martes, 18 de febrero de 2014

Flores de Asfalto: La Salamandra. Escena 17



Escena 17, toma primera

Al día siguiente, después de comer, Lot me hizo vestirme y subir de nuevo a su coche. Había pasado toda la mañana trabajando en sus diseños mientras yo miraba fotos y veía El Halcón Maltés. La película me había gustado mucho, aunque Lot no dejó de hacer comentarios despectivos desde su mesa, burlándose de Humphrey Bogart. Creo que en el fondo solo quería molestarme porque le habría gustado verla conmigo.

—¿Dónde vamos? —pregunté cuando él puso el coche en marcha.

Se inclinó sobre mi asiento para abrocharme el cinturón.

—A mi casa.

No sé por qué me sorprendí tanto. Supongo que no imaginaba que Lot tuviera una casa propia, algo como un hogar. Tampoco esperaba que quisiera llevarme a ella. Le observé, muerto de curiosidad, mientras él apartaba el vehículo del bordillo en una suave maniobra.

—¿Dónde vives?

—En el Barrio Viejo.

—Ah, entiendo.

Sonrió a medias y me miró de soslayo.

—¿Sí? ¿Qué es lo que entiendes?

—Que nos citáramos allí para hacer las fotos —repuse, sin mucho convencimiento.

—No tenía nada que ver con eso. El Barrio Viejo tiene zonas neutrales, el puente es una de ellas, y también ciertos corredores.

Me recosté en el asiento mientras contemplaba perezosamente cómo los edificios se deslizaban a través de la ventanilla. Las calles parecían abrirse a nuestro paso, estrechándose al fondo como embudos. Bajo la luz del sol veraniego la ciudad mostraba una cara más apacible y bondadosa; parecía otra diferente a la ciudad nocturna, con sus luces de neón, los cielos oscuros y los altos edificios envueltos en sombras. De noche se abrían las bocas hambrientas de los bares, de los locales de alterne, de las salas de espectáculos. A plena luz del día todo eso sólo parecían malos recuerdos. Y sin embargo, yo sabía que esa impresión era falsa y engañosa. La ciudad nunca era inofensiva, solo que de día los terrores parecían más artificiales, resultaban más difíciles de creer.

Eché una mirada al retrovisor. Siempre que salíamos a la calle me mantenía alerta por si nos perseguían. Después de nuestro encuentro con esa chica de los Vigilantes la noche anterior, no me sentía del todo tranquilo. Al recordar la conversación con la muchacha, empecé a notar los cabos sueltos a los que hasta entonces no había querido prestar atención. Me lamí los labios, mirando de reojo a Lot. Quizá era momento de aclarar algunas cosas. «Mejor empezar suave», me dije.

—¿Tú y Nun sois amigos? —pregunté.

Él mantenía la mirada fija en el tráfico. Había puesto la radio y sonaba música de los años cuarenta, Dean Martin o algo así. Parecía proceder de un aparato antiguo porque se escuchaba con algo de ruido.

—No exactamente.

Se inclinó para encenderse un cigarrillo. Con Lot sucedía como con la ciudad; a plena luz del día, la cualidad satinada de su rostro y el brillo de sus ojos le hacían parecer extraño. Postizo.

—Ella parecía preocuparse en serio por ti.

—Es un augur de nueva generación. El problema con los augures es que siempre acaban creándose expectativas. Sobre todo los jóvenes.

—Comprendo —mentí. No tenía ni idea de lo que me estaba hablando. Lot se dio cuenta y sonrió a medias otra vez mientras yo me devanaba los sesos, pensando cómo seguir adelante con la conversación. Decidió ponérmelo fácil.

—Ella se preocupa, es cierto. Lo hace porque cree que todas las cosas suceden por algo. Verás, nos conocimos en circunstancias poco gratas, aunque creo que ya te las he contado.

—Recuérdamelas.

Me giré a medias para mirarle mientras hablaba, subiendo un pie al asiento. A él pareció desagradarle el gesto, así que lo volví a bajar.

—Yo estaba trabajando para la Organización. —Nos detuvimos en un semáforo en rojo—. Tenía que reparar una distorsión de la realidad que un compañero había provocado. Cuando llegué allí me encontré con una bonita emboscada de los Vigilantes. No esperaban que apareciese un ilusionista. Ellos creían que la distorsión se había creado de forma premeditada para meter o sacar algo a esta realidad. ¿Me sigues?

—Más o menos… eso último no lo pillo mucho —admití.

Los conceptos sobre el mundo real, lo que había detrás y el resto de planos que los ilusionistas manejaban, de los que entraban y salían a su antojo, aún me resultaban un tanto confusos.

—Es igual, no te hace falta. Ellos pensaban que queríamos esconder algo, o bien traer algo. O a alguien. Habían acudido para impedirlo. —Se encogió de hombros—. Cuando me encontré en esa situación decidí hacer como si nada, tratarles con amabilidad y cortesía y llevar a cabo mi trabajo, que al fin y al cabo, nos interesaba a ambas partes por igual.

—¿Por qué os interesaba a los dos? Creía que los Vigilantes eran vuestros enemigos. Nuestros enemigos —me corregí.

—Las distorsiones de la realidad son algo así como descosidos en la Ilusión. Perturban mucho a los habitantes de la ciudad y pueden empujarles a investigar aquello que no deben. Los Vigilantes no desean que cunda el pánico. Entienden que la Ilusión es necesaria.

Aquella respuesta no me gustó mucho.

—Ya veo. ¿Y entonces fue cuando te obligaron a trabajar para ellos?

Lot pareció incomodarse con mis palabras. Hizo una mueca de disgusto, elevando el labio superior por un lado y se entretuvo comprobando que los retrovisores estaban bien puestos. El semáforo cambió y nos pusimos en marcha. Le costó volver a hablar, y cuando lo hizo, fue a desgana.

—No me obligaron exactamente… y tampoco trabajaba para ellos, exactamente. Es difícil de explicar.

—Inténtalo. Me esforzaré.

Suspiró con hastío.

—Cerré esa estúpida grieta creando la parte del muro que faltaba y colocándole encima un cartel para reforzar la Ilusión. Los muros empapelados llaman menos la atención que los muros desnudos, pasan desapercibidos. Es decir, cuando la gente pasa por al lado mira los carteles, pero no la pared, a eso me refiero. La mejor manera de camuflar las cosas es en el caos, la vorágine y la abundancia. —Hizo una pausa. Siempre se iba por las ramas con aquellas explicaciones—. Ellos alabaron mi trabajo. Fue inesperado. Es cierto que tanto Nun como Isaac eran novatos e impresionables, pero bueno, la verdad es que me hizo sentir satisfecho. Solomon me propuso entonces un asunto privado, como él lo llamó.

—¿Un asunto privado? Suena a…

Lot me lanzó una mirada maliciosa.

—Sí, pero no se trataba de eso. Aunque no me hubiera importado. —Me volvió a mirar, quizá para comprobar mi reacción ante esas palabras. Yo seguía atento, sin inmutarme. Que Lot era promiscuo estaba ya fuera de toda duda—. Me invitó a embellecer la Ilusión en ciertos lugares. Y acepté.

—¿Sin pedir nada a cambio?

—Oh, claro que pedí cosas a cambio. —Aguardé, esperando una explicación algo más concreta, pero Lot se limitó a sonreír de forma traviesa—. La cuestión es que mis jefes no se lo tomaron muy bien. Acabaron por descubrir que colaboraba con los Vigilantes, aunque como ves no era exactamente una colaboración. Sé que Solomon perseguía un objetivo muy concreto al hacerme aquella oferta, pero mi intención al aceptar nunca fue ayudarles. En todo caso, a la Organización esos matices no le importaban, sólo les interesaba sofocar una posible traición. Cuando empezaron a tener sospechas serias sobre mí me encargaron una misión especial. Para ponerme a prueba.

—La que tenía que ver conmigo. Enviarme esa nota —recordé.

—Así es —afirmó él.

Entonces, de pronto, un nuevo matiz se hizo visible para mí en todo aquello. Y es que redactar y enviar una carta no parecía la clase de misión que pondría a prueba la lealtad de una persona. Se trataba de un acto sencillo que no comprometía a nada. Miré a Lot de reojo y tuve un mal presentimiento.

—¿Era sólo eso? Tu misión. ¿Era sólo enviarme la nota?

De nuevo la media sonrisa. Esta vez su ambigüedad me inquietó. ¿Y si le habían encargado liquidarme, o algo parecido? En otra circunstancia me habría sentido decepcionado, pero la noche anterior algo había cambiado en mí. Hay máscaras que una vez que caen no pueden volver a usarse.

—La cuestión es que fallé. Y entonces, Nun empezó a ponerse pesada y a intentar reclutarme. Pretendía convencerme de que la Organización me despediría y me archivaría en cuanto se enterasen de los pormenores del asunto, y que mi mejor opción era buscar refugio en los Vigilantes.

—¿Y no lo era?

Lot chasqueó la lengua y movió la cabeza. Sus gestos cada vez parecían más teatrales y por lo que yo le conocía eso nunca era buena señal. Normalmente indicaba que estaba escondiendo sus verdaderos sentimientos bajo una capa de cinismo.

—Ah, es que por entonces yo aún tenía ases en la manga.

Mi desconfianza iba en aumento.

—¿Qué más? —espeté secamente.

El vehículo se movía más rápido. Habíamos salido a una circunvalación y nos dirigíamos al cinturón exterior que rodeaba la ciudad. El paisaje urbano se había vuelto más desagradable y las siluetas de las fábricas y los edificios apiñados cada vez pasaban a más velocidad al otro lado de las ventanillas. El motor ronroneaba alegremente, como si le gustara que le dieran caña.

—Después de abrirte la puerta y evitar que los Vigilantes y Saúl se enzarzasen en una lucha en plena zona neutral, con sus terribles consecuencias, concerté contigo la cita para las fotografías. Más adelante, cuando tú y yo nos separamos, hablé con la Organización y les dije que te iba a entregar.

Me quedé lívido.

—¿Qué? —exclamé, casi saltando en el asiento.

—Claro, nene. ¿No lo entiendes?

Su condescendencia me enfureció, a pesar de que no parecía del todo auténtica. Pero ¿qué demonios era auténtico en él? «Nada», me dije. «Nada lo es, maldita sea, asúmelo de una vez».

—No, no lo entiendo. ¿Todo eso de las fotos era para entregarme? —Un enjambre de confusión se estaba agrupando en mi cabeza, zumbando, vibrando. No es que la posibilidad de una traición fuera del todo inesperada. Siempre había sabido que no podía fiarme de Lot Anders. Siempre me lo había repetido a mí mismo como un mantra.  Y sin embargo… sin embargo, escocía como una raspadura—. Si querías entregarme, ¿por qué me habías salvado antes? ¡No tiene sentido!

—Lo tiene. Pero no quieres saberlo. En realidad, preferirías no saber nada de esto.

Miré su perfil. Su rostro esculpido, de facciones bien cinceladas, de maldito galán de cine, de pronto me parecía la cabeza de un maniquí. Sentí deseos de golpearle. De arrancársela y arrojarla por la ventanilla, a la carretera. Estaba seguro de que si lo hacía él seguiría conduciendo como si nada.

Nunca hasta entonces le había odiado de verdad… pero entonces lo hice. Con todas mis fuerzas.

—Cuéntamelo todo —escupí, con voz fría y peligrosa—. Quiero saberlo. Quiero saber lo que me estás ocultando.

Volvió a observarme a través del espejo. Luego siguió hablando con el mismo tono de voz, casi divertido.

—Antes hiciste la pregunta adecuada. Mi misión no era sólo enviarte esa nota, no. Era yo quien tenía que encontrarse contigo esa tarde en el local. Me habían encargado llevarte a la central de la Organización por medio de argucias y engaños, ya sabes. No fue un encargo que me gustase especialmente. Los ilusionistas somos artistas, no estafadores de medio pelo. Pero en fin, tenía que hacerlo y seamos sinceros, no tengo muchos escrúpulos para estas cosas.

—No me digas.

Sonrió, como si se enorgulleciera de ello.

—Nun se enteró. Es augur, ve el futuro o algo parecido y a veces es complicado ocultarle las cosas. De modo que la muy idealista decidió venir conmigo para hacerme cambiar de idea. —Cambió de carril con la suavidad de la seda, nos acercábamos a un nuevo desvío para volver a entrar a la ciudad, esta vez por el norte—. Pensé que me la podría quitar de encima una vez te tuviera en mi poder, pero no sabía que iban a enviar también a ese idiota de Saul. Supongo que no se fiaron de mí. Algo comprensible.

—Me dijiste que tú sólo habías escrito la nota. —El reproche se escapó de mis labios sin que pudiera contenerlo—. Me dijiste que no tenías nada que ver. No tenías motivos para engañarme. ¿Por qué lo hiciste?

Yo ya lo sabía. Siempre había sabido cómo eran las cosas, siempre había sido consciente de mi propia situación. ¿Por qué me indignaba tanto? ¿Por qué me dolía? Entonces me di cuenta de que tenía un grave problema. Lot había estado mintiendo siempre, y yo, la rémora, había estado adaptándome, autoengañándome, jugando a no querer ver. Pero Alex también estaba aquí. Seguía existiendo, de alguna manera, dentro de mí, igual que yo existía dentro de su cuerpo. Y esa parte de mí que ya era él se sentía herida. Esa parte de mí que ya era él tal vez nunca había mentido… quizá estaba enamorado de verdad. Porque tenía que ser Alex quien le amaba. No podía ser yo.

—Sí, te dije todo eso. Y también te dije que soy un mentiroso. ¿Quieres escuchar el resto?

Negué débilmente con la cabeza.

—No lo sé.

Había vuelto a abrazarme a mí mismo. De pronto me sentía muy enfermo, mareado y angustiado, como si un ovillo de lana se hubiera enredado en mi esófago y estuviera rebotando y girando dentro de mi cuerpo.

—Te lo contaré de todos modos. —La voz de Lot se parecía cada vez más a la de un locutor de radio o televisión. Cada vez más fría, y con un punto ácido, sarcástico. Maligno—. Saul me vio entrar con Nun. Todas las sospechas que pudieran tener acerca de mi doble juego quedaron confirmadas, así que tenía que conseguir una baza con la que negociar.

—Yo —respondí con abandono.

—Exacto. ¿Qué mejor que tú? La Organización quiere quitarte de en medio y los Vigilantes, estudiarte. Tú eras mi mejor moneda de cambio.

—¿Los Vigilantes quieren estudiarme? ¿Por qué?

—¿Nun no te lo dijo?

—No —respondí, soltando un amago de risa.

Claro que no me lo había dicho. Todos me engañaban. Qué novedad. Si hasta yo lo hacía, ¿qué podía esperar de los demás? «Tú no te mereces esto, Alex. No te lo mereces. Te mereces la historia de amor, te mereces el final feliz, no esta mierda».

—Tú eres un caso extraño de parasitación. Normalmente, las rémoras os coméis a la gente y dejáis la cáscara para los satures, cuando ya no quedan sueños ni vivencias, sólo desesperanza y miedo.

Cerré los ojos. Sus palabras eran puñales.

—Para el coche.

—Pero tú devoraste a ese Alex y luego te filtraste en él, tomaste su cuerpo. ¿Cómo lo hiciste? ¿Dónde dejaste tu verdadera envoltura? He visto fotos tuyas, de tu aspecto anterior. No estabas nada mal. Pero no me dijeron tu nombre.

—He dicho que pares el puto coche.

«¿Cómo te llamas?», su voz volvió a resonar en mi memoria, lúbrica, sensual. Siempre me lo preguntaba, siempre, mientras follábamos. «¿Cómo te llamas?».

—Abrí la puerta para permitirte escapar de allí, te dejé entrar a una calle profunda donde ellos no podían seguirnos. Conseguí citarme contigo al día siguiente y cuando te marchaste, fui a tu casa y puse protecciones.

—¡Que pares el coche!

Me abalancé sobre él, agarrándole del antebrazo. Me costaba respirar, la rabia me cegaba. Su reacción no se hizo esperar. Me apartó como si no fuera más que un muñeco de paja, soltando el volante con una mano y agarrándome de la pechera de la camiseta. Cuando me miró, vi algo aterrador en sus ojos. Era crueldad. Una crueldad destructiva, que le quemaba también a él… y no parecía importarle.

—No hemos llegado. Y yo no he terminado. —Me soltó la camiseta. Yo me contuve a duras penas. No quería escuchar, pero al tiempo lo deseaba. Necesitaba la verdad, como en el fondo todos la necesitamos… y si aquello lo era, quería saberlo de una vez. Pero Lot escupía la verdad en forma de dagas envenenadas, y se cortaba primero a sí mismo con ellas—. Eras mi seguro para regresar con la Organización. Iba a entregarte a ti y de paso a Solomon, Isaac y Nun. Era una jugada maestra, si lo piensas fríamente. Ellos pensaban que les había citado allí contigo para permitirles hablarte, convencerte.

—Nos engañaste a todos —escupí—. Eres un bastardo.

—No sé de qué te sorprendes. —Prosiguió, como si nada—. Cuando llegamos al puente y vi a Saúl, supe que no había acuerdo posible. Los satures no son negociadores, son destructores. Y no venía solo. Habían movilizado a unos cuantos más. Te dije que te fueras y me dispuse a salvar la situación de la mejor manera que supe. Si no iba a poder volver a la Organización no tenía sentido entregarles a los Vigilantes, de modo que decidí hacerme el héroe con ellos. Nunca viene mal tenerles de tu lado, o al menos no tenerles en contra.

—Y de paso te hiciste el héroe conmigo, cabrón.

—Al final no me salió del todo mal.

—Así que es eso. Soy tu despensa y tu maldito seguro.

—Las cosas han cambiado desde entonces, flaquito. Sí, os engañé a todos, y sí, soy un cabrón. Pero ahora todo es distinto. No diré que no me convenga tenerte cerca, claro que me conviene. Y te necesito para sobrevivir, jamás lo he ocultado. Pero también quiero ser libre. Digamos que tu manera de crear tu propio camino y seguirlo a tu manera me ha inspirado.

—No te creo.

—Ya. —Sonrió a medias—. Me pasa a menudo.

—Cosechas lo que siembras.

—Bien. Lo acepto. Pero aun así, ¿con qué derecho me juzgas? Me aferro a lo que tengo para sobrevivir. Igual que tú.

—No. Igual no. —Mi rabia seguía enfriándose, dando paso poco a poco a la decepción. Una parte de mí, seguramente el lugar donde aún estaba Alex, se había quedado seca y yerma, como si me hubieran rociado el alma con sal—. Dices que eres un ilusionista, pero no eres más que un mentiroso. Y cuando caen las mentiras, lo único que queda es un vacío que no puedes llenar, porque tú también estás vacío. No hay nada auténtico en ti.

—¿Eso crees?

Sus ojos volvieron a asaltarme desde el retrovisor. Ya no eran burlones, brillaban con algo parecido a la rabia contenida. «No, no lo creo. He visto los diseños, he visto las cosas que ha hecho… la fábrica. Eso cuenta algo. Eso tiene que significar algo. He tomado su energía y la he saboreado y sé que es un vergel de imaginación, de pasión, de fuego». Pero estaba herido y me costaba mantener la convicción. Tal vez era Alex quien seguía aferrándose, como había dicho Lot. Anclándose a una fe absurda en la persona más equivocada. Pero entonces no quise escuchar a esa parte de mí.

—No haces magia —susurré, volviendo el rostro para no tener que verle—. Sólo mientes.

No respondió. Ninguno de los dos dijo una palabra más hasta que llegamos a las afueras del Barrio Viejo. Aparcó el coche al otro lado del puente y apagó el motor. Nos quedamos en el interior, silenciosos y ausentes, separados el uno del otro por un abismo invisible. Al cabo de un rato, sacó las llaves del contacto y se inclinó sobre mí para soltar el cinturón de seguridad. Me encogí para evitar que me tocara. Cuando salió del automóvil y me abrió la puerta me quedé sentado, abrazándome, sin salir. Sin mirarle.

—¿De verdad vamos a tu casa?

—Diga lo que diga, ¿te creerás la respuesta?

—No lo sé.

—Entonces qué más da.

Levanté el rostro y le observé. Estaba serio, inexpresivo. Y sin embargo, aquella ausencia de expresión le despojaba también de la artificialidad. No había miradas traviesas, sonrisas burlonas ni gestos crueles ni desdén. Lo que quedaba ahí, lo que estaba viendo ahora, ese era él. Una mirada vuelta hacia adentro, que no mostraba nada. Un semblante sereno, el cabello sin engominar cayéndole a un lado de la cara y una falta absoluta de esperanza. Me di cuenta de ese matiz de forma súbita, identificando el sabor extraño y amargo que acompañaba cada sorbo de vida que tomaba de él. Lot Anders ya no esperaba nada. No tenía fe en nada, era un hombre que vivía el presente sin expectativa alguna. Su deseo de construir algo trascendente no era más que el último intento desesperado de un moribundo por proyectarse hacia el futuro.

—En el caso de que te creyera… —murmuré, dubitativo—, en ese caso, ¿para qué vamos allí?

—Tienes que cazar esta noche. Había pensado en un modo de hacértelo más fácil… de preparar las cosas para que no te sientas culpable y puedas estar seguro de que no haces daño a nadie.

«Venga ya». Después de la discusión que habíamos tenido, me venía con aquello. Mi primera reacción fue de escepticismo, pero luego temí que fuera cierto. Porque si era cierto, sería un bonito detalle por su parte. Y me haría sentir bastante mal por haberle odiado y volver a replantearme si podía o no confiar en él. Y estaba cansado de la maldita montaña rusa.

—¿Cómo pretendes conseguir eso?

—Los ilusionistas somos buenos escenógrafos. En mi caso —añadió— soy un gran mentiroso, pero en realidad… —hizo una pausa y una sonrisa diferente a las demás se amagó en la comisura de sus labios—, en realidad la única diferencia entre mentir y actuar es que el público sabe que está siendo engañado. Y es lo que desea.

—A mí no me gusta que me engañen —interrumpí.

—No, pero te encanta que interpreten para ti. —Me tendió la mano. La agarré, claudicando al fin, y salí del coche—. Buscaremos un lugar de tu agrado y nos convertiremos en alguien que no somos para actuar esta noche. Te presentaré a personas que disfrutarán con lo que les harás. Será como hacer sus sueños en realidad.

—Eso es imposible.

—No, no lo es. Por suerte para nosotros, el cine y la literatura han ayudado mucho a mitificar a los monstruos y convertirlos en un sueño romántico.

Le miré con recelo. Él me pasó el brazo alrededor de la cintura, pero esta vez lo hizo con lentitud, con cautela. Mantenía los ojos sobre mí, aguardando un gesto de aceptación. Yo me sentía inseguro. Seguía abrazándome a mí mismo y no me atrevía a apoyar mi peso en él, a dejarme guiar por su mano. Pero, en realidad, ¿qué otra cosa iba a hacer? ¿Volver a casa andando? ¿Cerrarle la puerta en las narices? Quizá no era tan mala idea. Él me necesitaba para sobrevivir, pero quizá yo sí pudiera arreglármelas sin Lot.

—¿Qué harías si te dejara de patitas en la calle? —le pregunté.

Él alzó las cejas. Luego apartó el brazo y se rió por lo bajo, incrédulo. Cuando vio mi semblante serio, pareció darse cuenta de que no bromeaba.

—¿A qué te refieres?

—¿Qué harías si te digo que no quiero que vuelvas a casa conmigo? ¿Me secuestrarías? ¿Me delatarías? Quiero saberlo.

Dio un paso hacia atrás y se metió la mano en el bolsillo. Las calles estaban tranquilas, el sol resplandecía en el cielo y de vez en cuando se escuchaba el ruido del tráfico lejano, el zumbido del tendido eléctrico, todos los sonidos de fondo de la ciudad que se amalgamaban en un rumor sordo, inadvertido.

—No. No te delataría ni tampoco te secuestraría. —Desvió la mirada, sonriendo otra vez, con poco convencimiento—. Puede que me pusiera un poco pesado unos días, pero después, si realmente no quisieras volver a verme, supongo que me volvería a casa y me prepararía un whisky con hielo.

Pensé en su respuesta. Me parecía sincera, a pesar de todo. Era algo que él podría hacer. Irse a casa y tomarse una copa, ligeramente afligido pero resignado. Seguramente encendería la televisión y la miraría sin ver durante un rato, perdido en sus pensamientos. Estaría solo. Ya no tendría que interpretar su propio papel. Su única compañía sería él mismo. ¿Lo soportaría? Me pregunté entonces quién era Lot Anders cuando no había público, sin nadie para ver sus gestos estudiados, para asombrarse ante su ingenio, para admirarle. ¿Seguiría existiendo más allá de los ojos de los demás? Tal vez no, tal vez la identidad que se había forjado necesitaba del espectador para hacerse real. Tal vez más allá de eso solamente había un hombre angustiado por su propia levedad, herido, solo y amargado. Era una posibilidad, que aquel personaje que había creado fuera su refugio, un refugio que solo tenía sentido al materializarse gracias a la interacción con otros. No lo sabía, pero era una posibilidad. Y si yo estaba en lo cierto, ¿cómo podía abandonarle?

«No puedo dejarle. Me necesita».

Era el pensamiento más absurdo que había tenido en todo ese tiempo, el más ñoño y lamentable y patético. Y ese no podía achacárselo a Alex. Era mío.

Exhalé un suspiro.

—De acuerdo, llévame a tu casa. Veamos qué es todo eso de la escenografía y la interpretación.

Me acerqué a él. Su cuerpo salió al encuentro del mío cuando comenzamos a caminar por las callejuelas, sus dedos se deslizaron sobre mi espalda con suavidad y me miró otra vez, con una pregunta silenciosa. Me apoyé en su costado y él me atrajo hacia sí, rodeándome con el brazo. No esperaba ninguna disculpa y no la obtuve. A pesar de todo, su gesto me resultó extrañamente cálido, y también su voz cuando me habló.

—Déjame fascinarte una vez más.

Permití que mi peso se venciera hacia él un poco más y él me estrechó. Nuestros pasos estaban perfectamente acompasados.

—No quiero engaños. Interpretaciones sí, pero no engaños, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Si te saltas las normas, yo también lo haré.

Se rió entre dientes, le brillaron los ojos.

—De acuerdo —repitió. Luego me besó los cabellos—. Sin engaños.

«Pero puede ser mentira», me recordé.

A pesar de todo, me esforcé en devolverle la sonrisa. Puede que no importase, que solo la belleza y las emociones tuvieran relevancia en aquella extraña historia que estábamos forjando, pero entendí que yo necesitaba poder confiar en él para entregarme del todo y que mi confianza no podría ser ciega jamás. Así había sido con Alex. Él era pura honestidad, era la Verdad en su máxima expresión. Y ante eso yo solo había podido caer de rodillas y abandonarme, adorarle hasta la locura, hasta la desesperación, hasta dar lugar a que lo imposible sucediera. No, no podía confiar en Lot  a ciegas, era un suicidio. Necesitaba actos que respaldasen sus palabras, algo que me demostrara que su voluntad de permanecer a mi lado era algo más que interés y hambre. Pensé que no podía quererle si no tenía eso. Y mientras caminábamos hacia su casa, yo seguía dudando, preguntándome si realmente íbamos a su casa, preguntándome si alguna vez volvería a ser capaz de confiar en él.

. . .

Toma segunda

La casa de Lot Anders estaba ubicada en el centro del Barrio Viejo, al final de una calle tortuosa, con adoquines redondos y negros. La fachada era de sillares de piedra gris, anticuada, con un pórtico erosionado. Tras las ventanas con cuarterones se adivinaban cortinas granates. Tenía un balcón y una buhardilla. La construcción apoyaba su costado lateral en una pared de piedra en la que se abría uno de los túneles que salpicaban todo el barrio. La tarde estaba despejada y el resplandor del sol arrancaba destellos a los cristales de las ventanas, que se convertían en espejos.

—¿Qué es lo que tienes en mente para eso de… cazar? —pregunté, mientras nos dirigíamos a la entrada.

—Buscaremos ropa apropiada, nos inventaremos una identidad y jugaremos a los disfraces. Ya verás. Te facilitará mucho las cosas, dado que te has vuelto tan puntilloso con el asunto de chupar.

Le miré, indignado. Después de haberme confesado que pretendía utilizarme desde el principio, después de que yo aceptara aun así su compañía, esa alusión me resultó de lo más insultante.

—No es momento de hacer esa clase de bromas —espeté con dureza—. Por Dios, ¿cómo puedes ser tan superficial?

Sonrió torcidamente, aunque en sus ojos vislumbré un destello de amargura.

—Eso también me lo dicen a menudo.

Lot abrió la puerta y me hizo un gesto para que entrara. La planta baja estaba compuesta de una sola habitación, amplia y luminosa, dividida en varios ambientes gracias al suelo de dos alturas.

—Ponte cómodo, voy a preparar unos martinis.

Le seguí con la mirada, refunfuñando para mis adentros. Me disponía a sentarme en el sofá cuando de pronto fui consciente del lujo que me rodeaba. Era una casa de revista: televisor de plasma anclado a un medio muro de piedra, cortinas de terciopelo, sofás con asientos reclinables y tapicería cara, chimenea, equipo de música de última generación, esculturas en los rincones, lámparas Tiffany, una alfombra enorme de piel blanca frente a la chimenea y una escalera de madera con el pasamanos labrado en estilo art decó. En las estanterías de madera vetusta había libros de toda clase y pequeños objetos decorativos.

Tras la media pared donde estaba la televisión se abría un salón amplio con una gran mesa de comedor con sillas a juego. Debajo de la escalera había otro sofá, un baúl antiguo, un sillón de orejas y una mesita de café. Al fondo del todo, separada del salón por una barra americana, se encontraba una cocina moderna y espaciosa donde Lot andaba ocupado preparando las bebidas.

Me levanté, incapaz de seguir ahí con tantas cosas nuevas llamando mi atención y me aproximé a una vitrina. Dentro, en uno de los estantes, había una colección de huevos de cerámica pintados, decorados de diversas formas: vidrio coloreado, ornamentos de plata y estaño, filigranas doradas… En el estante inferior había unas cuantas marionetas viejas, un sable oxidado y un libro de oraciones. Intenté en vano hallar un significado a aquellos objetos, pero no fui capaz de imaginarlo. Seguía sin saber nada de Lot Anders. Igual que el primer día. Pensar en ello me fastidió. Di una vuelta por el salón, intentando encontrar alguna pista sobre él. Entonces reparé en las fotografías, en la pared bajo la escalera, colgadas encima del sofá. Me acerqué a contemplarlas. La mayoría eran imágenes de edificios, pero entre todas ellas había una diferente. Acerqué la mano con cuidado y la descolgué.

—¿Qué tienes ahí?

El tintineo del hielo en los vasos y el ruido de sus zapatos sobre la tarima me anunciaron su llegada. Me volví hacia él, absurdamente entusiasmado.

—Sois Mara y tú —exclamé. Lot asintió con la cabeza—. ¿Dónde fue tomada?

—En el Puente Nuevo, al poco de construirlo.

El marco era de metal negro, estaba cubierta por un cristal y parecía algo antigua, aunque el detalle era bastante bueno. Observé la instantánea más de cerca. Mara, el espantoso Verdugo que nos perseguía, no tenía nada de terrible ahí. Era una mujer elegante y guapa que destilaba glamour. Lucía una deslumbrante sonrisa. El cabello ondulado asomaba bajo el sombrero, cortado por debajo de las orejas. Llevaba un traje de chaqueta con falda amplia, estilo años cuarenta: hombros marcados y cintura estrecha ceñida por un fajín. Parecía una actriz de cine. Sonreía a la cámara con labios rojos y dientes blancos agarrada del brazo de un caballero alto, muy guapo, de porte elegante y rostro escultórico. Al otro lado de Mara se encontraba Lot, posando con aires de galán, mirando a la cámara con expresión ladina.

—¿Quién es este? —pregunté, señalando al hombre alto.

Había algo de antiguo y atemporal en su semblante. Su mirada parecía estar viva aún dentro de la fotografía. Lot se acercó y miró por encima de mi hombro.

—Es mi maestro. Por entonces, ellos dos estaban prometidos.

—¿Le levantaste la novia a tu maestro?

—Es una historia complicada.

Esbocé una sonrisa, mirando la imagen con una inexplicable nostalgia. Lot parecía muy diferente en el retrato. No es que diera la impresión de ser más joven ni tampoco se trataba de la ropa. Era algo en su expresión, la luz de sus ojos, tal vez.

—Estáis muy guapos, los tres.

—Eran buenos tiempos —dijo, evocador—. Fue una época agradable.

Lot me quitó la foto enmarcada de las manos y la contempló durante un rato. Yo le observé, esperando ver alguna reacción, alguna emoción reflejándose en su semblante. De nuevo, su mirada se había vuelto opaca y parecía haber desaparecido todo artificio de él.

—¿Aún estás enamorado de ella?

—No.

Respondió sin vacilar.

—¿Y por qué guardas la foto?

—Tú guardas muchas fotos.

—Sí —admití—, pero tú no eres esa clase de persona. Estoy seguro de que eres de los que prenden fuego a todos los recuerdos del ser amado cuando la historia acaba mal.

Levantó la vista y mostró una sonrisa enigmática.

—Eso da fe de lo poco que me conoces.

—Eres difícil de conocer —repliqué—. ¿Podemos llevárnosla?

Me miró sin comprender.

—¿A cazar?

—No, a casa. A mi casa. —Me pasé la lengua por los labios, buscando las palabras adecuadas—. Si vas a vivir allí quizá te gustaría tenerla.

Lot levantó la ceja, como si no comprendiera el sentido de todo eso. Luego volvió la vista hacia la fotografía y de nuevo, su mirada pareció perderse muy adentro.

—Supongo que sí. Si te hace ilusión… —Me puso el Martini en la mano y se dio la vuelta, dirigiéndose a las escaleras—. Ven, tenemos cosas que hacer.

En la segunda planta había tres habitaciones. Una consistía en un cuarto de baño con jacuzzi, ducha, dos lavabos y un largo espejo, las paredes alicatadas con pequeñas teselas negras. La otra era un estudio con una mesa de arquitecto y otra más larga, de madera, llena de papeles, planos, mapas, maquetas, libros y material de trabajo. Cuando me asomé, ilusionado, Lot me sacó del brazo con gentileza y cerró la puerta.

—No seas cotilla.

La última era su alcoba. Me invitó a entrar, y lo hice con cierta reverencia, esperando ver al fin algo de él. Hasta el momento no había encontrado casi nada que me hiciera pensar en esa casa como en un hogar: en cada estancia había un halo de frialdad, de artificialidad, como si no fuera más que un decorado. Salvo el estudio, la foto y la vitrina del sable, el resto de espacios y objetos eran impersonales. Hermosos, sí, diseñados con gusto y armonía, pero no decían absolutamente nada. Pensaba que el dormitorio sería diferente, pero me equivocaba.

La cama era enorme, con el cabecero y el pie de forja negra. Había también un perchero, un espejo de pie, un armario y una cómoda, dos mesitas de noche y cortinas granates, un diván y un vestidor en un rincón, con estantes empotrados y perchas llenas de trajes. Ninguna foto, ningún objeto personal. Me senté sobre la colcha, mirándole de reojo mientras se dirigía al armario. Deslicé la mano sobre el suave tejido, con una mezcla de nerviosismo, angustia y decepción enredándose en mi estómago.

—¿De verdad vivías aquí?

—¿Quieres que te enseñe las escrituras, o qué? —repuso, molesto, sin darse la vuelta.

Yo negué con la cabeza.

—No me digas que ahora te ofende mi desconfianza. Eso es demasiado cínico hasta para ti.

Le escuché bufar con exasperación pero no me replicó. Al poco, se dirigió hacia la cama. Llevaba en las manos varias perchas: un traje de levita negro estilo siglo XIX, un abrigo de pieles largo hasta los pies, un extraño conjunto de cuero que me recordó a las películas porno baratas y algunas cosas más. Lo fue disponiendo todo sobre la cama.

—Escoge lo que más te guste.

Le miré, curioso.

—¿En serio nos vamos a disfrazar?

Lot esbozó media sonrisa, los ojos le brillaron cuando me habló de nuevo.

—El disfraz es la forma más primitiva de ilusionismo —dijo, cogiendo el traje de cuero y colocándoselo sobre el pecho, con pose teatral—. Una ropa diferente y el maquillaje adecuado nos convierten en otra persona, al menos durante unas horas. En esencia, no dejamos de ser quienes somos, pero al mismo tiempo, somos otro. —Tiró las prendas sobre la cama y se envolvió en el abrigo de pieles, posando de manera afeminada y batiendo las pestañas. No pude evitar una risilla—. A través del disfraz entramos en contacto con… no sé, tal vez con alguien que podríamos ser, en caso de vivir otras circunstancias distintas a las nuestras. Alguien que querríamos ser, si pudiéramos. —Se quitó el abrigo y me lo lanzó—. Disfrázate y experimenta otra vida. Disfrázate y vive según otros preceptos, según otra moral, con otras motivaciones, sin tus preocupaciones. Escapa de ti mismo por unas horas, juega, experimenta la fantasía primitiva de no ser quien eres. ¿Nunca antes lo has hecho, Alexander?

Acompañó sus últimas palabras con una sonrisa venenosa, sardónica. Su espectáculo de maestro de ceremonias dejó de gustarme. Me tensé y me puse en pie para ir hacia el vestidor.

—¿Y tú, dejas de hacerlo alguna vez? —rebusqué entre las prendas, disimulando mi furia—. Creo que tu disfraz te ha devorado y ya ni siquiera sabes quién eres.

—Ah, tenemos tanto en común…

—Usaré esto.

La sonrisa de Lot se borró cuando me di la vuelta, con un uniforme militar en las manos. Era azul, o puede que gris, con ribetes amarillos y una larga fila de botones. Lo había encontrado al fondo del todo, dentro de una caja. Por un momento, él pareció desconcertado. Sentí una malvada alegría. Puede que al fin hubiera dado con un objeto que significaba algo.

—Bien, claro —reaccionó, haciendo un gesto con la mano—. Póntelo.

Lo saqué de la bolsa de plástico que lo protegía y lo examiné cuidadosamente. Era demasiado pequeño para él, seguramente me estuviera bien. Parecía antiguo. Me traía a la memoria fotos en blanco y negro de hombres barbudos y despeinados, con botas altas y rifles en la mano.  «Indios y vaqueros», pensé.

Entonces descubrí la etiqueta blanca con el nombre bordado. Un escalofrío me recorrió la espalda. Tragué saliva.

—Oye, Lot… este traje… ¿de dónde lo has sacado?

—Lo compré en un mercadillo.

Apreté los dientes.

—Mentiroso.

—Pensaba que ese punto ya había quedado claro, ¿tenemos que volver sobre él continuamente?

Me di la vuelta y casi le estampé en la cara el trozo de tela blanca donde ponía su nombre.

—No me puedo creer que valgas tan poco —solté, sin pensar—. Hace menos de media hora me has prometido que no me engañarías más, y ahora…

—Vale, vale… —levantó las palmas de las manos y se acercó a mí, sujetándome por los brazos con un gesto conciliador—. Vale, perdóname. La costumbre.

Me sonrió, con cara de circunstancias. Al sentir que me calmaba enseguida, me reproché a mí mismo mi debilidad, mi maldita dependencia. No era culpa mía, había sido diseñado así, pero igualmente odiaba ese rasgo. Por culpa de eso se me hacía bastante difícil luchar por mi propia dignidad.

—Eres insoportable —le espeté.

Se sentó en la cama y tiró de mí hasta colocarme a su lado. Luego me miró, apartándome el pelo del rostro. Su tacto me resultaba reconfortante.

—Es mío —confesó, a media voz—. El uniforme con el que fui a la guerra.

—Eso debió ser hace mucho tiempo —murmuré.

—Sí. Hace mucho. Tenía quince años, o dieciséis.

Observé el traje, pasando los dedos con cuidado por la abotonadura. Intenté imaginarme a Lot con esa edad, pero sólo me salía verle más bajito y con la voz aflautada, como si hubiera respirado helio. Un Lot enano con uniforme y gomina. Se me escapó una risa.

—Me gusta la idea de ponerme tu ropa.


. . .



Toma tercera

Cuando salimos de la casa había anochecido hacía rato. Montamos en el coche y me miré en el retrovisor mientras él encendía la radio. Tenía un aspecto extraño, peculiar. Me recordaba a mí mismo, al que había sido antes… antes de ser Alex. Recordaba vagamente una melena rubia y un largo abrigo de flecos. Sí, yo había sido algo así como una superestrella… al menos en apariencia. Ahora, en el cuerpo del joven Alexander, mi mirada asomaba desde detrás de sus ojos, pintados de negro y bordeados por una sombra oscura.

—Debería sentirme raro, pero no.

Lot rió entre dientes. Él se había puesto la levita y se había engominado hacia un lado. También llevaba maquillaje negro en los ojos y en los labios y su aspecto era tan inquietante como glamouroso el mío.

—Todos llevamos dentro a un extraño.

En mi caso, aquello era literal. Cerré el espejo para dejar de ver a Alex ahí dentro. Me concentré en la música, alguna clase de electro-pop gótico de finales de los noventa. Quería que la música me invadiera y me calmara, que limpiase de mí el miedo y la culpa por lo que iba a hacer.

No quería alimentarme, pero me moría de hambre.

Al llegar al centro había bastante tráfico. Tuvimos que sortear un par de atascos hasta que finalmente viramos hacia el este. Nos dirigíamos al Barrio de las Letras. Hice una mueca.

—Creía que iríamos a los suburbios.

—Creías mal.

Pensar en robarles la vida a unos universitarios me desasosegó. Entonces Lot dijo algo desconcertante.

—¿Has leído Crepúsculo?

—¿Qué?

—Sí, esa novela sobre vampiros —explicó, cogiendo el volante con una sola mano mientras se encendía un cigarrillo con sabor a chocolate—. Hay opiniones muy diversas sobre el fenómeno que esos libros han causado, pero a nosotros nos van a venir bien.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Porque han resucitado el mito del vampiro. Ni te imaginas la de chicas que hay por aquí soñando con que un tipo guapo y misterioso como tú les chupe la sangre.

Esbocé una sonrisa satisfecha, pero al darme cuenta, la borré enseguida. ¿Cómo podía sentirme bien con esa idea?

—¿Ya estás dudando? —me dijo, percibiendo mi vacilación.

Negué con la cabeza.

—No. Pero no me encuentro muy bien. No sé si voy a ser capaz.

—Lo serás, flaquito. Lo serás.

El coche se detuvo en un semáforo cerrado. Aprovechando la situación, Lot se inclinó hacia mí. Sus labios rozaron los míos, luego se apretó contra mi rostro y me besó, lenta y concienzudamente. El sabor de su saliva me produjo un extraño escalofrío de placer.

Cerré los ojos, dejándome envolver por la música y la sensación de su boca sobre mi boca, de su lengua atrapando la mía. Entonces lo pude imaginar con claridad: Un local oscuro, de luces azules. Jóvenes vestidos de negro bebiendo alcohol, escondiéndose en los baños para meterse rayas y morrearse unos con otros contra la pared… reservados en la planta de arriba donde la oscuridad propiciaba los encuentros íntimos. Había una pareja follando en un rincón, ella sentada sobre él, moviéndose al ritmo de la música. Había cuatro chicas sentadas en un sofá, borrachas, amargadas. Y entonces aparecía el depredador, deslizándose entre las sombras, irradiando carisma, con el largo abrigo ondeando a su espalda, la mirada afilada, vestido con un antiguo uniforme y muñequeras de tachuelas, los ojos pintados de negro.

El depredador alargaba la mano hacia una de las muchachas sentadas en el sofá y luego hacia otra. Las dos elegidas le acompañaban a la pista, bajo las luces azules, y allí bailaban, cimbreándose, rozándose, seduciéndose. Desde la barra, el depredador sentía unos ojos fijos en él, una mirada que atravesaba el gentío.

Parpadeé. Abrí los ojos y creí que el suelo se abría bajo mis pies.

Estábamos allí.

No era una fantasía, estábamos allí.

Las dos chicas estaban bailando conmigo, apretándose contra mi cuerpo, una por delante y otra por detrás. El gentío nos rodeaba, sacudiéndose al ritmo de la música. Luces azules. Paredes negras. Sentí que me faltaba el aire.

—¿Va todo bien? —dijo una de ellas.

Me había quedado quieto en medio de la pista, intentando ubicarme, como un pez arrancado abruptamente del agua. Intenté recordar el momento en que habíamos llegado; traté de encontrar en mi mente, aterrado y confuso, un cabo suelto para seguir el hilo de los sucesos. ¿Dónde habíamos aparcado el coche? ¿cuándo habíamos entrado? ¿Cómo se llamaba el local? Pero en mi cabeza no había nada, sólo el recuerdo de un beso perturbador. Me di la vuelta, aturdido, y encontré su mirada.

Lot Anders estaba en la barra, a varios metros de nosotros. Observándome.

—Sí. Todo va bien —mentí. Luego forcé una sonrisa pícara—. ¿Qué tal si practicamos otro tipo de baile?

Las dos chicas sonrieron con picardía. Con el corazón cabalgando en mi pecho, asustado como un niño, subí a los reservados con mis dos víctimas agarradas a mis brazos. Lot me siguió a cierta distancia.

Arriba volví a ver a la pareja del rincón. Las otras dos amigas se habían marchado, así que ocupé el sofá vacío junto con mis dos invitadas. Estaba muerto de miedo, y sin embargo, me comportaba con la naturalidad de un actor experimentado. Sonreía a las muchachas mientras deslizaba las manos por sus muslos y les susurraba palabras seductoras a los oídos. Una se me subió al regazo y empezamos a besarnos. Repartí mis atenciones entre las dos, asombrado de mi propia división interior.

«Soy los dos», me repetía. «Soy Alex, pero también soy… yo. Y ahora estoy siendo yo».

Canalla, hijo de puta, conquistador y lascivo. Ese era yo. No tan diferente a Lot, al fin y al cabo. Desvié la mirada mientras devoraba los labios de una de mis chicas, buscándole. Y le encontré. Ahí estaba, de pie entre las sombras, cerca de la pared, con los ojos naranjas fijos en mí. Me estremecí de placer al saberme observado y me asusté aún más.

—¿De verdad eres un vampiro? —preguntó la otra muchacha, cogiendo mi mano y llevándola bajo su falda.

—¿Quieres comprobarlo? —murmuré.

Ella asintió.

Pensé en Alex. A él también le había dado aquella clase de besos, los que roban la vida poco a poco. Le había dado demasiados. Hasta que no quedó nada de él. Estar a mi lado le condenó, yo le condené permaneciendo al suyo… pero ahora sólo iba a tomar unos tragos. «Se recuperará», me repetía, recordando las enseñanzas primitivas que me dieron en la Organización.

Los recuerdos destellaban en mi mente como trozos rasgados de fotogramas viejos, llenos de estática e interferencias, como si fueran fragmentos de una cinta de vídeo estropeada.

Un hombre con una mascarilla blanca y gafas oscuras apretaba algo dentro de mí y me hablaba.

—Estás programado para saciarte antes de causar ninguna atrofia perpetua a los recipientes. Cuando estés saciado, deberías parar por ti mismo sin demasiado esfuerzo. Si tu instinto no responde a los parámetros programados o hay alguna clase de interferencia, serás reciclado.

«Se recuperará». Posé mi boca sobre su cuello, mientras buscaba desesperadamente. Mi lengua se hundió en la carne, un filamento largo y puntiagudo. Ella gimió.

Y bebí.

Me bebí sus sueños.

Vi imágenes de vampiros y abrazos estrechos, vi pasión, sexo y fuego, vi castillos y bosques, vi un cielo estrellado. Luego vi lienzos y pintura, vi billetes de tren… vi a un chico demasiado rubio y demasiado popular, tan fuera de su alcance.

Todo estaba delicioso.

Las sensaciones al tomar de ella eran intensas, vibrantes. Podía notar el sabor de todos los besos que le habían dado, sentir todas las emociones que le habían despertado. La más hermosa era esa amplitud en el corazón, como si se llenara de aire, al coger los pinceles en las tardes de verano. Ella sola, sin maquillaje ni ropa oscura, ella sola y un lienzo en blanco. Nadie podía verla ni juzgarla, así que podía ser simplemente ella, tal como era.

—Escucha mi voz…

Abrí los ojos, embriagado y aturdido, sin dejar de tragar. Lot se había sentado a nuestro lado y había puesto la mano sobre los ojos de la muchacha, que se sacudía entre mis brazos, con los pezones erguidos y duros a través del escueto top que vestía.

«No le hagas daño», quise decirle. «No quiero que sufra».

El ilusionista acercó los labios al oído de mi víctima y susurró:

—Duerme.

El cuerpo de la muchacha se desvaneció sobre los cojines negros. Busqué a la otra con la mirada y la encontré dormida, tendida al otro lado del sofá. Supuse que Lot se había encargado de ella. Parpadeé con fuerza. Estaba ahíto y abotargado, sentía la vibración de todo lo que había arrebatado a aquella joven zumbando en mi interior, mareándome, emborrachándome. Aún veía la luz de las tardes de verano, el dulce trazo del óleo sobre el lienzo inmaculado… y entonces, antes de que pudiera reaccionar, Lot me levantó de las solapas de la guerrera. Sus ojos ambarinos me atravesaron como dos puñales.

—Y tú, ahora haz tu trabajo y dame lo que me corresponde.

Todas mis alarmas saltaron a la vez. Entonces, por segunda vez aquella noche, Lot me besó. Supe que iba a arrancarme la energía, así que me aparté de sus labios a duras penas, jadeando.

—Así no —le supliqué, incapaz de defenderme de otro modo—. Así no, por favor… no seas como los demás.

El hombre de la mascarilla y las gafas oscuras volvió a hablar en mis recuerdos.

Durante los primeros minutos después de haber cosechado, te hallarás indefenso. Así los demás podrán alimentarse de ti sin que tu instinto primario se interponga. Tú cosechas para que otros se alimenten. Esa es tu función en la perfecta cadena de la Organización.

Lot se había detenido. Me estaba mirando con una expresión extraña, curiosa, puede que fascinada, mientras me sujetaba de los brazos. Yo apenas podía tenerme en pie. Finalmente, asintió. Sus dedos rozaron mi mejilla.

—Dámelo —volvió a repetir. Pero esta vez, su tono fue suave y susurrante en lugar de amenazador. Me estaba seduciendo de nuevo—. Tú sabes cuánto lo necesito. Eres lo único que me queda… estoy en tus manos, nene… dámelo.

Y lo hice.

Le abracé, uní mi boca a la suya y dejé que todo cuanto había tomado fluyera hacia él. Le sentí arquearse y estremecerse. Sus brazos se cerraron a mi alrededor como una pinza y se cernió sobre mí, inclinándome hacia atrás. Su lengua se enredó a la mía y tiró, bebiendo con ansia cuanto yo le ofrecía. Mientras me despojaba de toda aquella energía, una profunda amargura hizo asomar lágrimas a mis ojos. «Esto es todo cuanto quiere. Esto es lo único que le importa, Alex. No lo olvides. Esto es todo lo que eres para él». Y sin embargo, sus dedos acariciaban mi cuello y su boca gemía sobre la mía. Nunca nadie ha bebido de mí como lo hacía él, jamás alimentar a otros había sido tan intenso, tan erótico, tan lleno de extraños significados. «No lo olvides, Alex», me repetía. Y puede que Alex estuviera escuchando… pero creo que yo había dejado de hacerlo tiempo atrás.

. . .

La ciudad sin Nombre, 1905

Mientras caminan a lo largo de las calles arrasadas, piensa en la inclemencia del tiempo. Ni siquiera la terrible ciudad de metal ha aguantado el paso de las eras. Las vigas de acero se cubren de herrumbre, el asfalto se cuartea, el cemento se agrieta, el cristal cede y se quiebra. No hay tornillos lo bastante fuertes como para anclar el tiempo. Él siempre transcurre, para todos. «Para casi todos», piensa. Instintivamente, mira alrededor. ¿Ningún augur se interpondrá en su camino? ¿Nadie saldrá a su encuentro? ¿Nadie evitará lo que está a punto de ocurrir?

Al parecer, no.

El gran edificio de la Central está ante ellos. Hay una alta alambrada iluminada por focos blancos, los mismos que también iluminan los nueve grandes reactores. La gran cantidad de humo ocre hace difícil ver nada.

Elliot apenas se tiene en pie. Los ojos se le cierran, pero se niega a ceder al sueño. Liam no puede evitar sentir admiración. «Es otra señal», le dice la parte de sí que desea retenerle eternamente. «Es otra señal de su predestinación. Nunca cerrará los ojos si no quiere. Tan fuerte es la voluntad de los hombres que moldean el destino del mundo».

No le ayuda a caminar. Le ha dicho que si de verdad desea hacer tratos con el diablo debe llegar al corazón del infierno por sí mismo. Y Elliot lo está haciendo. «Estoy condenando por dos veces mi alma», se dice.

La puerta de metal se abre para ellos y entran al complejo. Hay una explanada con pequeñas naves que se disponen en torno al edificio principal, y al fondo, la enorme puerta. Allí les están esperando Senaqerib y dos agentes más.

Senaqerib es un hombre amable y comprensivo, para ser otro condenado más. Es el líder de los Ilusionistas. Sus ojos son de color amarillo claro y su aspecto se mantiene con entereza a pesar del tiempo —tiempo, tiempo inexorable—, con el largo cabello gris recogido en una coleta baja, la barba recortada y el bastón con cabeza de serpiente entre los dedos.

—Encantado de conocerle, señor Salamander. Cuando el señor Kahn nos informó de que vendría con usted, decidimos recibirle como es costumbre en su época. Para que se sienta cómodo.

Elliot estrecha la mano de Senaqerib, mirándole con extrañeza, tanto a él como a los dos agentes. Todos llevan ropa de principios del siglo veinte, pero en lugar de hacer la situación más natural, sólo la empeora. Parecen muñecos con el traje equivocado.

—Un placer —dice Elliot, esbozando una media sonrisa. Mira alrededor. Luego dirige la vista hacia ellos otra vez, intentando disimular su curiosidad—. ¿Es usted Mefisto?

Senaqerib ladea la cabeza, luego las miradas se dirigen hacia Liam. Éste niega con la cabeza.

—No. Mefisto está en el interior. Seguramente no llegues a verle.

—No hace falta ver al diablo para hacer tratos con él —agrega Senaqerib, captando el símil. Luego indica a los dos agentes que se hagan a un lado. Él también se aparta. Ahí está la puerta automática, con tres hojas de cristal con manchas de ácido. Una luz blanquecina, fría, ilumina el vestíbulo que hay más allá. La fachada del edificio está llena de mugre, largos chorros negros se han adherido al granito tras años de lluvia ácida. La puerta y su blanco interior son una perspectiva seductora en medio de ese apocalipsis futurista—. Una vez que cruce no habrá vuelta atrás, señor Salamander.

Elliot parpadea con fuerza. El efecto de la niebla hace mella en él. Liam se pregunta si está entendiendo lo que le dicen.

—No quiero volver atrás —replica entonces Elliot con decisión.

Liam no debería sentirse orgulloso, pero lo hace.

—Entonces no hay más que decir.

Cuando se encaminan hacia la puerta, Liam roza la mano de Elliot con la suya. Va a su lado, caminando al mismo paso que él, pensando en todas las cosas que quiere decirle y no dirá. Las hojas de vidrio se deslizan, la puerta se abre para ellos. Elliot disimula su sorpresa como puede.

En el vestíbulo, varias cámaras de seguridad se giran hacia ellos, como cabezas curiosas. Elliot las mira, fascinado. Nunca ha visto nada como eso.

—¿Cuándo se inventaron todas estas cosas?

—Hace mucho tiempo —responde Senaqerib—. En el mundo real, estamos en el siglo veintiuno.

Lot mira a Liam, como si quisiera cerciorarse de que ha escuchado bien. Éste asiente con la cabeza.

Comienzan a caminar por los corredores. Son largos y bien iluminados, con techos blancos, paredes blancas y suelo metálico que resuena cuando las suelas de sus zapatos repiquetean en él. De vez en cuando pasan por distribuidores cuadrados en los que hay otras puertas de cristal. Algunas llevan a pasillos oscuros, de sucio granito gris, con manchas de óxido en el suelo de enrejado metálico. Parecen extrañas entradas al infierno.

—¿Le han puesto en antecedentes sobre el procedimiento, señor Salamander?

Elliot tarda un poco en responder. Está observando los ascensores con fascinación.

—¿Procedimiento? No. No he preguntado.

—En cuanto lleguemos al quirófano se lo explicaré. Aunque tal vez debería haber sido informado antes de tomar la decisión.

—No me interesan los trámites, sólo el resultado.

—Como quiera. Sin embargo, debemos ponerle al corriente. Es el protocolo.

Descienden por una escalinata de piedra hasta llegar a lo que parece un amplio sótano. Luego toman un elevador. Elliot no se pierde nada. Su mirada ávida recorre cada centímetro del estrecho espacio, reparando hasta en lo más nimio. Liam cree poder ver lo que sucede en su mente: está intentando comprender el funcionamiento, la estructura del aparato, imaginando las posibilidades. Sí, la situación es terrible, pero ¿cómo no va a sentirse orgulloso? «En realidad, le he preparado para esto. No tiene sentido engañarme».

Cuando la puerta del ascensor se abre, una garra se cierra en el corazón de Liam. Una zarpa de uñas afiladas que permanecerá ahí durante meses enteros.

El quirófano es del tamaño de un salón pequeño. En su centro hay cuatro paredes de cristal con una puerta del mismo material que ahora se encuentra abierta. Dentro del cubo de vidrio se encuentra la sala de operaciones. La camilla y el carrito con el instrumental están listos, así como la gran lámpara de cinco focos. Es la única luz en toda la sala, un haz luminoso, un espacio blanco rodeado de tinieblas. Bajo las bombillas, todo es blanco: las sábanas, los aparatos, el gotero, la camilla, las batas de los hombres que aguardan. Son dos. Llevan gorros de cirujano, mascarilla, guantes quirúrgicos y unas gafas parecidas a las que usan los nadadores. Tras los cristales negros no se ven sus ojos.

Elliot parece haberse quedado congelado en el sitio. Liam le roza la mano de nuevo y entonces el aprendiz reacciona. Da dos pasos, saliendo del elevador, cuyas puertas vuelven a cerrarse a su espalda con un susurro.

—Tengo los documentos preparados —dice Senaqerib. Lleva una carpeta en las manos. La abre y coloca tres folios impresos sobre la superficie de cartón. Se lo tiende a Elliot, junto con una estilográfica—. Antes de dejarle un momento a solas para que lea con atención el impreso, le explicaré lo que le va a pasar.

—Bien. Gracias.

Elliot está pálido. Liam no deja de mirarle. «Es la última vez que le verás así», se recuerda. La garra le estrangula con más fuerza.

—Al aceptar el contrato, usted entregará su alma a cambio de una mejora en su ser. Los corruptores —dice Senaqerib, señalando a los médicos— le extraerán el nefesch, su energía anímica. Su alma, literalmente. Esta será etiquetada, clasificada y almacenada, siendo en lo sucesivo propiedad de la Organización. —El viejo Ilusionista tiene una voz suave, agradable. Le habla con dulzura, como si quisiera asegurarse de que lo entiende todo, como si fuera un niño. Y es que Elliot es un niño para gente como ellos—. Sin embargo no quedará usted sin alma, sino separado de ella. Dado que sin alma es imposible crear, los Ilusionistas debemos conservar un vínculo con nuestras almas, aunque ya no nos pertenezcan. ¿Comprende?

Elliot mira a Liam. Aunque intenta disimularlo, Liam sabe que se siente desvalido. Se acerca un poco más a él. El aprendiz asiente, finalmente.

—Sí… creo que sí.

—Una vez hayamos extraído y guardado su alma, será usted modificado quirúrgicamente para que su cuerpo no fallezca de forma natural —sigue diciendo uno de los cirujanos. Su voz, al contrario que la de Senaqerib, es átona y sin rastro de emoción—. Se le colocarán implantes tecnológicos, electromecánicos y genéticos diversos. Hay cuatro tipos de modificación, que puede elegir en función de…

—Quiero la que tenga él —dice Elliot, sin dejarle terminar. Y señala a Liam.

Los médicos parecen confusos, pero Senaqerib asiente lentamente, con las dos manos apoyadas en su bastón.

—De acuerdo. La operación será larga, durará varios días. Además de la sangre, las venas y los órganos vitales a los que está habituado, usted contará en lo sucesivo con un sistema de alimentación energética y un depósito de plasma en continua circulación. Este plasma, al absorber la energía anímica necesaria, alimentará sus funciones extendidas, que son las mejoras de las que hablábamos.

—¿En qué consisten?

La pregunta de Elliot es abrupta.

—Todos quieren saber la recompensa —murmura el otro médico, que está revisando el interior de un contenedor y activando las máquinas.

Liam le mira con dureza, pero el hombre está de espaldas. Odia a los corruptores. Son la peor escoria de la Organización. «Y sin embargo, les debemos lo que somos».

—Poseerá usted materializadores de voluntad —sigue explicando el otro médico—, es decir, una capacidad muy superior para afectar a su entorno a través de los impulsos electromagnéticos de su cerebro y de las ondas anímicas de su energía espiritual. También le implantaremos unos ojos nuevos para que disfrute de la visión total. Podrá ver en las distintas capas de la Ilusión y fuera de ellas, indistintamente, a voluntad.

Elliot esboza media sonrisa insegura.

—Al fin, algo que suena bien.

Liam se esfuerza en devolverle la sonrisa.

—Además, optimizaremos sus órganos para que sean más resistentes y duraderos, así como su piel. Por último, le daremos una capa de barniz para que aguante mejor la corrosión.

—¿Barniz? Dios mío… —Elliot se pasa las manos por la cara—. Claro, magnífico. ¿Tú también llevas barniz?

Liam asiente, mirándole con calma. Intenta rozar su mano de nuevo, pero Elliot está nervioso y tenso y no parece darse cuenta. El cirujano sigue hablando.

—Su existencia se prolongará de manera indefinida siempre y cuando se presente a las citaciones de mantenimiento. Por supuesto, si se le otorgan estas mejoras es para que las ponga al servicio de la Organización.

—Por supuesto.

—Eso es todo. Pase a la habitación de al lado para firmar el contrato y luego desnúdese y regrese con nosotros. Empezaremos en media hora.

El aprendiz obedece, caminando a pasos rápidos hacia el pequeño cuarto adyacente. Es un diminuto cubículo con cortinas verdes y la pared forrada de baldosines blancos. Liam le sigue con la mirada.

—Iré con él —dice.

Senaqerib le detiene.

—¿No le contaste nada?

No hay reproche en sus palabras ni acusación en sus ojos, pero Liam no la necesita. Él se reprocha y se acusa más y mejor que nadie. Quizá Elliot tiene razón y como es católico e irlandés, tiene que estar siempre flagelándose. Tal vez ansía el papel de mártir. Eso explicaría muchas cosas.

—Le conté lo suficiente. Lo necesario para disuadirle.

—Quizá deberías haberle dicho simplemente la verdad.

—La verdad es relativa.

—Puede —admite el anciano Ilusionista. Luego levanta el bastón del suelo y se lo coloca bajo el brazo. Los ojos de la serpiente son amarillos, como los suyos—. Pero la información no lo es. Asegúrate de que la recibe ahora.

Cuando Senaqerib se dispone a salir por la puerta es Liam quien le retiene, girando sobre sus pies y llamándole.

—¿Qué nombre le vais a dar?

—Es tu pupilo. ¿No quieres nombrarle tú? —Liam niega con la cabeza. Para él siempre será Elliot. No quiere que tenga ningún otro nombre. No quiere que sea otro, solo Elliot—. Entonces le llamaremos Lot. El hombre que no miró atrás.

Cuando Senaqerib se marcha, el maestro no puede dejar de pensar que es muy apropiado. Después, reza una breve oración en silencio y se dirige al encuentro de su pupilo.

Le halla sentado en el estrecho banco de madera. Es el único mobiliario en el penoso habitáculo, que parece una ducha sin grifo. Hay un desagüe manchado con restos de sangre cuya procedencia Liam prefiere no imaginar. Elliot está leyendo el contrato, su rostro sigue sin color. Liam ha apartado la cortina al entrar y la deja abierta. Le hace un gesto con la cabeza hacia el quirófano.

—Echa un vistazo.

Elliot mira. Y detrás del cristal ve la camilla. La sábana que la cubre es blanca, muy blanca, inmaculada. Observa los engranajes, las válvulas, los tubos de cobre dispuestos sobre bandejas plateadas y ladea la cabeza con más curiosidad que miedo. A pesar de los años transcurridos sigue teniendo ese destello de juventud, de ardor, en los ojos anaranjados.

—No tienes por qué hacerlo, Elliot —murmura Liam. Los escalpelos afilados, las sierras y los tornillos, todo está limpio y reluciente. Las ruedas dentadas de color bronce y las pinzas de plata, el bisturí, que refleja la luz de la lámpara de cirujano como una línea estelar—. Podemos irnos ahora.

Elliot niega con la cabeza.

—Él dijo que desde el instante en que cruzase la puerta no había vuelta atrás.

—No importa lo que él dijo —replica Liam—. No tienes por qué hacerlo.

—Ya lo sé. —Elliot vuelve el rostro hacia él. Su mirada es como un espejo. Dura, reflectante, sin mostrar ni un atisbo de lo que oculta detrás. Sólo reflejos y mentiras. Una falsa tranquilidad, un control postizo pero inquebrantable—. Nadie me obliga a estar aquí. ¿Tanto te cuesta entender que esto es lo que quiero?

«No es verdad». Liam resopla y golpea la pared con el puño, frustrado, en una reacción visceral absolutamente impensable en él, que siempre es sereno y calmado. Pero Elliot tiene la facultad de agitar su corazón. «¿Por qué no deja el maldito teatro? No puede ser verdad». Sus pupilas se contraen, aprieta la mandíbula, tenso, exasperado. No cree que Elliot desee verdaderamente convertirse en lo que él es, no quiere que lo haga. Debería impedírselo. Debería sacarle de allí a rastras. Pero al mismo tiempo, lo desea con tanta fuerza como si el diablo estuviera susurrándole al oído. Todo ha llevado a esto. El destino ha hablado, él mismo ha visto las señales. Su deseo no es tan importante. Y, al fin y al cabo, él no pretende que se condene ni que pierda su humanidad. Sólo quiere que permanezca a su lado para siempre. ¿Tan terrible es? «Sí, sí es terrible», se dice a sí mismo. «Es terrible por todo cuanto conlleva. Entregará su alma, y yo se lo permitiré. Y algún día recogeré los frutos de mi egoísmo. Algún día me lo reprochará».

—Sufrirás, Elliot.

El aprendiz alarga la mano y agarra la suya. Parece intentar consolarle a él, cuando debería ser al revés.

—Pero ganaré más. Pasé mucho tiempo sufriendo para nada, ¿sabes?

—Sí. Lo sé. Siempre lo he intuido, aunque nunca me lo has contado.

—Mataron a mi padre. Mi madre luchó muy duro para que pudiéramos sobrevivir, para conservar su legado. Trabajó hasta que le sangraron los dedos y fue gracias a eso que no me morí de hambre. Pero todo fue para nada. Al final, ella estaba enferma y agotada, escuálida, sin carne sobre los huesos. No quisieron esperar a que la fiebre se la llevara. La asfixiaron con una almohada delante de mis ojos. Después se lo llevaron todo y lo quemaron en el patio. Los proyectos, los planos, los tratados teóricos. Se marcharon sin dedicarme ni una brizna de su atención. Dejar todo eso atrás no me cuesta. Que me quiten estos ojos no es algo que me apene especialmente. Han visto las cosas que nadie debería ver.

—Entiendo tu dolor. Créeme. Pero hay otros caminos. Esto sólo te traerá…

—Tendré la magia. Tendré una vida nueva.

—Sin tu alma. Se la habrás vendido al diablo, Elliot.

—¿Qué más da? El diablo no me da ningún miedo.

—¿Hay algo que te dé miedo? —Elliot asiente, volviendo la vista hacia el impreso, pero no responde—. Dímelo. Si hay algún momento para hablar de ello, es ahora.

Elliot se lame los labios y tarda unos segundos en responder. Levanta la cabeza y sus ojos vibrantes se fijan en los del maestro.

—Me da miedo que mi vida no signifique nada. Aquellos hombres se marcharon sin prestarme atención porque sabían que yo no era nada. Ni siquiera valía la pena matarme. Temo vivir sin dejar huella. Temo que mi existencia se evapore y todo se quede a medias, todas las preguntas por responder, todos los secretos sin descubrir… eso es lo único que me da miedo. Una existencia vana.

—Pero esa no es una existencia vana, Elliot —replica Liam, con ardor—. Es la existencia que Dios nos ha dado. Nadie puede llegar tan lejos. Nadie puede encontrar respuesta a todas las preguntas, nadie puede conocerlo todo. No es una existencia vana, ¡es una existencia humana!

—Eso explica por qué estoy aquí.

—¿No te conformas con lo que Dios te ha dado y por eso vienes a pactar con el diablo?

—¿Acaso no es lo mismo que hiciste tú?

Liam no tiene respuesta a eso. Abatido, se deja caer a su lado en el banco.

—Espero que ese motivo sea suficiente para ti, Elliot. —Está vencido. Su voz ha perdido toda la fuerza. Sólo queda la resignación—. Ojalá supiera cómo disuadirte.

—No puedes.

—Lo sé.

Liam suspira. Es terrible, pero también es un alivio. Mira al hombre que está a su lado. Cuando le conoció no era más que un muchacho fogoso, entusiasta, rebelde. Ahora ha crecido, su llama se ha templado pero sigue ardiendo con determinación. Su alma es hermosa. Y se la van a llevar ellos. Es tan injusto… Sólo espera poder salvarle algún día. Poder salvarles a los dos.

—¿Comprendes todo lo que pone ahí? —pregunta al fin, en un murmullo cansado.

Elliot asiente.

—Creo que sí.

—Te han asignado un nuevo nombre. Esta será la última vez que firmes como Elliot Salamander. A partir de ahora te llamarás Lot Anders.

El aprendiz frunce el ceño. Luego asiente.

—Está bien. Me gusta.

—Seguiré llamándote Elliot.

El aprendiz le mira.

—Eso espero.

Elliot tiene unos ojos preciosos. Y no volverá a verlos nunca. De pronto siente deseos de hacerle dormir y llevárselo de allí, ponerle a salvo en alguna parte.  Es lo que haría, si hubiera algún lugar donde estar verdaderamente a salvo. Pero no lo hay. «Mejor conmigo. Conmigo estará seguro, a pesar de todo».

—No firmes. —Su voz se escapa de sus labios en un susurro desesperado. El último cartucho es una súplica—. No firmes, te lo ruego.

Es entonces cuando Elliot, dejando la carpeta a un lado, coloca los dedos en sus mejillas y le besa. «Es la última vez que voy a sentirle así. Es la última vez que voy a besarle, a tocarle… esto es una despedida, aunque no lo sea. Dios mío, ¿por qué no puedo parar esta rueda, por qué no puedo hacer que deje de girar, por qué no puedo apartar la amarga copa de sus labios y los míos?». Liam le atrapa entre sus brazos y corresponde a su beso con la descontrolada pasión de quien intenta aferrar el agua entre las manos.

—¿Estarás enfadado conmigo si firmo? —murmura el aprendiz cuando se separan, la respiración agitada, el corazón acelerado por el miedo y la emoción—. ¿Me odiarás por seguir tus pasos?

Liam niega con la cabeza, cerrando los ojos y apoyando la frente en la suya.

—Nunca podría odiarte, Elliot.

—¿Estarás a mi lado?

—En todo momento.

El aprendiz firma el contrato. Después, comienza a desnudarse.

Poco después, Liam le acompaña hasta el cubículo de cristal, rozándole la mano con el dorso de los dedos. Le contempla, desnudo, una última vez. Sus pies han dejado huellas de calor sobre el suelo metálico, su aliento se condensa en el aire. Elliot entra. La puerta de vidrio se cierra y Liam se queda al otro lado.

Desde detrás del cristal le ve tumbarse. Los ojos de extraño color ámbar le miran un momento mientras uno de los corruptores desliza la aguja en la vena y empuja el émbolo con el pulgar. Liam abre la mano y coloca los dedos sobre el cristal. Los ojos del aprendiz se cierran, y comienza la operación.

Las horas pasan.

El monitor cardíaco marca las pulsaciones de Elliot. Los cirujanos hacen su trabajo. Colocan una mascarilla y un pequeño cable sobre la boca del aprendiz. Al final del cable hay un tubo de vidrio cerrado en cada extremo con un grueso refuerzo de metal. Hay un momento de tensión cuando le arrancan el alma; los pitidos del monitor parecen enloquecer y el cuerpo sobre la camilla se arquea y se tensa como si hubiera recibido una descarga. Pronto, todo vuelve a la normalidad. El alma de Elliot es como una nube densa, opalescente, que brilla con todos los colores igual que una llama. Incluso atrapada, es preciosa. Emite un suave resplandor.

Las horas pasan.

La sierra corta los huesos, el bisturí abre la carne. Le atornillan la cabeza a la cama para aplicar los implantes cerebrales. Uno de los cirujanos le pregunta a Liam si el nuevo ilusionista expresó alguna preferencia en cuanto al color de los ojos.

—Naranjas —dice él, sin vacilar.

Está pálido y cree que va a desmayarse en cualquier momento. Pero no se aparta del cristal.

Las horas pasan.

Los cables son embutidos entre los huesos y los músculos. Se inyectan distintos compuestos. Se coloca el microchip. El depósito de plasma se instala. Los engranajes, las válvulas y las ruedas mecánicas son colocadas en su lugar y adecuadamente lubricadas. Elliot parece un muñeco roto: puede ver su cráneo allá donde han retirado el cuero cabelludo, los tendones y los huesos entre los músculos abiertos. Liam apoya el puño en el cristal y lo muerde. Ha perdido la cuenta de cuántas veces se ha sentido morir por dentro.

Las horas pasan.

El maestro ha acabado sentándose, con la espalda pegada al vidrio y los ojos cerrados. Ha llorado un par de veces, pero ha conseguido controlar los sollozos. Ahora escucha el sonido de la pistola de barniz.

En algún momento, la puerta se abre. Liam se pone en pie a toda prisa. Los corruptores están agotados, le estrechan la mano. Todo ha salido bien. Cuando se marchan, Liam nota algo pegajoso y húmedo en la palma: los cirujanos le han saludado sin quitarse los guantes. Ahora, su mano está manchada de la sangre de Elliot. Muy apropiado.

Rápidamente, entra al interior del cubículo de cristal y se sienta en el taburete, arrastrándolo junto a la camilla. Se queda ahí, esperando a que Elliot despierte.

Cuando lo hace, largos minutos después, apenas emite un suave gruñido. La anestesia aún es muy fuerte. Abre los ojos y le mira.

—Elliot.

Liam siente que se le va a salir el corazón del pecho; ha empezado a latirle escandalosamente. Intenta agarrarle la mano.

—¿Liam…? ¿Qué ha…?

Elliot vuelve en sí, finalmente. Y el regreso a la consciencia trae el dolor. De pronto empieza a jadear, sus ojos nuevos se enturbian. Y grita. Un grito salvaje, desgarrado, agonizante.

—¡¡Liam!! —dice su nombre entre sollozos, llamándole, destrozado por el dolor que le quiebra la voz en cada aullido terrible—. ¡¡Liam!!

—Estoy aquí. ¡Estoy aquí! Estoy a tu lado. Estoy contigo, Elliot. Estoy aquí.

El monitor cardiaco parece enloquecer. Liam llama a voces a los cirujanos, pero nadie acude. Los gritos de Elliot son terribles, casi animales, muy prolongados. Pareciera que le están arrancando la carne de los huesos. Nunca ha escuchado a nadie gritar así, y cada vez que ocurre es como si le apuñalaran a él mismo.

—¡¡Dios bendito!!

Tiembla, se sacude y araña las sábanas. Liam le pone la mano en la frente, le besa los dedos. El aprendiz le sujeta con tanta fuerza que le está cortando la circulación en la mano.

—Ya está, ya está. Pasará. Te lo prometo. Pronto se pasará.

Con la otra mano, el maestro busca un cable a tientas y aumenta la dosis de morfina. Al cabo de un rato, los gritos cesan. Elliot le busca con la mirada, aún tiene la respiración acelerada pero el primer shock ya ha pasado y la morfina está haciendo efecto.

—No te vayas.

Su voz está quebrada. Sabe cuánto está sufriendo: la sensación de frío interior, de vacío, el percibir los componentes ajenos incrustados en la carne, esa repulsión instintiva que hace que uno quiera gritar y arrancarse los cables. Lo sabe porque él también pasó por esto. Ahora lo está reviviendo. Lo siente en cada fibra, en cada nervio. Le duele su dolor como nunca antes.

—No me voy. —Se aguanta las lágrimas, se anuda la angustia en la garganta y le agarra de la mano, apretándosela con fuerza—. No me voy a ninguna parte, Elliot.

Sus ojos nuevos giran en las cuencas, aterrorizados, escrutando la sala. Luego se fijan en él. ¿Cómo es posible que resulte más expresivo ahora que cuando era completamente humano? A Liam le está sangrando el alma.

—¿Ha valido la pena? —murmura. Liam no tiene la respuesta a eso, pero entiende su desesperación. No va a desampararle—. ¿Estoy bien? ¿He cambiado mucho?

—Ha valido la pena —afirma, esbozando una sonrisa esforzada. Se acerca más y le aparta los cabellos del rostro. El tacto de su piel es parecido al plástico. El corazón se le quiebra, sus fragmentos se le clavan por dentro—. Ya tienes lo que querías… y te sienta bien. Estás muy guapo.

Los ojos naranjas vuelven a girar. Ejecuta el primer parpadeo con ese cuerpo nuevo, y parece tranquilizarse.

—No me dejes.

—Nunca. Voy a estar a tu lado todo el tiempo, ¿comprendes? Tranquilo. Voy a estar a tu lado. No me moveré de aquí.

Elliot respira hondo, aliviado, y sus párpados caen. Se queda dormido. Sólo entonces, Liam se lleva su mano a los labios y, cerrando los ojos con fuerza, llora hasta quedarse sin lágrimas.

. . .

Escena cuarta

Cuando salimos del local, las dos chicas seguían dormidas y ambos nos habíamos alimentado a nuestras anchas. Quizá demasiado. Yo estaba un poco preocupado, pero Lot le restó importancia.

—Tendrán anemia unos días y nada más. Enseguida se recuperarán. Las adolescentes están llenas de energía… literalmente.

Le miré mientras caminábamos hacia el coche, que al parecer estaba aparcado varias calles más allá. La noche era fresca, suave y reinaba un alegre alboroto en la zona,  plagada de pubs y bares de moda. El maquillaje negro de sus labios había desaparecido en parte, devorado por mí. Nos habíamos calentado más de la cuenta en los sofás del reservado y, después de que Lot se hubiera llevado su parte del botín, habíamos tenido una sesión de sexo desesperado en los servicios. Ahora él parecía tranquilo y satisfecho, pero caminaba a varios pasos de mí y apenas me rozaba.

Yo estaba agotado. Aunque se me había pasado el hambre, me encontraba cansado, como si hubiera tenido que cargar un gran peso durante mucho tiempo. En mi estado, no sabía si fiarme de mis impresiones, pero tenía la sensación de que Lot estaba distante. Sin embargo, en cuanto busqué su cercanía, él me rodeó con el brazo. Me sentí mejor al instante, pensando que había sido un idiota.

Subimos al coche y él condujo rumbo a mi casa, a la casa de Alex. Me acurruqué en el asiento, pensativo. Durante los primeros minutos, ninguno de los dos dijo nada, pero sus ojos me buscaron varias veces a través del retrovisor.

Finalmente, reuní presencia de ánimo para hablar.

—Lot, no quiero volver a cazar.

Su semblante se volvió adusto.

—Ya hemos hablado de…

—Ya, ya lo sé —le interrumpí—. No digo que no lo vaya a hacer. Es necesario, y lo haré. Pero… necesito que sepas cómo me siento. —Nos detuvimos en un semáforo en rojo. Él me observó a través del espejo, escéptico, pero asintió con la cabeza, invitándome a continuar—. Odio hacer lo que hago. Sé que la gente se recupera, pero arrebatarles algo que es sólo suyo, que proviene directamente de sus corazones, de su alma… es espantoso. Por eso quiero hacerlo de la mejor manera posible. Invitarles a dármelo, igual que tú me invitas a dártelo a ti. Sé que en el fondo es lo mismo, pero al menos no parecerá una violación.

—Una violación —repitió él.

—Sí. Así es como lo veo. —Hice una larga pausa y luego añadí, en un murmullo apagado—: Soy un parásito. Pero no quiero ser un monstruo.

Al escucharme, Lot se rió. Soltó una risa alta y sonora, desdeñosa, y me miró de nuevo con un resplandor burlón en los ojos. Burlón y amargo. Recordé lo que había pensado el día anterior. Lot Anders no tenía esperanza por nada.

—Ah, pero lo somos, querido. Monstruos. Eso es exactamente lo que somos.

Tragué saliva, mirándole, atónito. No sé si fue su voz, su aparente frialdad, su expresión o la terrible verdad que había debajo de todo eso lo que me rompió. Apreté los labios, intentando contener las lágrimas. Quise decir algo más, pero entonces él puso la radio y comenzó a silbar, como si nada.

Me volví hacia la puerta, dándole la espalda. Apoyé la frente en el cristal de la ventanilla y comencé a llorar en silencio. Lloraba por mí, por Alex, pero también por él. Lot, al fin y al cabo, ya no sabía llorar.

Su única reacción fue subir el volumen.

. . .

La Ciudad sin Nombre, 1905

Los tratos con el diablo nunca son como uno espera, Liam lo sabe muy bien. Durante largos años no le ha costado asumir las consecuencias de su propio acuerdo. Pero ahora, la responsabilidad que siente hacia Elliot hace de sus días y sus noches una sucesión de angustias y pesares.

Han pasado tres meses desde que su aprendiz firmó el contrato. Y no mejora.

Le ha llevado a su casa, un ático en la zona noreste en el que nunca ha entrado nadie salvo él. Es un lugar especial, ubicado entre varias capas de Ilusión. Es su refugio. Un refugio que le aísla de todo, salvo de los mensajes de la Organización. Mientras se balancea en la mecedora, junto a la cama en la que Elliot se agita presa de un sueño inquieto y febril, repasa el montón de cartas que tiene sobre las rodillas lamentando haber puesto buzón en su casa.

Ellos quieren saber cuándo van a incorporarse al trabajo. Quieren saber si el nuevo ilusionista está preparado ya. Preguntan si hay algún problema. Si lo hubiera, deben regresar a la Central y dejar que los corruptores hagan los ajustes pertinentes. Es lo mejor para ellos y lo mejor para todos. Claro.

Liam sabe en qué consisten los «ajustes pertinentes». La Organización trabaja muy bien, son prácticos hasta el extremo. Si el problema de un ilusionista recién transformado son los espantosos dolores, bloquean sus receptores de dolor. Si sus mentes se encuentran perturbadas a causa del trauma que supone la transformación, les suministran psicofármacos. Cuantas más intervenciones se realizan en un ilusionista, más posibilidades hay de que resulte defectuoso. La modalidad de intervención que escogió Elliot, la misma que la de Liam, es la de menor intrusión. Y sin embargo, el modo en que le ha afectado es terrible.

Deja las cartas y le mira. Su rostro está perfecto, así como su cuerpo. No se le notan las cicatrices. Eso que la Organización llama «barniz» es en realidad una solución bioquímica que sella la piel y la uniformiza, evitando que los poros absorban la niebla. Entre otras cosas. También proporciona un acabado satinado y sin imperfecciones. Los corruptores saben lo importante que es lo estético para los ilusionistas. Quizá es porque ellos, los corruptores, son los únicos trabajadores de la Organización que aún son totalmente humanos. Liam no les comprende y no confía en ellos, pero agradece que se tomen tantas molestias. Sin duda Elliot ha quedado muy bien, y su funcionamiento es perfecto: el corazón late, los riñones filtran, todo hace su función. Pero su mente y el delicado hilo que aún le une a su alma arrancada están sufriendo de manera atroz.

Cuando duerme parece estar en el mismo infierno. Y cuando está despierto no es mucho mejor. Paranoia, alucinaciones, terrores, angustia y ansiedad. Es normal las primeras semanas, pero la situación se está prolongando demasiado.

Esa tarde, cuando Elliot se despierta, parece más tranquilo. Sus ojos giran a un lado y a otro. El movimiento aún no es del todo natural.

Liam le ayuda a ir al baño y le acompaña mientras se da una ducha. Su coordinación psicomotriz es perfecta. Nada se le cae de las manos, no tropieza con sus propios pies. Su cuerpo se ha adaptado sin problemas. Sin embargo, cuando sale del baño, se sienta sobre la cama, envuelto en el albornoz, y pierde la mirada.

Crisis de ausencia.

Liam se sienta a su lado y le seca cuidadosamente, le peina con la raya al lado, como a él le gusta, le habla con dulzura. Le pregunta qué ropa quiere ponerse. Le pregunta si quiere salir hoy a pasear. Le pregunta si tiene hambre, frío, sed.

Liam es muy paciente. Es un hombre tranquilo, siempre lo ha sido. Y sin embargo, la larga convalecencia de su pupilo le está destrozando. La desesperación toma la palabra y su voz cambia, volviéndose autoritaria y algo dura.

—Por Dios, Elliot, tienes que salir de esto. Si no lo consigues por ti mismo tendremos que volver allí y entonces ellos te cambiarán aún más. Cambiarán tu mente. ¿Me escuchas? —Se levanta y se arrodilla delante de él, agarrándole por los hombros, obligándole a mirarle—. Tienes que superarlo.

Los ojos naranjas se fijan en él. Antes, Liam no podía leer en él. Era como un libro cerrado que sólo se abría poco a poco, entre besos y caricias, para al final mostrar el fondo de su alma. Ahora, sus ojos nuevos son como ventanas limpias. Puede ver a través de ellos cada matiz de los sentimientos de su pupilo.

—¿Y si no puedo?

—Tienes que poder.

El nuevo ilusionista niega con la cabeza.

—No me encuentro… no me encuentro en mí. Estoy roto por dentro. Es como si me hubieran separado de mí mismo. Creo que voy a enloquecer, y ni siquiera sé qué hacer para… —Elliot se contrae, como si le hubiera asaltado de nuevo el dolor. Luego dos gotas oscuras se deslizan por sus mejillas. Desesperado e indefenso, agarra con los dedos crispados las mangas de Liam, que le abraza, intentando mantenerse fuerte para él. Elliot tiene el cuerpo cálido y tibio. Sí, los corruptores son realmente buenos en su trabajo—. Dios mío. Tienes que ayudarme. Por favor. Tiene que haber algo que me libere de esta tortura. No me arrepiento de la decisión que he tomado, sé que puedo volver a ser quien soy si consigo dejar de sufrir. Ayúdame, te lo ruego.

Elliot jamás le pidió ayuda. Elliot nunca antes lloró ni se mostró desvalido. Su expresión y su súplica se clavan en el corazón de Liam como estacas certeras. Su pecado ya no puede ser mayor, de modo que habla.

—Hay una manera. —Liam le limpia las lágrimas. En realidad no son lágrimas. Es el fluido a través del cual fluyen los impulsos eléctricos de sus emociones. Cuando hay una sobrecarga emocional, el líquido se evacúa para aliviar la sobrecarga—. Hay un modo de que puedas tenerlo bajo control. Te dará más tiempo para acostumbrarte.

—Dime cuál es.

—Es un secreto. Sólo Senaqerib y yo lo conocemos. Se trata de verdadera magia.

—¿En qué consiste?

—En separar tu pasión de tu razón.

Elliot le está mirando con avidez. De nuevo la curiosidad. Quiere comprender. A pesar del sufrimiento, basta hablarle de nuevos secretos para que sus ojos se iluminen con hambre.

—¿Eso no me causará más dolor? ¿No es como romperme otra vez?

—No. Tendrás el control. Cuando sufras, podrás alejar de ti las pasiones, las emociones. Y cuando todo vaya bien, podrás absorberlas de nuevo. A tu antojo.

—¿Cómo es eso posible?

—Ya te lo he dicho. Es magia.

—Explícamelo.

No se puede resistir. Quizá porque ahora, mientras hablan, ve que Elliot no tiembla, que su mirada permanece aquí, que no se encoge repentinamente y se da la vuelta porque ha notado un aliento frío en la espalda, ni tiene convulsiones, ni grita. Le anuda el albornoz y decide forzar un poco la situación, a ver qué sucede.

—De acuerdo. Pero antes tienes que vestirte. Luego iremos a comer, y después te lo contaré todo.

Cuando Elliot acepta, siente tanto alivio en el corazón que se marea, como si acabara de bajar de un barco. Quisiera llorar para liberar tensiones, pero no es el momento.

Horas después, el nuevo ilusionista está sentado frente a la mesa de su estudio, vestido con el traje que llevaba el día que firmó el contrato. Sólo ha tenido una pequeña crisis después de que Liam le pusiera las inyecciones de nutrientes, pero ha conseguido superarla. Ahora, a la luz de un puñado de velas, Liam le pone delante un pliego de papel amarillento y le tiende un carboncillo.

—Crearemos un avatar. En él volcaremos tus pasiones y le daremos una identidad propia, una forma, una existencia independiente.

—¿Eso puede hacerse?

Liam se frota el mentón y comprueba, con sorpresa, que le ha crecido mucho la barba. Necesita un afeitado.

—Puede hacerse. El avatar se crea a partir de ti mismo. Dibújalo.

—¿Qué debo dibujar?

—Lo que quieras. Lo que te represente.

Elliot se inclina sobre el papel y obedece. Durante un rato, el único sonido es el roce del carboncillo, el susurro de los trazos. Liam disfruta de ese instante de extraña calma, mirándole con devoción. Cuando le enseña su obra, sonríe.

—Es perfecto.

El ritual tiene lugar esa misma noche. La verdadera magia requiere de un gran esfuerzo y preparación. Liam no duda, no siente miedo. Su esperanza es la luz que ilumina todos sus actos, lo que le hace entregarse en todo. Y cuando las cosas tienen que ver con Elliot, pone el corazón, el alma y hasta la sangre de sus venas en la empresa. Reza una oración antes de empezar y otra cuando ha terminado.

Al finalizar, se sienta en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, muerto de cansancio.

Elliot se levanta de la cama en la que ha permanecido tumbado durante el ritual. No ha sentido ningún dolor, sólo asombro y una extraña devoción al ser testigo de algo tan grande como lo que acaba de presenciar. La verdadera magia se ha manifestado ante sus ojos y verla le ha limpiado por dentro, de alguna manera.

Se arrodilla junto a Liam, mirando con fascinación la pequeña salamandra naranja que mordisquea uno de los dedos de su maestro. La salamandra le devuelve la mirada.

—Es exactamente lo que quería —dice.

Liam sonríe y le entrega su regalo. Elliot y el reptil se contemplan fijamente durante un rato, después el animal se escurre bajo su manga. El nuevo ilusionista parece tranquilo, nada le perturba ahora.

—¿Qué tal te encuentras? —pregunta el maestro, aun así.

—Me encuentro muy bien —dice Elliot. Después, se vuelve hacia él y se sienta a su lado—. Eres un hombre increíble. Es un verdadero privilegio que estés a mi lado.

Tras los meses de agonía, esas palabras son el mejor bálsamo que podría esperar. Cierra los ojos y suspira, permitiéndose soñar con un futuro en el que todo vaya bien. Elliot estará bien y juntos escaparán de la Organización. Crearán magia verdadera. Serán libres. Reunirá el valor necesario para decirle que le ama sin que nada se interponga entre ellos, ni el miedo, ni el peligro, ni las maldiciones. Sí, todo irá bien. Las cosas se solucionarán.

—Liam.

La voz de su pupilo le saca de sus pensamientos.

—¿Sí?

—¿He cambiado mucho?

El maestro le mira. Le toca el pelo, las mejillas. Le levanta la barbilla, examinándole. Luego esboza una sonrisa enigmática.

—No. En realidad, no has cambiado nada.

La respuesta no parece agradar a Elliot, que suelta una risa amarga y se apoya en la pared, junto a él.

—Entonces debo haber sido una persona totalmente vacía antes de todo esto.

—No. Nunca lo has sido. —Liam le pasa el brazo sobre los hombros, atrayéndole un poco hacia sí. Hace frío—. Nunca has estado vacío.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque conozco tu alma. —Elliot no dice nada. Se deja abrazar, confortar, permite que su voz grave y aterciopelada le envuelva como un edredón cálido—. La conozco desde que te vi por primera vez, en Wounded Knee. Entonces supe lo difícil que era para ti. —Liam le roza el cabello con los dedos—. Tus emociones son como la lava de un volcán. Sientes de un modo tan intenso, tan profundo, que tus propios sentimientos son capaces de arrasarte por dentro. Es lo que te ocurrió allí y lo que te ha pasado ahora, durante estos meses. Tu sensibilidad es muy aguda. Por eso, a veces parece que estás vacío o que nada te importa… cuando en realidad es sólo que no puedes procesar ni asimilar tus emociones. Te arrollan como un tren de mercancías y tú sólo puedes hacerte a un lado y dejar que pase de largo, sin saber cómo reaccionar.

Durante unos minutos, ninguno dice nada. Las velas se han consumido, sólo queda una, titilando en una larga agonía. Finalmente, se apaga.

—Nunca lo había pensado.

La voz de Elliot es lenta y reposada. Sus ojos buscan los de Liam. Cuando sus miradas se cruzan, el tiempo parece detenerse.

—Así es como yo te veo.

—Me ves de un modo demasiado amable. Sobre todo teniendo en cuenta lo que soy ahora.

Liam sonríe, negando con la cabeza.

—¿Y qué hay del modo en que me ves tú? Yo también soy un monstruo. Lo he sido desde que me conociste.

Ahora es Elliot el que niega. Están sentados en el suelo, con las piernas estiradas, el cuerpo ladeado, las cabezas juntas, un hombro apoyado en el muro. Se miran en la oscuridad. Los ojos de Liam brillan con una suave luminiscencia aguamarina; los de Elliot con un resplandor ámbar.

—Tú jamás podrías ser un monstruo —susurra el aprendiz—. Ni aunque lo intentaras con todas tus fuerzas. Tú eres un ángel.

El maestro cierra los ojos un instante, como si sus palabras le hubieran herido de alguna manera. Después se besan. Es un beso tímido, inseguro. Un primer beso. «Al fin y al cabo, todo final es una transformación, y cada transformación lleva a un nuevo principio. Así son los peldaños de la larga escalera en la que el hombre aspira a elevarse».

Se abrazan y se funden en besos nuevos, cada vez más apasionados. Se desnudan y se reconocen una vez más, leyéndose los secretos sobre la piel, a tientas, como los ciegos, hambrientos el uno del otro. Y Liam desea por última vez, con todas sus fuerzas, que ahora las cosas vayan bien.

Sobre el cabecero de la cama, como un testigo silencioso, la salamandra naranja les observa con un brillo burlón en sus ojos negros.


©Hendelie

 



5 comentarios:

  1. Hola chicas!!

    Pues la verdad, es que os iba a escribir por facebook, pero como una notificación de comentario siempre hace más ilusión que un aviso en facebook...
    Bueno, primero, me alegro mucho de que hayáis vuelto con actualizaciones, aunque como la trama final es la muerte de todos, en realidad, no tengo muchas ganas de avanzar y pasar por ese mal trago xD
    Ahora en serio, aunque los capítulos anteriores (me refiero a La Salamandra) han estado bien, dentro del mundo que ya perfilasteis en Despertar, y enseñándonos más cosas nuevas, creo que este es el mejor capítulo hasta el momento. No quiero decir que los anteriores fueran malos -ni mucho menos, porque los primeros días en el piso de Alex fueron muy buenos y la persecución de Mara también. Pero este ha sido "uno de esos capítulos", de los de empezar y sentirte ansiosa y totalmente dentro de la historia. Creo que es porque se han dado más datos sobre los personajes y de un modo que ha dejado que los entendamos más.
    Lo de Lot, con lo de "sentir demasiado", no sé si ya lo habíais dicho o era como yo había entendido al personaje, pero verlo tan claro permite asentar las cosas al fin, no sé. Si os soy sincera, todavía no estoy segura de que queráis contar una historia romántica entre Lot y Alex, éste ha sido el primer capítulo que me he atrevido a suponer que tal vez es así. Y eso lo ha asentado todo un poco al fin, como si hubiera ya un objetivo en la historia, algo perfilado. Aunque sigo sospechando que no les aguarda un buen final (aunque Alex ya lo dice al principio, que se equivocó y todo eso). Pero ya puedo imaginar cosas al respecto, ya puedo imaginarme que Alex termina ablandando a Lot, que Lot al final nanai... no sé, algo al menos, y hasta ahora no había podido.
    Eso sí, lo de la salamandra me ha encantado. Cuando le ha dicho que dibuje... ¡no podía dejar de pensar qué sería!
    En cuanto a Alex, también me ha gustado. Lo de la rémora a mi ya me había quedado claro, pero ha sido un detalle muy interesante lo de que después todos se alimentaban de él/ella y que se sentía "violado" y que por eso no quiere hacer lo mismo con las chicas... (o así lo he entendido yo). También me ha gustado que empiece a darse cuenta de quién y qué es Lot, creo que de otro modo no podrá ayudarlo.

    En fin, que me ha gustado mucho. Y lo digo sin exclamaciones ni superlativos tontos para que sepáis que hablo en serio.

    ¡¡Espero que actualicéis pronto!! (Y que contéis cosillas por facebook, ya puestos a pedir xD)

    ¡¡Muchos besos!!

    Por cierto ¿tenéis previsto que se encuentren con Gabriel y Cain? Es que me pica la curiosidad por si vais a encontrar las historias del todo o son movimientos separados -aunque todos lleven al fin de la Organización-.

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  2. ¡Muchísimas gracias por tu comentario, Ate! Nos encanta leeros, la verdad, y sí es cierto que hace mucha ilusión que los pongáis aquí en el blog ^__^ muchas gracias. La verdad es que por todo lo que dices nos sentimos bastante satisfechas con el capítulo, al parecer hemos sabido contar todo lo que queríamos de forma que se entendiera. A veces nos cuesta un poco mantener el equilibrio entre información para el lector e intriga. Pero sí, en este capítulo ya hemos desvelado varias cosas, y en los sucesivos vendrán muchas más... además de grandes dosis de acción. Todo se vuelve un poco loco llegado cierto punto.

    En cuanto a Gabriel y Cain, os adelantamos que no se encontrarán directamente pero que sus historias sí se van a cruzar. Veremos a Gabriel y a Cain a través de una pantalla. Y por cierto, no tardarán mucho en aparecer, jejeje.

    ¡Un abrazo enorme!

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  3. cuando pusiste esto .tte habia perdido la pista y de pronto bum¡me doy contra este capitulazo porque de verdad esta increible.algo se empieza a entender a lot y me encariño mas y mas con la remora que no quiere ser un monstruo.que es lo que le hizo clik.fue Alex?

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  4. Buenas. Besos y buenas lunas desde venezuela.

    Quisiera decirte que practicamente tengo años leyendote. Primero comenze con tu primera novela "El despertar" y esta me atrapa mas que la otra. ¡TE ADMITO! perdi el hilo de la novela y espere que la publicaras en amor yaoi, creo que me crecieron pesuñas y arañas X__X Pero supe que andaba ocupadas y preferi esperar...

    Respecto a este capitulo, siento que alex merece un mejor seme o alguien mas "fresco" para una relacion, o para darle "celos" a lot, o almenos que este recapacite que alex es algo "especial"... Pero creo que no tendra un final feliz y no lo espero realmente. Creo que su destino siempre sera para sacrificarse por alguna causa, o darle valor a algo ¿o estare loca? ¿Deberia tomarme las pastillas? >_<

    ¡ME ENCANTO ESTE CAPITULO! Me recuerda al romance tormetoso que tiene un amigo con su novio, el cual mantiene, da hospedaje y este lo engaña, hasta le miente. Es algo complicado y extenso. Pero me recordo que la gente fragil termina siendo la mas usada.

    Esperarlas fue un delirio, casi lloro espero que las MUSAS del arte y la literatura, las ilumine, les cante y sigan escribiendo estas maravillas. Muchas gracias por publicarlas y tomarse ese tiempito para las y los fans que tanto las ansiamos. Son lo maximo y espero que alex tenga un final que demuestre que la gente "debil de alma" se vuelva "fuerte" sacrificandose por algo que le de valor a su vida ¿o seguire loca? X_X

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  5. Fue un delirio titanico esperarlas y casi me como las uñaaaaaas X___X ¡AME ESTE CAPITULO!

    Dejenme decirles que su novela es una obre de arte y va mas alla de por encima de los fanfic que he leido en toda la web. Tiene un no se que, un toque magico y ninfulo que se hace diferenciar de las novelas cursis, cliches, de la red. ¿Has baialado con las musas? Por que parece que tienen el toque literario de un gran maestro de la escritura.

    Este capitulo me dejo un agujero en la capa profunda de mi alma. Alex es como el estereotipo de ser inocente, del cual juegan con el y es fragil, aunque su naturaleza es ser un sucubo el prefiere ser un hada. Algo asi ¿O andare en las drogas?... A mi parecer, no espero que tenga un final feliz. Pero desearia para navidad, que almenos lograra algo ¡EPICO! algun sacrificio, o algo que haga recapacitar a lot y lo despierte de su narcosis sentimental, que lo a perseguido tantos años.

    Liam y elliot si se mana, pero creo es la pareja que menos me gusta. No se, o sera por que no me gusta el romance o las relaciones tan calidas X_X cosas mias... Aunque quisiera que lot/elliot madurara, odie cuando lastimo tanto a alex. Pareciera que lo usa de mascota, simple juguete. Pero ninguno de los dos es victima....El sumiso siempre quiere ser sumiso ¿no?

    ¿Cuando volveran gabriel y cain? Son mi sueño de verano ;A;

    LAS ESPERE Y ME DEJARON ESPERANDO POR MAS. Son lo maximo, buenas lunas y que sigan bailando con las musas de la literatura. BYE <3

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