Gabriel
—Sí que parece una ciudad en guerra.
La voz de David resultaba reconfortante cada vez que el
muchacho hablaba. En medio de toda aquella decadencia, del paisaje deprimente y
el constante zumbido de los motores y el gemido de las aspas de metal de los
ventiladores —girando, siempre girando, incansables— su timbre de contratenor
era como una caricia cálida y dulce. Habían dejado atrás el centro comercial
hacía un buen rato y caminaban en dirección al barrio oeste. A Gabriel no le
había parecido muy prudente tomar el metro ni entretenerse yendo a buscar la
moto, y mucho menos ahora, con David tentando a todas las criaturas de la
ciudad con su presencia. Yendo a pie podría controlar mejor si les seguían, en
qué dirección vendrían o qué les acechaba.
En cierto modo, Gabriel entendía a las pesadillas. Él no lo
era, pero su propia mirada quedaba capturada por el modo en que los cabellos de
David se agitaban cuando soplaba algo de brisa, por la manera en que entornaba
los párpados y dirigía su mirada curiosa y profunda hacia los rincones, por el
sutil cabeceo con el que volvía el rostro hacia aquí o allá, por cada uno de
sus deliciosos movimientos, por sus rasgos de embrujo. El chico caminaba a su
lado con esa forma suya tan peculiar de moverse que delataba cuándo estaba
nervioso o excitado por algo: las manos en los bolsillos y los gestos algo
bruscos, desabridos, de un rebelde sin causa.
—Más bien, abandonada —añadió el profesor.
David arrugó el entrecejo, echando una mirada en derredor.
Otra vez el movimiento marcó de luz la curva del cuello, el resplandor de las
farolas brilló sobre su piel, y a Gabriel no se le escapó el menor detalle.
«Parezco gilipollas», se reprendió, al darse cuenta de que se comportaba como
un adolescente enamorado. Pero la otra parte de sí mismo, esa que había
despertado recientemente a la consciencia, no dejaba de regocijarse, de
emocionarse con cada matiz que manifestaba la existencia de su awen. Dios, cómo le había echado de menos ese Gabriel.
Cómo había anhelado su cercanía, cómo le impelía ahora, a cada rato, a besarle,
a tocarle, cómo le llenaba la mente con los deseos impropios y casi obsesivos
de poseer su cuerpo, su alma y su vida misma.
—No sé, muy abandonada no parece —observó el chico—. Cuando
menos te lo esperas sale uno de esos bichos de una esquina. Aunque no hemos
vuelto a ver ninguno.
Mientras hablaba, Gabriel observó que iba ganando altura.
—¿Puedes dejar de hacer eso?
David le miró de reojo con dignidad ofendida.
—¿Qué pasa? Estoy intentando practicar.
—Pues practica en otro momento —replicó el profesor,
frunciendo el ceño con su mejor expresión de severidad—. Me pones nervioso.
El chico suspiró y descendió hasta tocar el suelo con los
talones. Se contentó con andar a su lado, imitando el donaire de una estrella del
rock.
—A veces eres más sensible que un niño autista —murmuró.
—No soy sensible. —Gabriel se irguió, ligeramente ofendido.
—Es que vas a llamar la atención.
David se sonrió con disimulo. El profesor ya había tenido
ocasión de comprobar que el chico disfrutaba pinchándole de todas las maneras
posibles. Eso incluía hacer referencias a problemas de conducta, compulsividad,
paranoia y cualquier tipo de problema mental. Disfrutaba haciendo saltar sus
pequeñas manías.
—¿Y qué? —el chico se encogió de hombros con suficiencia—.
Que vengan. Ya has oído a Solomon, yo te hago invencible, así que no tienes más
que sacar la espada esa y acabar con el problema.
—No es tan sencillo —mintió, mientras su otra parte le
decía: «Sí, sí es tan sencillo. Además, estoy deseando que se dé la
oportunidad.» —Mejor que no haya necesidad.
—No te preocupes tanto.
—Tengo que preocuparme. Es mi función.
David le dirigió una mirada socarrona y se rió entre
dientes. Gabriel hizo una mueca desdeñosa y le puso la mano en el hombro para
asegurarse de que no volviera a levitar. A él no pareció importarle.
Continuaron el camino en silencio, sumidos en una
complicidad callada. Al girar en una curva, atravesaron una amplia avenida de
edificios altos y desgajados. Un vapor pestilente surgía de la boca de una
alcantarilla, condensándose en el ambiente frío del exterior y creando una nube
fantasmagórica y blanquecina. Entre las puertas oxidadas y chirriantes y detrás
de las ventanas sin cristales de las grandes moles de ladrillo se dibujaban
algunas siluetas que llamaron la atención de Gabriel, quien se mantenía alerta
constantemente. Al dirigir su atención a ellas, el profesor vio a los
durmientes: Hombres, mujeres y niños de rostros cenicientos y miradas perdidas.
Detrás de una ventana rota, tras el harapo restante de lo que antaño fueran
cortinas, una familia se sentaba en un sofá desvencijado en el que las larvas y
las cucarachas devoraban restos de gomaespuma podrida. Sus ojos opacos estaban
fijos en un televisor con el vidrio quebrado y una gruesa capa de polvo sobre
la caja. El hombre alzó la mano con un movimiento lento y pesado y dobló el
pulgar, como si presionara el botón de un mando a distancia. Gabriel volvió la
cara dominado por el pudor que despiertan las tragedias ajenas y se centró en
la carretera. «Así éramos nosotros», se dijo. ¿Cuántas veces no había realizado
él la misma operación, cambiando de canal un televisor que en realidad no
estaba ahí, viendo transcurrir ante sus ojos historias inexistentes dentro de
la inexistente historia de su vida en la ilusión? ¿Qué habría comido cuando
creía comer? ¿Qué habría bebido cuando creía beber? Pensó en la universidad, en
sus alumnos, y los imaginó sentados, despeinados y ausentes, escuchándole
cuando él puede que ni siquiera estuviera allí. Pensó en Sara, con cansada
tristeza. ¿Existían, Sara y sus alumnos? ¿Habían sido reales alguna vez? Las
experiencias que había tenido con ellos, la gratificación de la enseñanza, la
comodidad de la relación con Sara y las muchas incomodidades… ¿todo eso había
sucedido, o no? Trató de hallar recuerdos en su mente, pero nada le parecía
demasiado claro.
—Esta zona es más tranquila. Por lo visto, la mayor parte de
los enfrentamientos son al este y al sur. Por el fuego, quiero decir. Eric me
dijo que era el campo de batalla.
La voz de David le apartó de aquellas oscuras reflexiones y
asintió, echando un vistazo alrededor.
—Es cierto —admitió el profesor—. Aquí no hay barricadas, ni
tampoco hemos visto a nadie de la Resistencia, aunque supongo que eso no tiene
por qué significar nada.
David entrecerró los ojos y se le acercó más para
susurrarle. A Gabriel le dio la sensación de que imprimía un innecesario
balanceo seductor a su cuerpo, pero no supo decir si era casual o el chico lo
había provocado a propósito.
—¿No tienes la impresión de que nos evitan?
—¿Quiénes?
—Todos. No nos hemos topado con ningún bicho desde que
salimos del centro comercial, ni tampoco hemos encontrado a nadie más.
Gabriel se encogió de hombros.
—No lo sé. Tal vez tengas razón. No obstante, la ciudad es
muy grande, mucho más grande de lo que parecía al otro lado. Puede que sea
simple casualidad.
Sus tránsitos a lo largo de aquella urbe de pesadilla le
iban haciendo formarse una idea más clara sobre sus dimensiones y disposición.
El Barrio Oeste, en el que Solomon les había indicado que residían los
Vigilantes era el menos deteriorado de todos. La zona que lo rodeaba, ese
cinturón que lindaba con el centro de la ciudad más allá del parque, parecía
encontrarse en un estado de abandono reciente, lo cual le llevó a pensar que
eran territorios perdidos por los Vigilantes hacía poco tiempo. En la zona
norte se encontraban los enormes ventiladores y los edificios tenían un aspecto
mucho más grotesco y siniestro, con vigas retorcidas, herrumbre por doquier y
grandes torres de acero con los cristales estallados. Allí la oscuridad y la
niebla eran muy densas y el alumbrado eléctrico parecía no funcionar. Al este,
como bien había indicado David, se veían multitud de hogueras y barricadas y
era frecuente avistar sombras correteando en los callejones o ver deslizarse a
los miembros de la Resistencia entre los bloques de viviendas. También había
coches, aunque hasta el momento todos los que había visto estaban parados. Mas
allá del barrio comercial, pasados los suburbios, los vehículos se amontonaban
en las autopistas de salida de la ciudad, vacíos, con las puertas y las
ventanas abiertas, los neumáticos desinflados y las lunas llenas de polvo y
hollín. Al sur, donde Gabriel había tenido su casa, la situación era ruinosa,
aunque no se veían señales de conflicto abierto. Y pese a que David y Gabriel
habían tenido algunos desencuentros con las pesadillas en aquel lugar, el
barrio viejo parecía ajeno a todo aquello, sumido en la luz cálida de sus faroles
y manteniendo sus enigmas ocultos a buen recaudo.
—Me pregunto qué estarán haciendo Berenice y los demás.
Gabriel observó al chico, que tenía la mirada algo perdida
ahora.
— ¿Quieres volver con ellos?
El muchacho pareció dudar un momento. Luego hizo un
vacilante gesto de negación, aunque quedó un brillo apagado en sus ojos,
nostálgico. Gabriel echó un vistazo alrededor, deteniéndose y volviéndole hacia
sí, aún con la mano sobre su hombro. La calle estaba muy oscura, pero los ojos
de David brillaban cálidamente.
—Escucha, no tienes ninguna responsabilidad hacia nada. Ni
hacia nadie. Todo esto de ser un awen,
de formar parte de algo tan grande y tan confuso… no tienes por qué sentirlo
como una obligación —aclaró—. Nadie espera nada de ti.
El joven tomó aire y buscó las palabras durante unos
segundos, con la expresión perdida. Cuando le veía así, tan vulnerable, Gabriel
sólo deseaba abrazarle y llevárselo lejos de toda esa mierda. Lamentablemente,
no creía que eso fuera posible.
—No se trata de eso. Es sólo que tengo una sensación
extraña. No sé si voy a estar a la altura de lo que yo mismo espero de mi.
—¿Y qué es lo que esperas?
—No sé —David se pasó la mano por el pelo—. No cagarla otra
vez. No joderme la vida otra vez por tomar malas decisiones… no jodértela a ti.
—Deja de pensar en eso. Sólo te haces daño —ordenó Gabriel,
con un tono que no admitía réplica. Luego le pasó el brazo sobre los hombros y
reanudó el camino—. Mira, allí al otro lado, en la ilusión, siempre nos han
enseñado que somos los responsables de las cosas que nos pasan. Eso es un arma
de doble filo. Hay muchas cosas en la vida de un ser humano que uno mismo no
elige. Puedes escoger, eso sí, cómo reaccionar ante los obstáculos, las
frustraciones y las pérdidas, pero muchas veces no está en tu mano evitar que
sucedan. —Alzó una ceja con una mueca desdeñosa—. Los que nos dicen que somos
responsables de todo lo que nos ocurre lo hacen para evitar que nos demos
cuenta de que, en gran parte, los responsables son ellos. La culpa es un método
de control tan efectivo o más que el miedo.
David se le quedó mirando.
—Mira que se te da bien hablar. Aunque no me has consolado
mucho.
—¿Ah, no?
—No.
—Bueno, deja que lo intente de otra forma.
Le agarró por los hombros y le empujó contra la pared,
arrojándose sobre él y devorándole los labios. David se tensó un momento con
sobresalto y luego le agarró del abrigo, tirando hacia sí con un suspiro
complaciente. Pegó su cuerpo al suyo en un reclamo instintivo y flexionó una
pierna para rozarle con la rodilla. El profesor le abrió la boca y le mordió la
jugosa lengua antes de envolverla con la suya y hundirse hasta su garganta,
adueñándose de su boca con dominante frenesí. El muchacho crispó los dedos en
su abrigo y volvió a suspirar, respondiendo con una receptividad más que
tentadora. El calor de las mejillas de David, su saliva y su reacción entregada
le provocaron una fuerte punzada de excitación entre las piernas y sintió cómo
el latido de la sangre se acumulaba ahí abajo. «Otra vez», se dijo, algo
avergonzado. «No es momento, Gabriel.» Su otro yo opinaba, no obstante, que sí
era momento, y Gabriel tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para
detenerse.
—Mejor así —murmuró David, cuando el profesor se obligó a
apartarse de él.
El chico se lamió los labios, contemplándole con una
expresión arrobada, de pura adoración. Se sintió tentado de repetir, pero se
contuvo, presa de un pálpito inesperado. Había alguien más allí. Una presencia
poderosa. Sobresaltado, el guardián se giró hacia el cabo de la calle, cerrando
el puño y colocándose en actitud defensiva, con las piernas separadas,
cubriendo a David con su cuerpo. El chico se asomó junto a su brazo.
—¿Qué pasa? —preguntó, curioso.
«Maldita sea.»
Había dos figuras al final de la carretera, justo donde la
acera daba paso a una zona peatonal de baldosas levantadas. Poco más allá, las
verjas retorcidas del parque de árboles negros marcaban el último tramo que
debían salvar hasta llegar al Barrio Oeste, blanco, luminoso, con la dorada cúpula
sobre los edificios.
—¿Habéis acabado? —dijo una voz desconocida.
—¿Quiénes sois?
Preguntó primero, las miró después. Eran dos mujeres
jóvenes, no demasiado altas. La de la derecha tenía rasgos asiáticos y sus ojos
brillaban de un modo muy agradable. Se había teñido el pelo de rubio y lo
llevaba peinado con raya al lado. Lucía un vestido oriental entallado de color
amarillo con una larga estola sobre los hombros, de cuyos extremos pendían
varias esferas del tamaño de bolas de billar, hechas de metal labrado y
ornamentadas con plumas. Al moverse, las esferas emitían un sonido delicado,
como de cientos de cascabeles diminutos. La de la izquierda superaba en algunos
centímetros a su compañera y usaba pantalones anchos y negros con muchas
cremalleras plateadas, una camiseta ajustada de vinilo naranja y extensiones en
el pelo del mismo color. Sobre la frente lucía unas gafas de aviador bastante
grandes que le mantenían el cabello retirado del rostro. Cuando saludó con la
mano, varias pulseras fluorescentes entrechocaron entre sí sobre su muñeca.
—Genial. Sabía que vendrían por aquí —dijo a su compañera,
volviéndose a mirarla—. ¿Qué te parecen? Eh, felicítame.
—Felicidades —dijo la oriental, sonriendo levemente. Luego
se dirigió a ellos, ampliando el gesto de sus labios—. Soy Xian. Ella es
Dalila. Hemos venido a buscaros.
Gabriel entrecerró los párpados, suspicaz. No percibía
ninguna amenaza en esas muchachas, pero aun así interpuso el brazo cuando David
hizo ademán de salir de detrás de él.
—Vamos, profe, por favor. Esto es ridículo —se quejó el
muchacho.
Al examinarlas a fondo, percibió que la tal Xian tenía una
belleza muy particular, brumosa y luminiscente, similar a ese halo místico que
parecía envolver a David. En cuanto a Dalila, sus ojos se perdían de vez en
cuando como si se quedara embelesada. Pero había algo más. Apartó la vista de
ellas y la fijó en el parque. La densa energía que había notado seguía presente
allí, aunque no podía ver de dónde procedía. Miró alrededor, tratando de
cerciorarse de que nada ni nadie más les acechaba y sintiendo una leve angustia
por el hecho de que les hubieran visto besándose.
—¿A buscarnos para qué?
—Se ha corrido la voz —replicó la tal Dalila, haciendo un
guiño. No paraba de moverse y parecía muy excitada—. Nos dijeron que venía otro
awen. No despiertan awen todos los días, ¿eh?, así que me dije que era mi
ocasión de hacer una premonición. Yo también soy nueva.
—¿Eres augur? —preguntó David.
—Sí. Y ella es una awen,
como tú —añadió la chica, señalando a Xian, pletórica de entusiasmo—. ¿No es
genial?
—¿Dónde está su guardián? —intervino Gabriel de inmediato.
—Está ahí detrás —dijo Xian, haciendo un gesto con la cabeza
hacia el parque que se extendía a su espalda—. ¿No lo notas?
«Y tanto que lo noto».
—¿Por qué no se muestra?
—Podría ser un poco fuerte para vosotros —replicó la joven,
acercándose unos pasos, cautelosa. En su rostro había una expresión afable.
Extendió la mano hacia ellos. —Hemos venido a daros la bienvenida. También a
acompañaros al Aaru, el lugar en el que vivimos los Guardianes, si es que
queréis venir.
—¿Y si no? —aventuró David en esta ocasión.
Dalila se encogió de hombros.
—Si no, pues nada.
Gabriel asintió. Luego relajó su postura y se volvió hacia
el chico.
—¿Qué quieres hacer?
—Vamos con ellos —asintió David, con una sonrisa débil.
Luego le agarró la mano.
Gabriel se sintió un poco azorado y echó una mirada en
derredor, apretando los labios. Al ver que la expresión de David se apagaba un
poco, estrechó sus dedos con renovado ánimo y echó a andar sin soltarle. Por
mucha vergüenza que le diera caminar así con él mientras otros miraban, no
quería herir sus sentimientos. «Joder. Después de lo que estamos viendo y
viviendo, tiene narices que siga reaccionando de esta forma tan estúpida con
cosas como esta. Aunque supongo que eso significa que sigo siendo yo mismo. Que
sigo siendo humano, el mismo Gabriel de siempre, a pesar de todo.» Para alivio
suyo, las dos chicas no parecieron dar la menor importancia a la situación.
—Iremos con vosotras —dijo, al llegar a su lado. Las dos
jóvenes se miraron y luego les sonrieron. —Y decidle al Guardián que puede
dejarse ver si quiere. Lo soportaremos.
—Lo hará cuando lo desee.
Gabriel asintió, sin preguntar nada más. Juntos, se
internaron en el parque. El profesor caminaba en silencio, manteniendo a David
a su derecha, algo alejado de las chicas. Ellas les observaban de vez en cuando
con curiosidad, sobre todo la de las pulseras.
—Es la primera vez que me sale bien —parloteaba— aunque ya
era hora, la verdad. Llevo despierta dos años y todavía no he tenido ninguna
visión. Ni siquiera sé desplegarme en el tiempo. No sé si es normal, pero me
dicen que tenga paciencia y que no sea tan nerviosa. ¿Vosotros qué creéis?
—Que deberías hacerles caso —respondió David, alzando una
ceja.
—¿Tu crees? —la muchacha intentó atisbarle, echando la
cabeza un poco hacia adelante, pero Gabriel le dedicó una mirada de advertencia
muy elocuente. —Oye, ¿y tú qué tal lo llevas?
—Antes has dicho que no despiertan awen todos los días. ¿Es que no somos muchos?
—Ya lo hablaremos en otro momento —susurró la muchacha de la
estola—. Los árboles están muy cansados y muy heridos. Debemos respetar su
reposo.
Obedientes, los dos muchachos se callaron. Gabriel hubiera
deseado que no lo hicieran, pues en cuanto se hizo el silencio, empezó a oír
los susurros de los árboles. Primero lejanos, leves, como impresiones breves
que desaparecieran en el vaho y la bruma. Después con más claridad, como si
fueran rezos murmurados que llegaran a sus oídos gracias a la reverberación de
una imaginaria catedral, con ecos casi imperceptibles, con otras voces, todas
ellas graves y quebradas, adormecidas. Eran palabras incomprensibles, largas,
llenas de huecos que se rellenaban con aire, crujidos y murmullo de hojas.
Vocales cerradas y cadencias lentas y moribundas que se repetían en distintos
tonos y frecuencias.
—Santo Dios… —murmuró, alzando la mirada hacia uno de
aquellos árboles.
El tronco estaba desgastado y quebrado, las hojas se habían vuelto
grises y la corteza, negra. El lecho del suelo permanecía seco y no había
humedad alguna. Curvadas hacia abajo, las mustias ramas temblaban como si
fueran de papel cuando la brisa las acariciaba. El árbol parecía observarle
desde alguna parte de su copa desnuda, tener consciencia y alma. Y aquello le
provocó aún más rechazo. Apartó la vista y caminó con la mirada fija al frente
hasta que llegaron al otro lado del parque y se acercaron a la cúpula. Ahora,
la presencia poderosa se había quedado tras ellos, en el interior de ese bosque
oscuro y enfermo. Ante sí, una calle recta daba paso a un barrio plácido, de
edificios cuidados, con iluminación constante y luces tras las ventanas. La
extraña burbuja que lo protegía zumbaba suavemente y chisporroteaba de vez en
cuando con algún destello de color amarillo pálido. David hizo ademán de
acercar la mano, pero Gabriel se lo impidió.
—¿Este es el lugar que has mencionado antes? —preguntó
secamente a la muchacha.
Ella asintió con una suave sonrisa.
—Sí. El Aaru. Es el refugio donde los Vigilantes preservamos
lo que debe ser guardado.
—Interesante afirmación, teniendo en cuenta que nosotros
venimos de fuera —ironizó David, esta vez sí, atravesando con su mirada verde y
fantástica a la tal Xian—. Me gustaría saber quién decide lo que debe ser
guardado y lo que no. Aunque supongo que tú no tienes nada que ver con eso, ni
nada que decir al respecto.
Xian se echó a reír con buen humor.
—Más o menos. —Meneó la cabeza y mantuvo la sonrisa cuando
volvió a mirarles, esta vez a ambos—. Perdonadme. Me fascinan vuestras
reacciones.
—¿Ah sí? ¿Y por qué?
David no parecía muy contento, aunque su inseguridad no era
evidente para quien no le conociera, Gabriel la percibía en la acidez de su
sonrisa y en su forma de revindicarse mediante la postura corporal y una
fingida arrogancia. Xian, no obstante, tenía una mirada limpia y llena de
ternura que a Gabriel le hacían sentirse cada vez más confiado, pese a que se
negaba a bajar la guardia del todo.
—Yo desperté cuando tenía quince años. Al llegar aquí, al
entrar en contacto con todo esto, me sentía como si el mundo se hubiera vuelto
loco. —Su sonrisa se volvió nostálgica—. No recuerdo bien cómo me sentía… todo
era tan extraño… echaba de menos a mi familia y me costaba asimilar todo esto.
Vosotros parecéis muy seguros.
—Es porque nos hemos reencarnado —replicó David. Gabriel le
echó una mirada escéptica, pero el chico se encogió disimuladamente de
hombros—. Bueno, eso creo.
—¿No sois de primera generación? —exclamó la otra chica, de
nuevo exaltada—. ¡Vaya! No conozco a nadie que se haya reencarnado.
—Ya, sí, bueno, nosotros tampoco.
Gabriel dejó de prestar atención a la absurda conversación y
dirigió su interés hacia el sector oeste, que se abría ante ellos como una
promesa de bienestar y seguridad. Sin duda era mucho mejor que el resto de la
ciudad. El suave zumbido de la barrera dorada tenía algo de musical, no era ni
mucho menos desagradable. Se asemejaba más bien al canto de las cigarras en una
tarde de verano. Los edificios estaban dispuestos de forma armónica y no
distaban apenas de cómo se veían en la ilusión: Fachadas elegantes, algo
minimalistas pero con una estética hermosa a la vista, simetría, limpieza… supo
de inmediato que aquel lugar iba a gustarle. Se veía a gente caminando por las
calles, siluetas aún difusas debido a la distancia, y actividad en el interior
de las viviendas. Incluso creyó atisbar una zona ajardinada y plantas en
algunos balcones. Los edificios más significativos eran la torre de una iglesia
lejana, un hospital —que en el otro lado era el hospital general, el más grande
de la ciudad— y un complejo algo alejado en el que había una verja blanca y
varias torres de oficinas. Tuvo un estremecimiento interior al reconocerlo.
¿Acaso no era allí donde habían muerto los gemelos?
—¿Y decís que este lugar es seguro?
—Lo es —respondió Xian, que parecía atenta a él—. En
realidad, no se puede decir que ninguno lo sea al ciento por cien, pero esta es
la zona más segura de toda la urbe.
—No he tenido esa experiencia al otro lado.
La muchacha frunció el ceño levemente, pero no le
contradijo. Abrió la boca para decir algo cuando la energía poderosa que se
ocultaba en el parque fluctuó y pareció intensificarse. Xian alzó el rostro,
con un brillo en los ojos.
—Él ya viene. Dalila, ¿tienes los pases para nuestros
amigos?
La muchacha de las pulseras asintió y buscó en uno de los
bolsillos de sus pantalones, sacando al final dos tarjetas de plástico de color
blanco con un logotipo en gris claro y un número inscrito en ellas. Les dio una
a cada uno y luego se despidió a toda prisa.
—Pasadlo bien —dijo, guiñándoles el ojo—.Yo me largo, que
aún me cuesta ver a su guardián.
Gabriel alzó las cejas y siguió con la mirada a la muchacha.
Ésta se apresuró a cruzar la barrera de energía, la cual atravesó sin ningún
problema, y después echó a correr alegremente por la calle. Se estaba
preguntando qué quería decir con que aún le costaba ver al guardián de su
compañera cuando escuchó los pasos sobre el asfalto y una gran aprensión le
provocó un nuevo estremecimiento interior. Al darse la vuelta, lo comprendió
todo. David, a su lado, dio un respingo y agachó la cabeza de inmediato al ver
llegar al hombre que se les acercaba, pero Gabriel se sintió incapaz de apartar
la mirada.
—Ares —le presentó Xian—, mi guardián y el más veterano de
todos ellos.
Era más alto que ningún otro hombre que Gabriel hubiera
visto antes. Debía medir dos metros diez, y llevaba una capa rústica de lana,
de color negro, con una caperuza que le ensombrecía el semblante por completo.
Cuando se descubrió, el resplandor de sus ojos le hizo aguantar la respiración
con una reverencia muy cercana al pánico. Eran de color gris muy claro,
bordeados por pestañas rubias y animados por una llamarada que incendiaba sus
pupilas, del tono del ámbar oscuro, intensa, tan terrible y magnífica que uno
sentía deseos de postrarse de rodillas de inmediato y ocultar el rostro entre
las manos. El de Ares era cuadrado, anguloso, como esculpido en piedra, de
nariz algo curva y boca recta y profunda, las cuencas hundidas y los pómulos
marcados. En las orejas perforadas lucía sendas ristras de aros de metal.
Llevaba el cabello cortado a ras del cuero cabelludo, de color rubio muy claro.
Su piel mostraba el mismo tono pálido de aquellos que no han sido tocados por
el sol en mucho tiempo y los músculos del cuello y los que se dibujaban debajo
del extraño atuendo que vestía eran los propios de un toro corpulento. Su mano
derecha emanaba una ligera luminiscencia blanca y al observarla con
detenimiento, el profesor pudo distinguir las borrosas líneas de una espada
larga y recta, hecha en su totalidad de un tenue resplandor que parecía
desaparecer en cuanto apartaba la atención de ella. Bajo la capa llevaba una
prenda similar a una sobrevesta que le cubría el torso y se abría en los
muslos, colgando por detrás y por delante en dos largas piezas de tela acabadas
en pico a la altura de sus rodillas. Se la ajustaba a la cintura con una correa
oscura de la que colgaban hileras de cuentas y diversos símbolos que
entrechocaban con un sonido óseo cuando caminaba. En los brazos tenía
enrolladas tiras de cuero con apliques de metal y unas gruesas muñequeras del
mismo material, y el pantalón de tela negra que le cubría las piernas
arrastraba sobre la calle. Iba totalmente descalzo. La energía que emanaba era
opresiva y dominante, hacía que se le aflojaran las rodillas cual si se
encontrase ante una bestia selvática o ante un enviado de los dioses. Y
seguramente lo habría manifestado más abiertamente, puede que hasta hubiera
abandonado toda resistencia a ese impulso que le apremiaba a bajar la mirada y
arrodillarse, si no fuera porque David flaqueó y fue al awen a quien las
piernas amenazaron con dejar de sostenerle. Gabriel se giró hacia él y le
sujetó, estrechándole contra sí y ocultándole el rostro en su pecho, con la mano entre los cabellos de su nuca.
—No mires —le ordenó instintivamente.
David le
abrazó de inmediato, conmocionado. Ares se detuvo frente a ellos y entrecerró los párpados con
curiosidad, observando al profesor, mientras Xian contemplaba la escena, inmóvil, con la sonrisa dibujada en el
semblante.
—No está mal para un novato.
La voz de Ares era como un trueno. Arrancaba vibraciones hasta en
el suelo y Gabriel pudo notar su eco en los huesos. No obstante,
mantuvo el rostro alzado y abrió la boca para replicarle. Le hubiera gustado
hacerlo con más dignidad, pero apenas le salía la voz del cuerpo.
—No somos novatos. No del todo.
Xian miró de reojo a su Guardián con una sonrisa y Ares
elevó una comisura en un gesto que Gabriel no supo cómo interpretar. Después se
cubrió de nuevo con el embozo y la intensidad de su presencia se redujo en
cierta medida, provocando un alivio instantáneo en los dos amantes. David
despegó la mejilla de su abrigo y se atrevió a girarse un poco para volver a
contemplar al recién llegado.
—Te recuerdo de otras ocasiones —dijo el guardián a
continuación, dirigiéndose a Gabriel—. Bienvenido de nuevo, viejo amigo.
«Viejo amigo. Joder.» Si hubiera sabido antes que tenía
amigos así, seguramente la vida de Gabriel hubiera sido muy distinta, aunque no
se imaginaba tomando cervezas con aquel espécimen.
—Me gustaría poder decir lo mismo, pero mi memoria no…
—La reencarnación tiene sus propias leyes —interrumpió
Ares—. Sería imposible que me recordaras. No obstante, una parte de ti lo hace.
Y así era. Esa parte que solo parecía pensar en destrozar
pesadillas y monstruos y en retozar con David en cualquier rincón, su parte de
enamorado quinceañero y salvaje asesino de bichos, reconocía a ese gigante y su
presencia le llenaba de un júbilo fraternal que terminó de tranquilizar a Gabriel
definitivamente. Aquellas personas eran extrañas, sí. Pero eran de los suyos.
«De los nuestros. Esta es nuestra gente», se repitió. Luego miró hacia el
barrio blanco. «Ese es nuestro lugar, y ellos nuestra familia. Lo serán, algún
día. Con el tiempo.»
Xian se les acercó, esbozando de nuevo su sonrisa cálida.
—Estamos muy contentos de que hayáis venido. Siempre es una
bendición cuando alguno de nuestros hermanos despierta. —Señaló las tarjetas
que ambos tenían aún en la mano. —Son vuestros pases. Documentos de identidad
provisionales. Si decidís quedaros en el Aaru no los necesitaréis, pero de
momento os permitirán acceder a todas nuestras instalaciones. Pero es vuestra
elección, claro. ¿Habéis decidido ya?
—Acabamos de despertar —dijo David, con un tono tranquilo y
natural pero que a Gabriel le conmovió de un modo difícil de explicar—. Aún nos
estamos familiarizando con todo esto, y… alguien muy sabio me dijo que ninguna
elección es libre si se hace a ciegas. Nosotros sólo queremos un lugar donde podamos
estar tranquilos y saber que podemos recurrir a alguien para plantear nuestras
dudas, para aprender, para… para apoyarnos si necesitamos alguna guía.
Necesitamos tiempo. Y tiempo a solas.
Gabriel dio las gracias en silencio por la espontaneidad y
la estupenda manera de expresarse de su awen. Se limitó a rubricar su afirmación con un asentimiento. Ares y Xian
hicieron otro tanto, y el hombretón les invitó a entrar con un gesto. Sus ojos
brillaban bajo la capucha.
—Unos amigos os han buscado un alojamiento. Por ahora
podréis ocuparlo. Si decidís quedaros y buscar otro hogar, ya es cosa vuestra.
—Si necesitáis algo, podéis pedírselo a cualquiera —añadió
la awen—. A cualquier persona. Si no
pueden ayudaros, os llevarán con quien sí pueda.
Gabriel les miró con suspicacia. David, una vez más, puso
voz a sus pensamientos.
—¿Así, sin más? ¿Sin pedir nada a cambio, sin alquiler, sin
compromisos?
Ares soltó algo parecido a una risa seca y cruzó la barrera,
caminando hacia el interior del Barrio Oeste. Xian mostró una sonrisa ancha y
les miró durante unos segundos, como si encontrara algo fascinante o
especialmente interesante en ellos.
—Bueno, los Vigilantes no somos santos, pero hay algo que
hemos aprendido a lo largo de estos años como comunidad. Para cambiar el mundo,
el primer paso es no pedir nada a cambio.
La muchacha atravesó la burbuja de energía y echó a andar,
deteniéndose a los pocos pasos para esperarles. David y Gabriel se miraron.
—Es demasiado bueno para ser cierto, ¿no te parece? —murmuró
el chico, con la duda reflejada en los grandes ojos verdes.
—Sólo hay un modo de comprobarlo.
Al traspasar el halo de energía, el profesor percibió un
cosquilleo que le recorría desde la punta de los pies hasta la raíz del pelo.
Era una efervescencia vivificadora, que parecía agitar todas sus células y
calentarle la sangre en las venas. Le limpió los ojos de niebla, despejó sus
oídos, le rehabilitó el olfato que había quedado aletargado allí afuera, hizo
que le hormiguearan las yemas de los dedos y le recordó que tenía hambre y
también mucha sed. La reacción de David, que aún estaba pegado a él, fue muy
similar: exhaló un suspiro y cerró los ojos, sonriendo después.
—A lo mejor, por una vez, resulta que todo sale bien
—murmuró el chico para sí.
Gabriel lo escuchó con claridad y una llamarada de
determinación le ardió en el pecho de forma repentina. Le rodeó los hombros con
el brazo y le apretó contra su costado, fijando la vista en la otra awen y siguiéndola sin vacilación, llevando consigo al
chico.
—Va a salir bien. Te lo prometo.
—Aunque salga mal —completó David, mirándole de soslayo.
Gabriel hubiera querido besarle, volver a arrodillarse ante
él y prometerle el universo, abrirse las venas y ofrendarle su sangre allí
mismo en un arrebato de amor adolescente que le avergonzaba y le exaltaba al
mismo tiempo, pero se limitó a asentir con firmeza. Xian caminaba algo
adelantada a lo largo de la cuadrícula que las calles trazaban. Sin mirar
atrás, Gabriel siguió sus pasos a través del Aaru, manteniendo junto a sí a
David.
Por primera vez en horas, o quizá días, vieron a gente.
Gente normal, o aparentemente normal, que caminaba por las aceras, cruzaba los
pasos de peatones y conducía. Algunos coches, al parecer, sí que funcionaban a
este lado. Vieron a parejas tomadas de la mano, a ancianos ciegos guiados por
perros lazarillos, vieron a niños enfermos que miraban al cielo y jugaban en
parques con plantas auténticas.
—Dios, mira eso. —Siguió la indicación de David cuando
pasaban a través de una zona peatonal y sus ojos se toparon con un grupo de
jóvenes que fumaban, sentados en un banco, charlando y riendo de vez en cuando.
Vestían de forma parecida a la ropa que llevaba Dalila y algunos tenían
extensiones en el pelo. Los chavales se fijaron en ellos un instante y luego
siguieron a lo suyo. Gabriel se volvió hacia David, preguntándose qué le
resultaba tan increíble en ellos, y se encontró con una mirada transparente,
emocionada y llena de esperanza. —Es real. Es real. Están viviendo vidas
reales.
Gabriel asintió, sintiéndose un poco blando por dentro de
pronto.
—Sí. Lo están haciendo. Y ahora, tú también vas a empezar a
hacerlo.
Xian se había detenido enfrente de un edificio de piedra
blanca. Se trataba de un bloque de cuatro plantas, con fachada georgiana y
amplios balcones, casi todos ellos repletos de macetas y jardineras. La mujer
introdujo la llave en la cerradura del portal y la hizo girar. Abrió la puerta y le tendió después las llaves a David, que alargó la mano con avidez, separándose del profesor.
—Aquí tenéis nuestra dirección, por si os hace falta algo
—añadió Xian, entregándole además una pequeña tarjetita de cartón.
David asintió, sin palabras, mirando hacia el interior del
edificio. Las baldosas eran de mármol, desgastadas y viejas, y no había ascensor.
Olía bien. Gabriel reaccionó, mirando a la awen.
—Muchas gracias. No sabes lo que esto significa para
nosotros.
A la mujer le brillaron los ojos con fuerza y se le
arrebolaron las mejillas. Su sonrisa resplandeció por un momento, hasta que
bajó la vista, azorada.
—Creo que me hago una idea. Bienvenidos, una vez más.
Luego se marchó. Gabriel la vio alejarse durante unos
segundos y luego se volvió hacia David, que aguardaba, apoyado en la puerta que
mantenía abierta con el peso de su cuerpo. Los ojos verdes, lánguidos, le invitaban.
Le invitaban a todo. A entrar, a abrazarle, a llevarle arriba, a cerrar la
puerta, a perderse en su cuerpo, a susurrar su nombre, a escribir misterios
sobre su piel, a reclamarle con el lenguaje que sólo ellos conocían, a
encerrarle para siempre, a amarle eternamente. Hipnotizado por ellos, se
permitió disfrutar de aquella vulnerabilidad por un momento. Después puso un
pie en el interior del inmueble y rodeó la cintura de su awen con un brazo, guiándole escaleras arriba.
. . .
El piso resultó ser un apartamento de distribución similar a
la casa en la que Gabriel creía haber vivido durante tanto tiempo. De tamaño
algo más reducido, sólo tenía una habitación y aunque estaba amueblado, no
había piano, figuritas decorativas que desordenar en una estantería ni libros,
música o películas. El cuarto de baño estaba limpio y el dormitorio tenía una
enorme cama de matrimonio con seis almohadas y un grueso edredón. El profesor
inspeccionó a fondo los detalles que eran importantes para él, como que no
hubiera polvo, huellas de óxido en los desagües, restos de cal en la bañera,
baldosas sueltas, cristales sucios o muebles dispuestos de forma demasiado
asimétrica. Tuvo algunos problemas con la disposición de un jarrón y dos
ceniceros, que empezaron a causarle malestar y que no había manera de colocar
de forma que le dejaran tranquilo, dificultad que resolvió guardándolos
temporalmente en un cajón. Una vez satisfecho, se dio la vuelta sólo para
encontrar que David estaba echando por tierra sus probabilidades de sentirse a
gusto en aquel lugar. Había puesto a funcionar la cafetera, sacado varios
utensilios de cocina con vistas a cambiarlos de sitio sin preocuparse de cerrar
cajones y armarios, había amontonado las toallas en el pasillo y luego se había
ido a comprobar que las sábanas estuvieran limpias, dejándolo todo a medias y
todo sin resolver. Controlando la ansiedad, se dedicó a ir tras él convirtiendo
de nuevo el lugar en habitable.
—No me gusta el color de las paredes. Si nos quedamos,
deberíamos pintar esto de rojo, o de morado.
—¿De rojo? —Gabriel estaba doblando una toalla, mientras el
chico, apoyado en la puerta de la habitación, fantaseaba y hacía planes—. ¿No
crees que son colores demasiado fuertes para unas paredes? A mi me gustan de
blanco.
—Porque eres un soso. Recuerdo que no tenías azúcar cuando
me fui a vivir contigo.
El profesor esbozó una media sonrisa. Sí, lo recordaba. Un
poco diferente a como había sido, con armarios vacíos y porquería por todas
partes, pero lo recordaba. Invocados por éste, otros recuerdos acudieron, uno a
uno, en un desfile de imágenes inconexas y lentas que ilustraban el progreso de
su relación con David a lo largo de aquellos meses. Llegó a aquella primera vez, cuando le encontró
cerca de la puerta de su casa, y tal y como ahora era capaz de rememorarlo, ese
momento era aún más milagroso y mágico. Entonces le había visto vestido de
negro, con el agua chorreándole por el rostro y medio escondido entre la
basura. Ahora entendía cómo había sido en realidad. Los ojos malignos que
acechaban desde todos los rincones, oscuros y hambrientos. El rostro hermoso y
resplandeciente del awen que se volvía hacia él, sus ojos brillantes, llenos de
dolor y agonía. Las terribles telas de araña que llevaba enredadas en el pelo,
en los brazos, que cubrían su atuendo. Las marcas de los mordiscos, de los
aguijones.
La toalla se le cayó de las manos y la respiración se le
atascó en la garganta, obligándole a tragar saliva y ahogando un extraño
sonido.
—¿Estás bien?
Parpadeó, abandonando aquella imagen y volviendo la vista
hacia David, que se le había acercado con preocupación.
—Sí.
El chico no le creyó. Entornó los párpados, dejando que las
negrísimas pestañas velaran su mirada, y luego levantó los dedos para tocarle
el rostro, deslizando las yemas desde el pómulo hasta su mentón en una lenta y
devota caricia.
—No sé en qué estabas pensando, pero sea lo que sea, ya ha
quedado atrás —le dijo el muchacho en un susurro. Su voz era un bálsamo. Sus
palabras encontraban resonancia en su interior y le curaban al tocarle—. A ti
también te va a salir bien, Gabriel. —Colocó su mano sobre la mano del chico,
con un dolor opresivo y repentino en la garganta y la estrechó contra su
rostro, atrayéndole con la otra mano, esquivando su mirada. Aunque podía aceptar
su propia fragilidad, ahora no deseaba que él la viera. —A ti también te va a
salir bien. Tendrás una vida real, y en ella podrás ser tal como eres. No
tienes que esconderte nada… ni a ti mismo, ni a mi, ni a nadie. Puedes ser
quien realmente eres sin miedo a nada, porque esa persona que tú crees que no
debes ser es la persona a la que yo amo.
Hubiera querido decirle que se callara, pero no fue capaz de
emitir ningún sonido. Cerró los brazos a su alrededor y le apretó contra su
pecho con tanta fuerza que temió hacerle daño, inclinando el rostro para
hundirlo en su pelo, junto a su cuello, y aspirar su aroma con fuerza,
aguantando aquellos infantiles deseos de llorar que ni él ni su otro yo
aprobaban en absoluto. El chico le correspondió, rodeándole con los brazos a su
vez y acariciándole el cabello y la espalda.
—Si te vas a poner así, dejaremos las paredes blancas
—murmuró David, con una sonrisa seductora, apartándose un poco de él.
—Píntalas como te de la gana —espetó Gabriel con rudeza,
agarrándole de los brazos impulsivamente—, píntalas de negro, de rosa o con
jodidos lunares, cámbialo todo de lugar, pon los zapatos sucios sobre el sofá,
no friegues los platos en diez días si quieres.
David le miraba con los ojos como platos.
—Gabriel, ¿qué dices? ¿Se te ha terminado de ir la olla
definitivamente?
Él le zarandeó, atrayéndole de nuevo para hablar sobre sus
labios.
—Desordena mi vida cuanto quieras, pero no salgas de ella
nunca más, ¿me oyes? —exigió, con la voz ronca de pasión—. Nunca.
No le dejó responder. Le selló los labios con un beso
salvaje y le envolvió entre los brazos, dispuesto a sostenerle en ellos para
siempre. Le empujó hacia la cama y durante las horas que siguieron puso todo su
empeño en decirle todo aquello que las palabras no eran capaces de expresar
correctamente, mientras él, su awen, su
destino y su salvación, le purificaba con su mirada límpida y devota, le
honraba con el incalculable regalo de su cuerpo, se le entregaba y le
reclamaba, dándole sentido, haciendo que su nombre significara algo, que la
vida lo significara. Haciéndole libre. Haciéndole real.
…
Al otro lado de la ventana,
más allá de su mundo, de su refugio y del Barrio Oeste, se extiende la terrible
ciudad, grande e inmensa. Un monstruo de hormigón y asfalto donde las personas
corretean como insectos sobre la panza de un depredador, donde los árboles
muertos gimen y el aire ha desaparecido, engullido por la niebla. La ciudad es
un dragón de metal que se come a la gente, que devora los sueños.
Estás en ella. Estás en el negro corazón de ese monstruo
cósmico, escuchando sus latidos. Sus respiraciones. Alzas la mirada hacia el
cielo, preguntándote si volverán a abrirse las nubes, si de nuevo podrás ver
las estrellas sólo por siete segundos. Te preguntas si aún existen. Tal vez
estén apagadas, inertes, a años luz. Seguramente lo estén, muchas de ellas.
Noches iluminadas por astros muertos. Ciudades habitadas
por hombres dormidos. Un mundo arrasado. Y el tiempo, la eternidad, mirándote a
los ojos desde la negra inmensidad.
¿Merece la pena cuidarlo?, te preguntas.
¿Contra quién estás jugando esta partida?
¿Eres tú quien lo provoca, o no eres más que otro
engranaje en algo más grande, demasiado grande incluso para ti?
No lo sabes.
Sólo sabes que seguirás haciéndolo hasta que algo ocurra.
Bajas la cabeza y dejas de mirar al cielo. Te cierras la
cremallera de la chaqueta, está refrescando. Luego caminas, alejándote del
local. Es un café de fachada antigua con una luna de cristal en la que está
escrito, en letras doradas, el nombre del establecimiento. Al otro lado del
cristal hay un hombre sentado. Está bebiendo un mahattan con expresión
aburrida, una pierna cruzada sobre otra, el bastón apoyado en la silla y la
chaqueta del impecable traje desabotonada.
Cuando te vas, él te sigue con la mirada, con una chispa
de curiosidad.
Pero tú no le ves.
Como las estrellas, estás ya muy lejos, aunque él pueda
ver aún el eco que has dejado.
Ah, pero…
los ecos…
A veces con eso es suficiente para despertar.
A veces basta con lo más pequeño.
. . .
FIN
¿O principio?
(Nota para evitar histerias colectivas: Falta 1 capítulo, el epílogo, en el que se resuelven algunas cosas más. Lo publicaremos la semana que viene, dando fin a El Despertar y comenzando con La Salamandra. Espero que os guste ^___^ )
(Nota para evitar histerias colectivas: Falta 1 capítulo, el epílogo, en el que se resuelven algunas cosas más. Lo publicaremos la semana que viene, dando fin a El Despertar y comenzando con La Salamandra. Espero que os guste ^___^ )
©Hendelie
Que puedo decir...me he quedado sin palabras, realmente me he enamorado me es inevitable sentir tristeza y felicidad por el final/principio, es hermoso, se los agradezco de corazón el crear una historia tan increíble.
ResponderEliminarEsperare con ansias el epilogo (¡espero que me aclare algunas cosas!) y las otras historias.
!!Gracias!! ♥
Hacen feliz a este lector empedernido.
Atte. Cain.
HOLA CHICAS.
ResponderEliminaresperando con ansias el ultimo capi, pero antes que puedo decir.....que esta historia lleno mi mente, mi corazon y mi alma, pero ustedes se preguntaran el porque y la razon es muy sencilla y es porque han puesto tanto detalle en la descripcion emocional y sentimental de cada uno de ellos que llegue al punto de identificarme totalmente, no solo colma mis espectativas como una fan del homoerotismo si no como una lectora que halla entre las lineas de todo lo que leo mis espacios mentales del porque me siento inadaptada socialmente. ja, se que suena loco pero hay tantas cosas, hechos, realidades o sueños a lo largo de mi vida que me ha hecho siempre pensar que estoy en el tiempo y lugar equivocados pero lo sensato es vivir esta vida o si no terminaria tal vez encerrada en algun lugar de reposo mental, pero a que lleva toda esta verborrea ?, a que desde que las descubri siento que no estoy sola y que alguien mas raya en el limite de la vida real y la fantastica y eso chicas es un balsamo, porque este es el modo de disipar un poco esos pensamientos locos y gozar a plenitud de algo tan bello como lo que ustedes hacen, y mil gracias por ello....
p.d: ahora sigo con lo del pago ( que lo he intentado varias veces y la p+++ pagina se cierra siempre ).