cansado de ella y has decidido volver a ver al viejo Liam? No, la verdad.
Soltó una risa seca. Esa carcajada cortante y la mirada fría me hizo dudar un momento. Elliot también sabe hacerse el ofendido como nadie, hasta el punto de que a veces no sé si es teatro o no. Los límites nunca están claros con él.
—Supongo que no puedo culparte. Siempre he mentido mejor que tú.
—No lo negaré —admití.
—Me halagas.
No era un halago en absoluto. En realidad, ambos sabemos mentir de un modo muy profesional, aunque nuestros estilos en eso, como en todo, difieren por completo. Suspiré y volví a menear el café con la cucharilla, echando un vistazo al exterior. La nevada se había vuelto más intensa fuera. Como Elliot no parecía muy dispuesto a continuar con la conversación, al menos no en esa dirección, me vi obligado a insistir.
—Aún espero que me respondas.
—Te has respondido tú solo —replicó, con tono hastiado—. Al parecer tienes muy claro que no existe la posibilidad de que me haya cansado de mi estimulante vida de divorciado sin compromiso.
La mención al divorcio me tensó un poco. Se me agriaron las palabras en los labios y mi actitud, tranquila hasta el momento se volvió un tanto defensiva.
—Yo no he dicho eso —repuse—. He dicho que no me creo que hayas decidido volver a verme porque estés harto de vivir fascinantes aventuras.
—Pues así es. Me he aburrido de dar vueltas por la ciudad asaltando camas ajenas.
No me creía una palabra, así que empecé a acosarle. Me estaba empezando a ofender su persistencia a la hora de ocultar sus sentimientos.
—¿Estás hastiado de la superficialidad? ¿Me echabas de menos? ¿O es que simplemente te sientes solo? —le provoqué—. Vamos, dime algo que valga la pena ser escuchado por una vez en la vida.
En aquel momento me repetía a mí mismo que Elliot no había dejado de ser nunca el mismo jovencito caprichoso que fuera en el pasado y que yo me merecía al menos tres frases sinceras, honestas y completas después de todo lo que habíamos pasado juntos. Elliot se echó hacia atrás en la silla y me observó con expresión de gato arisco por un momento. Luego volvió a su ligereza habitual.
—Por el amor de Dios, Liam. En serio, no entiendo por qué te empeñas en convertirlo todo en algo tan serio y melodramático.
Bebió un trago de té. Yo entrecerré los ojos, sintiendo que me quemaban un poco. A veces, Elliot me sacaba de quicio.
—Podría darte algunos buenos motivos —espeté, apartando el platillo con la taza hacia un lado. Ya no me apetecía más café—. Honestamente, me intriga tu comportamiento durante los últimos meses.
—¿Ah sí? —alzó las cejas desinteresadamente— ¿Qué es lo que te intriga especialmente?
—Déjame ver. Te casaste con mi prometida, la hiciste infeliz y después de divorciarte desapareciste de nuestras vidas para ir de hotel en hotel como un dandy trasnochado.
Compuso una mueca ofendida.
—¿Dandy trasnochado? Disculpa…
—No, no voy a disculparte —le atajé, apuntándole con la cucharilla—. Lo cierto es que no estaría de más que, tras tantos eventos catastróficos para las personas que te rodean y te aprecian, prescindieras de tu frivolidad por un maldito día. ¿Qué quieres de mi? ¿Para qué me has citado?
—Estaba aburrido.
—Respuesta incorrecta.
Aparté la silla y me levanté, dispuesto a marcharme. No estaba de humor para navegar entre sus ambigüedades durante más tiempo. Ahora era yo quien se había cansado. Las heridas del pasado me habían vuelto menos paciente y aunque una parte de mí deseaba quedarse allí con él, darle el gusto y seguirle el juego, ver cómo desplegaba todo su encanto y su retórica para llevarme exactamente donde él quería… a pesar de eso, una voz en mi conciencia (que quizá se había vuelto un poco orgullosa) seguía diciéndome que me merecía algo más de esfuerzo por su parte.
Al verme en pie, algo cambió en el rostro de Elliot. Se incorporó a su vez casi con precipitación y alargó la mano para agarrarme de la muñeca.
—Por todos los… siéntate, Liam —dijo él, bajando la voz como si estuviera poniéndole en un compromiso delante de todo el mundo. En realidad, apenas había seis clientes en el local y ahora nadie nos prestaba atención—. No puedes estar haciendo esto en serio. No te pega nada el aire de caballero ofendido. De santurrón estás más guapo. —Le miré un momento a los ojos. Había algo en ellos, bajo el hastío. Un brillo de incertidumbre que tal vez no era más que producto de mi imaginación o de mi anhelo. No obstante, aparté el brazo, me coloqué el puño de la camisa y me senté.
—Gracias —prosiguió él, sentándose a su vez—. Bueno, ¿qué quieres que te diga? No te he mentido. Es cierto que me he aburrido. —Hizo una pausa, desvió la mirada, como buscando las palabras. —Quería volver a verte. Tú eres bastante aburrido a veces, pero tu forma de aburrirme no me da náuseas. Es incluso entrañable.
Suspiré y meneé la cabeza, mirándole con resignación.
—Elliot, no sé si vas bien por ahí.
—Vamos, vamos, querido. No me lo pongas tan difícil —demandó—. Es Navidad. Se supone que la gente en Navidad se reúne con sus más allegados. Y no tengo a nadie más allegado que tú.
Aquel argumento me sonó a embuste tanto o más que lo demás.
—Tú odias estas fiestas. Siempre lo has dicho.
—¿Yo? ¿Cuándo?
—Todos los años —reprimí la sonrisa al ver cómo se hacía el sorprendido. Como ya he dicho, una parte de mí disfrutaba con el espectáculo. Elliot siempre ha tenido una forma de ser fascinante. —Cada vez que se acercaba esta época, refunfuñabas.
—Yo no refunfuñaba.
—Oh, sí lo hacías.
Se lo pensó un poco.
—Ah, es cierto —concedió—. Bueno, debes admitir que tú te ofendías bastante y era divertido.
—Me ofendían tus blasfemias, no el hecho de que refunfuñaras.
—Lo que sea. De todos modos, ¿no crees que una Navidad sin mis blasfemias se te hará muy pesada?
—No es la primera que paso sin ellas.
No me molesté en ocultar el reproche implícito en mis palabras.
—Entonces sabes por experiencia que se te hará muy pesada.
Sonrió, con aquella sonrisa de vendedor que le había abierto tantas puertas. Ahí estaba, su forma de dar la vuelta a las situaciones. Era casi circense, el modo en que hacía cabriolas con las conversaciones para intentar que pensaras lo que él quería que pensaras, llevarte a su terreno y conseguir lo que quería sin tener que pedirlo. Me reí entre dientes, con suavidad, y toda mi beligerancia desapareció. En el fondo siempre ha sido el mismo muchacho. Sigue estando ahí, joven, astuto y sagaz, pero muy solo.
—Dilo con claridad —le exhorté, con tono suave.
—¿El qué?
—Lo que me estás pidiendo.
Borró la sonrisa al instante y luego se quedó callado unos segundos, mirando hacia el ventanal con fastidio. Seguía nevando.
—No voy a hacerlo.
Me incliné hacia delante en la mesa, apoyando los codos.
—Elliot, a veces necesito que seas claro conmigo. Ahora mismo no sé si quieres que pasemos las fiestas juntos porque te sientes solo y simplemente quieres estar con alguien conocido, en un puerto seguro… o porque quieres volver.
—¿Volver adónde?
Me miró en el reflejo del cristal. Se habían encendido las farolas en la calle para facilitar la visibilidad.
—A lo de antes. Recuperar lo nuestro.
Ya no había sonrisas. La mirada de Elliot se había vuelto opaca, distante, pero su pose y sus ademanes seguían siendo los mismos. Sujetaba el cigarrillo entre dos dedos y tenía una pierna cruzada, el otro brazo sobre el respaldo de la silla componiendo una imagen desenfadada y llena de estilo al mismo tiempo.
—¿Qué nuestro? ¿Qué era lo nuestro exactamente, Liam?
Nunca me he encontrado con nada mas difícil de definir que lo que nosotros compartíamos, salvo tal vez, el Espíritu Santo. Negué con la cabeza.
—Lo que fuera.
—Nunca pensé que tuviéramos algo.
Esbocé media sonrisa.
—Te creía más perspicaz. Por lo general, las personas no se acuestan juntas sin que haya algo de por medio.
—Yo lo hago —replicó, mirándome directamente, como si quisiera ofenderme con ello. Pero yo creía conocerle bien y sólo negué con la cabeza.
—No conmigo.
—No sé que estás tratando de insinuar.
—Entonces olvídalo —hice un gesto con la mano—. ¿Quieres que pasemos la Navidad juntos? Muy bien. Pero será con condiciones.
Elliot se irritó visiblemente.
—¿Me estás poniendo condiciones? Un momento, un momento. ¿Qué me he perdido?
—Me lo debes —dije sin más.
—¿Es por lo de Mara?
Asentí. La mención a mi antigua novia y su actual ex mujer tenía la facultad de amargarme hasta la saliva. Había sido un episodio muy difícil y aún no lo habíamos superado, ninguno de los tres.
—También por mí.
Por un momento pensé que iba a replicar algo, pero luego dejó caer el peso en el respaldo de la silla y abrió las manos, mostrándome las palmas en un gesto de rendición.
—De acuerdo. ¿Cuáles son tus estúpidas condiciones? Escúpelas y me lo pensaré.
Sonreí. Sabía que ya había ganado la partida.
—Será en tu casa —enumeré—. Harás la cena tú mismo. Y eso es todo.
Elliot pareció decepcionarse.
—¿Eso es todo? ¿Quieres que cocine para ti?
—Básicamente, sí.
—¿Y por qué maldito motivo quieres eso? No hay quien te entienda.
—Porque es una manera de demostrar que esto es importante para ti —expliqué, pacientemente—. En eso consiste la Navidad, entre otras cosas. En hacer ver a tus allegados que son importantes para ti. En agasajarles.
—Pues no es justo. Tú no vas a agasajarme a mí.
—No he dicho que no lo vaya a hacer.
Levantó una ceja y fingió pensárselo mientras fumaba. Luego se acercó mi taza abandonada con el dedo meñique, arrastrándola sobre la mesa, y se bebió el contenido restante de un trago.
—Me parece una tontería, pero de acuerdo —aceptó, limpiándose los labios—. Si eso es lo que quieres, lo tendrás, irlandés testarudo.
—Bien. ¿A qué hora?
—¿Qué?
—La cena. ¿A qué hora?
—No sé. ¿A las diez?
Negué con la cabeza.
—Es muy tarde. A las ocho.
—Pues a las ocho. —Me levanté y me puse el abrigo, esta vez con ademanes satisfechos. Elliot me miró con extrañeza una vez más—. ¿Dónde vas? ¿Ya te marchas?
—Sí. Y tú deberías imitarme. Tienes cuatro horas para preparar una cena de Navidad, y te advierto que no es cosa sencilla.
Sonreí divertido y Elliot respondió con una mueca desdeñosa.
—Eres un tirano. Como ese diablo de Santa Claus. Los dos os disfrazáis de tipos amables, pero seguro que tenéis el congelador de casa lleno de cabezas cortadas.
Me reí entre dientes, cerrándome la bufanda y agarrando el bastón.
—Sí, y una carpeta con los recortes de periódico de todos nuestros crímenes. Hasta luego, Elliot.
—Hasta luego, hasta luego.
Le escuchaba refunfuñar mientras caminaba hacia la salida, resistiendo la tentación de pagar yo las dos consumiciones. Al fin y al cabo, era él quien me había invitado aquella tarde. Pero a pesar de todo, me sentí de verdad un poco tirano cuando salí a la calle nevada. Mientras me dirigía a mi casa esperaba tener la oportunidad de devolverle la invitación más pronto que tarde.

A las ocho en punto, llamé a su puerta. Elliot vivía en el Barrio Viejo, en una casa de piedra del siglo XVI ubicada en un callejón retorcido en el que las paredes se unían entre sí mediante arcadas de piedra que servían de vigas de sujeción. Seguía nevando y las luces de los faroles tras la neblina conformaban una penumbra amarillenta que no llegaba a iluminar del todo. Cuando él abrió la puerta, una vaharada de aire cálido y de perfume a carne asada me dio la bienvenida.
—Maldita sea, ni treinta segundos. ¿Cómo lo haces? —dijo, consultando su reloj de bolsillo mientras me franqueaba la entrada—. ¿Seguro que no eres una bruja?
—La puntualidad es una cuestión de práctica. Siempre te lo he dicho.
—Y nunca te escucho cuando lo haces. Ahora tampoco. Ponte cómodo.
Dejé el abrigo, el sombrero y el bastón en el perchero de seis brazos que tenía en el recibidor, consciente de su mirada sobre mí. Me había puesto un traje que hacía años que no usaba. Y con años me refiero a más de treinta. Una de las peculiaridades de la gente como nosotros es que, una vez entramos al servicio de la Organización, el proceso de transformación al que nos someten (optimización, como ellos lo llaman) incluye una excelente resistencia al paso del tiempo sin crecimiento ni deterioro de nuestros cuerpos. Puede parecer algo muy deseable, pero el precio a pagar no es fácil de asumir. Una de las ventajas es que si cuidas la ropa, te sirve durante muchos, muchos años. Aquella prenda la había utilizado en escasas ocasiones y consistía en un traje de tweed de tres piezas en color gris oscuro. Debajo llevaba una camisa blanca y me había puesto una corbata de color turquesa oscuro.
—Hace juego con tus ojos —dijo Elliot, que la estaba evaluando en ese momento—. Últimamente habías perdido esa sana costumbre.
—¿Usar corbatas a juego con mis ojos?
—Sí.
Me sorprendí un poco.
—No sabía que lo hiciera con tanta frecuencia.
—¿De quién crees que lo aprendí yo? —Me miró con una media sonrisa ambigua y me quitó una mota de polvo invisible de la chaqueta con los dedos. —Estás muy elegante.
—Gracias. Tu también.
—Como siempre.
Él había escogido un traje de seda negro con corbata italiana en color granate y camisa y chaleco también negros. Le sentaba como un guante, lo cual no era extraño.
—¿Qué tal se te ha dado la tarde? ¿Has superado el desafío?
Elliot esbozó una sonrisa pícara y me hizo un gesto con la mano, invitándome a pasar al salón. Se accedía a través de un arco con cortinas que se ubicaba a la izquierda.
—Míralo tú mismo.
Aparté las cortinas y entré. Cuando vi lo que Elliot había hecho, mi primera reacción fue soltar una risotada de puro asombro. Meneé la cabeza, paseando la mirada por la amplia estancia mientras una sensación cálida y difícil de definir me iba embargando poco a poco.
El salón comedor de la casa de Elliot era muy grande, pero ahora casi parecía pequeño. El fuego ardía en la chimenea, en cuyo frontal colgaban siete calcetines coloridos llenos de bastones de caramelo. Uno de ellos se había quemado y su cadáver calcinado yacía en el suelo sobre un charco de azúcar derretida. Al lado, un enorme árbol de Navidad aparecía decorado tan profusamente que pensé que iba a venirse abajo en cualquier momento. Bolas de cristal coloreado y cintas en tono dorado y rojo, y la enorme estrella en la punta competían por retener mi atención. Caramelos y dulces se amontonaban en bandejas en cada mesita y aparador. Coronas de acebo adornadas con piñas y nueces colgaban de las paredes. Había puesto una vela en cada ventana y un enorme Niño Jesús de porcelana me miraba desde su lecho de algodón en uno de los muebles. No faltaba absolutamente nada.
—Estás loco —fue lo único que se me ocurrió decir.
—Si me dieran un dólar cada vez que escucho eso sería rico. Más rico.
Me acerqué a la mesa, donde un candelabro con velas rojas iluminaba la vajilla de porcelana y los cubiertos de plata. En el centro, una serie de fuentes cubiertas ocultaban la cena, pero capté el aroma del pavo y de algo que ya sospechaba. Empecé a levantar las tapaderas y encontré patatas preparadas de todas las maneras posibles: patatas fritas, asadas, rellenas, puré de patatas, patatas hervidas, patatas cocidas, patatas con mantequilla, patatas a la parrilla, braseadas y tortitas de patata. Me eché a reír de nuevo.
—Esto no lo has cocinado tú.
—No, pero lo he pagado. Esperaba que no te dieras cuenta.
—Fingiremos que no lo he hecho. Eso se nos da bien. —Me apartó la silla con un ademán teatral, cosa que me hizo sentir algo incómodo de repente. Lo cierto era que no había esperado tanto. —No es necesario que hagas eso.
—¿No querías ser agasajado?
—En realidad… —me interrumpí para no decir lo que se me estaba pasando por la cabeza. Elliot no soportaba las cursilerías—. En realidad creo que ya me siento suficientemente agasajado.
Se encogió de hombros y se apartó de la silla, sirviendo el vino y sentándose en su lugar con aire desenfadado.

La cena transcurrió mucho mejor de lo que podía haber imaginado. Él no había cocinado, así que todo estaba delicioso. Bebimos vino, champagne y cerveza negra, comimos pavo asado y patatas, puré de rábanos, queso francés y canapés de salmón y caviar. La conversación fue tan deliciosa como los alimentos, y curiosamente Elliot no se mostró excesivo. Él acostumbraba a acaparar la conversación, pero me di cuenta de que se comedía, hasta el punto que empezó a preocuparme el estar hablando demasiado yo solo. Sin embargo, él me escuchaba con un brillo cálido en la mirada y la media sonrisa perpetua, haciendo preguntas de vez en cuando y adornando mis palabras con comentarios agudos que, para qué negarlo, enriquecían la conversación maravillosamente. Al terminar el segundo plato empezamos a recordar viejas anécdotas y las risas se volvieron cada vez más frecuentes. La música sonaba en el antiguo tocadiscos de Elliot, desgranando viejos temas de jazz y swing.
Al final, a una hora escasa de la medianoche, la charla comenzó a decaer hasta que desapareció y nos quedamos en silencio, fumando cigarros con aroma a arándanos mientras Ella Fitzgerald cantaba «Cry me a river», algo que pareció hacernos cierta gracia a los dos. Esbozamos sendas sonrisas mientras escuchábamos, pensativos.
El fuego chisporroteaba, las velas se habían consumido hasta la mitad y la voz del ángel negro nos envolvía poco a poco. Finalmente, Elliot alzó la mirada a mis ojos.
—¿Y ahora?
Encogí ligeramente un hombro.
—No hay nada establecido.
—¿No deberíamos intercambiar regalos o cantar el Auld Lang Syne?
Volví a reír. Me sentía satisfecho, relajado y algo somnoliento a causa del alcohol y la copiosa cena. Negué con la cabeza.
—El Auld Lang Syne se canta el día de fin de año. Respecto a lo otro, ¿acaso tienes algún regalo para mi?
—Tal vez —replicó, haciéndose el misterioso.
—Pues espero que no, porque no te he traído nada.
—Qué más da. Esta noche se trataba de ti.
Volví a sentirme incómodo, como si hubiera recibido un halago inesperado, si bien la actitud de Elliot no me era del todo desconocida. Al principio de nuestra vida juntos, de nuestra relación si puede llamarse así, Elliot también tenía estos momentos de… bueno, momentos en los que no era absolutamente egocéntrico. Entonces le raptaba una especie de generosidad desbordante como en aquella noche de Navidad, en la que había engalanado hasta las lámparas con espumillón y bolas de cristal. Al alzar la mirada al techo me percaté de ese detalle, y descubrí el muérdago. Parpadeé, sorprendido. ¿Cómo era posible que no me hubiera fijado antes? Había decenas de ramitas de muérdago colgando del techo, sobre las puertas, diseminadas por toda la habitación. Volví a reír entre dientes.
—¿Qué diablos has hecho con el muérdago?
En el tocadiscos había empezado a sonar «Cheek to cheek», y Elliot se levantó y se acercó a mí con sutiles pasos de baile.
—Asegurarme de que no te vas esta noche sin besarme —respondió tranquilamente—. No hay nada establecido, ¿no? Entonces bailemos.
El rubor que se me subió a las mejillas era casi tan intenso como mi sorpresa.
—¿Que bailemos?
—Eso he dicho.
Me agarró de la mano y tiró de ella. Me levanté enseguida, desde luego, pues por muy azorado que me sintiera, nunca lo estaría tanto como para ser descortés. Me encontraba muy confuso. Una cosa es acostarte con un hombre y otra muy diferente, bailar con él. De manera que cuando nos detuvimos en el centro del salón me limité a mirarle inquisitivamente como si quisiera asegurarme de que él sabía lo que hacía.
—Yo seré la chica —dijo, batiendo teatralmente las pestañas. —Para no variar.
—Elliot —le reprendí, escandalizado—. No digas esas cosas. Tú no eres ninguna chica, ni mucho menos. En ninguna circunstancia.
Él se reía.
—Eres tan mojigato…
—Y tú un lascivo.
—Y tú un pedante meapilas comepatatas y abrazacrucifijos.
Me puso una mano en el hombro y esperó a que le tomara de la otra. Lo hice inmediatamente, y antes de darme cuenta, lo estábamos haciendo, por imposible y extraño que hubiera resultado en mi mente. Estábamos bailando, dos hombres hechos y derechos como nosotros… y no es que se nos diera mal.
—Había pensado que sería más raro —admití.
—Siempre hemos sido los mejores bailarines de la Organización —respondió él. Cuando estábamos tan cerca se notaban más nuestras diferencias. Yo era diez centímetros más alto que él y bastante más corpulento. Elliot estaba bien formado y tenía una anatomía atlética, pero más elegante que la mía—. Es un crimen que no hayamos bailado juntos nunca hasta ahora.
—No creo que sea apropiado.
—Y yo creo que hemos hecho cosas mucho más inapropiadas.
Esbozó una sonrisa pícara.
—Elliot. No digas esas cosas.
—Liam, deja de escandalizarte y compórtate como un buen caballero sureño medio irlandés o lo que demonios seas—replicó él, imitando mi tono de voz—. Estamos debajo del muérdago. Llevamos estándolo horas. ¿Cuándo piensas actuar en consecuencia?
Le estreché un poco más y desvié la mirada. Seguro que él estaba notando el violento palpitar de mi corazón, pero aquello no era algo que yo pudiera disimular de ninguna de las maneras. Para Elliot, la situación era emocionante, divertida y estimulante, o eso creía yo. Para mí también había inquietud y angustia. Ya he dicho antes que nuestra relación era muy complicada. Yo era su mentor y su amigo, fui su llave para entrar a la Organización y también éramos algo así como amantes. O lo habíamos sido. No estaba muy seguro. Pero habían pasado demasiadas cosas. Lo de Mara había sido una traición en toda regla. Algo que yo aún no conseguía entender.
—¿Por qué te casaste con ella?
Detuve mis pies, mirándole a los ojos, consciente de que estaba estropeando el momento. Él me soltó. De pronto el salón se volvió muy frío.
—Si no lo hubiera hecho yo, lo habrías hecho tú —repuso, distante—. ¿Qué más da?
—Está destrozada, Elliot.
Él me señaló con el dedo, serio y algo pálido.
—Lo hice lo mejor que supe. No creas ni por asomo que no fue así. Pero las cosas no funcionaron, maldita sea. Es algo que sucede a diario, ¿vas a culparme eternamente? —Desvié la mirada y los dos quedamos en silencio un largo instante—. Es por eso, ¿verdad? Es por lealtad hacia ella. Jamás vas a perdonarme.
—Elliot…
—No. Ella nunca nos separó, pero va a hacerlo ahora. Ahora que no está con ninguno de los dos, ahora nada es posible. ¿Es eso?
Me alarmó la aspereza y el veneno de su voz. Volví a mirarle y negué con la cabeza, llevado por una repentina necesidad de consolarle. No es que pareciera frágil precisamente, y lo más seguro era que todo aquello fuera sólo teatro, pero aun así… hay cosas que no puedo evitar.
—Te equivocas. Nadie nos separa salvo nosotros mismos, como siempre. Hace tiempo que te perdoné. Si no te hubiera perdonado, no habría acudido al Café Francés, no estaría aquí esta noche. —Bajé la voz, arrancándole el estúpido cigarrillo de entre los dedos, tirándolo en su parquet carísimo y aplastándolo con la suela. —Y en cuanto a lo demás, ¿es que has olvidado lo más importante?
Miró la mancha negra y la colilla en su suelo con los dientes apretados y luego a mí, haciendo una mueca desdeñosa.
—¿Qué es lo más importante, según tú?
Volví a agarrarle entre los brazos, testarudamente, dispuesto a brindarle uno de esos momentos cinematográficos que tanto adoraba.
—Que todo es posible.
Luego le besé. No tuve que forzarme en absoluto a ello, porque la verdad es que lo estaba deseando. Sus labios se abrieron para mí y el frío desapareció cuando sentí la presión de su boca contra la mía en respuesta, reclamándome con un anhelo intenso y muy real, que hablaba con más locuacidad que sus falsas palabras. Le estreché contra mi cuerpo y me dejé llevar, acariciando su lengua con la mía y volcándome en los besos con un apasionamiento que me hubiera avergonzado si hubiera sido consciente.
Elliot hundió los dedos en mis cabellos y los estrechó, tirando de mí hacia él. Su aliento ardía sobre mi boca y su lengua quemaba alrededor de la mía. Nos besamos hasta que no pudimos respirar y tuve que apartarme para tomar aire, enmarcando su rostro entre los dedos, mareado y con el aliento acelerado.
—No te vayas —me dijo, en un susurro tan íntimo y arrebatado que no podía ser mentira. Sus palabras vibraron en mi interior—. No te vayas. Trae tus cosas y quédate aquí, conmigo.
Tragué saliva y le abracé. Entonces fue cuando tuve miedo. Alguien que conocí una vez solía decir que cada persona viene al mundo con una cantidad límite de esperanza. Por cada decepción, perdemos algo de esa esperanza. Y cuando ya no queda nada, entonces nos convertimos en unos cínicos. Elliot es un cínico. Se le da bien eso. Pero yo no, yo necesito tener fe. Pero en lo que respectaba a Elliot, mis esperanzas eran ya muy escasas. Habían sido demasiadas decepciones.
—Dilo con claridad —murmuré por segunda vez aquel día—. Di con claridad lo que me estás pidiendo.
—No sé como podría ser más claro, maldita sea, Liam —refunfuñó él, sin separarse.
Entonces pensé que tal vez aquello fuera un milagro de navidad. A lo mejor Elliot podía cambiar, podía dejar a un lado la frivolidad y ser honesto con sus sentimientos para que yo pudiera serlo con los míos.
—Si esto resulta ser otro de tus juegos…
—Nunca he jugado contigo —replicó, con un tono más hastiado que herido—. Y lo sabes.
Tenía razón.
Quizá lo fuera, al fin y al cabo. Uno de esos milagros de Navidad de los que hablaban las dudosas películas actuales, en los que las chicas encontraban a hombres perfectos o los niños recibían la visita de su padre desaparecido. En nuestro caso, quizá ese milagro navideño hiciera posible que, al fin, pudiéramos estar juntos sin ocultarnos nada, sin mentirnos ni hacernos daño.
—¿No te aburrirás? —susurré, rozándole la nuca con los dedos—. Soy un  pedante meapilas pasado de moda.
—Tienes una forma encantadora de aburrirme. —Percibí su sonrisa pícara en el tono de su voz. —Y yo también estoy pasado de moda. Es una de las mejores cosas que he aprendido de ti.
Tuve que sonreír ante semejante comentario.
—Bien. Intentémoslo, entonces.
Creo que iba a decir algo más, pero entonces sus labios sellaron los míos y sus manos empezaron a tirar de mi chaqueta frenéticamente. Dejé de pensar y me entregué a aquella otra cosa que se nos daba bien hacer juntos.
Afuera, seguía nevando. En las casas normales, la gente estaría cantando, o bebiendo los últimos licores, abriendo los regalos y atizando el fuego. Las glamourosas fiestas de los hoteles se encontrarían atestadas de mujeres con vestidos largos, brillantes, de bajos con vuelo que se abrirían como flores a cada vuelta de sus diminutos pies; de hombres con  esmoquin que dejarían caer la ceniza de sus puros disimuladamente en las macetas. Si yo tuviera que elegir, me quedaría con lo primero, siempre. En mi opinión, todo el mundo necesita un hogar en Navidad.
En aquella ocasión, igual que en muchas otras antes de ésa, nosotros dos lo tuvimos.
Elliot se pasó los días siguientes burlándose de mi religión, molestándome constantemente, cambiando de opinión al respecto de la comida, la cena, el café de la tarde y los planes de la semana. No dejó de refunfuñar acerca de la decoración —que según él deberíamos haber quemado el día veintiséis de Diciembre, porque ya que yo estaba allí y me iba a quedar, no tenía sentido alguno seguir “agasajándome”—, se negó en redondo a tomar ponche de huevo y fingió quedarse dormido para no cantar el Auld Lang Syne. Se comportó, en suma, como un verdadero cretino.
Y fueron unas Navidades maravillosas.


FIN


1 comentario:

¡Deja tu comentario! Es gratis y genera buen karma :D


Licencia Creative Commons

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons. Queda prohibido su uso para fines comerciales, así como la duplicación total o parcial sin permiso expreso de las autoras. Si citais algún fragmento, por favor, no olvidéis nunca poner el autor y la fuente de referencia. ¡Muchas gracias!