martes, 14 de febrero de 2012

Fuego y Acero XXXVI: El regalo


36.- El regalo

Los guardias de la puerta franquearon el paso a la pequeña comitiva, intercambiando un par de palabras rudas con el Rojo.

—No habléis si no hablo yo – iba explicando Ioren. Una vez que cruzaron la empalizada, comenzaron a avanzar por la aldea hacia la gran casa de la asamblea. El edificio se alzaba al fondo del asentamiento, elevándose por encima de otros tejados, con las planchas de madera oscura y las vigas talladas como si fueran olas. En esta ocasión, las ventanas no se abrían ni se cerraban al paso del Rojo y su séquito, y los aldeanos ocasionales que se cruzaban con ellos no les dedicaban más que un vistazo – No alcéis la mirada hacia el thane y no toquéis nada. Manteneos detrás mía. Y no hagáis nada por vuestra cuenta. Nirala, y tú, no te pongas desafiante.

Driadan reprimió una sonrisa, pero asintió. Ioren les regañaba antes de tiempo como si los tres, incluso Arévano, fueran niños descuidados. Pero mejor así.

El hombre del mar empujó las puertas de la casona cuando hubieron salvado los escalones de fresno y entró en los cálidos pasillos. Atravesaron el corredor forrado de madera, con labrados de nudos, armas en las paredes y el oso disecado en el rincón. Finalmente, llegaron al salón del thane, mojados, con las suelas sucias de barro y las mejillas arreboladas por el viento frío del exterior y el calor de las antorchas y blandones en el interior.

Driadan bajó la mirada inmediatamente y siguió a Ioren. Veía oscilar el bajo de su pesada capa blanca, de pelo mullido. Se preguntó de qué animal era. Al mirar de reojo al Cisne, vio que también miraba al suelo y que parecía tranquilo, casi aliviado. Imaginó que le agradaba la nueva situación y su posición en ella. Era algo incomprensible para él. ¿Cómo podía Amala anhelar tanto el servir a alguien por obligación? Recordó sus palabras. Había hecho eso desde niño, ¿no? La fuerza de la costumbre, tal vez. Pero aun así, para Driadan era inconcebible. No había nada de bueno en ser un esclavo, lo sabía bien, ni aunque las cadenas fueran de oro y la jaula de cristal tallado. Sus pensamientos al respecto de la esclavitud y la libertad habían variado mucho en los últimos tiempos.

La voz de Ulior Skol le sacó de sus pensamientos, y se detuvo cuando Ioren lo hizo.

—Saludos a ti, Ioren Rojo, y bienvenido de nuevo a mi casa. Esperaba verte antes.

Driadan entrecerró los ojos. Se percibía reproche en esa última afirmación.

—Gracias, y honores a ti, Ulior Skol – replicó Ioren, correcto y severo –. He venido a rendirte homenaje en el día del thane.

El hombre rubio se levantó de la silla y se dirigió a una de las mesas dispuestas a un lado de la sala grande. Driadan observó que había bancos y mesas que no habían estado allí en la anterior ocasión en la que visitaron a Ulior Skol. Los perros seguían en el mismo rincón, royendo huesos y gruñéndose entre si. El bajo de la capa de Ulior Skol arrastraba por el suelo cuando regresó.

—Brinda conmigo, amigo – dijo el thane, tendiéndole al Rojo un cuerno rebosante de cerveza y levantando el suyo –. Salud y bendiciones para ti, que tu posición y fama se mantengan y crezcan por largos días, Ioren Rojo.

—Salud y bendiciones para ti, Ulior Skol.

El Rojo alzó el cuerno y bebió un trago moderado. El thane, sin embargo, apuró casi la mitad del suyo y después se quedó mirándole. Se hizo un incómodo silencio del que ninguno de los dos parecía apercibirse, contemplándose, ceñudo el pelirrojo y pensativo el rubio.

—Y eso es todo, supongo – dijo el jefe, soltando una risa seca después. A continuación volvió a la silla y se dejó caer, alzando la barbilla –. Bien. Aun así, aprecio que hayas venido a felicitarme por mis dos años de gobierno, dadas las circunstancias.

Driadan cambió el peso de pie, intentando no llamar demasiado la atención. Hasta el momento, Ulior Skol estaba ignorando por completo a los tres compañeros de Ioren. En su fuero interno, el príncipe esperaba que siguiera siendo así. No le gustaba la actitud de aquel hombre. Su serena amabilidad, casi paternal, ocultaba una alimaña agazapada. Cómo lo sabía Driadan, o si ese matiz era producto de la inseguridad de Ulior Skol o de alguna intención maliciosa que intentaba disimular, eso no podía decirlo. Le pareció que Ioren, a pesar de todo, no era ajeno a ello. Si bien ya había estado tenso y enfadado antes de llegar ante la presencia del thane, ahora el príncipe casi podía ver sus tendones crispándose bajo la mullida capa, los músculos anudados de rabia. "Un encuentro maravilloso", se dijo, empezando a albergar dudas sobre su estrategia.

Maldición, pero era una estrategia perfecta. Perfecta, que sólo requería una mínima diplomacia y buen hacer por parte de Ioren. Y no, parecía que no podía contar con ello. Se preguntó si el jefe de Kelgard aceptaría el regalo de quien le desafiaba hasta en los formalismos de un brindis.

Sin embargo, los signos de tensión del Rojo no eran igual de visibles para todos. Driadan le conocía bien, pero tal vez Ulior no se percatara de las inminentes ganas de golpearle contra la mesa que estaban creciendo en el Rojo.

—Nuestro pueblo está satisfecho con tu labor – dijo Ioren – Han sido dos años difíciles y has conseguido mantener a los hombres unidos y las bocas alimentadas. Has hecho un buen trabajo.

Skol volvió a escupir una risa seca.

—Parece que estás despidiéndote de un jefe que se retira.

—Estoy felicitando a uno que celebra el día del thane.

—Eso no es una felicitación. Es una evaluación. Un juicio – replicó Ulior Skol, con más sequedad –. A veces me recuerdas a mi padre.

Ioren se quedó callado. El encuentro estaba resultando más tenso de lo que Driadan había creído posible. Pensó, instintivamente, que si aquellos dos hombres salían a la nieve y se daban una paliza, podrían solventar rencillas y sentarse a conversar como viejos amigos. Pero sospechaba que no estaba bien visto del todo entre su gente, y además, Ulior tenía el aspecto de ser de los que arrojan arena a los ojos de otros y esconden un puñal en la bota.

—Esto es ridículo – escuchó musitar a Ioren, que meneó la cabeza y apuró el cuerno, arrojándolo al suelo. Luego alzó la voz — ¿Tienes que convertirlo todo en una ofensa? Estoy aquí. Te he honrado, he brindado por tu salud. ¿Crees que no estoy esforzándome lo suficiente, thane? ¿Qué es lo que quieres?

—Qué es lo que quiero – repitió Ulior Skol, removiéndose en la silla. Los ojos verdes destellaron, y Driadan no pudo evitar alzar la mirada un momento. "La alimaña", pensó. Asomaba. Casi podía olerla – Te has vestido de blanco, maldita sea, Ioren. Parece que vas a tu nombramiento. Ni siquiera eres capaz de guardar las apariencias, es increi…

Ulior se interrumpió cuando Ioren se arrancó la capa blanca sin mediar palabra, se acercó a la silla a zancadas y la arrojó sobre sus rodillas.

—Es tuya.

El thane quedó en silencio unos segundos, mirando la prenda. Luego meneó la cabeza y pareció relajarse súbitamente. Su voz se dulcificó.

—Vamos, hermano – le dijo — Bebamos de nuevo y hagámoslo bien. He estado esperándote durante días. Contaba contigo a mi lado para hacer esto juntos, pero tu no has venido. ¿Qué podía pensar? Me has ofendido, sí, lo admito.

Cuando el Rojo se dio la vuelta para volver a su lugar, los ojos azules centelleaban y tenía la mandíbula apretada. Se inclinó para recoger el cuerno y volvió a las mesas donde los toneles de cerveza e hidromiel se apilaban.

—Es un día señalado, y no quiero dejar ninguna ofensa sin pagar – dijo después, levantando la bebida espumosa. A pesar del significado de sus palabras, Ioren hablaba en un tono orgulloso y tajante, como si no admitiera derecho a réplica. Esa actitud no ayudaba demasiado a sus propósitos, en opinión de Driadan – Que tu posición y fama se mantengan y crezcan por largos días, Ulior Skol.

Ioren apuró el cuerno y chasqueó la lengua después, añadiendo: 

—Te he traído un presente.

El Rojo movió los dedos y señaló hacia Driadan y Amala, con un gesto tan desdeñoso que el príncipe no hubiera podido hacerlo mejor. El thane  miró adonde señalaba y esbozó una sonrisa amplia. Habló, antes de que Cisne diera un paso adelante, antes de que el Rojo le llevara ante el thane.

—Eso me agrada, amigo mío. Me encantará tener como esclavo a uno de esos sucios Nirala que tanta humillación han causado a nuestro pueblo. Es el mejor presente que podría recibir.

Driadan dio un respingo. A pesar de las advertencias de Ioren, de sus órdenes explícitas, fue superior a sus fuerzas. Alzó el rostro. Miró al jefe de Kelgard, con un nudo repentino en la garganta y el deseo imposible de arrojarse sobre él y apuñalarle hasta la muerte. Le hormiguearon los dedos, y cuando los ojos verdes le devolvieron la mirada, vio en ella el reflejo de su propio veneno mezclado con la complacencia cruel de un reptil.

—Ni lo sueñes.

Había formado las palabras con sus labios, pero no fue su voz la que las pronunció. Fue otra, vibrante, grave y con una amenaza muy profunda, contenida. Ulior Skol arrugó el entrecejo y sus ojos se encontraron con los de Ioren.

Durante un instante, se midieron fuerzas en aquella sala. El nuevo thane intentó averiguar hasta dónde podría tensar las cuerdas de su predecesor sin romperlas, mientras el antiguo calculaba en cuánto pesaría la ofensa Ulior, y Driadan valoraba cuánto tardaría en matar a aquel bastardo clavándole el cuerno de cerveza en el ojo hasta llegar a los sesos. Y de repente, en un momento, el aire se tiñó de olor a sal y Ioren Rojo se elevó por encima del bien y del mal, terminó de beber tranquilamente y puso las cosas en su sitio con una facilidad pasmosa y solamente empleando las palabras.

—Este es Cisne, copero de las cortes más lujosas de Shalama, el imperio del Sur – dijo, acercándose y poniendo la mano en el hombro de Amala, que hizo una profunda reverencia y se adelantó unos pasos – Lo he traído para ti como muestra de buena voluntad. Un regalo siempre es bien recibido, símbolo de amistad para quien lo entrega y para quien lo recibe. Pero desear del amigo lo que es suyo, lo que no está dispuesto a dar, es codicia y es envidia, y es una ofensa más pesada que no completar un brindis.

Driadan dejó escapar el aire de los pulmones lentamente, volviendo a agachar la cabeza. Había apretado los dedos hasta tener los nudillos blancos, tenía un nudo en la boca del estómago y seco el paladar.

—Entiendo – respondió Ulior Skol – El Nirala es tu trofeo. Tus palabras son sabias, amigo mío. Me alegra ver cómo la tradición y el conocimiento de nuestros padres han penetrado tan profundamente en ti. Más vale tarde que nunca.

Ioren esbozó una media sonrisa, amarga como hiel, y apartó la mano del hombro del Cisne, dejándole junto a la silla del thane. Driadan dirigió una mirada a Amala. El joven estaba tranquilo, de pie, con la cabeza suavemente inclinada hacia el suelo y los cabellos bien peinados derramándose sobre sus hombros en bucles apretados. Cisne le sonrió con disimulo. "Todo irá bien", parecía decir. En el brillo esquivo de sus ojos avellana había diversión.

Dejó de fijarse en lo que ocurría a su alrededor. Un recuerdo se abrió paso en su memoria, ocupando toda su atención, mientras los pasos de Ioren el Rojo resonaban sobre la tarima de madera y la pesada mano caía sobre su hombro. Los dedos se cerraron en la capa, cálidos y vibrantes, llenos de energía. Driadan se dio la vuelta y caminó de regreso, junto a Arévano, empujado suavemente por el Rojo, con el contacto permanente de su mano en el hombro, con la cercana presencia de Ioren como una sombra que le cubría, sus dedos en la capa, sus pasos resonantes. Su mano en el hombro. Sus dedos en la capa. Sus dedos.

. . .


Había sido tan injusto... fue tan injusto con él… pero había estado la noche anterior en el almacén de sedas, había encontrado a Ioren después de días sin verle, y la angustia, el miedo y las ganas de desaparecer eran más fuertes que nunca. Cisne le había llevado abajo, entre las botellas y los frascos de cristales de colores. La bodega era oscura, húmeda y olía a hierbas y a uva, a licores y especias. Por los tragaluces superiores se colaban haces de resplandor blanco, que arrancaban destellos a los recipientes estilizados, de cuellos altos y vidrio azul, verde, rojo, rosado. Los tapones tallados se iluminaban como joyas mágicas, el polvo que flotaba en el aire se pintaba de luz blanca.

Cisne se está frotando las manos con agua de jazmín y frota también las de Driadan, que permanece inmóvil, ausente, mirando a la nada mientras trata de retener los fugaces recuerdos de la noche anterior cuando su piel los evoca.

—Así no se te escurrirán las copas – dice Cisne, con voz suave – si dejas caer alguna, te pueden azotar.

—No me importa que me azoten – responde Driadan, apartando los dedos y dándole la espalda al joven de piel tostada. Cisne le pone la mano en el hombro. Driadan la golpea – No me toques.

Cisne suspira. Los dedos desaparecen.

—Escucha, sé que esto no te gusta – dice el muchacho. No se rinde, y en ese momento, a Driadan le resulta demasiado molesto —Sólo quiero ayudarte, pero no lo pones fácil, ¿sabes?

—No necesito tu ayuda – replica el príncipe, alejándose unos pasos hacia las botellas alineadas en la estantería —Sé servir un vaso, y no voy a bailar. No me importa si me azotan.

El Cisne camina hasta ponerse a su lado y le sonríe. Insistente.

—De acuerdo. Yo bailaré por los dos.

Insistente y pesado. Pero al final siempre termina irritándose, enfadado con su rechazo, y entonces el terreno es el apropiado para Driadan, donde reina la rabia, el odio y las heridas rezumantes. Eso lo puede soportar, la ayuda, la amistad, la preocupación, eso no.

—Ah, muy bien, gracias, mi salvador – lo escupe, burlón. Y añade – Eres asqueroso.

Cisne se encoge de hombros. El cuello de la túnica se le abre y deja al descubierto parte de un hombro por un momento, hasta que coloca la tela en su lugar. Su piel parece caramelo diluido, canela tostada. Tiene un color hermoso, aspecto suave y un aroma apetecible, tal y como debe ser en personas como él. Asquerosas personas como él. Que están contentas con un yugo al cuello, haciendo toda clase de cosas impensables con sus señores y con los invitados de sus señores.

—Quizá te lo parezca, pero te equivocas en muchas cosas – Cisne vuelve a sonreír. Sus dedos se mueven en la penumbra, jugueteando con el polvo que flota. Su voz es un susurro de madera y lino. Los ojos oscuros se fijan en los de Driadan, que le mantiene la mirada – Lo que yo soy tiene muchas caras. Conociendo los deseos de aquellos a quienes servimos, Nirala, podemos llegar a tener poder sobre ellos, conquistar su atención, sus miradas, sus manos y su oído… entrar en sus sueños, en sus mentes, en sus anhelos, y tejer despacio en sus tapices nuestra parte de la historia.

Driadan arquea una ceja y luego suelta una risa seca, casi una tos. Sólo quiere desaparecer.

—¿Eso es lo que te dices por las noches para olvidar que eres menos que una puta y que no vales nada para nadie? Como excusa es bastante pobre. Pero si a ti te sirve, buena suerte.

Los ojos del joven sureño brillan, primero con la confusión de un golpe no esperado y después con rabia. Y eso alegra a Driadan, le provoca un goce enfermizo.

—¿Por qué me desprecias tanto? – le espeta el chico de canela, en un susurro ahogado —¿Qué te he hecho yo, Nirala? Sólo intento ayudarte. Te he mostrado como se sirve la mesa, cómo se atiende a huéspedes y señores, sólo quiero…

Entonces le empuja.

—Déjame. ¿Crees que me importa lo que quieres? No eres nada. Que tengamos que estar en la misma habitación no significa que tengamos que ser amigos.


. . .


Sí… y empezó a decirle aquellas cosas horribles.

El recuerdo se volvió amargo y cruel, y el príncipe escapó de él hasta las hierbas que le arañaban la capa, de nuevo la mano pesada en su hombro y la llovizna clara. Acababan de cruzar la empalizada, caminando a buen paso, y Driadan miró atrás. "Ojalá tenga razón", pensó, con una corriente de simpatía atravesándole la espalda. "Ojalá sea verdad, y conociendo los deseos de Ulior Skol llegues a tener poder sobre él para tejer en su tapiz, Amala."

Se sorprendió angustiado, preocupado. Había sido tan injusto con él…

Hicieron el resto del camino en silencio. Al llegar a la granja, la pesada mano se apartó del hombro de Driadan y el Rojo abrió la puerta, sacudiéndose la lluvia de la capa. Arévano miró de soslayo al príncipe y se estiró con fingida despreocupación.

- Muy bien, pues… voy a ver cómo está todo. Beonar me prometió conseguirme unas piedras de pulir.

Les dedicó una sonrisa sincera y desapareció por el corredor, en dirección a la sala común de la que emanaba el sonido de las voces, confusas y heterogéneas. La tripulación se volvía más ruidosa conforme la confianza entre ellos se estrechaba más.

Cuando el joven de ojos azules hubo desaparecido por el recodo del pasillo, Driadan se volvió hacia Ioren y abrió la boca para decir algo, pero el Rojo alzó la mano y le miró con dureza.

—Dame un respiro – la petición sonaba a orden —Ya hablaremos luego.

Driadan arqueó la ceja y meneó la cabeza, incrédulo, viendo como Ioren el Rojo, hecho un amasijo de furia contenida, cruzaba el corredor a zancadas para desaparecer tras una puerta de madera que casi saltó de los goznes al cerrarse de un golpe.

. . .

©Hendelie

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