lunes, 28 de noviembre de 2011

Flores de Asfalto: El Despertar - IX

Dragones tras el balcón


29 de Enero – Cain

La casa de Gabriel tenía un balcón que normalmente no utilizaba para nada. Cain no entendía por qué. Las vistas daban directamente hacia el norte: allí, la ciudad se extendía hasta el horizonte con sus altos rascacielos, los edificios de oficinas, los viejos campanarios del barrio viejo y las grúas de la construcción, las antenas coronadas por un piloto rojo, los cableados, las torres de electricidad.

A aquella hora, en pleno atardecer, el sol arrancaba un resplandor dorado y rojizo a todas esas estructuras de hormigón y metal. El cielo se pintaba de colores fantásticos y rabiosos, las nubes semejaban gruesas pinceladas en el lienzo de un loco, y la densa nube de polución que flotaba sobre los tejados se transformaba en una bruma etérea y resplandeciente, mágica.

Cain observaba el espectáculo, acodado en la barandilla. Las notas cristalinas del piano completaban el paisaje, revistiéndolo con su propio hechizo.

La ciudad era un monstruo, pero también era hermosa. Era un dragón. Un dragón con la piel de asfalto, cubierta de escamas de acero y cristal, de cemento y piedra. El dragón dorado revelaba sus verdaderos colores en el crepúsculo, se volvía rojo cuando se acercaba la noche, y en la noche destellaba con luces abisales.

Un estruendo musical le hizo sobresaltarse y se dio la vuelta. El profe había golpeado el teclado con el brazo y estaba escribiendo rápidamente en esa partitura a la que no dejaba de darle vueltas día si y día también. El pelo rubio, o castaño, lo que fuera, se le descolgaba como hiedra por los hombros, sobre la frente, rozando las hojas de papel pautado.

- ¿No te sale?

El profe no respondió al principio. Cain estaba a punto de darse la vuelta de nuevo cuando le escuchó hablar.

- No es lo que tiene que ser – La postura, rígida y tensa, contradecía su tono de voz pausado. Se golpeaba la rodilla con la parte de atrás del lápiz, mirando las líneas sobre el blanco como si tratara de desencriptar de ellas un secreto que se le resistía – No es que esté mal. Es bonito, no queda mal… pero no es lo que tiene que ser, parece que estoy poniendo un parche de una tela diferente.

Cain frunció el ceño. No lo había entendido muy bien, pero había comprendido que al profe no terminaba de gustarle. A él le parecía precioso. Siempre que Gabriel tocaba el piano, el mundo cambiaba. Se llenaba de alegría, de nostalgia o de energía, se alzaban bosques etéreos o se hundía en el fondo del mar… o las estrellas fugaces cruzaban el firmamento, rojas, azules y plateadas, según cómo fuera la música.

- ¿Por qué no pruebas algo nuevo? Toca otra cosa.

Gabriel levantó los ojos del papel.

- ¿Algo como qué?

Cain se encogió de hombros.

- No sé, invéntate algo – Gabriel le seguía mirando con esa expresión impenetrable – Algo sobre dragones.

- Sobre dragones.

El profesor se echó a reír, cerró la tapa del piano y se levantó, crujiéndose los dedos y el cuello al hacerlo.

- Sí, sobre dragones. ¿No ves? – insistió Cain, señalando el exterior con la cabeza – Hay uno aquí afuera.

Gabriel se acercó con curiosidad a comprobar de qué estaba hablando el chico. Cain le explicó su teoría con toda naturalidad. Debería haberse sentido idiota o ridículo, hablándole a aquel hombre sobre escamas de reptil y luces abisales, pero ni siquiera lo pensó. El profe le escuchaba, y al parecer estaba bastante de acuerdo. Tuvieron una pequeña discusión sobre si el dragón tenía cuernos o sólo eran púas. Al final, Gabriel le dio la razón.

- De acuerdo, son púas – le dijo, chasqueando la lengua desdeñosamente. Luego le apuntó con el dedo – haré música sobre el dragón, pero tienes que ayudarme.

Cain reprimió una sonrisa de entusiasmo. Se sopló el flequillo y se hizo el interesante.

- ¿Y para qué me necesitas? Yo no sé tocar.

Gabriel se encogió de hombros y volvió al interior.

- A mí se me ha olvidado cómo son los dragones. Pero parece que tú los reconoces bien. Tendrás que describírmelo para que yo pueda convertirlo en música.

Cain se le quedó mirando mientras el profe iba a la cocina. Luego tragó saliva y suspiró. Vale. Tenía que admitir que esa frase le había conmovido, aunque no sabría decir por qué. Por un lado, participar en la música de Gabriel le parecía un privilegio y una oportunidad muy especial. Nunca había ayudado a nadie a componer. Y la manera en la que el profe había explicado el proceso le había resultado emocionante y mágica. Describir un dragón para que él lo convirtiera en música. Dios santo, pero ¿qué clase de frase era aquella?

Se encaminó tras él.

- ¿Cuándo vamos a empezar? ¿Hoy? ¿Me darás tiempo para pensarlo bien? Pensar en el dragón, quiero decir, porque…

Gabriel le puso una lata de coca cola en la mano y cruzó la puerta que el chico había bloqueado sin querer. Estuvo a punto de rozarle, y a Cain le dio un salto el corazón en el pecho.

- Tranquilo, tendrás tiempo. Hoy no, voy a salir. Lo hacemos mañana, si quieres.

El chico abrió la boca y la cerró al instante, empujando las palabras hacia el fondo de su estómago. ¿Salir? ¿A dónde? ¿Por qué? ¿Con quién? ¿Podía ir con él?. Todas las preguntas bajaron por su garganta en un torbellino de fuego repentino.

- Ah, vale.

Nadie le escuchó. El profesor ya se había metido en el baño y estaba haciendo correr el agua de la ducha. Cain se tragó medio refresco de un sorbo, intentando apaciguar la desilusión y hacer pasar las preguntas no formuladas. Al fin y al cabo no era asunto suyo, ni mucho menos.

Se sentó en el sofá y encendió la tele. Buscó el canal de dibujos animados y se entretuvo con una serie anodina de monstruitos parlantes. El agua de la ducha dejó de correr. Se escuchó el zumbido de la máquina de afeitar. Después, el spray del desodorante. Pasos. Puerta abierta. Armario abierto. El roce de los cajones. El tintineo de una hebilla. “A mi qué mas me da”, se dijo Cain “no me importa, no me tiene que importar. Yo tengo mis propias cosas que hacer. Llamaré a Ruth o a los chicos”.

Pero el hecho es que le importaba.

Durante los últimos días, desde la noche en que se había encontrado con Lieren, no se había separado del profe más de lo estrictamente necesario. Por las mañanas buscaba trabajo o quedaba con Ruth y sus viejos amigos, con quienes se había reencontrado de nuevo gracias a ella. Cuando terminaba o no tenía nada que hacer, volvía a casa a completar su habitación. La había pintado, había llenado el armario de ropa comprada en las tiendas que un día habían sido sus favoritas y de libros que sus compañeros le habían regalado o habían conseguido a precios de risa en el mercadillo. Por las tardes, como no quería estar solo, se iba a la universidad y se colaba en las clases de Gabriel. Eso siempre le gustaba. Le encantaba verle enseñar, poder participar en el aula como si fuera un alumno más … y él le seguía el juego, lanzándole miradas divertidas y cómplices de vez en cuando. Y así se sentía. Se sentía cómplice y cercano con el profe en aquellos momentos, como si compartiesen un secreto muy íntimo y prohibido… aunque no tenía nada de prohibido, pero a él le resultaba emocionante. Casi era de noche cuando volvían juntos a casa en el metro, a veces hablando de las cosas que había explicado Gabriel en clase y otras en silencio. Luego cenaban y se sentaban a ver la tele. Si el profe no tenía que preparar ni corregir nada, a veces tocaba el piano hasta bien tarde, y el chico le escuchaba en el sofá hasta dormirse.

Ahora, de repente, Gabriel iba a salir. Y él se iba a quedar solo la noche del viernes. No le hacía gracia en absoluto, pero se obligó a comprenderlo y a reaccionar de una manera adecuada. Golpearle a traición con un cazo en la nuca y atarle a un sillón no era considerada una actuación racional, madura ni equilibrada.

Gabriel asomó al fin por la puerta del salón, con el pelo mojado, descalzo y abrochándose la camisa. Su rostro compuso una expresión perpleja.

- ¿Qué haces viendo eso?

El chico salió de su ensimismamiento y se centró en el televisor. Los dibujos animados de los monstruitos parlantes habían terminado. Ahora estaban emitiendo Princesas
Disney. Arqueó las cejas.

“Genial, estás haciendo una estupidez. Lo único que puedes hacer es decir algo aún más tonto para desviar la atención”.

- ¿Crees que me quedarían bien unos bombachos como los de Yasmín?

Gabriel volvió los ojos hacia el techo y le tendió un papelito con un número garabateado mientras se metía la camisa por dentro del pantalón sin desabrocharlo.

- Ten, anda, Blancanieves.

- Me gusta más Yasmín. Blancanieves no tiene carácter – cogió el papelito y arqueó la ceja, guardándoselo en un bolsillo de los vaqueros. Era guay volver a usar vaqueros - ¿es tu número de teléfono?
- Por si arde la casa o algo parecido – asintió Gabriel. Se había recortado la barbita de tres días y olía a jabón, a champú, a limpieza y pulcritud. Y el perfume de fondo, de sándalo y madera – no sé si vendré a dormir.

- Oh. Claro. Vale, tranquilo – forzó una sonrisa – pásalo bien, profe.

- Igualmente.

“Sí, de puta madre”. El chico se volvió hacia la pantalla y entrecerró los ojos. Envidiaba a Yasmín. Ella vivía en un mundo en el que mirara a donde mirase, había sables curvos por doquier, útiles para despedazar almohadas o personas cuando uno se encontraba frustrado. El aroma del profe seguía flotando en el salón blanco cuando, tras una serie de indicaciones las cuales Cain se negó a escuchar y respondió con “ahams”, oyó el tintineo de las llaves.

- Ah, me llevo el medio bocadillo que queda en la nevera.

Iba a soltar otro “aham”, pero la curiosidad le pudo esta vez.

- ¿No vas a cenar por ahí, o qué?

Gabriel asintió, masticando. Había sacado el bocata y ya estaba zampándoselo y rebuscando servilletas en el aparador.

- Sí, pero vamos a La Jaima, y no me gusta la comida árabe.

- ¿Entonces por qué vas?

Gabriel se detuvo antes de salir, como si lo pensara. Luego se encogió de hombros y cruzó el umbral, lanzándole un “hasta luego” jovial desde el rellano. Cain alzó la mano, y cuando escuchó cerrarse la puerta y girar el cerrojo, elevó el dedo corazón en el aire.

- Capullo.

El olor de Gabriel se quedó flotando en el salón durante un buen rato. Cuando desapareció, su ausencia se volvió pesada y densa, como un agujero negro. Cain tenía hasta ganas de llorar, y se sentía demasiado solo como para meditar si era o no estúpido sentirse así. Gabriel se había ido. Seguramente con la novia esa que decía tener. O con otra chica. Si ya era malo que le dejara solo, que lo hiciera para irse con una mujer le provocaba un dolor punzante acompañado de quemazón en el pecho.

No era la primera vez que Cain sentía celos, pero sí era la primera vez que los sentía por alguien a quien no le unía ni el mas mínimo vínculo sentimental o sexual. Aquella sensación le estaba empezando a confundir. Al final, desesperado, abrió todas las ventanas de la casa hasta que ésta se convirtió en una especie de nevera. El frío le despejó la mente como una lluvia de bofetadas, y cuando cogió el teléfono y marcó el número de Ruth, los dientes le castañeteaban. Esperaba que su amiga le salvara del abandono, pero su respuesta no fue la que él esperaba.

- Lo siento, cielo, no puedo. Voy a ir con mi madre al teatro, así la saco un poco de casa. Ha vuelto a pelearse con mi padre y ya sabes que se pone de lo más acelga.

Cain apretó los dientes.

- Ya… vaya. No te he avisado antes porque no sabía que iba a quedarme solo hoy. Y la verdad, no me apetece para nada. ¿Sabes si tienen algo Samuel y Nice?

- No tengo ni idea, pero dales un toque a ver si están libres.

- Claro. Vale, mañana hablamos.

- Espera, espera – añadió Ruth – Oye, si no están disponibles, nos vemos a las diez en el Teatro Plaza de Armas y te vienes con nosotras. Que aunque sea un rollo, al menos estás en compañía, ¿vale?

- Vale, vale, tranquila.

- Promételo.

- Que siii.

Cuando colgó estaba algo más animado. Marcó el número de Samuel, recordando que Berenice solía tener el móvil apagado o muerto o directamente no descolgaba porque no le daba la gana. La voz templada del chico respondió al otro lado.

- Al habla Samuel, ¿en qué puedo ayudarte, buen amigo?

Era extraño oírle a través del aparato, con sus declamaciones casi teatrales. “Joder, parece una psicofonía”.

- Samuel, ¿tenéis algo que hacer esta noche? – preguntó a bocajarro.

- ¿Usas el plural mayestático como una muestra de respeto y devoción hacia mi persona, o es que algo te hace pensar que estoy poseído?

Cain suspiró, resignado.

- No, me refería a ti y a Berenice.

- Eso me tranquiliza. Bien, te comunico que la dulce dama y yo habíamos planeado una fantástica velada en mi casa que se apresuró a cancelar dos horas antes de su inicio, mostrando algo de piedad. Usualmente me lo hace con una diferencia de diez minutos o se abstiene de presentarse sin más.

Cain reprimió una risa. Contra todo pronóstico, ocurría que Samuel y Berenice eran algo así como pareja. Algo así, porque según le había contado Ruth, la suya era una relación absurda y extraña, más platónica y polémica que otra cosa.

- Vale, entonces iré yo en su lugar.

- ¿Tu? No te ofendas, David. Sabes que siento hacia ti un profundo afecto y amistad pura, pero no es el nuestro el caso de Alejandro y Hefestión, al menos por mi parte.

- No seas tonto. Me han dejado colgado hoy y no quiero estar solo. Además, mira, voy a mandarle un mensaje a la dulce dama tuya y le digo que voy a tu casa, que si se anima. Y con suerte, solo por desdecirse y cambiar de opinión otra vez, igual la tienes ahí esta noche.

Hubo una larga pausa. Después, la voz agradable de su amigo suspiró y canturreó.

- Apunta mis señas, noble camarada.

Cain dibujó una sonrisa triunfal.


. . .


Las colas en las hamburgueserías de comida rápida eran insoportables los viernes, sobre todo en la zona del centro de la ciudad. La comida de los puestos de venta ambulante no era mucho mejor, pero Berenice siempre sabía sacarle partido hasta a los restos de la basura: una vez consiguieron su pedido en un carrito grasiento que olía a aceite quemado y a algo más, indefinible y sospechoso, ella abrió su bolso y sacó un puñado de sobrecitos de mostaza y ketchup, repartiéndolos a los dos chicos.

- ¿De verdad no sabíais que hoy eran las fiestas del barrio oeste? Yo no sé en qué mundo vivís. Bueno, tú sí, en el de Willy Fog.

Samuel no se dio por aludido, demasiado ocupado en poner ketchup a su perrito sin mancharse el traje. David soltó una risa suave y negó.

- No tenía ni idea. Nunca me entero de las cosas de fuera del barrio sur.

Se sentaron en un banco del parque. Las farolas iluminaban la noche, las luces del tráfico parpadeaban en las calles de alrededor, y los luminosos de la zona comercial anunciaban un mundo mejor al otro lado del puente. Detrás del parque, en una hondonada del terreno por la que pasaba una antigua vía de tren, los yonkis se hundían las agujas en las venas y se tambaleaban de un lado a otro, mientras los mendigos intentaban encender hogueras en viejos bidones y las putas demasiado viejas, demasiado drogadictas o demasiado enfermas caminaban como grandes insectos huesudos sobre tacones, intentando comprar un poco de polvo a cambio de una mamada. Cain les miró con amargura apenas dos segundos, antes de alejar su vista de ellos definitivamente. No quería pensar en eso ahora.

- ¿Y a ti que te ha pasado? – le espetó Nice repentinamente, señalándole con su hamburguesa y masticando con entusiasmo – Me ha dicho éste que te han dado plantón. ¿Ha sido tu novio el mayor, ese que le contaste en secreto a Ruth?

Cain abrió los ojos desmesuradamente y estuvo a punto de atragantarse.

- ¿Pero de qué hablas? – exclamó, con voz más aguda de lo que querría - Yo no le he dicho a Ruth nada de un novio.

- Aaah, como me dijo que vivías con un hombre muy guapo, yo que sé.

Berenice se encogió de hombros con toda naturalidad. Cain hizo una bola de papel con la servilleta grasienta y se la tiró a la cabeza.

- ¿Yo que sé? Joder, tía, vaya conclusiones que sacas.

- Pues las naturales, flor de almendro.

- Serán naturales para ti. Compartimos piso y ya está. Además, es muy mayor para mí.

- Ruth me ha dicho que es muy guapo – insistió la chica, maliciosa. Empezó a arquear las cejas y a sonreír. Le faltaba darle codazos – Y que es profesor en la Universidad. ¿Es verdad? ¿Es un madurito interesante? ¿Es un Rusell Crowe? ¿Un Sean Connery?

- ¿Es un Toulouse Lautrec? – añadió cínicamente Samuel, como si fuera un comentario casual - ¿Es un Santa Claus?

- En realidad se parece al arcángel Miguel.

Berenice parpadeó y sus ojos se iluminaron; se llevó una mano al pecho y elevó la hamburguesa al firmamento, lanzando un gritito agudo. Samuel meneó la cabeza con resignación.

- ¡Seguro que exageras! Como te gusta, exageras.

- No exagero – Cain sonrió a medias, mirándola, cómplice. Nice se emocionó aún más.

- Cielos, cielos. Cielos. – Luego se desinfló – Bah, no te creo.

Se sentó junto a él en el banco. Cain no iba a molestarse en discutirle, pero una idea empezó a abrirse paso en su mente. Sabía que era una mala idea. Lo sabía desde el instante en el que comenzó a pensarla, pero aun así no se pudo resistir.

- ¿Por qué no lo ves tu misma?

- ¿Tienes una foto?

- No, pero… hoy se ha ido a cenar a La Jaima. Dice que es un restaurante…

- Árabe – completó Samuel. Había terminado de comer y estaba limpiándose con un pañuelo que guardó en un bolsillo interior de su traje de terciopelo – Es un restaurante árabe, muy elegante.

A Cain le brillaron los ojos.

- ¿Sabes donde está?

- A dos calles de aquí. Pero no nos van a dejar entrar. Bueno… a ella, al menos.

Berenice puso los brazos en jarras y les miró con furia contenida, entrecerrando los ojos. Las aletas de la nariz se le abrieron como a un toro a punto de embestir.

- ¿Y se puede saber por qué?

Cain se aguantó la risa otra vez. Nice era la única persona capaz de pasearse vestida con un aspecto que le resultaría estrafalario incluso a un diseñador moderno y además exigir que el universo lo comprendiera y las puertas de la alta sociedad se abrieran a su paso. Aquel día se había calzado unas botas de media caña a las que ella misma había pintado dos caras sonrientes, amarillas, en las puntas reforzadas de metal. Los pantalones vaqueros rotos podían tener un pase, las medias de red color naranja que se veían debajo, incluso las varias camisetas superpuestas y el abrigo peludo de color azul eléctrico. Pero con esas botas no iba a poder entrar en La Jaima, eso lo sabía hasta Cain.

- No llevas el atuendo adecuado – aclaró Samuel, con mucha diplomacia.

- Bueno, eso tendrán que decidirlo ellos, no , listillo de los huevos.

- No digas palabras soeces, mi dulce dama.

- HUEVOS, HUEVOS, HUEVOS, COJONES, COJONES…

Nice puso la cara junto al oído del sufrido Samuel y siguió con la cantinela, mientras éste parecía ignorarla sin esfuerzo para seguir conversando con Cain. Al chico cada vez le resultaba más absurda la situación. Pensó que debía estar loco para querer llevarse a ese par a La Jaima a espiar a Gabriel.

- ¿Tiene cristalera?

- ¿Lunas? Sí, se puede ver a los comensales desde afuera, si es lo que te interesa saber. Presumo que es nuestra mejor opción, dadas las circunstancias.

- PELOTAS, BOLAS, COJONES, HUEVOS…

- Yo también – admitió Cain – Si hay ocasión, os lo presento. Es un tío muy guay, aunque sea un poco viejales.

Se pusieron en camino, abandonando el banco y atravesando el parque por el sendero de arena.

- ¿Tan mayor es?

- Unos treinta y tantos – dijo Cain, abrochándose la cazadora. El viento arreció y empezó a revolverle el pelo. No había vuelto a usar gomina ni maquillaje, y ahora, después de mucho tiempo, recordaba que el cabello tenía cualidades flexibles y que incluso era suave – En realidad no es para tanto. Y tiene buen aspecto para ser mayor. Oye Samuel, a ti no te pega nada esto de ir a espiar.

- Ya – admitió el joven del traje de terciopelo, recolocándose el corbatín – pero también tengo curiosidad. Y además, eres mi fiel camarada y amigo. Creo que tú no eres plenamente consciente de lo expresivo que llegas a ser sin quererlo. Has estado inquieto, disperso y abatido durante toda la noche, presa de la incertidumbre y la angustia, hasta ahora. Deduzco pues que esta campaña es de importancia para ti.

- ¿Has visto como se enrolla? – interrumpió Berenice, que ya se había cansado de gritar palabrotas – En el fondo es un malote, aunque se vista como Willy Fog.

- Qué cruel eres.

Samuel resopló y Berenice disfrutó durante varios minutos de su afición estrella: meterse con él. Cain les observaba con recuperado buen humor. Ellos también le parecían demasiado expresivos sin quererlo. Le resultaba evidente esa especie de magnetismo que había entre los dos; en realidad siempre había creído que Samuel y Nice se gustaban precisamente por lo opuestos que eran. Pero al ser tan distintos su lenguaje era atípico y lleno de equívocos, ambigüedades y segundas intenciones. Se podía resumir, para simplificar, en la famosa frase infantil “los que se pelean se desean”. Sin embargo, cuando cruzaban sus miradas, había un brillito confidente en sus ojos que resultaba más esclarecedor que ninguna de las tonterías que pudieran salir de sus bocas.

Cuando llegaron a la calle de La Jaima, la paciencia de Samuel ya se había colmado y, casi por acuerdo tácito, habían dejado de hacer el idiota. En aquella zona de la ciudad, la gente y el mobiliario urbano tenían el aspecto más cuidado y homogéneo: mujeres teñidas con joyas discretas, hombres elegantes, nubes de perfume del caro, tacones, coches estilo sedán y  edificios con molduras de escayola exterior. Los restaurantes y comercios tenían toldos que anunciaban sus nombres con letra cursiva; algunos aparcacoches aguardaban en la entrada de los establecimientos más grandes. Algunas miradas se desviaron hacia ellos mientras avanzaban hasta La Jaima, un pequeño restaurante que hacía esquina, difícil de encontrar y poco llamativo entre los cafés franceses y las trattorias . A Cain le dio un vuelco absurdo el corazón y tuvo el impulso de volver atrás. Sin embargo, una fuerza más poderosa que la vergüenza o el sentido común pareció sacudirle hasta el tuétano solo de pensar en abandonar y tiró de él hacia delante.

- Es ahí – dijo, remarcando la obviedad y avanzando a zancadas.

Los tres jóvenes se acercaron al cristal alargado y echaron un vistazo. El interior estaba iluminado por lámparas de aceite y farolillos de forja con celosía, lo cual parecía teñirlo todo de un resplandor dorado, brumoso y onírico. Había alfombras en el suelo, cortinajes de brocado y cojines con incrustaciones de pedrería. Las mesas lacadas se disponían aquí y allá, con pipas de agua dispersas entre los almohadones. Al fondo del local había un escenario donde cuatro músicos vestidos con chilaba y babuchas tocaban el sitar y los tambores. Un eco amortiguado de la música llegaba hasta la calle.

- ¿Quién es? – preguntó Nice, pegando la nariz al cristal con descaro.

Cain, con el corazón desbocado, estaba escrutando a los comensales, buscando desesperadamente a Gabriel. “Maldita sea, parezco un adolescente bobalicón”, se reprochó. Cuando le encontró, el pulso se le detuvo y por un momento, el alivio y la admiración callada se trenzaron con un hilo muy fino de nostalgia y necesidad. Le parecía imposible estar sintiendo las cosas que sentía después de todo lo que había vivido, de las cosas que había hecho… que había llegado a hacer. Después de tantas veces como había perseguido algo que le estimulase y le hiciera sentir vivo, que le diera sentido. Después de tantas veces como había intentado agarrar las emociones y retenerlas mientras se le escapaban de las manos, mientras otros se las arrebataban, arrancándoselas de los dedos, del pecho, las arrugaban, las rompían, las convertían en cenizas, escupían sobre ellas, las ensuciaban…

En aquel momento, con los dedos sobre el vidrio y los ojos clavados en aquel hombre, le pareció que no debía estar en otro lugar salvo en ése, en aquel momento preciso. Tuvo la clara revelación de que era una grave falta ante las leyes cósmicas que se perdieran de vista aunque sólo fuera por unos minutos. Su lugar estaba ahí, al lado de Gabriel, el hombre que tocaba la música del universo en el piano, de quien no sabía prácticamente nada, de acuerdo. Pero qué demonios. Ni que eso importara. A él no le importó para llevarle a su casa cuando le encontró medio ido junto a la basura.

- Ese – respondió al final – Junto a la columna, al fondo a la izquierda de la barra.

Estaba sentado en un rincón algo apartado del restaurante. No podía ver sus facciones demasiado bien, pero era él, con una pierna estirada sobre la alfombra y la otra flexionada, mordisqueando algo mientras observaba a los músicos. El pelo parecía habérsele oscurecido con la luz tenue de aquel establecimiento, pero reconocía perfectamente las líneas de su fisonomía, la postura, su porte y el perfil atractivo de su rostro. Compartía mesa con una mujer vestida con un elegante traje de falda larga y blusa vaporosa de color burdeos. De la cara de la mujer sólo distinguía una espesa cabellera de color castaño. Observó su postura con un estremecimiento de alarma, pero se sosegó tras comprobar que no estaban cogidos de la mano. Ella miraba a Gabriel de vez en cuando, y parecía hablarle, pero éste respondía sin apenas volverse. Tampoco le vio sonreír ni una sola vez. Parecía tenso e incómodo.

- Alguien debería decirle a tu amor que en estos sitios hay que cruzar las piernas al sentarse. Esa postura no es muy árabe – comentó Berenice.

Cain la miró de reojo al escucharla. Al hacerlo, vio que la chica había pegado unos enormes prismáticos al ventanal. Se los arrebató de un tirón.

- ¿Qué haces? Estás llamando la atención.

- Anda, sí,  que tú estás disimulando mucho, ahí con la cara estrujada contra la vitrina y babeando – replicó ella, desabrida - ¿Bueno, qué? ¿Piensas entrar?

- ¿Entrar? - Nice le miró como si fuera idiota. Y la verdad es que se sentía un poco así. De pronto no era capaz de pensar de una manera racional. - ¿Para qué? Hemos venido para que vieras si exageraba o no, y ya lo has visto.

- Sí, claro, claro – la chica agitó la mano, volviéndose hacia Samuel, que estaba contando billetes en su cartera - ¿Qué dice usted, señor Fog? ¿Hay posibilidades?

- Tengo suficiente para un plato de cuscús – dijo él – Podemos intentarlo.

- ¿Se meterán con mi ropa? Si se meten con mi ropa tendremos problemas.

- Intenta ir detrás de mi y hazte la digna. Lo importante es que no perciban la apariencia creativa y rompedora de tus botas customizadas.

- Perfecto. Vamos, David.

El chico alzó las cejas y negó con la cabeza.

- De eso nada. Va a pensar que hemos venido a espiarle, como de hecho es el caso, y no quiero tener líos. Entrad vosotros si queréis.

- Eso será si nos ve – puntualizó Berenice con acierto – Y además, si tú no entras no es lo mismo. Al fin y al cabo eres tú quien…

- Agua.

Samuel hizo una leve inclinación de cabeza a alguien más allá del cristal y se apartó hacia un lado con su caminar elegante. Nice puso cara de circunstancias y le siguió. Cain prefirió no mirar. Suspiró, adoptando su mejor pose indiferente y sacó un chicle de un bolsillo. Cuando la puerta de La Jaima tintineó al abrirse y la figura de Gabriel se alzó delante suya en toda su envergadura, se preparó para responder con cinismo a la reprimenda que sin duda le aguardaba. Sin embargo, cuando alzó la mirada, se encontró con los ojos azules del profe observándole con mal disimulada preocupación.

- Cain, ¿qué pasa? – no había reproche, no había desconfianza - ¿Te encuentras bien?

“Cree que he venido porque ha ocurrido algo”, comprendió. En ese momento se le cayó el alma a los pies. Se sintió un estúpido. Estaba haciendo una estupidez, absoluta y enorme. Y como estaba haciendo una estupidez, sólo había una salida: decir algo aún mas estúpido para desviar la atención.

O la otra. Ser sincero e intentar llevárselo de ahí. Con él. Era arriesgado, pero tenía que intentarlo.

- No me respondiste.


. . .


29 de Enero – Gabriel


Si las citas con Sara ya eran bastante malas de por sí, aquella estaba amenazando con ser la peor de todas. El sitio no le gustaba, demasiado oscuro, y no era su estilo. El menú no le gustaba, demasiadas especias. Ella no le gustaba, hacía tiempo que había dejado de sentir nada en absoluto por aquella mujer que parecía encontrar siempre motivos para preocuparse y que había dejado de ser interesante y de tener aspiraciones en el momento en que su relación se consolidó. La velada estaba siendo tediosa cuando aparecieron los músicos y lo convirtieron en algo menos terrible.

Sara estaba cada día peor. Sus nervios habían empeorado, el psiquiatra le había mandado más y más medicación. Gabriel sospechaba que ella lo hacía a propósito: se estaba viendo venir la ruptura y quería manipularle, manteniéndole a su lado por pena. Aun siendo consciente, no tenía fuerzas para abandonarla, y aunque estaba intentando hacerlo de manera progresiva, las cosas estaban más difíciles cada semana.

Los músicos fueron un alivio, pero ver a Cain al otro lado del cristal, con aquella chica excéntrica y el tipo de traje, fue como si un ángel hubiera bajado del cielo. Se había disculpado con su novia y había salido, deseando en su fuero interno que lo que le traía allí no fuese nada demasiado grave, pero sí lo suficiente para servirle de excusa para largarse.

Sin embargo, al llegar afuera y ver la expresión de Cain, se había asustado de verdad. Era de nuevo la expresión frágil escondida detrás de una falsa dureza. Ojos verdes, caramelos de menta quebrados, pisados por una bota de hierro.

- ¿A qué no te respondí?

- ¿Por qué vienes aquí si no te gusta la puta comida árabe?

El tono de su voz era más áspero ahora. En su mirada verdeante se encendió un destello de ira reprimida. Gabriel se devanó los sesos, intentando entender algo, sin éxito.

- ¿Qué?

Al chico se le apagó el resplandor en la mirada y se echó a reír con una risa amarga, meneando la cabeza y haciendo un gesto con la mano, como si le quitara importancia a sus palabras. Luego miró hacia el interior del local. Gabriel vio cómo saludaba a Sara con la mano, y un latigazo de tensión le enredó la espalda, poniéndole a la defensiva. “¿A qué viene esto?”.

- ¿Es tu novia?

- Sí – respondió. Se irguió y frunció el ceño, cruzándose de brazos - ¿Por qué has venido?

Cain se le quedó mirando un buen rato. Gabriel siempre había pensado que era bueno relacionándose con la gente. Empático, asertivo. Pero con Cain… en ocasiones como aquella era absolutamente incapaz de saber qué narices se le estaba pasando por la cabeza. No podía descifrar su expresión ni las motivaciones de sus actos.

- Yo soy tu excusa para no irte a vivir con ella, ¿no?, para no tenerla por tu casa rondando. Eso me dijiste. Soy tu excusa para evitar a tu chica hasta que seas capaz de dejarla.

Gabriel asintió, intentando seguir su razonamiento.

- Entre otras cosas… la verdad es que sí.

Cain levantó la ceja y abrió los brazos, mirándole, desafiante. Esa expresión le produjo una extraña reacción. Como un chasquido interior, el rasgar de la cerilla contra la caja.
 Y escuchó abrirse la puerta de La Jaima.

- Gabriel, ¿va todo bien? – dijo una voz femenina a su espalda - ¿Quién es este chico?

“Sara. Joder, lo que faltaba”

- Úsame – soltó entonces Cain, antes de que él llegara a darse la vuelta y fuera capaz de explicarle nada a la mujer.

Lo dijo sin más, ahí de pie, con los brazos abiertos como si se estuviera ofreciendo. El profesor interrumpió el movimiento a la mitad y volvió a encarar al chico con brusquedad, apretando la mandíbula y atravesándole con una mirada de advertencia.

“Por Dios bendito, ¿pero qué está diciendo?”

Un estremecimiento le sacudió la columna y sintió cómo el fuego empezaba a treparle desde el estómago hasta los dedos, y después por la garganta. Era rabia, ira condensada, llameante y salvaje. ¿Cómo podía soltar eso, algo así? Y delante de…¿Pero en qué estaba pensando el chico del demonio? Gabriel intentó hablar, pero se le había cerrado la garganta. Aquellas palabras le estaban golpeando por dentro de una manera que era incapaz de entender, pero aunque no las entendiera, causaban un efecto devastador.

- ¿Qué significa esto? – espetó Sara - ¿Gabriel?

Cain alzó el rostro un poco más, dando un paso hacia él. El viento le desordenó los cabellos desde la nuca, cubriéndole medio rostro con el largo flequillo. Su mirada era casi hipnótica, y su voz aún peor. El movimiento de sus labios al hablar y ese brillo retador, esa insolencia en las pupilas.

- Me llevaste a tu casa para eso, ¿no? – continuó -  Pues úsame. Úsame esta noche, y todas las que quieras.

- ¿De qué habla? – insistía Sara, implacable - ¡Exijo una explicación!¡Ahora!

- Sólo tienes que hacerlo. Yo no te lo voy a impedir. Estoy de acuerdo con esto. No tienes por qué comerte el puto cuscús, ni ninguna otra cosa que no quieras. Úsame.

El fuego se convirtió en lava y se filtró en su sangre. Y toda la racionalidad, la paciencia y la calma se diluyeron, como el hielo en una hoguera.

- ¡Cállate de una puta vez!

Los ojos de Cain destellaron, desmesuradamente abiertos a causa de la sorpresa. Gabriel escuchó rechinar sus propios dientes. El chico tenía la boca cerrada, por fin. Entonces se dio cuenta de que había gritado, tan fuerte que varios de los transeúntes les estaban mirando… y tenía al chaval agarrado por las solapas de la cazadora. Le había levantado del suelo y empujado contra la pared.

“Por Dios bendito”.

Le volvió a bajar y le soltó. Se pasó la mano por la cara y se dio la vuelta para alejarse de él todo lo posible a largas zancadas. Había perdido el control. ¿Cómo había dejado que pasara? ¿Qué coño había sido eso? Al llegar a la puerta, se encontró con la expresión asombrada de Sara. Como empezase ella otra vez, no sabía de qué sería capaz. Aún tenía los incendios crepitando en las venas, detrás de los ojos, bajo la piel. Y no iban a apagarse sin más.

- Las preguntas te las guardas – gruñó, sin dejar que la mujer tuviera ocasión de decir nada – Nos vamos a tu casa. Ahora.

Ella asintió sin replicar. Sumisa y complaciente, volvió adentro tras él para pagar la cuenta y marcharse. Gabriel tenía los músculos anudados de tensión. Desde el interior de La Jaima, echó un vistazo afuera.

Los ojos verdes estaban ahí. Leyó los labios de Cain mientras los movía. “Cobarde”. Luego, el chico sonrió y se fue, con las manos en los bolsillos y la cabeza alta.

Eso no le ayudó a serenarse.

Condujo por la ciudad a toda velocidad, tanto que cuando llegaron a casa de Sara, ella bajó de la moto con las piernas temblorosas.

- Gabriel… ¿me vas a decir algo sobre lo que ha pasado antes? – volvió ella a la carga, con inseguridad, una vez cruzaron el umbral de la puerta.

- Sí. Que te calles tú también.

Por si se le ocurría protestar, le metió la lengua en la boca y se la llevó a la habitación. Estuvo haciéndole el amor desenfrenadamente, casi con violencia, hasta que fue capaz de sacar de su cabeza la imagen de Cain y sus palabras traicioneras. Una vez que lo consiguió lo suficiente como para volver a ser una persona racional y controlada, dejó de tener interés en el sexo con Sara. Ella, en cambio, parecía fascinada por la experiencia. Intentó comunicarle lo bien que le había hecho sentir, pero Gabriel se dio la vuelta y fingió dormirse.

A veces, un hombre necesita que le dejen en paz. En aquel momento, Gabriel, que tanto esfuerzo había invertido siempre en su templanza y autocontrol, sólo tenía ganas de eso.


. . .


29 de Enero – Cain


- No te vayas…

Había echado a correr al poco de doblar la esquina, pero Berenice le había seguido el paso. Siempre había sido buena atleta. Le había cortado el paso frente a un contenedor. A Cain te temblaban las manos y el aliento. Tenía un nudo extraño en la garganta y una sensación de vacío aún peor que la que le había asaltado al principio de la noche. Se apoyó en la pared. Nice se le acercó. Estaba seria, cosa inusual.

- Necesito estar solo, ¿vale?

La chica le miró.

- Lo que menos necesitas ahora es estar solo – respondió. Su voz sonaba dulce.

Cain negó con la cabeza. Ella no lo entendía. ¿Quién lo iba a entender? Se había dejado llevar, quizá había sido un poco demasiado provocador, cruel con la mujer aquella a la que no conocía de nada, pero sólo estaba bromeando. Era evidente, ¿no?. Quería provocar un malentendido, desde luego, pero no se esperaba aquella reacción desmesurada de Gabriel.

Había visto fuego en sus ojos. Había sentido esas llamaradas a su alrededor cuando le agarró y le levantó en vilo, estrellándole contra la pared. Se había sorprendido, quizá se había asustado un poco… pero había sentido algo más grande que el miedo. Una sensación mística que le recordaba a algo que no era capaz de recordar. Estaban cerca. Otra vez, al fin, cerca. Y estaba reaccionando a él, no cabía duda. Había visto su rabia y algo más, algo detrás de ella, que no podía definir. Su aliento le había golpeado en el rostro… y después, él le había soltado, regresando con la mujer sin mirarle ni siquiera una vez más.

- No me digas qué es lo que necesito. Lárgate. Por Dios te lo pido, vete antes de que me humille aquí delante.

Berenice tragó saliva y sacudió la cabeza.

- Vamos a estar detrás de la esquina, David. ¿Me oyes? Haz lo que tengas que hacer, desahógate, o cálmate… o lo que sea. Y luego vienes con nosotros. ¿Me lo prometes?

Cain empujó las lágrimas hacia atrás. Intentó ignorar el dolor de la grieta en su pecho y asintió.

- Te lo prometo.

Berenice asintió y desapareció detrás de la esquina.

El rechazo era como una lluvia de puñales de cristal veneciano retorciéndose en sus entrañas. Todo se le había escapado de las manos, una situación tan tonta, tan sencilla de resolver, y se había convertido en una especie de huracán que les había sacudido hasta los cimientos a los dos, eso era evidente. El profe había perdido los papeles y él se había pasado de la raya, demasiado afectado por… “Por mí, demasiado afectado por mí. Maldita sea. Esto es peor que cualquier otra cosa”.

Maldito fuera.

Le había llamado cobarde, porque lo era. Era un cobarde y un gilipollas. Él sabía que ellos dos tenían que estar juntos, lo había sentido con claridad al verle aquella noche, y con la tonta broma sólo estaba enviándole un mensaje. El mensaje era: “Ven, quédate conmigo, te estoy dando una oportunidad de deshacerte de ella, sólo por hoy o definitivamente. Y además, te necesito”. Pero el muy gilipollas se había vuelto loco de remate así de repente.

Estaba enfadado, furioso con Gabriel y decepcionado consigo mismo. Odiaba sentirse así.

Miró hacia el extremo de la calle. Miró tras de sí, hacia el recodo tras el cual aguardaban sus amigos. Cerró los ojos con fuerza y después exhaló el aire. Dos gruesas lágrimas se escurrieron por sus mejillas. Se las limpió y se adentró en el callejón, rumbo al metro y sintiéndose una basura.

A estas horas, ya habría gente con material en La Caverna.


. . .

© Hendelie

1 comentario:

  1. Yo no se el resto , pero cada vez lo paso peor por Caín . supongo que tendrá un tope , que alguna vez llegará , tocará fondo y saldra de toda la mierda en la que está metido .

    Muy buenisimo el capi. gracias por subirlo .

    Un abrazo

    Judith

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