44.- El extranjero
Estaba comenzando a llover cuando Stalvan terminó de
descargar la captura del día. Se quitó el gorro de fieltro y miró hacia el
cielo gris y plomizo: las nubes oscuras se rizaban en él, tapando el sol de la
mañana, y al mar, que habitualmente era azul y brillante, parecían haberle
apagado el color frotándolo contra las afiladas rocas de las montañas más allá.
Stalvan era pescador desde hacía más de treinta años. Era sólo un niño la
primera vez que se subió a una barca y aprendió a temer y respetar las aguas
tanto como al cielo y a las montañas. Las costas de Nirala eran rocosas y
difíciles en el Oeste, plagadas de escollos, de arrecifes calcificados y de
colmillos de piedra que asomaban aquí y allá entre las agitadas aguas. Stalvan,
hijo de Stalvan, había tenido que memorizar de pequeño la geografía submarina
de la zona en la que su padre faenaba, y cuando él cumplió la edad para guiar
su propio esquife ya conocía al dedillo cada pliegue, cada peñasco y cada
rompiente, sabía cuándo recoger la vela y cuándo virar para evitar que los
caprichosos vientos le condujeran a la desgracia. Por eso, por la sabiduría que
da la experiencia cuando eres hijo y nieto de pescadores, no necesitó más que
ese vistazo al cielo para saber que se aproximaba una tempestad.
—En esta época del año… —refunfuñó, meneando la cabeza. Acto
seguido alzó la voz para llamar a sus hombres: —Vamos, Grimm, Pornell. Echad
una mano con esto. Tenemos que llevar el pescado a la lonja cuanto antes.
Los tres hombres se colgaron los sacos de pescado al hombro.
Stalvan gruñó una vez más; estaba mayor, notaba la vejez enfriándole los
huesos. Sus articulaciones se resentían cada vez con más frecuencia y
últimamente al faenar le daban tirones en la espalda. “Espero que no lo noten”,
se decía. Aún no estaba preparado para retirarse. Él, como muchos otros
hombres, odiaba el inexorable paso del tiempo y la huella que dejaba en sus
cuerpos y sus almas. El cansancio, el hastío, el miedo a la muerte. Puso buen
cuidado en que no se notara su flaqueza mientras avanzaba a lo largo de los
muelles junto a sus compañeros.
El sol apareció desde detrás de una de las gruesas nubes y
un haz amarillento de luz dorada iluminó la superficie del agua y el viejo
puerto de madera donde pequeñas embarcaciones de una sola vela iban atracando
después del trabajo nocturno. Stalvan conocía a casi todos aquellos botes y a
sus dueños: hombres como él, nervudos, de barbas castañas, negras y canas, con
el rostro bronceado y arrugado por el sol hasta que sus mejillas parecían cuero
seco y sus ojos se hundían y se quedaban perpetuamente entornados. Hombres de
manos anchas y callosas, que fumaban en pipa y que olían permanentemente a sal
y a brea. Hombres de humor taciturno y algo brusco, algunos de los cuales nunca
regresaban. Los saludaba a medida que pasaba ante sus barcas e intercambiaban
algunos improperios.
—¿Ya estás aquí, viejo hurón?—le gritó Hester Carnage
mientras amarraba su esquife a uno de los tocones en un precario equilibrio—.
¿Qué llevas en esos sacos? ¿Percebes?
—Piedras para hundir a tu “Pescadilla”—replicó Stalvan con
el mismo tono.
Hester soltó una carcajada potente.
—¡Mi “Pescadilla” no se hunde ni a pedradas!
—No me tientes, Carnage. No me tientes.
Un par de estibadores que estaban por ahí cerca se echaron a
reír al escucharles. Stalvan también reía, pero dejó de hacerlo al ver los dos
grandes navíos anclados en el extremo del muelle. Eran galeras de tres
mástiles, con el velamen desplegado y la bandera ondeante, mostrando la
estrella de la casa Starling. La visión le agrió el gesto, y no solo a él.
—¿Qué hacen aquí?—preguntó Grimm, con la voz áspera.
—No es de nuestra incumbencia. Vamos, no os paréis. Vamos a
vender este pescado cuanto antes y después iremos a tomar una cerveza al Pargo
Sediento.
Grimm aún se tomó unos segundos para escupir sobre el suelo
y después caminó tras él. Se confundieron entre la multitud que empezaba a
agolparse en las lonjas a la espera de las primeras capturas, los cargadores,
los marinos y los trabajadores del puerto. Más allá, un par de casas de
pescadores daban inicio a las cuatro callejas que conformaban la aldea. Se
llamaba Fondeadero de Acantilado y era uno de los pueblos más pequeños de
Nirala, pero también abastecía de pescado a la mayoría de las localidades al
Oeste de la capital, y a la misma capital. Las casas de piedra y madera oscura
tenían tejados de pizarra, inclinados, y ventanas de vidrio amarillo que
fabricaban los propios artesanos de Fondeadero. Era una aldea humilde, poblada
por gentes igual de humildes, que miraban al cielo y presentían las tormentas.
Dos horas más tarde, cuando el pescado terminó de venderse,
las jarras empezaron a ser servidas y engullidas en la taberna del Pargo
Sediento. Stalvan, Pornell y Grimm tomaron asiento en una de las mesas junto a
otros camaradas y dieron buena cuenta de sus picheles de cerveza tibia mientras
conversaban.
—¿Habéis visto los barcos de los Starling?—comentó Grimm sin
poder contenerse una vez hubieron terminado de fanfarronear sobre sus capturas
del día.
—Como si pudieran pasar desapercibidos—espetó Fraser, un
marino alto y fornido de pelo muy negro y semblante en extremo hosco—. Llegaron
esta mañana desde el Sur y obligaron al “Blancura del Oeste” y al “Tiburón
Martillo” a cederles el lugar. Como si fueran los amos.
—¿Es que acaso no lo son?—replicó Grimm con un gruñido—.
Desde que el rey perdió a su potrillo, son ellos los que…
Stalvan miró reprobatoriamente a su joven compañero, pero si
éste se interrumpió fue porque Denise, la hija del tabernero, salía de la
cocina para servirles una empanada de carne y cebollas. La presencia de la
joven y el aroma de la comida hicieron guardar silencio a los marineros, que se
quitaron las gorras y la saludaron educadamente.
—Buenos días, Denise.
Ella sonrió, dejando la fuente sobre la mesa.
—Aquí tenéis. Debéis estar hambrientos.
Pornell partió la empanada con su cuchillo y los tres amigos
comenzaron a devorarla ávidamente.
—Son ellos los que nos gobiernan—terminó Grimm cuando Denise
volvió a la cocina.
—Déjalo ya.—Stalvan le dio un fuerte codazo. —Ten más
cuidado con lo que dices.
Grimm mordió un trozo de empanada, mirándole con ofensa,
pero el viejo marinero le hizo una seña con la cabeza, indicándole una de las
mesas del fondo. En ella había un hombre de ojos azules, joven y atractivo,
vestido con pantalones gastados, botas flexibles y una camisa de fino hilo
sobre la cual se ceñía un jubón de cuero amarillento. Llevaba la espesa
cabellera castaña y ondulada atada en la nuca y algunos mechones escapados le
caían sobre la frente. Tenía una nariz recta y elegante, una barbita bien
cuidada y se sentaba en su silla con postura indolente, sosteniendo una jarra
en una mano. Su semblante tranquilo le hacía aparentar que estaba sumido en sus
pensamientos pero aun así, Stalvan sabía que uno no podía fiarse de los
desconocidos.
Grimm, que había seguido su mirada, frunció el ceño al topar
la suya con aquel singular extranjero, pues que era extranjero se notaba en
algo imposible de definir. Sin embargo, incapaz de mantener la cauta
discreción, a veces arisca, de la que su patrón y compañero siempre hacía gala,
él no pudo evitar llamar la atención de aquel hombre alzando una mano y
chasqueando los dedos.
—¡Eh, tú! —El hombre pareció salir de una ensoñación. Miró
alrededor y luego levantó una ceja. —Sí, tú. Ven, siéntate con nosotros.
—Grimm…—Stalvan volvió a mirarle con una advertencia
implícita, pero el impulsivo pescador no parecía atender a razones.
—Tenemos empanada de carne y buena conversación. Ven y
háblanos de tu barco y tu viaje. ¿Cuál es tu nombre?
La taberna se quedó en silencio durante un largo instante,
en el que el desconocido paseó su mirada sobre la concurrencia. El tabernero
secaba un vaso, y el único sonido parecía ser el del trapo sobre el cristal.
Finalmente, el joven se levantó y esbozó una sonrisa, acercándose a la mesa de
los pescadores, que le recibieron con expresión desconfiada.
—Mi nombre es Arévano. Soy mercader, de Prímona.
—No hay ningún barco de Prímona en nuestro puerto—espetó
Pornell. Al hablar lo hizo con tanta brusquedad que se le cayeron algunas migas
de empanada por la barba.
—No he dicho que haya venido en barco. De hecho, vine a
caballo.
—¿Desde Prímona? Imposible.
El joven extranjero se echó a reír, como si encontrase algo
muy gracioso. Tenía una sonrisa de dientes iguales y blancos, y cuando se
inclinó adelante sobre la mesa para explicarse les miró con complicidad.
—No, claro que no. Veréis, mi barco está en Puerto Jaspe.
—Hubo un coro de gruñidos apagados. —Pero aún no hemos descargado nada. Traemos
mercancías muy valiosas: sedas, brocados, joyas, plata… y mis hombres están
cansados y sedientos. Atracamos en Puerto Jaspe porque nos dijeron que era el
fondeadero más completo y seguro de Nirala.
—Es un pozo hediondo de pescado podrido—exclamó Hester
Carnage, que también se encontraba allí. —Puerto Jaspe está lleno de rateros y
de delincuentes, señor.
Arévano asintió, inclinándose un poco más hacia ellos.
—Eso he podido comprobar. Por eso desembarqué yo solo y tomé
un caballo para viajar hasta aquí. Quería comprobar si no nos sería más
conveniente anclar nuestro navío en Fondeadero del Acantilado.
—Pues no te costará elegir, comerciante. Hasta los nobles de
Nirala prefieren dejar sus barcos en nuestro muelle que en esa basura de Puerto
Jaspe—aseveró Pornell.
—El Pargo Sediento os acogerá encantados—intervino el
tabernero, con una sonrisa servil—. Tenemos habitaciones disponibles, y probad
la empanada que hace mi hija. Seguro que os encanta.
—Aquí tenemos una lonja más grande—agregó Samwell Flynt,
lamiéndose la espuma del bigote—.Y gente más honrada.
—Eso no tiene mérito, ¡cualquiera puede ser más honrado que
uno de Puerto Jaspe!
Los parroquianos estallaron en carcajadas, todos salvo
Stalvan. Él también rabiaba cuando oía mencionar Puerto Jaspe y a sus gentes,
con esa rivalidad incomprensible y visceral que uno cree sentir hacia los
habitantes de toda localidad vecina. Pero, aunque el extranjero había dicho su
nombre y ocupación y pagaba en aquel momento una ronda para todos, Stalvan no
tenía una desconfianza tan fácil de erosionar. La suya era tan sólida como los
más arraigados prejuicios, y gracias a ella había salvado a más de un joven de
caer en errores simples o fatales, desde confiar en el amigo inadecuado hasta
perecer en el mar por confiar en el viento favorable. Por eso siguió observando
con severidad al desconocido mientras éste conversaba con los marinos, entre
jarras que iban y venían y hojaldres rellenos de oca y mantequilla fundida.
—Pronto llegará el día de la boda del rey—decía Hester. Las
rondas de cerveza y la comida gratis habían calentado las lenguas de los
pescadores—. Se va a casar con una Starling.
—Vaya, entonces tendréis festejos.
—Quién sabe. No se ha anunciado nada, y dadas las
circunstancias, es posible que no haya celebración.
—¿Dadas las circunstancias?
—El rey Drommath perdió a su mujer cuando nació su hijo, y
perdió a su hijo hace tres años. Desde entonces está destrozado. Se ha
convertido en un hombre taciturno y triste, que ni siquiera pone interés en
reinar. Los Starling lo hacen por él.
—Es terrible. ¿Tan grande es su pena?
—Debe serlo. Si no fuera por los Starling, el reino estaría…
—Libre—respondió repentinamente Grimm—. Esos bastardos han
hecho alianzas con el Imperio del Este, nos han vendido a ellos. Se llevan
nuestros cultivos, nuestra madera, y nuestros hombres han marchado a sus
guerras.
—¿Vuestro ejército pelea en las guerras fronterizas del
Imperio del Este?
—Pelean y mueren—escupió de nuevo Grimm, amargamente. Luego
dio un largo trago y se terminó la cerveza, dejándola en la mesa con un golpe.
Su mirada se había vuelto oscura—. Mi hermano Duncan era soldado de Nirala, un
guerrero de la montaña. Cayó defendiendo las Marcas de Riberazul, bajo las
órdenes de esos extraños.
Se hizo un breve silencio. El extranjero inclinó la cabeza
como muestra de respeto, y después todos contemplaron sus jarras, cabizbajos.
Stalvan observaba, con la sensación de que aquella conversación no debería
estar teniendo lugar. “Nos meteremos en problemas”, pensó. “Todos tendremos
problemas si no cerráis vuestra bocaza”. Sin embargo, no dijo nada y se limitó
a observar con fiereza a sus camaradas. Estos, en cambio, parecían sumidos en
sus pensamientos. Y cuando Samwell Flynt lo rompió, lo hizo con un tono de voz
bajo y cómplice. “El propio de las conspiraciones.”
—Algunos dicen que esta alianza es el preludio de una
invasión—murmuró—. Que el Imperio del Este quiere conquistar Nirala y que los
Starling les están allanando el camino.
—Al fin y al cabo, los Starling proceden de allí—agregó
Fraser—. Sus antepasados, no ellos. Eso dicen, pero son todos tan blancos y con
esos rasgos tan finos que deben ser del Este, eso es seguro. Casi no tienen
nariz.
—La prometida del rey es guapa, pero es demasiado joven—comentó
distraídamente Parnell.
—Supongo que quieren que el rey la deje embarazada para
sentar a uno de su sangre en el trono.
Esta vez, Stalvan dio un fuerte golpe con la mano sobre la
mesa, incorporándose con tanta precipitación que todos los huesos de las
piernas se le resintieron.
—¡Grimm! Ya basta. Dejad de decir cosas impropias, todos
vosotros. Estáis delante de un desconocido. —Les miró, uno a uno, con los
dientes apretados. —Si nos ahorcan a todos será por culpa vuestra y de
vuestra enorme boca. Yo no quiero escuchar más de esto.
Buscó en su bolsillo y soltó algunas monedas sobre la mesa,
inclinando la cabeza antes de salir de la taberna a paso rápido. ¿En qué
estaban pensando esos locos? No podía creer que hubieran cometido tantas
indiscreciones. “Pues a mi no me van a buscar un problema por no ser capaces de
mantener el pico cerrado. Yo me voy a casa.”
—¡Stalvan, espera!
—¡Déjame en paz, Grimm!—exclamó el anciano, acelerando el
paso. Le dolían las rodillas, pero trató de mantener el ritmo. —Ya has dicho
bastante. Nos veremos mañana, cuando estés más tranquilo.
Grimm suspiró y dejó caer las manos a los lados, viendo cómo
su camarada se alejaba. Cuando se dio la vuelta para regresar a la taberna, se
encontró frente a sí al extranjero, que le observaba con tranquilidad aunque su
expresión era ahora más seria, casi distante. Entrecerró los ojos, volviendo a
la desconfianza inicial.
—¿Qué haces aquí?—gruñó.
En vez de responder, el extranjero hizo otra pregunta.
—¿Qué le ocurrió al heredero al trono?
Grimm hizo una mueca y escupió antes de contestar.
—Tomó como esclavo a un Hombre del Mar. Uno de los hombres
del Norte que quemaban y saqueaban nuestras aldeas. El esclavo escapó y le
arrojó por las almenas.
—¿Quién dice eso?
Grimm compuso una mueca aún más perpleja. El tal Arévano le
estaba hablando muy de cerca y tenía una mano a la espalda, lo cual no
contribuía a que recuperase la confianza en él.
—¿Cómo que quién lo dice? Lo anunciaron. Lo dicen… lo dice
todo el mundo.
El extranjero asintió y se mesó la barba, pensativo. Luego
volvió a mirarle, como si quisiera encontrar en Grimm la respuesta a una
pregunta que él no conocía. Le estaba poniendo terriblemente nervioso.
—Y dime, ¿Qué crees que haría tu hermano si volviera a ver
ondear el estandarte del Pegaso?
—Ponerse a su servicio—respondió, de inmediato. De eso no
tenía ninguna duda.
Por algún motivo, el extranjero sonrió. Después sacó la mano
que ocultaba y le tendió una diminuta talla de madera. Representaba un caballo
con alas. Grimm la observó, entrecerrando los ojos.
—¿Y qué crees que harían los compañeros de tu hermano?
—¿De dónde has sacado esto? ¿Y qué quieres decir?
Arévano se encogió de hombros.
—No lo he sacado de ninguna parte. Lo he hecho yo, en
homenaje a un amigo muy querido. —Se dio la vuelta, como si fuera a marcharse,
pero no dio ni un solo paso. —Respecto a la segunda pregunta, lo que quiero
decir es… ¿Cuánta gente se alegraría si volviera a gobernar el Caballo Alado y
pudieran olvidarse para siempre de los Starling?
Grimm apretó los dientes un momento, observando el corcel de
madera con expresión pensativa. La talla era una deliciosa miniatura hecha con
mucho detalle, y casi parecía perderse en la palma callosa de su mano. Él era
un hombre humilde, un simple pescador de Fondeadero del Acantilado. Él no sabía
nada de política, de enredos de corte ni de intereses entre los reinos y las
casas nobiliarias. Nunca había conocido al rey Drommath ni a su hijo, el
príncipe Driadan, por lo que aquel pegaso no era para él el símbolo de una
monarquía en declive, ni de un pasado mejor. Grimm tampoco conocía a los
Starling. Pero sí sabía de venganza, pues desde la muerte de su hermano, no
había pensado en otra cosa que en ella. Y entonces aquel caballo con alas cobró
un significado muy claro en su corazón: era el heraldo de su ajuste de cuentas
personal. Levantó la mirada hacia el extranjero, muy despacio, y después dijo,
en voz grave y casi susurrada:
—Muchos más de los que lo lamentarán.
—Muchos más de los que lo lamentarán.
Arévano esbozó una media sonrisa. Los ojos del pescador
brillaban con furia contenida y en el cielo, entre las nubes negras que se
habían apretado como los espectadores de una ejecución, un relámpago quebró la
oscuridad y se escuchó el rugido del trueno.
—Se acerca una tormenta—dijo el extranjero.
Grimm alzó la mirada.
—¿Ah sí? Pues me alegro. Bienvenida sea.
. . .
me encanta me encanta me encantaaa jojojojojo se acerca la muerteeee
ResponderEliminary el otro capitulo T_T .... prometieron dos :(
ResponderEliminarprometieron dos T-T...
ResponderEliminarHoy Viernes lo ponemos, ya hemos avisado en el Shoutbox y en Facebook de que el jueves dejábamos uno y el viernes otro, para que no os malacostrumbréis, jiajiajia! xD
ResponderEliminarViernes sobre las 18:00 o 19:00 de la tarde, hora española, lo tendréis ya colgado. ¡Besitos!
Me ha fascinado, por un momento estaba al vorde de la silla comiendo ansias hasta que me desinflaste por al mejor parte!!! Creí que sería más largo, pero me encantó!!
ResponderEliminarMe tienes enganch@ad@.
Weeeah, gracias Pisque ^^ nos alegramos de que te haya gustado tanto! <3
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