lunes, 28 de noviembre de 2011

Flores de Asfalto: El Despertar - VIII

La defensa de Constantinopla


25 de Enero – Cain

Había estado balanceándose en un sueño que no podía recordar, plácido y tranquilo. Se despertó cuando le sintió alejarse de él y la sólida calidez de su cuerpo dejó de arroparle. Resignado, Cain mantuvo los ojos cerrados mientras el profesor se desliaba de sus brazos con delicadeza y le liberaba de los suyos, dejándole desamparado entre los edredones. El colchón no hizo el menor ruido cuando el peso de Gabriel lo abandonó. Cain se quedó inmóvil donde estaba, fingiendo dormir y respirando el aroma a naftalina de las sábanas, el leve residuo del perfume a sándalo del hombre que había estado tumbado a su lado. Escuchaba, aún medio dormido, aquel silencio absoluto, preguntándose cómo se las arreglaba el tío para ser tan discreto.

Entreabrió los párpados, espiándole con disimulo desde la cama. La luz gris del amanecer entraba por la ventana a través de los visillos blancos. Gabriel estaba de pie frente al armario abierto y de espaldas a la cama, vistiéndose. Sólo se escuchaba el roce de la ropa sobre su cuerpo: la fricción de los vaqueros contra las piernas, el deslizarse de la camiseta negra sobre los músculos torneados. El cabello castaño claro estaba revuelto, se le enredaba en la coronilla. Cuando el profesor se giró, Cain se mordió el labio y volvió a cerrar los ojos rápidamente. Contuvo la respiración al percibir que se acercaba, silencioso, descalzo sobre el suelo de madera. La sombra de su silueta le cubrió. “Quizá me va a despertar. O sólo quiere comprobar si estoy dormido”.

Aguardó unos segundos sin que nada sucediera. Después, un roce sobre su pelo, junto a la mejilla. El contacto le produjo un calambrazo en las venas y tuvo que contenerse para no saltar sobre el colchón. Petrificado, con el aire congelado en los pulmones, esperó a que la puerta se cerrara cuando Gabriel salió por fin de la habitación. Entonces abrió los ojos y respiró de nuevo, llevándose las manos al mechón de cabello. Eso había sido una caricia. ¿Había sido una caricia? Sí, lo fue, lo fue, estaba seguro.

Vocalizó una maldición y rodó hasta quedar boca arriba y fijar la mirada en el techo.

Ya había pasado por esto antes. Quizá no de la misma manera, pero no tenía ningún problema en aceptar sus sentimientos. Se había dado cuenta a lo largo del día anterior, y esa caricia casi imperceptible había terminado de confirmarlo: Gabriel le gustaba, en muchos sentidos. Le gustaba su rostro, su figura, su olor. Le gustaban sus ojos azules e intensos. Le gustaba su pelo y la manera en la que le trataba; le había gustado sentir sus brazos alrededor y poder romperse al fin y buscar consuelo en un lugar seguro.

Aquella noche había llorado. Lloró por sí mismo, por lo que había sido de él. Lloró por su infancia y por su adolescencia, y lloró por su futuro. Entre las lágrimas, los recuerdos de cosas que merecían la pena, de cosas que había enterrado para no sufrir, que había abandonado para no decepcionarlas, volvieron a él. Tres rostros del pasado se dibujaron con claridad en su memoria. Y había tomado una decisión al respecto.

Cuando escuchó cerrarse la puerta de la calle, saltó de la cama y se fue de cabeza a la ducha. Tenía mucho que hacer y poco tiempo. El agua fría le despejó de los últimos retazos del sueño. Mientras se secaba, el espejo le devolvió su imagen. Siempre se sentía extraño sin el maquillaje: a su rostro le daba por mostrar síntomas que no le gustaba que se vieran. Las ojeras, por ejemplo. Y la forma de sus ojos, que no era tan afilada ni agresiva como cuando la corregía con el lápiz negro. Dudó durante un instante, pero al final decidió prescindir de las máscaras. Al fin y al cabo, no las iba a necesitar ese día. Se peinó el flequillo largo por un lado, sin usar fijador, y se dirigió a la cocina.

Marcó el numero de Ruth en el móvil mientras mordía un bizcocho y buscaba las llaves. El tono sonó una vez, otra y otra. A la cuarta, la voz sorprendida de su vieja amiga se escuchó al otro lado.

- ¿David?

- Hola, Ruth.

Silencio incómodo. Masticó, frunciendo el ceño. “Que no cuelgue”. Pero Ruth no colgó. La escuchó suspirar antes de que volviera a hablarle.

- Dios mío, ¿Cómo estás? -  suspiró de nuevo, parecía algo sofocada. Y no le extrañaba - Hace… ¿Cuánto tiempo hace? Eres un cabrón. Hemos estado llamándote, y lo sabes. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué no contestabas las llamadas?

- Lo siento, Ruth. Perdóname. Ya sabéis que soy un mierda – dijo, sin autocompasión alguna. Era un hecho y él era consciente. – Las cosas no han ido muy bien los últimos meses.

- Querrás decir los últimos años.

Cain dejó de masticar. ¿Tanto tiempo? Pues sí… tanto tiempo. “No voy a echarme atrás ahora”, se dijo, cuando le sobrecogieron unas ganas irrefrenables de colgar el teléfono.

- ¿Los has contado? – replicó tras una pausa. El comentario le salió un poco brusco, así que se corrigió al momento – Lo siento. Oye, no he llevado muy bien el cálculo de… de nada en realidad, desde que dejé el instituto. Yo… me preguntaba si podríamos vernos.

- ¿Tienes algún problema? – dijo ella enseguida - ¿Necesitas algo?

Cain reprimió una sonrisa.

- No… por extraño que parezca, no. Pensaba ir al centro ahora, tengo que renovar vestuario. ¿Qué me dices?

El tenso silencio que siguió a su pregunta le hizo sospechar que se negaría. Bueno, lo había tenido muy en cuenta, era una posibilidad bastante segura, de hecho. Pero deseaba que no lo hiciera. Quería volver a ver a Ruth; aquella noche se le habían despertado todas las añoranzas que habían permanecido adormecidas en su alma, como bajo un hechizo que sólo se había roto cuando tuvo la fuerza – o la debilidad – suficiente para llorar, para pensar en su vida, para afrontarse. Entre esas añoranzas estaban sus viejos amigos del instituto, y Ruth había sido como una hermana para él… aunque nunca se había dado cuenta, hasta ahora.

- ¿Sabes? Debería decirte que te vayas a la mierda – soltó ella. Luego su voz se volvió mucho mas cálida – Pero no puedo… joder, me alegro tanto de oírte… no sabíamos qué había pasado contigo. ¡Mas te vale contármelo todo! Salgo para allá.

- ¿Nos vemos en el reloj rojo, entonces? – preguntó Cain, ensanchando la sonrisa.

- Ni lo dudes. ¡Allí nos vemos!

Cuando el teléfono le regaló el pitido que anunciaba el fin de la conversación, se quedó mirándolo con asombro un raro. ¿Tan fácil? Era increíble que le hubiera resultado así de sencillo. En su mente, Ruth tenía todos los motivos del mundo para colgarle y pasar de él, y sin embargo ahí estaba. Dispuesta a volver a verle después de… años. “No me he dado cuenta del paso del tiempo. No me he dado cuenta de tantas cosas…”

Salió de casa y se dirigió hacia el metro, pensativo. Durante los años del instituto, había tenido un consuelo en su vida de mierda al conocer a Ruth, Samuel y Berenice. Hasta entonces, Cain no había tenido ningún amigo ni tampoco los había buscado. No le gustaba la gente. La gente le había demostrado que era peligrosa, cruel y malvada. Y aquellos a los que había conocido y no lo eran, siempre terminaban mal: muertos o desaparecidos. Así que no había muchas razones por las que molestarse en trabajar relaciones sociales más allá de charla en los bares, conversación anodina en clase y aquellos momentos escasos en los que era necesario hablar como paso previo a la satisfacción de necesidades básicas, como comer o mantener relaciones sexuales.

Aunque a algunas personas les parecería aberrante esa idea, Cain había comprobado que no había demasiada diferencia entre pedir una barra de pan y una mamada. Ambas cosas había que hacerlas en el ambiente adecuado, claro: no ibas a comprar pan a la esquina de los chaperos ni a La Gruta, igual que no mencionabas lo otro en la panadería, pero no dejaba de ser irónico que, al llegar al instituto, se encontrara con que a su alrededor todo el mundo pensaba, soñaba y fantaseaba continuamente acerca del sexo como si fuera algo inalcanzable y difícil de hallar, siendo que todos estaban deseando, ellos y ellas.

En aquel lugar extraño y lleno de hormonas, tres personas se desmarcaban un poco de la masa. En general, todos los chicos y chicas vestían igual: según la moda del momento. Aquellos tres seres, en cambio, parecían haber venido desde otra dimensión y haber caído en su clase por casualidad.

A Samuel le llamaban “El de otra época”, y no era difícil adivinar el motivo. Iba a clase con traje de sastre, chistera y bastón, aunque a veces prescindía de la chistera. Pero nunca de la camisa ni del cuello almidonado, ni del pañuelo, por supuesto. Tenía los ojos grises y el cabello negrísimo, peinado con raya en medio. Siempre mantenía el semblante impasible y se comportaba como un caballero victoriano: la clase y la elegancia le seguían a su paso como un aura atemporal. Silencioso, reflexivo, siempre serio y con un libro en la mano, tenía el sentido del humor refinado y punzante como una aguja. La única persona capaz de sacarle de sus casillas era Berenice, y tampoco eso era tan raro, porque Berenice era simplemente insoportable. O lo habría sido, si no fuera tan condenadamente divertida. Berenice tenía el pelo rizado y castaño, los ojos marrones y brillantes, chispeantes, llenos de alegría. Se vestía como una especie de bufón, con pasadores de colores, colgándose extensiones llamativas del cabello o acudiendo a clase con pegatinas brillantes en las mejillas. Usaba botas de agua en verano y gafas de sol en invierno, se ponía una roja nariz de payaso cada vez que tenía que hablar con alguien que le cayera mal y tenía la mochila llena de cosas extrañas y absurdas que encontraba por ahí y acumulaba compulsivamente. Al contrario que Samuel, Berenice era provocadora y de carácter fuerte: no permitía que nadie se metiera con ella ni con ninguno de sus protegidos. Sus protegidos – osease, los otros tres – no entendían en qué momento la chica menuda se había erigido como defensora de sus causas y solían ignorar ese detalle.

Respecto a Ruth, podría decirse que era la mas normal del grupo: el nexo de unión entre aquel par de freaks y el resto del mundo. Tenía un carácter más maduro y calmado que Berenice y se mostraba comprensiva con facilidad. También había adoptado la estética siniestra que a Cain ya le apasionaba entonces, por lo que congeniaron enseguida. Y Cain, que no sentía que encajara en aquel lugar, no dudó en arrimarse a aquel trío peculiar. A partir de ahí, las cosas salieron solas. Era difícil no encariñarse con ellos, sobre todo teniendo en cuenta que el instituto era el único lugar en el que podía escapar de la calle y de su casa de acogida, que por entonces era aún la casa de clase media en la que había un cuadro de un ángel pese a que se parecía más al infierno que al cielo. De alguna manera, la amistad de esos tres chicos le había salvado la vida entonces. Muchas veces, de hecho. No pensó en el suicidio ni una sola vez en todo el tiempo que estuvo con ellos.

Al salir del metro, el aire frío le revolvió el pelo, aún húmedo. Era temprano y no había mucha gente por la calle, sólo el constante desfile de hombres y mujeres silenciosos que se dirigían a su lugar de trabajo. Cain echó un vistazo a la plaza, donde el tráfico sí era abundante: los coches parecían empujarse unos a otros bajo las nubes plomizas. Amenazaba lluvia.

Cruzó cuando los semáforos se pusieron en rojo para ellos, sorteando los parachoques y los guardabarros, y apretó el paso al divisar la figura que aguardaba bajo el reloj. La mirada y la sonrisa de Ruth le cruzaron de parte a parte como un relámpago.

Fue incapaz de procesar nada coherente en su mente durante los siguientes cinco minutos. Los reencuentros de las películas siempre le habían parecido estúpidos y cursis, ¿no?, pues bien, ahora estaba protagonizando uno. Se escuchaba a sí mismo repitiendo el nombre de su amiga, le escuchaba a ella decir el suyo, se abrazaban, reían, se alejaban tomados de las manos para mirarse mejor con cara de idiotas y se volvían a abrazar. Tenía un nudo en la garganta y el corazón parecía ensanchársele en el pecho. Y aunque una parte de sí le repetía toda la cantinela de la cursilada y la estupidez, le instaba a seguir siendo cínico y distante, se encontró con ganas de llorar. Otra vez. Cuando al fin recuperaron la facultad de hablar con relativa coherencia, Ruth le cogió del brazo y prácticamente le arrastró a una cafetería.

- Tienes que contármelo todo – le dijo una vez dentro, delante de su taza humeante. Ahora llevaba el pelo corto, a la altura de la barbilla, y un piercing en el labio. Sí, estaba más alta y más mujer. El tiempo había pasado. - ¿Qué fue de ti? ¿Qué estás haciendo?

- Trabajo – dijo él, como hipnotizado aún por el reencuentro. Se corrigió rápidamente – Bueno, trabajaba. Ahora estoy en paro.

- Vaya, lo siento. ¿Y dónde vives?

Ruth le sonrió. No se atrevía a preguntar por su situación familiar directamente. Siempre había sido muy delicada con esas cosas, y Cain lo agradecía.

- Estoy compartiendo piso con un compañero. ¿Y tú?

- Nada, sigo con mis padres – admitió ella, riendo – Desde luego que te has escondido bien, porque no hemos vuelto a verte por ningún lado. ¿Dónde te metiste?

Seguía con la cantinela, claro. Cain hizo un gesto que esperaba fuera lo bastante explícito como para no tener que responder. Su mirada se ensombreció y se dio un largo trago de la taza, sintiendo que las cosas no eran tan fáciles al fin y al cabo. Ruth captó la indirecta y bajó los ojos.

- Sabes, ahora es un poco como empezar de nuevo para mí – confesó Cain, suavizando el semblante. Ruth siempre había sido comprensiva. Tenía que entenderlo – De hecho, es como si, desde la última vez que nos vimos, hubiera estado… yo que sé. Congelado.

- Como Walt Disney.

- Exacto – afirmó el – Lo mismo. Igual.

- Vale.

- O secuestrado por los extraterrestres eso, abducido. Así que ahora tengo que buscar un trabajo y…- se calló y tragó saliva. Ruth asintió, mirándole con calma. – Voy a renovar mi vestuario.

La chica esbozó una nueva sonrisa.

- Me gusta la idea. Puedo ponerte al día de todo mientras vemos trapos. Siempre has sido el mejor para ir a ver trapos.

Cain se contagió de su sonrisa. Un poso amargo le estropeaba el sabor de aquel momento que tanto había esperado sin saberlo. Sin embargo, todo a su tiempo. Realmente había sido un amigo de mierda, pero tenía que seguir ocultándole algunos aspectos de su vida a Ruth; no podía permitirse confesar según que cosas… pero otras sí.

- Yo te pago el café. ¿Sabes que vivo con un profe?


. . .


25 de Enero – Gabriel

Esperó a que su reloj marcase la hora exacta antes de entrar al aula después del descanso del mediodía. Los chicos de tercero iban disponiéndose en las sillas, agrupándose y soltando los libros, algunos apagaban los cigarros detrás de los respaldos, pero Gabriel siempre fingía no darse cuenta de ese detalle.

- ¿Qué tal? ¿Dispuestos a seguir con lo que nos traemos entre manos? – preguntó a la concurrencia, apoyándose en la mesa y empuñando el interruptor de las diapositivas por si las necesitaba.

Hubo algunos murmullos de “sí”, “qué remedio” y “dale caña, profe”, entre las filas delanteras. Los chavales no parecían demasiado cansados. Traían cara de lunes, sí, pero hasta él tenía cara de lunes, era inevitable. La clase de tercero estaba compuesta por unos treinta alumnos, de los cuales sólo acudían con regularidad dos terceras partes. Era un número cómodo para hacer su trabajo. Realmente le gustaba.

Contó por encima y se sorprendió de que ninguno hubiera huido para fumarse la clase después del almuerzo. Se sintió orgulloso: había intentado dejarles con la intriga y al parecer lo había conseguido.

- Vale, ¿por dónde íbamos? Helena, dímelo tú.

La muchacha alzó la vista de sus papeles.

- Estábamos viendo la defensa de Constantinopla contra el ataque de los turcos.

- ¿Y quién va ganando?

Un chico de pelo rizado y gafas levantó la mano y habló antes de que le diera permiso.

- La defensa. Llevan ventaja defendiendo, como en el Risk.

Se escucharon algunas risas apagadas y Gabriel sonrió a medias.

- Sí, la verdad es que en un asedio, la ventaja inicial la lleva habitualmente el que defiende. Pero ahora seguiremos viendo… - frunció el ceño - ¿No os había planteado un reto?

- Sí – de nuevo Helena – Averiguar quién fue el culpable de la caída de Constantinopla. Pero aun no tenemos pistas.

- Vale, vale…veinticuatro de mayo. Poneos en situación. – Gabriel les dio un tiempo para captar su atención, les miró a los ojos, caminando sobre la tarima como un presentador de televisión. Y en el fondo, se sentía un poco así - Es primavera, las temperaturas se han suavizado. La ciudad aguarda, en tensión, pero con esperanza. Tienen a su emperador al mando, al pie de la batalla, cabalgando de un lado a otro para animar a las tropas y coordinar las defensas, y el poder de Dios les guarda. Es la cristiandad. Su Señor no permitirá que el baluarte de la cristiandad caiga. Ellos tienen fe. Rezan y mantienen el ánimo alto, seguros de que acabarán llevándose la victoria. Los navíos venecianos llegarán pronto, no deben estar a más de dos días de viaje, y con ese último apoyo, podrán expulsar al invasor.

Reprimió una sonrisa al reparar en las expresiones de los chavales. Sabía que era buen narrador, pero nunca dejaba de provocarle una sensación agradable ver las caras de aquellos chicos y chicas, casi hombres y mujeres – aunque ellos creían serlo ya – con los ojos fijos en él, bebiéndose sus palabras, escuchando sus relatos.

- Pero algo cambió esa noche. ¿Recordáis cómo habíamos empezado esta historia?

Un chico voluminoso y con gafas de la última fila, alzó la mano y habló.

- Con las profecías.

Gabriel asintió, severo.

- Así es, con las profecías. Y una de ellas decía que llegaría el día en que la Ciudad de Dios se vería acosada por fuerzas enemigas, y que la ciudad sólo resistiría mientras la luna brillara en el cielo – Hizo una pausa dramática – Imaginad ahora a uno de esos ciudadanos bizantinos, encendiendo el incienso en plena noche… y alzando la mirada hacia el cielo a través de la ventana. Y se encuentra con que la luna está … apagándose.

- Eclipse – susurró alguien.

Gabriel asintió. Luego adquirió un tono académico.

- Eclipse lunar. La noche del veinticuatro de mayo del año mil cuatrocientos cincuenta y tres, la luna dejó de brillar. El día veinticinco, durante una procesión, uno de los iconos de la Virgen María cayó al suelo y se rompió en pedazos. Acto seguido, el cielo se abrió y una inesperada tempestad de granizo y lluvia se abatió sobre las calles, obligando a los ciudadanos a guarecerse y a los soldados a buscar refugio. La fe de los habitantes de la ciudad sagrada se vio sacudida. ¿Y si su Dios les estaba dando la espalda? ¿Y si les estaba castigando?

»Ese mismo día, Mehmed II dio un ultimátum: Le ofreció a Constantino perdonar la vida de los cristianos siempre y cuando le entregaran la ciudad. Ante la negativa del Emperador, se ofreció a levantar el cerco si Constantino se convertía en vasallo del Imperio Otomano y le pagaba tributo. De nuevo, Constantino se negó, quizá porque las arcas del tesoro no podían permitírselo o tal vez por honor y orgullo. Probablemente por las dos cosas. Sin embargo, esa decisión no dejaba más opción que continuar la guerra.

Gabriel había ido modulando la voz, ahora era severa y trágica, anticipando a sus oyentes el final de aquella historia. Él mismo, al pensar en ello, sentía una cierta nostalgia. Ariadna solía decirle que se tomaba más a la tremenda el pasado que el presente, y tenía razón. Él no era capaz de explicar su sensibilidad hacia las historias del pasado, pero le conmovían y le sacudían con una añoranza muy real. Por eso había escogido dedicarse a esto.

- El sultán ordenó a las tropas descansar el día veintiocho para estar frescos al día siguiente, cuando tendría lugar el asalto final – prosiguió, cruzándose de brazos mientras paseaba sobre la tarima – Dentro de las murallas, los habitantes de la ciudad santa comenzaron a inquietarse. ¿Por qué aquel silencio? ¿Qué estaba ocurriendo afuera? ¿Por qué no atacaban?

Gabriel volvió a repasar con la mirada la sala. De repente, los ojos verdes destellaron desde la última fila. Se volvió casi con un sobresalto y se encontró con el rostro blanco de Cain, observándole atentamente desde su asiento. A su lado había una chica morena con el pelo corto que no le sonaba de nada. Ambos parecían atrapados en las redes de la historia que tejía, esperaban que continuase “¿Qué demonios hace aquí?” se preguntó, perdiendo el hilo por un momento.

Cain tenía el pelo diferente: no se había peinado con ese pringue viscoso que hacía que su cabello se alzara de punta en la nuca y el flequillo le cayese como una cortina sobre la cara. Se lo había apartado a un lado y le miraba con los ojos limpios de maquillaje.
Se quedó mirándole, haciéndose preguntas que no podía responder, hasta que se dio cuenta de que todos aguardaban.

- El emperador… - intentó retomar la narración – el emperador Constantino reaccionó rápido, y ordenó que todas las iglesias de la ciudad hicieran sonar sus campanas a lo largo de todo el día. La Ciudad Santa vibró con el estallido del bronce, parecía realmente la Ciudad de Dios. Por la noche, el Emperador y todos los habitantes de la ciudad entraron en la catedral de Santa Sofía para rezar juntos por la victoria.

- ¿Y qué pasó? – preguntó alguien.

Gabriel había vuelto a mirar a Cain. El chico sonrió ligeramente, quizá era su manera de saludarle.

- La ciudad resistió durante horas – dijo, finalmente. – Los turcos tuvieron que utilizar el cañón más grande que poseían para conseguir abrir una brecha en las murallas. Pero Constantino llamó a su gente y coordinó una cadena humana para reparar la brecha y asediar a los turcos a flechazos. Quién sabe lo que habría pasado si no fuera porque alguien entreabrió las puertas de la muralla noroeste.

Torció el gesto y se deleitó en las expresiones y los suspiros de sus alumnos.

- Eso no fue casualidad – soltó alguien.

Gabriel volvió la mirada inmediatamente hacia los jóvenes estudiantes y sonrió a medias. Había sido Cain.

- ¿Tu crees que no? ¿Por qué?

- No, creo que no fue casualidad. ¿Quién se deja una puerta abierta en medio de una guerra? No tiene sentido. Debió tratarse de una traición. ¿Quién salió beneficiado después de la caída de la ciudad?

Gabriel reprimió la risa y dejó que le respondieran sus alumnos. Algunos se habían dado la vuelta y ya estaban debatiendo con Cain. Les dio tiempo para exponer sus teorías de la conspiración entre sí hasta que, consultando los apuntes, llegaron a la conclusión de que los genoveses no habían perdido el tiempo. El murmullo de las jóvenes voces se elevaba por la sala. Le hacía gracia ver al chico argumentándoles con brío como si hubiera formado parte de aquel aula de toda la vida. Desde luego, desparpajo no les faltaba, ni a él ni a su amiga morena.

- ¿Esa es vuestra respuesta entonces? ¿Los genoveses fueron los culpables de la caída de Constantinopla?

Los estudiantes asintieron repetidamente. Gabriel entrecerró los ojos y se cruzó de brazos. Luego hizo una mueca.

- Puede que tengáis razón.

- ¿Pero cuál es la respuesta correcta? – exclamó alguien.

- Yo no la sé – Gabriel se encogió de hombros – No estuve allí, y en los documentos eso no queda aclarado. Lo que sí se sabe, sin embargo, es que Constantino luchó hasta el último momento en la muralla. Su muerte fue una leyenda y fue enterrado con todos los honores en la ciudad que había defendido y que pasó a llamarse, desde entonces, Estambul. Y ahora venga, defensores de las murallas, largaos a vuestra casa, que ya es la hora.

Los alumnos salieron de la clase sin prisa, en una riada tranquila, conversando entre sí y saludándole al pasar. Gabriel estaba concentrado en recoger sus papeles y ordenar las diapositivas que, como siempre, no había llegado a utilizar.

- Seguro que fueron los genoveses, profe.

Alzó la mirada y arqueó la ceja, contemplando a Cain. La chica que le acompañaba le saludó con la mano ligeramente y luego se volvió hacia el joven.

- Te espero fuera, David – dijo sin más, y salió al pasillo.

- A lo mejor fue Dios – decidió Gabriel, cerrando el portafolios y poniéndose el abrigo con gesto apresurado - ¿Sigue lloviendo?

- Una tormenta de las buenas – respondió Cain/David, tirándole de una manga que se había quedado doblada. Gabriel le miró de reojo con cierta inquietud -  Ruth es una amiga mía de la escuela, hemos ido juntos de compras y a buscar trabajo. Como tiene coche, nos lleva a casa. Así no te mojas.

El chico cogió el portafolios y le abrió la puerta. Gabriel le miró, perplejo ante tanta amabilidad.

- ¿Habéis venido a recogerme?

- De nada.

Cain sonrió y sus ojos verdes brillaron como estrellas.

 . . .

© Hendelie

2 comentarios:

  1. Entretenida me hallo con la lectura ^_^ Por ahora, genial, sigo adelante.

    Por cierto, lo de "respondió Cain/David, tirándole", ¿es adrede o un fallo del momento? Porque me ha chirriado un poco.

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    Respuestas
    1. ¡Hola Aya!

      Esperamos que te siga gustando XD. Pues no es un error, en este caso, ya que si te fijas al principio de la novela Cain siempre hace referencia a sí mismo usando ese nombre, pero a medida que transcurre se va produciendo un cambio y va usando más su nombre real, eso es para enfatizar esa transición. De cualquier manera, vas a encontrar mil fallos según leas, ya que lo que publicamos aquí son los primeros borradores de las novelas :D ya estamos corrigiendo y preparando la edición extendida y ultracorregida para la venta ^^

      ¡Besos! - Neith

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