Nueva York, 1900
1 de Enero
Es una noche de invierno, fría y negra. En el cielo las
estrellas palidecen, asfixiadas por el resplandor de las farolas y las luces
eléctricas reflectándose en las nubes. Abajo todo el mundo festeja, felices por
lo que van a estrenar: un año, una década, una centuria. Optimistas ante tantas
cosas que empiezan, una gran multitud de gente se ha reunido esta noche en
Times Square para darle la bienvenida al siglo veinte. Las mujeres llevan
faldas largas y sombreros con plumas, mangas abullonadas, escotes en forma de
pico y corsés. Cubren sus manos con mitones de pelo. Parecen extrañas sirenas
desproporcionadas cuyas largas colas se deslizan sobre el suelo. Los hombres
visten con traje de chaqueta o levita. Cantan villancicos, brindan con champagne en medio de la calle, se abrazan y se besan. Se
dejan llevar por ese entusiasmo tan humano propio de estas fechas. Como si por
el hecho de comenzar otro ciclo de doce meses, de cien años, fueran a ser más guapos, más listos,
más constantes, menos infieles. Liam casi puede leer sus mentes. «Este año
pediré un aumento de sueldo. Este año dejaré a mi amante. Este año, de verdad,
de verdad, me atreveré a ponerme ese tocado. Este año seré mejor, este año haré
de mi vida una experiencia más feliz». Sonríe. La esperanza es el motor del
alma. En un arrebato de filantropía, desea fervientemente que lo logren.
—Feliz año nuevo —dice en voz baja, mirando a las pequeñas
figuras que se apelotonan ahí abajo. Levanta la botella y da un trago. Luego
mira a su discípulo y brinda también por él, apuntando con el cuello del
recipiente de vidrio hacia su figura—. Y feliz año nuevo a ti, Elliot
Salamander.
Vuelve a beber y le cede el bourbon.
Están sentados en el alféizar del noveno piso del edificio
del New York Times. El viento agita las solapas de sus abrigos y les desordena
el pelo mientras comparten el licor. Elliot aún tiene bajo el brazo el cilindro
redondo de cartón con los planos en los que había estado trabajando durante el
día. Liam no ha trabajado. Es la noche de fin de año, la Navidad aún no ha
terminado y él santifica todas las fiestas.
—Feliz año nuevo. —El joven sonríe con esa sonrisa suya,
torcida y pícara, y toma un sorbo—. ¿No vas a besarme?
—Claro.
Se inclina hacia la izquierda para alcanzarle y le besa en
los labios. Elliot no ha ido a su encuentro, pero levanta los dedos y acaricia
sus bucles con un gesto suave, de aceptación. El beso es largo y tiene sabor a
alcohol caramelizado.
—¿Quieres ir a alguna fiesta? —pregunta Liam cuando se separan.
El joven le mira con curiosidad.
—¿Y esa pregunta?
—Acaba de empezar el siglo veinte. —Liam se encoge de
hombros, con la mirada fija en la multitud que abarrota la plaza. Entre la
gente, las vías de los tranvías de la Séptima Avenida y de la Avenida Broadway
son líneas oscuras que avanzan la una hacia la otra formando una punta de
flecha. El cartel luminoso de Budweiser tiene una bombilla rota que parpadea de
cuando en cuando—. Quizá te gustaría ponerte un traje nuevo, bailar un vals con
una chica guapa y llevártela a la cama.
Elliot se ríe entre dientes.
—¿Te gustaría a ti ponerte un traje nuevo, bailar con una
chica guapa y llevártela a la cama?
No responde. Hace mucho tiempo que no desea nada por el
estilo. Cuando conoció a Elliot volvió a sentir, por primera vez en décadas,
que su corazón seguía ahí, en alguna parte. Pero eso sólo lo ha conseguido él y
no se siente con fuerzas para tomar a una muchacha desconocida de la mano,
hacerla dar vueltas al ritmo de Strauss y yacer con ella después. Todo eso le
parece una gran farsa, una que no tiene ganas de interpretar. Pero Elliot es
totalmente humano, es joven y está lleno de vida. Él debería disfrutar de ella.
—Tal vez te vendría bien ver a otras personas. Tener otra
clase de experiencias.
De nuevo escucha su risa. Elliot tiene una risa suave,
seductora y un poco burlona, a juego con su personalidad y su apariencia. Su
rostro sigue siendo hermoso, con rasgos de galán y esos ojos naranjas,
misteriosos y magnéticos. Últimamente, siempre va a la moda. Se ha dejado un
bigote poco poblado y lleva el cabello corto a la altura de las orejas y
peinado con raya a la derecha. Tiene veinticinco años y es un hombre ambicioso,
trabajador y algo desasosegado. Dentro de su alma vive ese fuego, el de los visionarios.
Sí, dentro de su alma hay un hambre que Liam puede ver pero que se niega a
saciar. Elliot quiere ser capaz de hacer posible lo imposible, quiere ser un
ilusionista como él, y ese pensamiento le entusiasma tanto como le aflige cada
vez que se recuerda cuál es el precio.
—Liam, no soy un mojigato como tú. No creas que tienes que
abrirme los ojos a nuevas experiencias. Cuando me conociste, yo ya había estado
con más chicas de las que habrás tocado tú en tu vida.
—Sólo tenías quince años.
—Sí. —Liam le mira con extrañeza. Se pregunta si le está
mintiendo. Los ojos naranjas brillan con diversión—. ¿Quieres que esta noche me
lleve una chica a la habitación? Si eso es lo que quieres, lo haré. Le quitaré
la ropa y le haré el amor mientras me miras. Y yo también te miraré a ti.
Se echa hacia atrás y aparta la vista, a medias
escandalizado y a medias enfadado. La risa de su discípulo le cosquillea de
nuevo en los oídos.
—No deberías decir esas cosas. —Luego mete la mano en el
bolsillo y le tiende una cajita negra, sin lazo. Habría deseado dársela de otra
manera, pero acaba de recordar que es inútil intentar crear un momento
apropiado, tranquilo y afectuoso, con Elliot. Es siempre Elliot quien crea los
momentos, quien contamina los ambientes con alegría o con desdén, con
romanticismo o nostalgia según le apetece—. Ten, tu regalo.
El joven toma la caja con cuidado y la abre. Dentro hay un
alfiler de corbata, plateado y brillante, con un cristal naranja en el centro.
—¿Es una joya cara?
Ahora es el turno de Liam para reírse.
—Eso no te lo voy a decir.
Intercambian una mirada cómplice y el aire se vuelve
magnético entre los dos. Elliot observa sus ojos y su boca y luego aparta el
rostro. Liam le roza la mano con la suya. Él la crispa, cerrando los dedos repentinamente
como si se hubiera quemado y la hunde en el bolsillo del abrigo. Cuando la
vuelve a extraer, dice:
—Ten, este es el tuyo. —Le ofrece un objeto ovalado y
negro—. Mi madre hacía de éstos cada nuevo año. Simbolizan el renacimiento.
El ilusionista lo toma entre los dedos. El viento ha
arreciado y abajo se escucha el disparo de una botella al ser descorchada,
aplausos y vítores. Alguien canta el Auld Lang Syne. Liam mira su regalo y siente una estúpida emoción:
no es más que un huevo de madera de color negro, pintado con manchas blancas
que forman entramados de flores y lágrimas curvas.
—Tienes que mojarlo si quieres renovar tu espíritu —sigue
diciendo Elliot.
El maestro asiente.
—De acuerdo. Lo haré.
—¿Aún quieres que vaya con una mujer?
—Quiero que tengas una vida plena. Quiero que vivas cada
momento y dejes de pensar en el futuro como si fuera un objetivo que alcanzar
—confiesa Liam entonces. Algunos copos de nieve empiezan a caer, aunque no
cuajan. El viento es frío y cortante—. Haz lo que sea que necesites llevar a
cabo para conseguirlo.
Elliot se pone de pie en el alféizar, con el tubo de cartón
bajo el brazo y le mira con repentina seriedad.
—Tienes que comprender que esto es mi vida —dice, golpeando
con los dedos el tubo de cartón—. Los planos. Los trucos. La magia. Y tú.
Liam siente una súbita emoción anudándose en su garganta. Su
corazón parece distenderse en el pecho. Sin embargo, también se siente un poco
triste.
—Cuando acordamos ser maestro y aprendiz dejamos unos
límites muy claros, Elliot.
—Y no los he olvidado. Dijiste que mucha gente busca a
alguien que le quiera y que no te gustaría dar lugar a confusiones. Pero yo no
estoy confundido. Yo no busco que tú me quieras, Liam McKenzie. Como te dije
entonces, mis necesidades de amor están plenamente cubiertas.
—Eso es mentira. No tienes familia, no tienes a nadie, no…
Elliot yergue la espalda y su semblante se torna severo. Si
la súbita acusación con la que el maestro pretendía desenmascararle le ha
afectado en algo, el brillo de sus ojos, afilado y reflectante, no lo deja
traslucir. Sigue siendo el perfecto caballero, sereno, seguro de sí mismo y sin
nada que le haga flaquear. Sigue pareciéndolo, al menos.
—No necesito a nadie. No necesito que nadie me quiera. La
mejor manera de cubrir una necesidad es haciéndola desaparecer, y hace mucho
tiempo que yo hice desaparecer esa en concreto. Fue antes de conocerte a ti.
—Le recuerda en Minneconjou, disparando. Recuerda su mirada perdida. ¿Cuántas
cosas hay muertas dentro de Elliot? Pensarlo le angustia—. Pero tú formas parte
de mi vida. Siempre formarás parte de ella. La salvaste una vez, hace diez
años, y ahora me guías a través de ella, me enseñas a darle la forma que yo
quiero. Entiende de una vez que no estoy desperdiciando mi tiempo, sólo lo
estoy empleando en aquello que deseo.
Liam se toma unos segundos para asimilar sus palabras y
contrastarlas con su expresión. Finalmente, desiste de intentar averiguar si
dice la verdad o no. «Quiera Dios que sea así», piensa.
—De acuerdo. No discutamos. Es la noche de Año Nuevo.
Elliot asiente y sonríe.
Al día siguiente, el amanecer les sorprende en la cama de su
habitación alquilada, desnudos, despeinados y perezosos. Con los primeros rayos
de sol, mojan el huevo de madera con los restos de bourbon. Liam lo sostiene sobre los labios entreabiertos de
Elliot mientras vuelca la botella y deja caer un delgado hilo de licor dorado.
El alcohol empapa el objeto y
luego se derrama sobre su lengua. Elliot se ríe, traga una parte y el resto lo
guarda en la boca para compartirlo con el maestro en un beso tórrido. Tiene los
labios y los ojos brillantes, las manos cálidas y el cuerpo ardiente. El beso
se convierte en una cadena de ellos, uno dando paso a otro, las lenguas
enredándose. Los dientes se arañan, los labios se abrazan. Liam siente cada
latido del corazón de su amante contra su propio pecho, su calor se le
contagia. Nadie le ha hecho sentirse tan vivo, nunca desde que cambió. Abre las
manos sobre su cuerpo y recoge cada matiz, atesorándolo: el tacto de su piel,
la calidez que desprende, las formas delgadas y fibrosas de su anatomía, la
vibración de su energía, el latido de su sangre.
Elliot le rodea con las piernas, le atrae hacia sí,
asaltándole con la mirada ambarina y anhelante desde las sombras de su pelo
revuelto. Todas las mentiras que se han dicho el uno al otro sobre el amor,
sobre la necesidad, se convierten en cenizas en momentos como este.
—No pienses en el futuro —susurra el maestro, arrebatado,
sobre sus labios—. No pienses en el mañana.
Y el aprendiz obedece. No le cuesta trabajo hacerlo. Pronto,
todo arde y desaparece y sólo queda la innegable verdad de los cuerpos unidos,
de los corazones latiendo a la vez.
. . .
Marzo de 1907
La ciudad sin nombre
El ferrocarril entra en la estación envuelto en una nube de
humo blanco, haciendo sonar el silbato. El reloj marca las seis en punto y el
maquinista se felicita a sí mismo. De nuevo, puntual. En los andenes, hombres y
mujeres aguardan como estatuas oscuras entre la densa humareda pálida. Los
pistones se detienen poco a poco y las zapatas chirrían contra las ruedas, que
a su vez gimen al rozar con los raíles. El tren es negro, como un enorme gusano
oscuro, furioso y acechante. Suenan los silbatos, que reverberan sobre los
amplios techos de cristal abovedado y tras la señal, los revisores abren las
puertas. El gusano vomita su carga humana.
—De nuevo en casa —dice Elliot al pisar el andén.
—Sí. De nuevo en casa.
Cada uno lleva una maleta. Liam, además, sostiene el bastón
debajo del brazo. Ambos miran alrededor de la misma manera, ambos sacan una
pitillera de plata y se encienden un cigarrillo con gestos tan parecidos que da
la sensación de que uno esté imitando al otro. Y puede que así sea. El maestro
no puede evitar sonreír al ver al aprendiz apagar la cerilla del mismo modo que
él, soplando el humo de la primera calada sobre la llama.
—Entonces, ¿hacia dónde vamos? —pregunta el aprendiz.
Liam le mira largamente. No, ya no es un aprendiz. Aún no
tiene canas, su cabello sigue siendo completamente negro y sus ojos no han
perdido el fulgor. Sigue siendo joven, a pesar de que ya se acerca a la mitad
de su vida. Pero ya le ha transmitido todos los conocimientos que puede
compartir con un humano sin ponerle en peligro. «Ha llegado el momento», se
dice.
No es la primera vez que se repite este pensamiento. Ha
estado dando vueltas en su cabeza los últimos dos años. Se ha preparado lo
mejor que ha podido para esto, pero no sabe si será suficiente. «Ha llegado el
momento».
—Nuestro viaje termina aquí —dice.
La locomotora detenida deja escapar chorros de agua hacia
las vías. Al tocar el acero, el agua se convierte en nubes blancas de vapor que
las corrientes de aire agitan y arrastran. Una de ellas cruza entre los dos,
emborrona la silueta de Elliot, que se ha puesto rígido.
—¿Qué quieres decir?
La nube se abre, como si una garra invisible la hubiera
hecho jirones.
—Ya no puedo enseñarte nada más. Es hora de que vueles solo.
Los ojos ambarinos destellan. Liam no sabe si es miedo o
rabia lo que hay en ellos, porque enseguida se convierten en espejos, en
máscaras, y ya no se puede ver nada detrás.
—Tonterías. Aún no me has enseñado a hacer volar las
mariposas. Aún no me has enseñado a hacer aparecer edificios donde no los hay.
Sólo hemos hecho trucos, planos y experimentos de física. —El joven ya no es
tan joven, tiene treinta y dos años y su voz suena peligrosa cuando le
pregunta—. ¿Qué broma es esta?
—Lo siento. No puedo darte nada más.
Ambos guardan silencio, mirándose. Tomándose la talla. Liam
se pregunta si será suficiente para alejarle, aunque en el fondo de su alma
desea —el deseo terrible, condenatorio— que su treta fracase. Elliot parece
estar buscando el truco. Lo han hecho muchas veces. El maestro ejecutaba una
prestidigitación y el aprendiz observaba hasta dar con la clave. Finalmente,
Elliot sonríe a medias. Lo ha encontrado. Al fin y al cabo, ha tenido un gran
mentor. Debería sentirse orgulloso, pero le cuesta mucho en estos momentos.
—Sí que puedes. Llévame a hacer tratos con Mefisto.
El andén se está vaciando poco a poco. La luz es muy
peculiar en la estación, tiene una extraña cualidad plateada, casi
transparente, efecto de las gotas de agua condensadas y las cristaleras.
Parecen licuar el resplandor de los rayos de sol cuando éstos las atraviesan,
convirtiéndolos en una bruma luminosa y ambigua que lo cubre todo como velos de
gasa. Los segundos pasan, mientras el maestro se debate entre la moral y el
deseo. Finalmente, responde.
—No.
La negativa parece tener un eco propio. Y sin embargo, para
Elliot Salamander eso tampoco es suficiente.
—¿Por qué no? Al fin y al cabo, tú también los has hecho.
—Precisamente porque yo los he hecho no deseo eso para ti.
—Explícamelo. Tengo derecho a elegir mi propio destino.
—No —repite Liam.
Elliot endurece el semblante. Sus ojos se convierten en
hojas afiladas, amenazadoras. Y desgrana su argumento con una voz lenta, suave
y sibilina.
—Si me niegas el derecho a elegir, todo cuanto me has
enseñado no valdrá nada. Sólo será el capricho de un hombre solitario que
quería sentirse realizado contándole algunos trucos a un tipo para tenerle
siempre atado a sí, esperando más, anhelando más. Eso no es ser un maestro, eso
es buscar la admiración y la idolatría. Es manipular.
Liam se echa a reír.
—En eso, amigo mío, tú eres el maestro sin lugar a dudas.
—Puede. Pero tengo razón.
—La suficiente —admite el ilusionista—. Tú ganas. —Le hace
una seña, abriendo el brazo y mostrándole la escalera. Ambos echan a andar, con
los cigarrillos en los labios y el equipaje en las manos, el irlandés
acompañando sus pasos con suaves toques de bastón—. Iremos a ver a Mefisto. Al
fin y al cabo, parece que no puedo luchar contra el destino. Debí imaginarlo
desde que me revelaste tu verdadero nombre.
—¿Qué tiene que ver mi nombre en esto?
Ascienden por la escalinata y cruzan las vías por el puente
superior, bajando después. La fachada semicircular de la estación tiene tres
ojos: tres grandes puertas de madera y cristal que se mantienen siempre
abiertas y por las que entran y salen los ciudadanos, todos vestidos de forma
similar, oscuros, pequeños, bullendo y agitándose como insectos.
—Las salamandras son criaturas mágicas. Pertenecen a la
magia tanto como la magia les pertenece a ellas —explica. Su voz, a pesar de estar
hablando en un tono bajo, es grave y reverberante y parece estar siempre
cercana—. Representan la dualidad entre el hombre y la bestia, entre las
emociones y la razón, la lucha entre pensamiento y deseo. El deseo es el fuego
en el que arde la salamandra, pero al mismo tiempo lo soporta sin quemarse, lo
administra y lo canaliza. Lo transforma en un desencadenante de cambio a través
de la rebelión, de la lucha y del grito.
—¿El fuego es el deseo?
—El fuego es todos los deseos, no solo ese en el que estás
pensando. —Elliot sonríe con aire malvado—. La salamandra arde con ellos en
lugar de reprimirlos.
—¿Y qué quieres decir exactamente, que voy a cambiar el
mundo?
—No lo sé. Pero creo que tu destino es la verdadera magia.
Ven, vamos por aquí.
Liam desvía su caminar hacia una de las paredes laterales
del edificio, evitando las puertas principales. Se dirigen por una escalerita
de metal hacia una puerta de servicio, tal vez la que utilizan los barrenderos
para sacar los cubos de basura. Está cerrada y el corredor es oscuro. En la
penumbra, los ojos del maestro brillan como perlas de aguamarina.
—Entonces, ¿esta es tu decisión, Elliot? ¿No puedo hacer
nada para que cambies de idea?
El aprendiz niega con la cabeza.
—Sea lo que sea lo que me espera, no puede ser tan malo.
Liam resopla, exasperado. Otra vez con lo mismo.
—Lo es. Por Dios, claro que lo es —exclama, contenido. No es
momento para perder los estribos. Además, él no los pierde nunca, ¿no es así?
—Vas a renunciar a tu humanidad. A tu alma.
Elliot reflexiona unos segundos.
—¿Tu lo hiciste?
Liam asiente.
—Entonces no me da miedo. Te conozco desde hace quince años
y no has envejecido. Ni siquiera una arruga. No has cambiado nada en todo este
tiempo.
«¿Cómo puede ser tan frívolo, como puede no darse cuenta de
lo que va a entregar?»
—No te dejes llevar por eso. La longevidad es un regalo
envenenado. Veas lo que veas cuando me miras, en realidad soy…
—Sé lo que eres. —El aprendiz le interrumpe. Ya no es un
aprendiz. Habla con seguridad, cada cosa que dice se asienta sobre cimientos
firmes. Cimientos que, aunque no se parecen a los del maestro, son equilibrados
y tienen una razón de ser—. Te conozco, Liam. Y cuando te miro, veo a alguien
admirable, así que no puedes asustarme con esto. Si tú has pasado por ello y
aun así eres la clase de hombre que eres, no puede ser algo tan destructivo.
—Su sonrisa se abre como una media luna, iluminando el corredor—. Eres mucho
mejor persona que yo, aunque no seas exactamente una persona.
Las palabras de Elliot le causan de nuevo sentimientos
encontrados y levanta una mano para rozarle el rostro en una caricia reprimida.
Sí, así es Liam. Se pasa la vida debatiéndose en esa felicidad agridulce, nunca
completa, siempre nostálgica.
«Si tú supieras… si tú supieras la clase de persona que soy
—quisiera decirle— si supieras lo terrible que es mi deseo. Yo no soy una
salamandra, mi deseo está encerrado, encostrado entre rocas y piedra. Quiero
que te quedes conmigo para siempre. Quiero que entregues tu alma, que hagas lo
que sea necesario para que no te pierda nunca. Quiero ver pasar las edades
contigo a mi lado, con tu cuerpo entre mis brazos, con tus estúpidos
comentarios desdeñosos y tus bromas de mal gusto, con tus pequeños detalles
silenciosos, esos que siempre están cargados del amor que tan bien callas hasta
el punto que a veces me haces dudar de él. Con tus momentos de paz y sabiduría,
con tu carácter insoportable y tu delicioso ingenio, con tu tiranía y tu
fragilidad. Quiero que la eternidad nos sorprenda en la cama haciendo el amor,
que me descubra, desprotegido,
mientras duermo y tú me miras como si yo no lo supiera. Y no me importa
que tengas que convertirte en un monstruo si así puedo tenerte. De hecho una
parte de mi ser se entusiasma ante la idea de que podamos, por fin, ser
iguales. Esa es la clase de persona que soy. Y me da miedo mirar en mi interior
y ver mi propio reflejo, distorsionado y aberrante, en el lugar ya vacío en el
que debería estar mi alma».
—Espero que nunca te arrepientas de lo que acabas de decir,
Elliot.
«Ahora sí, es el momento».
Lo siente con la intensidad de un impulso de energía en el
esternón. Alarga el bastón y empuja la puerta con él. Un resplandor suave, de
color azul verdoso, delinea el contorno del batiente antes de que éste empiece
a abrirse. Y una niebla rojiza, turbia, se empieza a entrever al otro lado.
Liam está atento a las reacciones de su pupilo a medida que
la hoja se va retirando y la imagen terrible y gigantesca de la ciudad sin
nombre se revela en todo su monstruoso esplendor. Las altas torres de hormigón
y metal sostienen ventiladores que giran, como bocas negras con dientes
torcidos. Los edificios a medio derruir exhiben el entramado de vigas oxidadas
como si fueran esqueletos de cadáveres en descomposición. Todo es ocre y
amarillo, negruzco, gris y sucio. Sólo al fondo, al noroeste, una cúpula
brillante parece guardar en su interior diminutas motas de luz. Sobre sus
cabezas, un cielo siempre nublado parece asfixiar toda esperanza.
Elliot frunce el ceño y observa. Sus ojos ambarinos se lo
beben todo, recorren la imagen de la urbe desde su posición. Poco a poco, la
comprensión los vuelve graves.
—Así que es esto. La realidad.
—Sí. Esta es la realidad. —Liam aguarda un poco más,
esperando una respuesta más virulenta. Ha escuchado historias sobre desmayos,
conmoción, histeria. Ha escuchado historias sobre gente que gritaba y volvía
atrás, cerrando la puerta y suplicando que les borrasen la memoria. Recuerda
cómo fue su primera vez, a pesar de estar sobre aviso: se quedó conmocionado
durante minutos y finalmente se arrodilló a rezar, aterrado. Pero Elliot ni
siquiera parece demasiado sorprendido, lo cual sí asombra a su maestro—. ¿Te lo
esperabas? —aventura.
—No, claro que no. ¿Quién podría esperarse algo así? —dice
Elliot tranquilamente. Da otra calada al cigarro—. Supongo que el infierno debe
ser más o menos como esto, si es que no estamos en él. Pero para mí el infierno
nunca fue del todo desconocido.
Ahora es Liam quien arruga el entrecejo. Entonces le
recuerda de nuevo en Minneconjou. Recuerda cómo ignoraba a los muertos y a los
heridos, fingiendo que ni siquiera existían, paseándose entre ellos como si no
estuvieran allí. Recuerda la extraña capacidad de Elliot para omitir aquello
que no desea ver.
—Sí, eso creo. Entonces está bien. Te costará menos
acostumbrarte.
Elliot asiente y tira la colilla al suelo. Luego le mira,
tan tranquilo como si hubiera estado allí toda su vida. En este lado, sigue
siendo tal cual es en la ilusión: el traje, el abrigo, el cabello bien peinado.
Liam le ha cuidado bien.
Y, con aire de impaciencia, pregunta:
—Bueno, ¿hacia dónde hay que ir?
. . .
Há, la verdad es que nunca me había atrevido a dejar un comentario acá, ni idea porque, pero bueno.
ResponderEliminarEsperaba esa reacción por parte de Lot al final del capítulo, tan "inerte" con lo que no le interesa demasiado... ¡Ay señor! sufrí esperando este interludio y sufriré esperando la actualización siguiente.
¡Ame el cap!
Las adoro chicas ;;, nos estamos leyendo !
Porque es tan frio .creo que eso no esta explicito o se me paso.solo puedo deducir pero estoy inventando.
ResponderEliminarHola, las he estado siguiendo durante un tiempo y nunca pude dejar un comentario porque me daba no se que D: Pero como me vendría bien algo de buen karma me convencieron! (igual voy a comentar como anónimo, es patético xD) ¿Cuándo va a continuar esta historia?. Me da mucha intriga Alex! (o lo que haya dentro de él), y Lot, y bueno, otras cosas que me intrigan.
ResponderEliminarSon geniales, magníficas, espléndidas, y ustedes sabrán mas sinónimos que yo.
Saludos.
¡Hola anónimo/a lector/a!
EliminarJajajaja ¡No tengas ninguna vergüenza de dejarnos comentarios! Nos encanta responderos y ver vuestras impresiones, de verdad, y no mordemos ni nada :3 (bueno, a veces sí, pero solo cuando tenemos hambre). Nos alegramos mucho de que te esté gustando tanto y sentimos el parón que ha sufrido la historia, pero entre la publicación de la primera parte de la trilogía y los asuntos de "la vida real" hemos tenido que postergar un poco La Salamandra. No te preocupes, a finales de mes tendremos nuevo capítulo e irán desvelándose más cosas sobre estos dos ¡esperamos que os guste lo que os tenemos preparado!
Gracias por tus palabras de ánimo ¡y sigue en linea! Las historias continuan ;)
He estado leyendo sin parar durante dos semanas los dos libros y es primera vez que voy a dejar un comentario.
ResponderEliminarAmbas personalidades son tan, tan, tan, tan complicadas que me encanta y me tiene al borde de un abismo el no saber lo que pasará ni como se irán desarrollando los sucesos. Me encanta Lot, sea como sea, es un tipo que sabe lo que quiere aunque nunca sabe cómo hacerlo ni menos nosotros.
Me encanta lo que leo y seguiré hasta que se terminen los capítulos publicados. Una vez ahí, me uniré a los otros que esperan las actualizaciones con ansias!
Gracias por escribir tan lindo~