25 de Abril —David
Aquella tarde, cuando salió de trabajar, volvió a mirar al
cielo. Estaba nublado, cubierto de nubes oscuras y cargadas de lluvia.
“Genial”, pensó, esbozando una sonrisa. No era una ironía. La lluvia le
gustaba. Le limpiaba, lavaba la ciudad y después, cuando el cielo volvía a ser
azul y las nubes rizadas y breves regresaban como rebaños de ovejas, el
horizonte urbano parecía más brillante, más prometedor.
Se subió el cuello de la cazadora. Desde hacía un par de
meses miraba al firmamento con
mucha frecuencia, como si esa fuera la señal de su reconciliación personal con
el universo. De pequeño, David solía volver la vista hacia arriba muy a menudo:
buscando respuestas, haciéndose preguntas, rogando a un dios que siempre
parecía demasiado lejano. Progresivamente, a medida que los años fueron pasando
abandonó ese hábito y durante los últimos tiempos apenas echaba un vistazo de
vez en cuando. Ahora lamentaba haberse perdido tantas nubes, tantas estrellas,
tantos tonos de azul.
Al poco de caminar calle abajo, encontró el coche de Oscar
aparcado en doble fila. Esbozó una media sonrisa y apretó el paso, no tan
sorprendido como debería. No esperó a que le invitara a entrar sino que abrió
la puerta por sí mismo y se escurrió hacia el asiento del copiloto. Una fina
llovizna comenzó a mojar el parabrisas justo en aquel momento.
—Hola.
El pelirrojo le dedicó una sonrisa de bienvenida y apagó la
radio. Estaba escuchando una retransmisión deportiva.
—Hola. ¿Piensas tomar esto como costumbre?
—¿Venir a buscarte?
David asintió con la cabeza mientras se cerraba el cinturón
de seguridad.
—Pues no sé. A lo mejor.
Oscar arrancó el motor y condujo en dirección al centro.
David volvió a encender la radio y sintonizó una emisora de música electrónica,
bajando el volumen para que no resultara molesto. Luego miró a través del
cristal húmedo de lluvia. El sol estaba poniéndose todavía y desde aquella zona
se veían destellar las torres del corazón de la ciudad, gigantes de acero y
cristal que brillaban con un reflejo rojo como la sangre. La misma luz del
atardecer que arrancaba aquellos destellos hirientes cubría el paisaje de una
especie de bruma ambarina y rosada. Era hipnótico. Era hermoso. “Parecen
construcciones galácticas en Marte”, pensó David, abstraído por su resplandor.
La voz de Oscar le arrancó de sus fantasías.
—Eric hablará contigo hoy.
Ah si. Aquella conversación pendiente. Hizo una mueca.
—Espero un anillo de diamantes y una proposición formal.
El pelirrojo soltó una risa suave, entre dientes. No podía
negarse que Oscar tenía muy buen humor, se reía a menudo y no se ofendía
fácilmente. A David le gustaban su carácter agradable y su trato sencillo, y
para qué negarlo, también sus arrebatos de timidez. Había llegado a cobrarle un
espontáneo cariño debido al efecto que causaba en él. Y es que su presencia le
hacía sentirse seguro y tranquilo, y no era algo que pudiera decir de mucha
gente.
Sacó un cigarrillo y se lo encendió con el mechero del
taller mecánico. Luego, en un arrebato de picardía, se lo puso en los labios a
Oscar.
—Gracias—murmuró él, con un súbito rubor.
David reprimió la sonrisa.
—De nada. Oye, todo esto es muy emocionante. —Bajó un poco
la ventanilla para dejar entrar el aire, frío y con olor a lluvia. —¿Eric te ha
enviado de chófer a recogerme? Me recuerda a las películas de mafiosos.
Oscar estaba descendiendo aún la larga avenida llena de
semáforos parpadeantes. El tráfico era bastante denso a aquellas horas, mucha
gente salía del trabajo. Las luces de la ciudad empezaban a encenderse, aunque
el sol aún no se había ocultado del todo.
—No me ha enviado nadie, es que me pillaba de paso. Pero
como me dijo que quería hablar contigo, pensé en llevarte.
Se ladeó en el asiento para mirarle, curioso.
—¿De paso? ¿De paso de dónde?
—Estuve en el médico. Está cerca de tu trabajo. Bueno, algo
más a las afueras, claro.
—¿Te refieres al hospital universitario? ¿Ese blanco,
grande?
Oscar volvió a reír.
—Con esa descripción… todos los hospitales suelen ser
blancos y grandes. Pero sí, es el universitario.
David asintió, pensativo. Disfrutaba preguntándole a Oscar
sobre su enfermedad, pero en esta ocasión le pareció indiscreto y fuera de
lugar. Le espió a través del retrovisor mientras él conducía. En algún momento,
él captó su mirada y se la devolvió, esbozando una sonrisa plácida. David pensó
que podría dormirse en el coche y dejarse llevar a cualquier parte por aquel
tío sin desconfiar en ningún momento. Al principio fue solo un pensamiento
ligero, pero después se dio cuenta de que estaba muy cansado. Aquella noche
había vuelto a tener pesadillas y se había despertado cuatro veces, bañado en
sudor y con el corazón en la garganta, pero no había conseguido recordar sus
sueños.
—¿Cuánto tardaremos en llegar?—le preguntó.
No se le ocurrió preguntarle también a dónde iban. Por algún
motivo, no le parecía relevante.
—Unos veinte minutos.
—¿Te importa si me duermo?
Oscar le hizo un gesto con la mano.
—Claro que no. Adelante.
David se removió en el asiento y se acomodó contra la ventanilla
entreabierta. Se dio cuenta de que el pelirrojo le miraba de reojo.
—Qué pasa, ¿quieres que apoye la cabeza en tu hombro?—se
burló, cerrando los párpados.
—Anda, no digas chorradas.
El ronroneo del motor y la vibración del cristal junto a su
rostro funcionaron como una canción de cuna. Durante años, David había dormido
arrullado por nanas como aquellas: el zumbido de la electricidad, el murmullo
lejano del tráfico, las voces apagadas de aparatos de televisión que habitaban
entre paredes de hormigón. En aquel momento, viajando a través de la ciudad,
esa extraña madre cruel y amante, volvieron a su mente los recuerdos de esa
otra noche, de aquel otro trayecto mágico y revelador con el profe, agarrado a
su cintura y con el viento en la cara.
Y con él, se quedó dormido.
. . .
25 de Abril —Gabriel
Estaba sentado delante del piano, con la partitura
incompleta abierta sobre las teclas. No sabía cuanto rato llevaba así,
intentando concentrarse para continuar. Pero la concentración le rehuía, su
mente estaba dispersa y revoloteaba entre recuerdos, anhelos y paranoia.
Al principio le había costado acostumbrarse a eso, a la
paranoia. A decir verdad, primero le había costado aceptarla. Y después
acostumbrarse. No… no, a decir verdad, la auténtica verdad era que no había llegado a acostumbrarse. Lo
sobrellevaba, simplemente. Cuando creía ver con el rabillo del ojo sombras
confusas, colores inexistentes o siluetas que no estaban donde deberían,
trataba de sustraerse y centrar la atención en cosas más seguras, pero la
sospecha y la inquietud se quedaban ahí. Molestando. Aguardando.
Ese era uno de los motivos por los que había enmarcado la
foto de David y la había puesto en algún lugar visible, accesible: para tener
un punto seguro cuando se le fuera la cabeza.
Porque se le iba, y él lo sabía. Desde la muerte de Ariadna
y su propia catarsis, que tuvo lugar cuando Gabriel perdió los estribos por
primera vez, la locura parecía estar acechándole en todas partes. Se despertaba
por las noches, sobresaltado, y saltaba de la cama, convencido de que había
extrañas criaturas debajo. La negrura le resultaba amenazadora. Se miraba al
espejo con cautela, temiendo encontrar su reflejo distorsionado. Dejó de viajar
en metro cuando empezó a ver extraños rostros acechando desde las tinieblas de
los túneles, caras deformes con bocas demasiado grandes y ojos completamente
negros. A veces, caminando por la calle, tenía la sensación de que le estaban
siguiendo. Su estado de ánimo se alternaba entre momentos de alerta y desasosiego
y rachas de agotamiento e indiferencia.
Era consciente de todo eso y aunque se repetía que no era
real, las alucinaciones no desaparecían. Algunas noches, harto de todo, había
acudido al mueble bar y se había tragado una botella entera de vodka o de whisky.
Entonces, a veces, veía a David. Quizá solo fueran recuerdos, pero le parecía
verle sobre el sofá, mirándole, hipnotizándole con aquellos ojos verdes y
maravillosos. Otras veces veía a Ariadna, sentada sobre el piano.
Pero aquella tarde no estaba viendo nada de eso, no eran las
alucinaciones lo que afectaba su atención. Aquella tarde estaba en plena fase
de agotamiento y sus emociones se habían repuesto bastante tras el reencuentro
con David. Quizá por eso los recuerdos habían despertado. Anhelo, recuerdos y
paranoia. Si, los recuerdos de los gemelos, que ahora no dejaban de agitarse en
su memoria como lombrices al sol. Intentaba mirar la partitura, ver las notas,
pero se emborronaban ante sus ojos. No podía pensar en la música, había
demasiadas preguntas que nunca se había hecho y habían aparecido todas a la
vez. ¿Por qué iban los gemelos al Centro de Energías Renovables? ¿Qué era
aquella partitura? ¿Por qué les habían matado? ¿Y por orden de quién?
Su memoria parecía un colador, un puzzle al que le faltaran
piezas. Era muy injusto. Les había protegido. Les había amado, sobre todo a
ella. ¿Cómo era posible que tuviera tantas lagunas en sus recuerdos?
“Estoy perdiendo el tiempo”, se dijo. “No voy a avanzar nada
si tengo la cabeza en otra parte”. Suspiró, dejando el cigarro en el cenicero y
dando un trago al café. Luego plegó la partitura con parsimonia y la dejó sobre
la tapa del piano. Una fina lluvia comenzó a golpear contra los amplios
ventanales del salón. Gabriel se volteó a medias para contemplar la silueta
recortada de la ciudad al atardecer, con la barba sin afeitar y los recuerdos,
lejanos y cercanos, mezclándose como fotogramas extraviados. Los ojos verdes de
David destellando en el túnel en el que habían hecho el amor dos noches atrás.
Los pasos ligeros de la chica sobre la acera, el sonido de la puerta del coche
al cerrarse y la voz del chico, saludando, muy formal.
No había olvidado sus nombres. Eso nunca.
—Milo—murmuró, ejecutando un arpegio. —Milo y Perséfone.
Los pronunció en alto, haciéndolos reales de nuevo,
devolviéndoles a la vida de algún modo al hacerlo. Pero sólo por el tiempo en
que duraban sus nombres en su boca.
Así se habían llamado. No había vuelto a decir aquellos dos
nombres en años, ni siquiera había vuelto a pensar en ellos. Era menos personal
referirse a ellos como los gemelos. “Pero siempre es personal. Siempre es
personal”.
Milo y Perséfone. No eran como los demás. Por eso les amaba,
y aunque no hubiera sido parte de su trabajo, él habría jurado protegerles por
encima de todo. Eso era correcto, era muy correcto, era una de las cosas que le
habían hecho sentir que estaba haciendo lo que debía en esta vida.
Ellos eran tan maravillosos, tan especiales y tan puros como
Ariadna. Y ahora, todos estaban muertos.
El agua se escurría por el cristal de la ventana en un
llanto silencioso.
. . .
25 de Abril —David
Cuando abrió los ojos, Oscar había aparcado frente a las dos
altas torres de la compañía telefónica. Bostezó y le miró con expresión
adormilada. No había soñado, pero tenía la cabeza abotargada y se sentía
pesado, con la boca pastosa y el estómago revuelto. Se le quedó mirando, como
atontado, durante un rato.
—¿Hemos llegado hace mucho?
Oscar negó con la cabeza. Tenía los ojos fijos en su pelo y
David pensó que estaría despeinadísimo. Se preguntó si el pelirrojo tendría el
valor de alargar la mano y arreglarle los cabellos revueltos, pero Oscar no era
de esos. Aun así, le dio unos segundos de cortesía.
—¿Estás listo?—le dijo él, simplemente. Nada de manos en el
pelo.
—¿Que si estoy listo? Claro. Supongo que sí. —Luego puso
cara de fastidio. — ¿Por qué me preguntas eso, es que hace falta entrenamiento
para hablar con ese capullo o qué?
—No, pero es mejor estar receptivo.
“Receptivo. Ya.” El chico se ladeó y observó los edificios.
Eran dos rascacielos con ventanas especulares y láminas de metal y de cristal,
construidas como si se tratara de espirales retorcidas. Se trataba de
edificaciones modernas y sofisticadas, arquitectura del siglo veintiuno, con el
logotipo de la compañía de teléfonos en lo más alto. Intentó contar los pisos
que tenían las torres pero no fue capaz. Luego frunció el ceño y miró a Oscar
con una punzada en el estómago.
—¿Eric está aquí?—le preguntó.
El pelirrojo movió la cabeza afirmativamente.
—Sí. En la terraza.
David no dijo nada. De pronto todo empezaba a resultarle
inquietante. Al menos un poco. Salió del coche sólo cuando Oscar lo hizo y
caminó a su lado hacia las grandes puertas automáticas de la torre de la
izquierda.
—No me digas que trabaja ahí—dijo, tratando de sonar
despreocupado.
Oscar se estaba poniendo la cazadora vaquera y se peinaba
con los dedos. La lluvia seguía cayendo, suave y sostenida. Apenas repiqueteaba
al tocar el suelo y los capós de los vehículos.
—No, qué va. Es de su padre.
—No me jodas. ¿Todo el edificio?
—Sí. Los dos, de hecho.
Menudo pijo. Así que Eric, el transgresor y rebelde cantante
de rock moderno e intelectual era un niño bien. Suspiró apaciblemente y siguió
a Oscar al interior del edificio.
El amplio vestíbulo estaba adornado con alfombras y macetas
con ficus. Había sofás de piel, mesas bajas con revisteros y pantallas de
plasma aquí y allá mostrando publicidad sobre la compañía telefónica. En la más
grande, que colgaba suspendida por un brazo de aluminio desde el techo en pleno
centro de la amplia sala, brillaban en letras grandes y bien visibles las
indicaciones para orientarse en el complejo. David echó un vistazo por mera
curiosidad: Planta uno, recepción, detector de metales, servicios públicos.
Planta dos, oficinas de gestión, atención al cliente, recursos humanos. Planta
tres, spa, gimnasio, guardería. Planta
cuatro, restaurante, zona recreativa, piscina cubierta. Planta cinco…
—Espera, ¿Hay una jodida piscina aquí?
—Sí. ¿A que mola?
—Qué mal repartido está el mundo.
Atravesaron la sala en dirección a los ascensores del fondo.
David observaba por el rabillo del ojo a las recepcionistas, dos mujeres
vestidas con traje de chaqueta que se encontraban tras sendos mostradores
alargados, con el pelo recogido y el auricular de telefonista colocado en la
oreja. Sus sonrisas parecían de plástico y sus ojos de cristal, como los de las
muñecas. Ellas no les prestaron la menor atención, y tampoco las seis personas
que aguardaban en el vestíbulo, seis hombres bien vestidos, con corbata a rayas
y maletines negros que se entretenían leyendo la sección de economía del
periódico. Nadie hablaba.
—¿Aquí dejan pasar a cualquiera?—preguntó al pelirrojo
cuando llegaron frente al ascensor. Habló en voz baja, temiendo romper el
silencio más de lo que lo hacían sus pasos.
—Sí.
David le miró con escepticismo. Iba a decir algo más pero el
sonido de un timbre anunció la llegada del ascensor. Se metió en el interior de
la cabina con cierta vacilación, siempre detrás de Oscar y nunca delante. Las
puertas se cerraron y el pelirrojo pulsó el último botón de una larga fila.
El aparato se puso en marcha y comenzó a sonar el hilo
musical.
David se lamió los labios. La sensación de inquietud seguía
removiéndose, desperezándose en su estómago. Todo era demasiado raro. No era
amenazador, pero sí raro, intrigante. Analizó lo sucedido desde que salió del
trabajo y se dio cuenta de que había demasiadas incoherencias. Por ejemplo, en
su momento no se había percatado, pero cuando salieron del coche, las calles
interconectadas que circundaban las dos torres se encontraban completamente
vacías. No había ni una sola persona, y tampoco tráfico. ¿Eso no era raro?
Especialmente en un barrio de negocios como ése. A aquella hora debería haber
mucha gente saliendo de los grandes bloques de oficinas. Y la lluvia fina y
constante. Y las recepcionistas inmóviles que no les hacían caso. ¿No era su
trabajo recibir a la gente? Por eso se
llamaban recepcionistas, ¿no? ¡Y el hilo musical! Ahora que caía en la cuenta,
el tema que sonaba en el ascensor era el misma que David había estado
escuchando cuando se quedó dormido, en la emisora de música electrónica. Los
hilos musicales de los ascensores eran distintos, sonaban a otra cosa, era otro
estilo musical que él no sabía definir. “Ojalá pudiera llamar a Berenice y
preguntarle cómo se llama la música de los ascensores”, pensó nerviosamente.
Se dio la vuelta, disimulando el desasosiego. Tras ellos y a
los lados había tres grandes espejos de luna. Se miró en uno de ellos. No tenía
mal aspecto. Se echó el flequillo hacia el lado y se arregló el cuello de la
chaqueta de cuero. Incluso sin pintarse los ojos, su expresión seguía teniendo
un aire perdido y oscuro y eso le gustaba. “A lo mejor aún no hemos llegado a
donde sea que vamos y lo que ocurre es que estoy soñando”, se dijo.
Puso la mano sobre el cristal del espejo.
—¿A ti todo esto te parece normal, tío?
Oscar le miró de reojo. David esperaba que dijera que sí,
que le tranquilizara de alguna forma. Quizá que se echara a reír y le explicara
todo de alguna forma que pudiera entender. Debía haber una clave en alguna
parte que le diera lógica a las cosas, e incluso en los sueños, esas claves
existían. Y uno en sueños las entendía. Pero Oscar frunció un poco el ceño y su
expresión se volvió grave.
“Venga, no me jodas”
David tragó saliva, el corazón le dio un salto en el pecho y
luego empezó a latirle a lo loco.
—Sabes, me parece que me vuelvo a casa.
—No, espera…
Oscar intentó detenerle pero él ya había lanzado la mano
hacia el cuadro de botones y golpeaba frenéticamente el inferior. Los botones
comenzaron a iluminarse. La luz del interior del ascensor vaciló y se escuchó
un zumbido. El hilo musical se distorsionó y empezó a ser consumido por un
ruido de estática, desagradable y rasposo, que finalmente se superpuso a la
música hasta que no se escuchó nada más. David se mareó.
“¿Qué coño está pasando? Joder, vaya mierda de sueño.”
Cuando los espejos empezaron a derretirse y dejaron al descubierto
paredes de metal rojo y oxidado, Oscar estaba sujetándole y le decía palabras
tranquilizadoras al oído. Lo último que vio antes de desvanecerse fue el
reflejo de su rostro preocupado en el espejo, deformándose y cayendo al suelo
en una gruesa gota mercúrica.
. . .
25 de Abril —Gabriel
Había empezado a tocar sin darse cuenta, mientras rescataba
sus recuerdos. El cigarro humeaba en el cenicero, las luces de la ciudad
iluminaban el salón en una penumbra apacible y el sonido del piano y su respiración
eran el único contrapunto al susurro del agua, que seguía deslizándose sobre
los cristales de la ventana y deformando la silueta urbana más allá.
Un arpegio tras otro, acordes sueltos y notas sostenidas,
sutiles, como el comienzo de la lluvia. Desde la tapa del piano, la fotografía
de David parecía escuchar. Él la miraba de vez en cuando, imaginándose que le
tenía delante y que podía hablar con él, contarle las cosas que habían sucedido
durante aquel tiempo pasado, no tan pasado.
—Si es que tiene explicación… y si es que puede
contarse—dijo en voz alta.
Tocó con suavidad, manteniendo pulsado el pedal central para
mitigar el sonido. Intentaba encontrar aquella melodía que ella tarareaba,
Perséfone, la hermana de Milo.
“Ojalá les hubieras conocido. Te habrían gustado”.
Ellos fueron su tercera misión. Él acababa de graduarse en
las fuerzas de seguridad apenas cuatro años antes. Se había formado en una
empresa privada que trabajaba para la Agencia Aesar. La Agencia Aesar era una organización poco conocida y sustentada por
donaciones anónimas que se encargaba de ofrecer protección y seguridad a
personas que estaban en el punto de mira del sistema. La clase de protección
que la agencia proporcionaba a estas personas iba desde el asesoramiento
jurídico y la cobertura legal hasta la elaboración de seguros de vida, la
protección de testigos y las labores de escolta. A Gabriel le había parecido
buena idea entregarse a aquella profesión. La disciplina del entrenamiento le
ayudaba a controlar sus emociones y la función que tenía como escolta le
parecía moralmente intachable. En aquellos días era frecuente que científicos,
escritores, periodistas, incluso maestros o jóvenes revolucionarios
desaparecieran sin dejar rastro justo después de haber descubierto alguna clase
de material interesante, haber escrito un ensayo o artículo peligroso para la
estabilidad de los más poderosos o, simplemente, por llamar demasiado la
atención.
Cuando le enviaron por primera vez a recoger a los gemelos, él conducía un sedan negro con las lunas tintadas propiedad de la empresa, y llevaba las armas reglamentarias cargadas y listas. No le habían dicho gran cosa acerca de sus clientes. Por eso, cuando los dos gemelos entraron al coche sin mediar palabra, serios y con aspecto asustado, sintió que se le caía el alma a los pies. ¿Cuántos años debían tener? ¿Quince? ¿Dieciséis? Los dos eran delgados y rubios, con la piel como de porcelana. Él tenía un semblante muy grave y los ojos azules parecían vueltos hacia dentro. Los de ella, algo más claros, brillaban con las emociones que mostraban como un libro abierto. Llevaba dos trenzas atadas con lazos componiendo una imagen totalmente anacrónica y parecía muy nerviosa. Ambos vestían uniforme escolar y llevaban consigo como únicas pertenencias una carpeta de cartón y un estuche de violín.
Cuando le enviaron por primera vez a recoger a los gemelos, él conducía un sedan negro con las lunas tintadas propiedad de la empresa, y llevaba las armas reglamentarias cargadas y listas. No le habían dicho gran cosa acerca de sus clientes. Por eso, cuando los dos gemelos entraron al coche sin mediar palabra, serios y con aspecto asustado, sintió que se le caía el alma a los pies. ¿Cuántos años debían tener? ¿Quince? ¿Dieciséis? Los dos eran delgados y rubios, con la piel como de porcelana. Él tenía un semblante muy grave y los ojos azules parecían vueltos hacia dentro. Los de ella, algo más claros, brillaban con las emociones que mostraban como un libro abierto. Llevaba dos trenzas atadas con lazos componiendo una imagen totalmente anacrónica y parecía muy nerviosa. Ambos vestían uniforme escolar y llevaban consigo como únicas pertenencias una carpeta de cartón y un estuche de violín.
Gabriel les miraba a través del retrovisor, con el motor en
marcha pero sin arrancar todavía.
—¿No deberíais haber golpeado el cristal de la ventanilla
con los nudillos y preguntar si soy el escolta antes de meteros en mi
coche?—les dijo, medio en broma.
Los dos le miraron boquiabiertos, ella más expresiva, él más
reservado. Luego se miraron entre si. El muchacho fue el primero en hablar.
—Es usted el escolta, ¿no?
—Es usted el escolta, ¿no?
—Sí, soy yo. Y vosotros sois Milo y Perséfone, espero. Si no
podrían acusarme de secuestro.
El chico sonrió con cortesía. La chica, con gratitud. Nadie
dijo nada más durante todo el trayecto hasta el complejo de la compañía
eléctrica. Cuando llegaron, Gabriel atravesó las barreras mostrando su identificación
y una vez en el interior, bajó del coche, miró alrededor para cerciorarse de
que no había peligro y les abrió la puerta. Milo inclinó la cabeza y le dio las
gracias en un murmullo. Su hermana aceptó la mano que le tendía para salir del
vehículo y le sonrió. Luego se colgó el estuche del violín y se dispuso a
seguir a su hermano por el camino de gravilla hasta el interior del edificio.
—¿Cómo se llama usted?—preguntó entonces, deteniéndose un
momento.
La pregunta desconcertó a Gabriel. No obstante le dijo su
nombre, casi sin pensar. Ella ensanchó la sonrisa, los ojos claros brillaron
como estrellas.
—Encantada. ¡Hasta luego!
Echó a correr para alcanzar a su hermano. Llevaba zapatos de
charol y calcetines de volantes. Parecían salidos de Sonrisas y Lágrimas o alguna película similar, y a pesar de la reserva
de Milo, ambos tenían un halo de inocencia, de pureza, que a Gabriel no le
pasaba desapercibido.
Desde el principio supo que ellos necesitaban protección. Y
poco a poco se dio cuenta de que no sólo necesitaban eso, también necesitaban
poder confiar en alguien, y un poco de compañía. Vivían solos en una enorme
casa del Barrio Viejo. Siempre iban solos al instituto y aunque se relacionaban
con algunos chicos de su edad, eran relaciones muy superficiales y un poco
forzadas. Nunca salían con nadie. Nunca hablaban con nadie fuera del entorno
escolar. No tenían familia ni allegados. Cuando se apostaba en el exterior de
su casa para revisar las calles adyacentes y hacer guardia les escuchaba ensayar.
Oía el piano y el violín interpretando piezas conocidas y desconocidas, desde
Haendel y Mozart hasta Gershwin, Scott Joplin e incluso Elton John. A veces se
detenía bajo una ventana abierta para escucharles. Eran dos jóvenes muy
talentosos, oírles calmaba el espíritu y volvía el entorno más amable. Pero
estaban tan solos… a veces la veía a ella asomarse a la ventana y la escuchaba
sollozar. Cuando eso ocurría, él se deslizaba silenciosamente bajo una cornisa
para que la niña no le viera.
Sin embargo su tristeza, su soledad, nada de eso era asunto
suyo. Su trabajo era protegerles. Garantizar su seguridad. Y las normas estaban
claras: todo lo que un escolta necesitaba saber le era proporcionado por la
agencia en su debido momento en forma de dossier. Mas allá de eso, toda
información era irrelevante. La relación del escolta con los clientes debía ser
meramente profesional. La implicación personal era considerada una falta grave.
Gabriel lo había sabido en todo momento. Pero ellos eran tan dulces, estaban tan
solos y tan asustados, que no fue capaz de evitarlo.
Fue natural y progresivo. Empezó con conversaciones casuales
en el coche cuando les llevaba y les traía, de casa al complejo, del complejo a
casa. A los tres meses de haber empezado a trabajar para ellos, cada vez que
iba a recogerles los gemelos le saludaban con una sonrisa. Luego se turnaban
para ir en el asiento del copiloto, aunque eso también iba en contra de las
normas. Jugaban a las adivinanzas o bromeaban durante el trayecto. Él les
llevaba pequeños regalos: un cómic, un paquete de chocolatinas, un ajedrez de
bolsillo. A través de aquellos objetos descubrió que Milo era un verdadero
fuera de serie. Resolvía los crucigramas en tres minutos y era invencible al
ajedrez. Los cómics y los libros hacían que le brillaran los ojos, aunque los
leía a una velocidad sorprendente, pero con evidente disfrute. En cuanto a
Perséfone, su virtud, o defecto, era la hipersensibilidad. No podía ver
películas tristes porque lloraba a moco tendido. Cuando le contaba alguna
historia, ella escuchaba con los ojos muy abiertos y vivía cada escena como si estuviera sucediéndole a ella.
Era profundamente perceptiva en cuanto a los estados de ánimo de los demás y
Gabriel incluso sospechaba que esa empatía llegaba a lo físico cuando se
trataba de su hermano. Aunque no tenía indicios para creerlo, estaba firmemente
convencido de que si Milo se pillaba los dedos con la puerta, a Perséfone le
dolería. Y ambos se adoraban a ojos vista. A veces iban los dos en el asiento
de atrás, cogidos de la mano, y ella apoyaba la cabeza en el hombro de su
hermano y cerraba los ojos, tarareando esa melodía.
Si, Milo y Perséfone… dos gemelos rubios que parecían
extraídos de una fotografía en blanco y negro y que iban todas las tardes a la
sede de Energías Renovables con sus partituras y el violín de ella.
¿A qué iban? ¿Por qué les habían matado?
—¿Por qué?—dijo en voz alta, enlazando otro arpegio.
Aquella tarde estaba grabada en su memoria a fuego.
Recordaba el trayecto en coche. Habían estado charlando y luego ella, que iba
en el asiento delantero, sacó un cd de
uno de los bolsillos del estuche.
—¿Puedo poner música, Gabriel?—preguntó.
Ella siempre pedía permiso, aunque supiera que lo tenía. Y
él asintió con la cabeza, como siempre hacía.
—¿Qué es?
—Somos nosotros—confesó la chica, con una sonrisa
resplandeciente.
La música comenzó a sonar. El piano comenzaba como el goteo
de la lluvia y después se convertía en algo parecido a la cantinela de una caja
de música. Al cabo de un rato, por encima de aquel contrapunto delicado como
una pieza de encaje, aparecía desde el silencio el violín, con una nota grave y
sostenida. Y poco a poco, una melodía suave y emotiva empezaba a dibujarse,
sencilla y preciosa como la primera flor después del invierno.
Gabriel entrecerró los ojos.
Sí, recordaba aquella melodía. Y entonces se dio cuenta. Era
la misma que Perséfone cantaba a media voz. “Ella cantaba su música”. Cogió la
partitura y la abrió, encarándola hacia los ventanales para poder ver las notas
bajo la luz de las farolas. Agarró nerviosamente el lápiz mordisqueado y
garabateó a toda prisa. “Ya lo tengo”, se repetía. “Ya lo tengo. ¿Cómo pude
olvidarlo?”. Después dejó los pliegos en el atril y comenzó a tocar, con el
corazón acelerado y la excitación sacudiéndole los sentidos.
. . .
25 de Abril —David
Cuando abrió los ojos, estaba tumbado en un sofá de cuero
negro y todo parecía dar vueltas. Sobre su cabeza, la luz blanca de un
quirófano le apuntaba directamente a los ojos. Dio un respingo y se sentó,
empujando a quien tenía al lado. La voz de Ruth le devolvió a la realidad.
—Ey, no me des.
Ruth. ¡Ruth! Era ella. Gracias a Dios. Abrió bien los ojos y
miró alrededor. La luz de quirófano no era tal, era una barra fluorescente
pegada al techo. Se encontraba en una pequeña sala de espera, acalorado y con
una película de sudor sobre la frente. En el cubículo no había ventanas y los
únicos muebles eran el sofá en el que se había despertado y otros dos sillones.
En uno estaba sentado Eric y en el otro, Berenice, de lado y con los pies
colgando de uno de los brazos. Samuel se apoyaba en el otro, con su levita gris
y una camisa de volantes. Todos tenían un aspecto raro bajo la luz pálida del
fluorescente y no parecían muy contentos. Las preguntas empezaron a zumbar en
su cabeza. “¿Estaré soñando aún?”.
—¿Qué pasa? ¿Qué hacéis todos aquí?
Miró a Ruth. Ella abrió la boca para hablar, pero fue Oscar
quien respondió.
—Les he llamado yo.
David volvió la cabeza. El pelirrojo estaba al otro lado del
sofá y le dedicó una sonrisa suave, aunque sus ojos aún parecían preocupados.
Recordó el extraño vestíbulo de la torre de la compañía telefónica y cómo el
ascensor se había desmoronado. La cabeza empezó a latirle con un dolor sordo,
de modo que cerró los ojos y se llevó los dedos al puente de la nariz,
presionando e inclinando el cuello hacia atrás para reposar la nuca en el
respaldo del tresillo.
—Joder, ¿qué coño ha pasado? Me siento como si me hubiera
pasado por encima un camión cisterna.
—Te mareaste en el ascensor.
“Mierda”. Se apartó los dedos y volvió a abrir los ojos.
Miró a Oscar. Luego miró de reojo a Eric, y de nuevo a Oscar. Así que no lo
había soñado. Así que había sucedido de verdad. “No, no. Habrá sido un…” ¿Un
qué? ¿Una alucinación? Ahora llevaba limpio más de un mes, ya había pasado lo
peor. Ahora no podía achacarlo a las drogas ni tampoco a la abstinencia. Solo
tenía dos opciones. O era real o… “o estoy como una cabra. Genial”.
—Quiero irme a casa—dijo, con voz clara y autoritaria. Luego
miró a Eric.
—La verdad es que yo también—dijo Berenice de improviso.
Pedaleó en el aire y cambió de postura en su sillón, frunciendo el ceño—. Esto
no me gusta.
—Oscar nos ha llamado para que estuviéramos contigo,
David—explicó Ruth, en un tono de voz tranquilizador. Él la miró, escuchando.
—Parece que Eric quiere hablarte de algo importante y urgente.
—Y privado—dijo Eric, levantándose—. Y personal. Ya es
difícil solo con él, ¿por qué has tenido que traer a todos los demás?
David levantó la ceja y volvió de nuevo la vista hacia
Oscar. Éste ni siquiera frunció el ceño, aunque Eric parecía bastante molesto.
—Será más fácil así. Son sus amigos. Y ellos también tienen
derecho a saberlo.
—¿Quién eres tú para juzgar eso, si puede saberse?—espetó
Eric.
—¿Y quién eres tú para juzgar lo contrario?—replicó Oscar
con amabilidad.
El joven del pelo rizado abrió las aletas de la nariz y
después se dejó caer en el sillón. Al parecer no tenía nada que discutir a eso.
Comprender que Oscar había ganado la partida, fuera lo que fuese a lo que
estaban jugando, también contribuyó a tranquilizar a David.
—Perdonadnos. Por traeros aquí y por este
espectáculo—continuó Eric, ahora dirigiéndose a ellos—. La verdad es que
hubiera preferido hacer esto de otro modo, pero la situación está empezando a
volverse grave, así que es urgente que tengamos esta conversación.
—Pues empieza a hablar de una vez y deja de dar rodeos—saltó
Berenice, cruzándose de brazos y enfrentándole—. No haces más que perder el
tiempo, si tan urgente es lo que tienes que contarnos hazlo y punto. Voy a
empezar a pensar que estás riéndote de nosotros y te voy a dar con una bota en
la nuca, ¿vale?
En aquel momento, David sintió una fuerte oleada de cariño
hacia ella. Su modo de hablar y su ceño fruncido estaban llenos de
determinación y de alguna forma, le hicieron sentirse más seguro, más valiente.
Samuel guardaba silencio pero también parecía dispuesto a todo, detrás de su
damisela.
—Ya. Bueno—dijo Eric, haciendo un gesto de desdén—, cuando
David esté listo.
—Yo ya estoy listo—contestó él de inmediato. Oscar había
acertado al llamar a sus amigos. La verdad es que rodeado por ellos se sentía
preparado para cualquier cosa que tuviera que decirle—. Suéltalo de una vez.
Eric suspiró. Miró a Oscar. Oscar le devolvió la mirada y se
encogió de hombros. Luego volvió a mirarles a ellos.
—¿Habéis visto “Matrix”?
David levantó la ceja. Berenice suspiró y se levantó, tal
vez dispuesta a irse. Sin embargo lo que hizo fue sentarse en el brazo del
sofá, junto a David.
—Si, la hemos visto.
Samuel respondió por todos. Eric se puso en pie, caminando
hacia el fondo de la sala. Allí había otra puerta, una puerta que David no
había visto al principio. Estaba hecha de acero y tenía una fila entera de
cerrojos que Eric comenzó a abrir uno a uno. Algunos se deslizaban mal y
producían un chirrido espantoso e inquietante.
—Muchas películas y libros (y algunos videojuegos también)
fantasean con la idea de una realidad oculta. Algunas veces, como la peli de
Matrix, juegan con el concepto del falso mundo real, es decir… el mundo en que vivimos no es más que un
escenario ficticio. La realidad auténtica es otra, enmascarada bajo esta
ilusión. ¿Me seguís?
—No nos hables como si fuéramos estúpidos—espetó David—.
Claro que te seguimos. ¿Qué estás tratando de decirnos?
Eric abrió el último cerrojo y se apartó de la puerta. Miró
a David a los ojos.
—Os estoy diciendo que el mundo no es como creéis que es.
—Ya—dijo Berenice, soltando una risotada—. Ahora nos vas a
dar a elegir entre dos pastillas y nos vas a decir que vivimos en Matrix, ¿no?
Vete a la mierda. Si ni siquiera eres negro.
Oscar reprimió una risilla y Samuel se pasó la mano por la
frente. Ruth, en cambio, escuchaba y entrecerraba los ojos. David no sabía que
pensar. Los dos amigos se miraron.
—En Matrix no. Esto es un poco peor, me temo.
—No me lo creo—insistió Berenice.
—¿Nunca habéis notado que hay cosas que no encajan?—siguió
diciendo Eric—. Por ejemplo, el nombre de esta ciudad.
—¿Qué pasa con su nombre?
—Vosotros vivís aquí, ¿no? Habéis nacido aquí.
—Claro.
—¿Y cómo se llama esta ciudad?
Los cuatro amigos guardaron silencio y se miraron,
perplejos. A David se le hizo un nudo en la garganta. “No es posible que nunca
me lo haya preguntado. No es posible que nunca lo haya escuchado, o leído, o
algo. ¡No es posible que no lo sepa!”
Pero las expresiones en el rostro de sus amigos decían lo mismo. No, ninguno
sabía cuál era el maldito nombre de la ciudad. Y nunca se lo habían preguntado.
“Como en un sueño. Es un jodido sueño”.
—No me lo creo—repitió de nuevo Berenice, sacudiendo
enérgicamente la cabeza.
—Entonces míralo tu misma—dijo Eric, señalando la puerta de
metal—. Esta puerta está fuera de la Ilusión. Hay otras puertas. Algunas son
como ésta y otras son… otra clase de puertas, otros medios, cosas que abren la
percepción. Hay muchos modos de salir de la Ilusión. Puedes cruzar esta puerta
si quieres y ver cómo es el mundo realmente. Ver cómo es realmente la ciudad.
“Un lugar hostil poblado de monstruos”, pensó David instintivamente.
El rostro de Eric parecía más duro bajo la luz blanquecina del fluorescente y
los rasgos de sus compañeros se revestían de expresiones fantasmagóricas y
extrañas. Ruth parecía tener ojeras. Samuel, una estatua de mármol. Y Berenice
tenía media cara a oscuras y la otra media, iluminada. “Joder, esto es un
marrón”.
—No salgas, espera—dijo David, viendo que su amiga se
aproximaba hacia la puerta a zancadas. Ella se detuvo y se giró, agitando los
volantes de la falda azul neón que llevaba puesta. —¿Por qué es urgente? ¿Por
qué tenías que hablarme de esto? ¿Y cómo sabes tú esas cosas?
Eric se quedó mirando a David unos momentos. Después se
apoyó en la pared.
—Es urgente porque ahí fuera no todos son como nosotros. Y
muy pocos son como tú. Hay criaturas que quieren destruirte.
Esa última frase hizo eco en la mente del chico. Sintió que
se mareaba. “Esto es un gran marrón”. La mano de Ruth aferró la suya,
proporcionándole estabilidad.
—¿Por qué a mi?
—No solo a ti. A todos los que son como tú.
—¡¿Y cómo coño soy yo?!
El corazón le latía como loco. Le zumbaban los oídos y le
pareció que de nuevo un sonido de estática, de radio mal sintonizada, se le
metía hasta los sesos, cortándole el cerebro como una cuchilla helada. Sintió
un pinchazo en el lóbulo frontal.
—Será mejor ir poco a poco.
La voz de Oscar llegó hasta él como desde debajo del agua,
lejana, apagada. Aferró la mano de Ruth con tanta fuerza que le clavó las uñas,
pero a ella no parecía importarle. Berenice estaba detenida junto a la puerta
de metal y en aquel momento, con una expresión de determinación, aferró el
picaporte.
—Basta de chorradas.
Vio sus dedos cerrarse, a cámara lenta. Vio cómo giraba el
pomo. “No lo hagas”, pensó. “No quiero verlo. No queremos verlo, ninguno de
nosotros”. El corazón se le detuvo en el pecho. Después empezó a latir muy
despacio. La plancha de acero se movió hacia adentro. La falda azul neón de
Berenice se agitó con una oleada de aire caliente e insano que se filtró por la
rendija de la puerta, una vaharada con olor a aceite y goma quemada, a
alquitrán y a productos químicos que arrastraba consigo un polvillo rojo. Una
línea de luz ocre, oxidada, se dibujó en el suelo.
David cerró los ojos, como si así pudiera escapar. Pero
sabía que no podía.
Cuando Berenice abrió la puerta por completo, todos
aguantaron la respiración. Se escuchaba el rumor del viento y, de fondo, el
sonido metálico y constante de maquinarias en funcionamiento: rotar de motores,
traqueteo de piezas y engranajes y algo más, pesado y zumbante.
Lentamente, David abrió los párpados, resignado.
Oscar y Eric permanecían detrás del sofá, en silencio,
inmóviles. En él, los tres amigos mantenían los ojos muy abiertos, fijos en la
puerta. Bajo el umbral, la silueta de Berenice se enfrentaba a la ciudad, con
las piernas separadas, los pies enfundados en sus botas con caras amarillas y
sonrientes, una falda azul neón y un pasador con forma de pato de goma en el
pelo. Ella también se había quedado sin habla.
Más allá, el cielo parecía sucio y oxidado. Inmensas nubes
de color óxido se enredaban y desenredaban en el firmamento. No se veían
estrellas, ni luna. Sólo nubes y polvo rojizo que se condensaba en forma de
neblina. Berenice tosió un poco y después dio un paso hacia el exterior.
Como por un acuerdo tácito, los demás también se movieron y
cruzaron la puerta. David no soltó la mano de Ruth, ni ella la suya. Ella le
aferraba con la misma fuerza que él. Dieron algunos pasos sobre la terraza. El
suelo de hormigón estaba agrietado y descascarillado, y los restos de algunas
baldosas se encontraban manchados de una sustancia marrón y mugrienta. Samuel
se adelantó unos pasos para quedarse al lado de Berenice y le susurró algo al
oído. Los cuatro amigos se acercaron juntos hacia la balaustrada de metal y
luego volvieron la vista hacia la ciudad.
David sintió que el tiempo se detenía.
Era enorme. Tan enorme como siempre le había parecido, pero
ya no brillaba con la suave luz de las farolas y bajo el manto de la noche
estrellada, ya no reflejaba tonalidades esquivas al atardecer ni parecía un
hermoso dragón. Los edificios de acero y ladrillo se elevaban como gigantescos
monstruos aquí y allá. Altas chimeneas expulsaban humo denso y negro. Las grúas
y los esqueletos de construcciones medio derrumbadas se quejaban y chirriaban
como cadáveres en una mazmorra. Y allí, junto a ellos, en el mismo corazón de
aquel infierno de hormigón, las torres del centro financiero mostraban ventanas
de cristal negro y enormes ventiladores en lo alto de cada terraza. Las aspas
giraban pesadamente removiendo la niebla roja que cubría la ciudad, gimiendo y
rozando, provocando un sonido vibrante y pesado, agonizante. Había edificios
destrozados por todas partes, refugios, barricadas y trincheras hechas con
trozos de yeso, contenedores quemados y semáforos oxidados. Las calzadas
estaban levantadas y agrietadas en los bordes, las aceras llenas de basura. En
el aire infecto flotaban restos de cintas de plástico amarillas, de periódicos
viejos. Había ropa rota y sucia colgando de un alféizar medio caído. Había agua
podrida en los charcos. Las alcantarillas rebosaban. Había un carro de
supermercado volcado en una acera, y junto a él una mujer agazapada, con el
cabello demasiado largo, despeinada y vestida con harapos rebuscaba entre restos
de comida podrida con la mirada vidriosa fija en el vacío. Del interior de un
gran tubo de acero incrustado en la pared, pocos metros por encima de su
cabeza, surgió una especie de
culebra gelatinosa terminada en púa que se clavó en el cuello de la mujer. Ella
siguió hurgando como si nada.
En los rincones y las bocas de metro, amenazadoras y sucias,
se movían sombras, veloces y esquivas. Y por las aceras quebradas caminaban a
pasos lentos los habitantes de la ciudad, desgreñados, con el pelo alborotado,
sucios de polvo, ojerosos. Parecían un ejército de hormigas hipnotizadas que se
movían a cámara lenta.
Más lejos, el Barrio Viejo mostraba sus tejados y la torre
de la catedral, sobreviviendo, desafiando al espantoso monstruo fúngico que era
la ciudad. Y mucho más lejos, al Oeste, se alzaban los edificios blancos del hospital,
el refugio de animales, los centros de energías renovables y muchos otros, en
el barrio blanco y agradable en el que David trabajaba. Éste se encontraba
protegido bajo una cúpula transparente, como una burbuja de cristal que parecía
aislarlo del horror que le rodeaba. Era un solo punto, minúsculo y brillante,
en medio del caos.
David sintió que se le aflojaban las rodillas y se le
humedecían los ojos.
—No es real… —murmuró.
—Te equivocas—dijo Eric, a su espalda—Sí lo es.
Y entonces comprendió que siempre lo había sido.
. . .
25 de Abril —Gabriel
Cuando terminó de tocar, estaba mareado. Había llegado al
final. Había completado la música. Y aquella música se había metido en su
mente, tan hondo que había sentido incluso náuseas. Buscó el lápiz a tientas y
trató de escribir sobre el papel pautado, pero no fue capaz. Le temblaban las
manos. El lápiz se cayó al suelo y cuando bajó la vista para intentar cogerlo
se sorprendió de lo sucio que estaba.
Una cucaracha pasó corriendo junto al lápiz mordido. Gabriel
la aplastó de un pisotón. Después se levantó y trató de llegar hasta la ventana
para abrirla. Necesitaba aire. Todo daba vueltas. Tenía la cabeza llena de
recuerdos inconexos: De los gemelos, de David, de sí mismo, de lugares en los que
no había estado y de cosas que no había hecho. Escuchaba el latido de su propio
corazón en los oídos. Tenía la impresión de que sus sentidos se habían
potenciado.
“Esto me pasa por dejarme llevar”, se dijo. “No debí
terminar la música. No así. Tenía que habérmelo tomado con más calma”. Pero se
había dejado llevar, claro. Y había sido maravilloso, como un viaje astral,
como un orgasmo largo y prolongado, como tener a David entre los brazos y
reencontrarle cien veces, con cien nombres distintos, en cien lugares
diferentes. Abrió la ventana con un gesto brusco y tomó una bocanada de aire.
Tosió inmediatamente. Estaba cargado de ceniza y le dejó
sabor a petróleo. Hizo una mueca de asco y se pasó la mano por la cara, mirando
hacia el exterior.
Ya no llovía. El cielo estaba rojo, preñado de nubes densas
que se enredaban entre si, y el aire traía un polvillo color ocre que parecía
condensarse en niebla. Y cuando, extrañado, miró hacia la ciudad, se quedó
congelado y el color abandonó su rostro.
Procesó su propio pánico con envidiable frialdad. Después,
una vez hubo asumido que se había vuelto loco por completo, dejó de sentirse
asustado. Una vez que tus peores miedos se hacen realidad ya no hay nada que
temer, de modo que cerró la ventana y se fue a prepararse un café, pisando otra
cucaracha por el camino.
. . .
© Hendelie
WTF?!?!? No entiendo una mierda xDDDDD (Mi primera reacción)
ResponderEliminarJoder y encima me voy a tener que esperar para entenderlo todo con más calma para ver que coño pasa en el próximo capítulo. Espero que a Fuego y Acero la cosa acabe bien porqué sino... me vuelvo locaaaaaaaaaaaaaaa
uff , soy yo o lo he de releer otra vez ??? el capituo bastante ... desconcertante ??? si definitivamente creo que lo leere de nuevo
ResponderEliminarHendelie , creo que este es el capitulo más enigmático que he leido . Necesito el siguiente para poder descifrarlo . No seas mala y no nos dejes esperando por demasiado tiempo
Como sienpre , gracias por el capitulo
Un abrazo
Judith
¡¡¡Me encanta leer vuestras reacciones!!!
ResponderEliminarBueno, como consuelo os diré que en el siguiente capítulo se explican varias cosas, pero ni mucho menos se explican todas. Por eso son tres novelas, es que hay mucho que contar. De todos modos, mientras actualizamos Fuego y Acero tenéis tiempo de volver a leer tranquilamente El Despertar... que de eso va la cosa, de despertar, jajajaja.
¡¡Un besazo a tod@s!! *desaparece entre una nube negra y llena de polvos pica pica* ¡¡COF COF COF!!
woo ke rayada!! xo esto se está poniendo interesante ehh???
ResponderEliminares genial esto de poder leerlo de dos en dos ^^
saludos y actualiza prontoooo
¡queee! no entiendo nada estoy frita.no me digas que... no se ..necesito leer el proximo capitulo
ResponderEliminarY LO DEJAN AHI???????
ResponderEliminary lo peor de todo es que gabriel esta solo y lejos esta david.......................no me gusta nadaaaaaaaa ( me refieron a que esten separados )
podriamos decir que este es el mundo real, el infierno y ellos son sus propios angeles....LASTIMA QUE TOQUE ESPERAR TANTO!!!!!! SNIFFFFFFFFFF
^________^
ResponderEliminar¿A que soy mona?
Que!!!!pero que ha sido eso!!, me esperaba cualquier cosa peroo algo estilo matrix jamas!!! ahora comprendo el titulo de la novela " despertar"" pero es que quede llena de dudas, que es David y que es Gabriel?, porque los moustros los siguen!! Hendelie esto se pone cada vez mejor, dios! no tardes porfavor... me huele que esta historia es solo el el preludio de todo el enigma.... creo que afirmo lo que pense desde un principio que david y Gabriel se han encontrado anteriormente solo que no lo recuerdan!! aaaah me como las uñas no puedes dejarnos asi !!!
ResponderEliminaruna abrazo preciosa..
No, no lo eres. xDDDDDDDDDDDD
ResponderEliminarwuaaa es genial esta historia por dioss!!
ResponderEliminarla empese a leer en Amor Yaoi y ahora la leo por aca, espero que actualices pronto por que en sserio es genial la histopria , ademas me encanta la pareja de David y Grabriel, es muy buena aunq no me gusto cuando se peliaron jajaj igual esta bueno y espero q se vuevan a juntar.
Bueno espero q actualices prontoooo!!
Bye Bye
X-RuKi-X
Es que leo y no dejo de escuchar en mi mente esta canción:
ResponderEliminarhttp://www.youtube.com/watch?v=ZXTC0SmgE2s
Te leo desde hace mucho tiempo, me gusta mucho tu estilo y me encanta tu forma de narrar. :)
¡Muchas gracias, Goretty! Me encanta esa canción ^__^ por cierto, creo que salía en un Guitar Hero, no??? ¡de pronto me ha venido a la cabeza, juraría que la he tocado en la guitarra de la play! XD
ResponderEliminarGracias por leer, ya sabes que puedes dejar todos los comentarios que quieras y machacarme a preguntas, que siempre intento responder sin spoilearos demasiado. ¡Un beso!
hola chicas
ResponderEliminarpasaba por aca, por que me encanta leerlas siempre, les dejo un saludito desaeando que la esten pasando fenomenal.
un abrazo.
se les extraña.