lunes, 28 de noviembre de 2011

Flores de Asfalto: El Despertar - VII

Diálogo de almas


24 de Enero – Cain

Despertó cuando la luz de la mañana se hizo demasiado intensa como para seguir cerrando los ojos a ella. Esa luz se había filtrado bajo sus pestañas y le llevó de la mano a la vigilia con gentileza, donde seguía sonando aquella mágica música. Inmóvil, recorrió con la mirada cuanto quedaba al alcance de su vista: El televisor, una pila de películas en dvd, un periódico sobre la mesa. Los visillos blancos se movían con la suave brisa, la ventana de marcos blancos estaba abierta. Eran blancos los muebles y las paredes, hasta el sofá en el que había dormido ya en dos o tres ocasiones era blanco. Sin saber por qué, a Cain le tranquilizaba aquello, la sensación de limpieza, de pureza y luminosidad de aquel apartamento.

Las notas del piano se balanceaban, lentas, tejiendo una trama ondulante y dulce como la melodía de una caja de música. De nuevo le evocaba estrellas diminutas, delicadas. Reconoció la canción de la noche pasada, pero parecía diferente: más completa, más entera. Una nueva línea melódica se sumó a la otra y se trenzaron, tocándose y alejándose después. Cain se removió con cuidado para no hacer ruido y observó al profesor. Sentado frente a las teclas, movía los dedos sobre ellas con ligereza. Tenía el semblante relajado y la mirada fija en sus propias manos, con el pelo húmedo cayéndole sobre los hombros, suelto. Parecía más oscuro cuando lo llevaba mojado, como si el agua le hubiera apagado el color cálido y otoñal.

Durante un rato, sólo le miró y escuchó la música, dejando que la luz del sol invernal le calentara el cuerpo y las mejillas. Al mover los pies, se dio cuenta de que no llevaba botas y de que no recordaba haberse echado por encima ninguna manta. Escuchó la música en un silencio reverente hasta que las notas se apagaron, de nuevo parpadeando y despidiéndose despacio. Gabriel dejó los dedos sobre las teclas durante unos segundos, inmóvil, y luego los apartó, cuando ya no quedaba ninguna resonancia flotando en el aire. Entonces le miró, con ojos azules y plácidos. Cain apoyó la mejilla en el brazo del sofá y le estudió en silencio.

- ¿Cómo lo supiste? – preguntó, al fin – ¿Cómo supiste anoche que yo estaba ahí?

- Vi un reflejo en el cristal de la puerta.

Cain asintió. Aunque eso no lo explicaba todo. Pero Gabriel tampoco le pedía explicaciones de nada en absoluto, así que se guardó la curiosidad y la sensación extraña que tenía: que ambos eran como icebergs, mirándose cara a cara desde la superficie del mar simulando no haberse dado cuenta de que algo había colisionado entre ellos muy por debajo: en el mundo de los secretos, de las cosas de las que no se hablan.

- Se llama Lieren – dijo Cain al final. No sabía por qué le contaba aquello, pero el impulso vino por sí solo, y él lo siguió. – Le debo algunas cosas. Me salvó la vida cuando mi situación… era aún peor, ya sabes.

Gabriel negó con la cabeza. Cain se incorporó en el sofá, apartando la manta y despejándose con un bostezo, sin saber cómo interpretar aquella negativa. ¿No lo sabía, no le importaba o no lo entendía?

- ¿Por qué tenías un arma?

Los ojos azules le observaban fijamente. Cain se estremeció por dentro, sintiendo el peso de la pregunta. Gabriel se había inclinado hacia delante, cruzando los dedos de las manos y apoyando los codos en los muslos. Tenía la impresión de que estaba mirándole por dentro y se removió, incómodo.

- Hay que llevarlas. No es una metáfora, esta ciudad es… es un nido de alimañas. Hay que estar precavido.

- ¿Ibas a usarla contra él, o contra ti?

Cain suspiró y cerró los ojos. Demonios, el profe no se andaba con preámbulos. Tragó saliva, antes de contestar lo mejor que supo, preguntándose por qué contestaba, por qué se sometía a ese interrogatorio matinal sin quejarse y por qué se sentía como si le estuvieran juzgando y como si lo mereciera.

- Creo que… creo que no lo tenía claro aún – dijo al fin. Le tembló la voz un poco, cosa que le irritó. De nuevo se le agolparon las lágrimas detrás de los ojos, pero las aguantó estoicamente – Pero no lo hice. Al final no lo hice. Eso cuenta algo, ¿no?

- Claro que cuenta.

Cain asintió. Estaba incómodo. No dejaba de recordar las palabras de Gabriel la noche anterior, antes de que la música se convirtiera en un bálsamo dulce que le llevó en brazos hasta el sueño. No eres basura, te engañas a ti mismo diciéndote que toda la mierda que tragas es por tu gusto, tu no eres de los que se dejan pisotear. Cada una de esas palabras había actuado como un mazazo contra un muro en su conciencia.

Cuando le había visto aparecer allí, con los ojos llameantes y enfrentándose a Lieren, había sentido miedo y vergüenza, como si le hubieran sorprendido haciendo algo terrible y prohibido, merecedor de todos los rechazos. Fue como si su presencia le despertara de una sedación profunda. Pero aquel despertar iba unido a un dolor que aún no comprendía, a una ruptura de algo en su interior.

- Preferiría no volver a hablar de esto – declaró, alzando la mirada de nuevo – Ni de esto ni de mi ...  trabajo.

Gabriel frunció el ceño. No dijo nada durante unos segundos, y finalmente asintió con la cabeza.

- Como quieras.

- No te preocupes, no…

- ¿No qué? – espetó. Los ojos azules centellearon y Gabriel se enderezó en el asiento - ¿Qué es lo que no va a pasar? ¿No van a volver a atacarte en un callejón? ¿No vas a volver a ver a ese tío? ¿De qué es de lo que no tengo que preocuparme?

- No voy a intentar matarme. ¿Qué demonios te pasa? No es asunto tuyo. De hecho, ya que lo preguntas, no debería preocuparte nada, nada en absoluto. Te da igual lo que haga mientras que no me muera en tu casa, ¿no era eso?

- Los términos han cambiado.

La voz de Gabriel sonó tajante, imperativa. Cain tenía el corazón disparado en el pecho, la rabia le hormigueaba en la sangre. Él también se había erguido, arrodillándose sobre el sofá, en actitud beligerante.

- ¿Ah, sí? – replicó - ¿En qué, si puede saberse?

- Tienes que dejar todo esto. Las drogas y ese trabajo de mierda.

Cain abrió mucho los ojos. Era como un golpe en el estómago, aunque no era la primera vez que escuchaba esa frase. Pero sí la primera que se lo decía otra persona. Alguien que no era él mismo. ¿Cómo se atrevía?

- No quiero – respondió, alzando la barbilla - Es lo que he elegido. Este es mi camino, es lo que quiero hacer. Soy feliz así.

- ¿Eso te funciona? Porque yo no me creo una palabra.

Apretó los dientes, tragándose la saliva amarga que se le había acumulado en la garganta. Apartó la manta de un tirón y se fue a la cocina a zancadas, con la cabeza dándole vueltas y la sensación de haber recibido una bofetada en plena cara. Se obligó a sosegarse mientras se servía una taza de café. Quizá no era lo que más necesitaba en aquel momento, pero tenía que alejarse de ese hombre por unos segundos y recomponerse. “Dejar todo esto. Claro, como si fuera tan fácil. Y además, sin esto, ¿qué me queda? Ya no sé vivir de otra manera, nunca he sabido vivir porque nunca me han dejado intentarlo. ¿Cómo se lo explico? ¿Cómo va a entenderlo? ¿Qué coño le importa? ¿Desde cuando se ha convertido en mi padre?”.

Dejó la taza humeante en la encimera y se mojó las manos, pasándoselas después por la nuca. Regresó al salón, algo más dueño de sí mismo. Gabriel también estaba más tranquilo, pero seguía teniendo ese resplandor fogoso en la mirada y la expresión severa.

- Es la verdad – le dijo, con toda su entereza recién reunida – es lo que he elegido.

- No tiene por qué ser así – replicó el profesor, cerrando la tapa del piano. Parecía más calmado, pero igual de decidido. – Te propongo una cosa.

Cain se sentó en una silla, con la taza en la mano y observándole con desconfianza.

- ¿El qué? – cedió, al fin.

- Intentarlo.

Cain suspiró, resignado. Gabriel decía las cosas de manera que parecían sencillas, y por lo visto, dar su brazo a torcer no era su fuerte. Intentarlo, claro.

- No es tan fácil. No es… - levantó la mano, buscando el modo de expresarlo, pero la dejó caer. No era capaz de hallar palabras. – No es tan sencillo, ¿vale?

- No he dicho que lo sea – El profesor se levantó del taburete del piano y se reunió con él en la mesa – Tú dices que la vida que llevas es la que quieres. Yo te digo que puede haber otra cosa para ti, algo diferente. Que puedes hacer que esa frase que te repites sea realidad. Ser feliz, hacer lo que quieres, elegir de verdad. Podemos intentarlo al menos, durante un mes. Y después, si no ha funcionado en absoluto, si de verdad no hay modo de encontrar esas dos cosas, felicidad y libertad ... entonces tú mismo.

Cain se acordó de respirar y de parpadear. “Dios mío, ¿por qué me creo lo que dice, por qué me lo estoy creyendo? Esto no puede funcionar, esto no…”

- ¿Podemos intentarlo? – acertó a decir - ¿Qué quieres decir con podemos?

- Tú mismo has dicho que no es fácil. Voy a echarte una mano.

“Vas a necesitar ayuda”, había dicho Lieren. Un escalofrío le recorrió la espalda y se tensó de golpe.

- ¿Cómo vas a echarme esa mano exactamente?

- Ni idea - el profesor se encogió de hombros - ya iremos viendo.

El miedo se disipó de inmediato y Cain tuvo que reprimir una sonrisa. Aquel hombre era de lo más peculiar. Se expresaba con toda la seguridad del mundo aun sin tener idea de qué hacer o cómo actuar. Desde luego que tenía capacidad de decisión. Y, era ridículo negarlo, Cain se sentía seguro con él, de una manera instintiva e irracional. Se había sentido seguro desde el día en que le confundió con San Miguel secándole con una toalla. Le miró a los ojos. Gabriel esperaba una respuesta. Parecía importante para él. “Me importa”, había dicho la noche anterior. Sí, era verdad. Podía sentir que le importaba, que aquello era real. Y era extraño, tan extraño, saber que le importaba a aquel hombre y que le importaba sin condiciones, sin artimañas ni trucos ... tan extraño que le conmovía.

- No sé muy bien cómo comenzar – reconoció, bajando la mirada y dando un sorbo a la taza.

- Pensaremos en algo. ¿Tenemos un trato, entonces?

- Tenemos un trato.

- Bien – la sonrisa de Gabriel se dibujó, lenta y cálida. Cain apretó los labios – Tengo que salir. ¿Quieres acompañarme?

En las dos semanas que llevaba viviendo en la casa del profesor, nunca se habían preocupado mucho de las idas y venidas del otro, ni mucho menos habían ido ni venido juntos salvo para llenar los armarios de la cocina. A veces, Gabriel estaba viendo la tele y Cain se sentaba a su lado a mirar los programas o las series. Hablaban un poco en esas ocasiones, pero no había mucha más comunicación. Excepto la silenciosa, cuando Gabriel se sentaba a tocar el piano y Cain se deslizaba con disimulo hasta el sofá, tumbándose a escuchar. Por eso la proposición le extrañó al principio, pero finalmente asintió con la cabeza, acordándose después de preguntar.

- ¿Adónde?

- Al barrio viejo.

- ¿Al barrio viejo?

- Sí. Todos los domingos voy allí.

En aquel momento no preguntó para qué, y no le pareció nada del otro mundo. Se entretuvieron unos minutos, luego se calzaron botas y chaquetones y salieron al exterior.

. . .


La ciudad era gris y fría en Enero y las nubes ya habían cubierto el sol de nuevo, como si no quisieran dejarle demasiado tiempo en libertad. La luz pálida de la mañana entrada se escurría con dificultad entre los jirones grisáceos. Cuando se metieron en el metro, Cain se dio cuenta de que no habían dicho una palabra desde que abandonaron el apartamento, sin embargo, no le resultaba incómodo aquel silencio.

En una de las estaciones centrales, el vagón se llenó repentinamente y tuvieron que apretarse en un rincón. Gabriel se sujetaba de una de las barras altas, y Cain se hizo un hueco debajo de su brazo, evitando cualquier postura inadecuada. A pesar de todo, estaban en contacto y eso bastaba para provocarle una extraña tensión, un nerviosismo que le parecía infantil y fuera de lugar. El profesor se había abierto el abrigo de paño negro y su perfume le llegaba en vaharadas breves y sutiles, madera y sándalo que cosquilleaban en su nariz. Desde la posición en la que se encontraba no podía ver su rostro, pero en el reflejo de las puertas y ventanas de cristal del metro se dibujaba con claridad la barbilla cuadrada, los rasgos firmes, la nariz recta, la línea de la mandíbula y los profundos ojos de mirada penetrante. Cuando el tren se movía demasiado, la inercia le hacía apoyarse en su costado. Bajo la tela de la camiseta que le cubría, podía sentir el calor de su piel y la dureza de los músculos, el latido oculto de la sangre que caminaba por sus venas. Se pasó casi todo el trayecto intentando no rozarle más de la cuenta, con una sensación de sequedad en el paladar y maldiciéndose a sí mismo. Gabriel, que se mantenía impasible y silencioso, parecía totalmente ajeno a los descubrimientos de Cain. Ni siquiera cuando, en un bandazo más violento del vagón, el chico dio un traspiés y tuvo que sujetarle con el brazo se apercibió de la mirada hechizada del joven ni pareció notar que se agarró a él durante más segundos de los estrictamente necesarios.

Confundido y sintiéndose algo tonto, Cain agradeció infinitamente que llegaran a su destino. Ascendieron las escaleras también en silencio. Y al salir al exterior y observar el paisaje que se le presentaba, si hubiera estado hablando, se habría visto obligado a callar. No era la primera vez que estaba en el barrio viejo, pero era la primera vez que lo veía de aquel modo, y la visión le dejó sin palabras.

- ¿Esto siempre ha sido así? – murmuró.

Una risa cálida y contenida sonó a su espalda. La voz de Gabriel le llegó como una caricia.

- Siempre no. Ha ido cambiando, con el tiempo. Pero no demasiado en los últimos veinte años.

Cain asintió, observando los edificios que rodeaban la salida del metro, las calles adoquinadas y las farolas viejas. Aquel sitio era conocido por la gran cantidad de jóvenes que se reunían a hacer lo que no se debía hacer en los rincones y plazas que se abrían entre las calles tortuosas. De noche, uno venía aquí a drogarse, a comprar material o a beber. Nunca se fijaban en lo que les rodeaba, o al menos Cain nunca lo había hecho. Ahora, a la luz cenicienta del día invernal, se daba cuenta por primera vez del tesoro intemporal que era aquel barrio. Observó los edificios de piedra, viejas casas de una, dos o tres plantas, que alzaban sus tejados picudos hacia el cielo. Los sillares cuadrados eran marrones o grisáceos, los balcones estaban hechos de forja, y los cristales de las ventanas dejaban ver cortinas pesadas al otro lado. Las puertas eran altas, con llamadores. Algunas tenían escudos de armas tallados en la piedra sobre los aleros, o leones en la base de las escalinatas. En algunos tejados había pequeñas gárgolas de piedra esculpida. Enfrente de la salida del metro había una plaza redonda con una fuente y árboles sin hojas, de corteza blanca. En la fuente, cuatro peces extraños soltaban chorros de agua por la boca. Cain no tenía grandes conocimientos de arquitectura ni de escultura, pero tenía la sensación de encontrarse en un lugar donde varios estilos de épocas diferentes se mezclaban en una extraña armonía en la que no desentonaba nada. Atisbó una calle estrecha al otro lado de la plaza, que se abría entre dos casas altas separadas por un arco. Un farol solitario hacía guardia en el estrecho pasaje.

- ¿A qué vienes aquí los domingos? – preguntó de nuevo, metiendo las manos en los bolsillos.

- A pasear.

Cain disimuló la sonrisa y echó a andar hacia el túnel que había llamado su atención. Un entusiasmo repentino le inundó el corazón. Le gustaba ese lugar. Miró hacia atrás para cerciorarse de que Gabriel le seguía, y así era. La brisa gélida de enero le hacía ondear los cabellos con suavidad sobre los hombros y a la espalda.

- ¿Conoces bien el sitio?

- No mucho – admitió él – Aquí me gusta perderme.

- Creo que a mí también me va a gustar.

Apretó el paso y prácticamente estaba corriendo, emocionado, cuando alcanzó al fin el oscuro corredor. Se detuvo y lo atravesó caminando, con una mano en la pared, contemplando los muros en los que había talladas palabras en latín y griego.

- ¿Qué es esto, profe? ¿Qué pone aquí? ¿Quién lo escribió?

- Son inscripciones medievales. Non nobis Domine, non nobis sed tuo nomini da gloriam. – Cain se giró para mirarle. Los ojos azules de Gabriel brillaban tenuemente – Estas dos casas de al lado pertenecieron a familias templarias. Ese era su grito de batalla.

- ¿Qué significa?

- "No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria"

- Cuánta humildad.

Siguieron caminando por el corredor. Los dedos largos del chico rozaban los relieves de las letras, que adivinaba pintadas de rojo en la penumbra. Sus pasos hacían eco, los del profesor eran silenciosos. Al salir de nuevo al exterior, se abría una nueva plaza, octogonal esta vez, rodeada de grandes robles de hojas rojizas que temblaban en la brisa. La plaza tenía una valla de forja y las construcciones que se disponían alrededor eran casas de tejados más bajos, con columnatas y bustos en los muros. Detrás de la valla, una estatua de piedra carcomida reverdecía a causa del musgo.

Cain se acercó y trepó a la verja. Los barrotes estaban helados. Observó al ángel de piedra, que parecía mirarle con sus ojos sin pupilas. Una suave calma se apoderó de él, y dejó pasar los segundos observando aquella imagen: el ángel con armadura, con las alas desplegadas y la espada en alto, el semblante seguro de sí mismo y casi tranquilo. Bajo sus pies había una serpiente cubierta de escamas, con unas alas membranosas desgarradas y la lengua fuera. Llevaba un grillete en el cuello, y el ángel sostenía el extremo de la cadena con la otra mano. Del cinturón le colgaban tres llaves.

Sonrió a medias. Le recordaba muchísimo al profesor.

- ¿Habías estado aquí antes? – preguntó, volviéndose hacia él.

Gabriel negó con la cabeza.

- Siempre voy en la otra dirección. No me gustan los corredores oscuros.

- A veces hay que atravesarlos para llegar a lugares que merecen la pena – se soltó de la verja y bajó al suelo, a su lado. Se sentía ligero y tranquilo - ¿Sabes qué escena es esta?

Se reunieron al otro lado de la pequeña plaza, caminando cada uno en una dirección. La mirada del profesor era cálida y nostálgica. La dirigió hacia la estatua, negando.

- Yo sí conozco esa historia. Es de la Biblia – explicó Cain, orgulloso de poder ilustrar en algo a un hombre que era más de diez años mayor que él y además catedrático de universidad – Un ángel bajó del cielo portando una cadena y las llaves del abismo. Prendió a la serpiente con la cadena y la encerró en el infierno. Y allí tiene que estar mil años, hasta que, algún día que aún está por venir, el ángel regrese y abra las puertas del infierno, y suelte de nuevo a la serpiente para que intente engañar a los hombres.

- ¿Qué sentido tiene eso?

Cain se encogió de hombros.

- No lo sé. La verdad es que me acabo de acordar. Pero es esta escena, ¿ves? El ángel con la cadena y la serpiente, y las llaves del abismo.

- ¿Por qué te gustan tanto los ángeles, Cain?

El chico volvió a mirarle. El profesor ya no prestaba atención a la escultura, estaba observándole a él. Tomó aire y tardó un poco en responder.

- La primera casa de acogida en la que estuve, cuando era muy pequeño, era el hogar de una mujer vieja – explicó, desapasionadamente. - Estaba medio loca y obsesionada con un hijo suyo que había muerto, pero no era terrible en realidad. No me gustaba como olía, ni tampoco me gustaba su aspecto, ni que me peinara con esas manos arrugadas, pero me gustaban las oraciones que recitaba y que cuidara de mí.

- ¿Era muy creyente?

Gabriel se cruzó de brazos y se apoyó en la verja. Un mechón de cabello le cayó delante de la frente. Cain alargó la mano para colocárselo detrás de la oreja. Al apartar los dedos, se dio cuenta de lo que había hecho. El corazón le saltó en el pecho y comenzó a latirle como un loco. Gabriel se alejó un paso, tensando la mandíbula. Los ojos del profesor estaban fijos en él, bajo el ceño fruncido. El chico se lamió los labios y decidió seguir hablando como si nada, con la suavidad de su pelo aún besándole la yema de los dedos.

- Mucho. Muchísimo. Rezaba a todas horas, íbamos a misa… yo solo tenía cuatro años, pero me acuerdo de sus manos arrugadas y de las oraciones. – Hizo una pausa y luego empezó a recitar casi sin darse cuenta. La había repetido muchas veces, a todas horas en su mente, pero ahora, por primera vez en años, la dijo en voz alta – Oh, Ángel de la Luz, ángel que me guardas, protégeme del temor bajo tus alas doradas. Dame consuelo en el miedo, dame tus sabias palabras, dame fuerzas en la noche, cuando no me quede nada… haz brillar la luz en las tinieblas, infúndeme valor en el temor. Dame la fuerza de mil leones para enfrentarme a mis enemigos, dame el brillo de mil soles para encontrar la senda y el camino, dame tus mil escudos para protegerme de otros y de mí mismo.

Cain se metió las manos en el bolsillo. Gabriel le estaba mirando, y ya no parecía ir a echar a correr en cualquier momento. Había conseguido distraerle de lo del pelo. Menos mal.

- Oye… - el profe empezó a hablar en voz baja, parecía turbado. Cain se lamió los labios y luego se los mordió. ¿Quizá no le había distraído tanto como creía? – Oye, hay algunos… paralelismos en todo esto que no me parecen muy adecuados.

- No me hables como si estuviéramos en una reunión de empresa – espetó Cain, molesto – Ve al grano. ¿Qué pasa?

- Nada, nada. Solo quiero que tengas clara la diferencia entre eso de ahí y yo – replicó el profesor, señalando la estatua.

Cain tuvo que aguantarse la risa. De repente, Gabriel parecía indignado o confuso, o ambas cosas, y lo manifestaba frunciendo más el ceño y cruzándose de brazos. Así que estaba preocupado de que el chico le confundiera con un ángel. Bueno, era normal. A Cain se lo parecía. Y ahora más que nunca. Aun así, le tranquilizó.

- No seas presuntuoso. ¿Por qué dices eso?

- Por nada, solo por asegurarme.

- No tienes nada que temer. Están claras las diferencias. – Luego sonrió, travieso – Él es de piedra.

- No bromees. Ya sabes lo que quiero decir. Yo hago lo que puedo en esta vida, pero no soy omnipotente ni todopoderoso… y desde luego, no tengo alas.

Cain se rió, esta vez con ganas.

- ¿Pero a qué viene eso? – le tiró del abrigo distraídamente, y el profesor se sacudió su mano con disimulo. – Vamos, afloja, profe. Lo que hemos hablado antes… lo vamos a intentar, tenemos un trato, pero sé que depende de mí. No pretendo que me salves de nada, ni que seas mi ángel de la guarda. ¿Vale?

Supo que había acertado cuando notó cómo se relajaba la tensión de su mandíbula y se le distendía la mirada.

- Mejor así.

- Claro.

“Qué tonto. Como si no lo fueras ya.”, pensó Cain. “Como si no lo hubieras sido” . Lo pensaba, pero se calló. Soltó una risa divertida y se encaminó hacia el túnel con pasos ligeros. Esta vez no se dio la vuelta para comprobar si Gabriel le seguía. Aunque no escuchara sus pasos, sabía que él estaba ahí.


. . .


24 de Enero – Gabriel

Si había algo que no podía soportar, era acostarse y no poder dormir. Miró el despertador de reojo para cerciorarse de que había transcurrido otra hora. “Genial”, se dijo, recordando que al día siguiente tenía que dar la primera clase sobre la defensa de Constantinopla a las ocho. Le iba a doler. Pero era imposible conciliar el sueño: cada vez que cerraba los ojos, volvía a sentir los dedos finos rozándole el cabello, el liviano peso de su cuerpo sobre el brazo, las manos blancas sosteniéndose en él, aquellos grandes ojos mirándole, verdes, cristalinos y dulces como caramelos de menta. El recuerdo del sonido de su risa le llenaba los oídos mientras intentaba descifrar sus miradas, desvelado y sin entenderle a él, sin entenderse a sí mismo.

Rodó sobre el colchón y fijó la vista en el pomo de la puerta. De nuevo tenía esa sensación. La tenía frecuentemente, la corazonada de que él estaba al otro lado, mirando la hoja de madera con las palmas sobre ella, quizá escuchando. A veces, al poco de haberse acostado, se levantaba en silencio y se acercaba a la puerta, escuchando atentamente. En algunas ocasiones había creído percibir una respiración al otro lado, débil y apagada, pero nunca estaba seguro de si era real o sólo se trataba de su imaginación.

Había sido un día extraño. Se había despertado por la mañana, aún con la rabia apagada, ya casi hecha cenizas. No podía olvidar la expresión de aquel tipo, su mirada sucia, cruel, sobre Cain mientras le decía esas mentiras, las mentiras que el chico se creía. Gabriel no había actuado premeditadamente al ofrecerle su ayuda. No sabía cómo, pero quería hacer algo por él. Lo que fuera. No estaba seguro de ser capaz de darle apoyo si de verdad quería seguir con aquel camino, pero sobre todas las cosas, tenía que cerciorarse de que escogiera libremente.

“Otra vez lo estás haciendo”, se había dicho a sí mismo, “otra vez te involucras demasiado. No eres ningún maldito superhéroe, no puedes cambiar nada, acabarás sufriendo”, se había dicho a sí mismo. Pero no importaba cuanto se advirtiera, con Cain aquello era imposible, no podía dejarle atrás. No había podido abandonarle en la calle, no había podido negarle un lugar en su casa. Simplemente, era superior a sus fuerzas. Un impulso que le brotaba directamente del alma: hacer todo lo que estuviera en su mano para ver brillar a aquel chico que parecía hecho de estrellas y tenía el corazón tan enfermo de tristeza y soledad que no se daba cuenta.

Miró la puerta. No, no iría. No iba a ir. Era ridículo.

Apartó las sábanas y se levantó, moviéndose sin hacer ruido. Sintió el frío del ambiente en su pecho desnudo. La luz de la luna se filtraba entre las persianas, atravesaba los visillos blancos y convertía su habitación en un pequeño universo de plata y oscuridad. Se acercó a la puerta y colocó una mano en el pomo. Escuchó al otro lado.

Abrió despacio, solo una rendija.

La figura retrocedió unos pasos, con ademán inseguro. Era una silueta negra de ojos verdes. “Cristalinos y dulces. Caramelos de menta”, pensó, resignado. Sí, solo le quedaba resignarse a aquel apego irracional que sentía por el chico. Quería consolarle, protegerle y cuidar de él, ayudarle a hacerse fuerte. No entendía por qué, pero en aquel momento, a esas horas… no iba a ponerse a investigarlo.

Abrió la puerta del todo y dijo su nombre en voz baja.

El chico se giró; ya estaba regresando precipitadamente a su habitación.

- ¿No puedes dormir? – le preguntó.

Cain soltó el picaporte y desandó lo andado, negando con la cabeza.

- Lo siento – se justificó – Sé que es infantil y estúpido. No quería molestarte.

- No me molestas.

Se miraron durante varios segundos, en silencio. Gabriel no sabía cómo poner palabras a lo que quería decirle, aunque era bien sencillo. No era capaz de encontrar una fórmula que sirviera. Invitarle a entrar sin que pareciera algo que no era, pero sin que tampoco sonara como un desprecio, o él pudiera pensar que le estaba tratando como a un niño… tenía que haber una maldita manera de preguntarle a un chico si quería dormir con él sin que sonara pervertido. Por suerte, cuando ya pensaba que iba a explotarle la cabeza y le asaltaba el impulso de cerrarle la puerta en las narices igual que la había abierto para huir como un cobarde a esconderse bajo las sábanas, Cain le liberó de aquel peso.

- ¿Te importa si… puedo dormir contigo? ¿Por favor?

Gabriel abrió la boca para hablar, luego la cerró y asintió con la cabeza, echándose a un lado para franquearle la entrada. Cain no dudó, dio tres pasos y estuvo dentro, observando a su alrededor. Era la primera vez que veía su habitación, así que le dejó tiempo para que se sintiera cómodo. Cuando el chico pareció satisfecho, le dirigió una mirada insegura. Gabriel le hizo un gesto gentil hacia la cama.

- Adelante.

Observó cada uno de sus movimientos mientras caminaba hacia el lecho. La luna y las estrellas bañaban su piel con el resplandor estelar de la noche. El chico sólo llevaba unos pantalones negros de lino, que le colgaban de las caderas. Tenía la cintura estrecha y un tatuaje en la parte baja de la espalda, unas alas negras, desplegadas, de plumas puntiagudas. Gabriel ya lo había visto el día que le subió a casa desde la calle, mientras le bañaba, pero en aquella ocasión había procurado no fijarse mucho en él. Ahora no podía dejar de hacerlo. Le vio trepar a la cama y cubrirse con los cobertores hasta la barbilla. Él le siguió y ocupó el lado que había dejado libre.

Durante unos minutos, los dos respiraron con cuidado, de manera superficial, y se mantuvieron inmóviles, cada cual en su lado de la cama. Después, Gabriel dejó de pelearse consigo mismo y se acercó unos palmos. Levantó el brazo y le rodeó con él, por encima de las sábanas.

- ¿Te molesta? – preguntó, a media voz.

El chico se había tensado como un cable. No respondió. Gabriel le dio un tiempo antes de levantar el brazo para apartarlo, algo confundido.

Entonces, de repente, Cain dejó escapar un sonido ahogado, como un gemido. Se dio la vuelta con brusquedad y cuando el profesor quiso darse cuenta el chico estaba aferrado a él, hundiéndole los dedos en los hombros y con el rostro enterrado en su pecho, sollozando angustiosamente. Gabriel abrió mucho los ojos, sorprendido. Le rodeó con los brazos y le acarició el cabello, susurrándole al oído palabras de consuelo.

- Tranquilo, chico. Desahógate. No pasa nada. Todo irá bien, te lo prometo – “No le digas eso, joder”, pero ya lo había dicho. Ahora tendría que hacer que fuera verdad. Apretó los dientes – Las cosas mejorarán. Te lo prometo.

A las seis de la mañana, Gabriel apagó el despertador. Cain había terminado durmiéndose, acurrucado contra él. El profesor no había pegado ojo en toda la noche. En dos horas, le aguardaba la primera clase sobre la defensa de Constantinopla, pero hasta eso parecía banal comparado con lo que tenía entre los brazos.

Sabía que estaba metiéndose en un lío muy gordo. Pero Gabriel siempre acababa metiéndose en líos, no lo podía evitar.

. . .

© Hendelie

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