lunes, 9 de enero de 2012

Fuego y Acero XXVIII: Enemigos



28.- Enemigos


Quince días después de que Kraakha hubiera acogido en su hogar a la tripulación de Ioren el Rojo, Driadan era capaz de acertar a un blanco móvil a una distancia de cincuenta pasos, de derribar a Qiram y Sulori en combate con espada, de conversar casualmente con cualquier habitante de Kelgard en el idioma del norte y de comprender muchas más palabras de las que había aprendido a pronunciar. Aquella mañana, una vez terminado el entrenamiento, se había abrochado el jubón de piel y había limpiado la espada que no estaba sucia. Antes de irse, Ioren le había llamado.

- Driadan.

Cuando se dio la vuelta, el guerrero le miró en silencio durante un largo rato, con expresión indescifrable. Luego se rebuscó en un bolsillo y le tendió una hebra de cuero desgastada, de color negro, descolorida. Driadan la cogió con dos dedos y le devolvió una mirada inquisitiva.

- No es que exactamente hayas ganado ninguna guerra – dijo Ioren en la lengua natal del príncipe, hablando con el ceño fruncido y cierto aire de incomodidad – pero has aguantado hasta hoy. Mucho ha pasado. Yo pienso que deberías llevar una.

Driadan entrecerró los ojos y le miró con curiosidad. El hombre del mar se rozó el cabello con las manos y rebuscó una de las trenzas que le salpicaban la melena oxidada y cobriza. El chico no necesitó pensarlo demasiado antes de negar con la cabeza, y le devolvió el cordón, alzando la barbilla.

- Los hombres del mar se atan el pelo por cada victoria, es un honor que consideres que merezco algo así. Pero no he ganado nada aún. Apenas estoy empezando. Y además – añadió con una mirada orgullosa bajo los párpados entornados – yo no soy un hombre del mar, Ioren el Rojo.

El norteño crispó la mandíbula al percibir el desafío en sus palabras, pero después, casi al instante, el relampagueo en la mirada se difuminó y un gruñido extraño vibró en la garganta del hombre musculoso, mientras alargaba los dedos y le arrancaba el cordón de la mano. Sólo cuando la dejó resonar en alto y dejó de apagarla, Driadan se dio cuenta de que lo que escuchaba era una risa, que rompió en una carcajada franca.

- Por la Sal y la Llama, no lo serás. Pero ya hablas como uno. Venga, largo – añadió, antes de que la oleada de calidez y emoción que estaba barriendo el corazón del príncipe tuviera un reflejo en sus mejillas o en el brillo de sus ojos – ve donde los otros. Ahora os alcanzo.

Sintiéndose como un niño de nuevo, Driadan asintió y saltó las rocas con habilidad, echando a correr hacia la casa de piedra, casi en una huida, con el corazón galopándole en el pecho. Giró en uno de los desniveles y se desplazó dando un pequeño rodeo, salvando algunas rocas lisas e inclinadas y descendiendo hacia una pequeña brecha en el terreno, una falla cuyo fondo estaba tapizado por un brezal ralo.

En quince días había aprendido algunos caminos en los alrededores de la granja de Kraakha, el nombre de cada caballo y ganso de su establo y a despertar a la hora oportuna para escurrirse de la cama del guerrero fornido y volver a la sala común, de manera que nadie se percatara de su ausencia. En quince días podía aprenderse mucho cuando uno estaba dispuesto a hacerlo. Y esa era otra de las cosas que Driadan había descubierto, la importancia de "estar dispuesto a".

Se detuvo al lado de uno de los arbustos, atándose bien las correas del jubón, y removió las hojas buscando bayas sin mucho éxito. Decidió sentarse en una roca y esperar a Ioren para regresar con él y hacerle algunas preguntas. Sabía que el Rojo aún estaría unos minutos rezando a sus dioses, y en ese tiempo, el viento fresco le calmaría a Driadan el rubor y le permitiría degustar la sensación de orgullo y felicidad absurda que las palabras del hombre del mar le habían despertado, agitando su espíritu más de lo que le apetecía soportar en aquel momento.

- Por la Sal y la Llama, no lo serás – repitió, golpeando las hojas del seto con la espada sin mucha intención, tratando de imitar la voz grave de Ioren – pero ya hablas como uno. Por la Sal y la Llama. ¡Por la Sal y la Llama!

- ¿Se puede saber qué haces, Nirala?

El príncipe carraspeó y se colgó la espada del hombro, levantándose inmediatamente. Del otro lado del brezal, Arévano apareció, apartando las ramas entrelazadas y los espinos y mirándole con clara diversión.

- Practicar idiomas – improvisó Driadan - ¿Y tú? ¿No estáis en la granja?

El joven se encogió de hombros y esbozó una sonrisa amplia, extendiendo el puño cerrado hacia él. Lo abrió y le mostró el tesoro de frutos jugosos de color púrpura. Driadan reprimió las ganas de devolverle la sonrisa y se llevó una mora a la boca, masticándola con deleite. Arévano le caía bien. Era agradable y simpático, tenía un rostro bondadoso, de rasgos bien dibujados, donde gobernaban dos ojos muy azules. El cabello, castaño con vetas doradas, enmarcaba sus facciones armónicas, en las que solo la cicatriz del labio parecía desentonar.

- Me he escapado un rato. Empiezo a acostumbrarme a los horarios, y eso no me gusta. Bastante tuvimos de eso en Shalama. - Driadan torció el gesto, pero asintió. No le agradaban las referencias a Shalama y la esclavitud – Kraakha pronto nos dará de comer, habrá que ir regresando.

- Ya. Yo estoy esperando al Rojo.

Arévano se le quedó mirando y asintió, guardándose una pregunta. Driadan también había aprendido en aquellos días a leer mejor en las personas, en sus inquietudes e intenciones, en su expresión corporal. O mas que haberlo aprendido, se había dado cuenta de que poseía esa cualidad a la que algunos llaman intuición.

- Dime – añadió sin más.

Arévano sonrió y meneó la cabeza, luego le miró con franca curiosidad.

- Nada, solo que… Ioren es también tu maestro, eso hemos comprendido. Ahora, al venir aquí. Él te está instruyendo.

- Así es – admitió Driadan, limpiándose los dedos en una hoja. No se le había escapado el "también". - ¿Hay algo malo con eso?

- No, no. Ya sabes, a veces… no sé, es que nunca hemos sabido… tampoco lo hemos preguntado. Pero en algunas ocasiones parecíais más enemigos que otra cosa. Siempre ha sido muy raro veros, y nunca terminábamos de entender qué pasaba con vosotros dos. Ahora, sin embargo, desde que estáis aquí, lo entendemos más.

- No es que sea asunto vuestro – replicó Driadan, sonriendo con un gesto afable, pero que encerraba una cierta frialdad. Arévano respondió con una sonrisa, si se apercibió de esa frialdad, no dio muestras de hacerlo.

- No, no lo es. Pero me alegro de que lo vuestro vaya mejor.

- ¿Lo nuestro? – dijo una voz, a la espalda del príncipe.

Arévano arqueó las cejas, mirando por encima del hombro de Driadan, quien suspiró y alzó la vista al cielo. Tenía eso que algunos dan en llamar intuición, y además, conocía cada matiz en el tono de voz de Ioren el Rojo. Y esas dos palabras habían sonado a un tiempo amenazantes y ofendidas. Pero Arévano fue rápido, lo cual confirmó la sospecha de Driadan de que su compañero hablaba de algo muy concreto y específico al referirse a "lo suyo", y que ciertas cosas no habían pasado desapercibidas.

- El entrenamiento, Rojo – dijo, mostrando su mejor sonrisa de inocencia – Nirala dice que ha mejorado mucho.

- Si, ha mejorado.

La tierra crujía bajo los pies del Rojo, que se detuvo detrás de Driadan. Hubo un momento de silencio, y después, Arévano, comiéndose la última baya, se dio la vuelta y se marchó entre los brezos.

- Nos vemos en la granja.

En cuanto su silueta se perdió entre los arbustos y antes de que el joven pudiera formular cualquier pregunta, el susurro áspero de Ioren le golpeó desde atrás como un latigazo.

- ¿Qué demonios vas contando por ahí?

Driadan arqueó las cejas y se dio la vuelta para encarar al hombre del mar. El viento le agitaba los cabellos, y había desasosiego y tensión en los hirvientes ojos azules. El príncipe se tragó la primera reacción y se mantuvo frío con un esfuerzo sobrehumano.

- ¿Qué voy contando sobre qué?

- ¿Le has dicho a él o a alguien?

- ¿Si le he dicho el qué?

Ioren frunció el ceño y entrecerró los párpados hasta que sus ojos se convirtieron en dos finas líneas resplandecientes, cargadas de fuego. Los brazos y el torso se crisparon, apretó los nudillos y los dedos y se inclinó peligrosamente hacia el joven. Driadan, sin arredrarse, se le quedó mirando como si no entendiera de qué hablaba.

- Esto ya no es un barco a la deriva ni un hatajo de esclavos, joven demonio – advirtió el guerrero, pegando el rostro al suyo al susurrar, en tono amenazador – aquí las cosas son diferentes. No hables más de la cuenta. No pienso perderlo todo por tu indiscreción, aunque ya no me quede apenas nada.

Driadan no se apartó. Contuvo el remolino virulento y furioso en su interior y alzó la barbilla, mirándole a los ojos.

- Podría decirte lo mismo a ti. Yo no soy quien entra a tu cuarto con portazos. No soy yo quien te arrastra aquí o allá. No hace falta que nadie diga nada si tú me asaltas de noche delante de todos. Por otra parte, pensaba que yo era todo lo que tenías. O eso dijiste.

- ¿Qué? ¡Yo no te he asaltado delante de tod…! No. No me quieras confundir con palabras y hechizos infernales – gruñó Ioren, apuntándole con el dedo.

Driadan lo golpeó con la palma de la mano, desdeñoso.

- Tú eres quien hace magia de la Llama, yo no hechizo a nadie. A mi me tildas de demonio porque tú no habías pensado en que algunas cosas llaman la atención. No es culpa mía. Arévano es observador, y ya está. No pretenderás que nadie haya notado nada. Pero no veo por qué es tan dramático.

- ¿Cómo que no lo ves?

- No se lo dirá al nuevo thane, si lo que te preocupa es que se entere de que te desahogas con tu muchacho de Nirala. Arévano no haría eso.

Ioren se quedó mirándole por un momento con los ojos muy abiertos, como si estuviera escandalizado o no terminara de creerse sus palabras. Sin embargo, para Driadan no temblaba el suelo. Frunció el ceño y se ajustó la espada, seguro de sí mismo. ¿Y qué si en la tripulación estaban enterados? No era asunto de ellos, pero lógicamente algunas cosas despertaban ciertas sospechas. Y hasta donde Driadan sabía, el asunto de los amantes del mismo sexo entre los guerreros y en el mundo militar no era algo tan extraño. Bastaba con no hablar de ello. Para él era raro, pero suponía que gente más vivida como Arévano y Jhandi debían tomarse aquellos detalles casi con indiferencia. Él mismo sospechaba que había algunos en el grupo que habían tenido más que apretones de manos en alguna ocasión, pero ni le importaba ni iba a hacer comentario alguno al respecto. Sin embargo, por el modo en que Ioren el Rojo se pasaba la mano por la frente y vocalizaba una maldición, inmóvil y completamente tenso como la cuerda de un arco, para él parecía el fin del mundo.

- Más vale que no pase de esto – murmuró.

- Ioren, ¿qué es lo que pasa?

- Nada, por ahora – sus ojos volvieron a destellar y le encaró de nuevo con furia – Yo no me desahogo con mi… no digas esas cosas.

Apretó los dientes. Driadan tuvo que reprimir una sonrisa. Se dio la vuelta y le miró de soslayo, empezando a caminar entre los brezos. El hombre del mar le seguía, machacando la tierra bajo los pies.

- Tu muchacho de Nirala, es lo que soy. Tú lo dijiste. – se deleitó en el gruñido a su espalda. A Ioren no le gustaba que Driadan le recordase los momentos en los que perdía el control de lo que hacía o decía, al parecer. Ese descubrimiento le gustó. A él no le parecía mal ser "su muchacho" o "todo lo que le quedaba", la ternura de Ioren era un regalo que atesoraba y veneraba cada vez que ésta se hacía presente, aunque a él le avergonzase - ¿Qué es lo que temes? No voy a hacer nada terrible, pero no es justo que me culpes; hasta el momento no lo he hecho. En vez de culparme, explícame las cosas para que yo sepa hasta qué punto debo ser cauto y con qué he de cuidarme.

- Hablas con sabiduría – admitió Ioren, tras unos segundos de silencio. Driadan se regodeó en el orgullo una vez mas en aquella mañana. Dos veces antes de la comida, era todo un logro – En la tarde hablaremos un rato y te explicaré. Ahora apresurémonos.

Las zancadas del hombre del mar adelantaron al joven príncipe, que apretó el paso para quedar a su altura. Los espinos le arañaron las rodillas cuando comenzaron a ascender la altiplanicie, ya muy cerca del hogar que ahora compartían. Los graznidos de los gansos se escuchaban con claridad.

- ¿No me vas a dar ni una pista?

Ioren ladeó la cabeza, tendiéndole la mano cuando le vio trastabillar en una oquedad del terreno. Driadan se sujetó a ella, y en cuanto hubo recuperado el equilibrio, Ioren la apartó como si se hubiera quemado.

- No, pero te daré una lección – repuso Ioren, en un tono que le sonó melancólico y lejano, con el sabor rezumante de una herida abierta, lejana, que aún supuraba. Su mirada tenía una gota de tristeza cerca de las pupilas cuando se dirigió hacia él – Un hombre invencible es el que no tiene ninguna debilidad. Pero si tienes una, escóndela. Pues si la conoce el gusano, puede susurrársela al búho, y si el búho la conoce, quizá se la muestre en el reflejo de los ojos al halcón. Y si el halcón se posa en el brazo de tu enemigo, tu enemigo sabrá donde hundir su espada.

Driadan guardó silencio, con la sensación de que el hombre del mar estaba hablando de vivencias propias, no sólo de enseñanzas y parábolas. Estaban ya en la puerta de la granja cuando se atrevió a hablar de nuevo.

- ¿Tienes muchos enemigos aquí, Ioren?

- No son muchos – respondió él. – Pero son los peores. No hay peor enemigo que aquellos que te han querido.

Driadan no preguntó más, pero al llegar al salón, cuando se sentó a la derecha del Rojo, apenas levantó la vista de la mesa para responder a las preguntas que le hacían. No habló con nadie, y mientras comía, masticaba y tragaba las palabras que habían intercambiado esa mañana, mientras aguardaba a la tarde, con la esperanza de que algunos secretos se le revelasen.

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1 comentario:

  1. Dios mío que interesante me muero por saber que va a pasar Ioren es un hombre de muchos secretos

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