domingo, 13 de noviembre de 2011

Fuego y Acero VII: Venganza


7.-  Venganza

El sol se sentaba en el horizonte como un rojo sultán perezoso y el maldito bosque parecía que no iba a terminar nunca. ¿Desde cuándo era tan grande? Driadan lo recordaba diferente, mucho más transitable a lomos de su corcel Ráfaga. Dudaba, sin embargo, ser capaz de montarlo ahora, en su deplorable estado físico. Había seguido a buen paso al maldito esclavo, con la mirada fija en su espalda mientras pensaba en la conveniencia o no de golpearle con alguna rama derribada y partirle la columna, si es que podía. No le resultaba fácil caminar. Tenía dolores en todo el cuerpo y se sentía más que indispuesto, cada paso era un suplicio de punzadas y mordiscos ardientes en los músculos y las entrañas, pero aun así se negaba a dejarse derrotar. No tenía muy claro el sentido del tiempo, pero hacía un buen rato que había comenzado a empañársele la mirada con extrañas figuritas de colores brillantes y los contraluces de la arboleda se emborronaban a sus ojos. Se obligó por ello a mantener su atención en la maraña de cabello cobrizo y la espalda enfundada en cuero oscuro y mojado, fijándose a aquel referente de su ira y su rencor para mantenerse a flote.

Ioren sólo caminaba. Avanzaba hacia adelante, sin volverse hacia él para comprobar si le seguía, sin girarse en absoluto si le escuchaba dar un traspiés. No le prestaba la menor atención, y no habían cruzado ni una palabra. Driadan, demasiado concentrado en no venirse abajo, apenas conseguía enfocar sus pensamientos para hacer balance de su situación. Fue cuando se detuvieron al abrigo de una pequeña caverna rocosa y maloliente, algo alejada del cauce del río, cuando se dejó caer en un rincón de cualquier manera, tratando de recostarse hacia un lado, y se permitió suspirar.

Ioren tiró la espada sobre el suelo y se volvió hacia el exterior. Los troncos de los árboles se dibujaban, grisáceos, y las hojas verdosas se agitaban con la brisa sobre el tálamo embarrado de la tierra, donde los helechos se enredaban sobre las raíces y destellaban como joyas sanguinas a causa de los rayos del sol poniente, que todo lo anaranjaban. El hombre del mar pareció quedar absorto unos segundos, contemplando el paisaje, y luego se encaminó hacia afuera.

- Quédate aquí - dijo, simplemente. Y se marchó.

Driadan escuchó los pasos ligeros sobre la hojarasca y luego escupió a un lado. Alargó la mano y se apropió de la espada, abrazándose a ella. No le costaba reconocer el emblema de la empuñadura, desde luego. Starling, los traidores de la estrella azul que querían arrebatarle sus derechos de nacimiento. Apoyó la nuca en las rocas desnudas del suelo, encogiéndose sobre sí mismo con el arma entre los brazos, observando su reflejo distorsionado en la hoja de metal. Era mejor pensar en Starling que en todo lo demás, en el dolor lacerante y en las sensaciones confusas de lo que había pasado junto al río. Mejor olvidar eso. No había pasado. Pensó en su situación.

¿Matarían a su padre? No les creía capaces de tanto. Una cosa era desbancar a un muchacho con la excusa de un esclavo loco y escapado, y otra muy distinta enfrentarse a un verdadero rey con la adoración de su pueblo y el apoyo de todos sus vasallos. No, era capaz de encontrar las conclusiones acertadas. En la noche de la tormenta, cuando Ioren le sostenía al borde de la ventana, revelándole el fin de su vida como heredero, se había escuchado el canto del acero y los gritos del combate. Starling habría pasado a cuchillo a los sirvientes de Driadan, acusándoles de haber liberado al esclavo o de haberle conducido a sus aposentos desencadenado. Cuando su padre regresara, ¿Le dirían que el jefe de los hombres del mar había secuestrado a su hijo? Probablemente, no. Les interesaba más que dieran por muerto al joven príncipe, no que el rey iniciara una cruzada contra los habitantes de Thalie. Una cosa era defenderse de ellos en las costas, otra muy diferente, organizar una guerra que les llevaría más allá del mar.

- Sucios Starling - murmuró, ladeando el sable y contemplando sus ojos rojizos. "¿Qué habría hecho yo en su lugar?", se preguntó. No le costó seguir los pasos de sus enemigos.

Shaldelie, el joven mozo de cuadras que cuidaba personalmente de Ráfaga, se le parecía mucho. Quizá no lo suficiente para engañar a un padre que no quisiera ser engañado... pero a estas alturas ya dudaba de que Dromath fuera esa clase de padre. El mundo real estaba resultando mucho más crudo de lo que podía soñar en sus peores pesadillas. Tal vez destrozaran la cara de Shal y le vistieran con una de sus camisas para presentárselo al Rey entre el lamento de las plañideras y los gritos de dolor de los siervos. Pobre príncipe. Esto se veía venir, mira que tomar por esclavo a un bárbaro, un chaval endeble que apenas rozaba la mayoría de edad. Y qué ineficacia el servicio. Intolerable.

Resopló, tragándose la indignación. Starling eran muy listos, siempre lo habían sido. Él les había admirado mucho en un tiempo. Lord Clandor de la Estrella, un gran guerrero y el hijo mayor de la familia siempre fue su modelo a seguir. Fuerte, valeroso, imperturbable, rubio y hermoso. Y Lady Lonaria Starling, claro, la chica de dieciocho años que se prodigaba en atenciones con él y a quien había besado y acariciado en más de una ocasión. Siempre había sospechado que ella se dejaba sobar por orden paterna. No le extrañaba. Así eran las cosas en la corte: Driadan era heredero y Starling deseaba prosperar, de manera que el detalle de que le estrujen un pecho en un rincón a una de tus hijas cuando nadie mira, es una circunstancia que podría considerarse favorable cuando se pretende medrar. Grigori Starling, el patriarca, era frío y tranquilo. Sus sonrisas siempre le habían parecido ensayadas, mas allá de la larga melena canosa y el rostro noble de rasgos decididos. Una estatua con ojos demasiado vivos y brillantes, una mirada inteligente en la que se entreveía una mente astuta, calculadora, siempre activa. Y la gélida cortesía de quien tiene mucho que ocultar.

Dromath quedaría sin herederos. Tendría que tomar esposa, y casi seguro que sería una Starling, pues las damas solteras o no comprometidas de la corte de Nirala tenían la mala costumbre de enfermar, querer marcharse lejos o prometerse rápidamente con otros caballeros desde que a Starling se le había metido en la cabeza poner su despreciable trasero en el trono. Por supuesto, era de necios pensar que la casa de la estrella no tenía nada que ver en aquello. Su padre, obviamente, se casaría de nuevo por obligación y alguna de las muchachas de Starling sería gustosamente convidada a abrir las piernas para gestar un descendiente. Pariría un engendro de ojos rojos y pelo rubio o blanco al que su padre llamaría hijo y nombraría sucesor.

Ioren estaba equivocado a medias, y tenía razón a medias. No sabía más que Driadan acerca de la corte de Nirala. Pero sí era cierto que él se había envuelto en su falsa seguridad y había prestado escasa atención a esos asuntos, convencido de que era intocable, de que nadie jamás se atrevería a hacer lo imposible. ¿Cómo iba a imaginar algo así? ¿Por qué iba a pensar en ello si había vivido siempre en un cofre, en una jaula, en un reducto, alejado por su padre de todo lo que pareciera peligroso o sucio, complicado o corrupto, obligado a vivir una eterna infancia forzada, a vestir una inocencia que ya le parecía un disfraz desgastado y patético y se lo venía pareciendo hacía tiempo?

Cuando los pasos del hombre del mar volvieron a sonar cercanos y entró en la cueva, el príncipe apartó los ojos de la espada y miró a Ioren. Él había soltado un montón de leña sobre el suelo de piedra y llevaba algo oculto en un pliegue de la capa formado con su brazo flexionado. Cuando sacudió la tela, un puñado de bayas cayó sobre la roca viva. Rebotaron como las fichas de su puzzle oriental, rojas y redondas. El príncipe las observó con una punzada de nostalgia. Eran muy rojas. Como los ojos de la familia real.

- Supongo que tienes un plan - susurró Driadan, sin moverse.

Afuera, las ascuas del crepúsculo se apagaban y el viento agitaba los árboles. Ioren se acuclilló en el suelo y colocó las ramas para hacer el fuego, asintiendo con la cabeza. Apenas le atisbó de soslayo un momento, y sus ojos se dirigieron a la espada, no a él.

- Vamos a Thalie - respondió, frotando un par de ramas entre sí. Hacía girar una entre las manos sobre el hueco de la otra.

- Eso ya lo dijiste. ¿Cómo cruzaremos el mar?

- En barco.

Driadan suspiró. Le golpearía si no estuviera agotado. Extendió una mano para capturar una baya y se la metió en la boca. Estaban algo verdes, pero el sabor ácido le revolvió el estómago y le hizo ser consciente del hambre que tenía.

- ¿Tienes un barco guardado en los calzones, acaso? - espetó a media voz.

Ioren se detuvo y se quedó inmóvil, tensándose como si le hubieran golpeado. Luego volvió a su actividad, con el cabello cubriéndole el semblante.

- Eres hijo del rey y tienes el sello real en el dedo. Podremos tomar un barco en el puerto al final del río. A ti te lo darán.

Driadan frunció el ceño, masticando el fruto y cogiendo otro que estrujó entre los dedos.

- Qué bien te vengo para volver a casa.

- Si.

Unas chispas saltaron, y una llama roja y titilante destelló repentinamente sobre la rama. Driadan parpadeó. Nunca había visto hacer fuego de aquel modo, y cuando Ioren acercó la rama ardiente para encender la hoguera, pensó maliciosamente que no se encendería. Ioren dejó la rama y esperó, soplando de cuando en cuando cada vez que la tenue luz rojiza parecía consumirse un tanto.

- Eres un bastardo despreciable - dijo Driadan simplemente.

Ioren sopló la rama. El fuego se encendió, prendiendo uno de los troncos y algunas hojas secas colocadas en el lecho de la hoguera.

- Tú quisiste hacerme esclavo. No eres mucho mejor - replicó Ioren al poco, con una voz extraña, más seca de lo habitual, casi un reproche. Casi. - Eres capaz de sacar lo peor de mí. Eres un demonio.

Driadan contempló el avance de las llamas, jugueteando con los arándanos y comiéndolos uno tras otro. El fuego pronto caldeó la diminuta cueva y cubrió su piel, arropada por la capa y el mojado camisón con una sensación confortable.

- Eso es exactamente lo que pienso de ti, así que estamos en paz - dijo al fin, en un susurro quedo.

- Bien.

- Te odio.

- Eso ya lo has dicho. No será mas grande por que repitas.

Ioren se alejó de la fogata y se sentó al otro lado de la pared rocosa, frente a él. La lumbre entre ambos repartía resplandores carmesíes en las oquedades de la piedra seca, arrancaba destellos a las telas de araña y dibujaba las sombras en el rostro del hombre del mar. Driadan sentía las llamas brillar en sus propios ojos, calentar hasta su mirada.

- Quería dejarlo claro.

- Lo está.

- Perfecto - suspiró y se incorporó a medias, apoyándose en la empuñadura - ¿Qué vas a hacer en Thalie?

- Entrenar a un guerrero y educar a un rey.

- ¿Y si no quiero?

Los ojos azules le atravesaron, cruzando la hoguera.

- Habré arrastrado un inútil a casa.

Driadan le miró largamente. Aquel tipo era completamente absurdo. Todo aquello del destino, aquella estupidez sobre oráculos que decidían que el final de Ioren sería a sus manos... bien, no es que le disgustara. No le importaría matarle en aquel preciso instante. Pero empezaba a ser consciente de algunas cosas. Quería venganza. Vengarse de Ioren, desde luego, pero sobre todo y antes de eso, vengarse de Starling. Recuperar su posición y acabar con aquellos bastardos. Si Ioren quería fraguar en él su propio verdugo, era asunto suyo. A Driadan, desde luego, le convenía.

- Quiero ser guerrero y rey - dijo al fin, sin soltar el arma, que permanecía con el filo apoyado en el suelo, sirviéndole de apoyo. - Quiero destruir a esos Starling y sentarme en mi trono. Es mío. Me pertenece, y lo quiero.

Ioren apartó la mirada, suspiró y asintió. Le pareció distinguir un destello nostálgico a través de los gélidos ojos azules.

- Serás guerrero y rey. Serás fuerte y digno. Destruirás la estrella y tendrás el trono. Podré morir bien así. Pero antes de todo eso, tendrás que ser hombre.

- Vi a tus hombres. Todos parecían reyes.

Lo declaró con el mismo tono, teñido de rencor y determinación, que había usado antes. Sentía el sabor amargo en el paladar, mas allá del regusto de los frutos que había engullido. Ese peculiar gusto que probó la primera vez que jugaba con la palabra odio. Ioren negó con la cabeza, suavemente.

- Sólo eran hombres.

- ¿Y tu? ¿Eres rey?

- Soy jefe. Soy thane. Thane no es exactamente igual que rey. Es como guía.

Driadan se relajó un poco. Estaba hablando al hombre del mar casi con insolencia, pero él no había abandonado el tono suave y susurrante, apaciguado y casi cansado. Por un momento se le pasó un pensamiento peregrino por las mientes. Aquella gente había atacado y saqueado sus costas. ¿Cuántos habrían muerto? ¿Y en la sala del Pegaso? ¿Qué habría supuesto para el hombre del mar ver morir uno a uno a sus hombres bajo la espada de su padre? ¿Estaría triste por ellos, orgulloso, apenado? Si lo estaba, no lo demostraba.

- ¿Por qué ayudas a que se cumpla tu destino? - preguntó, recostándose de nuevo. Se le cerraban los ojos. - No entiendo eso...

Las llamas danzaban y crepitaban. El calor era agradable, aunque el suelo estuviera duro y se le clavaran las rocas en el costado. El agotamiento empezaba a ganar la partida.

- Todos los míos queremos una buena muerte - dijo la voz suave. - Una muerte digna, a manos de un rival a la altura. Es la aspiración última del hombre del mar.
- ¿No os importa la vida? - dijo Driadan al fuego.

Veía su rostro ensombrecido entre vaporosas llamaradas que se fundían con sus cabellos. Las últimas palabras de Ioren le llegaron en una negrura teñida de naranja, entre el tirón del sueño impositivo.

- Tanto como la muerte. Es parte de la vida, al fin y al cabo, sólo un paso más. Saber que la muerte viene hace de la vida una joya preciada. Todo lo vuelve diferente. Cada cosa revela su verdadera importancia cuando conoces que la muerte viaja a tu lado.

Todo lo vuelve diferente. Habría deseado reflexionar sobre aquellas palabras, pero se vio incapaz. Un manto cayó sobre su conciencia y se perdió en el sueño, acompañado por la voz de su enemigo y ya no esclavo, nunca más esclavo, que parecía lo único infalible en aquella nueva realidad. Su odio. Su orgullo. Su venganza. Y él.


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© Hendelie


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