jueves, 12 de julio de 2012

Fuego y Acero XLIV: El Extranjero


44.- El extranjero


Estaba comenzando a llover cuando Stalvan terminó de descargar la captura del día. Se quitó el gorro de fieltro y miró hacia el cielo gris y plomizo: las nubes oscuras se rizaban en él, tapando el sol de la mañana, y al mar, que habitualmente era azul y brillante, parecían haberle apagado el color frotándolo contra las afiladas rocas de las montañas más allá. Stalvan era pescador desde hacía más de treinta años. Era sólo un niño la primera vez que se subió a una barca y aprendió a temer y respetar las aguas tanto como al cielo y a las montañas. Las costas de Nirala eran rocosas y difíciles en el Oeste, plagadas de escollos, de arrecifes calcificados y de colmillos de piedra que asomaban aquí y allá entre las agitadas aguas. Stalvan, hijo de Stalvan, había tenido que memorizar de pequeño la geografía submarina de la zona en la que su padre faenaba, y cuando él cumplió la edad para guiar su propio esquife ya conocía al dedillo cada pliegue, cada peñasco y cada rompiente, sabía cuándo recoger la vela y cuándo virar para evitar que los caprichosos vientos le condujeran a la desgracia. Por eso, por la sabiduría que da la experiencia cuando eres hijo y nieto de pescadores, no necesitó más que ese vistazo al cielo para saber que se aproximaba una tempestad.

—En esta época del año… —refunfuñó, meneando la cabeza. Acto seguido alzó la voz para llamar a sus hombres: —Vamos, Grimm, Pornell. Echad una mano con esto. Tenemos que llevar el pescado a la lonja cuanto antes.

Los tres hombres se colgaron los sacos de pescado al hombro. Stalvan gruñó una vez más; estaba mayor, notaba la vejez enfriándole los huesos. Sus articulaciones se resentían cada vez con más frecuencia y últimamente al faenar le daban tirones en la espalda. “Espero que no lo noten”, se decía. Aún no estaba preparado para retirarse. Él, como muchos otros hombres, odiaba el inexorable paso del tiempo y la huella que dejaba en sus cuerpos y sus almas. El cansancio, el hastío, el miedo a la muerte. Puso buen cuidado en que no se notara su flaqueza mientras avanzaba a lo largo de los muelles junto a sus compañeros.

El sol apareció desde detrás de una de las gruesas nubes y un haz amarillento de luz dorada iluminó la superficie del agua y el viejo puerto de madera donde pequeñas embarcaciones de una sola vela iban atracando después del trabajo nocturno. Stalvan conocía a casi todos aquellos botes y a sus dueños: hombres como él, nervudos, de barbas castañas, negras y canas, con el rostro bronceado y arrugado por el sol hasta que sus mejillas parecían cuero seco y sus ojos se hundían y se quedaban perpetuamente entornados. Hombres de manos anchas y callosas, que fumaban en pipa y que olían permanentemente a sal y a brea. Hombres de humor taciturno y algo brusco, algunos de los cuales nunca regresaban. Los saludaba a medida que pasaba ante sus barcas e intercambiaban algunos improperios.

—¿Ya estás aquí, viejo hurón?—le gritó Hester Carnage mientras amarraba su esquife a uno de los tocones en un precario equilibrio—. ¿Qué llevas en esos sacos? ¿Percebes?

—Piedras para hundir a tu “Pescadilla”—replicó Stalvan con el mismo tono.

Hester soltó una carcajada potente.

—¡Mi “Pescadilla” no se hunde ni a pedradas!

—No me tientes, Carnage. No me tientes.

Un par de estibadores que estaban por ahí cerca se echaron a reír al escucharles. Stalvan también reía, pero dejó de hacerlo al ver los dos grandes navíos anclados en el extremo del muelle. Eran galeras de tres mástiles, con el velamen desplegado y la bandera ondeante, mostrando la estrella de la casa Starling. La visión le agrió el gesto, y no solo a él.

—¿Qué hacen aquí?—preguntó Grimm, con la voz áspera.

—No es de nuestra incumbencia. Vamos, no os paréis. Vamos a vender este pescado cuanto antes y después iremos a tomar una cerveza al Pargo Sediento.

Grimm aún se tomó unos segundos para escupir sobre el suelo y después caminó tras él. Se confundieron entre la multitud que empezaba a agolparse en las lonjas a la espera de las primeras capturas, los cargadores, los marinos y los trabajadores del puerto. Más allá, un par de casas de pescadores daban inicio a las cuatro callejas que conformaban la aldea. Se llamaba Fondeadero de Acantilado y era uno de los pueblos más pequeños de Nirala, pero también abastecía de pescado a la mayoría de las localidades al Oeste de la capital, y a la misma capital. Las casas de piedra y madera oscura tenían tejados de pizarra, inclinados, y ventanas de vidrio amarillo que fabricaban los propios artesanos de Fondeadero. Era una aldea humilde, poblada por gentes igual de humildes, que miraban al cielo y presentían las tormentas.

Dos horas más tarde, cuando el pescado terminó de venderse, las jarras empezaron a ser servidas y engullidas en la taberna del Pargo Sediento. Stalvan, Pornell y Grimm tomaron asiento en una de las mesas junto a otros camaradas y dieron buena cuenta de sus picheles de cerveza tibia mientras conversaban.

—¿Habéis visto los barcos de los Starling?—comentó Grimm sin poder contenerse una vez hubieron terminado de fanfarronear sobre sus capturas del día.

—Como si pudieran pasar desapercibidos—espetó Fraser, un marino alto y fornido de pelo muy negro y semblante en extremo hosco—. Llegaron esta mañana desde el Sur y obligaron al “Blancura del Oeste” y al “Tiburón Martillo” a cederles el lugar. Como si fueran los amos.

—¿Es que acaso no lo son?—replicó Grimm con un gruñido—. Desde que el rey perdió a su potrillo, son ellos los que…

Stalvan miró reprobatoriamente a su joven compañero, pero si éste se interrumpió fue porque Denise, la hija del tabernero, salía de la cocina para servirles una empanada de carne y cebollas. La presencia de la joven y el aroma de la comida hicieron guardar silencio a los marineros, que se quitaron las gorras y la saludaron educadamente.

—Buenos días, Denise.

Ella sonrió, dejando la fuente sobre la mesa.

—Aquí tenéis. Debéis estar hambrientos.

Pornell partió la empanada con su cuchillo y los tres amigos comenzaron a devorarla ávidamente.

—Son ellos los que nos gobiernan—terminó Grimm cuando Denise volvió a la cocina.

—Déjalo ya.—Stalvan le dio un fuerte codazo. —Ten más cuidado con lo que dices.

Grimm mordió un trozo de empanada, mirándole con ofensa, pero el viejo marinero le hizo una seña con la cabeza, indicándole una de las mesas del fondo. En ella había un hombre de ojos azules, joven y atractivo, vestido con pantalones gastados, botas flexibles y una camisa de fino hilo sobre la cual se ceñía un jubón de cuero amarillento. Llevaba la espesa cabellera castaña y ondulada atada en la nuca y algunos mechones escapados le caían sobre la frente. Tenía una nariz recta y elegante, una barbita bien cuidada y se sentaba en su silla con postura indolente, sosteniendo una jarra en una mano. Su semblante tranquilo le hacía aparentar que estaba sumido en sus pensamientos pero aun así, Stalvan sabía que uno no podía fiarse de los desconocidos.

Grimm, que había seguido su mirada, frunció el ceño al topar la suya con aquel singular extranjero, pues que era extranjero se notaba en algo imposible de definir. Sin embargo, incapaz de mantener la cauta discreción, a veces arisca, de la que su patrón y compañero siempre hacía gala, él no pudo evitar llamar la atención de aquel hombre alzando una mano y chasqueando los dedos.

—¡Eh, tú! —El hombre pareció salir de una ensoñación. Miró alrededor y luego levantó una ceja. —Sí, tú. Ven, siéntate con nosotros.

—Grimm…—Stalvan volvió a mirarle con una advertencia implícita, pero el impulsivo pescador no parecía atender a razones.

—Tenemos empanada de carne y buena conversación. Ven y háblanos de tu barco y tu viaje. ¿Cuál es tu nombre?

La taberna se quedó en silencio durante un largo instante, en el que el desconocido paseó su mirada sobre la concurrencia. El tabernero secaba un vaso, y el único sonido parecía ser el del trapo sobre el cristal. Finalmente, el joven se levantó y esbozó una sonrisa, acercándose a la mesa de los pescadores, que le recibieron con expresión desconfiada.

—Mi nombre es Arévano. Soy mercader, de Prímona.

—No hay ningún barco de Prímona en nuestro puerto—espetó Pornell. Al hablar lo hizo con tanta brusquedad que se le cayeron algunas migas de empanada por la barba.

—No he dicho que haya venido en barco. De hecho, vine a caballo.

—¿Desde Prímona? Imposible.

El joven extranjero se echó a reír, como si encontrase algo muy gracioso. Tenía una sonrisa de dientes iguales y blancos, y cuando se inclinó adelante sobre la mesa para explicarse les miró con complicidad.

—No, claro que no. Veréis, mi barco está en Puerto Jaspe. —Hubo un coro de gruñidos apagados. —Pero aún no hemos descargado nada. Traemos mercancías muy valiosas: sedas, brocados, joyas, plata… y mis hombres están cansados y sedientos. Atracamos en Puerto Jaspe porque nos dijeron que era el fondeadero más completo y seguro de Nirala.

—Es un pozo hediondo de pescado podrido—exclamó Hester Carnage, que también se encontraba allí. —Puerto Jaspe está lleno de rateros y de delincuentes, señor.

Arévano asintió, inclinándose un poco más hacia ellos.

—Eso he podido comprobar. Por eso desembarqué yo solo y tomé un caballo para viajar hasta aquí. Quería comprobar si no nos sería más conveniente anclar nuestro navío en Fondeadero del Acantilado.

—Pues no te costará elegir, comerciante. Hasta los nobles de Nirala prefieren dejar sus barcos en nuestro muelle que en esa basura de Puerto Jaspe—aseveró Pornell.

—El Pargo Sediento os acogerá encantados—intervino el tabernero, con una sonrisa servil—. Tenemos habitaciones disponibles, y probad la empanada que hace mi hija. Seguro que os encanta.

—Aquí tenemos una lonja más grande—agregó Samwell Flynt, lamiéndose la espuma del bigote—.Y gente más honrada.

—Eso no tiene mérito, ¡cualquiera puede ser más honrado que uno de Puerto Jaspe!

Los parroquianos estallaron en carcajadas, todos salvo Stalvan. Él también rabiaba cuando oía mencionar Puerto Jaspe y a sus gentes, con esa rivalidad incomprensible y visceral que uno cree sentir hacia los habitantes de toda localidad vecina. Pero, aunque el extranjero había dicho su nombre y ocupación y pagaba en aquel momento una ronda para todos, Stalvan no tenía una desconfianza tan fácil de erosionar. La suya era tan sólida como los más arraigados prejuicios, y gracias a ella había salvado a más de un joven de caer en errores simples o fatales, desde confiar en el amigo inadecuado hasta perecer en el mar por confiar en el viento favorable. Por eso siguió observando con severidad al desconocido mientras éste conversaba con los marinos, entre jarras que iban y venían y hojaldres rellenos de oca y mantequilla fundida.

—Pronto llegará el día de la boda del rey—decía Hester. Las rondas de cerveza y la comida gratis habían calentado las lenguas de los pescadores—. Se va a casar con una Starling.

—Vaya, entonces tendréis festejos.

—Quién sabe. No se ha anunciado nada, y dadas las circunstancias, es posible que no haya celebración.

—¿Dadas las circunstancias?

—El rey Drommath perdió a su mujer cuando nació su hijo, y perdió a su hijo hace tres años. Desde entonces está destrozado. Se ha convertido en un hombre taciturno y triste, que ni siquiera pone interés en reinar. Los Starling lo hacen por él.

—Es terrible. ¿Tan grande es su pena?

—Debe serlo. Si no fuera por los Starling, el reino estaría…

—Libre—respondió repentinamente Grimm—. Esos bastardos han hecho alianzas con el Imperio del Este, nos han vendido a ellos. Se llevan nuestros cultivos, nuestra madera, y nuestros hombres han marchado a sus guerras.

—¿Vuestro ejército pelea en las guerras fronterizas del Imperio del Este?

—Pelean y mueren—escupió de nuevo Grimm, amargamente. Luego dio un largo trago y se terminó la cerveza, dejándola en la mesa con un golpe. Su mirada se había vuelto oscura—. Mi hermano Duncan era soldado de Nirala, un guerrero de la montaña. Cayó defendiendo las Marcas de Riberazul, bajo las órdenes de esos extraños.

Se hizo un breve silencio. El extranjero inclinó la cabeza como muestra de respeto, y después todos contemplaron sus jarras, cabizbajos. Stalvan observaba, con la sensación de que aquella conversación no debería estar teniendo lugar. “Nos meteremos en problemas”, pensó. “Todos tendremos problemas si no cerráis vuestra bocaza”. Sin embargo, no dijo nada y se limitó a observar con fiereza a sus camaradas. Estos, en cambio, parecían sumidos en sus pensamientos. Y cuando Samwell Flynt lo rompió, lo hizo con un tono de voz bajo y cómplice. “El propio de las conspiraciones.”

—Algunos dicen que esta alianza es el preludio de una invasión—murmuró—. Que el Imperio del Este quiere conquistar Nirala y que los Starling les están allanando el camino.

—Al fin y al cabo, los Starling proceden de allí—agregó Fraser—. Sus antepasados, no ellos. Eso dicen, pero son todos tan blancos y con esos rasgos tan finos que deben ser del Este, eso es seguro. Casi no tienen nariz.

—La prometida del rey es guapa, pero es demasiado joven—comentó distraídamente Parnell.

—Supongo que quieren que el rey la deje embarazada para sentar a uno de su sangre en el trono.

Esta vez, Stalvan dio un fuerte golpe con la mano sobre la mesa, incorporándose con tanta precipitación que todos los huesos de las piernas se le resintieron.

—¡Grimm! Ya basta. Dejad de decir cosas impropias, todos vosotros. Estáis delante de un desconocido. —Les miró, uno a uno, con los dientes apretados. —Si nos ahorcan a todos será por culpa vuestra y de vuestra enorme boca. Yo no quiero escuchar más de esto.

Buscó en su bolsillo y soltó algunas monedas sobre la mesa, inclinando la cabeza antes de salir de la taberna a paso rápido. ¿En qué estaban pensando esos locos? No podía creer que hubieran cometido tantas indiscreciones. “Pues a mi no me van a buscar un problema por no ser capaces de mantener el pico cerrado. Yo me voy a casa.”

—¡Stalvan, espera!

—¡Déjame en paz, Grimm!—exclamó el anciano, acelerando el paso. Le dolían las rodillas, pero trató de mantener el ritmo. —Ya has dicho bastante. Nos veremos mañana, cuando estés más tranquilo.

Grimm suspiró y dejó caer las manos a los lados, viendo cómo su camarada se alejaba. Cuando se dio la vuelta para regresar a la taberna, se encontró frente a sí al extranjero, que le observaba con tranquilidad aunque su expresión era ahora más seria, casi distante. Entrecerró los ojos, volviendo a la desconfianza inicial.

—¿Qué haces aquí?—gruñó.

En vez de responder, el extranjero hizo otra pregunta.

—¿Qué le ocurrió al heredero al trono?

Grimm hizo una mueca y escupió antes de contestar.

—Tomó como esclavo a un Hombre del Mar. Uno de los hombres del Norte que quemaban y saqueaban nuestras aldeas. El esclavo escapó y le arrojó por las almenas.

—¿Quién dice eso?

Grimm compuso una mueca aún más perpleja. El tal Arévano le estaba hablando muy de cerca y tenía una mano a la espalda, lo cual no contribuía a que recuperase la confianza en él.

—¿Cómo que quién lo dice? Lo anunciaron. Lo dicen… lo dice todo el mundo.

El extranjero asintió y se mesó la barba, pensativo. Luego volvió a mirarle, como si quisiera encontrar en Grimm la respuesta a una pregunta que él no conocía. Le estaba poniendo terriblemente nervioso.

—Y dime, ¿Qué crees que haría tu hermano si volviera a ver ondear el estandarte del Pegaso?

—Ponerse a su servicio—respondió, de inmediato. De eso no tenía ninguna duda.

Por algún motivo, el extranjero sonrió. Después sacó la mano que ocultaba y le tendió una diminuta talla de madera. Representaba un caballo con alas. Grimm la observó, entrecerrando los ojos.

—¿Y qué crees que harían los compañeros de tu hermano?

—¿De dónde has sacado esto? ¿Y qué quieres decir?

Arévano se encogió de hombros.

—No lo he sacado de ninguna parte. Lo he hecho yo, en homenaje a un amigo muy querido. —Se dio la vuelta, como si fuera a marcharse, pero no dio ni un solo paso. —Respecto a la segunda pregunta, lo que quiero decir es… ¿Cuánta gente se alegraría si volviera a gobernar el Caballo Alado y pudieran olvidarse para siempre de los Starling?

Grimm apretó los dientes un momento, observando el corcel de madera con expresión pensativa. La talla era una deliciosa miniatura hecha con mucho detalle, y casi parecía perderse en la palma callosa de su mano. Él era un hombre humilde, un simple pescador de Fondeadero del Acantilado. Él no sabía nada de política, de enredos de corte ni de intereses entre los reinos y las casas nobiliarias. Nunca había conocido al rey Drommath ni a su hijo, el príncipe Driadan, por lo que aquel pegaso no era para él el símbolo de una monarquía en declive, ni de un pasado mejor. Grimm tampoco conocía a los Starling. Pero sí sabía de venganza, pues desde la muerte de su hermano, no había pensado en otra cosa que en ella. Y entonces aquel caballo con alas cobró un significado muy claro en su corazón: era el heraldo de su ajuste de cuentas personal. Levantó la mirada hacia el extranjero, muy despacio, y después dijo, en voz grave y casi susurrada:

—Muchos más de los que lo lamentarán.

Arévano esbozó una media sonrisa. Los ojos del pescador brillaban con furia contenida y en el cielo, entre las nubes negras que se habían apretado como los espectadores de una ejecución, un relámpago quebró la oscuridad y se escuchó el rugido del trueno.

—Se acerca una tormenta—dijo el extranjero.

Grimm alzó la mirada.

—¿Ah sí? Pues me alegro. Bienvenida sea.



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6 comentarios:

  1. me encanta me encanta me encantaaa jojojojojo se acerca la muerteeee

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  2. Hoy Viernes lo ponemos, ya hemos avisado en el Shoutbox y en Facebook de que el jueves dejábamos uno y el viernes otro, para que no os malacostrumbréis, jiajiajia! xD

    Viernes sobre las 18:00 o 19:00 de la tarde, hora española, lo tendréis ya colgado. ¡Besitos!

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  3. Me ha fascinado, por un momento estaba al vorde de la silla comiendo ansias hasta que me desinflaste por al mejor parte!!! Creí que sería más largo, pero me encantó!!

    Me tienes enganch@ad@.

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  4. Weeeah, gracias Pisque ^^ nos alegramos de que te haya gustado tanto! <3

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