lunes, 31 de octubre de 2011

Noche de Walpurgis

La noche aún no se decidía a extender su manto estrellado. Retazos de un sol diluido, anaranjado y pálido, teñían el firmamento en pinceladas largas. El crepúsculo se abría camino desde el oeste, trayendo consigo la luna y su resplandor lechoso. En el monasterio, sin embargo, las campanas no tocaban a vísperas como deberían hacerlo a esa hora. Sólo el revoloteo de pájaros de alas negras rompió el silencio cuando salieron en desbandada del torreón, graznando y surcando el firmamento como una sola flecha oscura. ¿Por qué aquella quietud callada? ¿Por qué no se agitaban los rosales del claustro con la brisa cálida de la última noche de abril, ni se escuchaba el suave susurro de las zapatillas de los monjes bajo las arcadas?

Nada se movía ya en el monasterio, perdido en un valle a su vez perdido entre las montañas. Entre los setos espinosos del huerto, una mano blanca asomaba con un rosario entre los dedos, cubierto de perlas de sangre. ¡Noche de Walpurgis, noche de brujas! ¿Qué condena había traído aquel atardecer rojo sobre el monasterio, qué clase de desgracia se había abatido sobre las almas de los fieles monjes, que vivían y morían en la Gracia de Dios? La sombra se había cernido, lenta y sinuosa, sin que ellos se apercibieran. Transportado por un soplo de viento, acunado por el último aliento de abril, él había entrado en aquella tierra sagrada. Oculto en los rincones oscuros, fundiéndose con las sombras, había correteado alegremente por sus salas y capillas, divirtiéndose con los preámbulos y segando sus vidas una a una.

En los pasillos, los monjes yacían sobre las baldosas, inmóviles, con una suave niebla púrpura envolviendo sus cuerpos. Sus ojos abiertos miraban fijamente hacia delante sin ver, sus rostros mostraban expresiones de tristeza y de pánico.

Y ahora, sentado en la alta silla del abad, Yadarel degustaba el último regusto de miedo que aún flotaba en el ambiente, satisfecho y goloso, acariciando con una mano de dedos largos y uñas cuidadas la cabeza del abad. Éste reposaba, muerto, sobre la mesa. El crucifijo al cual se había aferrado con tanto ahínco aún estaba entre sus dedos crispados. El demonio observó su propio reflejo en una vitrina en la que se guardaban los cálices y sonrió. Su toga negra y ceñida arrastraba hasta el suelo, cerrada en el frente hasta el cuello pero abierta por detrás, donde las alas purpúreas, irisadas, se abrían en su espalda completamente desnuda. El cabello negro le caía hasta la cintura en ondas serpentinas, los cuernos enjoyados se retorcían en su frente. Yadarel había sido hecho hermoso para seducir, para confundir y para engatusar a los hombres y a las mujeres. Se alimentaba de sus almas y de su deseo… pero aquellos monjes, su miedo, su desesperación … había sido tan delicioso como la adoración.

- Con un gusto… diferente – le dijo al abad muerto, apoyando el rostro en la otra mano mientras le observaba distraídamente – Tan puros, tan inocentes. ¿De verdad creías que con ese crucifijo conseguirías algo más que emocionarme? Pero eso lo lograste: me has emocionado. Tengo que admitirlo.

¡Noche de Walpurgis, noche de brujas! El demonio había cruzado los muros de la casa de Dios, se había alimentado del terror de quienes allí habitaban y se había hecho dueño del lugar consagrado. Las almas divinas de aquellos frailes estaban retenidas bajo sus hechizos, y se las llevaría. Ahora todo era suyo.

- Ahora todo es mío – dijo en alto, sonriendo con una sonrisa traviesa. Sus ojos púrpuras destellaron, y el sol, al fin, se puso.
Entonces escuchó sonar las campanas.

Alzó el rostro, como un animal al captar un rastro, con la alerta pintada en el bello semblante. “¿Campanas? ¿Cómo es posible?”.

Se levantó del sillón con un revuelo de plumas y ropajes y se dispersó en el aire, de nuevo convertido en una sombra. Se escurrió a lo largo de los corredores, flotó hasta el patio y se elevó en el viento, buscando, rastreando, persiguiendo. En su vuelo, descubrió que algunos de los sellos mágicos que había colocado en el monasterio habían sido neutralizados. La rabia le sacudió. “¿Cómo es posible? ¿Quién se ha atrevido? ¿Y cómo ha sido capaz de contrarrestar mi magia demoníaca?”.

Iba a materializarse sobre el suelo, cerca de la entrada de la torre, cuando escuchó movimiento. Instintivamente, huyó, refugiándose en un rincón oscuro del claustro. Un fuerte aroma a incienso empezó a expandirse, lento, al tiempo que la noche caía como un telón repentino. Las estrellas se encendieron en el firmamento y la luna, como un solo ojo pálido y acusador, salió de su escondite tras una nube para apuntar directamente a Yadarel. De nuevo sobresaltado, se movió hacia el rincón contiguo.

“Maldita sea, pero ¿qué me pasa?. Soy Yadarel, el Tejedor de Sombras, el que Camina en los Sueños. Soy antiguo y mi poder es grande, ¿de qué estoy asustado? No hay nada que pueda…”

Y sin embargo, sentía su energía palpitar como un corazón enfebrecido, estaba tenso y alerta. Una silueta alta y fornida se dibujó en la arcada del campanario y se internó en el patio, caminando con pasos silenciosos pero decididos. Yadarel, entrecerrando los ojos, trató de verle mejor. Sólo distinguió el ondear de la capa, un resplandor bajo la capucha cerrada y el brillo de la espada que llevaba en la mano.

¿Una espada? Los monjes no tenían espada. Con la inquietud y la rabia vibrando a su alrededor, se deslizó de nuevo como un jirón de humo hacia el interior, dispuesto a interceptar a aquel invasor y poner las cosas en su lugar. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo había osado? Mientras viajaba en la brisa, pasó cerca del hombre extraño. Una sensación electrificante parecía circundarle como un aura, y por un momento le pareció que los ojos brillantes le seguían aún sin poder verle.

- Te estoy oliendo desde aquí – pronunció entonces el encapuchado, con voz grave y seca, henchida de desprecio.

Yadarel estuvo a punto de congelarse en su vuelo. Se precipitó hacia el interior, con cien pensamientos confusos zumbándole en la mente. Los pasos del encapuchado le siguieron, más aprisa ahora. “Viene a por mí. ¿Está loco acaso? No sabe a lo que se enfrenta”. Cruzó un arco y estableció un nuevo sello, ocultándose detrás de una pared y tomando forma nuevamente. Se preparó por si tenía que combatir, aguantándose la cólera y la indignación. Y aquella inquietud que no entendía.

Se encendieron las velas, una a una, en el pasillo, iluminándolo con un resplandor dorado sucio. El ruido de las botas al caminar resonó en el corredor: Tap, tap, tap. Ahora eran pasos lentos, discretos. La respiración del desconocido era inaudible, pero su presencia era como una sombra alargada, densa y pesada que llegaba a cubrirle y asfixiarle. Le parecía sentir los ojos brillantes fijos en él desde todas partes. Yadarel se lamió los labios, con el corazón palpitándole con fuerza en el pecho, sintiéndose asediado y deseoso de saltar de su escondrijo y neutralizar a aquel… aquel…hombre extraño.

Los pasos se detuvieron delante de su sello. Yadarel cerró los ojos y se mordió el labio. Una vaharada de perfume a incienso le llegó como un bofetón desde el otro lado de la esquina. “Vamos, entra en el sello, entra de una vez. Cae en la trampa”. La sensación de estar siendo observado era demasiado real. No recordaba haber sentido nunca nada parecido, ese hostigamiento salvaje, un acoso tan claro. Normalmente era él quien acosaba, ¿no era así? Aquel hombre debía ser muy estúpido para perseguir de aquel modo a un demonio sin ser consciente de las consecuencias que tendría.

- Da la cara si tienes agallas, demonio del abismo.

La voz poderosa le sacudió de nuevo. Era una voz como un golpe: tajante, firme, serena e imperativa. Después, una oleada de aquella energía electrificada serpenteó a lo largo de las baldosas, dibujando relámpagos blancos y dorados. Yadarel abrió los ojos desmesuradamente y sus labios exhalaron una exclamación ahogada al percibir el cambio en el ambiente: Su sello había ardido, se había volatilizado al contacto con aquel poder. Y el suelo empezó a quemarle los pies con aquella sensación conocida: tierra sagrada, nuevamente consagrada, que le rechazaba.

“¿Qué es esto? ¿Qué es esto?”, se preguntó, alarmado y tenso.

- ¡Este lugar es mío! – exclamó al fin, rabioso.

- Esta es la casa de Dios. Tú eres el intruso aquí.

Yadarel salió al fin, enfrentando al hombre de la capucha. El tipo parecía estar esperándole, porque una sonrisa sesgada y cruel se dibujó en sus labios, sobre el rostro ensombrecido por la caperuza. Aguardaba, con las piernas separadas y la espada en una mano. Se había despojado de la capa y por primera vez, el demonio pudo verle con claridad. La capucha le cubría las facciones, dejando sólo al descubierto la nariz recta y la mandíbula cuadrada, esa sonrisa malévola y unos mechones de largos cabellos del color del trigo joven. Llevaba el pecho y los brazos al aire, con algunas correas cruzadas sobre el torso y nada más, pantalones de cuero flexible, botas, y la hoja bien empuñada, una pieza de acero vieja y de aspecto mugriento pero que emanaba una suerte de luz pálida y parecía cantar en tono bajo.

Aquella figura que se mostraba ante él no tenía el aspecto, el porte ni la actitud de un monje, eso era evidente. Yadarel empezó a pensar que su inquietud estaba justificada.

Miró la espada, luego miró al hombre. De nuevo el aura vibrante le acarició, escociéndole en la piel y los ojos. Los del encapuchado estaban clavados en él, y su mirada le provocaba una sensación casi física. Le parecía que le estuviera tocando. Tocándole con su presencia, con su mirada y con su energía. Y no era precisamente un tacto amable.

De nuevo la sensación de acoso le asaltó, acelerándole la respiración.

- ¿Quién eres tú? – preguntó al fin.

La sonrisa sesgada se pronunció aun más. El hombre se agazapó, adelantando un tanto la espada y cambiando de postura, como si estuviera preparándose para pelear.

- No, ¿quién eres tú? Dame tu nombre – ordenó. Le miró de arriba abajo, con una expresión extraña, casi hambrienta - Después, puede que yo te dé el mío.

Yadarel frunció el ceño y sus ojos violáceos relampaguearon con furia. El encapuchado no era ningún estúpido.

- ¿Para qué quieres saber mi nombre? – preguntó, aun así - ¿Qué pretendes? ¿Destruirme?

Como toda respuesta, el desconocido avanzó en una finta y le puso la espada en el cuello. Yadarel le miró a los ojos, aquel destello luminoso al fondo de la capucha, y se contuvo para no reaccionar violentamente. “No aún. No todavía.”, se repitió. Sin embargo, su movimiento, rápido y preciso como el de un depredador, le había hecho saltar el corazón en el pecho de nuevo.

La sensación de peligro aumentaba por momentos.

- ¿De verdad crees que si quisiera destruirte no lo habría hecho ya? – preguntó entonces el encapuchado, con una voz que erizó todos los sentidos del demonio. Era áspera y grave, dominante y poderosa, amenazante, pero con un efecto más allá del natural. Le provocaba una asfixia agónica en el pecho y un temor esencial, reptiliano– Te he olido desde que llegaste. Llevo cazándote un buen rato.

¿Cazándole? Maldición, entonces era uno de los suyos. Eso explicaba que pudiera destejer sus sortilegios. Yadarel se alejó un paso de la espada y se arrinconó contra la pared, desplegando las alas oscuras a su espalda y concentrando su energía, preparándose para el inevitable enfrentamiento.

- ¿A qué casa perteneces? – le espetó, tratando de averiguar qué clase de demonio era y evaluar su peligrosidad.

La pregunta pareció desconcertar al desconocido. Acto seguido, su mandíbula se tensó y la energía de su aura comenzó a vibrar en una frecuencia rápida e intensa, como si se anticipara un terremoto. Apretó los puños y los músculos de su cuerpo se marcaron uno a uno, ondulantes. Yadarel le vio mostrar los dientes en un gesto fiero. Se disparó su adrenalina y se preparó, pero no lo estaba para lo que sucedió a continuación. Un destello de luz blanca y dorada se elevó a los pies del encapuchado como una columna, emitiendo un sonido que era al mismo tiempo música y el bramido terrible de un seísmo, de una tormenta, de un cataclismo estelar.

Yadarel quedó sin respiración, con los ojos desorbitados. Se precipitó hacia la pared, cubriéndose el rostro con las manos pero incapaz de dejar de mirar, sobrecogido y aterrado, con un pánico que le inmovilizó por completo. La figura de su enemigo pareció crecer.

- ¿Cómo te atreves a confundirme con alguien de tu calaña, necio traidor? – bramó el encapuchado. – ¡Yo pertenezco a la casa de Dios!

Su voz era el trueno y el rugido del dragón. A su espalda, dos alas blancas como la nieve se desplegaron, alzándose hacia el techo y dejando caer algunas plumas. Yadarel se sentía como si todo su ser hubiera quedado reducido a un hilo fino que se dispersaba cada vez más, a punto de desaparecer, evaporarse sin dejar rastro ni recuerdo.

“Un ángel. Es un ángel. Tengo que huir. Tengo que matarle. Esto es terrible”. Los pensamientos confusos parecían piedras rebotando en las paredes de su conciencia mientras contemplaba la sobrecogedora imagen de su perseguidor. El rostro tras la capucha se dibujaba ahora con más claridad: Los dos ojos que le miraban eran llamas de fuego puro, clavándose en él, en su alma maldita. Parecían abrirle en dos, desnudarle y exponer todos y cada uno de sus pecados, juzgarlos y condenarle de nuevo por ellos. Sobre la piel bronceada de su cuerpo destellaban de cuando en cuando los sellos de la divinidad, los símbolos de los Siervos del Padre Celestial. La espada que llevaba en la mano se había encendido con una llamarada de fuego áureo, y en la otra…

Una cadena de eslabones brillantes, con vocablos grabados.

- ¡Has venido a encerrarme! ¡Quieres llevarme de vuelta al infierno! – chilló Yadarel, alzándose también.

Dejó caer las protecciones con las que retenía su propio poder y desató toda su energía. Un campo de fuerza púrpura y pulsante enredó sus tentáculos en el aire, como una anémona hambrienta cuyo centro era su propio corazón. Mostró los dientes, dejando que aquel miedo ancestral que ahora sentía guiara su violencia. Le pitaban los oídos; su alma se convirtió en furia desatada, y aquella furia se arrojó sobre el ángel, un remolino de cabellos negros y dientes apretados.

Vio el destello de sus ojos de fuego. Y las palabras divinas golpearon su conciencia, desmadejándole, aturdiéndole, sometiendo su mente y derrumbando su estabilidad. Cayó al suelo, medio inconsciente. Lo último que escuchó antes de perder el sentido por completo fue el chasquido de los grilletes cerrándose en su cuello.

. . .

- Despierta.

No. No. Despertar, ¿para qué? Estaba acabado. El infierno. ¡El infierno! ¡Regresar allí de nuevo, a la soledad eterna, a la tortura inagotable del vacío, de la nada! No, despertar para eso no valía la pena…mejor dormir, morir, desaparecer.

- Despierta – insistió el susurro en su oído.

Unos dedos le acariciaban la mejilla. El aroma a incienso le llenó los pulmones, recordándole algo que había amado y que ya le estaba vedado para siempre, azuzando su rencor. Cuando al fin recuperó la consciencia, tenía las muñecas atadas a la espalda y una cadena en el cuello. El ángel estaba acuclillado junto a él, inclinado sobre su rostro. Eran sus dedos los que le tocaban. Yadarel abrió los ojos y le escupió.

- Bastardo – balbuceó. Sentía una presión intensa en las sienes.

El ángel se limpió el salivajo con una mano y tiró de la cadena con la que le mantenía sujeto. La argolla se incrustó en el cuello de Yadarel, abrasándole, como si estuviera punteada con diminutos dientes de fuego. Apretó los dientes para no gritar y trató de revolverse. “Seguro que el bastardo ha consagrado los grilletes”. Al volver la cabeza, vio sus ropas, un montón de trapos oscuros en un rincón. Entonces se dio cuenta de que estaba desnudo… desnudo y atrapado: sentía la presión de correas y arneses estrujándole las alas contra la espalda, comprimiendo sus costillas, su pecho, su sexo, hasta hacerle daño. Trató de enfocar la vista y ubicarse; el resplandor dorado de las velas envolvía la estancia en una luminosidad fantasmagórica y primitiva y dibujaba los contornos del ángel encapuchado.

- Suéltame. ¿Qué estamos haciendo aquí? – resolló. Le costaba hablar. Los cinturones oprimían sus pulmones y no podía desvanecerse ni huir, no mientras esas cadenas bendecidas estuvieran en torno a su cuello y sus muñecas - Esto aún es la tierra. Acábalo. Arrójame de vuelta al abismo.

- No voy a mandarte al infierno – respondió el ángel. Estaba ahí, agazapado, mirándole desde el fondo de la capucha oscura, con los ojos brillantes como ascuas.– Tengo mejores planes para ti.

- ¿Qué? ¿De qué hablas?

La sonrisa cruel volvió a dibujarse en el semblante del ángel. Se acercó, apartándole las piernas e inclinándose sobre él hasta que su aliento perfumado le golpeó en el rostro. Yadarel se dio cuenta entonces de que tenía las piernas libres, e intentó patearle. Lo consiguió, pero el maldito parecía no inmutarse. Yadarel contuvo la respiración.

De nuevo, la sensación de acoso, de acorralamiento.

- Tú no eres un demonio de la guerra, ¿no es cierto? – preguntó, acercando la nariz a sus labios, a su cuello, como si estuviera tratando de identificar su aroma.

Yadarel estaba inmóvil, con los ojos muy abiertos, tenso como una cuerda. El corazón se le había desbocado en el pecho. Los mechones de cabello dorado, larguísimo, se derramaban alrededor de su rostro y sobre su pecho. Sentía la amenaza con claridad.

- Debes ser un seductor – prosiguió el ángel, con voz sosegada, indiferente – Un íncubo. Y has venido aquí, a molestar a los protegidos de Dios…

- Del tirano al que sirves – espetó Yadarel, entrecortadamente.

La mirada del ángel destelló.

- El verdadero tirano es tu señor.

- Yo no tengo señor.

- Y por eso sirves al peor de los señores: tú mismo. – El ángel hizo una pausa, alejándose unos milímetros de su rostro, pero aún con la mirada fija en sus ojos, las manos a ambos lados de sus hombros. Yadarel empezó a notar que le faltaba el aire. La rabia volvió a acumulársele en la punta de los dedos, pero ya nada podía hacer - Nosotros fuimos creados para servir, y sin nadie ni nada a quien servir… sólo sirves a tus apetitos y a tu hambre, a tu vanidad y a tus pecados. Hasta te aburres. Por eso has venido aquí a devorar a los monjes, ¿no es cierto?

- No sabes nada – replicó el demonio.

Pero la voz le salió débil y poco convencida. El aroma a incienso le estaba mareando, la cercanía del ángel y su aura de fuego y tormenta le habían despertado un hambre famélica en algún lugar de su negra alma. Ésta se había abierto, rugiente, ávida y desesperada, clamando por algún elixir misterioso que la saciara. Yadarel no conseguía volver a recuperar el control sobre sí mismo, no desde que él se le había revelado.

- Silencio – la voz de la criatura, imperativa y tajante – No estoy aquí para escucharte. Ahora recibirás tu castigo.

- Déjame ir de u…

Se revolvió cuando sintió los dedos clavarse en su piel, debajo de las costillas. Su tacto quemaba, como la llama de una vela. Los labios del ángel se cerraron sobre los suyos y los dientes le mordieron la boca en un ataque que nada tenía de gentil. El cuerpo pesado cayó sobre él. Yadarel tensó la espalda y saltó sobre la superficie en la que estaba tendido, tratando de sacárselo de encima a patadas, retorciéndose sin cesar. De nuevo un temor antinatural le sobrecogió. “Quiero salir de aquí, quiero salir de aquí”, se repetía, desesperado, ahogándose con la presión de las correas, con la sangre que manaba de sus labios escurriéndose hacia su garganta y el peso del ángel sobre él.

Intentó responder al mordisco. El aura de su enemigo se inflamó y estalló como un relámpago, abrasándole y haciéndole convulsionar. Yadarel gimió, las lágrimas se le saltaron de dolor. Era como tener millones de parásitos corriéndole por las venas, devorándole por dentro. Cuando el ángel se apartó de sus labios, relamiéndose la sonrisa cruel, Yadarel volvió a escupirle.

- ¡Bastardo!

Una bofetada le volvió la cara, estrellándole la otra mejilla contra la superficie dura.

- No vuelvas a hacer eso – la voz indiferente, fría, aséptica – Dime tu nombre.

- ¡Nunca! ¿Me oyes? – Yadarel volvió a levantar la mirada para enfrentarle - ¡Nunca! ¡No seré un esclavo!

El ángel soltó una risa seca y lenta. Colocó los dedos sobre su vientre, alrededor del ombligo. Brillaron con un resplandor suave y la piel del demonio, blanca como la leche, se oscureció y comenzó a humear.

- Pero si ya lo eres. Sólo se trata de cambiar de dueño.

Yadarel había apretado los dientes para no gritar. Tenía los ojos entrecerrados y el sudor perlaba su frente, brotaba como rocío de los poros abiertos. El dolor era demasiado intenso, y en el fondo de aquel dolor había algo más… algo que se parecía demasiado al placer, algo físico pero también místico. Algo que necesitaba.

- ¿Quieres que vuelva a … servir a Dios? – jadeó, mirándole a los ojos, con los labios entreabiertos. Su voz sonó más lánguida de lo esperado.

El ángel apartó una mano y tiró de la cadena de su cuello con brusquedad. Yadarel vio su rostro precipitarse hacia delante, hasta que sus bocas volvieron a estar casi tocándose. Elevó el labio superior para mostrarle los colmillos a su enemigo. Y su enemigo sonrió de nuevo, observándole como si fuera un manjar.

- No. Quiero que me sirvas a mí.

El ángel le lamió los labios y los dientes con un gesto lujurioso. Yadarel se estremeció, con una mezcla de inquietud y algo más. No recordaba que los ángeles hicieran eso. Al menos, no así. La confusión se unió al resto de sus turbulentas emociones.

- ¿Y por qué iba a servirte? – acertó a decir, en un susurro.

- Porque quieres.

Los dedos del ángel se habían cerrado en uno de sus pezones adornados con un aro de metal. Lo retorcieron sin piedad hasta hacerle morderse los labios. El gemido contenido se estrelló contra su paladar; se negó a cederle ni una sola rendición. Quería responderle que no, que no quería… pero solo fue capaz de negar con la cabeza. Un latigazo de fuego le cruzó el pecho y le hizo caer hacia atrás cuando el encapuchado soltó la cadena. Su cabeza se descolgó por el borde de la mesa. ¿Con qué le había pegado? Intentó meter el aire en sus pulmones a la fuerza, removiéndose, mareado, tratando de defenderse de nuevo con las piernas. Pero esta vez, su tentativa no resultó tan convincente.

- Deja… déjame… déjame ir – ordenó. O eso pretendía.

Una mano se cerró en su rodilla, la otra tiró de los eslabones para levantarle la cabeza de nuevo con un ademán brusco. El ángel se había colocado entre sus piernas y había pegado las caderas a su pelvis sin el menor pudor. Yadarel sintió náuseas y ganas de gritar, pero se lo tragó todo. No exhibiría aquellas muestras de debilidad, él no era un estúpido humano. Era un ...

- Eres un demonio, ¿no? – dijo la voz. El ángel arqueó las caderas, presionándole con un roce lascivo y perverso. Yadarel no sabía en qué momento había dejado de oponer una verdadera resistencia, y tampoco sabía en qué momento su sexo se había despertado de tal manera. Sólo ahora era consciente de que el dolor en su miembro aprisionado bajo las correas era más a causa de la tremenda erección que de lo apretadas que éstas pudieran estar. – Pues haz cosas malas. ¿No eres un íncubo, no te alimentas del deseo de los demás? Vamos, chico. Cumple con tu cometido.

- Estás loco – gimoteó.

- No seas grosero – la cadena volvió a tensarse – sólo quiero hacer cosas malas contigo.

Antes de que pudiera hacer algo para evitarlo, el ángel le despojó de las correas que cruzaban sus caderas y su erección se liberó. Ahora, el encapuchado se daría cuenta de su excitación, si es que no lo había hecho todavía. Aquello ya era bastante humillante, así que volvió el rostro, estremecido y desorientado ante la lluvia de estímulos y apretó los dientes. Las cadenas le escocían, los dedos del ángel le quemaban, su voz era hipnótica y terrible a la vez, y ahora además le estaba abriendo las piernas con rudeza. Algo caliente y duro se apretó contra su entrada. Yadarel cerró los ojos, respirando apresuradamente entre los colmillos que rechinaban. Echó la cabeza hacia atrás, arqueándose y provocando que el grillete en su cuello le estrangulara aún más. Su aliento era un jadeo entrecortado y todo su cuerpo se había erizado, preparándose para la invasión.

Pero no llegaba. Los segundos pasaban y no llegaba. Abrió los ojos para mirarle entre las pestañas. El ángel estaba erguido, de hinojos entre sus piernas, sujetando los eslabones con una mano y su rodilla con la otra. Parecía estar esperando algo, con el sexo caliente y firme entre sus muslos, listo y a punto. Entonces, la mirada llameante capturó la suya y él le miró, estudiando su semblante.

- ¿Ves como sí querías? – susurró el encapuchado finalmente.

“Te odio, te devoraré”, pensó Yadarel por un momento fugaz. Después, una lanzada ardiente le atravesó por la mitad y pareció partirle en dos. El dolor le desgarró, le cortó la respiración e hizo que todo diera vueltas. Tuvo que morderse los labios para no gritar y la sangre se escurrió por sus comisuras. El ángel echó la cabeza hacia atrás al impulsarse y hundirse del todo en sus entrañas, exhalando un gruñido placentero. El demonio aguantó, inmóvil y silencioso, todo lo que pudo, temblando por la tensión. Finalmente, su voz se deslizó en un gemido lánguido y abandonado. Elevó las caderas, yendo a su encuentro para enterrarle más.

Ya no había control que perder. Sólo existía aquel olor maravilloso, la reminiscencia de lo que una vez fue y ya no era, envolviéndole de nuevo. Sólo el calor de la piel del ángel, que le quemaba, y su carne palpitante hundida profundamente en su interior, abrasándole, inflamándole, castigándole, condenándole… pero al menos le tocaba.

- Dime tu nombre – dijo el ángel. Sólo fue un susurro. Y esta vez también su aliento estaba entrecortado. Tampoco él parecía indiferente ante lo que estaba haciendo – Dime tu nombre. Tu nombre.

- No… - el encapuchado se movió dentro de él, se retiró y volvió a embestir. Percibió el brillo de las velas lamiendo sus músculos bruñidos, el ondular de su poderosa anatomía. Los cabellos rubios se balanceaban, descolgándose de la capucha, rozándole el torso a Yadarel cada vez que se movía -  Nunca… no te… daré mi nombre.

De nuevo la sonrisa sesgada. El ángel se removió, oscilando las caderas en una rotación que estuvo a punto de hacer romperse a Yadarel, pero esta vez no de dolor. Después embistió de nuevo, encontrando poco a poco el ritmo y llevándolo más allá en cada paso, acelerando las pulsaciones en una danza ondulante y calculada.

- Te haré mío… ya eres mío – murmuraba.

- Nunc… ¡AH! –  se le escapó el gemido y de nuevo apretó los dientes.

Era demasiado. Cada vez que empujaba en su interior, parecía estallar y volver a reagruparse, alzarse hasta las puertas celestiales y volver a descender. En el torbellino, el placer y el dolor le mordían, una y otra vez. Y su presencia densa, pesada, rebosante de deseo, le aplastaba. El ángel le estaba mirando. El ángel quería hacerle suyo. Y él quería…¿quería que lo hiciera? Tal vez. La nostalgia y el hambre de su alma estaban atisbando su único alimento.

- Tu nombre…

Le miró, hipnotizado. Él se había echado hacia atrás de nuevo, con la mandíbula tensa. Cuando volvió a inclinarse sobre él, la capucha se le había escurrido hacia la espalda y la larga melena rubia oscilaba en libertad. Observó su semblante, los rasgos hermosos y viriles de aquel enviado del Cielo, aquel rostro cincelado en una perfección inimaginable… tan hermoso como él, pero una belleza diferente, más ruda, menos delicada. Los ojos se le llenaron de lágrimas al ver lo que él había sido un día. “Quiero volver”. El pensamiento se le enredó entre las oleadas violentas del clímax. Antes de quedarse sin aliento, su voz se rompió en un gemido.

- Yadarel…- gritó - ¡Yadarel! ¡Mi nombre es Yadarel!

El latigazo les estremeció. La espalda del demonio se arqueó, su rostro se volvió hacia el cielo y las lágrimas le corrieron por las mejillas, mientras su vientre se contraía y su sexo vomitaba la semilla, en un estallido expansivo que a punto estuvo de arrasar su conciencia. El ángel ahogó un resuello y se arqueó sobre él, apoyando una mano en la madera y hundiéndose como si quisiera traspasarle, en un envite desesperado. Los latidos le golpearon por dentro, su simiente le inundó como una ola de lava abrasadora que despertaba cada nervio y parecía multiplicar las sensaciones. Era demasiado. Le miró una última vez. Quería decir algo, pero no fue capaz. Los ojos dorados de llamas danzantes seguían abiertos, fijos en él con una expresión indescifrable. Luego se desdibujaron y desaparecieron.

. . .

Cuando volvió en sí, estaba solo en el monasterio. Abrió los ojos, dolorido, estremecido. Descubrió sus ropas en el rincón, y se tocó las muñecas. Ya no había cadenas. Atisbó alrededor en busca de alguna otra presencia, del rastro leve de un alma en aquel lugar ahora oscuro y vacío, pero no halló nada. El ángel había desaparecido. Se había ido.

Todo estaba frío. La realidad cayó sobre él como un gélido soplo.

- No… maldito seas…- susurró, enfundándose la toga entre traspiés y tambaleos. Se peinó con los dedos – no puedes hacerme esto.

Se enderezó a toda prisa, tratando de mantenerse erguido, con el corazón acelerado en el pecho y el aliento entrecortado. Cuanto le rodeaba era vacío y exangüe, como un día se lo había parecido el infierno, pero no estaba en él, sino en la Tierra. Y sin embargo, su carne, su alma y su mente se encontraban sometidas a una tortura nueva: el abandono, la humillación, y sobre todo la soledad. La presencia del ángel, su contacto, las reminiscencias de memoria que había despertado en él, sólo había servido para consolarle un instante, recordarle cuanto ya era irrecuperable y después arrojarle de nuevo a una existencia sin sentido: vacío, expulsado. Le había hecho revivir todo el rechazo que había superado, al que se había acostumbrado. Y aquello dolía tanto como el peor de los tormentos.

Temblando, empujó la puerta del patio, rechinando los dientes y conteniendo las lágrimas. Se sentía como si fuera a desaparecer en cualquier momento. Miró al cielo, temeroso de la cólera de un Dios al que hasta hacía poco había llegado a olvidar. El perfume a incienso del ángel rubio aún le cosquilleaba en las fosas nasales, aún tenía su sabor en la lengua. Un sollozo le rompió en la garganta.

- Te encontraré. – Balbuceó, con un tartamudeo demente - Te encontraré. Te odio. Te quiero. ¡Te encontraré!

Desesperado, cruzó el claustro a trompicones, con la mirada desquiciada. Su aullido de furia resonó en las paredes del monasterio, y una familia de cuervos huyó en desbandada del campanario, alertada por su grito.

. . .

¿Qué es mas terrible que la cólera de Dios? Acaso su rechazo. ¿Qué castigo es mayor que el castigo divino? No es el demonio quien condena las almas, sino Dios, al apartarlas de sí, rechazarlas de su dorada cohorte cuando éstas no son dignas de entrar en Su Reino. Él es juez y verdugo, rey y carcelero, fue Él y no otro quien abatió el Diluvio sobre los hombres, quien con su poderosa voz hace retumbar los Cielos, aquel cuyo solo Nombre puede causar muerte al ser escuchado. Es Él aquel de quien se han de proteger serafines y arcángeles cubriéndose los ojos. Su cólera destruyó Sodoma y Gomorra, hizo arder a Sus enemigos, Su dictamen llevó al padre a levantar el arma contra el hijo, y sobre todo, fue Él quien arrojó de su lado a los indignos que, tras haberle conocido, no encontraron consuelo en ningún otro lugar. ¿Cómo enfrentarse al mundo tras haber contemplado lo sublime, lo divino?. Así pues, hermanos monjes, tomad la enseñanza de esta vieja leyenda. Hoy es la noche de Walpurgis, mas no es en brujas ni en sátiros en quienes debemos alimentar nuestro temor. Sólo Dios puede salvarnos de su propia cólera, por eso pedimos: Que el Señor sea misericordioso.


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Relato por: Hendelie
Ilustración: Neith

Relato incluido en la edición especial de E-lay de Haloween, podeis descargarla completa en este enlace: http://www.mediafire.com/?ucp94kp83tv3wan










5 comentarios:

  1. Me gustó mucho la historia. Excelente narrada, cada sentimiento del demonio...la verdad es que se me puso la piel de gallina.
    El final no me llegó tanto porque bueno, no soy creyente.....pero realmente me gustó muchísimo la historia. Te felicito.

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  2. Que buen relato! mi parte favorita es el final, lo de la leyenda pero el final de la historia del demonio está genial, me hace pensar en miles de finales posibles y me encuentro con que quiero más!
    El dibujo es hermoso también, nunca me hubiera imaginado que el demonio tenía esas marcas en la piel.
    Feliz Halloween y gracias por su trabajo!

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  3. hermoso, me parece o estoy mal, esta relacionada con Flores de asfalto??? gabriel y David???

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  4. @Lupillar: Hola! Gracias por leer. No, el relato "Noche de Walpurgis" no tiene relación con Flores de Asfalto, ni con Gabriel y David, es un relato independiente. ¡Un abrazo!

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