viernes, 26 de julio de 2013

Flores de Asfalto: La Salamandra — Escena 10


Escena 10, toma primera




Durante aquellos días, mi convivencia con Lot Anders estuvo marcada por una sensación angustiosa de fondo que me costaba horrores definir. Más adelante, buscando en Internet, encontré una palabra que servía bien.

Inminencia.

Era como una puñetera cuenta atrás.

No es que estuviera nervioso todo el tiempo, no. Tampoco tenía miedo. Bueno, en realidad sí que lo tenía, algunas veces. Pero el hecho de no saber cuándo van a venir a tu casa a matarte te hace vivir la vida mucho más intensamente. Disfrutas cada momento, no desperdicias las horas en amargarte por nada… no sé, es una buena forma de vivir, eso de estar amenazado. Además, te hace ser más tolerante con los demás.

A mí me hizo ser más tolerante con Lot Anders. Con Lot era complicado vivir. Podía llegar a ser una persona verdaderamente insoportable, pero, por otra parte, era encantador… y por alguna clase de magia, era capaz de ser insoportable y encantador al mismo tiempo. Puede parecer que de este modo se equilibraba la balanza, pero no. Su encanto era muy seductor, pero cuando se ponía gilipollas podía sacar de sus casillas al más pintado y la báscula se descompensaba hasta saltar por los aires. Aquel encanto, además, tenía algo de postizo, de artificial… y a medida que yo veía más películas antiguas, más me recordaba su actitud a la de los galanes del cine de los años treinta. De este modo, llegué a la conclusión de que Lot Anders era un disfraz, un personaje formado a partir de las referencias que el tiempo le había dado. Un disfraz bajo el que se ocultaba alguien a quien yo aún no conocía. Esa idea era excitante y peligrosa, le hacía aún más fascinante a mis ojos de enamorado. Y quizá eso influyó también en que aguantara sus gilipolleces con más paciencia de la razonable. Había momentos en los que Lot se portaba como un asqueroso y un cretino, y podría haber llegado a desesperarme de no ser porque: a) él era lo único que yo tenía; b) me hacía sentir absurdamente protegido; c) además de glamouroso y encantador, follaba muy bien; y d) la sensación de inminencia lo impregnaba todo. Uno no tiene ganas de discutir cuando pueden asaltar tu buhardilla en cualquier momento y atravesarte con una guadaña de alma, sea lo que sea eso.

Sin embargo había veces que ni siquiera yo podía permanecer indiferente a sus faltas de respeto, de consideración y de humanidad. Me gustaba que Lot fuera un conquistador en la cama: me hechizaba hasta someter mi voluntad, me seducía descaradamente, a veces incluso era dominante y arrollador, me asediaba hasta que me rendía y siempre acababa haciendo que yo deseara lo mismo que él deseaba. Pero fuera del ámbito sexual eso se llama manipulación, y no mola nada.

La primera vez que sentí deseos de matarle fue la mañana después de haber visitado la fábrica, cuando nos habíamos besado de aquel modo tan peliculero y yo me había vuelto un poquito más idiota. Quizá estaba sensible porque después de aquel pequeño momento de intimidad mis sentimientos se habían vuelto aún más empalagosos. Puede ser. El caso es que cuando me levanté, encontré todos los álbumes y cajas de fotos desperdigados por la casa. No había dejado uno solo sin tocar. Las fotos estaban fuera de su sitio y él las miraba, sentado en el sofá.

Yo tenía hambre y al principio no le di importancia, aunque algo en mi interior se revolvía con cierta incomodidad. Aún me resultaba un poco violento compartir aquella casa con alguien más.

—Buenos días, Lot —le saludé afablemente—. Tengo hambre.

—Buenos días, flaquito. En la encimera tienes donde elegir —repuso él, sin levantar la vista.

Estaba sentado en el sofá, con el batín puesto sobre el torso desnudo y los pantalones de raya diplomática con los tirantes colgando. Llevaba el pelo engominado. Parecía un gángster a la hora del té.

—Has hecho tortitas. —Sonreí al ver los platos. Había también otras cosas deliciosas y cuencos con mermeladas y siropes—. Y gofres. Y tostadas francesas. Y crêpes. Y has limpiado la cocina…

Era difícil no enternecerse con esas cosas. Me llené un plato hasta formar una montaña de dulces y luego lo regué abundantemente con mermelada de fresa y chocolate líquido. Me senté a su lado, engullendo. Lot apartó una caja de fotos para hacerme sitio.

—¿Qué hora es? —le pregunté.

—La una y cuarto. O eso dicen tus relojes.

Me miró de soslayo con una media sonrisa.

—Entonces esto va a ser un desayuno-comida. Un comiduno.

Su expresión se volvió desdeñosa. A mí me dio risa; mis chistes malos me hacían gracia, pero al parecer era el único que disfrutaba con ellos. Carraspeé y tragué esforzadamente, pensando en la necesidad de algo para beber.

—Puedes desayunar ahora y volver a hacerlo a las tres… y comer a las nueve de la noche. Al fin y al cabo, no tienes por qué ceñirte a horario alguno —me dijo.

Asentí, tratando de desviar mi atención de las fotos que se disponían por toda la casa. Había algo amenazante en ellas. También encontré en Internet una palabra adecuada para aquello: ominoso. No llegaban a dar miedo ni eran agresivas pero… eran ominosas.

—No me importaría comer tortitas y gofres todos los días, a todas horas —comenté, tratando de mantener un ánimo alegre y no dejarme llevar por esa hostilidad extraña que despertaba en mi interior—. Creo que podría alimentarme sólo a base de esto.

—Una vez leí que el azúcar estimula la imaginación —repuso Lot Anders. Estaba buscando en el interior de una de las cajas y seleccionando las fotos. Algunas las apartaba sobre el sofá y otras las volvía a dejar dentro de la caja. Sus gestos parecían descuidados, pero yo sabía que él no tocaba nada descuidadamente. Sin embargo, me irritaba que quisiera aparentarlo. Y además, con mis fotos—. Si eso es cierto, los diabéticos deben ser personas muy aburridas.

—El azúcar es la felicidad —asentí.

—Sí, ¿eh? —Me miró de reojo otra vez y se echó hacia atrás en el sofá, alejando de sí la instantánea que tenía entre las manos y mirando de lejos al hombre que aparecía en ella. Vi un atisbo de la imagen y aparté la mirada—. Años de investigaciones científicas, corrientes de pensamiento cambiantes y movimientos filosóficos, y la humanidad aún no se ha dado cuenta de algo tan obvio. Salvo los niños, claro. A ellos les das un caramelo y son felices.

Me encogí de hombros.

—La vida es simple.

Terminé el desayuno antes de lo que esperaba. No tenía tanta hambre como otros días, había que reconocer que la visita de Isaac me había saciado… aunque entonces odiaba admitir cualquier cosa relacionada con eso. Al levantarme para recoger las cosas, me di cuenta de que los álbumes y las cajas estaban dispuestos de un modo peculiar, ladeados algunos, vueltos hacia otros… como si trazasen un sendero, un camino sobre la mesa, los cojines y el sofá, donde terminaban. Todas las que estaban fuera de las fundas eran mis fotos de él… y mis fotos con él. O mejor dicho… sus fotos de mí.

Tragué saliva. No quería darle importancia. Cada mañana me miraba en el espejo y jugaba a ser Alex, pero ver aquellas fotos, las imágenes en las que Alex y yo estábamos juntos me recordaba que no era él. Y aún peor, me recordaba quién era yo. Qué era yo.

Lo odiaba. No podía concebirlo. Ni siquiera sabía si seguía siendo yo, dónde empezaba uno y terminaba el otro… aquellas fotos eran puñales, y cuando volví al sofá, con el café en la mano y aparentando tranquilidad, Lot miraba una de ellas con expresión de… asco. Al acercarme, oí su murmullo.

—Por Dios, la de chistes que podría hacer de esto.

Me senté, manteniendo la calma. Se trataba de Lot. Aquel comentario casi desganado no era casual. En mi interior, lo sabía. Sabía que quería joderme, mi instinto me lo decía. Pero otra parte de mí no estaba dispuesta a entrar en el juego y dejarse llevar. Miré de reojo la foto, con un profundo dolor en el corazón. Era una de esas fotos estúpidas que nos habíamos hecho en la cama, metiéndonos los dedos en la nariz y haciendo muecas ridículas. Era una tontería. En realidad era patético sentirse conmovido al mirar una foto así, pero no lo podía evitar. Eran mis momentos. Mis momentos valiosos. Al recordarlos, se me encogía el estómago y se me llenaban los ojos de lágrimas que no llegaba a liberar. Sí, seguro que podían hacerse muchos chistes con eso, no sólo por nuestras caras en la foto, sino por mi propia situación.

Pero yo ya sabía lo patética que era.

No necesitaba que me lo recordara el Señor Fabuloso.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunté, observándole de un modo algo distante.

—Yo también quiero una foto tuya —respondió, con voz ligera—. Estaba eligiendo.

Luego me miró directamente y esbozó una sonrisa ancha. El esmalte de sus dientes era perfecto. La jodida sonrisa lo era. Tan perfecta como artificial. Y en sus ojos había desdén.

—Si quieres una foto mía, ¿por qué no me la haces? —repliqué secamente.

Le arranqué la instantánea de las manos y la guardé. Luego saqué otra y me giré un poco para poder mirarla sin tenerle a él en mi campo visual. Le estaba dando la espalda premeditadamente, y la gelidez que instantes antes sólo había sentido yo en mi interior se liberaba poco a poco, contagiándose al ambiente.

—Porque me gustan estas. He estado viendo tu vida esta mañana, ¿sabes? —Tragué saliva. No me gustaba el tono de su voz. Me recordaba al de esos malos de las películas, seguro que sabéis de qué hablo. Quieren extorsionar a un tío y le dicen: «¿Sabes, John? He visto a tu hija esta mañana, cuando entraba al colegio. Está muy mayor, muy guapa. Sería una lástima que le sucediera algo». Pues con esa voz me estaba hablando, el cabrón —. Y creo que es una gran vida. Es increíble el efecto que tienes en la gente.

Me incorporé despacio y seguí con la mirada el camino que Lot había trazado, cada parte formada por pequeños cuadrados de cartulina con una imagen en el interior, algunas oscuras, otras en blanco y negro, otras con demasiada luz, algunas perfectas, con colores cálidos, con sonrisas, con miradas llenas de vida… llenas de amor.

Le maldije en mi interior.

—¿Estás siendo irónico? Porque no tiene ni puta gracia.

—¿Irónico? No, claro que no. —Sus ojos naranjas eran punzantes, rapaces—. Dime una cosa… ¿me responderás si te pregunto por él?

Giró la fotografía que tenía entre los dedos y me la mostró.

Ahí estaba él.

Es decir, yo.

Yo mismo, mirándome desde el papel brillante, posando con la barbilla alzada. El cabello, rubio y largo, colgando sobre los hombros, entre las plumas de una jodida boa roja que se enredaba al cuello, algunos mechones de pelo más claros, iluminados con mechas, los ojos violetas observando al espectador, prometiendo felaciones inolvidables, y eso como mínimo. Y los labios separados. Y la expresión seductora. Tan falso como él. Tan postizo como él.

Un zumbido me vibró en los oídos, se me aceleró el corazón y me mareé un poco. Negué con la cabeza varias veces, palideciendo.

Lot me miraba. Observaba mi terrible zozobra, estaba viéndome ahí, aterrado y confuso, y angustiado, y sin saber qué demonios hacer… y parecía complacido. Finalmente, se rió entre dientes, guardando la fotografía como si nada y continuó pasando las hojas de los álbumes.

—¿Cómo es? —prosiguió, antes de que yo hubiera sido capaz de superar el malestar—. Os veo aquí… te veo a ti y a él, con ese brillo en la mirada, con esas expresiones de cine… a veces estáis ridículos, la verdad, y tu amante no siempre sale todo lo bien que podría hacerlo. No es tan fotogénico como tú. Pero tienen alma, sí. Tienen autenticidad.

—Eres un cabrón —murmuré ahogadamente.

Me dolía el estómago y tenía los ojos húmedos. Pero Lot no cedió. Alzó el rostro y me atravesó de nuevo con la mirada punzante, venenosa. En ella no había ninguna emoción propia, sólo el deseo de hacer daño, la agresividad fría y calculadora de un jodido halcón.

No, un halcón no.

Un búho. Un búho chungo y malvado. Y yo el ratón.

—¿Cómo es vivir así, Alexander? Enamorado hasta el tuétano, hasta tu propia sangre.

Sus palabras cruzaron el espacio que nos separaba silbantes, afiladas, frías. Eran casi un siseo. No entendía su rabia, si es que era rabia. Me abalancé hacia él y le arrebaté el álbum de las manos, guardando las fotos sin mirarlas, casi a empujones, con las manos temblorosas.

—¿Por qué haces esto? —exclamé, en un tono mucho más herido de lo que hubiera deseado.

Lot se había levantado. Estaba a unos metros, apoyado en una estantería, observándome con curiosidad.

—¿Por qué lo haces tú? —replicó, desapasionadamente. Me siguió con la mirada mientras guardaba aquellas imágenes terribles fuera de mi vista, a toda prisa, con gestos desesperados—. Dios mío, sí que estás mal, flaquito. No tienes motivos para ponerte tan nervioso. Sólo quería una foto tuya.

Y una mierda. Eso no se lo creía nadie. Había pretendido herirme, y lo había conseguido. Pagaba conmigo alguna frustración que yo no conseguía adivinar. Así que me volví hacia él, furioso.

—¿Que cómo es? Te diré cómo es, cabrón manipulador. Es maravilloso. Es lo más grande que le puede suceder a una persona. Da sentido a la existencia, te abre los ojos, te sacude y te hace darte cuenta de que puedes ser mucho más de lo que eres. Te da alas y te da valor para desafiar cualquier cosa, y acabe como acabe, siempre te cambia, siempre te hace mejor. Así es como es, gilipollas.

Puede que levantara un poco la voz, sí. Y tal vez me hubieran brillado los ojos con rabia. Algo debía haber en mi rostro, en mi expresión, que hizo a Lot ponerse serio. Su sonrisa se borró poco a poco y una mezcla de curiosidad y algo más, algo que no podía definir del todo, se agazapó en su mirada anaranjada. Resiguió con la vista una línea desde mis ojos hasta mi barbilla, y fue entonces cuando me di cuenta.

Algo mojaba mis mejillas. Me pasé los dedos por la cara, mirándolos después, atónito. Estaban húmedos de lágrimas.

¿Sabéis la mierda que es eso para alguien como yo? Quiero decir, para algo como lo que yo era... o creía ser. Todas esas emociones mezcladas, batiéndose a punto de nieve entre el estómago y el pecho, haciéndote sentir enfermo. Y ahora para colmo estaba llorando, confuso, enfadado y dolido, pero sobre todo confuso. Me enrabié conmigo mismo al darme cuenta de la situación y comencé a caer en la espiral de culpa y autocensura, limpiándome con furia las lágrimas hasta que se me enrojeció la cara.

—¿Estás contento ya? —le espeté, dramáticamente.

Lot suspiró y chasqueó la lengua.

—Hay que ver. —Se levantó y se pasó la mano por el pelo mientras se acercaba. Por el camino, se miró al espejo. Tenía un cierto aire pensativo, y lo cierto es que me habría resultado muy convincente si no fuera porque le veía comprobar su pose y su expresión en el reflejo del cristal. Cuando llegó frente a mí, me rozó la barbilla con un dedo y me hizo levantarla con un gesto gentil—. Mírame anda. Por favor.

Quería mandarle a la mierda y echarle de mi casa. Pero otra parte de mí quería ser consolado. Así que alcé la vista, apretando los dientes. Lot me observó con mucha atención. Me miraba a los ojos.

—Así que estás ahí al fondo... rabiando y herido.

Fruncí el ceño. ¿De qué estaba hablando? Antes de que pudiera preguntar o insultarle, el ilusionista tomó la palabra de nuevo, expresándose en un tono mucho más suave y amigable.

—No sé qué crees que has perdido, pero yo no creo que hayas perdido nada.

—¿Qué quieres decir?

Mi amante levantó la vista al cielo y negó con la cabeza.

—Tú eres el romántico, deberías saber a qué me refiero. Hay cosas que siempre se quedan con nosotros. Tómatelo con calma —agregó, esbozando una sonrisa nostálgica.

Luego acercó la mano a mi oreja y agitó los dedos, entregándome un caramelo y una barrita de chocolate.

Tomé lo que me ofrecía y estuve mirándole un rato, tratando de desentrañar el misterio de sus palabras, de su mirada. ¿Qué podía saber él sobre eso, con qué derecho se atrevía a hablar de amor, si es que lo estaba haciendo? De pronto me sentí terriblemente cansado y vulnerable y dejé que me acariciase el pelo y me rodeara con los brazos. «Consuélame», pensaba, «consuélame, Lot Anders, arrúllame con tus mentiras, hazme sentir querido, seguro, protegido, amado, importante para alguien. Dame sentido y no me dejes solo».

Sobre todo eso. No quería estar solo. Un recuerdo me zarandeó por dentro y me llenó de amargura. «No me dejes solo».

—No ha vuelto desde que desperté —murmuré.

—Vaya por Dios. —Sus dedos me acariciaron el pelo—. Bueno, si vuelve en estos días le diremos que soy tu primo. Aunque a lo mejor no le importa.

Negué con la cabeza de forma casi automática.

—No, no creo que le importe. —Alcé la mirada, afilándola de nuevo al darme cuenta de que estaba tomándome el pelo otra vez—. ¿Y qué más da eso? ¿Es que no sabes distinguir cuándo te están hablando en serio y cuándo no? Estoy triste y necesito cariño, y tú… y tú… tú tienes asperger. Es tan irritante…

Lot se echó a reír con una risa lenta y complacida, como el ronroneo de un gato. Luego me abrazó más fuerte y me besó, como un buen amante consolando a su joven compañero.

—Perdóname, cariño. Pero tú lo sabías desde el principio.

—¿El qué?

—Lo gilipollas que soy.

Volvió a besarme con dulzura y lo yo agradecí. Su lengua jugó con la mía y me robó el caramelo para después devolvérmelo, sus brazos me acunaron, y cuando se separó de mis labios, rozó mi nariz con la suya.

—Siento haberte alterado, flaquito. Ya sabes que no puedo evitar algunas cosas —dijo, mirándome con una sonrisa seductora—. Además, tienes razón. Si quiero una foto tuya, mejor te la hago.

Suspiré, aliviado, y me dejé reconfortar por su abrazo. Lot se abrió el batín y me refugió dentro de la amplia prenda, acariciándome el pelo con la otra mano. Quería contarle cosas, ser comprendido. Quería desahogarme, por grande que pudiera parecer aquel error. Pero las necesidades no entienden de errores ni de aciertos, alguien como yo lo sabía bien.

—Vino la policía —le dije, susurrando sobre su pecho. Lot tenía la piel suave y olía a jabón—. Estaban investigando mi… mi caso. Me hicieron preguntas. Si me habían encerrado, si había estado con alguien antes de que ocurriera lo que ocurrió…

No dijo nada. Su silencio me resultó más tranquilizador que cualquiera de sus palabras. Mejor callado.

—Me encontraron a punto de morir. Deshidratación, dijeron. Inanición. Él había vivido aquí, conmigo, pero no había nadie más. No sé si él…

Era como recordar una historia que había leído hacía tiempo. No, en realidad no. Era como recordar una película. Me gustaba, sobre todo la primera parte. Pero después… después solo quería cerrar los ojos.

—Tengo miedo.

Lo había dicho en alto. Quizá debería avergonzarme, pero sólo sentí liberación. Lot inclinó apenas la cabeza para mirarme.

—¿De que haya pasado algo digno de aparecer en las páginas de sucesos?

—Sí, algo así, creo —admití, escondido en su bata.

—No te preocupes. Si te interesa saberlo, el tío ese está bien. En estas cosas también depende un poco de cómo lo mire uno. Tampoco tú estás tan mal como crees.

—¿Cómo lo sabes?

Aspiré por la nariz, ni por un momento quería manchar a Lot, ni de lágrimas ni de nada. Me volví a limpiar con las manos y tomé aire. Pese a que temía que soltara alguna estupidez en el momento más inoportuno, escucharle me tranquilizaba de un modo que ni yo mismo podía entender. ¿Tan desesperado estaba que aquel tipo era capaz de hacerme sentir mejor? ¿Tan solo me sentía? Por supuesto, la respuesta era sí. Y quería que siguiera tranquilizándome, mimándome, protegiéndome… aunque todo fuera una mentira. Esa mentira también me gustaba. Sin embargo, su voz se volvió un tanto burlona de nuevo cuando respondió.

—Porque el diablo sabe más por viejo que por diablo… —le sentí sonreír, aunque no podía verle. Dentro de su pecho, su corazón latía con un ritmo siempre constante contra mi mejilla—, y porque le he visto, eso también.

«Le ha visto. Dice que le ha visto. ¿Cómo puede ser?», empecé a preguntarme. Pero muy pronto, la pregunta desapareció, diluida en un suave torbellino de aceptación y placidez. «No lo pienses. Ni siquiera un momento. Todo va bien, sigues siendo Alex, ¿no es cierto?», me dije. Y una vocecilla, débil, confusa, adormilada, me respondía a mí mismo: «¿Y no se habría preocupado Alex? ¿No habría querido saber más?»

Alex sí. Pero yo no. Demasiado pronto. Demasiado paradójico. Demasiado doloroso.

Volví a encogerme en su abrazo y mi voz se volvió más mimosa.

—Yo sólo quería que estuviera bien. Que los dos lo estuviéramos, ¿sabes?

—Ya —percibí una nota de sarcasmo en su voz, una cierta resignación cansada. Me apreté más contra él, por si acaso se le pasaba por la cabeza rechazarme—. No siempre se puede conseguir eso... pero no creo que hayas fracasado. —Lot hizo una pausa y volvió a acariciarme el pelo, aceptando mis gestos—. No, creo que no has fracasado, aunque ahora mismo puede que te lo parezca.

Volví a sentir alivio al no recibir reproches ni réplicas que me empujasen a aceptar todas aquellas cosas que aún no quería enfrentar. ¿Qué? Si pensáis que soy un cobarde, poneos en mi pellejo. No era fácil hacerlo, y además, era un embrollo. Ya habría tiempo.

Lot abrió el batín para recogerme mejor contra su cuerpo y me miró desde arriba. Sentía sus ojos punzantes, posesivos, sobre mí. Sus dedos dibujaban círculos en mi nuca y me estaba rozando la frente con la nariz en un gesto tierno que me habría destrozado si me lo hubiera tragado, si no estuviera recordándome todo el tiempo que todo era un teatro, un papel.

—No te tomes esto como si quisiera borrar lo que otros han sido para ti —comenzó, a media voz—. No es mi intención, y tampoco podría. Pero te habría subido al tren... y habría mantenido la puerta abierta para ti aunque el mundo se estuviera derrumbando a nuestro alrededor.

Una oleada de calidez me anegó por dentro, haciéndome un nuevo nudo en la garganta. Estaba sensible, sí, pero… Dios, cómo quería creerle. Igual que un niño cuando, a pesar de haber visto a sus padres comprar los regalos, se va a la cama el día de Nochebuena y duerme nerviosamente esperando a Santa Claus. Sus palabras me conmovían, a pesar de que en mi interior no dejaba de repetirme que no valían nada. «Pero sí que tienen valor», me contradecía a mí mismo. «Es cierto que él me ha ayudado. Es cierto que me ha salvado».

—Lo sabía… te lo dije, te dije que tú eras de esos —le dije con ardor—. Es lo que estás haciendo. Lo veo, me estoy dando cuenta, Lot. Has mantenido la puerta abierta para mí todo este tiempo. No han pasado muchos días pero para mí cada uno es un regalo… y te lo agradezco.

Le miré a los ojos. Los suyos se volvieron opacos y apartó la vista.

—Tengo una cosa para ti.

La tristeza se diluía a jirones. Una sonrisa suave brotó en mis labios, renovada.

—¿Me la enseñas?

Respondió a mi sonrisa con la suya, torcida y seductora. Sus ojos volvieron a brillar con un resplandor burlón, enmascarando cualquier otra emoción que pudiera haberle asaltado.

—Aquí no. Quiero dártelo en un sitio especial.

—Vale —asentí, animado de nuevo.

Nunca supe qué demonios pasaba por su cabeza en aquellos momentos. Veía agitarse las aguas bajo su mirada resplandeciente y pícara; sabía que bajo aquella envoltura de glamour y frivolidad había mucho más. Ninguna de sus excusas llegaba a justificar plenamente por qué me había ayudado, por qué se comportaba conmigo como lo hacía. Y a veces, en ocasiones como aquella, en el fondo de sus ojos, en su expresión inalterable, en su postura física y en la energía que su cuerpo emanaba sucedía algo. Era como si se volviese hacia adentro de un modo imperceptible pero que dejaba su impronta en el aire, en el ambiente.

—Tengo que vestirme —dijo.

Asentí. Pero Lot no me soltó. En cambio, me besó, tomando aire con fuerza por la nariz y tirándome un poco del pelo mientras me estrechaba. Fue un beso arrebatado e intenso, sin el control y la dedicación seductora que solía poner en otras ocasiones. Me hizo estremecer. El calor se agitó en mi interior y le aferré del pelo. Pero entonces, volvió a retraerse y su máscara se hizo presente de nuevo. Su lengua y sus labios se volvieron juguetones y aquella pasión sincera se convirtió en el truco de siempre.

Me dio un poco de pena, pero acepté la situación. Ya me iba dando cuenta de cómo eran las cosas con Lot Anders. Cuando se apartó, regué su boca de besos fugaces y entregados. Luego, sus manos tomaron mis muñecas y retiraron mis brazos de alrededor de su cuello.

—Ve a arreglarte, anda, antes de que lo deje para mañana. Y no es recomendable dejar cosas para mañana, cuando no sabes si va a haber uno.

Asentí obedientemente con la cabeza. Le di un último beso y me levanté para ir a mi habitación a vestirme.

—Te quiero —le solté.

Y se lo dije así, con la misma ligereza con la que Alex lo habría dicho después de un beso tan sentido como aquél, con la misma naturalidad de quien no teme a sus propios sentimientos y acepta el amor sin miedo. Y es que entonces yo ya no le tenía miedo al amor. El amor me había hecho ya todo el daño posible, no podría ser peor. O eso pensaba. Además, también quería serle fiel a Alex, y para ello sólo me quedaba ser como él. Lo cual incluía esa gran valentía suya a la hora de abrazar sus propias emociones.

—Lo que yo decía —le oí refunfuñar de lejos—, una absoluta falta de cultura audiovisual. Ya ha roto toda la tensión sexual.

Contuve una risita. Lo cierto es que, por mucho que Lot esperase de mí una actitud algo más cinematográfica sobre la vida y los sucesos, yo no era la Hepburn. Para empezar, y como es lógico, no tenía tetas. Tampoco tenía su facilidad para transmitir drama y pasión sin dejar de parecer la mona y elegante vecinita de al lado. Y, por último, no tenía su clase para vestir, aunque aquella tarde me esmeré más de lo que solía hacerlo. Cuando, minutos más tarde, me asomé al cuarto de baño para ver cuánto le quedaba a Lot, llevaba puesta una camisa marrón oscura con un estampado de rosas tatuadas, unos vaqueros oscuros y unas deportivas de ante marrón.

Me apoyé en el marco de la puerta y me miré en el espejo por detrás de él, ajustándome la cinta del pelo. Mi amante estaba arreglándose las patillas con una cuchilla de afeitar y un poco de espuma. Llevaba puestos los pantalones y los zapatos; los tirantes le colgaban de la cintura y el torso desnudo se reflejaba en el cristal, mostrando la suave musculatura trabajada, el piercing de metal que le atravesaba un pezón y el tatuaje de la salamandra naranja sobre el lado izquierdo del pecho. Alzaba la barbilla, se miraba de un lado, del otro, de soslayo… hasta el punto que su coquetería me hizo reír.

—¿Te estás afeitando, o estás ensayando poses? —pregunté, guasón.

Me miró a través del espejo y me sonrió. Luego dejó la maquinilla y se aclaró los restos de jabón.

—Ambas cosas. No hay nada que me guste más en esta vida que mirarme en un espejo.

—No hace falta que lo jures. Eres todo un vanidoso.

Alzó la ceja, de nuevo compuso una de sus expresiones misteriosas.

—Ah, pero no es sólo vanidad, cariño. ¿Nunca has jugado a mirarte en el espejo y fantasear con el otro lado?

Entrecerré los ojos, curioso.

—¿Fantasear? ¿A qué te refieres?

Me rozó con los dedos al darse la vuelta y luego me puso ante sí, con la espalda contra su pecho, frente al espejo. Algunas manchas de vaho volvían algo brumosa la imagen pero allí estaban los dos. Me sentí algo extraño al vernos juntos. Me gustaba, pero al mismo tiempo me inquietaba un poco. Su mirada era turbia y hambrienta.

—Ahí estamos, ¿nos ves? Y sin embargo, no somos nosotros. Es un reflejo. Al otro lado de ese espejo hay otra casa, otro Alex y otro Lot. Y quién sabe lo que harán ellos allí cuando nosotros salgamos de escena y dejemos de mirarles. ¿Lo has pensado alguna vez?

Miré el cristal. Observé, detrás de mi rostro y de su sonrisa maliciosa, la puerta de mi habitación, abierta, y el interior. Había un espacio que no se podía ver, cerca de la esquina derecha. Me lamí los labios. Las cosas que decía me hacían sentir algo turbado, pero al tiempo me fascinaban.

—¿Crees que el Lot del otro lado es tan irresistible como tú?

Lot hizo una mueca.

—Imposible. —Se pasó la mano por el cabello y me sonrió—. ¿Y qué me dices de Alex?¿Crees que el del otro lado es un asesino implacable, antipático y duro como el hielo?

Puse cara de sorpresa y luego negué fuertemente con la cabeza.

—Eso también es imposible. Como mucho, será un poco cabezota.

Lot se echó a reír y fue a terminar de vestirse.

—Dime, querido —me dijo desde la habitación— ¿crees que podrías prescindir de esa cosa hoy?

—¿Qué cosa?

Se asomó tras el marco de la puerta y se señaló la cabeza.

—Me gusta apartarte el pelo de la cara, y ese trapo me quita el trabajo.

Sonreí y me quité la pieza de tela, colgándola del pomo de una puerta.

—Claro, no hay problema.

Entré a la habitación y me quedé mirándole mientras terminaba de vestirse delante del espejo. Se miraba desde cien ángulos diferentes, ajustándose los puños y atándose la corbata con movimientos tranquilos y elegantes, sosegados, como si se tratara de un ritual. Y seguramente para él lo era. Escogió una camisa negra de corte entallado, un chaleco del mismo color con un bordado de cachemira en tonos verde oscuro y ocre y una corbata de color naranja. Los gemelos también lucían sendas piedrecitas de cristal anaranjado. Mientras se los colocaba, seguía comprobando su aspecto con tanta complacencia que me volvió a hacer reír. «Parece un gato acicalándose. ¿Cómo puede decir que no es un vanidoso?»

—¿Qué te hace gracia?

—Nada —me encogí de hombros, aparentando indiferencia—. ¿Dónde vamos a ir, Lot?

—Me gustaría enseñarte un sitio especial. Un lugar que hice YO.

Casi me pareció escuchar las mayúsculas. Parecía muy orgulloso, y de hecho, al pronunciar la frase, se irguió como si se hubiera inflado de autocomplacencia. Pero ¿cómo no iba a estar orgulloso? Él creaba mundos, era un ilusionista. Eso era algo genial, sin duda, un buen motivo para envanecerse. Sonreí, anticipándome y pensando cómo sería aquel nuevo sitio. ¿Sería parecido a la fábrica?

—Genial. ¿Puedo llevar la cám…?

—Llévate la cámara si quier…

Ambos nos callamos de golpe. Estábamos hablando a la vez. Luego me reí por lo bajo, estúpidamente emocionado por aquella coincidencia fortuita.

—Voy a buscarla.

Y ahí estaba yo, sacando la enorme bolsa de la Canon y revisando que llevara todos los objetivos y el manual, ilusionado como un niño pequeño a pesar de lo mal que habíamos empezado ese día. En cuanto lo tuve todo listo me fui a la entrada a esperarle nerviosamente, mientras comía anises de manera compulsiva. Al fin apareció, caminando como si el mundo fuera suyo.

—Acabarás diabético.

Sonreí, pero no dejé los caramelos. Una vez en la puerta, Lot se puso los zapatos y se cepilló la chaqueta. A pesar de ser el mes de Junio, la ciudad no era cálida en exceso y durante aquellos días, con las lluvias esporádicas, la temperatura no subía de los 18 grados.

—¿Estás listo? —pregunté, metiéndole un caramelo en la boca.

Sus labios se cerraron alrededor de mis dedos y los mordisqueó, lamiendo las yemas con la lengua antes de liberarme con una sonrisa de sátiro.

—Detrás de ti —indicó, pasándome el brazo por detrás de la cintura y abriendo la puerta con el bastón, que sujetaba en su mano derecha.

Y salí, infantilmente alegre, bajando las escaleras a saltos y de dos en dos. Me había olvidado de la mujer de la guadaña, sí, y eso no me convertía en alguien especialmente inteligente. Pero en fin. ¿Qué puedo decir? Me sentía muy seguro con Lot, después de haber visto todo lo que había visto durante aquellos días. Y no, ya lo sé. Eso tampoco me convertía en alguien especialmente listo.


. . .



Escena 10, toma segunda


Una vez en el exterior, echamos a andar por las calles desiertas. Mi vecindario no era especialmente concurrido, y en época estival menos todavía. Durante el verano, la población parecía reducirse aún más. Lot iba a mi lado, con una mano sobre mi espalda a la altura de los riñones, guiándome con delicadeza hacia el metro. Aunque ya lo he mencionado, tengo que insistir sobre ello: caminar con Lot por la ciudad era una experiencia artística. La elegancia de sus movimientos, el suave balanceo del bastón, la calidez de su contacto y el ritmo fluido de sus pasos parecían afectar al entorno. Los colores, el brillo del sol sobre las escaleras de metal y los vidrios biselados de los ventanales, incluso las formaciones de nubes en el cielo parecían responder a alguna clase de ensalmo y disponerse de manera hermosa a su paso.

Cuando estábamos a mitad de camino, yo ya le prestaba más atención a él que al paisaje urbano. Le estaba mirando de reojo, haciéndome de nuevo mil preguntas. Lot mantenía la vista fija al frente, pero supe que era consciente de mi atención. Sabía que estaba pendiente de él y eso le encantaba.

—Mi madre decía que, el día que nací, cayó una nevada sobre la ciudad como no se había visto en años.

Su voz era suave y tranquila, con ese matiz vanidoso habitual en él.

—En aquel tiempo, la nieve aún se mantenía limpia al caer al suelo —añadió.

Fuimos dejando atrás los viejos edificios y las siluetas de las fábricas y nos adentramos en las calles grises, más secas y aburridas, que comunicaban con el centro de la ciudad. Había semáforos, pasos de peatones, señales de tráfico, alcantarillas, tomas de tierra, balcones con ropa tendida. Mi barrio parecía una vieja reliquia arrancada de otro tiempo comparada con aquellas zonas. Lo cierto es que no me gustaban tanto. Eran barrios de gente trabajadora, bloques de pisos con locales en la planta baja: inmobiliarias, talleres mecánicos, cafeterías cutres en las esquinas, algún arcaico videoclub, tiendas de descuentos y pequeños negocios de ultramarinos. No me gustaban mucho, pero las observaba con atención. Siempre lo había hecho, o eso creía recordar. Y si no lo había hecho antes, ahora, con Lot a mi lado, era imposible evitarlo: siempre trataba de sorprender alguno de sus trucos entre las esquinas grises, las ventanas tristes y los portales.

—Seguía siendo blanca, no se manchaba de hollín ni de polución. Apenas había fábricas. Los combustibles que se utilizaban tampoco eran como los de ahora.

Alcé las cejas, sorprendido.

—Hablas como si tuvieras... no sé, doscientos años.

Sonreí. Me gustaba la idea de tener un amante centenario. Lot miró con reproche una farola y le dio un toque con el bastón. No vi que nada cambiara, pero seguro que algo lo había hecho.

—Nunca ha habido una preocupación real por la sostenibilidad, por eso a personas como mi padre les hacían cosas verdaderamente desagradables.

Entrecerré los ojos y le presté atención con renovado interés. Lot era una persona muy engañosa. Si querías intentar comprenderle, tenías que hacerlo a través de los detalles que dejaba traslucir muy de cuando en cuando. En aquel momento, por ejemplo, había algo que me hizo pensar que Lot iba a hablar de algo importante para él. ¿Que cómo lo sabía? Bueno, Lot siempre hablaba de todo con indiferencia, pero era único dando rodeos cuando quería decirte algo importante sin que se notara que era importante. Ya, es un rollo. Es confuso y absurdo. Pero hay personas muy absurdas.

—Mi padre era inventor —prosiguió él—. Diseñaba mecanismos y apostaba firmemente por el vapor. No creía que los combustibles fósiles fueran sostenibles, no por la contaminación, por eso también, aunque entonces importaba poco. Pero el principal problema era que no serían eternos.

Las calles se animaban un poco a medida que nos íbamos acercando al núcleo urbano. Comenzamos a cruzarnos con otros viandantes. Algunos se nos quedaban mirando apenas unos segundos, pero sorprendentemente no llamábamos la atención tanto como yo esperaba, dado el aspecto de mi compañero.

—Tenía visión de futuro —dije, pensativo. Pasamos junto a una señal que indicaba la distancia a la que se encontraba la próxima boca de metro—. A la gente con visión no les suelen tratar muy bien.

—No, no les tratan muy bien. A él le descerrajaron un tiro en la cabeza y le robaron las patentes de todo su trabajo.

Lo dijo con su habitual indiferencia, como si estuviera hablando de otra persona. De una persona desconocida y patética. A mí, a pesar de todo, se me borró la sonrisa. Por muy frívolo que fuera Lot, se trataba de su padre, seguro que aquello le afectaba. O le había afectado en algún tiempo. Le miré, dejando fluir una oleada de empatía y compasión que había comenzado a vibrar en mi interior.

—Lo siento.

Lot negó con la cabeza y me tocó la espalda por debajo de la camiseta. Su tacto siempre era cálido y cercano, magnético sobre mi piel.

—No te preocupes, son cosas que pasan.

—Pues siento que pasen esas cosas.

Mi amante volvió a encogerse de hombros.

—Así es como funciona la vida en este mundo. A las empresas les supone una amenaza todo lo que esté destinado a acabar con su monopolio en este o aquel sector, y el vapor está al alcance de cualquiera. Sólo necesitas agua y calor.

—Sí... no es rentable.

Habíamos llegado a la estación. Al bajar al andén apenas había tránsito, sólo unas cuantas parejas, un grupo de chicos y chicas jóvenes con mochilas y alguna persona mayor. Las pantallas colgadas del techo anunciaban tres minutos hasta el próximo tren. Nos quedamos de pie junto a un banco vacío. Los estudiantes miraron a Lot un momento y soltaron una risilla, cuchicheando entre sí, pero aquello fue todo. Él fingió no darse cuenta.

—Antes del disparo, cuando tenía nueve años, me llevaron al teatro, a un espectáculo de magia —prosiguió el ilusionista. Me miró de reojo, como si quisiera comprobar si le prestaba atención, si me interesaban sus palabras. Yo estaba fascinado. Me lo imaginaba a la perfección yendo a ver a Houdini cuando era niño. Pequeño y repeinado, con esos ojos naranjas fijándose en todo incisivamente, de la mano de dos adultos vestidos de época—. Nunca lo olvidaré. ¿Te suena Maskelyne?

Entrecerré los ojos. Me sonaba a máquinas de escribir, pero imaginé que Lot no se refería a eso.

—Vagamente.

—Era un hombre con un enorme bigote, muy poblado. Llevaba una tiesa pajarita en el cuello y su mirada era extraña. Medio adormilada. Parecía estar viendo constantemente algo que nadie más podía ver. —Mientras Lot hablaba me parecía verlo todo en mi imaginación: el hombre bigotudo, vestido con un traje gris y peinado con cera, encima de un viejo y pequeño escenario, y el público sentado en sillas de madera; las mujeres con faldas largas, sombreros y corpiño, los hombres con trajes de chaqueta y bombín—. Hacía flotar cosas… las hacía desaparecer entre sus manos y aparecer en los bolsillos del traje de otra persona. Sacaba pájaros y gatos de su atuendo, escapaba de cajas fuertes. Era increíble.

Sonreí. Lot tenía la mirada perdida, los ojos le brillaban con mucha fuerza. Estaba embebido en sus propios recuerdos y su rostro se había vuelto expresivo de repente. Estaba tan sumergido en las escenas del pasado que cuando llegó el tren, no se dio cuenta. El pitido que anunciaba la apertura de las puertas le hizo levantar la cabeza de golpe, como un gato sobresaltado. Le tiré de la manga con delicadeza para guiarle al interior y me siguió, entrando al vagón con su habitual donaire.

—¿Decidiste entonces ser ilusionista? —pregunté.

—Sí. Salí de allí dando la tabarra a mis padres con aquello. Quería ser un mago, lo deseaba más que nada en el mundo. Pero mi padre me dijo que los magos tienen que hacerse a sí mismos. La magia pertenece a aquellos que son lo bastante valientes como para desearla, lo bastante perseverantes para conseguirla y lo bastante inteligentes para comprenderla. Eso me dijo mi padre. Así que me gasté todas mis propinas y cualquier moneda que cayera por casualidad en mis manos en acudir a los espectáculos de entonces. Iba con un pequeño cuaderno, pagaba mi entrada, me sentaba en la silla y trataba de desentrañar los trucos para después reproducirlos.

El metro discurría a través de los inmensos túneles de la ciudad. Me agarré a una de las barras al balancearme en una curva. Lot estaba mirando hacia la oscuridad, más allá de los cristales, con un destello inquieto y vivo en la mirada.

—Es una fascinación primitiva, Alex, la fascinación por la ilusión. Es el deseo de hacer de la realidad algo menos tedioso, de arrancar a las conciencias de su sosiego y mostrarles que la gravedad puede contradecirse, que el tiempo puede dominarse, que pueden moldearse las formas y los colores…

—Sorprenderles —dije yo.

Sonreí. Sus palabras me gustaban, me gustaba la forma que tenía de decirlas y el resplandor en su mirada. Me estaba hablando desde su corazón, y eso me emocionaba en cierto modo.

—Sí, sorprenderles, pero es más que eso. No importa que sea una ilusión, la gente paga para ver la farsa porque quieren soñar. La humanidad necesita soñar, tanto como necesita el aire, el agua o el alimento. Los sueños vivifican el alma, impulsan a la imaginación y desembocan en realidades que empujan a los hombres más alto, más lejos. —Hizo una pausa y se lamió los labios. Luego cambió el gesto, sosegando su argumentación—. Bueno, otros pagan su entrada porque quieren adivinar los trucos. Pero no importan sus expectativas al entrar: aunque crean que todo tiene una explicación, cuando salen del espectáculo siempre les queda la duda.

Él sonrió con picardía, pero yo estaba pensativo otra vez.

—Pero, Lot, lo que tú haces es más que una ilusión.

—¿Tú crees?

Asentí con fuerza.

—Una ilusión es un efecto que puede explicarse bajo la lógica común. Con un hilo invisible, con imanes, cosas así. ¿Pero como se explica la calle oculta? ¿Los laberintos inaccesibles en una casa perfectamente visible desde la calle? A mí me parece real.

Lot asintió, como esperando a que llegara a alguna clase de conclusión por mí mismo. Pero yo ya había terminado y compuse una mueca de perplejidad.

—Sabes cómo se explica, ¿no? —me preguntó, ladeando la cabeza.

—No. Tal vez no se explica… no se explica, porque es real, y ya está.

El ilusionista se rió por lo bajo, parecía satisfecho. Luego me miró con expresión misteriosa y dijo:

—Nada es real. Y todo lo es.

Las luces del vagón parpadearon un momento y se apagaron. Luego lucharon por encenderse. En medio de la vacilación de los fluorescentes y el estruendo de las ruedas de metal contra los raíles, el túnel al otro lado de las ventanas parecía más negro, más ominoso. En uno de los relampagueos blanquecinos, vi, reflejados en ellas, a los pasajeros que había sentados frente a nosotros. Sus cuerpos parecían inertes, las cabezas apoyaban la nuca en la luna posterior y reposaban, desmadejados, sobre los asientos de plástico. Iban vestidos con harapos, despeinados, su piel macilenta parecía a punto de desprenderse de la carne. Sus ojos abiertos miraban al techo, a la nada, vacíos y perdidos. Di un respingo y agarré el brazo de Lot. El corazón se me subió a la garganta cuando creí ver, mirándome desde la negrura del túnel, dos ojos azules y crueles.

—Lot…

La luz volvió. Miré alrededor, alterado. Frente a mí, en una fila de asientos, los muchachos conversaban, con sus mochilas entre las rodillas. Tenían acné y el pelo limpio y bien cortado. Las chicas llevaban brillo de labios. Hablaban entre sí con buen humor, tranquilos, cotidianos, normales. No había sucedido nada, ¿verdad?

Miré al ilusionista. Él me devolvió la mirada como si ambos compartiéramos un secreto que no podíamos revelar.

—Es más que una ilusión. Se trata de desafiar los arcaicos conceptos de realidad. Tirar de los velos y mostrar al mundo las realidades.

—¿Las realidades?

—¿Es la realidad lo que parece? ¿Hay una sola? ¿Puede moldearse, alterarse, pueden desafiarse sus leyes? ¿Quién sabe? Esa es la duda que mueve los corazones hacia el descubrimiento… y la que paga las facturas de un ilusionista —sonrió de nuevo, malicioso y juguetón—. Es una sensación maravillosa, dejar que todos vean que la realidad no es lo que parece... aunque sólo sea por un rato.

—La maravilla —murmuré yo, a mi vez maravillado.

Asintió. El altavoz anunció otra parada y fuimos a un par de asientos libres. Cuando me dejé caer en el mío, la mano de Lot estaba esperándome para agarrarme del trasero con una presa fuerte de sus dedos. Le miré de reojo pero no dije nada. Él me magreó durante un rato, con el bastón en la otra mano y mirando hacia otra parte.

—Yo ya era bueno a rabiar antes de entrar en todo esto, pero ahora tengo medios que antes no tenía. Y me gusta. Me gusta más que cualquier cosa en el mundo.

—Es importante que a uno le apasione su trabajo —comenté, carraspeando.

—No es mi trabajo. Es mi alma.

Lo soltó a bocajarro, mirándome a los ojos. Habría sido una declaración impresionante si no hubiera estado palpándome obscenamente entretanto.

—Eres un artista —dije.

—No sé lo que soy ahora. Pero tengo alma y está en lo que hago —su mirada se volvió sucia— en todo lo que hago.

Me dio un último pellizco y apartó los dedos, poniéndose en pie para dejar el asiento a una señora que parecía necesitarlo. Suspiré. No dejaba de repetirme que no era verdad, que no creyera una sola palabra cuando hacía comentarios como aquél. ¿Ponía el alma mi amante cuando me besaba, cuando me abrazaba, cuando me tocaba y embestía en mi interior furiosamente? No estaba seguro. No lo sabía.

—El verdadero arte es el que se hace con el alma —dije, incorporándome también para apoyarme en las puertas, buscando su cercanía. Prefería mantener la conversación en un terreno seguro. Hablar de su trabajo era fascinante y no tenía que tener tantas precauciones—. No podrías crear si no tuvieras tu propia alma.

—Por eso no he dejado nunca de crear —afirmó Lot—. Me he negado a limitarme a lo funcional, a la mecánica. Mientras pueda hacer las cosas a mi manera, sabré que todavía conservo mi alma, que no soy como Mara.

—Por eso eres tan libre.

Esbocé media sonrisa. Lot se encogió de hombros.

—Soy más libre que otros. Soy una puta, pero no un esclavo: yo decido hasta qué punto me vendo, a qué precio y a cambio de qué.

Ladeé la cabeza. ¿Se diría aquellas cosas a sí mismo para sentirse más seguro, o lo creía de verdad? ¿Sería cierto que tenía tanto control? No lo sabía, pero me gustaba su confianza. También me excitaba, en cierto modo. Eso y que dijera ser una puta, y que sus ojos naranjas estuvieran fijos en mí como si estuviera pensando en desnudarme. El traqueteo del metro provocaba en algunos tramos que mi cuerpo se acercara al suyo. En una de esas ocasiones, me dejé llevar por la inercia y mi propio peso y le di un beso fugaz en la barbilla.

Los estudiantes no parecían darse cuenta de nada: ni de nuestras miradas intensas, ni del silencio cómplice que se había instalado entre nosotros ni del cortejo silencioso al que nos entregábamos. Lot estaba sujetándose de la barra más alta con una mano. Tenía la otra a la espalda y balanceaba el bastón, inclinándose hacia mí cada vez que la inercia le empujaba, asediándome contra las puertas y observándome fijamente, comiéndome con los ojos, como si no hubiera nada más que ver. ¿Ponía él su alma en desearme así?

Una punzada de deseo despertó cosquillas en mi estómago. Las mariposas revolotearon hasta mi garganta.

—Es aquí —dijo él, en un susurro íntimo.

—¿Qué? —dije yo.

—Nuestra parada.

Miré alrededor, confuso. El tren estaba entrando en una estación y la voz en off que salía de los altavoces indicaba la parada: Mercado. Asentí, medio hipnotizado. Cuando las puertas se abrieron, él me cedió el paso, como siempre. Luego siguió detrás de mí y finalmente se colocó a mí lado. Se había instalado entre nosotros un magnetismo potente, físico. Mientras subíamos las escaleras, él me miraba de reojo constantemente; sus manos me rozaban por casualidad y luego se alejaban, su cuerpo se acercaba al mío. Caminamos en silencio mientras el corazón se me fundía lentamente en el pecho, temblando de deseo.

. . .

©Hendelie y Neith

2 comentarios:

  1. voy a aclarar algo en este punto: definitivamente no tolero a lot, su ambigüedad me marea y Alex con su falta de personalidad ( aunque es obvio) me estresa....es como si lot estuviera ganando tiempo y lo hace a costa del bobito de alex, se entretiene pasando ratos deliciosos pero no veo lo que tampoco ve alex, su alma y eso realmente no me gusta, me cae mal.

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    1. ¡Hola Lucero!

      La verdad es que dan ganas de pegarle dos bofetones a Lot en este capítulo... en muchas ocasiones... y Alex pues, tal vez entiendas cuando vaya transcurriendo la historia por qué es como es, y se les vaya viendo mejor a ambos. Espero que a pesar de lo irritantes que puedan ser estés disfrutando de la historia XDD

      Muchos besos y gracias por comentar - Neith

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