lunes, 9 de enero de 2012

Fuego y Acero XXVII: Instrucción


27.- Instrucción


- Escucha. Y aprende esto.

La mañana estaba avanzada. En el firmamento plomizo, las gaviotas cruzaban como flechas pálidas, chillaban y se hundían en el agua para volver a salir. Driadan había apoyado la espada en una piedra, en el acantilado, y Ioren había dejado la suya clavada en la tierra antes de detenerse y hablar.

- Toda la persona que nace, nace libre – dijo Ioren, con la voz grave y serena. Hablaba despacio, como si cada frase fuera un arcano sagrado y profundo. – Todo el que nace puede ser un rey. También puede ser un esclavo. Ser una cosa o ser otra, sólo depende de lo fuerte que seas. Por eso nos templamos en el acero. Para ser más fuertes que los demás. Matas a un rey y eres rey, no importa qué sangre tienes. Solo la fuerza.

Driadan tomó aire y asintió, mirando a los ojos del hombre del mar. Cada mañana, al amanecer, Ioren le daba aquella espada de acero y le enseñaba a luchar como un hombre. Luego, cuando el príncipe sentía que sus músculos se iban a romper, se dirigía a él con las mismas palabras, "escucha y aprende esto", con los ojos azules inflamados por una llama interior que él imaginaba prendida en su propia alma, y le decía cosas que Driadan grababa en su mente y su memoria. Se sentía en aquellos momentos como acero fundido. El entrenamiento le calentaba y le endurecía, pero eran las palabras del Rojo las que le daban forma. Por eso le escuchaba en silencio.

- ¿Cómo se hace fuerte un hombre? – preguntó Ioren, señalándole con la barbilla desde su altura – Dímelo tú, si lo has aprendido ya.

El príncipe se apartó la cabellera revuelta del hombro. La brisa marina le despeinaba. Aunque estaba agotado, sentía deseos de agarrar la espada otra vez y volver a practicar.

- Respetando a los dioses y las leyes de la tradición – respondió, aún jadeando para recuperar el aliento – Con la sabiduría de la tierra y del mar. Aprendiendo a leer en los corazones de los hombres. Aplastando al enemigo antes de que levante la cabeza. Y teniendo paciencia para esperar el momento adecuado.

Ioren hizo un gesto de aprobación y le señaló la espada.

- Cógela y límpiala.
- No está manchada – protestó el joven, mirando de reojo el arma. La hoja no brillaba, no había sol que arrancara destellos del metal.
- Hoy no. Algún día lo estará. Nunca es mal momento para empezar un hábito.

Driadan cogió el arma y se sentó en una piedra, deslizando el bajo de su túnica sobre el acero. Ioren hizo lo mismo con la suya, a algunos metros de él. En el silencio, solo el rumor del mar y el silbido de la tela sobre las espadas se escuchaban.

El aire era gélido y cortante en los acantilados, pero a Driadan no le resultaba molesto. Decir que se había acostumbrado le parecía excesivo, pero en la última semana, sí se había adaptado en cierto modo a la vida en aquel lugar. No sabía cómo. Quizá las experiencias vividas le habían hecho tener mejor capacidad que antaño para amoldarse a las situaciones nuevas. O tal vez tenía que ver su propio cambio de actitud al descubrirse en el espejo de la habitación.


Para ser un rey, antes debes ser un hombre, había dicho Ioren. Ahora estaba preparado para admitir que tenía razón. Sus objetivos se habían definido con claridad en su mente, sobre todo en los últimos días. El entrenamiento le había ayudado a pensar de una manera en la que nunca lo había hecho, la disciplina, el orden y la rutina habían establecido en torno al príncipe algo muy parecido a un entorno seguro, le habían proporcionado un control verdadero sobre sí mismo, sobre algunos aspectos de su vida. Eso había aclarado sus pensamientos como un barrido de viento. Ahora sabía bien lo que quería, podía mirar hacia delante y veía las posibilidades como algo real. Recuperaría su tierra, su trono y su venganza. Iba a tenerlo todo. No sabía cómo, pero decidirlo ya era un paso.

El susurro del tejido sobre el acero era una música agradable. Inmerso en su actividad, volvió la cabeza al escuchar los pasos. La mujer del pelo negro y los ojos verdes se acercaba, envuelta en el viejo chal. Driadan la observó, contempló sus movimientos y su gesto cuando ella se detuvo a algunos pasos y se dirigió a Ioren. Hablaron en su idioma, sin mirarse y en un tono seco. Distinguió las palabras "comida" y "fuego", poco más. Luego, Kraakha se dio la vuelta y regresó por donde había venido, aún con la cabeza gacha y la misma postura incómoda.

La observó caminar un rato y después se volvió hacia Ioren.

- No parece que os llevéis muy bien.

Ioren no respondió. Terminó con el ritual y se colgó la espada del cinto, poniéndose en pie y mirando hacia la granja.

- Ni bien ni mal.
- Nos ha acogido en su casa. Todos vivimos en su granja – replicó el chico.
- No puede negarme la hospitalidad si se la pido. Es la costumbre – dijo el Rojo con sencillez – Por eso trabajamos en su tierra mientras estamos con ella.
- ¿Y tus tierras y tu casa? ¿No tenías?

Caminaron alejándose del acantilado. La hierba pálida crecía en jirones dispersos entre el suelo seco y rocoso. Bloques de granito irregular despuntaban por doquier, donde el liquen se extendía como manchas oscuras de una infección. El terreno era escarpado y árido, salpicado de matorrales ásperos de tonos grises. En algunos, se abrían flores de color azul desvaído, diminutas y agrestes.

- Ahora son de Ulior Skol, el nuevo thane.
- ¿Y qué harás al respecto?
- Recuperarlo todo – Ioren se detuvo, hizo una pausa y luego siguió caminando - Cuando llegue el momento.

Driadan arqueó la ceja.

- Pero tú eres el jefe. Él solo está ahí porque le dejaste al mando cuando marchaste, eso nos dijiste. ¿Por qué no puedes reclamar lo tuyo ahora?

La hierba crujía bajo sus pies. El príncipe sentía los músculos entumecidos por el repentino enfriamiento y le dolían los brazos, pero no se quejaría. Mantuvo su postura erguida y su caminar orgulloso, al paso de Ioren, sin quedarse atrás.

- No es tan sencillo. Perdí la batalla y ha pasado mucho tiempo. Mi pueblo tiene que confiar en mí de nuevo, y los dioses devolverme su gracia.

El joven no hizo más preguntas. Al llegar a la granja, cruzaron los establos y el corral de los gansos. En los primeros sólo había un par de caballos escuálidos, de ojos saltones y temperamento vivo, que habían conocido tiempos mejores. El corral estaba habitado por aves de pelaje blanco que se amontonaban en los rincones junto al heno para protegerse del frío, con las plumas hinchadas. Las tierras de labranza se extendían al oeste, y a Driadan, llamarlas de ese modo le parecía ser compasivo. Tras un vallado de madera y granito, se extendían apenas unas tres millas de tierra reseca y algunos árboles sin hojas.

Jhandi estaba cortando leña junto a la entrada de la casa, una construcción de piedra y madera con el techo de pizarra. Les saludó con una sonrisa, y Driadan respondió correspondiéndole, inevitablemente.

- ¿Qué tal esos brazos, Nirala? – dijo el sureño en su idioma - ¿Ya puedes tumbarme de un puñetazo?
- Lo comprobaremos algún día – respondió el príncipe.

Entraron al interior, donde el fuego ardía en la gran sala y olía a humo y carne asada. Cisne y Perfidia servían la comida en los cuencos, y Kraakha removía el caldero en la hoguera. Todos los días, Ioren se sentaba en la cabecera de la mesa, como si fuera el señor de aquel lugar, y compartían los alimentos mientras hablaban de las cosas que habían hecho o visto. Se apiñaban en torno a la mesa alargada, hundiendo las cucharas en las escudillas, bebiendo de los cuernos. Los perros aguardaban bajo la mesa a que algún bocado fortuito se dejara caer allí.

- Salud y que aproveche.

Ioren retiró la silla de brazos de madera y tomó asiento. El resto de su gente – ahora eran sus hombres, se recordó Driadan – lo hizo después, con amplias sonrisas y mirando las lonchas de buey con buen apetito. Driadan se sentó a la derecha de Ioren, como cada día, y agradeció con la cabeza a Cisne su ración. El chico le esquivó la mirada.

- Nunca me acostumbraré a esto – parloteaba Arévano, dando la vuelta a un cuerno entre los dedos – En mi tierra bebía vino en copas de cristal tallado. En este recipiente, todo me sabe a hueso.
- Eso es porque tienes mucha imaginación – replicó Fernos – A mi me resulta agradable.

Levantó su cuerno y bebió, chasqueando la lengua después y lamiéndose la cerveza del bigote. A su lado, Jhandi, que había llegado el último tras encargarse de la leña, se rió con suavidad. Comieron entre conversaciones pausadas, bromeando de cuando en cuando. Driadan, la mayor parte del tiempo sólo escuchaba y observaba.

De todos los esclavos que habían escapado de Shalama, sólo siete se habían quedado con Ioren hasta el final, aquellos que no tenían familia ni motivos para querer regresar a sus hogares. Entre ellos se habían creado relaciones de camaradería y fraternidad, lazos que habían ido estrechándose con el paso del tiempo y las experiencias compartidas. A pesar de que algunos, como Qilem, eran tan silenciosos que a veces su presencia pasaba desapercibida, se podía sentir en el ambiente una gran confianza entre aquellos hombres tan distintos. Driadan deslizó la vista sobre ellos y se detuvo en Perfidia y Cisne, que les servían a la mesa.

Aquellos dos… algún día tendría que ocuparse de ellos. Plantearse el trato que estaban recibiendo. Pero cada vez que se fijaba en la mujer, un estremecimiento de ira le recorría la espalda y volvía a sentir deseos de molerla a patadas, esta vez hasta matarla. Era consciente de lo que ella había hecho. Cómo les había manipulado, tras la fachada maternal y cariñosa de una buena ama, para mantenerles moderadamente apaciguados mientras les obligaba a arrastrarse por el fango. A Cisne no le importaba, él estaba acostumbrado. Driadan jamás olvidaría.

Al fondo de la sala, Kraakha, la de los ojos verdes, estaba comiendo en un rincón. Sentada en una silla, junto al fuego, sola, lanzaba miradas fugaces hacia los hombres que habían invadido su hogar. A veces, un gesto de terror asomaba a sus ojos al observar a Ioren, matizado con algo más que el príncipe no podía definir aún. Frunciendo un poco el ceño, Driadan se llevó otro bocado a los labios, contemplándola y haciéndose preguntas.

La granja era un edificio bastante grande para acogerles a todos. Todos, ciertamente, estaban trabajando en las tierras de aquella mujer, como pago a su hospitalidad. Pero ni para el reproche ni la cortesía ella hablaba con nadie. Cuando alguien le dirigía la palabra, solía darse la vuelta con expresión asustada, negando con la cabeza, y desaparecer en otra habitación. La había visto cargar leña, arar, levantar troncos con esfuerzo: no era una mujer enclenque. La había visto también coser con habilidad, reparar pequeños desperfectos en la casa, cocinar. Había visto la espada que había colgada en su pared y la daga que llevaba al cinto. No, la lectora de runas no era ninguna desvalida hembra, era una mujer independiente, que vivía sola, apartada de la aldea de Kelgard y que era capaz de desenvolverse en cualquier aspecto sin necesitar a nadie más. Y sin embargo, estaba amenazada de alguna manera. O coaccionada. Para Driadan era evidente en su actitud: Kraakha no quería tener a aquella gente allí. Y estaba seguro de que tenía mucho que ver con Ioren. Había intentado desentrañar el significado de las miradas que ambos se dirigían a veces, incluso había espiado en ocasiones alguna conversación entre los dos que parecía más personal que las otras, pero su conocimiento del idioma no era suficiente y no había entendido nada. Sólo que había amargura en las palabras de ambos, sobre todo en las de ella.

Un codazo suave le sacó de sus pensamientos.

- No la mires tan fijo, Nirala. ¿Acaso es de tu gusto?

Jhandi sonrió con su hilera de dientes blancos, Driadan hizo una mueca.

- Un poco mayor para mí.
- Eso no debería ser un problema, amigo. Más experiencia. Y es muy guapa. ¿Por qué no tiene varón, Rojo?

La mirada de Jhandi se volvió hacia Ioren, que estaba escuchándoles y también miraba a Kraakha. Ella le atisbó fugazmente con los ojos verdes, brillantes, y luego bajó la cabeza, volviendo el rostro al fuego.

- Es una mujer prohibida. Tiene el don de la visión, ningún hombre puede tocarla.

El príncipe volvió el rostro. Algo le llamó la atención en la voz de Ioren al decir aquello. El Rojo estaba de nuevo dedicándose a apurar la escudilla, perdido en sus pensamientos, pero en aquel preciso momento, Driadan tuvo la certeza de que el hombre del mar se había saltado esa prohibición en alguna ocasión.

Había una historia entre ellos, entre el Rojo y la lectora de runas, y con una punzada ácida en el estómago, el príncipe decidió que no desistiría hasta descubrirla por completo. Al fin y al cabo, disponía de tiempo. Convertirse en un hombre y poder recuperar su trono no era tarea que pudiera completarse en cuatro días, no había ninguna prisa.

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