Quizá os acordéis de ellos. Elliot (Lot) y Liam aparecen en otros dos relatos que podéis encontrar en este blog. Uno es la introducción de "La Salamandra", que narra cómo se conocieron estos dos elementos. El otro es "Tipos Duros". Este relato se ubica unos meses antes de "Tipos Duros" y muchíiiiisimos años después de la introducción de "La Salamandra".
Es un relato muy suave y no tiene nada erótico, ya que está contado desde el punto de vista de un personaje muy mojigatillo, pero aun así, quizá os guste leerlo para conocer un poco más a dos de los protas de "La Salamandra", que empezará a publicarse a mediados de Enero aquí en el blog de Third Kind ^___^
Un abrazo enorme y os deseamos lo mejor para el 2013. Muchas gracias por todo el apoyo y el seguimiento que habéis tenido para con nuestro trabajo durante 2012 y esperamos que el nuevo año nos traiga muchas más experiencias juntos.
¡Sois los mejores!
≈Hendelie≈
Third Kind Presenta
a
Elliot Salamander y Liam McKenzie
en
Milagros de Navidad
Un relato de Flores de Asfalto
. . .
Yo le estaba
esperando cuando la nieve comenzó a caer. Sí. Junto al Café Francés. La calle
se encontraba muy vacía a pesar de las fechas navideñas. Apenas había nadie,
pasaban sólo algunos coches y una mujer con una estola de piel que inclinaba el
rostro contra el viento. Yo miraba el reloj disimuladamente de vez en cuando,
quizá cada dos minutos, y esperaba.
El Café
Francés había sido antaño una vieja panadería. La conocíamos bien: cada
torneada curva de la madera que enmarcaba sus lunas, los pulidos ornamentos del
pomo de bronce. La conocíamos al detalle, porque la habíamos hecho nosotros.
Desde los cimientos hasta el tejado, desde el interior de las paredes hasta las
doradas letras del exterior. El tiempo y la creatividad de los hombres la
habían hecho cambiar y ahora era un café bastante bonito —él lo calificaría de
imitación pretenciosa—, concurrido principalmente por hombres de aspecto triste
y trascendente y mujeres de mediana edad con la piel del rostro descolgada,
carmín en los labios y mirada nostálgica. Allí todas las conversaciones tenían
lugar a media voz y la música seguía siendo agradable. Algo muy valioso en
estos tiempos. Muy valioso.
Como decía,
yo le estaba esperando allí, donde nos habíamos citado, cuando empezó a nevar.
Copos finos y ligeros que se enredaban en el aire. Lo interpreté como un
anuncio de su presencia y se me aligeró el corazón, porque lo cierto es que no
confiaba en que viniera. Me encontraba allí, ciertamente. Esperarle constituía
en sí mismo un hecho placentero; eran momentos en los que me perdía en mis
recuerdos y jugueteaba con ellos, dejándome llevar en ocasiones por una
melancolía un poco autocompasiva. Pero no era tan ingenuo como para creer ni
por asomo que él tuviera algún motivo para aparecer. Su conducta siempre había
sido caótica y azarosa, y uno aprende. O cree aprender. En realidad es casi lo
mismo. Uno siempre actúa en consonancia con aquello que cree saber; es la única
manera de no sentirse indeciso, inseguro y tan desprotegido como un bebé.
Así que llegó
la nieve, y exactamente seis minutos y cuarenta segundos después, apareció,
contra todo pronóstico, él. Un milagro de Navidad: Elliot cumpliendo casi
puntualmente con una cita establecida. En realidad llegaba dieciocho minutos
tarde, pero eso era una minucia tratándose de su persona. Era algo digno de
alabanza. Y probablemente él también lo creía así, pues caminaba por la acera
con el aire de estar esperando un agradecimiento.
Elliot tiene
la dudosa cualidad de ser alguien totalmente imprevisible . Por el contrario,
yo soy una persona absolutamente predecible. En los escasos minutos que
transcurrieron hasta que él llegó frente a mí, compartimos una mirada cómplice
y una media sonrisa; la mía casi resignada, la suya burlona. Por supuesto, él sí
sabía que yo acudiría esa tarde, y el hecho
de encontrarme allí plantado, aguardando desde hacía más de veinte minutos,
exactamente tal y como él había esperado y planeado, le provocaba un regocijo
infantil. Para ser honestos, a mi también me alegraba verle, aunque en los últimos
tiempos todas las alegrías que tenían que ver con Elliot se me hacían un poco
amargas.
Hay quien
diría que la nuestra es una relación complicada. Negarlo sería ridículo, dadas
las circunstancias. Sin embargo, ese día no me lo parecía. La Navidad es una
época que dispara mi optimismo.
Al detenerse, Elliot
apoyó el bastón en el suelo y me saludó con una inclinación de cabeza. Llevaba
las manos enfundadas en guantes negros, el abrigo del mismo color bien
abrochado y debajo de la tela oscura, la brillante corbata color naranja
parecía atraer la atención como un foco de luz. Se había engominado el cabello
como era habitual y tenía uno de esos cigarritos con aroma perfumado entre los
labios. Le devolví el saludo con más sobriedad y él miró alrededor con la
actitud de quien ha tenido una gran deferencia hacia el mundo al nacer en él.
—¿Llego
tarde?
Sus primeras
palabras hicieron que mi sonrisa se curvara aun más y meneé la cabeza. No tenía
arreglo. Y me parecía encantador, como siempre. Igual que cuando era apenas un
muchacho, provocador y descarado.
—Apenas unos
minutos. No mucho más de lo que observan las normas de la cortesía.
Él alzó las
cejas e hizo girar el bastón, colocándoselo bajo el brazo.
—Dios santo,
ya había olvidado tu forma de hablar.
Pasó a mi
lado y empujó la puerta del Café Francés. El repiqueteo de unas campanillas nos
dio la bienvenida.
—No se debe
nombrar a Dios en vano —repliqué, de manera casi mecánica mientras le seguía al
interior del local—. ¿Y qué le ocurre a mi modo de hablar?
—Eres muy
pedante.
Me miró por
encima del hombro y luego dedicó su atención a escoger mesa.
—No creo que
lo sea. No he dicho ninguna palabra de cuatro sílabas.
—Claro, eso
te exime —chasqueó la lengua—. El mundo avanza, el tiempo pasa. Estamos en la
era moderna, querido. ¿Por qué te empeñas en hablar como si te hubieras caído
de un libro de Oscar Wilde?
El camarero y
la escasa clientela nos miraban con extrañeza, cosa que a Elliot no parecía
importarle. A mi sí. La gente como nosotros no debe llamar la atención bajo
ningún concepto, de modo que, cuando él hubo decidido en qué lugar deseaba
sentarse, di un suave toque con mi bastón en la pata de una silla y removí la
realidad lo suficiente como para apartar sus miradas inquisitivas de nosotros.
Sí, dicho así parece difícil. Pero no es para tanto. Es como sacudir un poco
una caja de galletas para recolocarlas.
—Exageras.
—Sabes que
no. ¿Y por qué has hecho eso? Aguafiestas. —Elliot adora llamar la atención,
por si aún queda alguna duda sobre ello. Se quitó el abrigo y lo dejó en el
respaldo del asiento, apoyando el bastón en el rincón entre la cristalera y la
mesa que había elegido. Luego se ajustó la chaqueta por las solapas antes de
sentarse con un ademán elegante y sobrio. —¿Café?
—Por favor
—concedí, tomando asiento frente a él.
Cuando dejé
el sombrero en la mesa, me miró los cabellos para después dirigir la vista
hacia la prenda y reír con suavidad, alzando los dedos para llamar al camarero.
Probablemente le parecía un anacronismo. Seguramente, todo yo se lo parecía. No
sé si era consciente de que él no tenía un aspecto muy actual tampoco, con
aquellos trajes sastre de corte años treinta y los modales de un galán del cine
negro.
—Un té rojo
para mí, por favor. —Aquello también era típico de él. En las cafeterías siempre
pide té. En las teterías, café. —Y para mi compañero, un café irlandés.
Me miró con
guasa al decir esto, pero no le hice el menor caso.
—La misma
broma de siempre. Estás perdiendo originalidad, Elliot.
Se le tensó
la sonrisa y fingió indiferencia, desviando el rostro hacia el ventanal al
tiempo que dejaba la pitillera sobre la mesa y se acercaba el cenicero.
Seguramente se había molestado. Y lo disfruté, sin duda.
—No estoy
perdiendo nada, paleto irlandés. Algunas tradiciones hay que mantenerlas.
—¿Es esta una
de ellas?
—Supongo que
no te refieres al chiste —dedujo.
—No. Me
refiero a la cita.
Tal vez
expresé mi pregunta en un tono más grave de lo que la situación requería, pues
tardó unos segundos en responder y cuando lo hizo la ligereza de su voz se
había vuelto sutilmente forzada.
—Podría
empezar a serlo.
—¿Una cita o
una tradición?
—Ambas cosas.
Alguien que
le conociera menos quizá no lo notaría, la ligera inflexión en las últimas
sílabas, las palabras que sonaban romas, pulidas, algo frías. Cualquier otra
persona no habría captado esos matices tan delicados ni su significado, pero no
era mi caso. No, desde luego que no. Seguramente yo era la persona que mejor le
conocía entonces, o eso quería creer.
—Tomar un
café todos los años el día de Navidad. Sí, parece algo apropiado para
instaurarse de manera permanente.
El camarero
llegó entonces con la bandeja y dejó las tazas humeantes sobre la mesa. Ambos
dimos las gracias a nuestra manera y siguió un silencio en el que Elliot se
dedicó a mirarme fijamente mientras se servía azúcar y agitaba la cuchara en el
interior de su té. Nunca ha sido alguien dado al disimulo, al menos no de forma
visible. En cuanto a mí, una vez más mi
carácter se inclina hacia lo opuesto. Aunque él había propuesto aquel
encuentro, yo también quería verle. Habían pasado varios meses y le había
echado de menos más de lo que estaba dispuesto a admitir por entonces, de modo
que le atisbaba en el reflejo de mi propia cucharilla, en el pálido espectro
que proyectaba en el cristal de la ventana y, sólo cuando la ocasión lo hacía
oportuno, le miraba directamente. Aunque nunca durante demasiado tiempo ni de
forma seguida. No sólo por una cuestión puramente formal —es de muy poca
educación mirar fijamente a la gente sin un motivo, o al menos eso me enseñaron
a mí cuando era niño— sino también para no alimentar su ego en demasía.
—¿Y bien?
—dije al fin, tras un primer sorbo al café irlandés. No era mi favorito, pero
no estaba mal. Descubrí que el whisky era escocés, lo cual constituía una curiosa
ironía—. ¿Qué tal te ha estado yendo?
Se encogió de
hombros, como si le hubiera preguntado algo de escaso interés. Reprimí otra
sonrisa ante su fingida indiferencia. Elliot adora hablar de él, por supuesto.
—He estado
haciendo vida social—respondió, dando un trago a la taza—. He conocido a
mujeres maravillosas y a hombres terribles. Todas guapísimos y ellos también,
claro. Me he acostado con ellos, he comido con sus maridos y con sus esposas y
me he bebido sus botellas de licor. Me he dejado invitar a restaurantes caros y
luego he invitado yo. He ganado dinero, he gastado el doble, me he metido en
líos y he salido de ellos con mucha clase. —Se encogió de hombros otra vez,
agitando la mano en la que sostenía el cigarrillo y sacudiendo la ceniza en el
cenicero—. Lo de siempre.
—No pareces
muy excitado al respecto.
—Mi vida es
tan excitante que empieza a aburrirme.
—Eso no tiene
el menor sentido —repliqué, con la voz tranquila y apacible de quien está
seguro de lo que dice. Como he referido antes, yo creía conocer a Elliot mejor
que nadie. Sabía cuánto le gustaba hablar de sí mismo y escucharse a sí mismo,
y sabía que rara vez había algo debajo de la palabrería ingeniosa. Él hizo una
mueca de desagrado.
—Oh, vamos.
Hoy estás especialmente aguafiestas. ¿Qué ocurre? ¿La Navidad es especialmente
amargante para los católicos? Creía que os gustaba.
—¿Por qué nos
hemos citado en realidad, Elliot? —pregunté.
Él volvió a
hacer un gesto de incomodidad. Nunca le ha gustado mi modo de abordar los
asuntos que me interesan de forma directa y sin rodeos, es algo que le molesta
profundamente. Se echó un poco hacia delante.
—Ya veo. No
me crees.
—¿Qué? —Dejé
la taza en el platillo y me limpié los labios—. ¿Que si no me creo que tu vida
es tan maravillosamente estimulante que te has cansado de ella y has decidido
volver a ver al viejo Liam? No, la verdad.
Soltó una
risa seca. Esa carcajada cortante y la mirada fría me hizo dudar un momento.
Elliot también sabe hacerse el ofendido como nadie, hasta el punto de que a
veces no sé si es teatro o no. Los límites nunca están claros con él.
—Supongo que
no puedo culparte. Siempre he mentido mejor que tú.
—No lo negaré
—admití.
—Me halagas.
No era un
halago en absoluto. En realidad, ambos sabemos mentir de un modo muy
profesional, aunque nuestros estilos en eso, como en todo, difieren por
completo. Suspiré y volví a menear el café con la cucharilla, echando un
vistazo al exterior. La nevada se había vuelto más intensa fuera. Como Elliot
no parecía muy dispuesto a continuar con la conversación, al menos no en esa
dirección, me vi obligado a insistir.
—Aún espero
que me respondas.
—Te has
respondido tú solo —replicó, con tono hastiado—. Al parecer tienes muy claro
que no existe la posibilidad de que me haya cansado de mi estimulante vida de
divorciado sin compromiso.
La mención al
divorcio me tensó un poco. Se me agriaron las palabras en los labios y mi
actitud, tranquila hasta el momento se volvió un tanto defensiva.
—Yo no he
dicho eso —repuse—. He dicho que no me creo que hayas decidido volver a verme
porque estés harto de vivir fascinantes aventuras.
—Pues así es.
Me he aburrido de dar vueltas por la ciudad asaltando camas ajenas.
No me creía
una palabra, así que empecé a acosarle. Me estaba empezando a ofender su
persistencia a la hora de ocultar sus sentimientos.
—¿Estás
hastiado de la superficialidad? ¿Me echabas de menos? ¿O es que simplemente te
sientes solo? —le provoqué—. Vamos, dime algo que valga la pena ser escuchado
por una vez en la vida.
En aquel
momento me repetía a mí mismo que Elliot no había dejado de ser nunca el mismo
jovencito caprichoso que fuera en el pasado y que yo me merecía al menos tres
frases sinceras, honestas y completas después de todo lo que habíamos pasado
juntos. Elliot se echó hacia atrás en la silla y me observó con expresión de
gato arisco por un momento. Luego volvió a su ligereza habitual.
—Por el amor
de Dios, Liam. En serio, no entiendo por qué te empeñas en convertirlo todo en
algo tan serio y melodramático.
Bebió un
trago de té. Yo entrecerré los ojos, sintiendo que me quemaban un poco. A
veces, Elliot me sacaba de quicio.
—Podría darte
algunos buenos motivos —espeté, apartando el platillo con la taza hacia un
lado. Ya no me apetecía más café—. Honestamente, me intriga tu comportamiento
durante los últimos meses.
—¿Ah sí?
—alzó las cejas desinteresadamente— ¿Qué es lo que te intriga especialmente?
—Déjame ver.
Te casaste con mi prometida, la hiciste infeliz y después de divorciarte
desapareciste de nuestras vidas para ir de hotel en hotel como un dandy
trasnochado.
Compuso una
mueca ofendida.
—¿Dandy
trasnochado? Disculpa…
—No, no voy a
disculparte —le atajé, apuntándole con la cucharilla—. Lo cierto es que no
estaría de más que, tras tantos eventos catastróficos para las personas que te
rodean y te aprecian, prescindieras de tu frivolidad por un maldito día. ¿Qué
quieres de mi? ¿Para qué me has citado?
—Estaba
aburrido.
—Respuesta
incorrecta.
Aparté la
silla y me levanté, dispuesto a marcharme. No estaba de humor para navegar
entre sus ambigüedades durante más tiempo. Ahora era yo quien se había cansado.
Las heridas del pasado me habían vuelto menos paciente y aunque una parte de mí
deseaba quedarse allí con él, darle el gusto y seguirle el juego, ver cómo
desplegaba todo su encanto y su retórica para llevarme exactamente donde él
quería… a pesar de eso, una voz en mi conciencia (que quizá se había vuelto un
poco orgullosa) seguía diciéndome que me merecía algo más de esfuerzo por su
parte.
Al verme en
pie, algo cambió en el rostro de Elliot. Se incorporó a su vez casi con
precipitación y alargó la mano para agarrarme de la muñeca.
—Por todos
los… siéntate, Liam —dijo él, bajando la voz como si estuviera poniéndole en un
compromiso delante de todo el mundo. En realidad, apenas había seis clientes en
el local y ahora nadie nos prestaba atención—. No puedes estar haciendo esto en
serio. No te pega nada el aire de caballero ofendido. De santurrón estás más
guapo. —Le miré un momento a los ojos. Había algo en ellos, bajo el hastío. Un
brillo de incertidumbre que tal vez no era más que producto de mi imaginación o
de mi anhelo. No obstante, aparté el brazo, me coloqué el puño de la camisa y
me senté.
—Gracias
—prosiguió él, sentándose a su vez—. Bueno, ¿qué quieres que te diga? No te he
mentido. Es cierto que me he aburrido. —Hizo una pausa, desvió la mirada, como
buscando las palabras. —Quería volver a verte. Tú eres bastante aburrido a
veces, pero tu forma de aburrirme no me da náuseas. Es incluso entrañable.
Suspiré y
meneé la cabeza, mirándole con resignación.
—Elliot, no
sé si vas bien por ahí.
—Vamos,
vamos, querido. No me lo pongas tan difícil —demandó—. Es Navidad. Se supone
que la gente en Navidad se reúne con sus más allegados. Y no tengo a nadie más
allegado que tú.
Aquel
argumento me sonó a embuste tanto o más que lo demás.
—Tú odias
estas fiestas. Siempre lo has dicho.
—¿Yo?
¿Cuándo?
—Todos los
años —reprimí la sonrisa al ver cómo se hacía el sorprendido. Como ya he dicho,
una parte de mí disfrutaba con el espectáculo. Elliot siempre ha tenido una forma
de ser fascinante. —Cada vez que se acercaba esta época, refunfuñabas.
—Yo no
refunfuñaba.
—Oh, sí lo
hacías.
Se lo pensó
un poco.
—Ah, es
cierto —concedió—. Bueno, debes admitir que tú te ofendías bastante y era
divertido.
—Me ofendían
tus blasfemias, no el hecho de que refunfuñaras.
—Lo que sea.
De todos modos, ¿no crees que una Navidad sin mis blasfemias se te hará muy
pesada?
—No es la
primera que paso sin ellas.
No me molesté
en ocultar el reproche implícito en mis palabras.
—Entonces
sabes por experiencia que se te hará muy pesada.
Sonrió, con
aquella sonrisa de vendedor que le había abierto tantas puertas. Ahí estaba, su
forma de dar la vuelta a las situaciones. Era casi circense, el modo en que
hacía cabriolas con las conversaciones para intentar que pensaras lo que él
quería que pensaras, llevarte a su terreno y conseguir lo que quería sin tener
que pedirlo. Me reí entre dientes, con suavidad, y toda mi beligerancia
desapareció. En el fondo siempre ha sido el mismo muchacho. Sigue estando ahí, joven,
astuto y sagaz, pero muy solo.
—Dilo con
claridad —le exhorté, con tono suave.
—¿El qué?
—Lo que me
estás pidiendo.
Borró la
sonrisa al instante y luego se quedó callado unos segundos, mirando hacia el
ventanal con fastidio. Seguía nevando.
—No voy a hacerlo.
Me incliné
hacia delante en la mesa, apoyando los codos.
—Elliot, a
veces necesito que seas claro conmigo. Ahora mismo no sé si quieres que pasemos
las fiestas juntos porque te sientes solo y simplemente quieres estar con
alguien conocido, en un puerto seguro… o porque quieres volver.
—¿Volver
adónde?
Me miró en el
reflejo del cristal. Se habían encendido las farolas en la calle para facilitar
la visibilidad.
—A lo de
antes. Recuperar lo nuestro.
Ya no había
sonrisas. La mirada de Elliot se había vuelto opaca, distante, pero su pose y
sus ademanes seguían siendo los mismos. Sujetaba el cigarrillo entre dos dedos
y tenía una pierna cruzada, el otro brazo sobre el respaldo de la silla
componiendo una imagen desenfadada y llena de estilo al mismo tiempo.
—¿Qué
nuestro? ¿Qué era lo nuestro exactamente, Liam?
Nunca me he
encontrado con nada mas difícil de definir que lo que nosotros compartíamos,
salvo tal vez, el Espíritu Santo. Negué con la cabeza.
—Lo que
fuera.
—Nunca pensé
que tuviéramos algo.
Esbocé media
sonrisa.
—Te creía más
perspicaz. Por lo general, las personas no se acuestan juntas sin que haya algo de por medio.
—Yo lo hago
—replicó, mirándome directamente, como si quisiera ofenderme con ello. Pero yo
creía conocerle bien y sólo negué con la cabeza.
—No conmigo.
—No sé que
estás tratando de insinuar.
—Entonces
olvídalo —hice un gesto con la mano—. ¿Quieres que pasemos la Navidad juntos?
Muy bien. Pero será con condiciones.
Elliot se
irritó visiblemente.
—¿Me estás
poniendo condiciones? Un momento, un momento. ¿Qué me he perdido?
—Me lo debes
—dije sin más.
—¿Es por lo
de Mara?
Asentí. La
mención a mi antigua novia y su actual ex mujer tenía la facultad de amargarme
hasta la saliva. Había sido un episodio muy difícil y aún no lo habíamos superado,
ninguno de los tres.
—También por
mí.
Por un
momento pensé que iba a replicar algo, pero luego dejó caer el peso en el
respaldo de la silla y abrió las manos, mostrándome las palmas en un gesto de
rendición.
—De acuerdo.
¿Cuáles son tus estúpidas condiciones? Escúpelas y me lo pensaré.
Sonreí. Sabía
que ya había ganado la partida.
—Será en tu
casa —enumeré—. Harás la cena tú mismo. Y eso es todo.
Elliot
pareció decepcionarse.
—¿Eso es
todo? ¿Quieres que cocine para ti?
—Básicamente,
sí.
—¿Y por qué
maldito motivo quieres eso? No hay quien te entienda.
—Porque es
una manera de demostrar que esto es importante para ti —expliqué,
pacientemente—. En eso consiste la Navidad, entre otras cosas. En hacer ver a
tus allegados que son importantes para ti. En agasajarles.
—Pues no es
justo. Tú no vas a agasajarme a mí.
—No he dicho
que no lo vaya a hacer.
Levantó una
ceja y fingió pensárselo mientras fumaba. Luego se acercó mi taza abandonada
con el dedo meñique, arrastrándola sobre la mesa, y se bebió el contenido restante
de un trago.
—Me parece
una tontería, pero de acuerdo —aceptó, limpiándose los labios—. Si eso es lo
que quieres, lo tendrás, irlandés testarudo.
—Bien. ¿A qué
hora?
—¿Qué?
—La cena. ¿A
qué hora?
—No sé. ¿A
las diez?
Negué con la
cabeza.
—Es muy tarde.
A las ocho.
—Pues a las
ocho. —Me levanté y me puse el abrigo, esta vez con ademanes satisfechos.
Elliot me miró con extrañeza una vez más—. ¿Dónde vas? ¿Ya te marchas?
—Sí. Y tú
deberías imitarme. Tienes cuatro horas para preparar una cena de Navidad, y te
advierto que no es cosa sencilla.
Sonreí
divertido y Elliot respondió con una mueca desdeñosa.
—Eres un
tirano. Como ese diablo de Santa Claus. Los dos os disfrazáis de tipos amables,
pero seguro que tenéis el congelador de casa lleno de cabezas cortadas.
Me reí entre
dientes, cerrándome la bufanda y agarrando el bastón.
—Sí, y una
carpeta con los recortes de periódico de todos nuestros crímenes. Hasta luego,
Elliot.
—Hasta luego,
hasta luego.
Le escuchaba
refunfuñar mientras caminaba hacia la salida, resistiendo la tentación de pagar
yo las dos consumiciones. Al fin y al cabo, era él quien me había invitado
aquella tarde. Pero a pesar de todo, me sentí de verdad un poco tirano cuando
salí a la calle nevada. Mientras me dirigía a mi casa esperaba tener la
oportunidad de devolverle la invitación más pronto que tarde.
A las ocho en
punto, llamé a su puerta. Elliot vivía en el Barrio Viejo, en una casa de
piedra del siglo XVI ubicada en un callejón retorcido en el que las paredes se
unían entre sí mediante arcadas de piedra que servían de vigas de sujeción.
Seguía nevando y las luces de los faroles tras la neblina conformaban una
penumbra amarillenta que no llegaba a iluminar del todo. Cuando él abrió la
puerta, una vaharada de aire cálido y de perfume a carne asada me dio la
bienvenida.
—Maldita sea,
ni treinta segundos. ¿Cómo lo haces? —dijo, consultando su reloj de bolsillo
mientras me franqueaba la entrada—. ¿Seguro que no eres una bruja?
—La
puntualidad es una cuestión de práctica. Siempre te lo he dicho.
—Y nunca te
escucho cuando lo haces. Ahora tampoco. Ponte cómodo.
Dejé el
abrigo, el sombrero y el bastón en el perchero de seis brazos que tenía en el
recibidor, consciente de su mirada sobre mí. Me había puesto un traje que hacía
años que no usaba. Y con años me refiero a más de treinta. Una de las
peculiaridades de la gente como nosotros es que, una vez entramos al servicio
de la Organización, el proceso de transformación al que nos someten
(optimización, como ellos lo llaman) incluye una excelente resistencia al paso
del tiempo sin crecimiento ni deterioro de nuestros cuerpos. Puede parecer algo
muy deseable, pero el precio a pagar no es fácil de asumir. Una de las ventajas
es que si cuidas la ropa, te sirve durante muchos, muchos años. Aquella prenda
la había utilizado en escasas ocasiones y consistía en un traje de tweed de tres piezas en color gris oscuro. Debajo llevaba
una camisa blanca y me había puesto una corbata de color turquesa oscuro.
—Hace juego
con tus ojos —dijo Elliot, que la estaba evaluando en ese momento—. Últimamente
habías perdido esa sana costumbre.
—¿Usar
corbatas a juego con mis ojos?
—Sí.
Me sorprendí
un poco.
—No sabía que lo hiciera
con tanta frecuencia.
—¿De quién
crees que lo aprendí yo? —Me miró con una media sonrisa ambigua y me quitó una
mota de polvo invisible de la chaqueta con los dedos. —Estás muy elegante.
—Gracias. Tu
también.
—Como
siempre.
Él había
escogido un traje de seda negro con corbata italiana en color granate y camisa
y chaleco también negros. Le sentaba como un guante, lo cual no era extraño.
—¿Qué tal se
te ha dado la tarde? ¿Has superado el desafío?
Elliot esbozó
una sonrisa pícara y me hizo un gesto con la mano, invitándome a pasar al
salón. Se accedía a través de un arco con cortinas que se ubicaba a la
izquierda.
—Míralo tú
mismo.
Aparté las
cortinas y entré. Cuando vi lo que Elliot había hecho, mi primera reacción fue
soltar una risotada de puro asombro. Meneé la cabeza, paseando la mirada por la
amplia estancia mientras una sensación cálida y difícil de definir me iba
embargando poco a poco.
El salón
comedor de la casa de Elliot era muy grande, pero ahora casi parecía pequeño.
El fuego ardía en la chimenea, en cuyo frontal colgaban siete calcetines
coloridos llenos de bastones de caramelo. Uno de ellos se había quemado y su
cadáver calcinado yacía en el suelo sobre un charco de azúcar derretida. Al
lado, un enorme árbol de Navidad aparecía decorado tan profusamente que pensé
que iba a venirse abajo en cualquier momento. Bolas de cristal coloreado y
cintas en tono dorado y rojo, y la enorme estrella en la punta competían por
retener mi atención. Caramelos y dulces se amontonaban en bandejas en cada
mesita y aparador. Coronas de acebo adornadas con piñas y nueces colgaban de
las paredes. Había puesto una vela en cada ventana y un enorme Niño Jesús de
porcelana me miraba desde su lecho de algodón en uno de los muebles. No faltaba
absolutamente nada.
—Estás loco
—fue lo único que se me ocurrió decir.
—Si me dieran
un dólar cada vez que escucho eso sería rico. Más rico.
Me acerqué a
la mesa, donde un candelabro con velas rojas iluminaba la vajilla de porcelana
y los cubiertos de plata. En el centro, una serie de fuentes cubiertas
ocultaban la cena, pero capté el aroma del pavo y de algo que ya sospechaba. Empecé
a levantar las tapaderas y encontré patatas preparadas de todas las maneras
posibles: patatas fritas, asadas, rellenas, puré de patatas, patatas hervidas,
patatas cocidas, patatas con mantequilla, patatas a la parrilla, braseadas y
tortitas de patata. Me eché a reír de nuevo.
—Esto no lo
has cocinado tú.
—No, pero lo
he pagado. Esperaba que no te dieras cuenta.
—Fingiremos
que no lo he hecho. Eso se nos da bien. —Me apartó la silla con un ademán
teatral, cosa que me hizo sentir algo incómodo de repente. Lo cierto era que no
había esperado tanto. —No es necesario que hagas eso.
—¿No querías
ser agasajado?
—En realidad…
—me interrumpí para no decir lo que se me estaba pasando por la cabeza. Elliot
no soportaba las cursilerías—. En realidad creo que ya me siento
suficientemente agasajado.
Se encogió de
hombros y se apartó de la silla, sirviendo el vino y sentándose en su lugar con
aire desenfadado.
La cena
transcurrió mucho mejor de lo que podía haber imaginado. Él no había cocinado,
así que todo estaba delicioso. Bebimos vino, champagne y cerveza negra, comimos pavo asado y patatas, puré
de rábanos, queso francés y canapés de salmón y caviar. La conversación fue tan
deliciosa como los alimentos, y curiosamente Elliot no se mostró excesivo. Él
acostumbraba a acaparar la conversación, pero me di cuenta de que se comedía,
hasta el punto que empezó a preocuparme el estar hablando demasiado yo
solo. Sin embargo, él me escuchaba con un
brillo cálido en la mirada y la media sonrisa perpetua, haciendo preguntas de
vez en cuando y adornando mis palabras con comentarios agudos que, para qué
negarlo, enriquecían la conversación maravillosamente. Al terminar el segundo
plato empezamos a recordar viejas anécdotas y las risas se volvieron cada vez
más frecuentes. La música sonaba en el antiguo tocadiscos de Elliot,
desgranando viejos temas de jazz y swing.
Al final, a
una hora escasa de la medianoche, la charla comenzó a decaer hasta que
desapareció y nos quedamos en silencio, fumando cigarros con aroma a arándanos
mientras Ella Fitzgerald cantaba «Cry me a river», algo que pareció hacernos
cierta gracia a los dos. Esbozamos sendas sonrisas mientras escuchábamos,
pensativos.
El fuego
chisporroteaba, las velas se habían consumido hasta la mitad y la voz del ángel
negro nos envolvía poco a poco. Finalmente, Elliot alzó la mirada a mis ojos.
—¿Y ahora?
Encogí
ligeramente un hombro.
—No hay nada
establecido.
—¿No
deberíamos intercambiar regalos o cantar el Auld Lang Syne?
Volví a reír.
Me sentía satisfecho, relajado y algo somnoliento a causa del alcohol y la
copiosa cena. Negué con la cabeza.
—El Auld
Lang Syne se canta el día de fin de año.
Respecto a lo otro, ¿acaso tienes algún regalo para mi?
—Tal vez
—replicó, haciéndose el misterioso.
—Pues espero
que no, porque no te he traído nada.
—Qué más da.
Esta noche se trataba de ti.
Volví a
sentirme incómodo, como si hubiera recibido un halago inesperado, si bien la
actitud de Elliot no me era del todo desconocida. Al principio de nuestra vida
juntos, de nuestra relación si puede llamarse así, Elliot también tenía estos
momentos de… bueno, momentos en los que no era absolutamente egocéntrico.
Entonces le raptaba una especie de generosidad desbordante como en aquella
noche de Navidad, en la que había engalanado hasta las lámparas con espumillón
y bolas de cristal. Al alzar la mirada al techo me percaté de ese detalle, y
descubrí el muérdago. Parpadeé, sorprendido. ¿Cómo era posible que no me
hubiera fijado antes? Había decenas de ramitas de muérdago colgando del techo,
sobre las puertas, diseminadas por toda la habitación. Volví a reír entre
dientes.
—¿Qué diablos
has hecho con el muérdago?
En el
tocadiscos había empezado a sonar «Cheek to cheek», y Elliot se levantó y se
acercó a mí con sutiles pasos de baile.
—Asegurarme
de que no te vas esta noche sin besarme —respondió tranquilamente—. No hay nada
establecido, ¿no? Entonces bailemos.
El rubor que
se me subió a las mejillas era casi tan intenso como mi sorpresa.
—¿Que
bailemos?
—Eso he
dicho.
Me agarró de
la mano y tiró de ella. Me levanté enseguida, desde luego, pues por muy azorado
que me sintiera, nunca lo estaría tanto como para ser descortés. Me encontraba
muy confuso. Una cosa es acostarte con un hombre y otra muy diferente, bailar
con él. De manera que cuando nos detuvimos en el centro del salón me limité a
mirarle inquisitivamente como si quisiera asegurarme de que él sabía lo que
hacía.
—Yo seré la
chica —dijo, batiendo teatralmente las pestañas. —Para no variar.
—Elliot —le
reprendí, escandalizado—. No digas esas cosas. Tú no eres ninguna chica, ni
mucho menos. En ninguna circunstancia.
Él se reía.
—Eres tan
mojigato…
—Y tú un
lascivo.
—Y tú un
pedante meapilas comepatatas y abrazacrucifijos.
Me puso una
mano en el hombro y esperó a que le tomara de la otra. Lo hice inmediatamente,
y antes de darme cuenta, lo estábamos haciendo, por imposible y extraño que
hubiera resultado en mi mente. Estábamos bailando, dos hombres hechos y
derechos como nosotros… y no es que se nos diera mal.
—Había
pensado que sería más raro —admití.
—Siempre
hemos sido los mejores bailarines de la Organización —respondió él. Cuando
estábamos tan cerca se notaban más nuestras diferencias. Yo era diez
centímetros más alto que él y bastante más corpulento. Elliot estaba bien
formado y tenía una anatomía atlética, pero más elegante que la mía—. Es un
crimen que no hayamos bailado juntos nunca hasta ahora.
—No creo que
sea apropiado.
—Y yo creo
que hemos hecho cosas mucho más inapropiadas.
Esbozó una
sonrisa pícara.
—Elliot. No
digas esas cosas.
—Liam, deja
de escandalizarte y compórtate como un buen caballero sureño medio irlandés o
lo que demonios seas—replicó él, imitando mi tono de voz—. Estamos debajo del
muérdago. Llevamos estándolo horas. ¿Cuándo piensas actuar en consecuencia?
Le estreché
un poco más y desvié la mirada. Seguro que él estaba notando el violento
palpitar de mi corazón, pero aquello no era algo que yo pudiera disimular de
ninguna de las maneras. Para Elliot, la situación era emocionante, divertida y
estimulante, o eso creía yo. Para mí también había inquietud y angustia. Ya he
dicho antes que nuestra relación era muy complicada. Yo era su mentor y su
amigo, fui su llave para entrar a la Organización y también éramos algo así
como amantes. O lo habíamos sido. No estaba muy seguro. Pero habían pasado
demasiadas cosas. Lo de Mara había sido una traición en toda regla. Algo que yo
aún no conseguía entender.
—¿Por qué te
casaste con ella?
Detuve mis
pies, mirándole a los ojos, consciente de que estaba estropeando el momento. Él
me soltó. De pronto el salón se volvió muy frío.
—Si no lo
hubiera hecho yo, lo habrías hecho tú —repuso, distante—. ¿Qué más da?
—Está
destrozada, Elliot.
Él me señaló
con el dedo, serio y algo pálido.
—Lo hice lo
mejor que supe. No creas ni por asomo que no fue así. Pero las cosas no
funcionaron, maldita sea. Es algo que sucede a diario, ¿vas a culparme
eternamente? —Desvié la mirada y los dos quedamos en silencio un largo
instante—. Es por eso, ¿verdad? Es por lealtad hacia ella. Jamás vas a
perdonarme.
—Elliot…
—No. Ella
nunca nos separó, pero va a hacerlo ahora. Ahora que no está con ninguno de los
dos, ahora nada es posible. ¿Es eso?
Me alarmó la
aspereza y el veneno de su voz. Volví a mirarle y negué con la cabeza, llevado
por una repentina necesidad de consolarle. No es que pareciera frágil
precisamente, y lo más seguro era que todo aquello fuera sólo teatro, pero aun
así… hay cosas que no puedo evitar.
—Te
equivocas. Nadie nos separa salvo nosotros mismos, como siempre. Hace tiempo
que te perdoné. Si no te hubiera perdonado, no habría acudido al Café Francés,
no estaría aquí esta noche. —Bajé la voz, arrancándole el estúpido cigarrillo
de entre los dedos, tirándolo en su parquet carísimo y aplastándolo con la
suela. —Y en cuanto a lo demás, ¿es que has olvidado lo más importante?
Miró la
mancha negra y la colilla en su suelo con los dientes apretados y luego a mí,
haciendo una mueca desdeñosa.
—¿Qué es lo
más importante, según tú?
Volví a
agarrarle entre los brazos, testarudamente, dispuesto a brindarle uno de esos
momentos cinematográficos que tanto adoraba.
—Que todo es posible.
Luego le besé. No tuve
que forzarme en absoluto a ello, porque la verdad es que lo estaba deseando.
Sus labios se abrieron para mí y el frío desapareció cuando sentí la presión de
su boca contra la mía en respuesta, reclamándome con un anhelo intenso y muy
real, que hablaba con más locuacidad que sus falsas palabras. Le estreché
contra mi cuerpo y me dejé llevar, acariciando su lengua con la mía y
volcándome en los besos con un apasionamiento que me hubiera avergonzado si
hubiera sido consciente.
Elliot hundió
los dedos en mis cabellos y los estrechó, tirando de mí hacia él. Su aliento
ardía sobre mi boca y su lengua quemaba alrededor de la mía. Nos besamos hasta
que no pudimos respirar y tuve que apartarme para tomar aire, enmarcando su
rostro entre los dedos, mareado y con el aliento acelerado.
—No te vayas
—me dijo, en un susurro tan íntimo y arrebatado que no podía ser mentira. Sus
palabras vibraron en mi interior—. No te vayas. Trae tus cosas y quédate aquí, conmigo.
Tragué saliva
y le abracé. Entonces fue cuando tuve miedo. Alguien que conocí una vez solía
decir que cada persona viene al mundo con una cantidad límite de esperanza. Por
cada decepción, perdemos algo de esa esperanza. Y cuando ya no queda nada, entonces
nos convertimos en unos cínicos. Elliot es un cínico. Se le da bien eso. Pero
yo no, yo necesito tener fe. Pero en lo que respectaba a Elliot, mis esperanzas
eran ya muy escasas. Habían sido demasiadas decepciones.
—Dilo con
claridad —murmuré por segunda vez aquel día—. Di con claridad lo que me estás
pidiendo.
—No sé como
podría ser más claro, maldita sea, Liam —refunfuñó él, sin separarse.
Entonces
pensé que tal vez aquello fuera un milagro de navidad. A lo mejor Elliot podía
cambiar, podía dejar a un lado la frivolidad y ser honesto con sus sentimientos
para que yo pudiera serlo con los míos.
—Si esto
resulta ser otro de tus juegos…
—Nunca he
jugado contigo —replicó, con un tono más hastiado que herido—. Y lo sabes.
Tenía razón.
Quizá lo
fuera, al fin y al cabo. Uno de esos milagros de Navidad de los que hablaban
las dudosas películas actuales, en los que las chicas encontraban a hombres
perfectos o los niños recibían la visita de su padre desaparecido. En nuestro
caso, quizá ese milagro navideño hiciera posible que, al fin, pudiéramos estar
juntos sin ocultarnos nada, sin mentirnos ni hacernos daño.
—¿No te
aburrirás? —susurré, rozándole la nuca con los dedos—. Soy un pedante meapilas pasado de moda.
—Tienes una
forma encantadora de aburrirme. —Percibí su sonrisa pícara en el tono de su
voz. —Y yo también estoy pasado de moda. Es una de las mejores cosas que he
aprendido de ti.
Tuve que
sonreír ante semejante comentario.
—Bien.
Intentémoslo, entonces.
Creo que iba
a decir algo más, pero entonces sus labios sellaron los míos y sus manos
empezaron a tirar de mi chaqueta frenéticamente. Dejé de pensar y me entregué a
aquella otra cosa que se nos daba bien hacer juntos.
Afuera,
seguía nevando. En las casas normales, la gente estaría cantando, o bebiendo
los últimos licores, abriendo los regalos y atizando el fuego. Las glamourosas
fiestas de los hoteles se encontrarían atestadas de mujeres con vestidos
largos, brillantes, de bajos con vuelo que se abrirían como flores a cada
vuelta de sus diminutos pies; de hombres con esmoquin que dejarían caer la ceniza de sus puros
disimuladamente en las macetas. Si yo tuviera que elegir, me quedaría con lo
primero, siempre. En mi opinión, todo el mundo necesita un hogar en Navidad.
En aquella
ocasión, igual que en muchas otras antes de ésa, nosotros dos lo tuvimos.
Elliot se
pasó los días siguientes burlándose de mi religión, molestándome
constantemente, cambiando de opinión al respecto de la comida, la cena, el café
de la tarde y los planes de la semana. No dejó de refunfuñar acerca de la
decoración —que según él deberíamos haber quemado el día veintiséis de
Diciembre, porque ya que yo estaba allí y me iba a quedar, no tenía sentido
alguno seguir “agasajándome”—, se negó en redondo a tomar ponche de huevo y
fingió quedarse dormido para no cantar el Auld Lang Syne. Se comportó, en suma, como un verdadero cretino.
Y fueron unas
Navidades maravillosas.
ohhh que genial! quiero a Liam y Eliot ya... Gracias.
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