lunes, 28 de noviembre de 2011

Fuego y Acero XVI: Preludio


16.- Preludio

Los barracones olían a humedad y polvo. No es que estuvieran demasiado limpios, pero Luarah no esperaba otra cosa cuando entró del brazo de su primo a la oscura estancia. Los hombres se vieron sorprendidos cuando la puerta se abrió y la luz del exterior penetró a raudales, descubriéndoles en su hora de la comida. Recogieron las escudillas y se pasaron las manos por los rostros, tratando de parecer más presentables ante su ama y su ya por largo tiempo invitado. Luarah hizo un gesto con la mano, restando importancia a su visita para que siguieran con su actividad, mientras Melior se cubría la nariz con la mano disimuladamente.

- Les compramos juntos, a los dos - dijo Luarah en su idioma, señalando con la cabeza al hombre del rincón. - Se conocían, pero no puedo decirte mucho más. Sólo sé que están unidos de alguna manera.

El Rojo estaba con la espalda apoyada en la pared, mirando hacia un punto indefinido en el vacío mientras se afeitaba con una hoja roma. El cabello le había crecido abundantemente en aquellos meses, y su envergadura seguía siendo imponente. La mirada inescrutable no había perdido la chispa. Al parecer, las cadenas de la esclavitud no horadaban el espíritu de aquél hombre enorme y silencioso, solitario como una estatua rescatada del mar.

- ¿Y por qué me traes a ver a éste? - replicó en tono desdeñoso su primo, arqueando una ceja con suavidad. - Yo a quien quiero es a Nirala.

- Por eso te traigo a ver al Rojo - explicó Luarah. - Si quieres llevarte a Nirala, en caso de que mi padre acepte desprenderse de él, tendrás que llevarte al Rojo también. Creo que separarles es contraproducente.

Melior ladeó la cabeza, repasando con la mirada a los veinte esclavos que se hacinaban allí. Todos parecían haber regresado a sus quehaceres, apurando su comida unos, remendándose las suelas de las alpargatas otros y deshilachando cada minuto de descanso que les quedaba antes de que el capataz volviera a levantarles a latigazos y retornaran a su esforzada labor.

- Separarles es contraproducente - asintió el joven Sha, con la mirada fija en el Rojo. - Ese hombre no es un esclavo, es un guerrero. Fíjate en su mirada, en su aplomo. En cuanto a Nirala, tiene los ojos del color de la sangre. No sé si sabes lo que eso significa, prima.

Luarah frunció levemente el ceño, volviéndose hacia el Sha. Éste mantenía el semblante impertérrito.

- No he viajado tanto como tú, mi querido primo. Nosotros no somos mercaderes. - Sonrió amablemente tras lanzar la puya.

Melior permaneció indolente ante su sutil provocación y se limitó a ladear la cabeza hacia el otro lado.

- Es un símbolo de nobleza - dijo con calma. - Tenéis como copero a un muchacho de alguna casa importante del Imperio de las Montañas.

- Los asuntos del Norte no nos importan demasiado aquí - replicó ella, encogiéndose de hombros.

- Estos dos nunca serán esclavos. Pueden daros más de un disgusto si se lo proponen, Sharin.

Luarah pestañeó y dejó caer algo más de su peso en el brazo de su primo, apartándose el cabello con elegancia. Melior le gustaba. Era astuto y sagaz como una víbora, intrigante y retorcido en toda su sublime elegancia. Conocía ella, desde luego, su interés por despojarles de sus bienes en cuanto tuviera oportunidad. Él era un rico comerciante, pero no poseía tantas tierras ni una finca tan espléndida, en parte porque su padre, Sha Nuredil, había sido rápido y hábil para reclamar sus derechos sobre la fortuna de su hermano tras el accidental fallecimiento de éste. Su primo era peligroso y taimado, pero quizá por eso mismo le gustaba.

- Y sin embargo, tú quieres comprarnos a Nirala.

Melior sonrió, mirándola de soslayo.

- Es que es delicioso.

- ¿Tienes debilidad por él?

- Podríamos llamarlo así.

Luarah le devolvió la sonrisa. No era tan ingenua como para creer que la prolongada estancia del Sha Malavani después de la fiesta acontecida hacía ya casi una estación se debía exclusivamente a su encaprichamiento con el copero. Estaba allí, en su casa, metiendo las narices en sus asuntos utilizando a Nirala como excusa. Una serpiente deslizándose en su jardín, buscando dónde y cuándo morder la fruta jugosa, eso es lo que era. Para colmo, su padre había empezado a llamar al chico a sus habitaciones dos semanas después de que Melior empezara a llevárselo, y ambos lo compartían quizá con la esperanza de arrancarle secretos de alcoba de la otra parte. Nirala, sin embargo, parecía inmune a estas tentativas. Ni su primo ni su padre habían conseguido entablar la más mínima intimidad con él, pues tan siquiera habían sido capaces de arrancarle su verdadero nombre. Por eso, Luarah se preguntaba cual era el verdadero interés de Melior en adquirir para sí al muchacho. Tal vez quisiera utilizarle para hacerles daño. Tuvo la sensación de que la clave estaba en el comentario que su primo había hecho acerca de los orígenes nobiliarios del joven.

- Como te he dicho, si le quieres tendrás que llevarte también al Rojo, y eso siempre que mi padre esté de acuerdo. Nirala le gusta mucho.

- No me extraña. Sin embargo, estoy convencido de que llegaremos a un acuerdo. No creo que el Sha esté conforme con tener a gentes peligrosas entre sus siervos.

"Te tenemos a ti como invitado, no nos subestimes, primo", pensó ella para sí. Sin embargo, dijo:

- El peligro que puedan suponer está neutralizado. He sabido tratarles adecuadamente.

- Si les compro, tendrás que enseñarme.

- Si les compras, puede que lo haga.

Intercambiaron una mirada provocativa y ambos sonrieron otra vez, con un gesto muy similar. Un cosquilleo de anticipación recorrió la columna de Luarah. Le gustaba mucho Melior, y sabía que ella también le gustaba. Se preguntó cuánto tardaría en pedir su mano a su padre y cómo sería su vida en común, pues no dudaba que, a la larga, su primo comprendería que la única manera de recuperar lo que ellos le habían quitado era mediante esa inexorable unión. A ella no le parecía mal. Sería emocionante dormir con su enemigo, retozar cada noche y amenazarse veladamente el uno al otro, entretejer argucias para fastidiarse y comerse el terreno.

- Regresemos, querida prima. Iré a hablar con tu padre sobre el acuerdo.

Los dos nobles salieron. Cuando la puerta se cerró, los esclavos aguardaron, contando hasta cien. Después, volvieron a destellar sus miradas, abandonaron las escudillas y se arremolinaron en torno al Rojo, juntando las cabezas y hablando en susurros casi inaudibles en el idioma de Shalama.

- ¿Oíste a la Sharin? Quizá seas vendido - murmuró uno de ellos.

Ioren negó con la cabeza, con el gesto grave, y les observó. Le había costado mucho esfuerzo aprender el idioma, pero más aún volver a despertar el ardor en aquellos corazones marchitos, despojados de ilusiones, enterrados bajo el peso de las cadenas y la esclavitud. Por eso conocía todos sus nombres y se enorgullecía de cada uno.

- No venden yo. No venden Nirala. Seguro.

- ¿Cómo lo sabes? - susurró otro, un hombre de las islas con la piel muy negra y la boca desdentada. Ioren se permitió una media sonrisa.

- No venden ninguno. No tienen tiempo. Gente toma cosas mucho lento en palacio. Fuego y acero antes vender nadie.


Los esclavos sonrieron y se miraron entre sí, con una luz de esperanza en sus semblantes dispares, tan distintos como diferentes eran las tierras del vasto mundo. Luego empezaron a rebuscar en sus ropajes y dejaron sus tesoros de salvación, envueltos en telas sucias y hojas verdes, sobre el suelo, en el centro del círculo que formaban. Ioren revisó uno a uno, asintiendo y escuchando las explicaciones de sus aliados. Cuando no entendía alguna expresión, frase o palabra, ellos se lo explicaban lo mejor que podían, hacían gestos o dramatizaban hasta que lograba comprenderlo. Después, Ioren empezó a dar órdenes.

- Kiram, Sulori, Fernos, llevan esto a ... - hizo un gesto y tardó algo en encontrar el vocablo correcto - Almacén de telas.

- Almacén de telas - asintieron los hombres.

- Discretos - añadió con una mirada de advertencia.

Ellos asintieron otra vez, rectos y serenos. Aunque no fueran guerreros, sabían obedecer, y no podía sino confiar en ellos. No tenía nada más.

- Beonar, Jhandi, Qilem y Arevano, van con mujeres cuando lleguen a lavar en agua charca. Cub...

- Las cuberterías - añadió Jhandi. Ioren asintió.

Siguieron conspirando en tono bajo hasta que las órdenes de cada cual quedaron claras, y entonces volvieron a distribuirse por el barracón, apagándose sus ojos y encorvándose hacia adelante, apurando sus boles de arroz y garbanzos, suspirando en silencio y vistiéndose con el peso de la servidumbre que enmascaraba su renovado arrojo. El Sha Ioren Raur contempló el hueco de la pared donde había contado todos y cada uno de los días de su sometimiento, del tormento de Driadan, príncipe de Nirala. Habían pasado cuatro meses desde que llegaran a aquel palacete en las tierras del Sur. Cuatro meses en los que había hecho girar, día a día, la rueda del molino chirriante con las manos encadenadas a las palancas, en los que su cabello había crecido tanto como su ira, tanto como la rabia y la venganza. Había aprendido mucho en esos meses. Había forjado las almas de aquellos que se inclinaban bajo el yugo de la opresión y se le había revelado una verdad aterradora que le hacía replantearse muchas de sus creencias.

Ahora sabía que todo hombre puede ser un esclavo. Ahora sabía que todo hombre puede dejar de serlo. No importaba que fuera un guerrero o un vasallo, nada tenían que ver en eso las circunstancias de nacimiento o condición. Sólo era necesaria una oportunidad. Una sola chispa. Bastaba una chispa para convertir a un criado en caballero, a un bracero en combatiente, a un siervo en señor, a un esclavo en hombre libre.


. . .


Cuando entró a la habitación de los coperos, Luarah chasqueó la lengua y apoyó la mano en la cadera, alzando la voz con tono de maternal amonestación.

- ¡Cisne, Nirala! ¿Ya estáis otra vez?

Los chicos se recompusieron. Nirala soltó la pechera de su compañero y se apartó de la pared donde tenía acorralado a Cisne, sacudiéndose la túnica con un brillo rabioso en la mirada. Cisne tragó saliva y se apartó del rincón, manteniendo las distancias con su camarada. Estaba pálido y parecía muy asustado. Luarah frunció el ceño con extrañeza. No era la primera vez que sorprendía peleando a los dos jóvenes, pero generalmente, el moreno mostraba una expresión burlona y terriblemente maliciosa, mientras que Nirala siempre parecía el más afectado por la ira y el rencor. En esta ocasión, pasaba algo distinto.

- Perdón, Sharin - dijo Cisne, inclinándose y postrándose de rodillas al momento.

- Perdón, Sharin - Nirala le imitó, en tono frío, y se arrodilló, bajando la mirada pero no la cabeza.

- ¿Qué estaba pasando aquí, esclavos?

Cisne miró de reojo a su compañero por un segundo, luego agachó más la cabeza. Durante demasiado tiempo, nadie dijo nada.

- Le dije que le mataría si volvía a insultar a mi madre - respondió al fin Nirala.

"Estos dos nunca serán esclavos". Esas habían sido las palabras de su primo. Luarah tenía que admitir que algo de razón sí tenía, porque aunque el joven copero jamás había cometido un error ni había disgustado a sus señores e invitados, complaciéndoles en todo, tampoco nunca se había apagado definitivamente aquel resplandor orgulloso que con tanta frecuencia descargaba en forma de ira sobre Cisne. Al menos, todavía. Se preguntó si Melior sería capaz de ahogar aquellas brasas si llegaba a tenerle en su poder.

- De acuerdo, dejadlo ya y que no se repita - suspiró ella, llevándose la mano a la cadera. - No quiero tener que azotaros. Por favor, no me lo hagáis difícil, ¿de acuerdo?

- Sí, Sharin

- Sí, Sharin

- Bien.

Luarah sonrió de nuevo y se acuclilló frente a los muchachos, como solía hacer cuando acudía a darles instrucciones especiales, mirándoles frente a frente con calidez. Luego descubrió el puño que había mantenido cerrado y les tendió un dulce de azúcar, plátano y nueces a cada cual. Cisne lo tomó y lo mordisqueó con una sonrisa espontánea. Nirala la miró con suspicacia, como siempre que les llevaba regalos, y luego lo cogió, mordiéndolo con cautela.

- Gracias, Sharin.

- Ya sabéis que hoy es la Noche del Fin de Verano, ¿verdad, chicos? - esperó a que ambos asintieran antes de proseguir. - Bueno, habéis de saber que ésta es una noche especial. El verano se marcha y el otoño llega, con la cosecha, los vientos más frescos y la lluvia. En esta noche de despedida, todos los miembros de nuestra Casa, sean siervos, lacayos, visitantes, guardias, esclavos o señores, se reúnen en la media noche para beber del Oro del Sol. El Oro del Sol es el licor más preciado de Shalama.

Nirala asintió, escuchando. Cisne aún parecía sumergido en algún pensamiento inescrutable, pero Luarah contaba con que él ya conociera aquellas tradiciones. Puso todo su empeño en que el chico del norte las asimilara con claridad y fuera consciente de la importancia de su labor en aquel día.

- Hoy vuestra misión es la más importante del año. Todos los hombres y mujeres de esta casa serán engalanados con un dedal de plata, como este que yo llevo al cuello. - explicó, levantando la cadenita de la que colgaba el vaso de cristal cerrado - Vosotros debéis encargaros de llenar los dedales y cerrar las tapas, para que todos, todos, todos tengan su ración de Oro del Sol antes de media noche. A media noche, el carrillón de la terraza sonará, y todos, estemos donde estemos, brindaremos.

Luarah sonrió. El joven Nirala asintió, no parecía demasiado sorprendido por lo que le estaba contando.

- ¿Ya te habían hablado de esto? - dijo ella, arqueando la ceja.

- Algo comentaban los criados, Ama.

- Vaya - replicó ella, mirándole. Tenía una sensación extraña. El chico de los ojos rojos estaba muy extraño hoy, lívido y con una llama mucho más vívida en las pupilas. –
Bueno, espero que te haya quedado claro lo que tienes que hacer.

- Si, Ama.

Luarah se incorporó y les hizo un gesto para que se levantaran.

- En pie. Bajaréis a la bodega tres horas antes de media noche para recoger el licor. Antes de eso, Nirala, asegúrate de haber pasado por los aposentos de mi padre y mi primo. Los dos quieren verte.

- Sí, Ama.

Cuando Luarah salió de la habitación, no pudo ver cómo Cisne agachaba aún más la cabeza, y los ojos rojos, amenazadores, se volvían hacia él con una advertencia implícita.


. . .

© Hendelie

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