martes, 22 de noviembre de 2011

Fuego y Acero XIII: Consuelo

13.- Consuelo

En otro tiempo, en otra vida, había cruzado los pasillos de su castillo a la carrera. El alegre riachuelo de su risa, de los pesados pasos de su padre sobre la tarima de madera, regresaban a él en un vórtice confuso de recuerdos: las exclamaciones de los sirvientes cuando les empujaba, los ladridos de los perros de caza, los clarines en el exterior, los ondeantes pendones del Pegaso. Sus ecos resonaban en la memoria, parecían desprenderse de los adornados muros de aquel otro palacio que no le pertenecía, donde su suave calzado tampoco hacía ruido y el bramido de su corazón no era un trepidante anuncio de alegrías venideras, sino un espejo de aflicción e incertidumbre.

Corrió, tragándose las lágrimas y el orgullo, apretando los dientes y alzando la barbilla al descender las alfombradas rampas y dirigirse a la amplia arcada que se abría hacia los jardines. El aire de la noche le golpeó en el rostro, y los blandones de la muralla que cercaba la finca le observaron, como rojas luminarias, atentas y vigilantes. Peor que una puta. Esclavo y obligado a satisfacer los deseos, cualquier deseo, de los desconocidos, los extranjeros, que visitarían su cárcel al día siguiente. Pelear hasta el último aliento. Ioren no dejó que los latigazos le arrebataran su dignidad, él jamás permitiría que nada ni nadie rozase su orgullo, horadase su alma. "Yo tampoco. Aguantaré. Aguantaré cualquier cosa".

Caminó, lívido y serio, hacia el edificio de los almacenes. Sus pies se hundían en el césped mientras atravesaba el delicado jardín, dejando que los pétalos de las flores nocturnas le rozaran las yemas de los dedos, besaran su rostro. Caminó, apuntalando su fortaleza, recogiendo los jirones de su malherida honra y negándose a ceder al desaliento, a las ganas de gritar, a los sollozos que le estrangulaban. Y cuando empujó la puerta de celosía con ambas manos, entrando en el escueto cobertizo donde se amontonaban las alfombras y las cortinas, su corazón se detuvo.

La luz de la luna se colaba al interior, tomando la mano al dorado resplandor de las lámparas de aceite y los faroles de cristal. Los tapices y los tejidos colgaban de los muros, yacían en un sueño indolente unos sobre otros en el suelo de madera limpia y los estantes, asomaban como lenguas coloridas de los baúles entreabiertos. Allí, en medio de la cuadrada estancia abigarrada de paños y bobinas de hilo, el hombre del mar se dio la vuelta al escuchar la puerta, con el ceño fruncido y una chispa de desconfianza en los ojos azules, que se apagó al reconocerle.

Driadan se quedó inmóvil, con las manos aún sobre los batientes. Incrédulo, parpadeó y movió el candil, dejando que la mortecina luz de la vela lamiera con suavidad la silueta de Ioren, la piel bruñida de los brazos musculosos y los rojos mechones de cabello despeinado. Incapaz de reaccionar, permaneció en pie, bebiéndose su imagen, entregándose al inesperado consuelo que su presencia le brindaba. Dioses, estaba allí. Estaba allí, de pie, altivo y sereno como siempre, a pesar de la banda de hierro que lucía al cuello como una extraña alhaja oscura. Estaba allí, con la guerrera de cuero oscuro que al parecer había recuperado de algún modo, enfundadas las piernas en unos pantalones de lino ligero y descalzo sobre una de aquellas valiosísimas alfombras. Estaba allí, con las trenzas salpicándole la melena enredada y la barba rojiza rasurada y arreglada. Sin una marca ni una herida en la piel de los brazos que permanecía expuesta. Estaba allí, y estaba bien. Lo parecía. El alivio se extendió como linimento sobre su alma, y sus ojos se detuvieron en la mirada azul, que se volvía añil a la luz equívoca que bañaba el almacén.

- ¿Qué haces aquí? - le preguntó, al fin.

- La mujer me dijo que viniera - replicó la voz grave y suave. Su sonido le hirió en los oídos, como una caricia demasiado esperada, añorada sin saberlo.

Driadan asintió con la cabeza, sin atreverse a dar un paso más que el necesario para entrar y cerrar a su espalda. Le temblaron los dedos al hacerlo.

- ¿Como estás? - preguntó de nuevo.

Ioren asintió despacio.

- Bien. Mejor de lo que esperaba –. Hizo una pausa larga. - Llevas los ojos pintados.

Driadan parpadeó y se rozó las pestañas con los dedos, lamiéndose los labios y asintiendo después. La angustia volvió a hacer presa en él.

- Si. Tenemos que ser agradables a la vista.

Ioren apretó los dientes y cerró los puños. El príncipe se pegó a la puerta, buscando un asidero firme al que agarrarse. La alegría inesperada que le había producido encontrarle se estaba transmutando poco a poco en vergüenza y bochorno. "Llevo los ojos pintados porque tengo que estar hermoso. Soy un objeto de decoración, y a partir de mañana, seré menos que una ramera. ¿Y a ti, cómo te va? ¿Qué tal es hacer girar la rueda del molino? ¿Te dan bien de comer? A nosotros sí, para que nos mantengamos lustrosos y apetecibles como la fruta madura antes de hincar el diente". Dioses, no iba a poder con aquello. Se dio la vuelta y trató de levantar el cerrojo de la celosía, que había caído al cerrar, con los dedos temblorosos.

- Driadan.

Se detuvo. La palmatoria tembló en su mano, y a punto estuvo de caérsele. La voz le había llamado por su nombre. La soga en su garganta apretó más, la grieta en su pecho se estremeció con violencia. Las emociones daban vueltas como un molinillo multicolor, golpeándole y haciéndole marearse.

- No te vayas aún.

- No quiero que me veas - dijo sin pensar. Apenas un susurro, demasiado amargo, lento, en el que las palabras se deshilachaban sin contención ni freno. - No quiero que veas en lo que me están convirtiendo. Me irrita tu desprecio. Si antes ya era irritante, ahora que tiene más motivos, me hará enloquecer. Jamás he soportado tu desprecio. Nunca, desde que me evitaste en la Sala del Pegaso, he podido lidiar con él, que me recuerda mi propia vergüenza, la amarga realidad de lo que soy a los ojos de todos, por mucho que me esfuerce en dejar de serlo.

Crispó los dedos en los huecos de la celosía, manteniendo el candelabro agarrado con la otra mano. No quería temblar. No quería hacerlo allí, así, delante suya, y en el silencio que siguió sólo intentaba serenarse para poder salir de allí con dignidad. No esperaba ninguna respuesta, por eso le sorprendió que llegara.

- Eres todo lo que tengo ahora.

- Entonces no tienes nada - susurró, apretando los dientes. Las lágrimas se le agolpaban en los ojos.

- Eres todo lo que tengo ahora.

Escuchó sus pasos y se le aceleró la respiración, el aroma del mar le golpeó con intensidad.

- Mañana seré un despojo en manos de otros - escupió a la desesperada, precipitadamente, mientras trataba de levantar el cerrojo - Mañana me humillaré hasta que la palabra indigno me quede grande, hasta que pierda su sentido y no haya gran diferencia entre el barro del camino y yo. Y siempre me quedarás tú para recordar lo bajo que he caído. Pero a ti ni siquiera eso. A ti sólo te quedará barro.

- Jamás.

Los dedos se cerraron en su brazo, le zarandeó y le obligó a darse la vuelta. Los ojos azules destellaban en fuego gélido y mantenía los dientes apretados, como un león iracundo.

- No olvides quién eres. Jamás, pase lo que pase. Nadie puede arrebatártelo.

- ¡No puedo mantenerlo!

Su propia exclamación resonó con clara certeza en sus oídos. No sabía si iba a ser capaz, no con lo que le esperaba. Había visto los rostros apagados, inexpresivos, las almas arrasadas de los esclavos del navío, y se cernían sobre él como fantasmas acechantes. Le asediaban como presagios de un destino ineludible. Quería soportarlo, quería mantener la cabeza alta, pero no podía hacerlo siendo Driadan el príncipe. Quizá siendo Nirala, la zorra, el esclavo, podría aún conservar las fuerzas para sobreponerse a todo lo que cayera sobre sus hombros. ¿Cómo iba a explicárselo? ¿Cómo iba a entenderlo él, que siempre parecía un rey aunque no lo fuera? Levantó el rostro y enfrentó su mirada.

- No puedo mantenerlo - repitió, más sosegado. Le temblaba la voz. - Teníais razón, mi padre y tú. Soy un endeble. No puedo mantenerlo.

Ioren negó con la cabeza. La presa en sus brazos se aflojó y los dedos rudos le rozaron los lagrimales, recorriendo las líneas oscuras que maquillaban sus párpados. Un nudo doloroso se cerró en la garganta de Driadan, conmocionado por los gestos del hombre del mar. Aquello era una caricia.

- Entonces yo te lo guardo - afirmó en un murmullo grave. - Lo conservo para ti. Todo lo que eres. Hasta que salgamos de aquí y puedas llevarlo de nuevo.

- ¿Qué... qué quieres decir? - pronunció con dificultad, tragando saliva.

- No dejaré que te pierdas. Eres todo lo que tengo ahora. No importa lo que pase, prevalecerás. - prosiguió Ioren, con los músculos tensos. Sus dedos se habían detenido en los pómulos del chico. - El resto, déjamelo a mi. Nuestro odio, las cadenas... lo conservo todo para ti, y cuando salgamos te lo entrego. Lo recuperas. Vuelves a ser tú.

El príncipe se pegó a la puerta, entrecerrando los ojos. No sabía si comprendía aquello, pero no le importaban las palabras. Eran las yemas cálidas y ásperas dibujando el contorno de su rostro, el calor cercano de su cuerpo y el tono arrullador de su voz, era su cercanía lo que le fortalecía y le esperanzaba. No había una gota de desprecio en el modo en que le estaba mirando, la manera en la que le acariciaba las mejillas. Era tan intenso que tuvo que tomar aire con todas sus fuerzas, y el temblor volvió a sobrecogerle. Aunque su mente no entendiera el significado, su corazón se bebía aquellas frases breves de acento adusto, se enredaban para cerrar las costuras abiertas como hilos trenzados.

- Aguanta. Pelea hasta el último aliento.

- Voy a hacerlo - respondió, en un susurro íntimo, trémulo. Alejó la mano del cerrojo y rozó sus dedos. - Lo haré. Del modo que sea. Eres... todo lo que tengo ahora.

Una lágrima ardiente se escurrió por su mejilla. Ioren la recogió con los dedos y se inclinó sobre él, rozándole la nariz con los cabellos. Siempre había sabido lo alto que era, aunque ahora le parecía estar fijándose por primera vez, o percibirlo con un matiz diferente.

- No eres endeble. Todos somos débiles. También fuertes. No es malo ser débil. Es malo quedarse en eso.

Driadan tragó saliva de nuevo. Cada vez le costaba más. Recorrió sus facciones con la mirada, a la luz del candil que milagrosamente aún no se le había caído de las manos. Las vio con inusual claridad, y le transportaron a aquella primera vez, en la Sala del Pegaso, cuando le llevaron encadenado y sus pasos eran los de un soberano de la antigüedad, su porte el de un héroe y su mirada la de un león. Exactamente igual que ahora.

- Mañana seré un despojo en manos de otros - repitió a media voz, frunciendo el ceño y alzando la barbilla. - Quiero ser Driadan una noche más... quiero llevarme un consuelo al que mañana pueda abrazarme, cuando me toquen otros dedos, cuando sonría a desconocidos, cuando mi sabor se pierda en bocas que desearé destrozar con una espada que ya no tengo.

Ioren se tensó y apretó la mandíbula, inmóvil, sin alejar la caricia de su piel. Sus ojos se cubrieron con un velo turbio y angustioso. El príncipe supo entonces que aquello no le era indiferente. Y lo confirmó cuando escuchó su voz fluir hacia él, con un susurro contenido y peligroso, mientras entrecerraba los párpados.

- Entrega a Nirala a quien debas para sobrevivir. Pero Driadan es mío.

- Yo no soy de nad...

No pudo decir más. El candil se le cayó de las manos cuando él le besó, hundiéndose entre sus labios con sedienta avidez, y el pie descalzo de Ioren hizo estallar el cristal que cubría la vela de un pisotón, apagando la llama del cirio. La marea estalló en su interior repentinamente. Le enredó los brazos en el cuello y se pegó a su cuerpo, se estrechó contra su boca, lamiendo la lengua que le buscaba y buscándola a su vez, espoleado por una necesidad irracional y desbocada. Se empujaron hacia las alfombras amontonadas, debatiéndose para tocarse sin despegar los labios, con el aliento fundido y las respiraciones entrecortadas. El cabello áspero le rozaba los hombros, las mejillas, y el olor a salitre impregnaba sus sentidos, los dedos en su cintura le quemaban a través de la tela de la túnica. Cayó sobre el mullido nido que habría de acogerles, hundiéndose en el abrazo de un montón de cortinas de seda y gasa, que exhalaron un suspiro al ahuecarse bajo el peso de ambos. La calidez de Ioren le cubría, fluctuaba a su alrededor, y su cuerpo pesado y duro como una roca parecía envolverle, asediarle, atraparle. Él estaba encima suyo, con las rodillas hundidas a ambos lados de su figura estilizada, recorriéndole con las manos, besándole como si quisiera consumirle.

- Dime que no te doy asco - susurró, suplicante, cuando él liberó su boca y se escurrió por su cuello.

- No me das asco.

Echó la cabeza hacia atrás, entrecerrando los ojos, y se mordió los labios para aguantar un gemido. Quería tocarle, pero estaba tan mareado que no sabía que ya lo estaba haciendo, que le tenía aferrado de los cabellos y por eso le hormigueaban las manos. El beso húmedo dejó una marca ardiente, de saliva y calor en su clavícula.

- Dime que te gustó lo que pasó junto al río...

Le había levantado la túnica y tiraba de ella para sacársela. Driadan alzó los brazos y se cimbreó involuntariamente. El tejido se deslizó sobre su torso y le impidió verle por un momento cuando le despojó de la prenda. Después, con la piel expuesta, los ojos azules volvieron a él. Acercó los dedos para desatarle las correas de cuero.

- Me gustó, y a ti también - llegó de nuevo, la respuesta suave, vibrante.

Nunca había sido muy consciente de lo que en realidad pasaba cuando estaban en situaciones de tanta intimidad. Sabía que habían estado juntos dos veces. Quizá solo una. Sabía que había sido extraño y violento, pero tenía que asentir ante esa afirmación. Si él estaba confesando, admitiéndolo, Driadan también podía hacerlo, mientras se desnudaban con una mezcla de arrebato y contención en la penumbra del almacén.

- Sí. Me ... me gustó, de alguna manera - murmuró.

Le rozó con las manos al quitarle la guerrera de cuero. La dejó junto a su propio rostro, arqueando la cintura para permitirle deslizar los pantalones hacia abajo, y las manos del hombre del mar siguieron el contorno de sus muslos desnudos, le rodearon las rodillas al descubrirlas. Después, le miró un instante desde arriba, acariciándole el torso, las costillas y el terso vientre hacia el ombligo. Driadan resolló y volvió a arquearse ante sus gestos, azotado por un latigazo de calor. Cerró los ojos y apretó los dientes, viendo cernirse la sombra de Ioren sobre él. Su boca respiraba en su piel, y la caricia de la lengua húmeda, el cosquilleo de los dientes en su pecho le arrancaron otro gemido. Apretó las rodillas contra sus costados, levantándolas, y hundió los dedos en su pelo. El olor del mar, el ardor del fuego, su sabor salado en el paladar. Tragó saliva, con un jadeo sordo.

La estancia, que olía a fibras y a tintes, parecía haberse contaminado con el perfume de Ioren, con su propio aroma, que se enredaban y se extendían como una enfermedad viciante y cargada. Las cortinas se le pegaban a la espalda, y el esclavo le cubría de besos ardientes, lamía su piel llevándose el sudor recién despierto, el rocío que exhibía su figura como prueba del deseo. Arañaba cada rincón de carne templada con los dientes, gruñendo con la sutilidad de un ronroneo. Cada roce le fustigaba con violencia, y la excitación se volvió dolorosa cuando las manos de Ioren le acariciaron entre las piernas, cerrando los dedos en torno a su virilidad.

- Nadie va a tocarte donde yo no lo haya hecho.

Sus palabras le estremecieron de nuevo. Le tiraba de los cabellos, curvándose, acercándose a él al tiempo que se removía como si no pudiera soportar las huellas de sus caricias, las marcas de su saliva hirviente. Cuando hundió la lengua en su ombligo, aún aferrado a su sexo, una corriente de energía descargó en todos sus músculos, como si un rayo le hubiera alcanzado.

- No voy a... tocar a nadie... donde a ti no te haya tocad...o... 

Casi no podía hablar. Los fonemas se le diluían en la lengua. Le temblaba la voz y apenas podía respirar. El deseo le mordía en las entrañas, se acumulaba entre sus piernas, tensándole al ritmo de las caricias de los dedos del hombre del mar. Arqueándose una vez más, extendió los dedos entre su pelo y los dejó deslizarse sobre los hombros poderosos, estrechando los músculos a su paso. Duro como la roca, caliente como la lava, era el de aquel hombre el cuerpo de un animal selvático que respiraba vitalidad salvaje en cada movimiento. Se lamió los labios y se incorporó, tirándole del pelo y empujándole. Ioren levantó el rostro, observándole como si estuviera a punto de golpearle.

- Te deseo - dijo Driadan, abalanzándose hacia él y hablando sobre sus labios. Le miró a los ojos. No quería esconderse más. - Tengo hambre de ti. Tengo sed de ti. Por eso me gustó.

Ioren no respondió. Pero no necesitaba respuesta, no ahora, que ese hambre y esa sed se manifestaban con tanta virulencia como una fiebre. Le lamió los labios y extendió la ávida caricia de sus manos a lo largo del torso musculoso, rodeó su espalda con los dedos y buscó su vientre, la carne tensa que despuntaba mientras le besaba con lúbrico desespero. Le había tenido dentro, pero no recordaba haberle tocado, y al hacerlo, el gruñido ahogado que brotó de los labios del pelirrojo le provocó una descarga de orgulloso goce. Ioren le mordió la boca. Las manos rudas se clavaron en sus caderas y le recorrieron la espalda mientras él le tocaba con ambas manos, recorriendo toda su extensión y presionando con suavidad, fascinado ante las notables reacciones que provocaba. La piel se tensó, caliente y dura, entre sus manos. Notaba los latidos de la sangre bajo sus dedos, y el gesto con el que Ioren se despegó de su boca y contuvo un gemido gutural le hizo temblar de nuevo, satisfecho.

- Dime que me deseas... - susurró sobre sus labios, aumentando la intensidad de la caricia. Le lamió los dedos, que se acercaban a su boca, con un gesto lujurioso y abandonado - Dime que me d... ¡Ah!

La inesperada intrusión le arrancó un gemido de sorpresa, se envaró y dejó caer la cabeza sobre el hombro de su amante.

- Tranquilo. Relájate - susurró el Rojo.

Asintió despacio, cerrando los ojos y apartando las manos de su sexo para abrazarle. De rodillas, frente a frente, el gesto tierno con el que se estrechaban podría asemejar algo diferente a lo que estaba sucediendo. Driadan abrió algo más las piernas y trató de respirar acompasadamente, mientras uno de los dedos rudos y húmedos de su propia saliva se abría paso en su interior con contenida lentitud. Las sensaciones se dispararon, y se aferró a su cuerpo, aplastando la mejilla contra su pecho. La caricia íntima se sumergió en sus entrañas, sintió el movimiento circular y no pudo reprimir el gemido involuntario ante el despertar de los sabores que antes hubiera tragado precipitadamente.

- Dioses... - resolló, dejando caer los brazos y arañándole la cintura. - Me torturas...

Se inclinó sobre su cuerpo, enroscándose en su regazo, y cerró los ojos al acogerle entre los labios. Los jadeos contenidos le inundaron los oídos, propios y ajenos, mientras degustaba su intimidad a conciencia, dejándose llevar por aquella extraña marea de goce compartido, sujetándose a sí mismo para no perderse aún, deshecho y contrayéndose por dentro ante el roce de sus dedos invasivos. Se hundía en aguas profundas y misteriosas, le hundía en su boca y él se hundía en su cuerpo. Los oídos comenzaron a zumbarle y un escalofrío mordiente se aferró a su espalda perlada de sudor, el aroma de sus cuerpos le envolvió.

- Basta... - resolló el hombre del mar, en un murmullo ahogado.

Driadan no le obligó a repetirlo. Apartó los labios de su carne y se aferraron el uno al otro, con los semblantes desencajados por la furia con la que sujetaban sus impulsos. Ioren le aferró por las caderas y Driadan se sustentó en los hombros musculosos, elevándose para ir en su busca. Detuvieron la respiración cuando sus cuerpos se unieron al fin, temblando de alivio y liberación al abrirse paso el uno en el otro, al acogerle y al irrumpir en su anatomía.

- Ioren...

Le estrechó, enredando los dedos en su pelo, pegando los labios a su oído y cubriéndole con la cortina de cabello oscuro. Le estrechó, jadeante y a punto de romperse, respirando con fuerza sobre la melena encendida, arañándole la espalda. Las manos anchas y ardientes se crisparon en su trasero, ciñéndole con un gesto arrebatado y posesivo. El hombre del mar respiraba como un león.

Las imágenes se precipitaron en su memoria, cada encuentro, cada golpe, cada insulto, cada palabra escupida, la manera en que su perfil se recortaba en la ventana, ojos azules entre mechones de cabello rojo. "Eres todo lo que me queda".

Y se movió. Se elevó y se dejó caer, mordiéndose los labios y reprimiendo los sollozos, cabalgando con la barbilla erguida y el rostro de Ioren apretado contra su cuello, sus manos guiándole y sus gruñidos contenidos estallando sobre su piel, haciendo el contrapunto a los gemidos que le rompían la garganta.

Cada roce, cada gesto, cada mirada buscada, cada imagen suya, cada sueño inquieto. "Eres todo lo que me queda". Su vientre se contraía en cada movimiento. Arqueó la espalda, dejando caer la cabeza hacia atrás. No había dolor. No había odio. No había nada.

Pendones con pegasos bordados, fichas de metal rebotando contra el suelo, cepillarse el cabello cien veces. Le embistió. Contuvo un grito. Buscó sus labios. Escuchó un susurro desvaído en un idioma que no entendía.

El foso helado. La ventana abierta. Arándanos rojos. Una llama encendida por arte de magia. La mano de su padre. Un tabardo con una estrella. Un reino, un destino, un hombre que vino del mar. "Eres todo lo que me queda".

Arremetió hacia su cuerpo y se revolcaron entre los tejidos, buscando el aire, sacudiéndose con ímpetu carente de control y atrapándose con brazos y piernas enredados, yendo al encuentro del otro, presas de un frenesí incontenible.

- ¡Mírame! - casi lo gritó, entre los gemidos desatados.

Y la mirada azul se clavó en sus ojos cuando se deshizo y convulsionó, mordiendo la mano que le tapaba la boca, rociado por el sudor salado del hombre del mar, que palpitaba en sus entrañas, deshaciéndose también en un estertor trémulo. Una lengua de fuego líquido se derramó dentro de él, su cuerpo parecía distenderse, romperse y reagruparse. Y el clímax le arrasó como una ola atronadora, barriendo su conciencia, rompiendo todos los muros con una fuerza capaz de desintegrar hasta las cadenas.

Tembló entre sus brazos, meciéndose en el instante imposible de un parpadeo. Aún temblaba cuando él le estrechó contra su cuerpo y los besos se derramaron sobre sus cabellos.

Un sello. Unos grilletes. El Pegaso bebiéndose la sangre de los muertos. Canta para mí. Te odio.

- Te odio... - murmuró, balanceándose indolente en los remanentes latigazos del orgasmo, con su virilidad aún enterrada en las entrañas. - Te odio... no sabes cuánto...

- Y yo a ti

El príncipe le abrazó, reconfortado con su respuesta.

. . .

3 comentarios:

  1. Por fin un poco de amor y ternura !!!

    Me ha encantado el capitulo , para mi el mejor . Que bonitooooo .

    No me puedo creer que el destino pueda separ a estos dos y mucho menos que Driadan acabe matando a Ioren.

    Espero el siguiente capitulo con ansia .

    Muchiisismas gracias por la historia .

    Judith

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  2. OH Dioses me encantaron mucho *-* Aunque sentí mucha angustia con el capítulo de Esclavo T_T, pero bueno la chica es lista y creo que piensa que si Driadan ve a Ioren se "someterá" para que todo salga perfecto. Este capítulo fue hermoso *-* Aunque estoy segura que el próximo no lo será tanto =( (Y aún sigo esperando la ilustración de Driadan ¬¬ coff coff xDDD :D)

    Nos vemos en los prox caps!

    byee

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  3. Ya hacía falta alguna muestra concreta de cariño. Gracias por hacer un relato increíblemente maravilloso (:

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