lunes, 28 de noviembre de 2011

Fuego y Acero XV: Nirala


15.- Nirala

La habitación olía a incienso. Era una estancia amplia, de baldosas de cerámica que trazaban dibujos geométricos y repetitivos en el piso. Por la amplia ventana, el resplandor del sol poniente se filtraba y hacía brillar aun más los azules, los rojos, los ocres y los blancos del mosaico multicolor. Las lámparas de aceite titilaban en sendos rincones, y una suave luminiscencia cambiante acariciaba la lujosa alcoba: los baúles con gemas engastadas, el vestidor al que se accedía tras un biombo pintado, el amplio lecho que dominaba el espacio, con doseles de gasa y cojines esparcidos en toda su superficie. Driadan permaneció un instante junto a la puerta, sujetando su botella de vidrio tallado entre las manos y observando alrededor. El hombre con el cabello teñido de rojo carmesí se acercó al ventanal y abrió la hoja, descorriendo la cortina. Parte del perfume inciensado se difuminó suavemente, y los aromas de las flores del jardín penetraron, empujados por la bochornosa brisa. La melodía de una lejana chirimía ascendía desde los pisos inferiores.

- ¿Cómo te llamas?

Driadan sintió que el corazón le daba un vuelco. El hombre de la túnica azul se acercó a un diván rinconero y se recostó allí, con un gesto que exudaba elegancia, felino y perezoso. El príncipe le observó con mas detenimiento. Debía haber alcanzado la veintena hacía poco, pues en sus rasgos no se adivinaba aún la menor marca de madurez, y sin embargo no quedaba un rastro de infancia. Era un rostro alargado, de barbilla afilada y nariz fina y poco prominente. Esta describía una suave curva en el puente y se redondeaba al final, sobre una boca de labios simétricos, en los que el superior se fruncía en un delicado pellizco que lo hacía levantarse un ápice, justo en el centro. Estaba perfectamente rasurado, y las mejillas enjutas resaltaban los huesos de los pómulos. Los ojos, negros como la noche, aparecían perfilados al igual que los suyos. El maquillaje resaltaba una mirada rasgada, profunda y enigmática bajo las cejas oscuras, que ascendían hacia las sienes en dos gráciles arcos. La frente, amplia y despejada, no estaba surcada por la menor arruga, y daba paso a la espesa cabellera, ungida en aceites y retirada hacia atrás, de manera que se pegaba al cráneo y dejaba asomar las puntas de las orejas, algo picudas. El moreno de su piel estaba más cercano al bronce dorado del oro viejo que al castaño o el suave chocolate que había visto entre los siervos y esclavos oriundos de la zona; el tono azul celeste de los ropajes realizaba un contraste muy agradable con aquel color y el rojo rabioso con el que estaban teñidos los cabellos. Era un hombre delgado, alto y sin duda atractivo, envuelto en un aura de misterio que habría detectado antes si hubiera tenido agallas de observarle. Cuando él frunció el ceño y extendió la mano en la que sujetaba la copa, Driadan recordó que tenía que hablar. Por un momento se había quedado algo fascinado.

- Nirala, señor - respondió en un susurro, acercándose para servir el licor.

- Nirala es el nombre de tu país de origen - replicó él, con una voz suave, sutil. Parecía estar escuchándole bajo el agua. - ¿Así te llaman?

- Si, señor. Es mi nombre ahora - dijo de nuevo. Alzó la botella y cerró el tapón. Tampoco esta vez había derramado nada.

El hombre no apartaba los ojos de él. Parecían atravesarle como dagas punzantes, mientras se recogía las largas mangas, tendido de medio lado sobre el diván y agitando la copa entre los dedos con un movimiento ligero. Llevaba un anillo con rubíes.

- Soy el Sha Melior Malavani, sobrino de tu amo.

- Es un honor serviros, señor - respondió, dándose la vuelta para dejar la botella sobre una mesita lacada.

Estaba nervioso y tenía un nudo en la garganta. El estómago se le había vuelto del revés, y su valor se deshacía por momentos, como un jirón de nubes. La continua mirada sobre sí le inquietaba, se sentía invadido y asediado de alguna manera. Se permitió cerrar los ojos un instante, con las palmas de las manos sobre la mesa, intentando relajarse.

- En ese caso... sírveme como mejor sepas.

Casi tiró el recipiente con el repentino temblor en las manos. Su voz, sorda y susurrante, le había llegado con tanta claridad como su presencia, que se le antojaba extrañamente amenazadora. Tragando saliva, se dio la vuelta y avanzó en pasos rápidos, sin detenerse a pensar. El miedo le repiqueteaba en las entrañas, se habían anudado todas sus venas, o eso le parecía, pues sentía el pulso zumbándole en todos los poros y las entrañas encogidas. "Hazlo rápido y no pienses", se ordenó. Aun así, no podía pensar demasiado. Su mente se había convertido en una bandada de cuervos que graznaban y revoloteaban a la estampida, alertas, chillones, caóticos.

El hombre del cabello teñido le miraba. Se dejó caer de rodillas ante él y lanzó los dedos apresurados, trémulos, al cinturón de la túnica, mientras tiraba de la tela hacia arriba, con la respiración desacompasada y los ojos ardiendo de ira y lágrimas contenidas a fuerza de orgullo. Forcejeaba con el nudo del fajín cuando él le sujetó las manos, con un ademán firme.

- Espera.

Driadan alzó el rostro, vagamente sorprendido. Tenía los labios apretados.

- Estás lívido como un muerto, y tiemblas.

- Lo siento, señor -  Le costaba hablar. Se le había secado la boca y la lengua se le pegaba al paladar.

- ¿No tienes experiencia?

- No demasiada

El Sha Malavani no le había soltado las manos. Su semblante no daba muestras de sentimiento alguno, ni decepción ni extrañeza mientras le observaba, pero su tacto, aun siendo firme, no era brusco. La luz de las lámparas se volvió más suave cuando el sol se ocultó al fin y el dorado de las titilantes llamas ganó la partida a la tonalidad rosácea del ocaso. Finalmente, el hombre asintió y le tendió la copa, haciéndole un gesto con la cabeza para invitarle a beber. Driadan la tomó y tragó el licor dulce y cálido apresuradamente, parpadeando algunas veces. Le calentó por dentro y refrescó su boca. Después le devolvió el cáliz, respirando hondo de nuevo. El lo tomó.

- De acuerdo. Tranquilo. - susurró, deslizando un dedo sobre la gota esquiva que se escurría por sus comisuras. - Te mostraré lo que debes hacer. No has de tener miedo.

- No tengo miedo - replicó Driadan instantáneamente.

El hombre sonrió, apurando la copa y dejándola caer al suelo. El cristal produjo un sonido apagado sobre la alfombra y rodó, dejando una huella de humedad. Los ojos negros parecían hipnotizarle de alguna manera, porque no podía desprenderse de su influjo turbador. Sus dedos permanecían en el rostro del chico, lo giraron con suavidad y le observó como si fuera una porcelana.

- ¿Qué edad tienes?

- Dieciséis años.

- Cierra los ojos, Nirala.

Tragó saliva y obedeció, sin saber por qué. Los dedos finos acariciaron su rostro, su cabello. Con un nudo de angustia, tiró de su memoria, trayendo el recuerdo cercano de las ásperas manos de Ioren, siempre calientes y sensibles, que le quemaban al rozarle. Los labios que se posaron sobre los suyos no eran acero oxidado ni abrasadora sal, estos estaban extrañamente frescos, y el perfume cercano se le hacía extraño, ajeno. Fue un beso lento y leve, que apenas se deslizó sobre su boca con un sabor dulce, sin irrumpir ni atacarle, como una invitación incitante y sutil. Driadan colocó las manos libres sobre las rodillas del hombre y aguantó la respiración un momento antes de responder, abriendo paso a su aliento y dejando que la lengua suave recorriera sus labios. No era desagradable, pero sintió asco. Un asco irracional, como si estuviera permitiendo que entrasen ratas en su habitación sin cerrar la puerta. Asco hacia sí mismo. "Soy una puta. Peor que una puta. A las putas les pagan". Si al menos pudiera hacerlo rápido... pero el maldito hombre misterioso parecía tomarse su tiempo en saborearle, introduciéndose con pausada dedicación en el beso lento, recorriendo su cuello con las yemas. Angustiado, trató de precipitar aquello, apretándose contra él y enredándose en su lengua. El hombre se apartó de nuevo, sujetándole el rostro con las manos.

- ¿Qué...?

- ¿Por qué haces eso?

Driadan parpadeó. Tenía las mejillas ardiendo.

- ¿El qué?

- Me clavas las uñas en las piernas - respondió lacónicamente el Sha.

Driadan apartó las manos al instante.

- Lo siento, señor - murmuró.

Durante un rato, Malavani le miró en silencio. "Peor que una puta. A las putas les pagan".

- Quizá esperabas que te forzara, pero yo no soy así - dijo el hombre, tranquilamente. Su aliento le golpeaba el rostro. - Me gusta sentir que sé darle placer a mis amantes y que ellos me lo dan de buen grado, ardiendo en los incendios que hago prender en ellos. Esta noche, tú eres mi amante, Nirala, así que no te resistas a eso, porque no podrás. Me haré dueño de tu cuerpo y seré el ejecutor de tus sensaciones. Haré que disfrutes, y agonizante, supliques por más. Así me complacerás. Así me servirás bien.

Driadan se quedó helado. Su corazón pareció parársele en el pecho, y abrió los párpados, su mandíbula se descolgó, golpeado por el significado de aquellas palabras. La grieta aulló y se desgarró de nuevo en su alma, mientras la boca del Sha volvía a cubrir la suya y un nuevo beso, lujurioso e incitante, se abría camino entre sus labios, provocándole y haciéndole arder las mejillas. Cerró los ojos una vez más, estrechando los párpados, y se estremeció con el soplido gélido del desespero silbándole al oído. Dejó escapar el aliento abandonado en aquel beso, con la certeza de haber nacido vencido azotándole de nuevo, mientras enredaba los brazos tras la nuca del desconocido y erguía el torso, hundiéndose en la boca tibia y dulzona. "Ioren, eres tú. Este beso es tuyo, así te abrazo...", pensó vagamente, ahogando un sollozo, tragándose la rabia. Malavani sonrió.

Nirala se estremeció con el roce de sus dedos en el cuello de la túnica: el Sha tiraba de los lazos lentamente, abriéndola. Driadan le imitó, mientras se lamía los restos de saliva, con la frente apoyada en la suya y el odio fustigándole las entrañas.

- ¿Os agrado más ahora? - preguntó quedamente. En su imaginación, le arrancaba los ojos y los engullía.

- Mucho más, Nirala, abandónate. Lo pasaremos bien los dos.

La tela se escurrió por sus hombros. Vislumbró el torso fibroso del Sha al abrirle la túnica, y extendió las manos sobre su abdomen. Él le acariciaba el pelo, arañándole la nuca  muy despacio, sin herirle. Aquel hombre era hermoso y olía bien. Su figura era bonita, estética y exquisitamente masculina. Había demostrado que sabía como tocarle, cómo besar y cómo hablar, pero no ardía con la llama del fuego pasional. Descubrió la vanidad en sus gestos y anhelos, mientras se desnudaban despacio, acariciándose delicadamente. Descubrió la egolatría subyacente en su sonrisa sesgada cada vez que bajo sus dedos Driadan se estremecía, al pellizcarle la piel o rozarle la espalda con las uñas tras retirar con lentitud los ropajes que le cubrían, dejando que se aovillaran sobre la alfombra, en sus rodillas. La sutileza de sus caricias era una seducción constante a la que difícilmente podría escapar, pues le despertaba un cosquilleo continuo en los nervios, que al tiempo que excitaba sus sentidos le provocaba un rechazo virulento.  Tendría que transformar con habilidad la rabia y la ira que sus manos despertaban para adecuarlo a lo que se esperaba de él. Cuando el hombre presionó con los dedos sobre los rosados botones de su pecho, retorciéndolos con suavidad, Driadan se negó toda sensación y empezó a fingir. Dejó caer los párpados, se mordió los labios y exhaló un gemido quedo, contenido, bien elaborado,

- He encontrado tu llave, ¿no es así? - replicó el Sha, en un murmullo insidioso.

Repitió el gesto, más intensamente. Driadan sintió el tirón de excitación en su entrepierna, lejano y sucio, improcedente. Volvió a negarse el placer y gimió otra vez. Debía resultar convincente, porque Malavani sonrió de nuevo, insistiendo en la caricia que parecía despertarle. Driadan se arqueó hacia atrás, exponiéndose a él y dejando colgar los cabellos a su espalda.

- Sois hábil, mi señor - murmuró entrecortadamente, entreabriendo los párpados.

La mirada profunda del hombre resplandecía, orgullosa y aún fría. Éste se relamió e hizo ascender una mano hacia su cuello, le acercó los dedos a los labios y los recorrió con el pulgar. El chico supo que había dado en el clavo al espolear su egolatría. "Ioren me hace hervir la sangre sólo con mirarme, engreído estúpido", pensó para sí, con enfermizo deleite. "Ioren no necesita habilidad para encenderme cuando me toca, hasta sin intención. Su sola presencia me alimenta. A su lado sólo eres un pervertido altivo con ínfulas"

- ¿No deseas tocarme ahora, Nirala? - dijo la voz insidiosa.

- Sí.

El hombre hundió los dedos en sus cabellos, atrayéndole hacia él. Recostado en el diván como estaba, a Driadan no le costó retirar la túnica abierta, con los adecuados jadeos y el gesto arrebatado. Lamió con suavidad la piel tersa del pecho, depositando delicados besos en los que ocultaba su desgana. Demasiado dulzón, demasiado perfumado, sin el picante sudor ni el candente calor que conocía. Era como saborear una muñeca de cera. Habría sido atractivo, hasta deleitoso para otros, incluso para él, si no estuviera protegiéndose constantemente con el recuerdo incomparable del cuerpo esculpido en piedra y sal. Ahora, degustando aquella anatomía extraña, se volvía más consciente de cuán potente era su deseo por el hombre del mar, de lo auténticas que eran las sensaciones que le despertaba, arrolladoras e irracionales con toda su crudeza, con el dolor y el hambre salvaje que las aderezaban. La nostalgia le dolía, pero el reconocimiento de estos sentimientos, de alguna manera también le liberaba.

Escuchó el suspiro abandonado del hombre cuando rodeó su sexo con los dedos, la lengua hundida en el ombligo. Lo acarició despacio, entreteniéndose en el bajo vientre, que se contrajo con el roce intenso.

- Creía que no tenías experiencia - resolló Malavani.

- No demasiada - respondió él, quizá demasiado secamente.

Al notar que se tensaba y antes de que pudiera sospechar sobre la falsedad de sus reacciones, hizo de tripas corazón y lamió la tirante superficie desde la base, con un suave jadeo. Alzó la vista, fingiendo inseguridad, con los labios reposando sobre la virilidad henchida, y encontró el semblante de su señor contenido y algo crispado. Había anhelo en su mirada a pesar de la máscara de indiferencia de su gesto. Los mechones de cabello teñido se enroscaban como culebras sobre los hombros desnudos, bruñidos. Se preguntó si se despeinaba alguna vez, mientras abría los labios y le acogía en su boca con un gemido abandonado. No tuvo problemas para engullirle entero, entre los jadeos contenidos del hombre y sus caricias cada vez más impetuosas en su pelo. Le introdujo hasta la garganta, escurriéndose hacia afuera después y embadurnándole de saliva cálida, trazando círculos con la lengua. "Ioren es más duro y firme, y no puedo tomarle sin ahogarme", se repitió. "Es como acero al rojo con sabor a mar, que estalla en mi boca y me provoca más hambre que el mejor de los manjares". Dispuesto a comprobar cuánto podía palidecer en la comparación, imprimió un ritmo más intenso a sus movimientos. Malavani le tiraba de los cabellos sin violencia, arqueando las caderas hacia sí. Su aliento contenido resollaba voluptuosamente cada vez que le hundía en su boca húmeda, cuando se apartaba, exprimiendo la carne con los labios y dejando que sus manos completaran el recorrido. Tenía los dedos húmedos de su propia saliva.

- Suficiente. Suficiente. - Dijo entonces el hombre, recorriendo su rostro con las manos y tratando de apartarle.

"Que te jodan. Haré que disfrutes y supliques por más, ¿no? Estúpido."

- Más, por favor, mi señor - murmuró, mirándole con falso candor, suplicante.

El hombre le tomó por los hombros. La mirada que antes le había incomodado ahora aparecía teñida de deseo, vibrante, y cuando deslizó los dedos por su mejilla, Driadan volvió a fingir un estremecimiento.

- Ven.

El Sha se puso en pie y le condujo hasta la ventana, rodeándole los brazos desde atrás. Le guió para que apoyase los codos en el alféizar y le acarició las caderas, rozándole el trasero con las manos. Respiraba en su oído. Driadan apretó los dientes, tragando saliva de nuevo, y cerró los ojos. Las caricias delicadas viajaban por su piel, recorrían su espalda y rodeaban su cintura. Eran demasiado suaves para ser de Ioren, pero a pesar de todo volvió a evocarle, su mirada de acero incandescente, su contacto abrasador cuando le cubría con su cuerpo, su pelo enredado y áspero cosquilleándole en la nuca o en el pecho. El hombre estaba tocándole entre las piernas, acariciándole despacio desde abajo hasta arriba, mientras deslizaba la otra mano sobre las nalgas firmes y le besaba los hombros. Driadan dejó caer la cabeza hacia adelante y alzó la grupa, arqueando la espalda. Podía ver el jardín desde allí, azul y verde apagado, las estrellas tempranas y los blandones de la muralla que ya se encendían, la noria del pozo, detenida. "Eres tú quien está a mi espalda, es tu aliento el que me quema, es tu recuerdo el que me inflama", se repitió de nuevo, encadenando un gemido auténtico al fondo de su garganta. Se aferró al borde del ventanal y perdió la vista en los árboles agitados por la brisa, en el patio con esculturas, hasta que se le emborronó la visión, humedeciéndose de lágrimas esquivas. Encadenaba los suspiros espontáneos con los que fabricaba para deleite del caballero, temblando y con la piel erizada a causa de las estudiadas atenciones que recibía. Cuando Malavani tanteó su interior, hundiendo el índice en su angosto paso, Driadan clavó las uñas en el mármol del alféizar y dio un respingo involuntario, mordiéndose los labios para evitar que se le escapara un grito. La respiración se le encabritó como un caballo fiero.

- Vaya... así que esto es lo que te gusta, definitivamente.

"No". Tensó la mandíbula hasta que le dolieron las sienes, los carrillos se le inundaron de aire caliente al aguantar los jadeos. "No, maldita sea, no, no". ¿Por qué? ¿Por qué tenía que ser así, por qué sus nervios se empeñaban en gozar con aquello, aunque proviniera de manos extrañas, si su voluntad y su conciencia no lo disfrutaban? Su organismo se empeñaba en llevar la contraria a sus emociones, a sus sentimientos. Su cuerpo le traicionaba. Reaccionaba, aunque él no quisiera, y eso le angustiaba más que cualquier otra cosa. Tenía que acabar aquello. Intentó mostrarse más comunicativo, con la esperanza de que parase, de que dejara de provocarle y terminara de una vez, lanzando algún grito ahogado que otro, mientras los dedos se internaban en su profundidad y le tocaban por dentro con terrible destreza. Las caricias rítmicas sobre su sexo tampoco ayudaban. Se contorsionó como una culebra atrapada, intentando pegarse a su cuerpo en un reclamo violento, desesperado. No quería más, no podía seguir. Odiaba lo que estaba sucediendo, porque a su cuerpo le gustaba. El sudor se escurría en diminutas gotas sobre su piel y le humedecía las raíces del cabello. No quería más, sólo que terminase.

- Por favor... – susurró. Esta vez fue una súplica auténtica.

Hundió el rostro entre los brazos, mordiéndose los nudillos, rabioso. "Que termine, que termine de una vez". Ojos azules, incandescentes. La noche pasada no había querido que nada acabara. Hubiera deseado tenerle en su interior hasta el mediodía, hasta el día siguiente, durante una semana. Vibrar entre sus manos como la cuerda de un laúd tañida por un maestro, dejarse mecer por las corrientes arrolladoras de la pasión hasta morir de agotamiento, hasta ahogarse en su océano embravecido.

- Dilo otra vez.

Los dedos malévolos entraron más profundamente, giraron en sus entrañas, volvieron a empujar hasta el fondo.

- ¡Por favor! - exclamó, incapaz de ocultar esta vez la rabia y el desespero. Una risa capciosa bailó en sus oídos, resonó en la profunda grieta de su alma y los ecos reverberaron en él con insistencia.

El Sha le sujetó por las caderas. Recibió la contenida irrupción con alivio y se arqueó instintivamente. Al fin. Sólo tenía que dejar que se moviera hasta que vomitara la semilla y no habría nada más. Una extraña paz le envolvió. Su mente pareció disolverse y escapar muy lejos, flotando como un espíritu etéreo por encima de los jardines, ajena a los estremecimientos de sus músculos y las espasmódicas contracciones, ajena a la presión en su honda profundidad, al roce que le lamía por dentro. Ajena a la armonía de las respiraciones, al baile estudiado y ligeramente frío del hombre que le invadía, ondulante y felino, ajena a la cabellera esponjosa que dibujaba pinceladas en su espalda en cada envite profundo. Los resuellos acelerados y los jadeos sordos, muy lejos. El sudor tibio y el temblor en las entrañas, muy lejos.

. . .

Sobre la cama, en los aposentos reales de Nirala, Driadan permanecía de pie, con la ensangrentada camisa de dormir llena de polvo y el cabello enredado. La puerta estaba abierta y las ratas entraban en tropel. Animales enormes y peludos, de ojos rojos y patas con afiladas uñas, que se movían a sus pies como un mar pardo, velludo y hambriento. Mordían las cortinas escarlata, destrozaban los bajos de la colcha, trepaban por el dosel. Inmóvil, de pie en la cama, cedido al abandono las contemplaba el príncipe, con un gesto triste y resignado en el semblante. Las ratas habían inundado su cuarto. Lo anegaban. Lo infectaban. Las ratas habían entrado, y no podía cerrar la puerta. Sus cuerpos se amontonaban en el dintel, se atropellaban unas a otras. Clavaban los dientes en sus zapatillas de tela, las rasgaban, tirando de ellas. Defecaban en el escudo de armas, orinaban en los baúles abiertos con su ropa, royéndola, tirando de los hilos. Estaba solo, contemplando con desazón cómo las criaturas destruían los tapices y rasgaban la madera de ébano, chillando y revolviéndose, devorando todo lo que había sido. La marabunta horadaba los tejidos y corroía la madera. Rompía los vidrios. Un brazo le rodeó la cintura y el aroma de los océanos le circundó.

- Duerme, príncipe - dijo Ioren, estrechándole con suavidad.

Una de aquellas alimañas corría sobre un estante, gorda y aullante, derribando sus figurillas.

- No puedo dormir - murmuró con voz débil el príncipe, inmóvil. - Hacen mucho ruido.

Los brazos poderosos le acunaron, y la voz profunda, suave como una caricia, empezó a cantar en tono grave, en un susurro íntimo y aterciopelado, antiguo como la piedra y cálido como la llama, apagando el sórdido estruendo de las sabandijas que hervían a sus pies, protegiéndole, conservándole, sosegando sus sentidos y envolviéndole en seguridad. Conocía aquella nana. Se la había cantado al oído en el almacén, entre las cortinas de gasa y las alfombras amontonadas. Driadan cerró los ojos. Algo le quemó por dentro.


. . .


Malavani empujó con contención tres veces más, y se detuvo, apoyando una mano en la ventana. El vaho había cubierto el cristal. Driadan seguía sujetándose al alféizar, con el sudor corriéndole por la frente y los pulmones distendidos en su lucha por encontrar aire que les colmara. Cuando el hombre salió de su interior, la tibia humedad se escurrió por sus muslos y el joven dio un traspiés, dejándose caer lentamente de rodillas hasta el suelo. El Sha se dirigió hacia la repisa y tomó él mismo la botella de licor. Algo frío y líquido se escurrió por la espalda de Driadan, y luego la lengua lasciva lamió la bebida fragante, mezclada con su sudor.

- No está mal para empezar, Nirala.


Se viste la noche de estrellas
se ciñe su capa la pálida luna,
tumbada en su cuna,
se mira en la nieve como en un espejo,
se peina de lejos
y el viento nos canta al oído en silencio.
Duerme, tranquilo y sereno,
duerme en mis brazos hasta el amanecer


El chico se incorporó, rodeándose el torso con un brazo. Sus ojos se habían apagado. Se dejó conducir hasta la cama sin oponer resistencia alguna, y el hombre del cabello teñido le tendió sobre las sábanas, deslizando las manos por su cuerpo, recostándose a su lado.

- La noche aún es joven. Tenemos mucho tiempo. Relájate y déjame mostrarte... hasta dónde puedes llegar - murmuró el Sha en su oído, rozándole el costado con la punta de los dedos.


El búho, despierto, aletea
que no te importune su lánguido canto
no te invite al llanto
ni el zorro te asuste con su larga cola
ni el mar con sus olas
Duerme, tranquilo y sereno
mi niño que sueña en su sueño crecer,
duerme en mis brazos hasta el amanecer


Dejó que los besos volvieran a escurrirse sobre su piel erizada, sin importarle ya la reacción de sus nervios. Su espíritu danzaba en el jardín, revoloteando, buscando a Ioren. Su alma estaba arropada por sus manos, de pie en la cama de su habitación en Nirala. Las ratas le rozaban las puntas de los pies, pero Ioren le levantó y le sostuvo en el lecho de sus brazos, cantándole al oído. Muy lejos de las húmedas caricias. Muy lejos de los lúbricos gemidos, de las figuras que se contorsionaban sobre las sábanas con impudicia, enredando las lenguas y acariciándose los cabellos. Muy lejos de los latigazos de placer y del estremecimiento gozoso.


La noche se viste de estrellas,
la escarcha engalana para ti la ventana
la nieve te canta
canciones de cuna que se han olvidado
y estoy a tu lado
velando tu sueño
duerme, tranquilo y sereno,
duerme en mis brazos hasta el amanecer



Dejó a Nirala y se enredó en el abrazo de Ioren, se hundió en su perfume, dejando que le arrullara en su recuerdo. Muy lejos, durmió en el calor de la llama que tan bien conocía, sin importarle las lágrimas, el odio, el rencor o la venganza. Se refugió en lo único que le quedaba, degustándolo despacio hasta que le pareció real, hasta que la noche dio paso al alba, el Sha Melior Malavani estuvo satisfecho y realmente, finalmente, todo terminó.

Sólo entonces, cuando el hombre de los cabellos teñidos dormía, se escurrió con ligereza de su lado, silencioso. Se vistió y salió de la habitación, cerrando con cuidado a su espalda. Huyó de puntillas, cruzando el palacio que empezaba a despertar y corrió a través del jardín hasta el almacén de las telas. En la penumbra, cerró por dentro y se dejó caer en un rincón, abrazando una cortina azul y mordiéndola con fuerza, balanceándose en cuclillas y temblando como una hoja. Las lágrimas mojaron la cortina de gasa. 

. . .

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