Escena 3, toma primera.
Y ahí estaba yo. En el salón de mi casa, mirando la puerta
de mi habitación. Puerta que un tipo prácticamente desconocido acababa de
cerrar, después de insinuarse descaradamente.
Tras el primer instante de sorpresa, sopesé mis opciones.
Podía quedarme a dormir en el sofá, como había dicho que haría. O vestirme y
salir por ahí con mis amigos imaginarios. «Pero es mi cuarto», me dije. «¿Qué
necesidad tengo de quedarme aquí afuera, si a él no le importa? Además, a lo
mejor no se estaba insinuando, quizá lo he interpretado mal», me dije. «Sí, sí
que se estaba insinuando, qué demonios, no lo has interpretado mal», me
repliqué. Bueno. Vale. Aun en el caso de que estuviera insinuándose, como era
evidente, ¿qué más daba? No tenía nada de malo. No recordaba cómo había sido yo
antes. Tal vez me gustaba estar con otros tíos, o con tíos y tías por igual.
Tal vez era una bomba sexual, aunque lo cierto es que no me lo parecía. Tenía
tanto aspecto de golfa como de asesino, es decir, ninguno, ni el más mínimo. ¿Y
qué importancia tenía, en realidad? No recordaba nada. Daba igual lo que
hubiera sido: un extorsionador, un traficante, un golfo, un follador… ahora
estaba empezando de cero, eso me habían dicho los médicos. Que tenía que
empezar de cero y rehacer mi vida. Quizá no era tan mala idea entrar ahí y ver
qué sucedía.
Me levanté, dubitativo al principio. Lo cierto era que no me
había sentido atraído por nadie desde que salí del hospital, ni tampoco dentro
de él. Y si antes hubo algo, no lo recordaba. Al ponerme en pie, sentí una
punzada por dentro, en alguna parte. No sabía muy bien si volvía a tener hambre
o era deseo, excitación causada por la perspectiva. «Es casi como si fuera
virgen», me dije. Eso me produjo una mezcla de inquietud y curiosidad.
Tragué saliva y me acerqué a mi habitación. Y sin llamar con
los nudillos, abrí la puerta y me asomé cautamente.
Mi invitado había encendido la lamparita de la mesilla y
estaba tumbado sobre mi cama, en el
centro del colchón. Se había quitado la chaqueta y también la corbata; esta
última se balanceaba en el cabecero de forja como un ahorcado de color rojo.
Recostado, con un brazo doblado tras la nuca, tenía uno de mis libros en la otra mano, abierto, y lo leía sin mucho
interés. Al escuchar la puerta, sus ojos anaranjados se elevaron hacia mí
observándome fijamente. Parecían los ojos de un halcón.
—¿No te importa que duerma contigo? —le pregunté, algo
nervioso.
Lot entrecerró los párpados y esbozó una sonrisa
cautivadora, amplia, que parecía una invitación. Algo se agitó en mi estómago.
Me pregunté si eran las mariposas que le revolotean a uno en la barriga cuando
alguien te gusta.
—Pues depende —respondió él.
Pasé a la habitación y cerré a mi espalda, cuidadosamente,
temiendo hacer ruido por alguna razón. Me sentía tímido, inseguro, como si yo
fuera el invitado.
—¿De qué?
Lot Anders dejó el libro sobre la mesilla. Después se
deslizó sobre las sábanas hacia un lado y se giró de cara a la puerta,
apoyándose sobre un codo y mirándome a los ojos. Un mechón de cabello
engominado le cayó sobre la frente hasta la barbilla, enmarcándole el rostro
por un lado.
—De la situación en la que te duermas.
«Vale. Por si tenías dudas, Alex, esto sí es una insinuación bien clarita». Un hormigueo
sofocado me subió desde el vientre hasta las mejillas; noté que se encendían y
me avergoncé de avergonzarme. Pero es que habría que ser de piedra para no
sonrojarse en esa situación. No era sólo ese modo de mirarme, como si sus ojos
naranjas ejercieran alguna clase de gravedad sobre mis sentidos, era todo: la
manera en la que se movía, con esa elegancia natural que yo no podía comprender
racionalmente, la forma en la que estaba ahí, esperando, con la camisa
desabrochada, el timbre hipnótico de su voz. Sacó la punta de la lengua y se
lamió los labios casualmente. Me pregunté si él era siempre así o todo aquello
era intencionado. A lo mejor ni siquiera el propio Lot se daba cuenta de lo
magnético que estaba siendo.
—La verdad es que no tengo sueño —balbuceé, casi infantilmente.
—Eso ya lo has dicho —replicó Lot, pasándose la mano por el
pelo. Luego cogió la botella de la mesita y la alargó hacia mí, sin
levantarse—. Eso y algo muy interesante sobre días regalados.
Asentí con la cabeza, pisando los zapatos para quitármelos y
acercándome a la cama. Sus ojos me seguían. Y ahora yo también le miraba
detenidamente, estudiando sus rasgos, fijándome en las cosas que antes había
pasado por alto, como la elegante curva de la nariz, las pestañas oscuras y la
uniformidad de la piel. Era una piel preciosa, a decir verdad, sin la menor
imperfección. Ni arrugas, ni marcas de expresión, ni sombra de barba fuera de
lugar. Llevaba las patillas perfectamente perfiladas, y las cejas también. Un
estremecimiento me recorrió. «Es un poco raro, pero es muy guapo. Parece una
fotografía antigua». Decidí que sí, que Lot me gustaba, y eso me puso muy
tonto.
—Eres el primero al que dejo subirse a mi cama en estos días
regalados —confesé, sentándome a su lado en el colchón con las piernas
cruzadas.
Agarré la botella y di un trago, lamiéndome los labios
después y entregándosela de vuelta. Lot me miró de arriba a abajo, dejó el vino
y me observó, como si estuviera evaluándome.
—Tú también eres el primero al que dejo subirse a tu cama
—replicó con desenfado.
Me reí por lo bajo y me tendí a su lado. «Además, tiene
sentido del humor».
Durante un rato, sólo nos miramos, como reconociéndonos.
Mirar a otra persona a los ojos es un acto de intimidad, algo que puede llegar
a ser muy cálido cuando hace varios días que sólo recibes el trato vacío y seco
de los profesionales del hospital y de la policía. Lot Anders parecía invitarme
con sus ojos a mirarle, y también a tocarle. Era como si me estuviera diciendo
sin palabras: adelante, no te cortes. Eres libre para hacer lo que quieras. Eso
me hizo sentir más seguro, para alivio de esa parte de mí que parecía
apremiarme, desesperada por algo, muy al fondo de mi ser.
Alargué la mano para tocarle el pelo, curioso y fascinado.
Todo era nuevo y genial. Lot me dejó hacer.
—Huele como a limón —dije, llevándome los dedos a la nariz.
Lot entrecerró los párpados otra vez, como un gato. Sus
dedos me acariciaron el brazo con un gesto que, aunque fue suave, me transmitió
una sensación muy intensa. Percibí con claridad el calor de su piel, la
vibración de su energía vital, el latido de su sangre, la electricidad
estática. Fue como si nuestras pieles se derritieran al contacto y se fundieran
en la superficie de la epidermis. Era muy agradable.
—No te los chupes —susurró. Me aparté los dedos de la boca,
obedeciéndole—. El gel fijador no es bueno para la digestión. —Se movió sobre
las sábanas de nuevo para acercarse más y me rodeó la cintura con el otro
brazo, alzando los dedos hasta rozarme la nuca. Me arqueé y me tendí sobre el colchón
al tiempo que él se cernía sobre mí, dejándome seducir, rindiéndome al embrujo
de su voz y sus gestos. —Y tengo otros sabores que ofrecerte que te agradarán
más.
Agité las pestañas. Me empezaba a aturdir su cercanía. El
tacto de sus dedos en la nuca me amansaba, aunque seguía nervioso, emocionado
como si fuera mi primera vez. Su abrazo era agradable, y también el aliento
cálido sobre mis labios. Esperaba que me besara, pero en vez de eso, bajó la
vista hacia mi boca y la rozó con la suya en una caricia sutil. No había nada
brusco o impositivo en sus maneras. Suspiré como un idiota; me gustaba que me
sedujera así. Alcé los dedos hacia su rostro, tocándole las mejillas tersas,
los pómulos, la barba delineada.
—Tengo hambre, Lot —murmuré, casi lastimeramente.
Su mano derecha empezó a levantarme la camiseta, muy
despacio. Hundí el vientre, estremeciéndome con el tacto de sus dedos. Volvió a
acariciarme los labios con los suyos, y cuando respondió, sus palabras vibraron
en un susurro provocador.
—Pues eso es un problema… porque yo también.
Su lengua rozó mi comisura con un tacto casi fortuito.
Finalmente, nos besamos. Fue un contacto suave, yo era consciente de que él me
estaba dejando explorar, marcar mi propio ritmo, y eso fue lo que hice,
investigando el tacto duro y firme de sus labios con parsimonia, intentando
encontrar los secretos de su sabor y deslizando la lengua despacio hacia su
boca. Él no me apremiaba, movía los labios para responder a mis gestos mientras
sus dedos recorrían mi pecho en caricias apacibles. Alcé los brazos para
rodearle el cuello, atrayéndole más. Cuando le reclamé así, él ladeó el rostro
para encajar conmigo en un beso más pleno, incitante y provocativo, abriendo
mis labios con los suyos y enredando la lengua alrededor de la mía.
Había cerrado los ojos, abandonándome a las sensaciones.
Poco a poco, la punzada en mi estómago se hacía más aguda, y presa de una
extraña necesidad, yo me iba liberando y reclamándole más. No recordaba cómo
había sido otras veces, cuando había besado a otros hombres, si es que lo había
hecho, pero aun así, tenía la sensación de que Lot Anders no era ningún novato.
Todo lo que hacía era estudiado, sus besos concienzudos me iban llevando poco a
poco más lejos hasta que la voracidad de su lengua, caliente y suave, me hizo
arquearme bajo su cuerpo con otra oleada de calor que me provocó comezón en las
mejillas.
—Esto está… bien… —murmuré, apenas separándome un momento y
abriendo los párpados—. Me gusta.
Lot sonrió sesgadamente. Me estaba mirando. Seguramente lo
había estado haciendo todo el tiempo.
—Pues claro —susurró—. Esa es la idea.
Después, sin cerrar la boca, me lamió los labios. Lo que
antes habían sido intercambios más convencionales se convirtieron en lametones
lascivos de lengua contra lengua. Las enredábamos en el aire, libábamos la
saliva del otro y nos mordíamos sin hacernos daño, en un juego provocador y
cómplice. Otra vez se me contrajo el estómago con un dolor agudo. Me arqueé
para sentir con más intensidad sus caricias sobre mi pecho. Ya tenía la
respiración sofocada y una necesidad casi violenta me agitaba por dentro, me
impelía hacia él y hacía acumularse la sangre entre mis piernas.
No era algo que pareciera casar con mi carácter, esa
ansiedad repentina que me hacía pensar en tirarle sobre el colchón y montarle
con frenesí. Pensé que era culpa de la abstinencia y del saber hacer de mi
compañero de cama. En todo caso, no pensaba comportarme como una golfa
cualquiera, por mucha necesidad que sintiera. Me contuve y disfruté de sus atenciones,
deslizando la mano por sus hombros para sacarle la camisa y recorriendo después
su pecho y el vientre plano y firme. Su perfume se desplegó a mi alrededor,
como si no hubiera existido hasta entonces. Era intenso y arrebatador, pero
también misterioso, y algo adictivo. Con el tiempo fui capaz de averiguar las
notas, una mezcla de anís estrellado, pomelo, heliotropo, madera y algo
químico, alcohol o gasolina. Pero en ese momento tan íntimo y especial, como
todas las primeras veces, no estaba para pensar en colonias. Sólo sabía que me
embriagaba.[1] Deslizó la
rodilla entre mis piernas y presionó con el muslo sobre mi sexo. Me arqueé para
frotarme contra él con disimulo. Mis dedos tropezaron con un piercing en su pezón derecho, un arito de metal al que se le
había contagiado el calor de nuestros cuerpos.
—Ven —me susurró, deslizando las manos tras mi espalda y
ayudándome a sentarme sobre su regazo.
Me quitó la camiseta con cuidado y la colgó junto a su
camisa, en el cabecero. Me fijé en su perfil, en el curioso corte de pelo de
mechones largos y sienes rapadas que ahora estaba totalmente alborotado por
culpa de mis manos. No podía dejar de tocarle. El tacto de su piel era suave,
sin irregularidades. El cuerpo fibroso asemejaba al de un bailarín o un gimnasta
y casi no tenía vello, sólo un rombo oscuro en el pecho y una fina línea desde
debajo del ombligo que descendía bajo la cinturilla de su pantalón. Aunque no
era muy corpulento, a su lado yo parecía un niño somalí. Se me marcaban las
costillas y los huesos de las caderas, mis brazos parecían palillos. Sin
embargo, me encontraba tan a gusto que no sentí vergüenza de mi cuerpo. Cuando
nos hubimos despojado de las primeras prendas, su abrazo se volvió mas intenso
y sus manos, ávidas, me recorrieron la espalda y se cerraron en mi trasero
mientras nos besábamos de nuevo.
La ansiedad que me mordía por dentro había crecido con cada
gesto hasta convertirse en desesperación, y al verme así, sentado sobre él y
con sus manos recorriéndome sin pudor, no pude resistir más. Le estrujé los
cabellos con fuerza, hundiendo la lengua en su boca, desatado y hambriento. No
entendía qué me pasaba. Necesitaba algo, y no sabía muy bien qué era. Se había
destapado un agujero en mi interior, un abismo profundo que yo no sabía que
existía. Tiré de sus cabellos agónicamente, entre mis labios brotó un gemido
quejumbroso, demandando una cura para mi maldita enfermedad, fuera cual fuese.
Lot sonrió en medio de un beso turbio y obsceno, mordiéndome
después los labios y lanzándome una de sus miradas burlonas. Metió las manos
bajo mi pantalón y me ayudó a sacármelo. Cuando vio mis calzoncillos, con
dibujos de Bob Esponja en el elástico, se echó a reír.
—Eres una caja de sorpresas.
No le hice el menor caso. Apenas podía respirar, se me
estaban inundando de lava los pulmones y el estómago me dolía como si tuviera
dentro una manada de ratas hambrientas royéndome las paredes. Tiró mis
pantalones al suelo y se desabrochó los suyos, mostrando unos elegantes boxers
de marca, color negro con dos líneas rojas.
Su contenido era lo suficientemente interesante como para hacer que me lamiera
los labios. Se curvaba, atrapado bajo la tela. Debió darse cuenta de que le
estaba mirando el paquete, porque contrajo los músculos del vientre para hacer
que se moviera un poco. Al ver cómo apartaba los ojos, se rió otra vez. Reptó
sobre mí, como una pantera sobre una rama, dejando por el camino los
pantalones, que recogió con una mano rápida y colgó del cabecero. Después, sin
mediar palabra, metió la mano por debajo de Bob Esponja y me agarró.
Yo acababa de abalanzarme a besarle. Al sentir su mano, gemí
y me dejé caer hacia atrás. Entrecerré los ojos, sintiendo cómo los estímulos
correteaban como hormigas sobre mi cuerpo, arrancándome estremecimientos,
puntos de placer en lugares inesperados, erizándome la piel y haciendo que
empezara a sudar.
No sabía qué me estaba pasando. Ni siquiera me había tocado
desde que desperté en el hospital. Aquel deseo que me estaba, literalmente,
devorando, no era normal. O quizá fuera por eso mismo. ¿Yo era así antes?, me
preguntaba, mientras intentaba no parecer demasiado puta[2].
¿Yo era así, o es que ese hombre me gustaba mucho? ¿Qué iba a pensar él?
¿Debería controlarme? Le miré entre las pestañas. Estaba arrodillado entre mis piernas.
Me había quitado a Bob Esponja y lo había arrojado al suelo, a hacer compañía a
mis pantalones. Sus dedos se movían sobre mi sexo dispuesto con una pericia
enloquecedora y me miraba, incansable, con una expresión más analítica que
lasciva. Cuando se lamió los dedos de la otra mano y los deslizó hacia mi
entrada, me abrí de piernas de inmediato y elevé las caderas, ofreciéndome
descaradamente para escándalo de mí mismo.
El cabrón de Lot sonrió. Escuché su risa suave y
lasciva. Igual debería haberme molestado, pero eso también me gustó, en cierto
modo. Hundió las falanges del índice y el corazón en mi interior hasta la
mitad, sin encontrar gran resistencia, mis entrañas se distendieron y los
nervios volvieron a vibrarme con una especie de descarga eléctrica. Me mordí
los labios, mareado. Se me contrajo el estómago y empecé a salivar… y después,
solo pude gemir, jadear y retorcerme sobre las sábanas, abandonado a sus
atenciones, dejando que me hiciera lo que le diera la gana y sintiendo que me
moría de sed, ahogándome, diluyéndome en una mezcla de placer y agonía.
Escuché el roce de la tela cuando se despojó de su
ropa interior. Después, al sentir el peso de su cuerpo sobre mí, le abracé con
las piernas, desesperado por que lo hiciera ya. Y lo hizo. Y yo le estaba
besando, succionando su saliva, cuando le sentí entrar con la combinación justa
de firmeza y delicadeza, y no sentí el menor dolor. Exhaló un ronroneo apagado,
lascivo, de pura satisfacción, al enterrarse por completo en mis entrañas, y
allí aguardó unos instantes. Gemí bajo sus labios mientras se retiraba para
empujar de nuevo. Maldito fuera, y tanto que sabía lo que hacía. Sus
movimientos, controlados al principio, fueron adquiriendo ritmo y en cada uno
apuntaba exactamente a donde debía. Y se me dilataron los poros, y se me erizó
el vello y todo se distendió, y me desplegué, como si hubiera estado durante
demasiado tiempo encogido, como una extraña anémona, y me sentí vivo al tragar
su saliva, succionando con fuerza sobre su boca. Recuerdo la sensación, como
una cascada vertiéndose hacia mí. Burbujeaba por dentro. Sus movimientos
estudiados y medidos me colmaban y me provocaban al mismo tiempo, y yo… yo…
Yo que sé.
Aquello era un maldito descontrol. Le estrujé con las
manos y las piernas mientras me penetraba, le estreché entre los brazos,
gimiendo en alto con desesperación. Le acaricié, arañándole con tanta fuerza
que le dejé profundos arañazos en el cuello y los hombros. Me arqueaba e iba a
su encuentro, temblando de necesidad. No sabía cómo había sido yo antes, no
sabía si alguna vez me habían follado de esa manera, ni siquiera sabía si esas
sensaciones tan intensas eran a causa de haber pasado tanto tiempo sin
practicar o se trataba de algo diferente, algo especial. Pero me dominaba, fuera
lo que fuese. Era superior a mí. Abrí los ojos, observándole, fascinado y
extrañado, y también, la verdad, sin atreverme a pedir más a viva voz. A Lot el
gel fijador ya no le servía de mucho: se le habían soltado los largos mechones
negros y a veces le velaban el rostro. Dos finísimas gotas de sudor resbalaban
por su pecho y los ojos, ahora completamente naranjas por la iluminación o por
mi propia fantasía, me miraban con fijeza. No había en ellos afecto, sólo
curiosidad y algo más. Sí, otra vez ese aire burlón. Se estaba divirtiendo.
—¿Eso es todo? — Esbozó una sonrisa de gato de
Cheshire mientras hacía ondular las caderas para retirarse. Después, empujó,
enterrándose profundamente. Yo gemí, con una nueva oleada de calor abrasándome.
—Qué tímido.
Sus palabras me soliviantaron por algún motivo. Me
abalancé hacia él para besarle con intensidad, mordiéndole la boca. Él me puso
la mano sobre los ojos y de pronto fue como si algo se estropeara. El flujo de
calidez que se desbordaba hacia mí se interrumpió, sentí un poco de frío y el
orgasmo que estaba a punto de llegarme se alejó.
Fue como caer cuando estás a punto de alcanzar algo
muy alto. Un bajón terrible. Rabioso, pensé que iba a quedar insatisfecho, así
que le empujé con muy malas formas para tumbarle en el colchón y servirme a mis
anchas. Fui muy brusco, tanto que yo mismo me sorprendí. Me costaba reconocerme
así. Y sin embargo, él lo convirtió todo en algo elegante. Cuando le agarré la
muñeca, me enlazó los dedos, y en vez de oponer resistencia o dejarse empujar,
me rodeó la cintura con el brazo y se tendió con un volteo grácil,
arrastrándome consigo.
Su erección estaba en auge y follaba muy bien, yo no
llegaba a comprender por qué el ascenso hacia el clímax se había cortado en
seco… así que deduje que era culpa mía, por los medicamentos, por… porque yo no
estaba bien. Me sentía muy frustrado. Cuando cambiamos de postura, sentado
sobre él, empecé a cabalgarle frenéticamente. Le arañé los brazos, tiré de la
argolla con la que se adornaba el pecho y le hice dar un respingo, pero el muy
pervertido, gimió de gusto. Le hundí los dedos en los pectorales para
afianzarme y me dediqué a empalarme contra su polla cada vez más rápido,
ansioso por recuperar lo perdido.
Cerró los dedos en mis nalgas y se rió entre dientes,
en medio de la respiración acelerada.
—¿Buscas algo? —susurró.
Su voz estaba llena de malicia. Apreté los dientes,
sacudí la cabeza, y luego me incliné sobre él para devorar su boca. Respondió a
mi beso con la misma ansia desasosegada que a mí me dominaba.
—No… no… no lo sé… —acerté a responder.
Ni siquiera sé cómo podía hablar mientras hacía lo que
estaba haciendo. Me dolían hasta los músculos, pero no podía parar. Y de pronto
se incorporó, sin apoyarse siquiera, haciendo una exhibición de abdominales, y
me abrazó. Así sin más. Respondí a su gesto, con un brote de ternura naciente
que se interrumpió cuando su lengua empezó a jugar dentro de mi oreja y las
manos en mi espalda descendieron hasta aferrarme de las caderas. Esta vez, sus
envites no eran incitantes, tampoco tentadores. No, era el coito crudo,
apasionado y salvaje de un hombre sediento. Su aliento restallaba sobre mi
boca, su sexo palpitaba con fuerza en mi interior, se endurecía aún más. Me
guiaba con las manos, estrellándome contra su vientre. Su rostro dejó de ser
burlón o curioso, su expresión se volvió oscura y lujuriosa y su mirada empezó
a marearme. Le aferré, intentando desesperadamente seguirle el ritmo. Y
entonces llegó, como una centella inesperada. Se abrió paso desde mi vientre,
enviando convulsas oleadas de calor por todo mi cuerpo, haciéndome gritar y
tensarme como un primerizo. Le mordí con fuerza para ahogar los sonidos que se
empeñaban en brotar de mi garganta. Pero no me dejó. Me alzó la barbilla con
los dedos y me miró. Me miró mientras yo me deshacía entre sus manos, alrededor
de su cuerpo. Temblé y gemí de manera vergonzosa, y me derramé en largas
contracciones que me hicieron enloquecer de placer, manchando su vientre. Y sus
ojos estuvieron fijos en mí hasta el final. Vi mi reflejo en ellos y por un
momento, creí estar fuera de mi cuerpo, allí, dentro de esas esferas de vidrio
anaranjado, observándome… viéndome abrir los labios, viéndome perder la mirada
en el techo, el cabello teñido de rojo apelmazado, pegándoseme a la frente, los
pezones duros y erguidos… y dejé de ver, porque el clímax me robó parte del
sentido. Cuando volví a ser capaz de enfocar la mirada, él había cerrado los
ojos. Se arqueó, apartando el rostro hacia arriba y apretando los dientes, y se
liberó con latidos rápidos y ardientes, con una abundante descarga, caliente y
revitalizante, que regó mis entrañas, coreándome con gemidos graves, sensuales,
apagados.
El olor intenso de nuestros cuerpos se me pegó a los
pulmones. El corazón me latía desbocado, y dejé caer la cabeza hacia adelante
mientras el temblor cedía, el pulso se estabilizaba y las mareas se iban
retirando poco a poco. Las sacudidas se calmaron y dieron paso a una paz
agotada pero dulce. Sí, era agradable. Me rodeaba con los brazos, su respiración
se acompasaba a la mía. Podía notar la sangre corriendo bajo sus venas, y su
tacto se acoplaba a mi piel como si pudiéramos tocarnos más profundamente de lo
habitual. Me sentí relajado, renovado. Y ya no tenía esa sensación de
frustración. No estaba seguro de si había obtenido todo lo que quería, pero
había sido un polvo increíble, y no necesitaba recordar otros y comparar para
saberlo.
Lot volvió a besarme como al principio, uno de esos
besos de manual de seductor, lentos y dedicados, que provocaban mareo. Luego me
sonrió con aire malicioso. Yo le devolví la sonrisa. Parecía muy satisfecho.
—Sabía que tenía que elegir la cama —me susurró.
Habíamos acabado en la misma postura en la que todo
comenzó, tendidos el uno junto al otro, su brazo alrededor de mi cintura, sus
dedos en mi nuca y cernido sobre mí, rozándome con los labios. Una inquietud un
poco inexplicable se despertó en mi interior. ¿Le habría hecho daño? Le miré,
preguntándome absurdamente si estaría bien. Él no parecía encontrarse mal en
absoluto.
—Vas a pensar que soy un facilón… —murmuré—. Aunque
quizá lo soy.
—Prefiero pensar que yo soy convincente —replicó,
juguetón. Le peiné con los dedos y, al mirarle los brazos, casi di un respingo.
Él alzó la ceja y preguntó:—¿Qué?
—Te… te he dejado alguna marca —confesé.
Lot sonrió a medias y se estiró un poco para coger la
botella de vino. Su olor se había vuelto muy intenso, con matices nuevos,
agradable y envolvente. Me encontraba muy bien ahí, muy tranquilo entre sus
brazos, con su calor tan cerca y ese bienestar narcótico, casi estupefaciente,
que se le queda a uno después de un buen revolcón.
—Mejor. Así quedará constancia de nuestra unión
carnal. Y podré enseñárselas a mis amigos para presumir.
Fruncí el ceño, mimoso.
—No sé si me gustaría que hicieras eso.
Él se rió entre dientes y acercó su rostro al mío,
rozándome la nariz con la suya. Lamió una gota de vino de mis labios.
—Estaba bromeando, nene — me susurró, íntimo y
seductor—. Nunca lo había hecho con alguien que no recordaba a sus amantes
anteriores. ¿Sabes el efecto que tiene eso en mi vanidad?
Negué con la cabeza, inocentemente.
—¿Es un problema eso para ti? —pregunté con mucha
seriedad—. Que no tenga recuerdos.
Él me miró un rato con aire resignado y luego se echó
a reír. Volvió a besarme y me soltó, saliendo de mi interior con delicadeza. Se
cubrió con la sábana casi como quien no quiere la cosa y se repantigó contra el
cabecero de la cama, peinándose con los dedos, de nuevo todo glamouroso y
fantástico.
—¿Lo es para ti? —dijo, devolviéndome la pregunta.
Dejó la botella y empezó a peinarme a mí. Me acerqué,
buscando su contacto hasta apoyar la mejilla sobre su pecho.
—No. Es agradable, la verdad —admití.
—¿No quieres recordar?
Me rodeó con el brazo. Yo negué con la cabeza,
abrazándole a mi vez. La verdad es que no quería pensar en eso. En realidad ni
siquiera quería hablar. Quería dormirme así, a su lado, y que no me soltara. Me
sentía estúpidamente frágil y vulnerable. Y también un poco triste.
—Me he visto a través de tus ojos —confesé, en un
murmullo.
—¿Ah, sí?
Asentí. La lamparita árabe envolvía la habitación en
una luz ambiental, rojiza. Me mordí el labio.
—Son las pastillas. Los medicamentos que me han
recetado los médicos. Tengo que tomar muchas. Me dijeron que podría haber
efectos secundarios.
—Ya. —Le miré con el rabillo del ojo. Él tenía el
rostro vuelto hacia el frente y no parecía que nada de todo aquello le
importase un carajo. De pronto, levantó la mano izquierda y la acercó a mi
rostro. —¿Qué tengo en la mano?
No entendí a qué venía eso.
—Nada —respondí, perplejo.
Lot movió la muñeca. Me mostró el dorso y la palma,
luego de nuevo el dorso. Y cuando abrió la palma, ahí estaba la cuchara. La que
había robado de la cafetería. La tenía sujeta entre el índice y el corazón, y
la cazoleta se apoyaba en su muñeca. Me la ofreció, y yo la cogí, atónito,
incorporándome un poco. Un escalofrío me recorrió la espalda. «Las
fotografías», recordé.
—¿Cómo haces estas cosas? —pregunté, inquieto, pero
también fascinado.
—Sólo son trucos —replicó él, lacónicamente.
—No… tú… tú me diste las fotografías, las que estaba
haciendo.
Cogí la cuchara con las dos manos y empecé a darle
vueltas. Era real, sin duda. Estaba fría, salvo por los lugares en las que yo
la estrujaba, pero no parecía que él hubiera podido esconderla durante
demasiado tiempo.
—Son trucos, solo que son trucos muy buenos.
—Ya —le miré, incrédulo—. Pues ni Copperfield[3]
Lot negó con la cabeza, restándole importancia.
—Es la misma mecánica que en cualquier otro truco. Si
conoces la baraja, si la conoces a fondo, puedes hacer cosas sorprendentes con
ella. —Me miró, esbozando media sonrisa misteriosa. —Cosas que a los que no la
conocen tan bien como tú les parecerán fascinantes… incluso les pueden dar
miedo.
Arrugué el entrecejo. Me intrigaba mucho, él, sus
palabras. Las cosas que hacía. Volví a preguntarme quién era, qué quería de mí,
y eso estuvo bien, porque dejé de pensar en mí mismo. Me recosté de nuevo en su
pecho.
—No me da miedo pero… todo esto es muy raro, Lot.
—No tengas miedo. Este mundo no es lugar por el que
caminar con miedo.
Guardamos silencio durante un rato. Medité sobre sus
palabras, y también sobre mis miedos. En aquel momento no podía pensar en
ninguno con claridad. Me sentía tontamente seguro allí, con él. Y era un error,
una parte de mí lo sabía y quería mantenerse alerta, pero otra no dejaba de
repetirme: qué más da, qué más da, qué más da. «Qué más da si no le conoces,
qué más da si es un mentiroso, qué más da si en realidad quiere algo horrible
de ti, qué más da si mañana tienes que sacarle a golpes de tu casa, qué más da
si sucede una desgracia. Es esto, es este momento, lo importante es el momento,
lo que has sentido, lo que sabes que él ha sentido… ¿sabes lo que él ha sentido?».
Luego me empecé a rayar. Mi cabeza parecía discutir consigo misma a dos voces,
y una tercera, la de mi yo consciente, tenía ganas de abrir una grieta en mi
interior y arrojar a ambas voces a través de ella[4].
—Dices que te has visto —dijo él entonces. Agradecí
que me interrumpiera—. A través de mis ojos.
Asentí.
—Me he visto sobre las sábanas…
—Y dime —volvió a interrumpirme— ¿Estás celoso?
Algo se sacudió en mi interior con rabia, como un
fogonazo, al escucharle. Lot esbozó una sonrisa contenida y sus ojos se
hundieron en los míos, como si buscaran algo, escrutadores y rapaces. Me sentí
violento y me tensé un poco. Dejé pasar unos segundos antes de contestar.
—¿De ti?
Él meneó la cabeza, la sonrisa se le desplegó como una
pantalla. Parecía satisfecho otra vez.
—Nada, olvídalo. —Me estrechó con suavidad. —¿Sabes?
Hay más cosas de las que se ven. Y no todas las que se ven, existen. A mí me da
igual que no quieras recordar, pero tendrás que hacer algunas cosas si quieres
que lo nuestro funcione, y eso implica que al menos recuerdes cómo se hace.
—¿Cómo se hace el qué? —pregunté, extrañado.
Él se ladeó y me acarició los labios con los dedos.
—¿Aún tienes hambre?
Me pregunté si iba a responderme a alguna maldita
pregunta aunque fuera por una sola vez. No había obtenido gran cosa de él desde
que nos conocíamos. Poca información, y a saber si era verdadera o no.
—Un poco —respondí—, pero no puedo pasarme el día
comiendo. Ni la noche.
—No, claro —sonrió—. Además, ya no me apetece cocinar
para ti. Al menos por hoy.
Se me iluminaron los ojos y le aferré un poco más.
—¿Mañana sí? Cocinas bien.
—Puede.
—Los médicos dicen que es algo psicológico —murmuré—.
No sé muy bien qué me pasó, pero por lo visto casi me muero de hambre.
Lot volvió a beber vino, un trago largo esta vez.
Luego dejó la botella sobre el cerco húmedo que había proyectado en la mesita.
Me pregunté si me había escuchado. Me pregunté, peor aún, si le importaba.
Quizá no debí decir nada.
—¿Sabes? En realidad, todo eso de los mafiosos era un
símil. En realidad somos criaturas de pesadilla a las órdenes de nuestros
superiores, habitando en un mundo destruido.
Lo soltó así, como si nada. Y mis ojos se abrieron
como platos, se me paró el corazón en el pecho y el aire se me congeló en los pulmones.
Nunca antes una estupidez me había conmocionado tanto. El aire se volvió gélido
entre los dos, mientras sus palabras resonaban en mi cabeza, amenazando con
quebrar algo que se mantenía frágilmente unido: mi cordura.
. . .
Escena 3, toma segunda.
Bueno. Es buen momento para recapitular. Como
recordaréis, yo acababa de salir del hospital por un asunto oscuro (entraremos
en detalles más adelante sobre eso), llevaba semanas sin tratar con nadie y
había acudido a una cita de trabajo a la que me habían invitado mediante un
anónimo. Todo esto, ya de por sí, era inquietante. Amnésico, sin saber qué me
había sucedido, qué me habían hecho, y a pesar de todo, fui a la estúpida cita.
Allí, un niño psicópata me insinuó que yo era narcotraficante o algo por el
estilo y que tenía que volver al redil. Luego apareció Lot, dijo que era una
broma suya y me invitó a un café. Al día siguiente quedamos para hacerle las
fotos a él y a su grupo. Y luego resultó que no tenía grupo, que seguramente
aquello era una maldita emboscada y que Lot me dio un fajo de billetes y me
dijo que huyera. Acto seguido le llevé a mi casa, me hizo la cena y luego
follamos. Y fue genial. Pero ahora, en plena charla poscoital, después de un
truco de ilusionismo bastante convincente, el tal Lot Anders se ponía a
soltarme mierdas sobrenaturales. Pues no, hombre. Es la clase de cosas que
indignarían a cualquiera, especialmente a alguien que acaba de salir de un
trauma vital muy fuerte. Así que aceptad este consejo: no habléis de cosas como
esa con vuestra pareja, estable u ocasional, justo después del sexo. A nadie le
gusta. En serio.
Pero en fin, él lo hizo. Y yo me erguí un poco y le
miré, entre incrédulo y enfadado.
—¿Qué?
—Tú eres una rémora. Una especie de mosquito que le
chupa la vida a la gente y luego la reparte cual camarera sexy de bar nocturno.
Y yo un ilusionista. Diseñador de escenarios, entre otras cosas —prosiguió él,
con naturalidad. Y os juro que cada palabra me golpeaba por dentro como un
mazazo. Me parecía escuchar la reverberación. Como un enorme gong—. El problema
es que yo no sé sacarle la energía a la gente, pero sí abrir caminos, cerrar
puertas. Por eso, puedo ayudarte a que no te encuentren. Pero tienes que
entender que, si no colaboras y no vuelves a sorberle la vida a los demás, no
podrás darme una parte a mí para que me alimente también. Y podríamos llegar a
tener problemas de convivencia. Bueno, con eso y con el reparto de tareas.
Habrá que hacer un cuadrante, o algo.
—Estás bromeando otra vez.
«Está bromeando», pensé. «Yo le mato», pensé también,
a la vez. Lot sonrió.
—Lo de hoy ha sido una excepción, porque estás hecho
polvo. Pero no pienso ser tu despensa, así que espabila, el de ahí adentro.
—¿Qué dices?
Me incorporé, sentándome. Había apretado los dientes y
me temblaban las manos y la mandíbula. «Yo le mato» empezaba a sonar más fuerte
que «está bromeando». Me puse tenso y a la defensiva. Quise gritarle. ¿Por qué
hablaba de cosas que no entendía? ¡Quería que dejase de hablar!
—Puedes seguir jugando a los disfraces, me da igual.
Hasta me gusta. Pero haz lo que debes.
Me aparté de él y tiré de las sábanas, cubriéndome.
—¡Deja de decir locuras!
—Bueno, no te pongas así. Era el diálogo de una
película.
—¿El diálogo de…?
—De ciencia ficción.
—Pues ahórratelo. Además… además, no puedo fiarme de
nada que salga de tu boca. Aunque eso es un despropósito. No podría ser.
Yo estaba encogido en mi lugar, como una amante
despechada. Lot, indiferente, cruzó los brazos tras la nuca. La sábana le
tapaba desde la cintura hasta los muslos, el resto me lo había llevado yo en mi
arrebato.
—No todo lo que sale de mi boca es tan terrible —dijo,
mirándome de reojo. Negué con la cabeza, receloso—. Al menos no te lo parecía
hace un rato. Te estoy poniendo las cosas fáciles. Créete lo que quieras, sólo
te pido lo justo.
—¿Lo justo? —le miré con reproche. Era el peor
poscoito que recordaba. Aunque no recordaba ninguno, lo cual también lo
convertía en el mejor. Lamentable—. No soy un maldito mosquito, no entiendo la
mitad de las cosas que dices.
—Lo único que tienes que hacer es lo que has hecho
conmigo hace un rato —insistió Lot, siempre dispuesto a ayudar, a solucionar
malentendidos, a explicarme sus desvaríos que no me interesaban en absoluto—.
En realidad, la energía que te has llevado te la he entregado dadivosamente…
pero bueno, la técnica es la misma. Tú solo hazlo. No te preocupes de nada más
si no quieres, simplemente hazlo con… no sé. Con quien te de la gana. Pero con
una cierta frecuencia.
—¿Qué? ¿Follar? —Abrí los ojos como platos. No podía
creerme lo que el tío me estaba diciendo. —¿Pero qué clase de consejo es ese? Me
dices tan tranquilamente que eres un estafador, te metes en mi vida y me
cuentas una historia de película y me...
¿Me estás pidiendo que me prostituya para mantenerte?
Lot sonrió de pronto.
—¿No has visto esa película tampoco? Es increíble.
Deberías ir más al cine.
—¿Qué…?
Sacudí la cabeza, dándome por vencido. Lot Anders me
aturdía. Me estaba dejando sin fuerzas con aquella conversación tan absurda e
inquietante.
—¿Cómo iba a pedirte eso, Alex, querido? Desde luego…
tienes un concepto terrible de mí.
—No tengo ninguno —repliqué, molesto—. Es que no te
conozco. Y me has pedido que me revuelque con quien sea de forma asidua para
tener una buena convivencia.
—A veces digo tonterías —resolvió él, rodeándome con el
brazo—. Además, no estaba diciendo eso. Interpretas cosas muy feas. Ven, no te
enfades.
Iba a protestar, algo reticente aún, pero entonces él me
abrazó con calidez, me rozó la nariz con la suya y me miró con una expresión
casi sincera en los ojos, que ahora parecían más castaños que anaranjados.
Vacilé un momento, pero al final me dejé convencer, y claudiqué con un suspiro.
—Estás loco. —Sus brazos me reconfortaron y la sensación
de angustia se mitigó un poco. Me sentía como si él me hubiera arrojado a un
río helado para después entrar a rescatarme. Era cruel por su parte. Pero
agradable. Retorcidamente agradable. —¿Qué tengo que interpretar entonces?
Lot se inclinó sobre mi rostro un poco más, besándome la
comisura de los labios y mirándome entre las negras pestañas.
—Pues que… como soy un galán algo rudo, no encontraba un
modo adecuado de decirte que me gustaría quedarme aquí, contigo, y que fueras
mi amante… —sus palabras rodaban entre mis labios, el aliento le olía un poco a
tabaco perfumado, tenía los dientes perfectos, muy blancos —porque quería que
lo fueras desde que te vi en ese horrible local de luces azules, con tu
ridícula cinta en el pelo y esos ojos soñadores. Y otras virtudes de las que no
es elegante hablar.
Con el tiempo, aprendería que Lot Anders siempre (o casi
siempre) sabía cómo decir las cosas. Con el tiempo entendería que para él todos
éramos su audiencia, el público de un espectáculo de ilusionismo en el que él
dominaba el escenario y jugaba con nosotros a su antojo. No obstante, debo
reconocerle que fue sincero, a pesar de ser un mentiroso. Él me advirtió desde
el principio que las cosas que decía podían ser verdad o mentira. Yo elegía lo
que quería creer… y aunque aún no había tomado una decisión sobre esas palabras
persuasivas que me estaba dedicando en aquel momento, en plena fragilidad
poscoital, una parte de mí deseaba creerlas, aunque fuera sólo un rato. Supongo
que ese era parte de su talento, saber lo que queríamos creer y ofrecerlo. Sin
embargo, otra parte de mí no se chupaba el dedo, de modo que fui cauto. Un
poco, al menos.
—¿Todo esto no será un montaje para conseguir precisamente
eso, no? Quedarte aquí y tener un refugio donde esconderte.
Lot sonrió a medias.
—Todo no… pero mis últimas catorce o veinte frases
absurdas iban dirigidas a conseguir que dijeras que sí. Aunque admito que no lo
he hecho muy bien —añadió, frunciendo un poco el ceño con pretendida gravedad y
pasándome los dedos entre los cabellos—. Al menos la parte de hablar.
Volví a dudar, así que traté de buscar algo confiable en
él. No encontré nada mejor que lo que veía a simple vista.
—Pero si apenas nos conocemos.
—Eso no ha sido un problema esta noche. ¿Por qué debería
serlo en lo sucesivo?
Bueno, tuve que reconocer que ése era un argumento
demasiado contundente; habría tardado mucho en discutirlo de forma adecuada y
no me apetecía hacer el esfuerzo. Así que le concedí eso.
—Por nada, supongo.
—No pareces muy convencido —prosiguió, inclinándose sobre
mí. Alargó la mano izquierda para acariciarme la cintura—. ¿Tengo que
recordarte que sé cocinar?
Desvié la mirada.
—Y follas bien —admití—. Son dos puntos fuertes a tu
favor.
—No había necesidad de incidir en eso —ronroneó Lot,
mirándome otra vez con ojos avariciosos—. Al menos, no verbalmente. Es poco
elegante. Es de esas cosas que son maravillosas en acción pero muy burdas como
tema de conversación. —Me reí entre dientes, rozándole el rostro con las yemas
de los dedos. Tenía la piel muy elástica, los poros apenas se le marcaban. Y
sus ojos resultaban hipnóticos. Se me acercó más, reptando como una culebra.
—¿Entonces? ¿Qué me dices? ¿Cuál es el problema?
Negué con la cabeza y le rocé los labios con los míos,
asomando la punta de la lengua para probarle otra vez. Todo parecía loco, y
arriesgado y… tontamente romántico, pero intenso, y me había sentido tan vivo…
Sus mentiras eran agradables, y me haría la comida y la cena, y era guapo, y
sabía lo que hacía entre las sábanas, y aburrido no era en absoluto, aunque
estuviera como una jodida chota. La posibilidad de que un coche antiguo
derrapara frente a mi casa y cuatro tíos con ametralladoras me acribillaran, o
de que el niño psicópata entrara por la celosía, destrozándola, y me arrancara
el corazón, eran cosas que en ese momento no se me pasaron por la cabeza.
—No hay ninguno—dije al fin—. La respuesta es sí. ¿Es que
tengo algo que perder?
Le besé con un gesto dulce. Él se lamió los labios y
sonrió como un gato satisfecho, abrazándome posesivamente.
—Lo único que puedes perder son las ganas de estar con
nadie más —declaró, alzando la ceja y componiendo una pose de tipo interesante.
Volví a reír un poco y trepé sobre él, sentándome a
horcajadas sobre su vientre.
—Tal vez las pierdas tú.
Me incliné para besarle de nuevo. Sus manos se
deslizaron sobre mis muslos, su lengua se enroscó alrededor de la mía,
invitadora. Poco a poco, convirtió el beso dulce que le había brindado en un
intercambio lascivo y algo animal. Me dejé llevar. Una vez más, no quería
pensar en nada. Tenía la sensación de estar saltando al vacío sin saber muy
bien lo que había debajo.
—Creo que ese puede ser un buen reto para ti.
—No pienso tomarme esto como un reto —susurré.
Luego le hice callar de nuevo. Le acaricié el pecho
con las manos abiertas, buscando su calor. El juego cruel de su lengua contra
la mía me iba encendiendo otra vez, el roce de sus manos en mis piernas y mi
cintura era anhelante, me tentaba, y empecé a balancearme sobre él con un roce
provocativo y lento. Él me marcaba con el tacto de sus yemas, que parecían
solaparse bajo mi piel como si estuviéramos hechos de agua. Cuando le liberé
del beso, se lamió los labios y sonrió, con los ojos brillándole con guasa.
—Tienes una sana mentalidad deportiva.
Nos quedamos en silencio, mirándonos, mientras
nuestras manos se exploraban y nuestros cuerpos se iban amoldando al tacto del
otro, al calor, a la suavidad, rozándonos con los labios en besos cada vez más
largos y envolventes. De nuevo me estremecí, se me erizaron los poros y junto
con la excitación naciente se me anudó la angustia en la garganta. «No le
importa», me dije, «esto le resulta divertido, pero no le importa una mierda. Tú no le importas una mierda, solo quiere aprovecharse
de ti. Es frívolo, es manipulador, Alex. Es superficial como el barniz, y
debajo no hay nada». Sabía que todo era verdad.Y sin embargo, ser consciente de
eso me hería. Era como si a mi propio vacío se uniera también la vacuidad de
todo aquello… y no, no podía soportarlo. Era demasiada nada para mí.
—Podemos ayudarnos… —murmuré a la desesperada,
tratando de fabricarme mi propia esperanza—. Quiero ayudarte. Si lo que has
dicho es cierto… los dos lo necesitamos.
Hubo más besos, y un minuto de silencio por cada uno
de ellos.
—¿Y si no lo es? —susurró él sobre mi boca, los ojos
brillantes clavados en los míos.
—Si no… entonces tú has venido por algo… y yo necesito
llenar mi vida de nuevo.
Me sentí palidecer. Era como tumbarse en un altar
sacrificial o algo así, pero no me quedaba nada. En ese momento creía verlo con
claridad. No me quedaba nada, y sólo había un modo de que eso cambiara. La
mirada de Lot vaciló por un momento, el resplandor lascivo se mitigó y vi una
chispa de curiosidad o de algo diferente, lo que fuera. Yo no había dejado de
contonearme, y sus manos treparon rápidas hacia mi cintura con una caricia
posesiva y ardiente. Deslizó el pulgar hacia mi ombligo y su mirada también me
acarició, abrasadora, cargada de deseo.
—No voy a pedirte fidelidad —dijo, en un tono de voz
tan diferente que casi parecía que hablara en serio—. No voy a pedirte nada que
no puedas dar.
Le abracé de nuevo, huyendo de sus ojos, y oculté el
rostro en su cuello. Busqué el lóbulo de su oreja.
—Te daré lo que necesites. Te daré todo. Creo que solo
así tendré algo —dije al fin, con palabras temblorosas.
Le escuché reír por lo bajo, pero esta vez era una
risa amarga. Sus caricias se volvieron más intensas, elevó las caderas y empezó
a responder a mis movimientos, frotándose contra mí. Nos estábamos poniendo
cachondos como animales en celo, pero había algo triste y desesperado en todo
eso. Era algo así como el último beso de dos desconocidos antes de arrojarse al
fuego. Entonces, de repente, me agarró por los brazos y me separó el rostro de
su hombro para mirarme otra vez. Sus dedos me recorrieron los costados, se
deslizaron por mi pecho en un gesto arrebatado, tenso, arañándome los pezones y
pellizcándolos lascivamente. Gemí, y él mostró los dientes en una mueca
abiertamente provocativa.
—Nadie puede darlo todo —susurró, en el mismo tono que
si estuviera hablándome de las cosas que pensaba hacerme.
—Hay quien sí puede —le contradije.
Las emociones que me golpeaban eran demasiado confusas
e intensas como para analizarlas. No entendía por qué tanta tristeza en medio
de la excitación, no entendía la angustia ni esa sensación profunda de pérdida.
Pero aun así, era consciente de que aquel hombre era la única tabla a la que
podía asirme si no quería ahogarme para siempre en el abismo profundo de vacío
y soledad que me asediaba desde todas partes, allá donde volvía la mirada. Tiró
de mí hacia él para devorar mi boca sin contemplaciones, sus manos me arañaban
por la fuerza con la que me tocaba y me apretaba contra su cuerpo dispuesto. Su
erección se me clavaba en la ingle, exigente y abrasadora. Luego volvió a
apartarme, esta vez sujetándome el rostro entre los dedos.
—Yo no soy esa clase de persona —me replicó.
Había fruncido el ceño y la mirada de sus ojos
brillantes se había atemperado. Había algo amargo en él. «Son mentiras», me
decía a mí mismo. «Son mentiras, todo mentiras, las suyas, las mías… pero
quiero. Quiero que sea verdad. Quiero poder hacerlo, quiero entregarme, quiero
vivir algo así, intenso y dulce al paladar, y no estar solo, y darme, darlo
todo». Tomé aire antes de hablar, trémulo.
—Pero yo sí.
Bajé la mano y le agarré entre las piernas, cerrando
los dedos alrededor de su sexo con delicadeza. Lot entrecerró los ojos y apretó
los dientes. Empecé a acariciarle con movimientos largos y medidos, desviando
la mirada para ver lo que tenía ahí abajo. No estaba nada mal. Era grande, bien
proporcionada, sin venas muy marcadas y de piel tersa. Estaba caliente y dura,
erguida en una línea casi totalmente recta, apenas ligeramente curvada hacia arriba.
El extremo aterciopelado adquiría un tono algo más oscuro, pero mantenía la
uniformidad saludable de toda su piel y se exhibía con elegancia. La verdad es
que era bonita, además de apetecible. Creo que se dio cuenta de que la estaba
mirando, porque volvió a contraer los músculos del vientre para hacerla
distenderse más en un latido. Me dispuse sobre él, atrapándolo entre mis nalgas
para propiciar el roce y calentarle más. Le escuchaba jadear. Se había tensado
y su rostro se volvía más siniestro a medida que la lujuria se apoderaba de sus
facciones: mostraba los dientes en muecas lascivas, se le hundían las mejillas
cuando tensaba la mandíbula y el pelo le caía sobre los ojos cuando movía la
cabeza.
—Quien lo da… todo… —murmuró, a duras penas.
Dejó la frase sin terminar. Pero no hacía falta que lo
hiciera, ya imaginaba el final. «Quien lo da todo, se queda sin nada, pero yo
ya no tengo nada», me dije. Me apreté más contra él y le tenté, elevando la
grupa. Con un gemido, me agarró del pelo y tiró de mí al tiempo que se
incorporaba para estrellar su boca contra la mía.
Nos besamos con violencia, clavándonos los dientes,
magullándonos con los labios. Me aparté como pude, intentando suavizar la
situación con besos más suaves, delicados, pero Lot no parecía dispuesto a ser
suave. Seguramente, en su opinión ya lo había sido suficiente. No obstante,
cedió a mis demandas y se adaptó a mi ritmo, y aunque no me respondió a esos
besos ligeros, me permitió ofrendárselos. Cuando estuve satisfecho en cuanto a
ternuras, me elevé sobre las rodillas, guiándole con la mano, y luego descendí
para acogerle lentamente en mis entrañas. Él se quejó, aunque no de disgusto
precisamente. Resolló un poco y se dejó caer en el colchón, clavándome los
dedos en la cintura. Su mirada, a través de las pestañas oscuras, parecía
líquida ahora y se apagó cuando cerró los párpados, entreabriendo los labios
para suspirar gozosamente. Arqueó las caderas para penetrarme más
profundamente. Y sí, era jodidamente genial. El placer me mordisqueaba los
nervios y me provocaba escalofríos, y sus gestos me hacían sentir deseado. Y
aunque eso era agradable, no conseguía desterrar esa maldita e insistente
tristeza.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó entonces.
Yo no respondí. Estaba agarrado al cabecero, moviéndome
sobre él, arqueándome para buscar roces más placenteros, tomándole a mi ritmo
esta vez. Me solté de una mano y le acaricié los labios con los dedos,
deslizándolos luego entre ellos para tocar su lengua y mojarme las yemas con su
saliva. Los mordisqueó. Algo cortante y afilado relampagueó en su mirada.
—¿Cómo te llamas? —insistió.
Esta vez fue casi brusco. Tragué saliva y respondí
vagamente, desviando el rostro. No quería hablar. Quería follar. Follar y
olvidarme de todo.
—Me llamo Alex.
Mentiras, todo mentiras. Las mentiras siempre fueron
la base de nuestra relación. Sí, ya sé que hay mucho establecido sobre eso.
Normalmente, uno tiende a pensar que algo cimentado en mentiras no puede salir
bien. Pero poneos en mi lugar. Poneos en el lugar de alguien que lo ha perdido
todo, incluso sus recuerdos, incluso a sí mismo. ¿Qué tienen de malo las
mentiras en ese caso? Para mí eran algo bueno, porque ya eran algo. En cuanto a Lot… bueno, Lot tenía su propia visión
de las cosas, y las mentiras formaban parte de él, tanto como las verdades. En
la lente a través de la que él miraba el mundo, que algo fuera verdad o mentira
no tenía importancia. A él le importaban otras cosas, cosas más grandes, que
estaban por encima de todo eso… pero de eso ya hablaremos más adelante. Aquella
noche, ninguno de los dos sabía nada del otro. Sólo que nos teníamos, y que nos
tendríamos durante un tiempo aún imprevisible.
Con eso nos bastó. Y follamos como condenados a
muerte, con la misma pasión y el mismo desespero, hasta que estuvimos agotados
y me acurruqué sobre su pecho, aún triste y frágil, mojado de sudor y oliendo a
esperma y a hormonas.
—Ahora sí tengo sueño —recuerdo haber dicho.
Y recuerdo la luz grisácea y mortecina, filtrándose a
través de la celosía. Y el amanecer perezoso y apagado. Y el fresco aire húmedo
de rocío. Y que él me cubrió con la sábana y me miró, con aquellos ojos que no
expresaban apenas nada pero que se lo bebían todo. El resplandor anaranjado de
su mirada me acompañó en mis sueños esa noche, y por primera vez en semanas,
fueron sueños tranquilos.
. . .
Escena 3, toma tercera.
Lot
Anders llevaba trabajando para la Organización más años de los saludables.
En
la Organización, los ilusionistas como él tenían mucha independencia, en parte
por sus funciones pero también porque ellos mismos se aislaban. Siendo los
únicos de origen totalmente humano, no les gustaba mucho estar con los demás.
En cualquier caso, dado que en ocasiones había que trabajar en equipo y que el
trato era frecuente en encuentros de empresa, cenas, reuniones y demás, Lot no
era ajeno a la naturaleza de sus compañeros. Sabía qué era cada cosa y lo que sabía
hacer. Las rémoras, por ejemplo, obtenían la energía vital y espiritual de los
durmientes y servían de despensa a otros miembros de la Organización. Eran el
escalafón más bajo, las criaturas más despreciadas y menos complejas de toda la
jerarquía, férrea, disciplinada e inquebrantable, de la Organización. En
teoría.
A
Lot Anders, los de esa especie nunca le habían provocado otro sentimiento que
repulsión. Si alguna vez había tenido que alimentarse de la energía de una
rémora —cosa que había evitado siempre en la medida de lo posible, ya que como
ilusionista tenía sus propios medios para abastecerse mientras estuvo en plantilla—,
simplemente la había agarrado y había drenado hasta hartarse. Sin mirarla a la
cara y sin pedir permiso. Eran rémoras, así era como se las trataba. No había
más. Y por supuesto, jamás le habían despertado la menor simpatía ni le habían
resultado en absoluto atractivas. Las rémoras eran criaturas simplonas,
estereotipadas, exentas de profundidad, potencialmente inútiles y sin más
voluntad que la de seguir sus instintos primarios. Eran depósitos que se
llenaban y se vaciaban sin que a ellas les supusiera el menor cambio. No
aprendían, no evolucionaban. Había algunas, claro está, más aparentes que
otras. Pero él sabía que al otro lado, en la realidad, en la ciudad devastada,
no eran más que algo así como híbridos gigantes entre el mosquito y el ser
humano. Bichos antropomórficos con manos ciliadas y bocas de las que salían
apéndices gelatinosos acabados en punta con los que absorbían los sueños, las
esperanzas, las emociones de los seres humanos de verdad. Eso eran las rémoras.
Algo asqueroso, como queda patente. Por tanto, a Lot Anders jamás le habían
resultado atractivas en absoluto por muy trabajadas que fueran sus apariencias
en la ilusión. Él era un ilusionista, alguien de mucho más prestigio y rango.
Máxime, un tipo con clase.
Eso
era lo que él creía saber sobre las rémoras. Por eso, aquella noche, mientras
Alex dormía, Lot Anders le observaba, pensativo, lleno de curiosidad y
fascinación. El peculiar inquilino de Alexander Seighin desafiaba todo cuanto
había conocido hasta entonces. ¿Qué hacía ahí adentro? ¿Cómo había llegado a
simbiotizar con un humano? ¿Qué pretendía?
En
la Organización decían que era una rémora enloquecida. Que había que
reciclarla. Que se había descontrolado y era peligrosa. Por otra parte, los
Vigilantes querían estudiar el caso. Pensaban que la influencia del humano al
que había estado parasitando durante tanto tiempo, Alexander Seighin, había
tenido efectos en la rémora. Efectos que la habían llevado a desafiar lo
establecido y renunciar a la Organización. Aquello era algo sin precedentes… o
eso decían.
Vaya
por delante que a Lot lo que dijeran los demás no le importaba un carajo. Sabía
que siempre había una parte que no era verdad y otra que no decían. Pero él era
curioso por naturaleza y quería saber quién era el inquilino de Alex. Porque le
había visto, allí al fondo de sus ojos, en el resplandor púrpura y opalescente
de sus pupilas. Le había visto alimentarse cuando Lot permitió, morboso como un
crío jugando con fuego, que el aguijón se insertara en su piel y bebiera parte
de su energía —¡Una rémora alimentándose de un ilusionista! Aquello no podría
creerlo nadie, dinamitaba por completo las jerarquías y las normas—; le había
visto indignarse cuando le preguntó si estaba celoso; le había visto ponerse a
la defensiva cuando colocó las cartas sobre la mesa y le dijo a las claras cómo
estaban las cosas… y le había visto manifestarse en todo su esplendor cuando le
tiró sobre la cama y empezó a follarle con rabia, tratando de acceder de nuevo
a él y furioso por no conseguirlo. Sí, y tanto que le había visto. Y podía
decir sin lugar a dudas que nunca había visto una rémora con tanta
personalidad.
«Te
gusta meterte en problemas», solía decirle siempre Liam. Sonrió a medias al
recordarlo.
—Pues
tienes razón —murmuró.
Y
Liam la tenía, porque la historia de Alex, la rémora y los intereses de la
Organización y los Vigilantes en aquella extraña pareja, no tenía nada que ver
con Lot. Él no tenía el menor vínculo con aquello salvo en una cosa: había
escrito la maldita nota. Claro.
Escribir
esa nota era su última misión, aunque nadie se lo había dicho de ese modo, pero
él lo sabía. Hacía tiempo que sospechaban de él, de sus actividades como agente
doble. En la última cena de empresa, su mentor le había advertido de ello y le
había pedido que abandonara la ciudad, que se retirase a alguno de los refugios
que sólo ellos conocían. Pero Lot se había negado.
—París
no es tan bonita en esta época del año —había dicho.
Y
se había quedado, estúpidamente, cuando ya no le quedaban motivos para hacerlo
salvo planear algún gran final. Y a eso era a lo que, de modo natural, le
estaban llevando las cosas. Lot Anders no era la clase de persona que se marcha
sin más, sin dejar una huella profunda antes, pero todo se estaba complicando
demasiado y a estas alturas, Lot ya no sabía si podría llegar a París.
Aquel
lunes, cuando llegó al Euphoria, se encontró con que Saul estaba allí. Su
actividad como agente doble quedó entonces descubierta sin el menor género de
duda cuando Saul le vio llegar en compañía de Nun, una augur —que no era otra
que la chica del pelo rosa—. De modo que, dadas las circunstancias y guiado por
el instinto de supervivencia, planeó entregar al chico a la Organización para
intentar estabilizar su posición. Sin embargo, los Vigilantes estaban
dispuestos a impedirlo.
Aquella
tarde en el puente, Lot se dio cuenta de que no podía seguir con un pie a cada
lado del mismo, y decidió que saltar al río era una opción mucho mejor que
morir en el fuego cruzado.
Y
pensó que, qué demonios, si una rémora tenía agallas para desafiar a la
Organización, él también. Y pensó que ya estaba cansado. Pensó que no tenía
nada que perder. Pensó que él era genial, y que lo sería en todas partes, en la
Organización o con los Vigilantes, o por su cuenta, ¿por qué no? Pensó que no
estaría mal jugar a ser libre durante un tiempo, sí. Hasta que le pillaran y le
arrancaran la salamandra, y le arrojaran a una fosa de reciclaje o le
convirtieran en comida para satures. Pensó que marearles también sería
divertido. Jugar al gato y al ratón. Y pensó que la rémora podría serle útil.
Así
que se le había pegado como si el verdadero parásito fuera él, y de algún modo
extraño había conseguido convencerle para formar una alianza. Por el camino, se
había follado a la rémora por curiosidad, pero ahora no le parecía mala idea
seguir haciéndolo. Lo cierto es que era una criatura fascinante, nada que ver
con lo que se le suponía a su naturaleza. Y Lot no era persona fácil de
impresionar. Era consciente, pues, de estar ante algo único y raro.
«Yo
sí lo soy», había dicho. «Te daré todo, creo que solo así tendré algo». Eso
había dicho.
Y
Lot no se había creído una palabra, desde luego. ¿Una rémora? ¿Una rémora
dadivosa? Ni en sueños. No se había tragado eso, ni sus gestos frágiles, ni su
pretendida inocencia, ni su afectuosidad, ni su teatro del desmemoriado. Y sin
embargo, aun sin creerlo, le había conmovido. Quizá porque creyó que la rémora
quería creérselo, y aquello tenía todos los ingredientes de un Drama con
mayúsculas.
A
Lot Anders le encantaba el cine. Le gustaba el teatro, la interpretación, los
juegos de apariencias, de luces y sombras, de aquello que no es lo que parece
ser, los equívocos, las farsas. Adoraba todo eso como sólo puede hacerlo un
adicto o un ilusionista. Y por eso sabía lo importante que era engañarse a uno
mismo y lo hermosas que podían ser algunas mentiras. Mucho más bellas que la
realidad. ¿Y quién podía negárselo, allí en la ciudad sin nombre?
De
modo que Lot Anders se quedó despierto, mirando a Alex y pensando en muchas
cosas, cosas sobre sí mismo y sobre su pasado, su presente y su futuro. Y al
cabo de un par de horas, ya estaba decidido a descubrir la identidad de quien
habitaba en Alex, decidido a seducirle y poseerle, y a tomar egoístamente todo
lo que pudiera sacar de él. Al menos hasta que lograse escapar o le enviaran a
la tumba. Y cuando el amanecer dio paso a la mañana y quedó claro que su nuevo
amante iba a estar durmiendo hasta bien entrado el día, se permitió cerrar los
ojos y descansar un rato.
Aquella
noche soñó por primera vez en muchos meses. Y soñó con Liam, con Nueva York y
con la nieve.
. . .
© Hendelie & Neith
[1] Para quien tenga curiosidad, el perfume de Lot es Diesel
– Fuel for life, fragancia para
hombre. En algunas páginas especializadas lo describen como “sexy, impertinente
y moderno”. Y para quien tenga más curiosidad, el de Alex es Chispas.
[2] Esta es la forma de hablar del narrador. De manera
coloquial y vulgar, está socialmente aceptado llamar así a las chicas o chicos
que se comportan de una manera sexualmente promiscua o provocadora, o que
expresan su deseo sexual sin pudor. No quiere decir en ningún caso que Alex
cobre por favores sexuales (que nosotras sepamos). Tampoco somos nosotras
quienes usamos ese término de forma peyorativa, sino el propio personaje. A
nosotras, al igual que a Mercedes Milá, nos encantan las putas.
[3] David Copperfield es un conocido mago e ilusionista
estadounidense. Algunos de sus trucos más famosos han sido hacer desaparecer la
Estatua de la Libertad, levitar sobre el Gran Cañón, atravesar la Gran Muralla
China y conseguir que Claudia Schiffer fuera su novia durante cinco años.
me encanta la forma , los diferentes hilos que se van tejiendo en la historia ... fabuloso.
ResponderEliminaresto confirma que no estaba tan perdida en mis anteriores comentarios y que este debe ser uno de los secretos de los vigilantes, ver como la humanidad en todo su esplendor prevalece sobre la mostruosidad. pero no quisiera ser Alex cuando descubra quien es realmente y si sus pensamientos son muestra de un corazon que tal parece es puro, pues sera un golpe certero y espero que ahi esté lot porque sera su unico soporte.
ja! vuelvo y repito Lot esta jugando con fuego y la rémora hara mas que succionarle la energia, le succionara el corazon y el alma y eso bien merecido por darselas de jugador habil y mañoso...pero tiene su corazoncito al exponerse siendo informante para los vigilantes ( un punto para el chico). esto se lama una relacion SIMBIOTICA mutuo beneficio .
ah otra cosa ... ahora entiendo el dibujo del mechudo peliblanco ( que es el propio alex?) con la salamandra en el hombro, ahora hay que saber si la remora tiene nombre, pero no me imagino a ese hermosura siendo un bicho asqueroso en la realidad, definitivamente Alex/bicho tendra que despertar pronto porque como objeto de estudio esta de los mas interesante , pobrecillo. gabriel y david no seran una opcion ? jejejejeje
Lo prometido es deuda y tremenda escena calentona nos has regalado y pensar que vienen mas......Vaya que sorpresa me he llevado con que alex sea un bicho raro chupa energías jajajajajajaja pero entiendo que el bicho y el fotógrafos se fusionaron o algo así?? Y más sorpresa aún que lot se sienta fascinado por el.. Pero aún no tengo claro las intenciones de nuestro guapo manipulador...y que es la salamandra. aparte de otro bicho me tiene más intrigada aún... Será revelador
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