lunes, 28 de noviembre de 2011

Fuego y Acero XIV: Sacrificio


14.- Sacrificio

Al amanecer, ya estaban en pie en el pozo. Era una rueda de madera, tan grande como una habitación, cuajada de engranajes y conectada a un torno con barras. Sus batientes, de los que colgaban las cubetas, se hundían en una suerte de laguna, de modo que al hacer girar la rueda, el agua era recogida y volcada en un canalón sostenido algunos metros por encima de sus cabezas. La cañería discurría bordeando la muralla de la finca, rodeando el fragante jardín, y se perdía en algún punto mas allá, donde se alzaba el palacete. Los compañeros de Ioren eran silenciosos, y en las escasas ocasiones en que hablaban, lo hacían en un idioma que no entendía. Lo agradecía. Su silencio estaba bien.

Con la suave brisa, ya cálida, del alba, el capataz acudió envuelto en sus coloridas vestiduras de lino y prendió las muñecas de los esclavos al torno. Ioren dejó los dedos sobre la barra de madera y mantuvo la mirada fija en las correas de cuero que se cerraban sobre su piel con un tirón. El capataz llevaba las uñas pintadas de negro.

Les hizo un gesto y comenzaron a empujar. Los engranajes giraron y el artefacto se puso en movimiento. Al chirrido siguió el traqueteo de la maquinaria y el sonido cristalino del agua, que pronto se convirtió en monotonía, en un rumor continuo carente de significación al que acompasaba el caminar pesado de los tres esclavos y el resuello de sus respiraciones. De fondo, el gorjeo de los pájaros matinales se dejaba oír como un atisbo lejano y punzante de libertad perdida. Inclinados sobre las palancas, los tres hombres caminaban. Los ojos azules de Ioren permanecían fijos en sus propias manos, brillantes, inflamados con una llama oculta, expectante, agazapada, que se avivaba a cada paso dado. Como un ábaco paciente, la mente del hombre del mar degustaba cada uno de ellos, arrojándolo después para engrosar la ira aletargada, los cimientos de la venganza que hoy resultaba más tentadora que nunca y hervía con mayor rabia.

Su mente intentaba no detenerse en aquello que le mordía por dentro, en un esfuerzo vano. Una y otra vez, retornaba el pensamiento a su inquietud, mientras la rueda giraba y el agua discurría por el canalón: lejos, mas allá del jardín, Driadan estaría en el espléndido palacio. Le habrían maquillado los ojos y vestido en sedas delicadas. Ceñirían su cintura estrecha fajines brocados, sandalias suaves calzarían sus pies. Serviría el vino en las copas, con la espesa y ondulante cabellera cayéndole sobre el hombro, y los invitados de los Señores le sonreirían, le contemplarían con el hambre caprichosa de quien sabe que puede tenerlo todo. Quizá le rozaran la mejilla con los dedos, le susurrasen al oído o escurrieran sus manos bajo la tela con disimulo indolente mientras él vertía los licores y correspondía con una sonrisa forzada y angustiosa. Se imaginaba a sí mismo derribando las puertas y entrando en el salón a fuego y acero, atravesando los corazones de los hombres de Shalama y agarrando al muchacho del brazo para sacarle de allí, con una espada ensangrentada en la mano y la furia de los mares en las venas. No soportaba la idea de otras manos tocándole, fuera príncipe o esclavo, fuera Driadan o Nirala.

Apretó los dedos sobre la superficie de madera, aguantando un gruñido. ¿Por qué tenía que ser todo así? Kraakha le habría dicho que era su tiempo de recoger lo que había sembrado, de recibir retribución por su orgullo y pagar sus errores, de ponerse en paz con sus dioses a quienes había ofendido en su altivez, no tanto tiempo atrás. Y aun sabiéndolo, aun manteniéndose firme en este camino de espinas, empezaba a degustar un dolor oculto, profundo e indefinido. Aún tenía su sabor en el paladar. Aún tenía los matices de sus gemidos incrustados en los oídos, el tacto de su piel en los dedos, el olor de su cuerpo y su cabello en los pulmones, el gusto dulzón de sus besos, de su semilla, sobre la lengua. Algunos resortes en su interior se estaban moviendo, como la inexorable rueda de aquel molino, llevándole lentamente a las profundidades de un lago que desconocía, encadenado a aquel joven príncipe de ojos rojos que habría de ser su verdugo.

Levantó la mirada un instante, empujando con más fuerza. Si los otros dos no seguían su paso, que se fueran al infierno. Empujó y caminó, maldiciendo por dentro y dejando que el esfuerzo físico y el sudor despertaran en sus músculos la tensión, liberasen la adrenalina y apaciguaran la mordedura de las sogas, el deseo abrasador de hacer estallar en llamas cuanto le rodeaba, de arrastrar a la destrucción aquella pesadilla. Empujó y caminó, y la rueda giró como el sol sobre el cielo, a lo largo de las horas que impelían al día a apresurarse hacia el inevitable anochecer.


. . .


El gran salón se aletargaba en brazos del crepúsculo. Los ventanales dejaban entrar la luz rojiza, que se derramaba sobre alfombras y cojines, arrancaba los colores a las cortinas a través de un filtro sanguinolento que los dotaba de nuevos matices. Cisne estaba encendiendo las velas, y Nirala recogía las copas y las bandejas medio vacías de dulces especiados y carne fría. En los divanes, los invitados del Sha Nuredil fumaban con languidez y degustaban los últimos restos de dulces licores, conversando en tono bajo. Los músicos, en un rincón de la amplia habitación alfombrada, pulsaban el arpa y tañían el sitar, enlazando melodías suaves y melancólicas entre los murmullos de las voces ya rendidas al sopor o la embriaguez.

Driadan miró de reojo a la Sharin Luarah, que le devolvió una suave sonrisa mientras asentía a las palabras de un primo regordete y con cara de luna llena. Habían acudido catorce personas, y no había sido fácil atenderlas a todas. Aun así, a pesar del nudo espeso en la garganta, todo estaba transcurriendo con tranquilidad. No había derramado ni una gota, y nadie le había importunado. Cierto era que Cisne parecía más experimentado. El jovencito se movía en torno a los invitados, escanciando los licores con fluidez, con un gesto tranquilo en el semblante y exhibiendo alguna sonrisa casual de cuando en cuando, al parecer inmune a la pesada tensión que crispaba los hombros de Driadan ante las terribles posibilidades de aquella velada. Él por su parte, había evitado mirar a nadie. Mantuvo la cabeza baja y no alzó la vista directamente hacia los nobles, sintiendo un escalofrío cada vez que percibía la mirada de alguno de ellos sobre sí. Había realizado un buen servicio y aprovechado cada ocasión en la que había que llevar las cristalerías sucias hasta las lavanderas para huir de aquel lugar opresivo. Finalmente, parecía que el ágape decaía y pronto tocaría a su fin. No había sido una fiesta escandalosa en absoluto, a pesar de que algunos asistentes, incluido el Sha Nuredil, lucían las mejillas sonrojadas y parecían completamente abotargados por la copiosa comida y el alcohol. No había escuchado los gritos y la algarabía a la que estaba acostumbrado cuando espiaba los banquetes en Nirala y los hombres cantaban, bebían cerveza hasta mojar sus barbas y pecheras y palmeaban los traseros de las coperas. En Shalama, al parecer, el disfrute se realizaba de una manera indolente y calmosa, casi desinteresada, y muy elegante en cada aspecto. Este hecho le habría fascinado si su situación hubiera sido otra. Si no hubiera permanecido alerta en cada momento, como en una trampa de serpientes, aguardando el instante en que fuera sacrificado como un cordero.

Mientras ordenaba las copas de cristal sucias en el carrito labrado del rincón, volvía a notar un par de ojos sobre sí, y las manos le temblaron por un momento. Cisne acudió a su lado, transportando otra bandeja, y le susurró al oído, contribuyendo a angustiar más su ánimo.

- El sobrino del Sha te está mirando otra vez.

- Déjame tranquilo.

- Creo que le gustas.

La suave risita inaudible de Cisne le irritó. El chico arqueó una ceja, y ambos fingieron entretenerse un instante con los vasos mientras conversaban en tono quedo.

- Al menos es agradable - prosiguió el chico moreno - A mí me ha tocado el culo una bola de sebo.

- No parece que te importe - escupió Driadan, dignamente.

- ¿Me estás llamando puta?

Ignoró su mirada burlona y la sonrisa afilada. Iba a empujar el carrito para llevarlo hasta el exterior, donde las esclavas lo vaciarían y lavarían las copas, cuando las manos finas de Cisne se cerraron sobre las asas y le miró, atravesándole con los ojos oscuros.

- Esta vez me lo llevo yo.

Driadan apretó los dientes. Luarah se había girado y parecía extrañada al verles allí, inmóviles. Algunos invitados se levantaban ya para marcharse a sus aposentos, y él no dejaba de sentir el peso de los ojos de ese extraño, el sobrino del Sha Nuredil, sobre su nuca. Lentamente, apartó los dedos y dejó que el Cisne se marchara, triunfante, arrebatándole su vía de escape. Con un suspiro tembloroso se dio la vuelta y regresó, con una botella de cristal entre las manos, dirigiéndose a la única dama de la reunión, que levantaba su copa. El hombre que le miraba insistentemente, un tipo joven de pelo tintado, estaba susurrándole algo a Luarah, sin apartar los ojos de él. Eran negros.

Cuando llegó junto a ella, el hombre se apartó de la Sharin, haciéndole sitio para que le llenara el vaso con el licor afrutado. Era de tonalidad dorada y su aroma estallaba al dejar fluir el líquido, mezclándose con el perfume de la mujer. Licor de flores. Observó fijamente el resplandor de la bebida mientras la servía, arrodillado junto a ella, y luego alzó el cuello de la jarra sin derramar una sola gota.

- Gracias, Nirala - murmuró la Sharin. - El Sha Malavani, mi primo, desea tomar un último trago de licor en sus habitaciones. ¿Serías tan amable de acompañarle?

Driadan tragó saliva. Los ojos aceitunados de la mujer se volvieron hacia él, dulces, con una expresión suplicante que parecía querer infundirle valor. La observó. Luego miró de soslayo al hombre a su derecha, quien permanecía con el rostro vuelto hacia otra parte. Su perfil era agradable, joven y sereno. Estaba vestido de verde y olía a azahar. Luarah le hizo un gesto levemente apremiante, y Driadan asintió.

Como por una orden tácita, el noble se levantó sin volverse hacia él. Los largos cabellos, teñidos de un color rojo brillante, se le derramaron por la espalda cuando se incorporó y se recogió las mangas de la túnica. Al final de la tela tintineaban pequeñas cuentas de cristal. Driadan se levantó a su vez, sosteniendo la botella con ambas manos, con los nudillos pálidos. No quería que le temblaran las manos, aunque el corazón le golpeara en el pecho como si quisiera romperle el esternón. Siguió al caballero en silencio, aferrándose al recipiente de cristal tallado, ahogándose en el olor a flores del licor. Él no le miró en ningún momento ni dijo una sola palabra mientras caminaban. Al atravesar las pesadas cortinas, se cruzaron con Cisne, que regresaba de nuevo. El jovencito moreno le dedicó una sonrisa cruel. Driadan se tragó todo su odio y levantó la barbilla, hablando lo bastante alto para que el Cisne le escuchara.

- Seréis sobradamente complacido, Señor.

El hombre del cabello rojo se volvió a medias y le dedicó una suave sonrisa. Driadan la correspondió.

Que se jodiera el Cisne. Si pensaba que iba a hundirse por aquello, estaba muy equivocado. Pensó en Ioren y se rearmó de valor, ciñéndose con fuerza a la invisible cadena que le condenaba y a la vez le sustentaba, trayendo a su mente el recuerdo de la noche anterior, de las largas horas en las que se entregó a su deseo y le entregó su deseo sin ocultarse, probándolo todo, tocándolo todo, devorándolo todo. Tenía su sabor en el paladar. Los matices de su voz incrustados en los oídos, el tacto de su piel en los dedos, el olor de su cuerpo y su cabello en los pulmones, el gusto salobre de sus besos, de su semilla, sobre la lengua. Al menos tenía eso.

Recorrió los pasillos sin bajar el rostro hasta que llegaron a los aposentos del Sha Malavani. Éste abrió la puerta de la perfumada estancia y se hizo a un lado, invitándole a pasar con un gesto cortés, casi amable. Driadan aferró la botella y contó cada paso, anudándolo a un latido de su corazón. Sólo necesitó tres para entrar en la alcoba, seguido por el hombre de la túnica azul.

La puerta se cerró tras ellos.


. . .

© Hendelie

0 comentarios:

Publicar un comentario

¡Deja tu comentario! Es gratis y genera buen karma :D


Licencia Creative Commons

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons. Queda prohibido su uso para fines comerciales, así como la duplicación total o parcial sin permiso expreso de las autoras. Si citais algún fragmento, por favor, no olvidéis nunca poner el autor y la fuente de referencia. ¡Muchas gracias!