miércoles, 13 de febrero de 2013

Flores de Asfalto: La Salamandra — Escena 3


Escena 3, toma primera.


Y ahí estaba yo. En el salón de mi casa, mirando la puerta de mi habitación. Puerta que un tipo prácticamente desconocido acababa de cerrar, después de insinuarse descaradamente.

Tras el primer instante de sorpresa, sopesé mis opciones. Podía quedarme a dormir en el sofá, como había dicho que haría. O vestirme y salir por ahí con mis amigos imaginarios. «Pero es mi cuarto», me dije. «¿Qué necesidad tengo de quedarme aquí afuera, si a él no le importa? Además, a lo mejor no se estaba insinuando, quizá lo he interpretado mal», me dije. «Sí, sí que se estaba insinuando, qué demonios, no lo has interpretado mal», me repliqué. Bueno. Vale. Aun en el caso de que estuviera insinuándose, como era evidente, ¿qué más daba? No tenía nada de malo. No recordaba cómo había sido yo antes. Tal vez me gustaba estar con otros tíos, o con tíos y tías por igual. Tal vez era una bomba sexual, aunque lo cierto es que no me lo parecía. Tenía tanto aspecto de golfa como de asesino, es decir, ninguno, ni el más mínimo. ¿Y qué importancia tenía, en realidad? No recordaba nada. Daba igual lo que hubiera sido: un extorsionador, un traficante, un golfo, un follador… ahora estaba empezando de cero, eso me habían dicho los médicos. Que tenía que empezar de cero y rehacer mi vida. Quizá no era tan mala idea entrar ahí y ver qué sucedía.

Me levanté, dubitativo al principio. Lo cierto era que no me había sentido atraído por nadie desde que salí del hospital, ni tampoco dentro de él. Y si antes hubo algo, no lo recordaba. Al ponerme en pie, sentí una punzada por dentro, en alguna parte. No sabía muy bien si volvía a tener hambre o era deseo, excitación causada por la perspectiva. «Es casi como si fuera virgen», me dije. Eso me produjo una mezcla de inquietud y curiosidad.

Tragué saliva y me acerqué a mi habitación. Y sin llamar con los nudillos, abrí la puerta y me asomé cautamente.

Mi invitado había encendido la lamparita de la mesilla y estaba tumbado sobre mi cama, en el centro del colchón. Se había quitado la chaqueta y también la corbata; esta última se balanceaba en el cabecero de forja como un ahorcado de color rojo. Recostado, con un brazo doblado tras la nuca, tenía uno de mis libros en la otra mano, abierto, y lo leía sin mucho interés. Al escuchar la puerta, sus ojos anaranjados se elevaron hacia mí observándome fijamente. Parecían los ojos de un halcón.

—¿No te importa que duerma contigo? —le pregunté, algo nervioso.

Lot entrecerró los párpados y esbozó una sonrisa cautivadora, amplia, que parecía una invitación. Algo se agitó en mi estómago. Me pregunté si eran las mariposas que le revolotean a uno en la barriga cuando alguien te gusta.

—Pues depende —respondió él.

Pasé a la habitación y cerré a mi espalda, cuidadosamente, temiendo hacer ruido por alguna razón. Me sentía tímido, inseguro, como si yo fuera el invitado.

—¿De qué?

Lot Anders dejó el libro sobre la mesilla. Después se deslizó sobre las sábanas hacia un lado y se giró de cara a la puerta, apoyándose sobre un codo y mirándome a los ojos. Un mechón de cabello engominado le cayó sobre la frente hasta la barbilla, enmarcándole el rostro por un lado.

—De la situación en la que te duermas.

«Vale. Por si tenías dudas, Alex, esto es una insinuación bien clarita». Un hormigueo sofocado me subió desde el vientre hasta las mejillas; noté que se encendían y me avergoncé de avergonzarme. Pero es que habría que ser de piedra para no sonrojarse en esa situación. No era sólo ese modo de mirarme, como si sus ojos naranjas ejercieran alguna clase de gravedad sobre mis sentidos, era todo: la manera en la que se movía, con esa elegancia natural que yo no podía comprender racionalmente, la forma en la que estaba ahí, esperando, con la camisa desabrochada, el timbre hipnótico de su voz. Sacó la punta de la lengua y se lamió los labios casualmente. Me pregunté si él era siempre así o todo aquello era intencionado. A lo mejor ni siquiera el propio Lot se daba cuenta de lo magnético que estaba siendo.

—La verdad es que no tengo sueño —balbuceé, casi infantilmente.

—Eso ya lo has dicho —replicó Lot, pasándose la mano por el pelo. Luego cogió la botella de la mesita y la alargó hacia mí, sin levantarse—. Eso y algo muy interesante sobre días regalados.

Asentí con la cabeza, pisando los zapatos para quitármelos y acercándome a la cama. Sus ojos me seguían. Y ahora yo también le miraba detenidamente, estudiando sus rasgos, fijándome en las cosas que antes había pasado por alto, como la elegante curva de la nariz, las pestañas oscuras y la uniformidad de la piel. Era una piel preciosa, a decir verdad, sin la menor imperfección. Ni arrugas, ni marcas de expresión, ni sombra de barba fuera de lugar. Llevaba las patillas perfectamente perfiladas, y las cejas también. Un estremecimiento me recorrió. «Es un poco raro, pero es muy guapo. Parece una fotografía antigua». Decidí que sí, que Lot me gustaba, y eso me puso muy tonto.

—Eres el primero al que dejo subirse a mi cama en estos días regalados —confesé, sentándome a su lado en el colchón con las piernas cruzadas.

Agarré la botella y di un trago, lamiéndome los labios después y entregándosela de vuelta. Lot me miró de arriba a abajo, dejó el vino y me observó, como si estuviera evaluándome.

—Tú también eres el primero al que dejo subirse a tu cama —replicó con desenfado.

Me reí por lo bajo y me tendí a su lado. «Además, tiene sentido del humor».

Durante un rato, sólo nos miramos, como reconociéndonos. Mirar a otra persona a los ojos es un acto de intimidad, algo que puede llegar a ser muy cálido cuando hace varios días que sólo recibes el trato vacío y seco de los profesionales del hospital y de la policía. Lot Anders parecía invitarme con sus ojos a mirarle, y también a tocarle. Era como si me estuviera diciendo sin palabras: adelante, no te cortes. Eres libre para hacer lo que quieras. Eso me hizo sentir más seguro, para alivio de esa parte de mí que parecía apremiarme, desesperada por algo, muy al fondo de mi ser.

Alargué la mano para tocarle el pelo, curioso y fascinado. Todo era nuevo y genial. Lot me dejó hacer.

—Huele como a limón —dije, llevándome los dedos a la nariz.

Lot entrecerró los párpados otra vez, como un gato. Sus dedos me acariciaron el brazo con un gesto que, aunque fue suave, me transmitió una sensación muy intensa. Percibí con claridad el calor de su piel, la vibración de su energía vital, el latido de su sangre, la electricidad estática. Fue como si nuestras pieles se derritieran al contacto y se fundieran en la superficie de la epidermis. Era muy agradable.

—No te los chupes —susurró. Me aparté los dedos de la boca, obedeciéndole—. El gel fijador no es bueno para la digestión. —Se movió sobre las sábanas de nuevo para acercarse más y me rodeó la cintura con el otro brazo, alzando los dedos hasta rozarme la nuca. Me arqueé y me tendí sobre el colchón al tiempo que él se cernía sobre mí, dejándome seducir, rindiéndome al embrujo de su voz y sus gestos. —Y tengo otros sabores que ofrecerte que te agradarán más.

Agité las pestañas. Me empezaba a aturdir su cercanía. El tacto de sus dedos en la nuca me amansaba, aunque seguía nervioso, emocionado como si fuera mi primera vez. Su abrazo era agradable, y también el aliento cálido sobre mis labios. Esperaba que me besara, pero en vez de eso, bajó la vista hacia mi boca y la rozó con la suya en una caricia sutil. No había nada brusco o impositivo en sus maneras. Suspiré como un idiota; me gustaba que me sedujera así. Alcé los dedos hacia su rostro, tocándole las mejillas tersas, los pómulos, la barba delineada.

—Tengo hambre, Lot —murmuré, casi lastimeramente.

Su mano derecha empezó a levantarme la camiseta, muy despacio. Hundí el vientre, estremeciéndome con el tacto de sus dedos. Volvió a acariciarme los labios con los suyos, y cuando respondió, sus palabras vibraron en un susurro provocador.

—Pues eso es un problema… porque yo también.

Su lengua rozó mi comisura con un tacto casi fortuito. Finalmente, nos besamos. Fue un contacto suave, yo era consciente de que él me estaba dejando explorar, marcar mi propio ritmo, y eso fue lo que hice, investigando el tacto duro y firme de sus labios con parsimonia, intentando encontrar los secretos de su sabor y deslizando la lengua despacio hacia su boca. Él no me apremiaba, movía los labios para responder a mis gestos mientras sus dedos recorrían mi pecho en caricias apacibles. Alcé los brazos para rodearle el cuello, atrayéndole más. Cuando le reclamé así, él ladeó el rostro para encajar conmigo en un beso más pleno, incitante y provocativo, abriendo mis labios con los suyos y enredando la lengua alrededor de la mía.

Había cerrado los ojos, abandonándome a las sensaciones. Poco a poco, la punzada en mi estómago se hacía más aguda, y presa de una extraña necesidad, yo me iba liberando y reclamándole más. No recordaba cómo había sido otras veces, cuando había besado a otros hombres, si es que lo había hecho, pero aun así, tenía la sensación de que Lot Anders no era ningún novato. Todo lo que hacía era estudiado, sus besos concienzudos me iban llevando poco a poco más lejos hasta que la voracidad de su lengua, caliente y suave, me hizo arquearme bajo su cuerpo con otra oleada de calor que me provocó comezón en las mejillas.

—Esto está… bien… —murmuré, apenas separándome un momento y abriendo los párpados—. Me gusta.

Lot sonrió sesgadamente. Me estaba mirando. Seguramente lo había estado haciendo todo el tiempo.

—Pues claro —susurró—. Esa es la idea.

Después, sin cerrar la boca, me lamió los labios. Lo que antes habían sido intercambios más convencionales se convirtieron en lametones lascivos de lengua contra lengua. Las enredábamos en el aire, libábamos la saliva del otro y nos mordíamos sin hacernos daño, en un juego provocador y cómplice. Otra vez se me contrajo el estómago con un dolor agudo. Me arqueé para sentir con más intensidad sus caricias sobre mi pecho. Ya tenía la respiración sofocada y una necesidad casi violenta me agitaba por dentro, me impelía hacia él y hacía acumularse la sangre entre mis piernas.

No era algo que pareciera casar con mi carácter, esa ansiedad repentina que me hacía pensar en tirarle sobre el colchón y montarle con frenesí. Pensé que era culpa de la abstinencia y del saber hacer de mi compañero de cama. En todo caso, no pensaba comportarme como una golfa cualquiera, por mucha necesidad que sintiera. Me contuve y disfruté de sus atenciones, deslizando la mano por sus hombros para sacarle la camisa y recorriendo después su pecho y el vientre plano y firme. Su perfume se desplegó a mi alrededor, como si no hubiera existido hasta entonces. Era intenso y arrebatador, pero también misterioso, y algo adictivo. Con el tiempo fui capaz de averiguar las notas, una mezcla de anís estrellado, pomelo, heliotropo, madera y algo químico, alcohol o gasolina. Pero en ese momento tan íntimo y especial, como todas las primeras veces, no estaba para pensar en colonias. Sólo sabía que me embriagaba.[1] Deslizó la rodilla entre mis piernas y presionó con el muslo sobre mi sexo. Me arqueé para frotarme contra él con disimulo. Mis dedos tropezaron con un piercing en su pezón derecho, un arito de metal al que se le había contagiado el calor de nuestros cuerpos.

—Ven —me susurró, deslizando las manos tras mi espalda y ayudándome a sentarme sobre su regazo.

Me quitó la camiseta con cuidado y la colgó junto a su camisa, en el cabecero. Me fijé en su perfil, en el curioso corte de pelo de mechones largos y sienes rapadas que ahora estaba totalmente alborotado por culpa de mis manos. No podía dejar de tocarle. El tacto de su piel era suave, sin irregularidades. El cuerpo fibroso asemejaba al de un bailarín o un gimnasta y casi no tenía vello, sólo un rombo oscuro en el pecho y una fina línea desde debajo del ombligo que descendía bajo la cinturilla de su pantalón. Aunque no era muy corpulento, a su lado yo parecía un niño somalí. Se me marcaban las costillas y los huesos de las caderas, mis brazos parecían palillos. Sin embargo, me encontraba tan a gusto que no sentí vergüenza de mi cuerpo. Cuando nos hubimos despojado de las primeras prendas, su abrazo se volvió mas intenso y sus manos, ávidas, me recorrieron la espalda y se cerraron en mi trasero mientras nos besábamos de nuevo.

La ansiedad que me mordía por dentro había crecido con cada gesto hasta convertirse en desesperación, y al verme así, sentado sobre él y con sus manos recorriéndome sin pudor, no pude resistir más. Le estrujé los cabellos con fuerza, hundiendo la lengua en su boca, desatado y hambriento. No entendía qué me pasaba. Necesitaba algo, y no sabía muy bien qué era. Se había destapado un agujero en mi interior, un abismo profundo que yo no sabía que existía. Tiré de sus cabellos agónicamente, entre mis labios brotó un gemido quejumbroso, demandando una cura para mi maldita enfermedad, fuera cual fuese.

Lot sonrió en medio de un beso turbio y obsceno, mordiéndome después los labios y lanzándome una de sus miradas burlonas. Metió las manos bajo mi pantalón y me ayudó a sacármelo. Cuando vio mis calzoncillos, con dibujos de Bob Esponja en el elástico, se echó a reír.

—Eres una caja de sorpresas.

No le hice el menor caso. Apenas podía respirar, se me estaban inundando de lava los pulmones y el estómago me dolía como si tuviera dentro una manada de ratas hambrientas royéndome las paredes. Tiró mis pantalones al suelo y se desabrochó los suyos, mostrando unos elegantes boxers de marca, color negro con dos líneas rojas. Su contenido era lo suficientemente interesante como para hacer que me lamiera los labios. Se curvaba, atrapado bajo la tela. Debió darse cuenta de que le estaba mirando el paquete, porque contrajo los músculos del vientre para hacer que se moviera un poco. Al ver cómo apartaba los ojos, se rió otra vez. Reptó sobre mí, como una pantera sobre una rama, dejando por el camino los pantalones, que recogió con una mano rápida y colgó del cabecero. Después, sin mediar palabra, metió la mano por debajo de Bob Esponja y me agarró.

Yo acababa de abalanzarme a besarle. Al sentir su mano, gemí y me dejé caer hacia atrás. Entrecerré los ojos, sintiendo cómo los estímulos correteaban como hormigas sobre mi cuerpo, arrancándome estremecimientos, puntos de placer en lugares inesperados, erizándome la piel y haciendo que empezara a sudar.

No sabía qué me estaba pasando. Ni siquiera me había tocado desde que desperté en el hospital. Aquel deseo que me estaba, literalmente, devorando, no era normal. O quizá fuera por eso mismo. ¿Yo era así antes?, me preguntaba, mientras intentaba no parecer demasiado puta[2]. ¿Yo era así, o es que ese hombre me gustaba mucho? ¿Qué iba a pensar él? ¿Debería controlarme? Le miré entre las pestañas. Estaba arrodillado entre mis piernas. Me había quitado a Bob Esponja y lo había arrojado al suelo, a hacer compañía a mis pantalones. Sus dedos se movían sobre mi sexo dispuesto con una pericia enloquecedora y me miraba, incansable, con una expresión más analítica que lasciva. Cuando se lamió los dedos de la otra mano y los deslizó hacia mi entrada, me abrí de piernas de inmediato y elevé las caderas, ofreciéndome descaradamente para escándalo de mí mismo.

El cabrón de Lot sonrió. Escuché su risa suave y lasciva. Igual debería haberme molestado, pero eso también me gustó, en cierto modo. Hundió las falanges del índice y el corazón en mi interior hasta la mitad, sin encontrar gran resistencia, mis entrañas se distendieron y los nervios volvieron a vibrarme con una especie de descarga eléctrica. Me mordí los labios, mareado. Se me contrajo el estómago y empecé a salivar… y después, solo pude gemir, jadear y retorcerme sobre las sábanas, abandonado a sus atenciones, dejando que me hiciera lo que le diera la gana y sintiendo que me moría de sed, ahogándome, diluyéndome en una mezcla de placer y agonía.

Escuché el roce de la tela cuando se despojó de su ropa interior. Después, al sentir el peso de su cuerpo sobre mí, le abracé con las piernas, desesperado por que lo hiciera ya. Y lo hizo. Y yo le estaba besando, succionando su saliva, cuando le sentí entrar con la combinación justa de firmeza y delicadeza, y no sentí el menor dolor. Exhaló un ronroneo apagado, lascivo, de pura satisfacción, al enterrarse por completo en mis entrañas, y allí aguardó unos instantes. Gemí bajo sus labios mientras se retiraba para empujar de nuevo. Maldito fuera, y tanto que sabía lo que hacía. Sus movimientos, controlados al principio, fueron adquiriendo ritmo y en cada uno apuntaba exactamente a donde debía. Y se me dilataron los poros, y se me erizó el vello y todo se distendió, y me desplegué, como si hubiera estado durante demasiado tiempo encogido, como una extraña anémona, y me sentí vivo al tragar su saliva, succionando con fuerza sobre su boca. Recuerdo la sensación, como una cascada vertiéndose hacia mí. Burbujeaba por dentro. Sus movimientos estudiados y medidos me colmaban y me provocaban al mismo tiempo, y yo… yo…

Yo que sé.

Aquello era un maldito descontrol. Le estrujé con las manos y las piernas mientras me penetraba, le estreché entre los brazos, gimiendo en alto con desesperación. Le acaricié, arañándole con tanta fuerza que le dejé profundos arañazos en el cuello y los hombros. Me arqueaba e iba a su encuentro, temblando de necesidad. No sabía cómo había sido yo antes, no sabía si alguna vez me habían follado de esa manera, ni siquiera sabía si esas sensaciones tan intensas eran a causa de haber pasado tanto tiempo sin practicar o se trataba de algo diferente, algo especial. Pero me dominaba, fuera lo que fuese. Era superior a mí. Abrí los ojos, observándole, fascinado y extrañado, y también, la verdad, sin atreverme a pedir más a viva voz. A Lot el gel fijador ya no le servía de mucho: se le habían soltado los largos mechones negros y a veces le velaban el rostro. Dos finísimas gotas de sudor resbalaban por su pecho y los ojos, ahora completamente naranjas por la iluminación o por mi propia fantasía, me miraban con fijeza. No había en ellos afecto, sólo curiosidad y algo más. Sí, otra vez ese aire burlón. Se estaba divirtiendo.

—¿Eso es todo? — Esbozó una sonrisa de gato de Cheshire mientras hacía ondular las caderas para retirarse. Después, empujó, enterrándose profundamente. Yo gemí, con una nueva oleada de calor abrasándome. —Qué tímido.

Sus palabras me soliviantaron por algún motivo. Me abalancé hacia él para besarle con intensidad, mordiéndole la boca. Él me puso la mano sobre los ojos y de pronto fue como si algo se estropeara. El flujo de calidez que se desbordaba hacia mí se interrumpió, sentí un poco de frío y el orgasmo que estaba a punto de llegarme se alejó.
Fue como caer cuando estás a punto de alcanzar algo muy alto. Un bajón terrible. Rabioso, pensé que iba a quedar insatisfecho, así que le empujé con muy malas formas para tumbarle en el colchón y servirme a mis anchas. Fui muy brusco, tanto que yo mismo me sorprendí. Me costaba reconocerme así. Y sin embargo, él lo convirtió todo en algo elegante. Cuando le agarré la muñeca, me enlazó los dedos, y en vez de oponer resistencia o dejarse empujar, me rodeó la cintura con el brazo y se tendió con un volteo grácil, arrastrándome consigo.

Su erección estaba en auge y follaba muy bien, yo no llegaba a comprender por qué el ascenso hacia el clímax se había cortado en seco… así que deduje que era culpa mía, por los medicamentos, por… porque yo no estaba bien. Me sentía muy frustrado. Cuando cambiamos de postura, sentado sobre él, empecé a cabalgarle frenéticamente. Le arañé los brazos, tiré de la argolla con la que se adornaba el pecho y le hice dar un respingo, pero el muy pervertido, gimió de gusto. Le hundí los dedos en los pectorales para afianzarme y me dediqué a empalarme contra su polla cada vez más rápido, ansioso por recuperar lo perdido.

Cerró los dedos en mis nalgas y se rió entre dientes, en medio de la respiración acelerada.

—¿Buscas algo? —susurró.

Su voz estaba llena de malicia. Apreté los dientes, sacudí la cabeza, y luego me incliné sobre él para devorar su boca. Respondió a mi beso con la misma ansia desasosegada que a mí me dominaba.

—No… no… no lo sé… —acerté a responder.

Ni siquiera sé cómo podía hablar mientras hacía lo que estaba haciendo. Me dolían hasta los músculos, pero no podía parar. Y de pronto se incorporó, sin apoyarse siquiera, haciendo una exhibición de abdominales, y me abrazó. Así sin más. Respondí a su gesto, con un brote de ternura naciente que se interrumpió cuando su lengua empezó a jugar dentro de mi oreja y las manos en mi espalda descendieron hasta aferrarme de las caderas. Esta vez, sus envites no eran incitantes, tampoco tentadores. No, era el coito crudo, apasionado y salvaje de un hombre sediento. Su aliento restallaba sobre mi boca, su sexo palpitaba con fuerza en mi interior, se endurecía aún más. Me guiaba con las manos, estrellándome contra su vientre. Su rostro dejó de ser burlón o curioso, su expresión se volvió oscura y lujuriosa y su mirada empezó a marearme. Le aferré, intentando desesperadamente seguirle el ritmo. Y entonces llegó, como una centella inesperada. Se abrió paso desde mi vientre, enviando convulsas oleadas de calor por todo mi cuerpo, haciéndome gritar y tensarme como un primerizo. Le mordí con fuerza para ahogar los sonidos que se empeñaban en brotar de mi garganta. Pero no me dejó. Me alzó la barbilla con los dedos y me miró. Me miró mientras yo me deshacía entre sus manos, alrededor de su cuerpo. Temblé y gemí de manera vergonzosa, y me derramé en largas contracciones que me hicieron enloquecer de placer, manchando su vientre. Y sus ojos estuvieron fijos en mí hasta el final. Vi mi reflejo en ellos y por un momento, creí estar fuera de mi cuerpo, allí, dentro de esas esferas de vidrio anaranjado, observándome… viéndome abrir los labios, viéndome perder la mirada en el techo, el cabello teñido de rojo apelmazado, pegándoseme a la frente, los pezones duros y erguidos… y dejé de ver, porque el clímax me robó parte del sentido. Cuando volví a ser capaz de enfocar la mirada, él había cerrado los ojos. Se arqueó, apartando el rostro hacia arriba y apretando los dientes, y se liberó con latidos rápidos y ardientes, con una abundante descarga, caliente y revitalizante, que regó mis entrañas, coreándome con gemidos graves, sensuales, apagados.

El olor intenso de nuestros cuerpos se me pegó a los pulmones. El corazón me latía desbocado, y dejé caer la cabeza hacia adelante mientras el temblor cedía, el pulso se estabilizaba y las mareas se iban retirando poco a poco. Las sacudidas se calmaron y dieron paso a una paz agotada pero dulce. Sí, era agradable. Me rodeaba con los brazos, su respiración se acompasaba a la mía. Podía notar la sangre corriendo bajo sus venas, y su tacto se acoplaba a mi piel como si pudiéramos tocarnos más profundamente de lo habitual. Me sentí relajado, renovado. Y ya no tenía esa sensación de frustración. No estaba seguro de si había obtenido todo lo que quería, pero había sido un polvo increíble, y no necesitaba recordar otros y comparar para saberlo.

Lot volvió a besarme como al principio, uno de esos besos de manual de seductor, lentos y dedicados, que provocaban mareo. Luego me sonrió con aire malicioso. Yo le devolví la sonrisa. Parecía muy satisfecho.

—Sabía que tenía que elegir la cama —me susurró.

Habíamos acabado en la misma postura en la que todo comenzó, tendidos el uno junto al otro, su brazo alrededor de mi cintura, sus dedos en mi nuca y cernido sobre mí, rozándome con los labios. Una inquietud un poco inexplicable se despertó en mi interior. ¿Le habría hecho daño? Le miré, preguntándome absurdamente si estaría bien. Él no parecía encontrarse mal en absoluto.

—Vas a pensar que soy un facilón… —murmuré—. Aunque quizá lo soy.

—Prefiero pensar que yo soy convincente —replicó, juguetón. Le peiné con los dedos y, al mirarle los brazos, casi di un respingo. Él alzó la ceja y preguntó:—¿Qué?

—Te… te he dejado alguna marca —confesé.

Lot sonrió a medias y se estiró un poco para coger la botella de vino. Su olor se había vuelto muy intenso, con matices nuevos, agradable y envolvente. Me encontraba muy bien ahí, muy tranquilo entre sus brazos, con su calor tan cerca y ese bienestar narcótico, casi estupefaciente, que se le queda a uno después de un buen revolcón.

—Mejor. Así quedará constancia de nuestra unión carnal. Y podré enseñárselas a mis amigos para presumir.

Fruncí el ceño, mimoso.

—No sé si me gustaría que hicieras eso.

Él se rió entre dientes y acercó su rostro al mío, rozándome la nariz con la suya. Lamió una gota de vino de mis labios.

—Estaba bromeando, nene — me susurró, íntimo y seductor—. Nunca lo había hecho con alguien que no recordaba a sus amantes anteriores. ¿Sabes el efecto que tiene eso en mi vanidad?

Negué con la cabeza, inocentemente.

—¿Es un problema eso para ti? —pregunté con mucha seriedad—. Que no tenga recuerdos.

Él me miró un rato con aire resignado y luego se echó a reír. Volvió a besarme y me soltó, saliendo de mi interior con delicadeza. Se cubrió con la sábana casi como quien no quiere la cosa y se repantigó contra el cabecero de la cama, peinándose con los dedos, de nuevo todo glamouroso y fantástico.

—¿Lo es para ti? —dijo, devolviéndome la pregunta.

Dejó la botella y empezó a peinarme a mí. Me acerqué, buscando su contacto hasta apoyar la mejilla sobre su pecho.

—No. Es agradable, la verdad —admití.

—¿No quieres recordar?

Me rodeó con el brazo. Yo negué con la cabeza, abrazándole a mi vez. La verdad es que no quería pensar en eso. En realidad ni siquiera quería hablar. Quería dormirme así, a su lado, y que no me soltara. Me sentía estúpidamente frágil y vulnerable. Y también un poco triste.

—Me he visto a través de tus ojos —confesé, en un murmullo.

—¿Ah, sí?

Asentí. La lamparita árabe envolvía la habitación en una luz ambiental, rojiza. Me mordí el labio.

—Son las pastillas. Los medicamentos que me han recetado los médicos. Tengo que tomar muchas. Me dijeron que podría haber efectos secundarios.

—Ya. —Le miré con el rabillo del ojo. Él tenía el rostro vuelto hacia el frente y no parecía que nada de todo aquello le importase un carajo. De pronto, levantó la mano izquierda y la acercó a mi rostro. —¿Qué tengo en la mano?

No entendí a qué venía eso.

—Nada —respondí, perplejo.

Lot movió la muñeca. Me mostró el dorso y la palma, luego de nuevo el dorso. Y cuando abrió la palma, ahí estaba la cuchara. La que había robado de la cafetería. La tenía sujeta entre el índice y el corazón, y la cazoleta se apoyaba en su muñeca. Me la ofreció, y yo la cogí, atónito, incorporándome un poco. Un escalofrío me recorrió la espalda. «Las fotografías», recordé.

—¿Cómo haces estas cosas? —pregunté, inquieto, pero también fascinado.

—Sólo son trucos —replicó él, lacónicamente.

—No… tú… tú me diste las fotografías, las que estaba haciendo.

Cogí la cuchara con las dos manos y empecé a darle vueltas. Era real, sin duda. Estaba fría, salvo por los lugares en las que yo la estrujaba, pero no parecía que él hubiera podido esconderla durante demasiado tiempo.

—Son trucos, solo que son trucos muy buenos.

—Ya —le miré, incrédulo—. Pues ni Copperfield[3]

Lot negó con la cabeza, restándole importancia.

—Es la misma mecánica que en cualquier otro truco. Si conoces la baraja, si la conoces a fondo, puedes hacer cosas sorprendentes con ella. —Me miró, esbozando media sonrisa misteriosa. —Cosas que a los que no la conocen tan bien como tú les parecerán fascinantes… incluso les pueden dar miedo.

Arrugué el entrecejo. Me intrigaba mucho, él, sus palabras. Las cosas que hacía. Volví a preguntarme quién era, qué quería de mí, y eso estuvo bien, porque dejé de pensar en mí mismo. Me recosté de nuevo en su pecho.

—No me da miedo pero… todo esto es muy raro, Lot.

—No tengas miedo. Este mundo no es lugar por el que caminar con miedo.

Guardamos silencio durante un rato. Medité sobre sus palabras, y también sobre mis miedos. En aquel momento no podía pensar en ninguno con claridad. Me sentía tontamente seguro allí, con él. Y era un error, una parte de mí lo sabía y quería mantenerse alerta, pero otra no dejaba de repetirme: qué más da, qué más da, qué más da. «Qué más da si no le conoces, qué más da si es un mentiroso, qué más da si en realidad quiere algo horrible de ti, qué más da si mañana tienes que sacarle a golpes de tu casa, qué más da si sucede una desgracia. Es esto, es este momento, lo importante es el momento, lo que has sentido, lo que sabes que él ha sentido… ¿sabes lo que él ha sentido?». Luego me empecé a rayar. Mi cabeza parecía discutir consigo misma a dos voces, y una tercera, la de mi yo consciente, tenía ganas de abrir una grieta en mi interior y arrojar a ambas voces a través de ella[4].

—Dices que te has visto —dijo él entonces. Agradecí que me interrumpiera—. A través de mis ojos.

Asentí.

—Me he visto sobre las sábanas…

—Y dime —volvió a interrumpirme— ¿Estás celoso?

Algo se sacudió en mi interior con rabia, como un fogonazo, al escucharle. Lot esbozó una sonrisa contenida y sus ojos se hundieron en los míos, como si buscaran algo, escrutadores y rapaces. Me sentí violento y me tensé un poco. Dejé pasar unos segundos antes de contestar.

—¿De ti?

Él meneó la cabeza, la sonrisa se le desplegó como una pantalla. Parecía satisfecho otra vez.

—Nada, olvídalo. —Me estrechó con suavidad. —¿Sabes? Hay más cosas de las que se ven. Y no todas las que se ven, existen. A mí me da igual que no quieras recordar, pero tendrás que hacer algunas cosas si quieres que lo nuestro funcione, y eso implica que al menos recuerdes cómo se hace.

—¿Cómo se hace el qué? —pregunté, extrañado.

Él se ladeó y me acarició los labios con los dedos.

—¿Aún tienes hambre?

Me pregunté si iba a responderme a alguna maldita pregunta aunque fuera por una sola vez. No había obtenido gran cosa de él desde que nos conocíamos. Poca información, y a saber si era verdadera o no.

—Un poco —respondí—, pero no puedo pasarme el día comiendo. Ni la noche.

—No, claro —sonrió—. Además, ya no me apetece cocinar para ti. Al menos por hoy.

Se me iluminaron los ojos y le aferré un poco más.

—¿Mañana sí? Cocinas bien.

—Puede.

—Los médicos dicen que es algo psicológico —murmuré—. No sé muy bien qué me pasó, pero por lo visto casi me muero de hambre.

Lot volvió a beber vino, un trago largo esta vez. Luego dejó la botella sobre el cerco húmedo que había proyectado en la mesita. Me pregunté si me había escuchado. Me pregunté, peor aún, si le importaba. Quizá no debí decir nada.

—¿Sabes? En realidad, todo eso de los mafiosos era un símil. En realidad somos criaturas de pesadilla a las órdenes de nuestros superiores, habitando en un mundo destruido.

Lo soltó así, como si nada. Y mis ojos se abrieron como platos, se me paró el corazón en el pecho y el aire se me congeló en los pulmones. Nunca antes una estupidez me había conmocionado tanto. El aire se volvió gélido entre los dos, mientras sus palabras resonaban en mi cabeza, amenazando con quebrar algo que se mantenía frágilmente unido: mi cordura.


. . .


Escena 3, toma segunda.

Bueno. Es buen momento para recapitular. Como recordaréis, yo acababa de salir del hospital por un asunto oscuro (entraremos en detalles más adelante sobre eso), llevaba semanas sin tratar con nadie y había acudido a una cita de trabajo a la que me habían invitado mediante un anónimo. Todo esto, ya de por sí, era inquietante. Amnésico, sin saber qué me había sucedido, qué me habían hecho, y a pesar de todo, fui a la estúpida cita. Allí, un niño psicópata me insinuó que yo era narcotraficante o algo por el estilo y que tenía que volver al redil. Luego apareció Lot, dijo que era una broma suya y me invitó a un café. Al día siguiente quedamos para hacerle las fotos a él y a su grupo. Y luego resultó que no tenía grupo, que seguramente aquello era una maldita emboscada y que Lot me dio un fajo de billetes y me dijo que huyera. Acto seguido le llevé a mi casa, me hizo la cena y luego follamos. Y fue genial. Pero ahora, en plena charla poscoital, después de un truco de ilusionismo bastante convincente, el tal Lot Anders se ponía a soltarme mierdas sobrenaturales. Pues no, hombre. Es la clase de cosas que indignarían a cualquiera, especialmente a alguien que acaba de salir de un trauma vital muy fuerte. Así que aceptad este consejo: no habléis de cosas como esa con vuestra pareja, estable u ocasional, justo después del sexo. A nadie le gusta. En serio.

Pero en fin, él lo hizo. Y yo me erguí un poco y le miré, entre incrédulo y enfadado.

—¿Qué?

—Tú eres una rémora. Una especie de mosquito que le chupa la vida a la gente y luego la reparte cual camarera sexy de bar nocturno. Y yo un ilusionista. Diseñador de escenarios, entre otras cosas —prosiguió él, con naturalidad. Y os juro que cada palabra me golpeaba por dentro como un mazazo. Me parecía escuchar la reverberación. Como un enorme gong—. El problema es que yo no sé sacarle la energía a la gente, pero sí abrir caminos, cerrar puertas. Por eso, puedo ayudarte a que no te encuentren. Pero tienes que entender que, si no colaboras y no vuelves a sorberle la vida a los demás, no podrás darme una parte a mí para que me alimente también. Y podríamos llegar a tener problemas de convivencia. Bueno, con eso y con el reparto de tareas. Habrá que hacer un cuadrante, o algo.

—Estás bromeando otra vez.

«Está bromeando», pensé. «Yo le mato», pensé también, a la vez. Lot sonrió.

—Lo de hoy ha sido una excepción, porque estás hecho polvo. Pero no pienso ser tu despensa, así que espabila, el de ahí adentro.

—¿Qué dices?

Me incorporé, sentándome. Había apretado los dientes y me temblaban las manos y la mandíbula. «Yo le mato» empezaba a sonar más fuerte que «está bromeando». Me puse tenso y a la defensiva. Quise gritarle. ¿Por qué hablaba de cosas que no entendía? ¡Quería que dejase de hablar!

—Puedes seguir jugando a los disfraces, me da igual. Hasta me gusta. Pero haz lo que debes.

Me aparté de él y tiré de las sábanas, cubriéndome.

—¡Deja de decir locuras!

—Bueno, no te pongas así. Era el diálogo de una película.

—¿El diálogo de…?

—De ciencia ficción.

—Pues ahórratelo. Además… además, no puedo fiarme de nada que salga de tu boca. Aunque eso es un despropósito. No podría ser.

Yo estaba encogido en mi lugar, como una amante despechada. Lot, indiferente, cruzó los brazos tras la nuca. La sábana le tapaba desde la cintura hasta los muslos, el resto me lo había llevado yo en mi arrebato.

—No todo lo que sale de mi boca es tan terrible —dijo, mirándome de reojo. Negué con la cabeza, receloso—. Al menos no te lo parecía hace un rato. Te estoy poniendo las cosas fáciles. Créete lo que quieras, sólo te pido lo justo.

—¿Lo justo? —le miré con reproche. Era el peor poscoito que recordaba. Aunque no recordaba ninguno, lo cual también lo convertía en el mejor. Lamentable—. No soy un maldito mosquito, no entiendo la mitad de las cosas que dices.

—Lo único que tienes que hacer es lo que has hecho conmigo hace un rato —insistió Lot, siempre dispuesto a ayudar, a solucionar malentendidos, a explicarme sus desvaríos que no me interesaban en absoluto—. En realidad, la energía que te has llevado te la he entregado dadivosamente… pero bueno, la técnica es la misma. Tú solo hazlo. No te preocupes de nada más si no quieres, simplemente hazlo con… no sé. Con quien te de la gana. Pero con una cierta frecuencia.

—¿Qué? ¿Follar? —Abrí los ojos como platos. No podía creerme lo que el tío me estaba diciendo. —¿Pero qué clase de consejo es ese? Me dices tan tranquilamente que eres un estafador, te metes en mi vida y me cuentas una historia de película y me...
¿Me estás pidiendo que me prostituya para mantenerte?

Lot sonrió de pronto.

—¿No has visto esa película tampoco? Es increíble. Deberías ir más al cine.

—¿Qué…?

Sacudí la cabeza, dándome por vencido. Lot Anders me aturdía. Me estaba dejando sin fuerzas con aquella conversación tan absurda e inquietante.

—¿Cómo iba a pedirte eso, Alex, querido? Desde luego… tienes un concepto terrible de mí.

—No tengo ninguno —repliqué, molesto—. Es que no te conozco. Y me has pedido que me revuelque con quien sea de forma asidua para tener una buena convivencia.

—A veces digo tonterías —resolvió él, rodeándome con el brazo—. Además, no estaba diciendo eso. Interpretas cosas muy feas. Ven, no te enfades.

Iba a protestar, algo reticente aún, pero entonces él me abrazó con calidez, me rozó la nariz con la suya y me miró con una expresión casi sincera en los ojos, que ahora parecían más castaños que anaranjados. Vacilé un momento, pero al final me dejé convencer, y claudiqué con un suspiro.

—Estás loco. —Sus brazos me reconfortaron y la sensación de angustia se mitigó un poco. Me sentía como si él me hubiera arrojado a un río helado para después entrar a rescatarme. Era cruel por su parte. Pero agradable. Retorcidamente agradable. —¿Qué tengo que interpretar entonces?

Lot se inclinó sobre mi rostro un poco más, besándome la comisura de los labios y mirándome entre las negras pestañas.

—Pues que… como soy un galán algo rudo, no encontraba un modo adecuado de decirte que me gustaría quedarme aquí, contigo, y que fueras mi amante… —sus palabras rodaban entre mis labios, el aliento le olía un poco a tabaco perfumado, tenía los dientes perfectos, muy blancos —porque quería que lo fueras desde que te vi en ese horrible local de luces azules, con tu ridícula cinta en el pelo y esos ojos soñadores. Y otras virtudes de las que no es elegante hablar.

Con el tiempo, aprendería que Lot Anders siempre (o casi siempre) sabía cómo decir las cosas. Con el tiempo entendería que para él todos éramos su audiencia, el público de un espectáculo de ilusionismo en el que él dominaba el escenario y jugaba con nosotros a su antojo. No obstante, debo reconocerle que fue sincero, a pesar de ser un mentiroso. Él me advirtió desde el principio que las cosas que decía podían ser verdad o mentira. Yo elegía lo que quería creer… y aunque aún no había tomado una decisión sobre esas palabras persuasivas que me estaba dedicando en aquel momento, en plena fragilidad poscoital, una parte de mí deseaba creerlas, aunque fuera sólo un rato. Supongo que ese era parte de su talento, saber lo que queríamos creer y ofrecerlo. Sin embargo, otra parte de mí no se chupaba el dedo, de modo que fui cauto. Un poco, al menos.

—¿Todo esto no será un montaje para conseguir precisamente eso, no? Quedarte aquí y tener un refugio donde esconderte.

Lot sonrió a medias.

—Todo no… pero mis últimas catorce o veinte frases absurdas iban dirigidas a conseguir que dijeras que sí. Aunque admito que no lo he hecho muy bien —añadió, frunciendo un poco el ceño con pretendida gravedad y pasándome los dedos entre los cabellos—. Al menos la parte de hablar.

Volví a dudar, así que traté de buscar algo confiable en él. No encontré nada mejor que lo que veía a simple vista.

—Pero si apenas nos conocemos.

—Eso no ha sido un problema esta noche. ¿Por qué debería serlo en lo sucesivo?

Bueno, tuve que reconocer que ése era un argumento demasiado contundente; habría tardado mucho en discutirlo de forma adecuada y no me apetecía hacer el esfuerzo. Así que le concedí eso.

—Por nada, supongo.

—No pareces muy convencido —prosiguió, inclinándose sobre mí. Alargó la mano izquierda para acariciarme la cintura—. ¿Tengo que recordarte que sé cocinar?

Desvié la mirada.

—Y follas bien —admití—. Son dos puntos fuertes a tu favor.

—No había necesidad de incidir en eso —ronroneó Lot, mirándome otra vez con ojos avariciosos—. Al menos, no verbalmente. Es poco elegante. Es de esas cosas que son maravillosas en acción pero muy burdas como tema de conversación. —Me reí entre dientes, rozándole el rostro con las yemas de los dedos. Tenía la piel muy elástica, los poros apenas se le marcaban. Y sus ojos resultaban hipnóticos. Se me acercó más, reptando como una culebra. —¿Entonces? ¿Qué me dices? ¿Cuál es el problema?

Negué con la cabeza y le rocé los labios con los míos, asomando la punta de la lengua para probarle otra vez. Todo parecía loco, y arriesgado y… tontamente romántico, pero intenso, y me había sentido tan vivo… Sus mentiras eran agradables, y me haría la comida y la cena, y era guapo, y sabía lo que hacía entre las sábanas, y aburrido no era en absoluto, aunque estuviera como una jodida chota. La posibilidad de que un coche antiguo derrapara frente a mi casa y cuatro tíos con ametralladoras me acribillaran, o de que el niño psicópata entrara por la celosía, destrozándola, y me arrancara el corazón, eran cosas que en ese momento no se me pasaron por la cabeza.

—No hay ninguno—dije al fin—. La respuesta es sí. ¿Es que tengo algo que perder?

Le besé con un gesto dulce. Él se lamió los labios y sonrió como un gato satisfecho, abrazándome posesivamente.

—Lo único que puedes perder son las ganas de estar con nadie más —declaró, alzando la ceja y componiendo una pose de tipo interesante.

Volví a reír un poco y trepé sobre él, sentándome a horcajadas sobre su vientre.

—Tal vez las pierdas tú.

Me incliné para besarle de nuevo. Sus manos se deslizaron sobre mis muslos, su lengua se enroscó alrededor de la mía, invitadora. Poco a poco, convirtió el beso dulce que le había brindado en un intercambio lascivo y algo animal. Me dejé llevar. Una vez más, no quería pensar en nada. Tenía la sensación de estar saltando al vacío sin saber muy bien lo que había debajo.

—Creo que ese puede ser un buen reto para ti.

—No pienso tomarme esto como un reto —susurré.

Luego le hice callar de nuevo. Le acaricié el pecho con las manos abiertas, buscando su calor. El juego cruel de su lengua contra la mía me iba encendiendo otra vez, el roce de sus manos en mis piernas y mi cintura era anhelante, me tentaba, y empecé a balancearme sobre él con un roce provocativo y lento. Él me marcaba con el tacto de sus yemas, que parecían solaparse bajo mi piel como si estuviéramos hechos de agua. Cuando le liberé del beso, se lamió los labios y sonrió, con los ojos brillándole con guasa.

—Tienes una sana mentalidad deportiva.

Nos quedamos en silencio, mirándonos, mientras nuestras manos se exploraban y nuestros cuerpos se iban amoldando al tacto del otro, al calor, a la suavidad, rozándonos con los labios en besos cada vez más largos y envolventes. De nuevo me estremecí, se me erizaron los poros y junto con la excitación naciente se me anudó la angustia en la garganta. «No le importa», me dije, «esto le resulta divertido, pero no le importa una mierda. no le importas una mierda, solo quiere aprovecharse de ti. Es frívolo, es manipulador, Alex. Es superficial como el barniz, y debajo no hay nada». Sabía que todo era verdad.Y sin embargo, ser consciente de eso me hería. Era como si a mi propio vacío se uniera también la vacuidad de todo aquello… y no, no podía soportarlo. Era demasiada nada para mí.

—Podemos ayudarnos… —murmuré a la desesperada, tratando de fabricarme mi propia esperanza—. Quiero ayudarte. Si lo que has dicho es cierto… los dos lo necesitamos.

Hubo más besos, y un minuto de silencio por cada uno de ellos.

—¿Y si no lo es? —susurró él sobre mi boca, los ojos brillantes clavados en los míos.

—Si no… entonces tú has venido por algo… y yo necesito llenar mi vida de nuevo.

Me sentí palidecer. Era como tumbarse en un altar sacrificial o algo así, pero no me quedaba nada. En ese momento creía verlo con claridad. No me quedaba nada, y sólo había un modo de que eso cambiara. La mirada de Lot vaciló por un momento, el resplandor lascivo se mitigó y vi una chispa de curiosidad o de algo diferente, lo que fuera. Yo no había dejado de contonearme, y sus manos treparon rápidas hacia mi cintura con una caricia posesiva y ardiente. Deslizó el pulgar hacia mi ombligo y su mirada también me acarició, abrasadora, cargada de deseo.

—No voy a pedirte fidelidad —dijo, en un tono de voz tan diferente que casi parecía que hablara en serio—. No voy a pedirte nada que no puedas dar.

Le abracé de nuevo, huyendo de sus ojos, y oculté el rostro en su cuello. Busqué el lóbulo de su oreja.

—Te daré lo que necesites. Te daré todo. Creo que solo así tendré algo —dije al fin, con palabras temblorosas.

Le escuché reír por lo bajo, pero esta vez era una risa amarga. Sus caricias se volvieron más intensas, elevó las caderas y empezó a responder a mis movimientos, frotándose contra mí. Nos estábamos poniendo cachondos como animales en celo, pero había algo triste y desesperado en todo eso. Era algo así como el último beso de dos desconocidos antes de arrojarse al fuego. Entonces, de repente, me agarró por los brazos y me separó el rostro de su hombro para mirarme otra vez. Sus dedos me recorrieron los costados, se deslizaron por mi pecho en un gesto arrebatado, tenso, arañándome los pezones y pellizcándolos lascivamente. Gemí, y él mostró los dientes en una mueca abiertamente provocativa.

—Nadie puede darlo todo —susurró, en el mismo tono que si estuviera hablándome de las cosas que pensaba hacerme.

—Hay quien sí puede —le contradije.

Las emociones que me golpeaban eran demasiado confusas e intensas como para analizarlas. No entendía por qué tanta tristeza en medio de la excitación, no entendía la angustia ni esa sensación profunda de pérdida. Pero aun así, era consciente de que aquel hombre era la única tabla a la que podía asirme si no quería ahogarme para siempre en el abismo profundo de vacío y soledad que me asediaba desde todas partes, allá donde volvía la mirada. Tiró de mí hacia él para devorar mi boca sin contemplaciones, sus manos me arañaban por la fuerza con la que me tocaba y me apretaba contra su cuerpo dispuesto. Su erección se me clavaba en la ingle, exigente y abrasadora. Luego volvió a apartarme, esta vez sujetándome el rostro entre los dedos.

—Yo no soy esa clase de persona —me replicó.

Había fruncido el ceño y la mirada de sus ojos brillantes se había atemperado. Había algo amargo en él. «Son mentiras», me decía a mí mismo. «Son mentiras, todo mentiras, las suyas, las mías… pero quiero. Quiero que sea verdad. Quiero poder hacerlo, quiero entregarme, quiero vivir algo así, intenso y dulce al paladar, y no estar solo, y darme, darlo todo». Tomé aire antes de hablar, trémulo.

—Pero yo sí.

Bajé la mano y le agarré entre las piernas, cerrando los dedos alrededor de su sexo con delicadeza. Lot entrecerró los ojos y apretó los dientes. Empecé a acariciarle con movimientos largos y medidos, desviando la mirada para ver lo que tenía ahí abajo. No estaba nada mal. Era grande, bien proporcionada, sin venas muy marcadas y de piel tersa. Estaba caliente y dura, erguida en una línea casi totalmente recta, apenas ligeramente curvada hacia arriba. El extremo aterciopelado adquiría un tono algo más oscuro, pero mantenía la uniformidad saludable de toda su piel y se exhibía con elegancia. La verdad es que era bonita, además de apetecible. Creo que se dio cuenta de que la estaba mirando, porque volvió a contraer los músculos del vientre para hacerla distenderse más en un latido. Me dispuse sobre él, atrapándolo entre mis nalgas para propiciar el roce y calentarle más. Le escuchaba jadear. Se había tensado y su rostro se volvía más siniestro a medida que la lujuria se apoderaba de sus facciones: mostraba los dientes en muecas lascivas, se le hundían las mejillas cuando tensaba la mandíbula y el pelo le caía sobre los ojos cuando movía la cabeza.

—Quien lo da… todo… —murmuró, a duras penas.

Dejó la frase sin terminar. Pero no hacía falta que lo hiciera, ya imaginaba el final. «Quien lo da todo, se queda sin nada, pero yo ya no tengo nada», me dije. Me apreté más contra él y le tenté, elevando la grupa. Con un gemido, me agarró del pelo y tiró de mí al tiempo que se incorporaba para estrellar su boca contra la mía.

Nos besamos con violencia, clavándonos los dientes, magullándonos con los labios. Me aparté como pude, intentando suavizar la situación con besos más suaves, delicados, pero Lot no parecía dispuesto a ser suave. Seguramente, en su opinión ya lo había sido suficiente. No obstante, cedió a mis demandas y se adaptó a mi ritmo, y aunque no me respondió a esos besos ligeros, me permitió ofrendárselos. Cuando estuve satisfecho en cuanto a ternuras, me elevé sobre las rodillas, guiándole con la mano, y luego descendí para acogerle lentamente en mis entrañas. Él se quejó, aunque no de disgusto precisamente. Resolló un poco y se dejó caer en el colchón, clavándome los dedos en la cintura. Su mirada, a través de las pestañas oscuras, parecía líquida ahora y se apagó cuando cerró los párpados, entreabriendo los labios para suspirar gozosamente. Arqueó las caderas para penetrarme más profundamente. Y sí, era jodidamente genial. El placer me mordisqueaba los nervios y me provocaba escalofríos, y sus gestos me hacían sentir deseado. Y aunque eso era agradable, no conseguía desterrar esa maldita e insistente tristeza.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó entonces.

Yo no respondí. Estaba agarrado al cabecero, moviéndome sobre él, arqueándome para buscar roces más placenteros, tomándole a mi ritmo esta vez. Me solté de una mano y le acaricié los labios con los dedos, deslizándolos luego entre ellos para tocar su lengua y mojarme las yemas con su saliva. Los mordisqueó. Algo cortante y afilado relampagueó en su mirada.

—¿Cómo te llamas? —insistió.

Esta vez fue casi brusco. Tragué saliva y respondí vagamente, desviando el rostro. No quería hablar. Quería follar. Follar y olvidarme de todo.

—Me llamo Alex.

Mentiras, todo mentiras. Las mentiras siempre fueron la base de nuestra relación. Sí, ya sé que hay mucho establecido sobre eso. Normalmente, uno tiende a pensar que algo cimentado en mentiras no puede salir bien. Pero poneos en mi lugar. Poneos en el lugar de alguien que lo ha perdido todo, incluso sus recuerdos, incluso a sí mismo. ¿Qué tienen de malo las mentiras en ese caso? Para mí eran algo bueno, porque ya eran algo. En cuanto a Lot… bueno, Lot tenía su propia visión de las cosas, y las mentiras formaban parte de él, tanto como las verdades. En la lente a través de la que él miraba el mundo, que algo fuera verdad o mentira no tenía importancia. A él le importaban otras cosas, cosas más grandes, que estaban por encima de todo eso… pero de eso ya hablaremos más adelante. Aquella noche, ninguno de los dos sabía nada del otro. Sólo que nos teníamos, y que nos tendríamos durante un tiempo aún imprevisible.

Con eso nos bastó. Y follamos como condenados a muerte, con la misma pasión y el mismo desespero, hasta que estuvimos agotados y me acurruqué sobre su pecho, aún triste y frágil, mojado de sudor y oliendo a esperma y a hormonas.

—Ahora sí tengo sueño —recuerdo haber dicho.

Y recuerdo la luz grisácea y mortecina, filtrándose a través de la celosía. Y el amanecer perezoso y apagado. Y el fresco aire húmedo de rocío. Y que él me cubrió con la sábana y me miró, con aquellos ojos que no expresaban apenas nada pero que se lo bebían todo. El resplandor anaranjado de su mirada me acompañó en mis sueños esa noche, y por primera vez en semanas, fueron sueños tranquilos.


. . .


Escena 3, toma tercera.

Lot Anders llevaba trabajando para la Organización más años de los saludables.

En la Organización, los ilusionistas como él tenían mucha independencia, en parte por sus funciones pero también porque ellos mismos se aislaban. Siendo los únicos de origen totalmente humano, no les gustaba mucho estar con los demás. En cualquier caso, dado que en ocasiones había que trabajar en equipo y que el trato era frecuente en encuentros de empresa, cenas, reuniones y demás, Lot no era ajeno a la naturaleza de sus compañeros. Sabía qué era cada cosa y lo que sabía hacer. Las rémoras, por ejemplo, obtenían la energía vital y espiritual de los durmientes y servían de despensa a otros miembros de la Organización. Eran el escalafón más bajo, las criaturas más despreciadas y menos complejas de toda la jerarquía, férrea, disciplinada e inquebrantable, de la Organización. En teoría.

A Lot Anders, los de esa especie nunca le habían provocado otro sentimiento que repulsión. Si alguna vez había tenido que alimentarse de la energía de una rémora —cosa que había evitado siempre en la medida de lo posible, ya que como ilusionista tenía sus propios medios para abastecerse mientras estuvo en plantilla—, simplemente la había agarrado y había drenado hasta hartarse. Sin mirarla a la cara y sin pedir permiso. Eran rémoras, así era como se las trataba. No había más. Y por supuesto, jamás le habían despertado la menor simpatía ni le habían resultado en absoluto atractivas. Las rémoras eran criaturas simplonas, estereotipadas, exentas de profundidad, potencialmente inútiles y sin más voluntad que la de seguir sus instintos primarios. Eran depósitos que se llenaban y se vaciaban sin que a ellas les supusiera el menor cambio. No aprendían, no evolucionaban. Había algunas, claro está, más aparentes que otras. Pero él sabía que al otro lado, en la realidad, en la ciudad devastada, no eran más que algo así como híbridos gigantes entre el mosquito y el ser humano. Bichos antropomórficos con manos ciliadas y bocas de las que salían apéndices gelatinosos acabados en punta con los que absorbían los sueños, las esperanzas, las emociones de los seres humanos de verdad. Eso eran las rémoras. Algo asqueroso, como queda patente. Por tanto, a Lot Anders jamás le habían resultado atractivas en absoluto por muy trabajadas que fueran sus apariencias en la ilusión. Él era un ilusionista, alguien de mucho más prestigio y rango. Máxime, un tipo con clase.

Eso era lo que él creía saber sobre las rémoras. Por eso, aquella noche, mientras Alex dormía, Lot Anders le observaba, pensativo, lleno de curiosidad y fascinación. El peculiar inquilino de Alexander Seighin desafiaba todo cuanto había conocido hasta entonces. ¿Qué hacía ahí adentro? ¿Cómo había llegado a simbiotizar con un humano? ¿Qué pretendía?

En la Organización decían que era una rémora enloquecida. Que había que reciclarla. Que se había descontrolado y era peligrosa. Por otra parte, los Vigilantes querían estudiar el caso. Pensaban que la influencia del humano al que había estado parasitando durante tanto tiempo, Alexander Seighin, había tenido efectos en la rémora. Efectos que la habían llevado a desafiar lo establecido y renunciar a la Organización. Aquello era algo sin precedentes… o eso decían.

Vaya por delante que a Lot lo que dijeran los demás no le importaba un carajo. Sabía que siempre había una parte que no era verdad y otra que no decían. Pero él era curioso por naturaleza y quería saber quién era el inquilino de Alex. Porque le había visto, allí al fondo de sus ojos, en el resplandor púrpura y opalescente de sus pupilas. Le había visto alimentarse cuando Lot permitió, morboso como un crío jugando con fuego, que el aguijón se insertara en su piel y bebiera parte de su energía —¡Una rémora alimentándose de un ilusionista! Aquello no podría creerlo nadie, dinamitaba por completo las jerarquías y las normas—; le había visto indignarse cuando le preguntó si estaba celoso; le había visto ponerse a la defensiva cuando colocó las cartas sobre la mesa y le dijo a las claras cómo estaban las cosas… y le había visto manifestarse en todo su esplendor cuando le tiró sobre la cama y empezó a follarle con rabia, tratando de acceder de nuevo a él y furioso por no conseguirlo. Sí, y tanto que le había visto. Y podía decir sin lugar a dudas que nunca había visto una rémora con tanta personalidad.

«Te gusta meterte en problemas», solía decirle siempre Liam. Sonrió a medias al recordarlo.

—Pues tienes razón —murmuró.

Y Liam la tenía, porque la historia de Alex, la rémora y los intereses de la Organización y los Vigilantes en aquella extraña pareja, no tenía nada que ver con Lot. Él no tenía el menor vínculo con aquello salvo en una cosa: había escrito la maldita nota. Claro.

Escribir esa nota era su última misión, aunque nadie se lo había dicho de ese modo, pero él lo sabía. Hacía tiempo que sospechaban de él, de sus actividades como agente doble. En la última cena de empresa, su mentor le había advertido de ello y le había pedido que abandonara la ciudad, que se retirase a alguno de los refugios que sólo ellos conocían. Pero Lot se había negado.

—París no es tan bonita en esta época del año —había dicho.

Y se había quedado, estúpidamente, cuando ya no le quedaban motivos para hacerlo salvo planear algún gran final. Y a eso era a lo que, de modo natural, le estaban llevando las cosas. Lot Anders no era la clase de persona que se marcha sin más, sin dejar una huella profunda antes, pero todo se estaba complicando demasiado y a estas alturas, Lot ya no sabía si podría llegar a París.

Aquel lunes, cuando llegó al Euphoria, se encontró con que Saul estaba allí. Su actividad como agente doble quedó entonces descubierta sin el menor género de duda cuando Saul le vio llegar en compañía de Nun, una augur —que no era otra que la chica del pelo rosa—. De modo que, dadas las circunstancias y guiado por el instinto de supervivencia, planeó entregar al chico a la Organización para intentar estabilizar su posición. Sin embargo, los Vigilantes estaban dispuestos a impedirlo.

Aquella tarde en el puente, Lot se dio cuenta de que no podía seguir con un pie a cada lado del mismo, y decidió que saltar al río era una opción mucho mejor que morir en el fuego cruzado.

Y pensó que, qué demonios, si una rémora tenía agallas para desafiar a la Organización, él también. Y pensó que ya estaba cansado. Pensó que no tenía nada que perder. Pensó que él era genial, y que lo sería en todas partes, en la Organización o con los Vigilantes, o por su cuenta, ¿por qué no? Pensó que no estaría mal jugar a ser libre durante un tiempo, sí. Hasta que le pillaran y le arrancaran la salamandra, y le arrojaran a una fosa de reciclaje o le convirtieran en comida para satures. Pensó que marearles también sería divertido. Jugar al gato y al ratón. Y pensó que la rémora podría serle útil.

Así que se le había pegado como si el verdadero parásito fuera él, y de algún modo extraño había conseguido convencerle para formar una alianza. Por el camino, se había follado a la rémora por curiosidad, pero ahora no le parecía mala idea seguir haciéndolo. Lo cierto es que era una criatura fascinante, nada que ver con lo que se le suponía a su naturaleza. Y Lot no era persona fácil de impresionar. Era consciente, pues, de estar ante algo único y raro.

«Yo sí lo soy», había dicho. «Te daré todo, creo que solo así tendré algo». Eso había dicho.

Y Lot no se había creído una palabra, desde luego. ¿Una rémora? ¿Una rémora dadivosa? Ni en sueños. No se había tragado eso, ni sus gestos frágiles, ni su pretendida inocencia, ni su afectuosidad, ni su teatro del desmemoriado. Y sin embargo, aun sin creerlo, le había conmovido. Quizá porque creyó que la rémora quería creérselo, y aquello tenía todos los ingredientes de un Drama con mayúsculas.

A Lot Anders le encantaba el cine. Le gustaba el teatro, la interpretación, los juegos de apariencias, de luces y sombras, de aquello que no es lo que parece ser, los equívocos, las farsas. Adoraba todo eso como sólo puede hacerlo un adicto o un ilusionista. Y por eso sabía lo importante que era engañarse a uno mismo y lo hermosas que podían ser algunas mentiras. Mucho más bellas que la realidad. ¿Y quién podía negárselo, allí en la ciudad sin nombre?

De modo que Lot Anders se quedó despierto, mirando a Alex y pensando en muchas cosas, cosas sobre sí mismo y sobre su pasado, su presente y su futuro. Y al cabo de un par de horas, ya estaba decidido a descubrir la identidad de quien habitaba en Alex, decidido a seducirle y poseerle, y a tomar egoístamente todo lo que pudiera sacar de él. Al menos hasta que lograse escapar o le enviaran a la tumba. Y cuando el amanecer dio paso a la mañana y quedó claro que su nuevo amante iba a estar durmiendo hasta bien entrado el día, se permitió cerrar los ojos y descansar un rato.

Aquella noche soñó por primera vez en muchos meses. Y soñó con Liam, con Nueva York y con la nieve.

. . .

© Hendelie & Neith













[1] Para quien tenga curiosidad, el perfume de Lot es Diesel – Fuel for life, fragancia para hombre. En algunas páginas especializadas lo describen como “sexy, impertinente y moderno”. Y para quien tenga más curiosidad, el de Alex es Chispas.
[2] Esta es la forma de hablar del narrador. De manera coloquial y vulgar, está socialmente aceptado llamar así a las chicas o chicos que se comportan de una manera sexualmente promiscua o provocadora, o que expresan su deseo sexual sin pudor. No quiere decir en ningún caso que Alex cobre por favores sexuales (que nosotras sepamos). Tampoco somos nosotras quienes usamos ese término de forma peyorativa, sino el propio personaje. A nosotras, al igual que a Mercedes Milá, nos encantan las putas.
[3] David Copperfield es un conocido mago e ilusionista estadounidense. Algunos de sus trucos más famosos han sido hacer desaparecer la Estatua de la Libertad, levitar sobre el Gran Cañón, atravesar la Gran Muralla China y conseguir que Claudia Schiffer fuera su novia durante cinco años.
[4] Esto es un homenaje a la grieta y a la diosa interior de Anastasia Steele, la carismática protagonista de 50 sombras de Grey. Es nuestra manera de rendir honores a tan magna obra literaria. Y también a todos los lectores que querían arrojar a la diosa interior por la grieta.

2 comentarios:

  1. me encanta la forma , los diferentes hilos que se van tejiendo en la historia ... fabuloso.
    esto confirma que no estaba tan perdida en mis anteriores comentarios y que este debe ser uno de los secretos de los vigilantes, ver como la humanidad en todo su esplendor prevalece sobre la mostruosidad. pero no quisiera ser Alex cuando descubra quien es realmente y si sus pensamientos son muestra de un corazon que tal parece es puro, pues sera un golpe certero y espero que ahi esté lot porque sera su unico soporte.
    ja! vuelvo y repito Lot esta jugando con fuego y la rémora hara mas que succionarle la energia, le succionara el corazon y el alma y eso bien merecido por darselas de jugador habil y mañoso...pero tiene su corazoncito al exponerse siendo informante para los vigilantes ( un punto para el chico). esto se lama una relacion SIMBIOTICA mutuo beneficio .
    ah otra cosa ... ahora entiendo el dibujo del mechudo peliblanco ( que es el propio alex?) con la salamandra en el hombro, ahora hay que saber si la remora tiene nombre, pero no me imagino a ese hermosura siendo un bicho asqueroso en la realidad, definitivamente Alex/bicho tendra que despertar pronto porque como objeto de estudio esta de los mas interesante , pobrecillo. gabriel y david no seran una opcion ? jejejejeje

    ResponderEliminar
  2. Lo prometido es deuda y tremenda escena calentona nos has regalado y pensar que vienen mas......Vaya que sorpresa me he llevado con que alex sea un bicho raro chupa energías jajajajajajaja pero entiendo que el bicho y el fotógrafos se fusionaron o algo así?? Y más sorpresa aún que lot se sienta fascinado por el.. Pero aún no tengo claro las intenciones de nuestro guapo manipulador...y que es la salamandra. aparte de otro bicho me tiene más intrigada aún... Será revelador

    ResponderEliminar

¡Deja tu comentario! Es gratis y genera buen karma :D


Licencia Creative Commons

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons. Queda prohibido su uso para fines comerciales, así como la duplicación total o parcial sin permiso expreso de las autoras. Si citais algún fragmento, por favor, no olvidéis nunca poner el autor y la fuente de referencia. ¡Muchas gracias!