lunes, 9 de enero de 2012

Flores de Asfalto: El Despertar - XVIII

Aceptación


14 de Febrero – Gabriel

Al otro lado de la ventana, estaban la noche y la ciudad. La noche, enjoyada de estrellas, con su luna balanceante, con su telón negro. Y la ciudad, sucia, prendida de luces, teñida de niebla, acechante y siempre hambrienta. Las bombillas amarillas y blancas de las farolas envolvían las calles en una bruma luminiscente que tenía algo de fantasmagórica, filtraban su resplandor a través del cristal hasta el apartamento en penumbra.

Pero ellas, la noche y la ciudad, estaban fuera, al otro lado de la ventana. Se habían convertido en un espejismo furioso que intentaba llamar la atención sin conseguirlo, intentando ser real.

Las velas, eso era real. Sus llamas calientes y anaranjadas. Sus manos también eran reales: el tacto hormigueante sobre las palmas mientras acariciaba la piel de Cain. La respiración tenue del chico, el sabor de sus besos, el breve temblor de las pestañas. El atisbo casual de su mirada, que reflejaba las llamas titilantes en sus iris de esmeralda.

Cain era real. El universo entero parecía haberse replegado, condensándose en él con toda su belleza y vastedad. En toda su miseria y su imperfección. En toda su pureza. Le tenía entre los brazos, debajo de los labios, pegado a su cuerpo, y era verdadero, y a él también le convertía en algo auténtico. Se sentía como al despertar a la vida después de haber pasado años anestesiado. Como un recién converso postrado de rodillas en la catedral; sin habla, sin capacidad de raciocinio. A solas con él, a solas sus emociones. A solas con la necesidad de tocarle, de protegerle, de adorarle con cada átomo de su ser.

Llevaban un rato enredados en los besos, tocándose los brazos descubiertos, los cuerpos desnudos, recorriéndose con caricias necesitadas, después ardientes y ahora devotas. Él había caminado hasta Cain, le había rozado con los labios y había presionado sobre su boca. Él le había acorralado contra la encimera sin previa provocación.

¿Alguna vez creyó que esto no iba a suceder? ¿Que podía luchar contra esa fuerza?

No es por pena… ¿Entonces, por qué es?

La respuesta a las preguntas que Cain se hacía era demasiado sencilla y demasiado increíble. Pensar en ello le hacía sentirse algo confuso, pero al mismo tiempo, una repentina certeza de amarle parecía arder sin palabras en su interior en aquel momento, mientras se separaba de sus labios un instante para respirar a duras penas. Levantó una mano para rozarle la mejilla. Cain cerró los ojos e inclinó el rostro, correspondiendo a su tacto con un suspiro contenido.

La luz de las llamas se reflejaba en su piel.

—Mañana harás como si nada hubiera ocurrido.

La voz susurrante del chico le provocó una punzada de angustia.

—No.

Los ojos verdes volvieron a mirarle. Sí, quería que le mirase. Quería escucharle respirar, sentir el latido de la sangre bajo su carne. Deslizó los dedos sobre su rostro, entre su pelo. Cain seguía la dirección de la caricia, propiciando el contacto, sin apartar los ojos de los suyos.

—No sigas adelante si mañana vas a hacer como si nada.

Negó con la cabeza de nuevo. No, no. Estaba seguro. Los obstáculos insalvables le parecían meros charcos que sólo había que saltar. Aun así, Cain insistió. Los ojos verdes volvieron a apartarse y volvió a preguntar:

—¿Y Sara?

Sus labios se encontraron otra vez. Las lenguas se enredaron. Las uñas de Cain arañándole la nuca lentamente, su respiración en la boca, el latido de su corazón sobre su pecho y la penumbra de las velas. Cuando se separaron, aún lamió un resto de saliva de su comisura, hambriento y con el pulso acelerado, el calor arremolinándose en algún punto debajo de su vientre.

—¿Qué pasa con ella?

La voz le salía un poco brusca, ronca de deseo.

Buscó su cuello, el suave pálpito en la curva. La piel del joven tenía un sabor peculiar, exótico. No se parecía a nada que hubiera probado antes. Su textura era elástica y suave. Caliente. Apetecible. Le provocaba dolor de estómago. Le mordería hasta arrancar la carne de los huesos.

—Eso quiero saber…

Las palabras brotaron entrecortadas de la garganta de Cain. Gabriel arqueó las caderas para apretarse contra su cuerpo. Los dedos del chico se deslizaron a lo largo de su espalda desnuda, provocándole un escalofrío; luego ascendieron, revoloteando como pájaros.

—No puedo pensar en eso ahora —confesó Gabriel, en un susurro áspero.

Sentía la boca seca y una necesidad urgente de arrancarle los pantalones y hundirse en su interior. Dios, lo estaba deseando. Llevaba dos malditas semanas sin desear otra cosa. “Hazlo ya, hazlo ya, hazlo ya”, repetía una vocecita en su cabeza, y esa voz se había vuelto más fuerte cada día que pasaba, cada noche que la imagen de Cain se colaba en sus sueños. Y de nuevo, las palabras del chico, entrecortadas.

—Si es sólo sexo, no me importa… por mi está bien.

Cerró los dientes con suavidad sobre su hombro, desabrochándole los pantalones. “Hazlo ya”, insistía la voz. Cerró los ojos, intentando relajarse y contener el salvaje galope de la sangre en sus venas. Le bajó la cremallera de un solo movimiento, agarrando después la cinturilla y tirando hacia abajo, arrastrando la ropa interior y liberando el sexo despierto del chico. Cain se mordió los labios para reprimir un gemido de alivio. Le tiró del pelo, acercándole a su boca. Gabriel hundió la lengua en ella y succionó, lamió, mordió, emborrachándose con su sabor.

Sólo sexo. ¿En qué demonios estaba pensando este chaval?¿Cómo podía pensar todavía? Mientras se exprimían el uno al otro en el beso apretado, deslizó una caricia amplia sobre el pecho de Cain, giró en la cintura y le agarró de la cadera. Él hizo un movimiento oscilante, provocador. Sus erecciones volvieron a rozarse, desnuda la del joven, la de Gabriel aún atrapada bajo la tela áspera de los vaqueros.

—Si mañana vuelves a… — Hablando otra vez. Bueno. Aunque en parte le irritaba, también le gustaba oír su voz, jadeante y atropellada a causa de la excitación—. Si vuelves a… fingir que esto no ha ocurrido… te juro que quemaré tu casa, profesor.

La amenaza le despertó un relámpago de deseo más intenso. El desafío le provocaba. Alzó una mano para agarrarle del pelo y tirar hacia atrás con fuerza medida; metió la otra entre sus piernas. El gemido ahogado del chico cuando cerró los dedos alrededor de su virilidad le supo a dulce en los oídos, y la mirada insolente de Cain terminó de abrirle el apetito. El condenado estaba pidiendo guerra.

—Ya te he dicho que no. No me presiones.

Le agarró de la cintura y le subió a la encimera, un movimiento tan repentino que los ojos verdes se abrieron con sobresalto y las manos de Cain se cerraron en sus hombros. Sin darle tiempo a reaccionar, hundió el rostro en su pecho y atrapó un pezón entre los dientes. Comenzó a mover los dedos sobre la carne tensa de su entrepierna, desde la cúspide hasta la base, en una caricia lenta e incitante. Él gimió.

—Dios…

Gabriel hizo girar el botón endurecido de su pecho con la lengua, lo provocó, lo ungió de saliva, presionando más con las mandíbulas para hacerle reaccionar. Su sabor le estaba enloqueciendo de necesidad. Dentro de su mano, la excitación de Cain se hacía cada vez más evidente. Con la otra le estaba sujetando del pelo, obligándole a mantener el rostro alzado, y tenía el brazo apoyado en su espalda. Por eso podía notar cómo se erizaba su piel, el suave ondular de los músculos, tensándose y relajándose en un intento de administrar los estímulos. También el despertar del sudor tibio y ligero en la nuca, el resuello breve en el que se había convertido su respiración y el galope acelerado del corazón.

Mordió un poco más fuerte, tirándole del pelo. Cain sofocó un grito y le arañó los hombros. Su sexo se distendió con un latido violento y Gabriel se sacudió con un estremecimiento al escucharle.

—¡Cabrón! —exclamó el chico.

Deslizó de nuevo la lengua en círculos y volvió a regalarle una dentellada. Cain volvió a gritar y esta vez la reacción de Gabriel también fue evidente. Cada vez que le escuchaba una corriente tibia y eléctrica se disparaba bajo su epidermis, secándole la garganta, acrecentando su hambre y destrozándole entre las piernas. Apartó los labios y se irguió, sin dejar de agasajarle con la caricia íntima, cada vez más rápido. Fijó los ojos en los suyos.

—¿Cabrón y qué más? ¿”Cabrón, para” o “cabrón, sigue”?

Cain no podía responder, y él lo sabía. Estaba jadeando. Sin embargo, en un alarde de orgullo y de carácter, el muchacho le agarró del pelo y volvió a atraerle hacia su boca. Y esta vez fue Cain quien le mordió. Una punzada breve pero intensa en el labio inferior.

—Cabrón a secas —resolló a duras penas, moviendo las caderas contra su mano.

Gabriel se lamió los labios. Ese maldito chaval… posiblemente fuera la cosa más sexy que había tenido entre manos en toda su vida. Se apretó contra él de nuevo, acuciándole, y le soltó para arrancarle las prendas del todo. Cain luchó por su ropa interior en un forcejeo provocativo, con sonrisa maliciosa incluida. Gabriel tuvo que agarrarle de las muñecas y sujetarlas por encima de su cabeza para despojarle definitivamente de ella.

Los ojos verdes no dejaban de mirarle. Las sienes le zumbaban y el deseo había vuelto densos y pesados todos sus músculos; sentía una presión constante en los riñones y una línea de tensión entre la espalda y la pelvis. Cuando pudo al fin arrojar al suelo los boxers ajustados de Cain, él le observaba bajo los párpados entrecerrados, con expresión abandonada y turbia de deseo. Había dejado de oponer resistencia al ver sus manos prisioneras contra la puerta del armarito de la cocina y tenía el torso ligeramente arqueado, las nalgas parcialmente apoyadas en el mármol y las rodillas cerradas contra los muslos de Gabriel, los pies apuntalados con el empeine detrás de sus piernas. Deslizó la mirada a lo largo de aquel espectáculo divino de carne, piel y anhelo, miró al fondo de los ojos verdes y su contención llegó al límite.

Se abrió los pantalones con una sola mano, con movimientos rápidos y bruscos. Tiró de la tela sólo lo suficiente para poder maniobrar, descubriendo su sexo más que dispuesto. La mirada verde resbaló despacio a lo largo de su cuerpo hasta fijarse ahí. Cain se lamió los labios, con los ojos fijos en su erección y eso provocó otro escalofrío al profesor. ¿El condenado se daba cuenta de toda esa mierda? ¿De los gestos que tenía, de lo provocador que resultaba? Seguramente sí, tenía que ser intencionado.

—¿Vas a pensártelo mucho más? —susurró el chico, con cierta ansiedad.

—Tal vez —respondió Gabriel. Había empezado a acariciarse, mirándole.

—Quizá esto te haga decidirte.

Cain removió las muñecas y se escurrió de la encimera para poner los talones en el suelo. Gabriel le soltó. El joven se dio la vuelta, apoyando las manos sobre el mármol y separando las piernas, ligeramente inclinado hacia delante. Luego ladeó la cabeza y le miró por encima del hombro.

Gabriel había dejado de respirar. Le aguantó la mirada y después recorrió con ella la anatomía deliciosa que no dejaba de tentarle y ahora se le ofrecía. El tatuaje de las alas negras en los riñones capturó su atención mientras se acercaba. Con un suspiro suave, abrió las manos y las deslizó por sus caderas con un gesto lento. Cain se estremeció bajo sus manos, dejando colgar la cabeza hacia delante. Gabriel cerró los dedos, sujetándole con firmeza, apretándole con los pulgares sobre el tatuaje y se pegó a su cuerpo, apretando las caderas contra sus nalgas en un roce lascivo. Tenía que hacer un esfuerzo para hacer pasar la saliva a través de la garganta al tragar, sus pulmones parecían haber olvidado el ritmo y todo su cuerpo se contraía y se erizaba, clamando por saciar su sed.

Se separó un ápice para colocarse mejor, tocando su entrada con el extremo ardiente y duro de su sexo.

—Maldita sea… hazlo de una vez —gimió Cain, arqueándose como un animal ansioso.

Gabriel sonrió a medias, sintiendo un malicioso placer al escucharle. No había sido exactamente una petición, pero le excitaban igual su exigencia y su súplica, su rendición y su desafío. Cualquier maldita cosa que él hiciera le hacía perder los estribos. Apretó la mandíbula y embistió, enterrándose con un movimiento firme.

Cain ahogó un resuello. Se tensó. Una gota de sudor se deslizó por su espalda. Gabriel contó hasta diez mentalmente antes de empujar otra vez y hundirse por completo en él. Cerró los ojos, exhalando un suspiro de alivio. Rodeado de aquel calor palpitante y estrecho, el mundo parecía dar vueltas y su cuerpo dejaba de pertenecerle.

—Dios mío —murmuró con voz ebria—. Esto es demasiado bueno.

Cain volvió a mirarle por encima del hombro, con el semblante distendido en una mueca de placer. Se echó encima de él, mordiéndole el lóbulo de la oreja, y empezó a moverse en su interior, manteniéndole aferrado con fuerza mientras él recibía los envites intensos, más cortos al principio y más profundos y largos después.

Las respiraciones de ambos se convirtieron en un contrapunto de jadeos roncos. Gabriel sólo tenía oídos para él. Arqueó la espalda y balanceó las caderas, buscándole más profundamente cuando el interior del chico se distendió y aumentó el ritmo de las embestidas. Estaba caliente y apretado, se contraía cada vez que le recibía, el cuerpo ligero y sinuoso se pegaba al suyo.

Sólo sexo. Le soltó con una mano y la deslizó entre las piernas de Cain. Cerró los dedos en su carne pulsante y buscó su ritmo mientras le embestía con más fuerza, ahogando jadeos que sonaban como gruñidos salvajes. El sudor le perlaba la espalda y estaba despeinado, totalmente fuera de sí. “Fuera de tus casillas, Gabriel, follando con un muchacho como si fueras un puto animal”. Una parte de sí mismo era consciente de esto y se reía de él. Se reía de sí mismo, de su ilusión de autocontrol, de orden, de dominio de sus actos, que estaba saltando por los aires. Siempre había sido un espejismo frágil.

—No… me voy a… ah…—resolló Cain.

Apenas podía hablar. La última palabra se le quebró en un gemido intenso, se contrajo y apoyó la frente en los puños cerrados sobre el mármol, arqueando la espalda. Sus lamentos se elevaron, hicieron eco en las paredes de la cocina y se convirtieron en sollozos sofocados cuando la pasión desatada se convirtió en frenesí.

Gabriel ya no podía pensar de ninguna manera racional. Había una niebla roja delante de sus ojos y algo vibraba con tanta fuerza en sus sienes que le ensordecía y le mareaba. Sabía que le estaba mordiendo. Sabía que estaba enterrándose en su interior con impulsos salvajes, casi violentos. Le sentía retorcerse debajo de su cuerpo, le escuchaba gemir y ahogar los gritos, pero en el timbre de su voz los matices de placer y dolor parecían confundirse.

No quería hacerle daño, pero tenía los dientes hundidos en su hombro. No quería herirle, pero el modo en el que le penetraba estaba resultándole doloroso incluso a él mismo. Había perdido sus propias riendas, y a pesar de todo, aquella pérdida era un alivio.

—Me voy…  me…

La voz entrecortada y suplicante de Cain le espoleó aún más, teñida con el temblor de la excitación al límite.

—Hazlo de una vez —replicó, desesperado, renovando sus esfuerzos.

Cain se tensó. Su sexo empezó a latir con fuerza y estalló al fin con un grito más áspero, derramándose sobre la mano de Gabriel y salpicando el mueble de la cocina. Se arqueó y tembló, alzó el rostro y lo dejó caer de nuevo, curvando la espalda para pegarse más a él.

Las contracciones del orgasmo del muchacho acabaron con las últimas reservas de contención del profesor. Un latigazo, como el restallido de una cuerda que se rompe, anunció el final. Se escuchó gruñir a sí mismo. Su sexo se distendió y una ola eléctrica y caliente le barrió desde las caderas hasta la nuca cuando la semilla brotó a borbotones espasmódicos. Un temblor de tierra, una tormenta de relámpagos. Sacudió la cabeza. La conciencia parecía abandonarle en el torrente desatado y convulso con el que se vaciaba en su interior. Cada estremecimiento le mordía los nervios y los afinaba al máximo; su virilidad exhausta se estrechaba contra las paredes del angosto canal en el que estaba hundida, provocando estímulos que se volvían insoportables.

Sus gemidos ásperos y bruscos se mezclaron con el canto dulce y abandonado de Cain durante un momento de conjunción que parecía estar prolongándose hasta lo imposible. Y al final, el temblor cesó. Las oleadas de placer desbocado se volvieron más suaves, el fuego se retiró y poco a poco el mundo volvió a su sitio, revelando sus cuerpos unidos, echados sobre la encimera de mármol, respirando como si fueran a ahogarse en cualquier momento y húmedos de sudor.

Fue un momento glorioso. Un momento de silencio, de mente en blanco, de total y absoluta paz, con el cuerpo caliente de Cain debajo del suyo y la frente apoyada en su nuca mientras su cuerpo retornaba poco a poco a sus ritmos habituales. Cuando levantó el rostro, todo parecía repentinamente irreal y extraño.

¿Realmente lo había hecho? ¿Acababa de tirarse a Cain otra vez?

“Mierda. Joder, mierda. ¿Pero qué demonios…?”

Y tanto que lo había hecho. Como que aún estaba dentro de él. Tragó saliva, con una oleada de culpabilidad, y pensó en alejarse, envolverle con una manta y llevarle a la cama. Inició el movimiento para escurrirse fuera de su cuerpo. Un cosquilleo de placer le ascendió desde el extremo de su sexo hasta el vientre, afilado y casi doloroso, haciéndole cerrar los ojos y apretar los dientes. Todas las palabras del chico volvieron a su mente en una avalancha.

Mañana volverás a hacer como si nada. Si esto es sólo sexo, por mí está bien. ¿Y Sara?

—Joder.

Golpeó la encimera con el puño y se apartó bruscamente, arreglándose la ropa a toda prisa como si cubriéndose todo fuera a desaparecer. Cain alzó una mirada aletargada y sorprendida.

—¿Qué pasa?

—¿Te he hecho daño?

Cain parpadeó y luego se incorporó a medias, frunciendo el ceño. Tardó un rato en responder. Finalmente, negó con la cabeza.

—No. No me siento mal en absoluto.

Gracias a Dios. En realidad, eso era exactamente lo que quería saber. Suspiró con alivio y se apoyó en el mueble, intentando peinarse con los dedos. Cain le seguía mirando. De pronto se dio cuenta de que se había alejado de él de una manera un tanto seca y ahora el chico se veía muy solo y un poco confundido, ahí a casi dos metros de él. “Esta es la clase de cosas con las que la cago”, comprendió. Volvió a acercarse y le rodeó con los brazos, apoyando la mejilla en su pelo. Cain correspondió al abrazo de inmediato, aferrándose a él y contrayéndose con lo que parecía un sollozo contenido.

—No voy a hacer como si nada —dijo. En realidad se lo decía a él mismo —. Esto ha pasado, y también pasó la otra vez… y no voy a fingir que no sucedió. Me hago cargo.

—Eso suena como si fueras a ponerme un piso o algo así —murmuró Cain, con el rostro pegado a su pecho —. Tampoco es… osea, podemos enrollarnos de vez en cuando si quieres. O lo que quieras. Si es sólo sexo, por mi está bien. No hay necesidad de dramatizar ni de planear nada.

Sus palabras le irritaron en cierto modo. Se apartó un poco para mirarle a los ojos, sin romper el abrazo. Las velas habían empezado a apagarse, apenas quedaban un par encendidas. Las únicas luces que les iluminaban ahora eran las de la ciudad.

—Deja de decir que es sólo sexo. Contigo no va de eso, joder.

Cain frunció un poco el ceño. Los ojos verdes empezaron a diluirse en agua cuando las lágrimas le asomaron, pero las reprimió con terquedad. Gabriel se conmovió.

Podía desearle con la pasión del magma desatado y podía conmoverse al mismo tiempo. Quizá no fuera una persona romántica, tal vez fuese demasiado aficionado a engañarse a sí mismo, pero no era idiota. Lo que había ahí dentro, debajo de todas las capas de dureza inventada, de cinismo amargo, de veneno y rencor, era necesidad. Le necesitaba a él, a Gabriel. Y él quería aceptar esa responsabilidad.

Al fin y al cabo, él también le necesitaba. A su manera. Fuese aquella la que fuese.

Le abrazó con más intensidad, levantándole en vilo. Cain enredó las piernas en su cintura. Sus labios se encontraron y se fundieron en un beso lento e íntimo, desnudo. Los corazones se acompasaron. Gabriel le estrechó contra sí mientras caminaba, un paso por cada latido, cada uno tan medido como si se dirigiese hacia un altar.

Le llevó a su habitación, andando a oscuras con él a cuestas y le tendió sobre el colchón. Cain no le soltó. Sus labios no dejaban de acariciar los suyos con ternura, no dejaron de hacerlo mientras Gabriel le besaba hasta marearse, lamía su piel, recorría todo su cuerpo con las manos. El tiempo dejó de tener sentido. En algún momento, volvió a desembarazarse de los pantalones, esta vez definitivamente. Cain le abrazó con las piernas cuando le sintió entrar, apagando los gemidos sobre su hombro.

Toda aquella intensidad física había cobrado repentinamente un significado que Gabriel no podía definir con palabras. Era parecido a recuperar algo que se perdió hacía tanto tiempo que se creía olvidado. Como volver a un hogar desconocido. Como encajar al fin, pisar por primera vez el lugar al que pertenecía, su lugar en el mundo.

Quería repetirle que no era sólo sexo. Que no sabía lo que era, que quizá sí lo sabía, pero tenía que digerirlo bien. Que no iba a volver con Sara, que se había quedado por él, que sólo quería estar con él. En aquel momento, con los corazones latiendo al unísono, empujando en su interior sin más palabras que los jadeos ahogados y los gemidos rotos, abrazados hasta el alma, no había dudas ni cobardía. Y la música volvió a inundarle los oídos, abriéndose camino desde algún lugar de su interior en acordes delicados, tejidos como un oleaje sutil en el que cada nota era esencial y preciosa como las flores sencillas. Cain le recibía arqueándose, contoneándose, ondulando libre con los dedos hundidos en su cabello, buscando su boca cada vez que sus labios se separaban o dejándole un reguero de besos breves y torpes a lo largo de la mandíbula cuando la necesidad de respirar se lo permitía.

—No me sueltes —murmuró el chico en su oído.

Una punzada en el corazón. Gabriel le apartó el cabello del rostro con una mano, buscando sus ojos. Le rozó la nariz con la suya y le mordió los labios.

—Nunca —respondió.



. . .



15 de Febrero – Cain

Aún no había conseguido recuperar el aliento y ya quería un cigarrillo. Una noche como aquella merecía al menos fumarse uno. Gabriel se pasó la mano por la cara, desnudo y sudoroso. Se puso en pie y buscó la ropa interior por el suelo.

Cain encendió el mechero, mirándole con descaro. El maravilloso espectáculo de las nalgas firmes del profesor desapareció bajo la tela negra cuando se enfundó los boxers elásticos. El chico se lamió los labios. Cuando Gabriel se dio la vuelta, sus ojos aún tenían esa expresión turbia, con los rescoldos del deseo compartido ya apagándose. Se inclinó sobre él y le quitó el cigarro de los dedos para darle una calada, despeinado y con las marcas de sus uñas en los hombros. Luego buscó algún recipiente que pudieran utilizar como cenicero entre los objetos de su pulcra, ordenada y aséptica habitación.

Cada vez que se movía, los músculos flexibles parecían ondular como los de una fiera.

—¿Esto es lo que querías?

Cain frunció levemente el ceño.

—¿A qué te refieres?

Gabriel dejó una lata de coca-cola semivacía en la mesilla y dejó caer la ceniza dentro.

—A lo que llevamos haciendo las últimas horas.

—Si. Y no me ha parecido que tú no lo desearas. Es más, diría que lo has disfrutado.

Gabriel se rió con una risa suave y ronroneante. Cain se sentía impotente y débil, abotargado como si el sexo le hubiera robado toda la energía y la voluntad. Se le quedó mirando, extasiado. No le importaba que él le viera hacerlo. Estudió el color de sus ojos, su mirada, el modo en que sostenía el cigarrillo en la comisura.

—Supongo.

—¿Supones? Bueno, han sido tres veces. Creo que es como para estar seguro.

Gabriel mostró una sonrisa felina.

—A lo mejor no es bastante.

Un hormigueo de anticipación le trepó por la espalda cuando el profesor se acercó de nuevo a la cama. Puso cara de decepción cuando él cogió los pantalones de deporte, que colgaban doblados del cabecero, y se los enfundó.

—Eres un calientapollas.

—Que me lo digas tú es una gran ironía.

Cain se rió por lo bajo, estirándose con pereza. El profesor se tendió a su lado, aún con el cigarro en la boca, y les cubrió con las sábanas y la colcha. Exhaló una calada gris y se lo devolvió directamente a los labios.

—No sabía que fumaras, profe.

—No fumo. Esto es una excepción.

Se sentía idiota, siguiendo cada movimiento suyo como si fuera algo glorioso e irrepetible, observando cada rasgo de sus facciones ahora con plena libertad: las arrugas apenas insinuadas en la parte exterior de los ojos, las hendiduras de las mejillas, esos surcos que se formaban al contraerse la piel entre el pómulo y la mandíbula cada vez que sonreía, la sombra oscura causada por la barba incipiente, la línea larga y firme de la nariz, el tabique recto, la redondez en la punta, la forma triangular y estrecha de las orejas, la línea pronunciada de sus cejas, rectas y regulares que ascendían hasta las sienes. Y la mirada, azul y profunda.

Durante las últimas horas había aprendido a interpretarla mucho mejor que en el último mes. Había aprendido a leer en ella todo lo que Gabriel callaba.

Eran las cuatro de la mañana. Llevaban desde medianoche alternando entre abrazos envolventes, silencios íntimos y sesiones de sexo explosivo y desenfrenado… pero también dulce. El profesor siempre tenía un espacio en el cual colar una caricia tierna, un susurro cálido o un abrazo emotivo, y a Cain aquellos gestos le destrozaban el alma. Eran disparos certeros a su sensibilidad.

El sexo con Gabriel era algo fuera de toda comparación. Lo había sentido así desde la primera vez, sí, pero ahora había podido atisbar aspectos nuevos de él. Era como si Gabriel viviese continuamente cerrado, como un libro, y al estar en esa situación se abriera y se desplegara, descubriendo que el libro no está sólo lleno de páginas escritas, sino que tiene un genio dentro. Gabriel era apasionado, era dominante y también era dulce y provocador, y era primitivo y al mismo tiempo, paciente. Lo único que no era en absoluto era racional. Su manera de expresarse por medio del sexo era absolutamente instintiva, auténtica y directa. No podía esconder nada, ni mentir. Y eso para Cain no tenía precio, porque le habían mentido mucho con el sexo y porque odiaba descubrir en las expresiones y en los gestos de sus amantes lo que siempre hasta entonces había podido entrever: egoísmo, frivolidad, deseos oscuros y prohibidos que proyectaban en él para experimentar y saciarse. Ausencia de emoción. Ninguna emoción. Cuando le miraban a los ojos era para ver su propio reflejo, nunca le miraban a él. Pero Gabriel siempre, siempre le había tenido presente y le había hecho protagonista de su propia sexualidad. De una manera real y auténtica.

En suma, con Gabriel no era un puto chapero de mierda. Era él mismo, tal y como era, y podía compartirse con él.

Apoyó el cigarro en la lata y le observó, ensimismado. “No me presiones”, había dicho el profe. Y no pensaba hacerlo, sin embargo consideraba que a estas alturas, se merecía algo. Al menos una respuesta.

—Profe.

—¿Si?

Cain deslizó dos dedos a lo largo de su brazo hasta su hombro.

—¿De qué va conmigo?

Le miró de reojo. El profe estaba tendido boca arriba, con la melena extendida sobre la almohada. Luego se ladeó para encararle. Extendió los brazos y le abrigó con ellos, atrayéndole hacia el pecho y exhalando un suspiro suave. Cain se dejó hacer, complacido. Le gustaba que le abrazara así. Siempre se sentía en casa cuando lo hacía.

—No estoy muy seguro.

Su voz se había vuelto suave. Íntima. Cain asintó con la cabeza, escuchando y repitiéndose a sí mismo que no debía presionarle. Ahora no, o todo se echaría a perder. Se conformó con esa respuesta y disfrutó del silencio compartido, sin esperar nada más. Pero el profesor volvió a hablar.

—Nunca lo he entendido muy bien —dijo Gabriel —. No tengo ni idea. Nos conocemos desde hace poco… y sin embargo, te siento más cerca que a nadie.

Cain cerró los ojos, golpeado por aquella sencilla afirmación. Más cerca que a nadie. Eso incluía a Sara. Era una gota de agua en el desierto. Se la bebió con la misma gratitud y devoción de los fieles ante el milagro.

—Supongo —continuó el profesor—, que va simplemente de dos personas que se encuentran.

—¿Se encuentran el uno al otro? ¿O a si mismos? —preguntó Cain, al cabo de unos instantes.

—Pues…ahora que lo dices, puede que ambas cosas. Eso tiene sentido.

Gabriel puso los dedos sobre su nuca y empezó a jugar con su pelo distraídamente. Los gestos eran tan naturales que parecía que hubieran estado juntos toda la vida. Cain lo sentía así. No le costaba nada encontrar el lugar exacto en el que apoyar la cabeza sobre su hombro o acoplarse a su cuerpo cuando se abrazaban.

—Si dos personas se encuentran a través del centeno, si dos personas se besan, ¿tiene alguien que llorar? —murmuró, cerrando los ojos y acomodándose en su calor—. Si dos personas se encuentran a través de la cañada, si dos personas se besan, ¿tiene el mundo que saberlo?

—Eso es de Robert Burns.

Cain asintió.

—Si. Un poeta escocés… de tu tierra —sonrió a medias.

Gabriel suspiró y le besó en la frente. Su abrazo era paternal, no había dejado de ser tierno con él ni siquiera en los momentos más arrebatados, ni siquiera cuando empujaba dentro de él como si quisiera llegarle hasta el alma. No le importaba que le hiciera daño, Cain nunca había diferenciado muy bien el dolor del placer cuando se trataba de sexo, y los mordiscos del profesor, sus caricias ásperas y las embestidas contundentes le hacían sentirse real, vivo y suyo. Esas tres cosas eran todo cuanto necesitaba. Real. Vivo. Y suyo.

—De verdad que te quemaré la casa —murmuró de nuevo Cain.

—No será necesario. Por si no te has dado cuenta, ya es mañana.

—¿Entonces? ¿No vas a echarte atrás ni a llevarte las manos a la cabeza lamentando el terrible error de follar conmigo?

Gabriel se quedó en silencio unos segundos. Cain se temió alguna respuesta tibia, pero cuando el profesor volvió a hablar, sus palabras se colaron en su alma y se expandieron como semillas ardientes.

—No, no voy a hacer nada de eso. Me importas lo suficiente como para tomarte en serio. ¿Te queda claro?

Cain asintió sin palabras. Si abría la boca, estaba seguro de que se echaría a llorar como un idiota. Y no. Cuando dos personas se encuentran y se besan, nadie tiene que llorar. Ni siquiera uno de ellos dos. Cain se sentía completo y seguro como nunca, pero no quería llorar, ni siquiera de alivio o de emoción. Ya había derramado suficientes lágrimas en su vida, así que aguantó el llanto.

“Dos personas que se encuentran”, pensó. Le gustaba esa forma de decirlo.

El silencio les rodeó despacio y le condujo a un sueño profundo y pesado.

Las luces de la ciudad les observaban desde el otro lado de la ventana.

. . .

©Hendelie

2 comentarios:

  1. OMG OMG OMG OMG OMG OMG.....aparte de las obvias razones por las cuales me gusta el homoerotismo, leer esta clase de escritos me llegan al alma por la fluidez con que se plasma en palabras tan grandes, ambiguos y dificiles sentimientos, me encanta lo genuino de este escrito, me siento representada en muchas de las inseguridades de ambos, la angustia de cain al sentirse rechazado, su necesidad de gabriel en todo aspecto y la tozudez del profesor por aceptar sus sentimientos y la profundidad de ellos. Tengo que recalcar que no me parece para nada fàcil desarrollar una idea como ésta por lo densa y compleja y quiero felicitarte por lograrla tan amena, tan sencillamente deliciosa de leer, el plasmar todo esta avalancha de sentimientos y contradicciones en manos de una escritora menos audaz se tornaria aburrida y densa, pero acá nos muestras tu gran capacidad. mil gracias nuevamente.

    lucero (lupillar) no se ke pasa con el livejournal...je

    ResponderEliminar
  2. Lupi, muchas gracias por tus palabras. Cuando leo comentarios así me pongo roja en mi casa ¿eh?, en serio, jajajaja.

    La verdad es que no es fácil escribir esto... para que te hagas una idea, cada entrada son 10-12 páginas de word y cuando la cosa va fluida, tardo 8 horas en sacarla adelante. ¡Y eso cuando va fluida! Tengo que meterme mucho en los personajes, ponerme en situación e intentar comprenderlos a fondo para poder escribir las cosas que experimentan de una manera que, aunque ellos mismos a veces no entiendan bien lo que sienten, los lectores sí podáis captarlo y os lleguen las emociones.

    Y además, intentar que no se haga un pastelazo intragable y pesado, jajajaja. Pero en fin, la verdad es que lo disfruto mucho.

    Me alegra un montón leerte, gracias por comentar y disculpad que habitualmente no responda a los comentarios, pero los tengo muy en cuenta, y cuando tengo un ratito, como ahora, intento ponerme al día.

    ¡Un abrazo fuerte!

    ResponderEliminar

¡Deja tu comentario! Es gratis y genera buen karma :D


Licencia Creative Commons

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons. Queda prohibido su uso para fines comerciales, así como la duplicación total o parcial sin permiso expreso de las autoras. Si citais algún fragmento, por favor, no olvidéis nunca poner el autor y la fuente de referencia. ¡Muchas gracias!